1.- Sábado, once de mayo de 2013Entrevista en Gijón |
Los habitantes de Gijón, al igual que ocurre en otras ciudades de la costa cantábrica, miran al mar con melancolía. Esta es una tierra de marineros y emigrantes, trotamundos y trabajadores habituados a las despedidas y los lamentos camuflados, casi ocultos, con ademanes costumbristas y cotidianos. Aún ahora las familias despiden a los pescadores con angustia disimulada cada vez que salen a faenar por las aguas del Cantábrico, o ven alejarse con pesar a los viajeros que buscan dudosa fortuna al otro lado del océano, en ambos casos con la incertidumbre sobre el regreso pronto o próspero. Desde luego, en no pocas ocasiones, tal regreso no se produce. Por eso, las gentes del norte lidian serenamente con la tristeza, la soledad y la nostalgia de los días felices.
Algunos días son distintos. Esos días en los que el sol de la primavera brilla sobre los tejados de los edificios, ilumina el paseo del Muro de San Lorenzo y hace resplandecer la fachada de la iglesia de San Pedro, cuando una luz dorada matiza el verde intenso del parque y las casas de la Providencia; esos días en los que el mar se tiñe de un azul profundo y las olas rezuman espuma blanca y fragante, arrastrando sobre la playa y las rocas pequeños camarones que los correlimos se apresuran a devorar; cuando se ve al cormorán, posado sobre el arrecife, disfrutando de la bondad del sol y del paisaje. Es entonces, en esas jornadas luminosas, cuando los habitantes de Gijón convierten a su ciudad en una urbe alegre, entretenida, bulliciosa y divertida. Así pues, en esos días, antes escasos y, ahora, a pesar o gracias al inevitable cambio climático, más frecuentes que de costumbre, es cuando la melancolía se esconde para jugar al juego de la vida. Por eso los niños invaden los parques en los bulevares, el paseo marítimo se abarrota de caminantes y las terrazas del paseo de Begoña hierven de burgueses desocupados que toman café, leen el periódico y charlan animadamente con sus tertulianos.
Aquella era una de esas ocasiones en las que la mañana transcurría resplandeciente, agradable para el paseo y perezosa para el trabajo. Laura, acostumbrada desde niña a los soleados días de su Soria natal, disfrutaba especialmente de los tiempos de bonanza, aunque también había aprendido a saborear las apacibles jornadas de lluvia persistente del norte, en las que se mira con melancolía a través de los cristales mientras se saborea, muy despacio, un té con leche y un pastel, exageradamente dulce, en alguna de las buenas confiterías de la ciudad.
Independientemente de cómo amaneciera el día, lluvioso o soleado, cada vez que se desplazaba a Gijón se dejaba llevar por esa melancolía lugareña, o por algún tipo de tristeza parecida. A fin de cuentas también ella era una emigrante. Quizá por eso, bien para dar rienda suelta a la nostalgia, bien para empatizar con los sentimientos de los asturianos o, tal vez, para desconectar la mente de toda sensación conflictiva y dejarse arrastrar tan sólo por la contemplación, había establecido en sus visitas a la ciudad una especie de ritual programado. Siempre llegaba con tiempo de sobra para cumplir holgadamente la tarea que tuviera planeada: ir de compras, entrevistar a determinado personaje local o asistir a algún espectáculo en el teatro Jovellanos. Por costumbre intentaba dejar el coche en las inmediaciones de la Plazuela de San Miguel, normalmente conduciendo repetidamente por las mismas callejas cercanas a la plaza hasta encontrar un dudoso hueco en el que encajar el vehículo; después sacaba el ticket de aparcamiento para dos horas; posteriormente se dirigía al paseo marítimo y, por último, deambulaba junto al mar hasta llegar a la iglesia de San Pedro. Una vez allí, se apoyaba en el muro situado por encima de las rocas en el extremo de la playa y entraba en una especie de trance contemplativo. Al fondo se perdía la vista sobre el río Piles y los lujosos barrios de Somió y la Providencia. A medio camino la atención se volvía hacia el paseo del Muro, abarrotado de peatones. Y finalmente, ocupándolo todo, se disfrutaba de la contemplación de la bahía y la playa de San Lorenzo, con los surfistas esperando incansablemente la ola perfecta, que pocas veces se coge o, como hacían ese preciso día, cabalgando frustradamente las leves ondulaciones que ocasionalmente ofrecía el Cantábrico. Tras este ritual, se encaminaba a realizar las tareas que hubiera previsto.
Con los sillares de la iglesia a su espalda, Laura permaneció saboreando unos minutos de apacible calma; luego, saliendo perezosamente de la suave ensoñación en que se encontraba, regresó caminando por el mismo paseo de el Muro en dirección al Náutico, después se desvió por la calle Capua y alcanzó la Plazuela de San Miguel y la calle Covadonga llegando, en pocos minutos más, al paseo de Begoña y la terraza del Café Dindurra donde, suponía, la estaría esperando Damián Castellano, de quien no sabía absolutamente nada: ni quién era, ni a qué se dedicaba, ni que aspecto tenía. El único dato con el que contaba era, según le había indicado su jefe, que vestiría con un traje oscuro, estaría solo y tendría dispuesto sobre la mesa algún voluminoso libro.
Comprobó el reloj. Eran exactamente las doce de la mañana del sábado once de mayo de 2013, justo la hora acordada, cuando pudo observar en la última mesa de la terraza, en dirección al teatro Jovellanos, a un hombre que respondía a la descripción: unos treinta años, impecablemente afeitado, cabello moreno bien cortado y peinado a la moda, el rostro afilado y firme, la piel no muy clara, pero tampoco bronceada y una agradable apariencia atlética. Vestía un traje gris oscuro, casi negro, de buena marca o confeccionado a medida. Por debajo de la chaqueta, que estaba perfectamente abotonada, lucía una camisa blanca con un planchado perfecto, no llevaba corbata y en conjunto presentaba un aspecto elegantemente informal. Tenía un grueso libro depositado sobre la mesa y miraba claramente en la dirección por donde ella venía. «Ese debe ser el hombre, querido Watson», bromeó para sí mientras se aproximaba decididamente.
Según caminaba, Laura se iba culpando por haber supuesto con anterioridad, sin motivo real, que el tal Damián Castellano sería distinto, más viejo, más vulgar. Había especulado con que tendría unos cincuenta o sesenta años, sería algo barrigudo, quizá con un ademán un tanto estirado y prepotente y, por supuesto, lo había visualizado ataviado con un impecable traje ejecutivo. Como excusa por tener una idea errónea sobre el aspecto de ese sujeto se dijo que, lo normal en este tipo de entrevistas a políticos, empresarios, académicos y demás personajes de relevancia local y provinciana, era encontrarse con el prototipo que se había imaginado previamente. En cierto modo, le agradó que no fuera este el caso. Una idea un tanto divertida le pasó por la cabeza: «A éste podría llevármelo a la cama».
Aún les separaban unos metros cuando aquél hombre se levanto dando unos pasos hacia ella. Con precisión y delicada firmeza la tomó por la mano, esbozando un saludo formal y diciendo:
—Buenos días, Laura. Por favor siéntate.
Y, sin darle tiempo a responder, la dirigió hacia una silla situada justo frente a la que previamente ocupaba él mismo.
Laura, sorprendida ante una reacción que se le antojó un tanto precipitada e inconveniente, se dejó conducir con cierto recelo, sentándose en el lugar indicado, algo más soleado que el ocupado por Damián y dispuesto de forma que su espalda apuntaba en dirección al paseo de Begoña, al tiempo que a su izquierda, a unos diez metros, podía observar las taquillas del teatro Jovellanos, donde un buen número de personas guardaban turno con la intención de conseguir entradas para el espectáculo que Les Luthiers iban a ofrecer esa noche.
La voz de Damián Castellano había sonado profunda, pero no especialmente grave, con un volumen adecuado para ser escuchado en la calle, aunque no elevado, al contrario que los ocupantes de alguna mesa cercana que, a varios metros de distancia, no dejaban ninguna duda sobre el tema de su conversación: las últimas desventuras del equipo de fútbol local y el partido que iba a jugar esa misma tarde.
—Eres muy puntual —continuó diciendo Damián—. ¿Qué quieres tomar?
Laura no respondió inmediatamente a la pregunta, se encontraba incómoda por la familiaridad con la que el tal señor Castellano la estaba tratando. Se consideraba una mujer relativamente anónima, pero ese hombre la había reconocido inmediatamente, la había llamado por su nombre y se comportaba como si fuera un viejo amigo. Lo cierto es que el aspecto de Damián no le resultaba desagradable, todo lo contrario, pero su conducta, directa, cordial y familiar, la había pillado descolocada. «Control, orden y método» se dijo mentalmente mientras buscaba la postura en el asiento intentando serenar su incertidumbre.
—¿Me conoce usted? —Respondió finalmente.
—Claro, por supuesto que sí —Damián se inclinó levemente hacia adelante apoyando los codos sobre la mesa—. Te llamas Laura Golmayo, eres periodista, trabajas para El Diario de Asturias y has venido a hablar conmigo por indicación de Gerardo Castro, redactor jefe de tu periódico.
Damián calló unos instantes mientras sonreía mirando fijamente a los ojos de Laura. Después prosiguió hablando:
—No te preocupes, no soy ningún acosador paranoico; simplemente hemos coincidido en algunos actos a los que has asistido por tu trabajo y, aunque no hayas reparado anteriormente en mí, yo sí te he prestado atención. Soy un asiduo lector de tus artículos, me gusta tu estilo y tu energía. Reconozco tus escritos en el periódico, aunque no estén firmados. Sólo lamento que, con mucha frecuencia, te obligan a cubrir noticias que no tienen nada que ver con tu carácter ni con tus intereses profesionales. Y eso se nota. Por cierto, ¿te importa si me quito la chaqueta? Hace mucho calor esta mañana —sin esperar respuesta se despojó de la prenda y la colocó en el respaldo de la silla.
Esa explicación, el apunte final revelando cierta complicidad y el nuevo aspecto algo más desenfadado que ese hombre había adoptado al desprenderse de la chaqueta, serenaron casi completamente la inquietud que Laura había experimentado. Eso la permitió acomodarse más relajadamente en la silla. Mientras tanto, un camarero vestido con camisa blanca, chaleco rojo, pajarita negra ceñida en el cuello de la camisa y luciendo un resplandeciente cráneo rasurado, iluminado por el intenso sol del medio día, se acerco hasta ella y le preguntó si deseaba tomar alguna cosa. Laura, que no había atendido a la llegada del empleado de la cafetería, se alteró levemente, aunque de inmediato le pidió con tranquilidad un café con leche en taza pequeña.
Hasta ese momento no había reparado con detalle en los objetos que se encontraban sobre la mesa: un grueso libro de la escritora Matilde Asensi, con aspecto de recién comprado, en el que se recopilaba la trilogía de Martín Ojo de Plata, una de sus obras más famosas; una copa con una generosa cantidad de vino tinto y un platillo blanco alargado conteniendo un par de aperitivos sin tocar, consistentes en un pequeño trozo de tortilla de patata el primero y medio huevo cocido relleno de bonito con tomate el segundo; entre ambos se situaba un pequeño tenedor de postre perfectamente limpio. Intentó disimular la atracción que experimentaba hacia los bocados. Tenía hambre. Llevaba casi dos semanas a dieta para controlar el peso y eso le irritaba considerablemente.
Laura miró detenidamente a su interlocutor; observando veladamente los ojos marrones que estaban fijos en ella. Le parecieron tristes y profundos, con una chispa húmeda y brillante. En ese momento experimentó una leve sensación de vértigo que atribuyó, posiblemente, al juego de reflejos provocados por la intensa luz del sol o, quizá, al hambre que arrastraba a causa de la exigente dieta. Levemente confundida apartó con rapidez la mirada, algo que a Damián no le pasó inadvertido. Volvió a repetirse mentalmente el mantra “control, orden y método”.
—Pues supongo —dijo Laura—, que usted es Damián Castellano pero, lo cierto, es que he venido a ciegas. No sé nada de usted ni el objeto de la entrevista. Gerardo tan sólo me indicó que me presentara y habláramos. Pero no sé de qué vamos a hablar. Se supone que la periodista soy yo y, sin embargo, no tengo preguntas que hacer. Debe ayudarme y comenzar contando algo que me permita situarme.
Mientras hablaba, Laura tomó enérgicamente el bolso que todavía llevaba colgado en el hombro, lo abrió y extrajo, con rápidos ademanes, varios objetos que dispuso en su lado de la mesa: Un cuaderno de lomo cosido con gruesas tapas negras, un bolígrafo Parker de color plata y azul modelo CT y un Smartphone Sony Xperia Z1.
—¿Le importa si grabo la conversación? —Añadió mientras colocaba el teléfono en modo grabación de voz.
—Claro, ningún problema —respondió Damián recostándose de nuevo sobre el respaldo de la silla—. Haz tu trabajo como consideres más oportuno.
En ese momento, el camarero se acercó de nuevo con una bandeja donde trasportaba una taza de café con leche colocada en un platito junto con una cucharilla y un sobrecito de azúcar y, al lado, otro platito con un trozo de bizcocho del que emanaba un fuerte olor a limón y anís. «Menos mal que odio el anís», se dijo la periodista, «no sé si aguantaré la dieta hasta el domingo». Volvió a desplazar el cuaderno y el teléfono para hacer sitio mientras el camarero, inclinándose levemente, colocaba los platos sobre la mesa. Un cegador destello de sol se reflejó en el pulido cráneo del empleado de la cafetería, deslumbrándola y provocando en ella un disimulado arrebato humorístico, pensó en sacar también las gafas tintadas que guardaba en el bolso.
—Bien —continuó Laura dirigiéndose a su contertulio mientras rasgaba el sobrecito de azúcar y derramaba el contenido en el interior de la taza—. Pues dígame entonces cual es el objeto de la entrevista.
Damián sonrió de nuevo, tomó lentamente un sorbo de vino, juntó las manos sobre la mesa entrelazando los dedos y, centrando la mirada en los ojos de la periodista, dejó pasar unos instantes, finalmente, dijo:
—Te voy a proponer dos temas. Uno de ellos es el que más me interesa comentar contigo, seguramente lo descubras inmediatamente. El otro asunto quizá sea más periodístico. Tú elegirás sobre cuál de los dos quieres trabajar primero.
—¿Es esto una especie de juego? —Preguntó Laura.
—De alguna manera sí —respondió Damián sin apartar la mirada de los ojos de Laura—, aunque quizá más serio de lo que piensas —añadió.
—Pues entonces plantéeme las dos opciones.
—El primero se refiere a una intoxicación colectiva que han sufrido los miembros de la Cofradía del Buen Yantar, aquí, en Gijón, durante la celebración hace dos noches de su cena mensual de hermandad. Aparte de la gravedad de alguna de las intoxicaciones, sorprende que la cena se celebrara en un conocido restaurante de la ciudad que siempre tiene una calidad extremadamente cuidada.
Laura tomó nota moviendo rápida y firmemente el bolígrafo sobre el grueso cuaderno.
—Me gustan los Parker —comentó Damián observando los destellos producidos en el bolígrafo—, sobre todo los antiguos. Heredé una vieja pluma Parker de mi padre y era un verdadero placer escribir con ella.
—Ya —respondió Laura sin dar importancia al comentario—. ¿Y cuál es el segundo tema?
—He hecho un pacto con Lucifer y voy a cambiar el mundo.
Laura desvió la mirada del cuaderno y, proyectando los ojos como si fueran balas en el rostro de Damián, lo miró burlonamente. Le vio tranquilo, con aspecto impasible y una clara sonrisa en los labios; la espalda acomodada en el respaldo de la silla y los brazos relajadamente apoyados sobre la mesa con las manos juntas y los dedos entrelazados. Tras unos instantes de silencio Damián dejó escapar una comedida risa que fue respondida por Laura, tapándose la boca con ambas manos para ahogar una carcajada que, de no sofocarla, hubiera sido bastante más escandalosa.
—¿Cuál de las dos prefieres? —Volvió a preguntar Damián riendo todavía.
—Bueno —respondió Laura—, hablando en serio… ¿En qué restaurante se realizó la cena?
De nuevo centró la mirada en el cuaderno preparándose para tomar nota de lo que Damián le comentase.
—Las dos propuestas son en serio.
La expresión de Damián cambió radicalmente mostrando un gesto duro y un tono de voz extrañamente seco. Sin modificar el tono prosiguió hablando.
—La cena se celebró en el restaurante Foz de los Arrudos, sé quien fue el responsable de la intoxicación, cómo y por qué lo hizo; puedo darte todos los datos que necesites. También estoy decidido a cambiar el mundo, tengo medios para ello y me gustaría contar contigo en ese proyecto.
Laura había quedado momentáneamente paralizada. Tras unos segundos en blanco depositó el cuaderno sobre la mesa, pero mantuvo el bolígrafo sujeto entre sus dedos, jugando nerviosamente con él mientras lo pasaba de una mano a la otra. De nuevo había fijado la mirada en el rostro de Damián. Numerosas ideas se agolparon simultáneamente en su cerebro: Quizá —pensó— se encontraba ante un loco, o un bromista, o era una especie de trampa preparada por algún competidor del trabajo, o puede que se tratara de una artimaña por parte de su jefe para ponerla a prueba. Con este tropel de dudas en su cabeza, cuando consiguió centrar de nuevo la atención en Damián, se dio cuenta de que, tras su dura expresión anterior, ahora volvía a sonreír, lo que le permitió sentirse algo más tranquila.
—Entonces, ¿por cuál de los dos temas quieres empezar? —Insistió.
La lógica le indicaba que podría salir fácilmente de aquella especie de encerrona preguntando directamente por el asunto de la intoxicación, e ignorando radicalmente el otro tema; sin embargo, ella no había medrado en el periodismo siguiendo simplemente la lógica. Tenía poca experiencia, eso era cierto, pero desde que terminó la carrera tres años atrás, un sexto sentido la había dirigido profesionalmente. Nunca tuvo problemas para encontrar trabajo; ya disponía de un buen currículum y había recibido una modesta propuesta de empleo por parte de un diario de ámbito nacional que estaba planteándose aceptar. No había necesitado aprender a confiar en su instinto pues, desde pequeña, el instinto había formado parte de su vida. Y normalmente acertaba. Una vez más una corazonada le puso alerta, aunque en esta ocasión no estaba totalmente convencida de seguirla.
No conocía en absoluto a Damián y, sin embargo, en los breves minutos que llevaba sentada frente a él, ya había experimentado distintas sensaciones: Contrariedad, afabilidad, tensión, diversión, duda, ¿miedo? Reparó en que era cierto, en ese momento el sentimiento que le había inundado era el temor. Tenía un truco para centrarse; ya lo había utilizado en dos ocasiones durante la entrevista que estaba manteniendo. De los muchos conceptos que aprendió en la Facultad de Periodismo de la Universidad Complutense de Madrid destacaba un consejo que le dio su mentor en el último año de carrera; había sido el siguiente: «Lo esencial en cualquier trabajo que quieras llevar adelante seriamente es mantener el control en todo momento, ordenar las ideas con claridad y seguir un método adecuado al objetivo. Recuerda y repítelo mentalmente: Control, orden y método».
«Control, orden y método» pronunció Laura entre dientes, aunque lo suficientemente alto como para que Damián lo escuchara.
—¿Y eso qué significa? —Preguntó Damián.
—Perdone —respondió—, se trata de un antiguo recuerdo.
Después, evitando dar más explicaciones sobre el particular, continuó con la entrevista:
—¿Qué significa eso de cambiar el mundo? ¿Se refiere a que participa en algún tipo de conspiración o algo por el estilo? ¿Quiere reírse de mí, señor Castellano? ¿Es usted un terrorista? ¿Está loco y no se ha tomado la medicación…?
—Por favor, Laura —interrumpió Damián riéndose de nuevo—. Deja ya a un lado los formalismos y trátame de tú, con total confianza.
—¿Ha preparado esto con Gerardo? —Prosiguió Laura sin atender más que a sus pensamientos.
—Sin formalismos, Laura, insisto…
—Está bien —dijo Laura respirando profundamente—. Dígame entonces… Quiero decir… Dime…
En su trabajo de periodista solía utilizar los tratamientos formales como método de defensa, para no involucrarse demasiado con sus interlocutores; le permitía marcar distancias y ser más objetiva en el desarrollo de las entrevistas y las noticias. Hablar con la familiaridad que le solicitaba Damián le resultaba extraño y le hacía titubear mostrando con más claridad el estado nervioso en el que se encontraba.
—Te respondo, Laura. Primero: Cambiar el mundo significa modificar este planeta y esta sociedad a un estado distinto del que muestra ahora. Segundo: No pienso exactamente en una conspiración, pero puede ser el concepto que más se parezca a mi proyecto. Tercero: No me estoy riendo de ti aunque, a veces, tienes expresiones muy graciosas. Cuarto: No soy un terrorista ni pienso en nada violento. Por último, tampoco estoy loco y no necesito medicación. ¡Ah!, y Gerardo no sabe nada de esto. Y de lo otro tampoco.
—¿Qué es lo otro?
—Lo de la intoxicación.
Ahora sonrieron los dos. Laura volvió a repetirse el mantra y decidió tomar la iniciativa para intentar hacerse con el control de una situación que, hasta ahora, se le había escapado.
—Verás, Damián, No sé qué pensar sobre lo de cambiar el mundo. En serio, desconozco si es una broma, o si estás loco o si, como parece, lo dices en serio; también pienso que puedes estar hablando con metáforas. En cualquier caso no puedo presentarme en el periódico contando una historia sobre algo raro que aún no ha pasado, inventada por alguien que puede ser un trastornado, que insiste en que tiene medios para cambiar el mundo y que va a hacerlo…
—No olvides lo del pacto con Lucifer —interrumpió Damián levantando los dedos índices de ambas manos y colocándolos a cada lado de la cabeza como si fueran cuernos.
—Cierto —prosiguió Laura riéndose del gracioso gesto—. Ese es el dato que faltaba para que me tomen por loca. Comprenderás que no puedo entrar en la redacción contando esta historia. Por muy en serio que lo digas no tengo más remedio que dedicarme exclusivamente al primer tema. Me has prometido datos sobre el responsable de la intoxicación. Centrémonos en ese asunto.
—Escúchame un momento —dijo Damián levantando la mano para indicar a Laura que parara de hablar—. Te doy todos los datos sobre el asunto de la intoxicación a condición de que oigas lo que tengo que contarte acerca de Lucifer, el pacto y lo de cambiar el mundo. Tendrás tu noticia para publicar en el periódico y, además, podrás decidir sobre la propuesta que te he hecho para colaborar conmigo en la… ¿conspiración?
—De acuerdo —respondió Laura sintiendo que el control que buscaba en la entrevista seguía siendo un tanto dudoso—. ¿Por dónde quieres empezar?
—Tú eres la profesional. Quizá resulte más fácil si vas preguntando a tu ritmo. En caso de que considere que te dejas algo importante en el tintero buscaré el modo de contarlo. Confío en tu talento para llevar adelante nuestra conversación.
Damián por fin le cedía la iniciativa. Todo un detalle. Laura volvió a coger el cuaderno en sus manos y adopto una postura cómoda para tomar notas apoyándose sobre la mesa.
—¿Qué significa lo del pacto con Lucifer? —Preguntó Laura—. ¿Te has aliado con algún tipo de mafia o con la banca internacional… o con algún gobierno corrupto?
—Nada de eso —respondió Damián—. Significa que invoque a Lucifer, se presentó y le hice una propuesta. Él mejoró la propuesta y me pidió un precio. Llegamos a un acuerdo que nos agradó a los dos; él cumplió su parte y yo debo cumplir la mía.
Laura decidió tomarse la conversación como un juego; desde luego no podía ir en serio con aquellas afirmaciones. Si Damián jugaba a las metáforas terminaría por descubrirlo. Si, por otro lado, estaba loco, mejor aparentar hacerle caso para terminar cuanto antes el asunto del demonio, nunca mejor dicho, y conseguir los datos sobre el tema del restaurante.
—¿Te refieres a Lucifer el del Infierno?
—Lucifer no está en el Infierno. En el Infierno estamos nosotros
—En eso te doy la razón —convino Laura—. Así pues se te presentó Lucifer… ¿Qué aspecto tiene?
—Lucifer es una mujer preciosa, de cuerpo perfecto, rostro iluminado y mirada serena, ojos oscuros, grandes, brillantes y húmedos, como si acabara de llorar, pero con una sonrisa permanente y una voz dulce. Trasmite al mismo tiempo, serenidad, alegría, melancolía, firmeza, pasión, sabiduría, sencillez, elegancia, seducción y sofisticación, dureza y poder, pero también compasión y consuelo.
—Entonces Lucifer es una mujer…
—Lucifer es muchas cosas… En aquella ocasión se presentó como una mujer. Después lo he visto con otros aspectos.
—La describes muy apasionadamente. ¿Te enamoraste?
—Claro que sí, todo el mundo se enamoraría de ella.
—¿Hicisteis el amor? —Preguntó con una mezcla de curiosidad y diversión.
—Aunque no lo creas, cada vez que cualquiera de nosotros hace el amor lo hace con Lucifer.
Laura comenzaba a disfrutar con la charla. Aunque continuaba diciéndose que aquella historia sobre Lucifer o bien era una paranoia o bien se trataba de una parábola para llegar a alguna situación concreta y real. De todos modos, tal y como se desarrollaba la entrevista, estaba resultando una conversación divertida.
—¿A qué te refieres con eso de que todos hacemos el amor con Lucifer, quieres decir que el sexo es un pecado satánico como opina la iglesia?
—Ya hablaremos de la iglesia y sus perversiones —el gesto de Damián volvió a ponerse duro y rígido durante unos instantes, aunque no tardó en calmarse de nuevo—. El placer es una de las cualidades que Lucifer legó al mundo. Al entregarnos con libertad al placer cumplimos parte del destino que nos fue confiado.
—Pero… ¿Hicisteis el amor? —Insistió.
—Si estás pensando en el sexo… No, no tuvimos sexo.
Cierta decepción se mostró en el gesto de Laura al escuchar esa respuesta. Tomó un sorbo del café que tenía sobre la mesa, que ya se había quedado algo frío, y continuó la entrevista.
—¿Qué más cualidades nos dejó Lucifer? —Preguntó de nuevo.
—La belleza —respondió Damián taladrándola con la mirada.
Laura volvió a sentirse amedrentada por la intensidad que surgía de los ojos de Damián, ojos marrones, casi negros, con una mirada que la recorría en toda su figura. Comenzó a dudar del atuendo que había elegido para vestir aquel día. Por la mañana, antes de salir de su casa en Oviedo, sabiendo que iba a entrevistarse con un personaje trajeado de cierta relevancia, decidió adoptar un aspecto profesional, Tomó de su armario una blusa de color beige claro sin mangas y una falda gris por debajo de la rodilla, además de una chaqueta, también gris, de corte clásico, todo ello comprado en Zara; zapatos negros con tacón alto de Gloria Ortiz y un bolso de Chanel, igualmente negro a juego con los zapatos, comprados ambos en el Corte Inglés. Al llegar a Gijón comprobó que el calor, debido al día soleado y a la humedad del mar, era más intenso de lo esperado, por lo que decidió dejar la chaqueta en el maletero del coche. Observando ahora la vista de Damián fija en ella echó de menos la protección de la chaqueta, pensó que debería haberse abrochado un botón más en la blusa y, tal vez, haberse sentado en otro lugar donde el sol no pudiera provocar trasparencias indiscretas. También pasó por su mente la posibilidad de que no hubiera sido casualidad el lugar elegido para la cita y el hecho de que ese hombre ya estuviera acomodado cuando ella llegó; era posible, tal vez, que hubiera preparado la escena para poder colocarla en el sitio donde el sol trasparentaría su ropa… «¡No puede ser!» se dijo, «demasiado retorcido, demasiado complicado, demasiadas suposiciones…»
—¿Qué tipo de belleza? —Preguntó Laura intentando concentrarse en su trabajo.
—Cada persona tiene una idea de la belleza —respondió Damián sin desviar la mirada—. Hay quien adora el color azul y también quien lo odia, hay quien encuentra bello un día soleado de primavera y quien queda extasiado por una tormenta de otoño. Existen amantes de la montaña, de la playa, del cine negro, de los coches o de los perros. Todos ellos sienten que sus gustos responden a lo bello y, quizá, lo que no sea de su agrado les parezca feo. Pero si juntamos todo aquello que cada uno considera bello tal vez nos acerquemos a ese concepto más amplio, más platónico, de la belleza. En el Mundo de las Ideas debe existir un concepto absoluto de la belleza pero, en nuestro mundo terrenal, la belleza se compone de partes, de preferencias personales. Lucifer nos legó todas ellas y, probablemente, también una belleza absoluta.
Damián pronunciaba estas palabras con la mirada perdida, manteniendo los ojos fijos con total ausencia de parpadeo, como si entrara en una especia de éxtasis, o como si fuera capaz de ver más allá del rostro de Laura, en cuya dirección miraba.
—¿Quieres saber qué es la belleza para mí? —Preguntó Damián saliendo momentáneamente del trance.
—Claro —respondió Laura—. ¿Qué es la belleza para ti?
—Esta mañana es bella. El sol se derrama sobre los árboles, los jardines y las personas; todo brilla. Los niños juegan en el parque, bajo la atenta mirada de sus madres, disfrutando de la luz y del calor. Las ventanas de las viviendas están abiertas para permitir que entre el aire fresco de la primavera. Algunas personas asomadas a los balcones contemplan la vitalidad que se desarrolla en la calle por debajo de ellas. No vemos ahora mismo la playa, pero la imagino llena de gente metiendo los pies en el agua fresca, las olas suaves alcanzando mansamente la orilla y frustrando a los surfers que sueñan con días de temporal.
»Me imagino, también, el azul del mar fundiéndose en el horizonte con el azul del cielo en un límite perdido y difuso por la bruma lejana y los reflejos del sol. Eso es bello. Pero también son bellos aquellos días en los que el bosque está empapado por las gotas del orbayo persistente, que se desploma casi ingrávido desde un plomizo cielo gris oscuro, con los pájaros guareciéndose en los troncos de los árboles viejos mientras los nacientes arroyos están formándose en las torrenteras.
»Me parece bello el cortejo de las aves en la primavera, la ceba de sus polluelos insaciables, las nubes y las tormentas del otoño y la nieve del invierno en las majadas de la cordillera. Me parece bella la cuarta sinfonía de Brahms, sus cadencias, acordes y melodías, estimulando sensaciones profundas, a veces enérgicas y a veces sosegadas, pero siempre llevándome más allá de mis sueños.
»Me parece tremendamente bello leer la obra Machado, “Campos de Castilla”, “Soledades”… Y dejarme llevar por la magia de sus palabras. Me parece también, extraordinariamente bello poder contemplar a una mujer joven y hermosa, una mujer consciente de su belleza y que la muestra con elegancia, sensualidad y, al mismo tiempo, timidez mal disimulada. Me parece bello el brillo que el sol proporciona a unos cabellos en los que caprichosos juegos de sombras y destellos hacen variar su color, tornando entre el castaño claro y el dorado intenso. Me parece bello que esa mujer vista una ropa discreta pero que se ciñe a su cuerpo y que, gracias a un diseño exquisito, lo realza sin competir con su figura. Me resulta tremendamente bella una mirada inteligente y sincera pero al mismo tiempo curiosa y con cierto fondo de desencanto…
—¿Estás intentando seducirme? —Preguntó Laura interrumpiendo la disertación.
—¿Crees que quiero seducirte? —Preguntó a su vez Damián mostrándose divertido.
—Esa es la impresión que me das ahora mismo. Aparte de parecerme también un pelín pedante.
—Pues me siento halagado por dar la impresión de seducirte y lamento la pedantería. En realidad, estaba contestando a tu pregunta.
Damián había conseguido provocar en Laura sensaciones dispares. En primer lugar experimentaba una sutil fascinación por su aspecto físico, su facilidad de palabra y por la singularidad de la historia que contaba; pero esto se mezclaba, al mismo tiempo, con una impresión desagradable provocada por cierta arrogancia en su comportamiento. «¿Acaso piensa ese hombre que ha acudido a una cita amorosa?», se dijo Laura. «¿Se cree, además, qué voy a caer rendida a sus pies con esa charlatanería? ¡Por supuesto que no! Se trata de una entrevista de trabajo y estoy perdiendo de nuevo el control de la misma». Además, cuando miraba a Damián con cierto detenimiento, le parecía descubrir en él un trasfondo extraño y peligroso. De algún modo asustaba. «Control, orden y método» se dijo de nuevo.
—Sigue hablándome de Lucifer.
—Eso estaba haciendo. Te hablaba de los legados que Lucifer nos ha dejado.
—Cierto. Aparte de la belleza ¿qué más nos ha legado?
—La Ciencia —dijo Damián con un tono especialmente firme.
Esta afirmación sorprendió aún más a Laura. Estaba convencida de que la Ciencia, con mayúscula, prescindía de los mitos, las religiones, los santos y los diablos. De hecho todas las religiones que ella conocía habían perseguido cruelmente a la Ciencia. Y ahora que la Ciencia parecía haber ganado la batalla y presumía de no necesitar dioses y demonios para explicar la Naturaleza, ahora que el pensamiento racional se encontraba en la base del progreso de la sociedad, el loco señor Castellano afirmaba que la Ciencia era cosa del Diablo. Lo miró con indignación y le hizo notar su perplejidad.
—¿Recuerdas la historia de Adán y Eva? —Preguntó Damián.
—Claro —respondió Laura más indignada todavía—. Si hablábamos del Diablo ahora tenemos que continuar con la Biblia.
—No te preocupes. Sobre Lucifer hablo en serio pero, al mencionar la Biblia, tan sólo pensaba contarte un cuento, una metáfora como dijiste antes.
—Pues de acuerdo, ¿qué tienen que ver Adán y Eva con la Ciencia?
—En el Paraíso Terrenal estaban Adán, Eva, los animales, el bosque y Lucifer. Dios, o mejor dicho, los dioses… —Damián titubeó momentáneamente y luego prosiguió—. Perdona, haré un inciso. En la Biblia se usa la palabra cananea Elohim, que es plural y se traduce literalmente por dioses; el singular, esto es dios, se escribiría Eloah. Pero en la Biblia, como te digo, aparece el plural Elohim; por lo que los creyentes bíblicos o son politeístas sin darse cuenta, o son esquizofrénicos, o simplemente memos al suponer que adoran, según creen leer en su libro sagrado, a un solo dios. Continúo: Los dioses prohibieron a nuestros primeros padres comer los frutos del Árbol de la Ciencia y del Árbol de la Vida. Lucifer salió a su encuentro con forma de serpiente, enroscado en el tronco del árbol de la Ciencia. ¿Te suena de algo esta imagen?
—Sí —contestó Laura—. De pequeña me contaron muchas veces ese cuento.
—No, perdona, no me refería ahora mismo a la historia, sino a la imagen de la serpiente enrollada en un árbol o en un bastón de madera. Es la vara de Asclepio, el símbolo de sabiduría que adoptaron los médicos como emblema. Y también la farmacia, cambiando el bastón por el pié largo de una copa.
—Cierto, no había reparado en ello —reconoció Laura.
—Pues fue Lucifer quien sugirió que comiéramos del Árbol de la Ciencia y del Árbol de la Vida; el primero nos daría el conocimiento de todo y el segundo la vida eterna; es decir, en palabras de Lucifer: “Seréis como dioses”. En cuanto Adán y Eva comieron del primer árbol, la Biblia cuenta que los Elohim se juntaron, hablaron entre ellos y se dijeron: “Mirad que Adán y Eva han comido del Árbol de la Ciencia, expulsémosles del Paraíso antes de que coman del Árbol de la Vida y sean como nosotros”. Lo que nos demuestra que Lucifer tenía razón, no mintió, no urdió un engaño para perder a la humanidad; por el contrario nos puso en el camino de la divinidad. Y el primer paso para alcanzar la divinidad era la Ciencia. Desde entonces, El principal enemigo de la iglesia ha sido la diabólica Ciencia, personificada en aquella serpiente. Y la historia ha contemplado las numerosas torturas que los curas han infligido a los científicos. Recuerdo que, en los días en los que participaba en un grupo juvenil de la parroquia del barrio en el que vivía, cuando comenté mi interés por las ideas evolucionistas, me dijeron: “Ten cuidado con esas cosas, son muy peligrosas”. ¡Y estábamos en pleno siglo veinte, el siglo del triunfo de la Ciencia sobre las supercherías! Todavía hoy, en algunos lugares de la América profunda, pueden pegarte un tiro por hablar abiertamente de la evolución, de la verdadera edad de la Tierra y el Universo… ¡Esos ciegos fundamentalistas! ¡Qué más da que sean islámicos, anabaptistas o evangélicos!
Damián bebió un largo trago de vino y, mostrando en alto la copa a modo de brindis, continuó hablando.
—Brindo por Lucifer. El placer es luciferino, la felicidad es luciferina, la belleza es luciferina, la ciencia es luciferina. Y también lo son la libertad, la independencia, la rebeldía, la pasión, la naturaleza y el orden natural de las cosas, la vida y la muerte, la curiosidad y todo cuanto de bueno, sabio y bello nos han quitado o pretenden quitarnos los poderosos para impedir que seamos inteligentes, libres y felices.
—Perdona Damián —interrumpió Laura sintiéndose algo sobrepasada por el brindis—. Lucifer siempre ha sido el malo de la película y dios el bueno. Todos los males del mundo se achacan al diablo. Las guerras, el hambre, los crímenes, las posesiones diabólicas… Pero tú estás invirtiendo los papeles. Presentas a dios como alguien que nos niega el conocimiento y a Lucifer como el liberador, el que nos muestra el camino.
—¿Realmente crees que dios es el bueno? —Preguntó Damián con aire burlón.
—No sé qué pensar sobre dios, realmente no sé si creo en él.
—Haces bien en dudar. Dios no existe.
Laura se encontraba un tanto aturdida por la pasión y el desparpajo que Damián mostraba en su discurso, por los conceptos transgresores y sorprendentes que manejaba y porque el propio concepto de transgresión, en sentido amplio, era una de las ideas con las que ella más simpatizaba.
—¿Lucifer existe y dios no? —Preguntó—. ¿Cómo es posible?
—Dios es un invento de los sacerdotes, los militares, los poderosos y los ricos para justificar su poder sobre el ejército de los pobres. Junto con otras muchas falacias, mentiras y perversiones que usan para controlarnos.
—¿Cómo puedes estar convencido de que uno existe y el otro no? Los dos van juntos en la historia, el uno justifica al otro… O crees en los dos o no crees en ninguno. No sé, no me encaja.
—Verás, Laura, he vivido algunas experiencias que demuestran la inexistencia de dios y la existencia de Lucifer; comenzaré por lo último: Fui un fiel creyente. Más que eso, fui practicante de misa y comunión diaria. Estuve en un grupo juvenil de parroquia y en una organización ultra conservadora dirigida por curas. En aquella época, como ya he dicho, era un firme creyente. Sin embargo, en los momentos de mayor angustia y desesperación de mi vida, cuando más necesitaba de dios y le rogaba con insistencia, nunca se presentó, nunca hizo nada por cambiar mi vida, nunca encontré consuelo y, además, las mentiras de los curas me obligaban a una resignación y sumisión absoluta a los designios que imponía la iglesia. Pero Lucifer sí atendió mi súplica. Desde luego, si dios existe, me ignoró por completo; por el contrario Lucifer vino a mí, me dio consuelo, esperanza y soluciones. Más adelante descubrí que dios es una invención; ya te lo contaré.
—¿Qué circunstancias fueron las que te llevaron a invocar al Diablo?
—Lo que acabo de decirte: Desesperación absoluta, angustia infinita… ¿Quieres detalles concretos?
—Soy periodista, por supuesto que quiero detalles concretos.
—Pues tenemos para largo.
Damián volvió a saborear un buen trago de vino. Por su parte, Laura tocó la taza de café y, al comprobar que se había enfriado totalmente, la apartó a un lateral de la mesa donde no molestara.
—Primero —dijo Damián—, te contaré que la mayor parte de mi vida he sido pobre, muy pobre. Mis padres eran pobres, pero honrados. ¿Sabes qué significa ser pobre pero honrado?
—Dímelo tú —contestó Laura.
—Ser pobre pero honrado significa que siempre, incluso en los peores momentos, mantendrás la dignidad, serás una persona íntegra y tu comportamiento será impecable pero, al mismo tiempo, siempre serás pobre. Sin naces en otras circunstancias puedes aprender a mentir y convertirte en un político rico y corrupto, o puedes aprender a robar y convertirte en un mafioso o un gran empresario. No hay ningún gran empresario decente y, desde luego, ningún político que yo conozca es honrado. También puedes aprender a usar la violencia y el terror para conseguir poder. Por el contrario, si naciste pobre pero honrado, siempre serás pobre.
—Y honrado —interrumpió Laura.
—Efectivamente —añadió Damián riéndose de la intencionada redundancia. Después continuó relatando—. Mi familia era numerosa. Siete hermanos y, con mis padres, hacíamos un total de nueve personas conviviendo en un ridículo piso de unos treinta metros cuadrados, en una corrala antigua en el barrio de la Latina, en el centro de Madrid. Mi padre no era católico, sino evangélico. No entiendo cómo, al ser protestante, no usaba condón en sus relaciones sexuales y obligó a mi madre a parir como una coneja. Desde luego, si hay algo peor que ser pobre pero honrado es, además, pertenecer a una familia numerosa. También estaba la abuela, que no vivía con nosotros pero se pasaba todo el tiempo en nuestra casa. Como abuela era encantadora. Y antes que abuela fue madre, muy buena madre sacando adelante ella sola a una camada de nueve hijos, los que tuvo tiempo de hacerle su marido antes de morir en la guerra. Pero después fue suegra. ¿Sabes lo que significa convertirse en suegra?
Laura hizo un gesto encogiendo los hombros, sin saber qué responder a una pregunta que se le antojaba un tanto maliciosa y vulgar.
—Pasar de madre a suegra es como lo que les ocurre a los gremlins buenos que, cuando comen después de media noche, se transforman en algo terrible y malvado que sólo se divierte destruyendo y haciendo daño.
—Supongo que exageras un poco —dijo Laura.
—¡Exagerar dices! Probablemente existan buenas suegras, pero ocurre lo mismo que con los políticos honrados, son una leyenda urbana. Yo no conozco a ningún político honrado ni a ninguna suegra buena. Las suegras son seres inmundos de fétidos culos. Y digo culos en plural porque tienen al menos dos de ellos, uno a cada extremo del tubo digestivo. Y cagan por uno o por otro según les viene en gana.
Laura no pudo evitar una carcajada el escuchar ese comentario. Damián también se rió.
—¿Ves como tengo razón? —Dijo al comprobar la hilaridad que su comentario provocó en la periodista—. Bueno —prosiguió—, alguna suegra buena habrá, pero no es éste el caso ahora mismo. Se metió la suegra y jodió el matrimonio. Mis padres se separaron y, lo peor, es que no sirvió para nada. Se supone que cuando uno se separa lo hace para acabar con una etapa desgraciada e intentar ser feliz comenzando una nueva vida; pero mis padres no tuvieron tiempo. Mi padre murió de cáncer de hígado, pocos meses después, con terribles dolores. Al año siguiente murió mi madre a consecuencia de una puñalada que le dieron durante un atraco del que fue víctima. Y como herencia únicamente nos dejaron a los siete hermanos honradez y pobreza. Ni siquiera el pequeño piso en el que vivíamos era nuestro. Pagábamos un alquiler barato de renta antigua, eso es cierto, pero no teníamos absolutamente nada, ni dinero ni propiedades. Cada uno de nosotros se puso a trabajar en lo que pudo. Uno se hizo taxista, otra se casó con un albañil pobre pero honrado, otra se hizo monja, otro se mató en un accidente de moto, otra fue puta, otra marchó de asistenta a Francia y yo conseguí un trabajo en una gestoría. Como ves, de un modo u otro, conseguimos colocarnos todos.
—¿Qué lugar ocupabas entre los hermanos? —Preguntó Laura.
—El cuarto —respondió Damián—. Pero ahora sólo permanecemos tres hermanos. Los demás murieron. Yo soy el más joven de los que quedamos.
—¿Quienes quedáis?
—La monja, la puta y yo, el satánico. ¡Vaya trío!
Los dos volvieron a reír animadamente. Esta historia estaba generando una cierta complicidad entre ambos.
—¿Y cuándo aparece el Diablo?
—Falta todavía bastante por contar —respondió—, pero abreviaré un poco. —Damián volvió a tomar un sorbo de vino, esta vez un poco más corto. Los dos anteriores tragos fueron largos y habían vaciado considerablemente la copa—. En mi familia, el cáncer y la desgracia, como has podido ver, se ha cebado y nos ha diezmado. Con respecto a mi vida, conseguí juntar algún dinero en el trabajo, dejé la gestoría y puse un pequeño negocio, pero un par de atracos me obligaron a cerrar arruinado. Tuve una novia que me puso los cuernos rápidamente. Después otra con la que me casé, pero la suegra, siempre las suegras metiéndose por medio, lo fastidió todo. Nos divorciamos y me quedé sólo y totalmente hundido. Después, trabajando en una empresa de tele marketing vendiendo publicidad para una revista, al llegar el día de cobro nos presentamos todos los empleados en el trabajo, pero la oficina estaba cerrada. Resultó ser una estafa y nos quedamos sin nada. Más adelante, me embarqué en un negocio con un socio, que se quedó con mi dinero y desapareció también del mapa. Es decir, tanto mi vida sentimental como la profesional no fueron otra cosa que andar a salto de mata. Siempre fui honrado, pero siempre pobre. Nunca hice fortuna. Finalmente tuve una nueva historia romántica con una loca que me dejó hundido y, otra vez, en la ruina más absoluta. No te lo he dicho antes, pero la idea del suicido siempre estuvo en mi mente y, en aquella ocasión, tampoco falté a la cita de flirtear con la muerte. Quizá con más intensidad que otras veces.
—¿Tan sólo pensaste en suicidarte o llegaste a intentarlo?
—Fue algo un poco más elaborado. Planeé una salida a la montaña, elegí una apartada pared rocosa en la que no conocía ninguna vía de escalada. Comencé a trepar sin cuerda y sin ningún tipo de seguro y me fui buscando complicaciones escalando por la zona más vertical y la grieta más estrecha; unos doscientos metros de pared. Pero el instinto de supervivencia, unido a que soy un buen escalador, me permitió salir de allí sin despeñarme. Aunque fue difícil. Sobre todo porque aún era comienzo de la primavera y, en aquellas montañas, la nieve todavía persistía en las laderas y el viento que azotaba las cumbres era fuerte y muy frío. Estuve próximo a la hipotermia. Jugué a una especie de ruleta rusa aunque, en aquella ocasión, el cañón del revolver resultó estar vacío.
—¿Invocaste entonces a Lucifer?
—Sí, y también los días siguientes sin obtener respuesta. Fue después cuando sucedió todo. No tenía casa, ni dinero… Estaba en la calle. Tan sólo mantenía el viejo coche Lada Niva verde, que aún conservo. Es una reliquia. El depósito de gasolina estaba medio lleno o medio vacío… Quizá menos. Un saco de dormir, algo de ropa de abrigo. En realidad lo único que guardaba en el maletero era mi ropa de montaña y mi equipo de escalada. Eso era cuanto tenía. Suficiente para la vida en los montes. Quizá aquellos días, perdido en la naturaleza, buscando un final para mi vida, me permitieron alcanzar la suficiente paz mental como para poder invocar finalmente a Lucifer con eficacia.
—¿Y cómo hiciste la invocación? ¿Hay algún ritual concreto para realizarla?
—Más que un ritual concreto, hay un estado, una disposición concreta que permite efectuarla.
—¿Cómo se hace?
—En primer lugar, olvídate de profanar cementerios, tumbas o iglesias. Eso son chorradas que salen en las películas y nada tienen que ver con Lucifer. Quizá puedas invocarlo en tu propio dormitorio aunque, probablemente, la naturaleza sea el lugar perfecto.
»Desde luego, esa noche me encontraba en plena naturaleza. Había encendido un fuego en el fondo de un barranco, junto a una antigua ermita que, según me habían dicho, era de origen templario, el único edificio que quedaba en pie de lo que fue un antiguo y próspero monasterio de esa orden. Junto a la ermita se mantenían erguidos los enormes troncos muertos de varios olmos masacrados por la grafiosis. También, en dirección opuesta a la ermita, se encontraba la cercana orilla de un estanque cubierto de nenúfares, alimentado por el arroyo que recorría el cañón y, al otro lado del cauce, diversas oquedades naturales excavadas en la roca, cuevas y grietas que podrían servirme como refugio en caso de lluvia.
»Pero la noche era clara y despejada. Las estrellas cubrían la franja de cielo que enmarcaban las paredes del barranco. No había luna, mas el resplandor de la Vía Láctea era suficiente para iluminar, mortecinamente, el pequeño rincón del mundo en el que me encontraba. Desde luego, el lugar era mágico; y la noche también. En ese momento me daba igual vivir o morir. Si moría, al menos moriría en paz, serenamente. Había padecido una angustia extrema; y esa angustia, como un fuego que lo calcina todo, había borrado cualquier rastro de esperanza, pero también de rabia, temor o desesperación.
»Mi ánimo había dejado de moverse por cumbres y valles bipolares. Todo era llano y liso. Había sucumbido al fuego que todo lo iguala. Poca gente conoce ese estado, pero es imprescindible alcanzarlo para encontrar a Lucifer. ¿Te acuerdas del Infierno de Dante?
—Sí —respondió Laura.
—¿Y recuerdas la leyenda que se cernía sobre su puerta?
—¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza! —Dijo Laura cerrando los ojos para avivar la memoria.
—¡Cierto! —Afirmó Damián—. ¡Abandonad toda esperanza! Esa es la clave para invocar a Lucifer. Ese es el estado que se debe alcanzar. Abandona la esperanza en la vida o en la muerte; abandona la esperanza de alcanzar una vida mejor, o de encontrar tan sólo una respuesta. ¡No hay respuestas! Abandona la esperanza en que dios o el diablo se presenten para solucionar tu miserable vida. Abandona cualquier esperanza, cualquier ilusión que tengas, aunque la única ilusión que permanezca, la única esperanza que persista en tu angustia, sea alcanzar la paz, el descanso perpetuo de la muerte y la extinción. ¡Quémalo todo y deja tu mente en la nada! ¿Puedes conseguirlo? Si lo logras ya estarás con Lucifer.
—¿Y eso es todo? ¿No tienes que realizar un ritual o algo de tipo mágico? —Preguntó Laura.
—¿Te parece poco? —Respondió Damián—. La preparación necesaria para alcanzar este estado ya es, de por sí, un ritual tremendamente duro, extremo en realidad. Si te refieres a que los rituales satánicos requieren de la realización de un círculo mágico, el uso de pentáculos y sangre de carneros o de vírgenes…, eso son tonterías, cuentos de brujas. ¿Qué utilidad tiene la parafernalia sin la mente? Aquella noche el círculo mágico era el universo, la bóveda de estrellas. La sangre de virgen era la que corría por mis venas, limpia de toda impureza de esperanza y desesperación, amor, odio, miedo, rencor…, sin mancha, en absoluta calma. Y el fuego era el que me había consumido, sublimado en aquel crisol alquímico que es la propia existencia desgraciada, la propia angustia perpetua.
Damián guardó silencio unos instantes, con la mirada perdida, como retornando en su memoria a aquel momento, reviviéndolo intensamente. Después prosiguió hablando.
—Pero hay algo más. La soledad dejó de ser un sentimiento y el silencio dejó de ser un estado. Me puse a hablar como si Lucifer ya estuviera allí, quizá realmente estaba pero, en aquel momento, no era consciente de su presencia. Sin embargo le hablé como si fuera mi compañero de toda la vida, como si siempre hubiera permanecido a mi lado. Y en mis palabras no había nada que sonara a lamento o reproche. Hablé de las estrellas que resplandecían en el firmamento, de las paredes verticales del cañón que se proyectaban hacia el infinito, del murmullo del torrente discurriendo entre las rocas para remansarse en el estanque. Y recuerdo que, cuando me referí a la paz que sentía contemplado aquél espectáculo, a mi lado, una voz convino en la belleza de cuanto nos rodeaba e, inmediatamente, dijo: “Qué bien se está aquí contigo”. Era una voz dulce y profunda, calmada, rítmica, cantarina. ¡Allí estaba ella! Se reclinó sobre mi hombro y me abrazó. En ese momento supe quien era. Yo la abracé también y permanecimos en silencio largo rato contemplando la noche.
—¿Puedes contarme de qué hablasteis? —Preguntó Laura.
—Hablamos de muchas cosas, y también callamos muchas veces pero, de momento, prefiero guardarme aquella conversación.
—Antes me habías dicho que le hiciste una propuesta, que negociasteis un precio. ¿Cuáles fueron la propuesta y el precio? ¿Puedes decirme eso?
—Sí —contestó Damián—. La propuesta que le hice constaba, en realidad, de dos frases. La primera fue la solicitud de unos cuantos dones: vida, salud, juventud, belleza y felicidad eterna, para mí y para quien yo quisiera, y durante el tiempo que yo quisiera.
—¡Caramba…! ¿Y cuál fue la segunda?
—Me concedió un poder total sobre todos los seres de la Tierra.
—¿Qué clase de poder?
Damián dudó un momento antes de responder
—Pues…, total… Es decir... Que puedo hacer lo que quiera sobre la mente y los cuerpos de todos los seres del planeta: Dominar la voluntad, curar la enfermedad, matar… Pero, por favor, —dijo guiñando un ojo—, no se lo digas a nadie.
—Si eso es cierto —comentó Laura—. Puedes conseguir todo el dinero que quieras, llevarte a la cama a quien quieras, tener todo lo que te dé la gana…
—Sí, algo de eso ya lo he hecho —respondió Damián riéndose.
—Pero hay cosas que no encajan en tu historia —apuntó Laura—. Si tienes ese poder, ¿por qué necesitas chantajearme con la noticia de la intoxicación para que escuche tu historia? Podías haber manipulado mi mente para obedecerte. Además, ¿por qué el mundo es tan demencial, si quieres cambiarlo, y tienes poder para hacerlo dominando la mente de los dirigentes mundiales, de la ONU…?
—Por varios motivos —contestó Damián—. El primero de ellos es que tengo mucho tiempo para llevar adelante el proyecto, recuerda que, entre los dones que me concedió Lucifer, está la vida eterna. Por otro lado, he pasado algún tiempo “influyendo” en la mente de las personas. Soy rico, poseo dos mansiones y una cabaña perdida en la montaña. He llevado a mi cama a unas cuantas mujeres hermosas. He disfrutado de mi poder, y lo sigo haciendo. Pero no es eso lo que pacté con el Diablo. Una de las principales virtudes que nos legó Lucifer, acaso la más importante, es la libertad. Debo cambiar el mundo, deseo hacerlo, pero sólo conseguiré un cambio auténtico respetando, en la medida de lo posible, la libertad de las personas. Debo ayudar a Lucifer a instaurar de nuevo su reino en la Tierra salvaguardando todo lo que él significa, respetando lo que nos ha legado. Lo otro es un juego, y ha llegado la hora de dejar los juegos e ir en serio.
—Por cierto, los primeros dones que le solicitaste fueron, si no recuerdo mal —Laura consultó en su cuaderno algunas de las notas que había ido tomando—, vida, salud, juventud, belleza y felicidad eterna para ti y para quien se te antoje. Y después lo de dominar a la gente. Pero, anteriormente, me habías dicho que Lucifer negoció contigo, que te hizo una contrapropuesta y te pidió un precio. ¿Cuáles fueron la contrapropuesta y el precio?
—En realidad, yo solamente le pedí felicidad eterna. Fue ella quien completó la propuesta añadiendo los otros dones y me convenció de que incluyera en esos beneficios a algunas personas de mi elección. La eternidad es muy larga, demasiado larga, para vivirla solo. También me sugirió la posibilidad de poner un plazo voluntario a esos dones. Quién sabe si la eternidad puede convertirse en algo terrible y, con el paso de los siglos, prefiera morir. Por último, ese tema del poder total sobre todos los seres del mundo, también fue una inclusión suya, y tiene que ver con el precio a pagar por el pacto.
—¿Y cuál es ese precio?
—Pues hubo dos precios. El primero fue el que te he comentado antes. Cambiar el mundo. Establecer el reino de Lucifer en la Tierra. Pero, como ya he dicho, existen ciertas condiciones. Y la primera es respetar la libertad de la gente. También respetar la belleza, la diversidad, el placer… y primando el objetivo final de conseguir la felicidad para todos. Y la felicidad en este mundo, nada de esperar para ser felices más allá de la muerte cuando se supone que iríamos a un más que dudoso cielo.
—¿Y el segundo precio? —Preguntó Laura con curiosidad.
—Más que un precio fue una prueba. Una prueba de sangre. Ya me lo había advertido Lucifer. Maté a tres hombres.
—¿Lo hiciste porque ella te lo pidió? ¿Fue una especie de sacrificio ritual?
—No. Ella no me lo pidió, pero me previno de que debía pasar una prueba más. Comentó que había superado la prueba de espíritu, pero faltaba la prueba de sangre. Esa prueba se produjo un mes después. Todavía no sabía si realmente tenía algún tipo de poder, si en verdad se me había presentado Lucifer, si objetivamente había ocurrido todo lo que pasé en aquellos días o si era producto de una alucinación.
Damián adoptó un gesto tremendamente serio, casi dramático. Se tomó un tiempo antes de continuar.
—Deambulaba por un callejón próximo al puerto del Musel, aquí en Gijón. Acababa de terminar una jornada descargando contenedores a cambio de unos pocos euros y me dirigía caminando a la habitación que tenía alquilada en un piso compartido del barrio del Natahoyo. Entre las sombras me crucé con tres yonkis; uno de ellos estaba chutándose entre unas cajas de cartón y unos contenedores de basura, los otros dos esperaban turno. Quise pasar de largo pero los dos que estaban de pie se me acercaron y me exigieron que les entregara la cartera. Me negué a darles nada, entonces, el más pequeño de los dos sacó una navaja del bolsillo trasero del pantalón y me la puso en el cuello.
De nuevo, Damián paró la narración del suceso; primero tragó saliva y luego dio un sorbo a la copa de vino.
—Crecí en Madrid en un barrio peligroso. Allí, o aprendías a defenderte o eras carnaza para las bandas. Yo aprendí a defenderme y eso fue lo que hice en aquel callejón. Giré rápidamente sobre mis pies al tiempo que sujetaba la muñeca de mi agresor, retorciéndola para hacerle voltear sobre sí mismo y caer en el suelo desarmado. El otro individuo se acercó corriendo para golpearme con algo que había cogido del suelo, pero con la navaja que acababa de arrebatarle al primero lo detuve clavándosela en el pecho y atravesándole el corazón. El que estaba caído en el suelo comenzó a levantarse pero con un movimiento rápido le corté el cuello a la altura de la carótida. Los dos murieron rápidamente. El tercero de ellos había permanecido atónito observando la pelea; cuando me dirigí hacia él comenzó a correr, pero sus zancadas eran torpes a causa de la droga y lo alcancé en seguida. Me pidió que no lo matara, pero no hice caso, también le corté el cuello. A dos los maté en defensa propia, pero al tercero lo hice a sangre fría. En realidad pensé que lo mejor era no dejar testigos y desaparecer del lugar.
Damián estaba verdaderamente afectado al recordar aquél episodio. Su semblante se mantuvo serio, los ojos bajos y la voz grave. Después, levantando la mirada en dirección a Laura y dejando ver unas lágrimas que permanecían contenidas en la superficie de los ojos, continuó diciendo:
—Nunca había tenido una pelea como aquella. Nunca hasta entonces había matado a nadie. Sin embargo, en aquel momento no me importó matarlos. Yo era un mal enemigo. Cuando no tienes nada que perder, cuando nada te importa, el miedo desaparece y te enfrentas a la muerte con entereza. De hecho, ya te he contado que, en aquella época, andaba buscando mi propia muerte. Mis adversarios, sin embargo, sí tenían miedo. Por eso murieron. Después, mantuve la sangre lo suficientemente fría como para limpiar la navaja de mis huellas y colocarla en la mano del individuo más alto. No sé si hubo algún testigo de la pelea; si fue así, nunca dijo nada a la policía, lo que no es raro en aquél lugar solitario y apartado. De hecho, jamás he vuelto a saber nada del suceso.
Damián relajó el gesto, tomó otro trago de vino y se pasó las manos por la cara limpiando la humedad que había escapado de sus ojos. Luego siguió contando:
—A la salida del callejón estaba ella. Me abrazó diciéndome que todo estaba cumplido, que el Pacto estaba hecho. Me dijo también que no me preocupara por lo acontecido, nadie le daría importancia al suceso y jamás se me relacionaría con las muertes de esos tres yonkis. El resto de la noche prefiero reservármelo, aunque puedo decirte que fue entonces cuando se desencadenó el poder que tengo ahora, del cual todavía desconozco los límites.
—¿Realmente mataste a tres hombres? —Preguntó Laura un tanto alarmada.
—Sí, supongo que algo podrás encontrar en las hemerotecas. Tres yonkis muertos junto al puerto de Gijón.
—¿Puedes decirme algo más sobre aquellas personas?
—No sé nada más de ellos, tan sólo el modo en el que los maté.
—Si encuentro algo de esto en los archivos no me sirve como prueba de que realmente lo hayas hecho tú. Pudiste leer esa noticia en su momento e inventarte esta historia.
Damián volvió a reírse. Ese comentario sirvió para que recuperara su aire desenfadado y jovial. Laura interpretó erróneamente ese gesto pensando que se trataba de sarcasmo y le pidió disculpas por si le había ofendido el comentario.
—No me has ofendido en absoluto, Laura. Es lo que esperaba de ti, que seas crítica y perfeccionista con las informaciones que recibes. Me reía por haber acertado contigo. No importa si no me crees, ahora no es el momento de que investigues esa noticia. Además, no me conviene que lo hagas. Seguro que con el tiempo terminarás creyéndome.
El sol del mediodía empezaba a castigar con intensidad. A lo largo de la mañana se había ido desplazando hasta borrar todo rastro de sombra en la terraza del café, tostando a los parroquianos que se encontraban sin ningún tipo de protección. Los pequeños magnolios que bordeaban las hileras de mesas eran aún adolescentes y sus medianas copas apenas proyectaban una débil sombra, poco compacta, que caía vertical bajo ellos. Escasos parasoles se distribuían, con irrisoria estrategia, por entre las mesas y sillas del recinto aunque, en vez de refrescar, su lona traslúcida se trasformaba en un contenedor de aire caliente que recocía a quienes se refugiaban bajo ellos.
Hacía ya un rato que Laura se estaba encontrando bastante incómoda por el calor. Por un lado, la intensa luz ambiente provocaba un desagradable deslumbramiento en sus ojos, pero le parecía poco educado cubrírselos con las gafas tintadas que guardaba en el bolso. Por otro lado, al comprobar que una sutil transpiración comenzaba a humedecer su blusa, se alegró de haber dejado la chaqueta escondida en el maletero del coche aunque, al mismo tiempo, lamentó no haber cogido algún sombrero cuando salió de casa. Recordó aquella pamela lujosa, de Carmen L. Mena, que compró el último verano en Sevilla y que guardaba en el armario para las ocasiones más especiales.
Afortunadamente, la conversación con Damián hacia ya un rato que se había vuelto fresca y entretenida. El asunto del diablo, que éste fuera mujer y que le diera extraordinarios poderes le parecía un bonito cuento. Pero el tiempo pasaba y debía volver a centrarse en el trabajo.
—Muy bien, Damián —dijo—, me parece una bonita historia. He cumplido mi parte y te he escuchado. Ahora te toca darme los datos sobre el asunto de la intoxicación.
—¡Pero si me falta mucho por contarte! ¡Queda lo mejor! —Dijo Damián al tiempo que empezaba a reírse con suaves carcajadas.
—Se hace tarde y, además, tengo mucho calor —respondió Laura.
—De acuerdo —convino Damián—, pero debes jurarme que continuaremos la conversación otro día. En realidad, lo que me prometiste anteriormente, nuestro pacto, era que escucharías mi propuesta y tomarías una decisión: colaborar conmigo en la “conspiración” o declinar hacerlo. Y todavía no has escuchado la propuesta. Pero tienes razón. Es tarde y hace calor. Prométeme que terminaremos esta conversación más adelante.
—Está bien, te lo prometo. Pero vayamos al otro asunto. ¿Quién provocó la intoxicación?
—En realidad, más que intoxicación, fue un envenenamiento en toda regla. Lo provocó un empleado del propio restaurante llamado Ismael Quirós. Quiso vengarse por ciertas desavenencias con sus jefes y decidió adulterar la comida en el día que más daño podía hacer a la empresa, precisamente durante la celebración…
—Sí, la cena de la Cofradía del Buen Yantar —se adelantó a decir Laura.
—Eso es. Esa cena era el escaparate perfecto para difamar al restaurante.
—Dos preguntas: ¿Cómo sabes que fue intencionado? Y ¿por qué, si han pasado dos días desde aquello, no ha habido denuncias por parte de los afectados?
—Buenas preguntas. Te respondo a la primera: Lo sé porque yo estuve allí y hable con los jefes y empleados, incluyendo a Ismael Quirós. Yo mismo fui uno de los afectados, soy miembro de la cofradía. Por otro lado, mis cofrades todavía no saben nada de la intencionalidad del envenenamiento. Somos amigos del dueño del restaurante y ni yo, ni por supuesto mis compañeros, han tenido intención de denunciarlo. Solamente si se demuestra que ha sido un envenenamiento provocado ex profeso contra nosotros denunciarían al empleado.
—Sin embargo, parece que tú ya lo tienes todo claro. ¿Por qué no has ido a la policía para denunciar lo que has descubierto?
—Porque prefiero que lo hagas tú. Te he dado la noticia en exclusiva, tendrás un buen titular y, además, ha sido la excusa perfecta para hablar contigo.
—¿Tienes alguna prueba de lo que afirmas?
—Claro —Damián metió la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta y extrajo una bolsa de plástico con auto cierre conteniendo un pequeño frasco de cristal—. Esta —continuó diciendo— es la sustancia que se utilizó en el envenenamiento. Está recogida en el cubo de basura del propio restaurante. Si la policía analiza el envase podrá localizar la huella dactilar del empleado entre restos de la comida que se sirvió en aquella cena.
—¿Has recogido pruebas en el escenario de un delito? —Dijo Laura—. Creo que eso es ilegal.
—Ya lo sé, pero serás tú quien la entregue a la policía y, como periodista, tienes derecho a ocultar tus fuentes de información —respondió Damián.
—Aún así, esto no demuestra que el tal Ismael lo hiciera a propósito. El frasco podía haber estado encima de la mesa porque algún comensal lo dejó allí y el empleado, quizá, tan sólo lo recogió y lo tiró a la basura.
—Cierto, pero lo curioso es que se trata de un medicamento que el propio Ismael lleva tiempo tomando. Si la policía efectúa un registro en su casa encontrará un almacén repleto de frascos con este producto.
—¿Un almacén completo? —Preguntó Laura con aire divertido—. ¿Colecciona medicamentos el tío ese?
—Debe ser algún tipo de obsesión —respondió Damián sonriendo también.
Laura estaba tomando nota de todo con gran rapidez. De vez en cuando repasaba con una rápida mirada los apuntes para ordenar las preguntas.
—¿Cuántos afectados hay por el envenenamiento?
—Ocho, de los que tres permanecen ingresados en el hospital de Cabueñes.
—Otra pregunta, Damián. Afirmas que el envenenamiento fue premeditado para realizar una venganza. ¿Tienes alguna prueba de esto?
—Sí. El muy imbécil se pavoneó de su intención el día anterior delante de los camareros de un bar donde había estado emborrachándose. Ellos todavía no saben nada de que el envenenamiento se ha producido realmente; creen que se trataba de los delirios de un borracho. Cuando la policía los interrogue podrán confirmarlo.
—¿De qué bar se trata?
—Del Bar Carrizo, en La Calzada, cerca de su casa. ¿Quieres los nombres de los camareros?
—¿También sabes eso? —Preguntó Laura mostrándose sorprendida.
—Por supuesto —afirmó Damián dándole a continuación esos datos.
—¿Puedes decirme de dónde sacas toda esta información? —Volvió a preguntar Laura.
—Recuerda que tengo poderes —bromeó.
—En serio, Damián. ¿Cómo sabes todo esto?
—Te lo he dicho en serio —respondió.
Laura aprovechó unos instantes para seguir apuntando ideas en su cuaderno. Entre ellas figuraban, subrayadas y en los márgenes, palabras como “imbécil”, “LOCO”, “embaucador” o “Piensa que soy tonta”. Después volvió a dirigirse a Damián:
—¿Hay algún apunte más que puedas darme?
—No, creo que lo tienes todo…
Pasaron unos segundos en los que ambos mantuvieron silencio mientras Laura todavía tomaba notas. Después, Damián levanto el brazo derecho señalando a un grupo de palomas que picoteaban invisibles manjares en el suelo de la plaza.
—¿Qué te parecen las palomas, Laura?
—¡Las odio! Me parecen ratas con alas. Son asquerosas.
En ese momento, una paloma se alejó del grupo saltando sobre uno de los jardincillos próximos a la terraza; picoteó el tallo de una flor roja hasta arrancarla; posteriormente la tomo con su pico y voló hasta la mesa que ocupaban, posándose frente a Laura y depositando la flor sobre su cuaderno. Laura, que se debatía entre la repugnancia, el pánico y la fascinación, realizó un rápido ademán apartándose al tiempo que empujaba la silla hacia atrás, pero sin perder de vista la escena. La paloma se retiró, saltando primero al suelo y caminando tranquilamente después, hasta reunirse con sus compañeras. En ese momento Laura levantó la mirada en dirección a Damián al que descubrió riendo sin parar.
—Esa flor —dijo Damián serenando el gesto—, es un pensamiento, un pensamiento rojo. Como los pensamientos que voy a dedicarte hasta que nos veamos de nuevo. —Mantuvo unos breves segundos de silencio y prosiguió—. Antes de que nos vayamos, dame tu teléfono particular para poder llamarte. No me gustaría tener que recurrir otra vez al periódico para quedar contigo.
Laura no contestó, arrancó una hoja del cuaderno y apuntó el número de teléfono con grandes rasgos, ocupando toda la página; debajo del número escribió su nombre y le entregó el papel. En ese momento recapacitó en lo extraño del tamaño de la letra que había utilizado. En realidad, ella acostumbraba a escribir deprisa, con letra pequeña y desgarbada. Sin embargo, aquellos enormes grafismos parecían estar escritos a propósito para que destacaran, para que no pudieran ser olvidados, como si estuviera ansiosa por recibir esa llamada. Después pensó que podía haberle entregado una de sus tarjetas de visita de la empresa, con la dirección y el teléfono del periódico. Hubiera resultado más profesional que un papel roto y escrito a mano.
Mientras Laura tenía estos pensamientos, Damián se levantó de su silla, dobló cuidadosamente el papel y lo introdujo en su cartera de la que también extrajo un billete que depositó sobre la mesa para pagar la consumición, colocó la chaqueta doblada sobre su brazo izquierdo y, después, se despidió diciendo:
—Que tengas un buen día, Laura. Me alegra muchísimo haber podido hablar contigo. Te llamaré.
Dando pasos tranquilos, pero decididos, sin volver en ningún momento la mirada, dobló la esquina de la calle Covadonga y desapareció de su vista.