Prólogo
Uno
Llevo dos días tratando de localizarlo sin éxito. En un mensaje recogido en uno de los puntos acordados, me dice que está bien; y, además, dónde puedo encontrarlo los días 9, 10 y 11 de diciembre de 1974. Me comunica que se ha visto obligado a cambiar de dormitorio por razones que no explica. Siempre usábamos dos o tres escondites (un agujero entre unas raíces, un espacio debajo de una piedra, lugares así) para dejar mensajes protegidos, envueltos en un pedazo de nylon. Si alguna presencia sospechosa impedía llegar a uno de ellos, podía disponerse de los otros. El día 11 por ejemplo, debo verlo a las ocho de la noche en el cine del Parque Lenin, pero no puedo acudir a la cita debido a la estrecha vigilancia que los agentes de la Seguridad del Estado ejercen sobre mi casa y sobre todos los que la visitan. Esto incluye a mi hermana que es casi una niña. Esta situación se prolongó durante varios días. Pero la vigilancia cedía o se acrecentaba por motivos que ignoro. Ese mismo día, después de una visita de Oneida, la madre de Reinaldo, las cosas cambiaron. Era de esperar. Llegó, miércoles 11. Absolutamente desesperada, no pudo soportar la incertidumbre allá en Holguín y vino a ver qué estaba pasando. Da pena verla, cómo trata de ocultar su angustia, con una bolsita llena de cosas para el hijo prófugo. Parecemos habitar alguna obra de Virgilio Piñera. ¿Cómo es posible que venga a casa de la única persona que conoce el paradero de su hijo, sabiendo (como debe de saber) que la policía la sigue a todas partes? Pues bien, no viene sola, sino acompañada por un buen número de forzudos muchachos, con atuendo típico y a bordo de los Alfa-Romeo, también típicos, de los órganos represivos. A partir del momento de su partida, ya no nos abandonan. No tratan de ocultar o disimular su presencia, quieren que sepamos que están allí. Trato de decirle a Oneida que no le diga a nadie que nosotros sabemos dónde está Rey. Subrayando la palabra NADIE. Esto quiere decir que no le diga nada, sobre todo, a su hermana, pero no sé si me comprende. No sé siquiera si me escucha. Está completamente aturdida. Enormes ojeras. Rostro cansado rematando su cuerpo duro de campesina. En el fondo de sus ojos hay un desamparo que a veces he sorprendido en los ojos del hijo. Pero también es de una fortaleza asombrosa. Sólo se muestra débil, brevemente, cuando mi madre le pasa un brazo sobre los hombros y trata de consolarla.
Es lunes dieciséis, cuando redacto estas notas. Escucho fuera un motor, ¿serán ellos? Escribo porque no quiero que estos hechos permanezcan desconocidos. Si me sucediera algo, me parece importante que se sepa qué pasó y cómo.
Sábado catorce. Sigo sin localizarlo y tengo casi la certeza de que algo le ha sucedido. Voy al lugar donde dormía aunque sé que allí no habrá nada porque en la nota me informaba que había cambiado de sitio. Pero no aclaró esta vez a cuál. Tal vez no tuvo tiempo de hacerlo. Quizás no sabía adonde se dirigía cuando hizo la nota. En la alcantarilla están los cartones con los que se abrigaba y protegía del frío y la humedad de la noche. Nunca fueron suficientes. Hacía una especie de nicho con las cajas de cartón, que rellenaba con papel de periódico. También se metía hojas de periódicos, arrugadas, entre las ropas. Parecía un extraterrestre, pero conservaba el calor. «Menos mal que este periódico al fin sirve para algo, aparte de su uso oficial como papel sanitario», decía sonriendo, mientras enarbolaba un Granma.
En ese lugar del Parque, al amanecer, una espesa niebla que llega a la altura de las rodillas ahoga el paisaje. A pesar de que las entradas de la alcantarilla estaban casi cubiertas por la hierba y Rey trataba de cerrarle el paso con los cartones que sobraban en su cama, la niebla se las arreglaba para entrar. Cuando llegaba temprano a verlo parecía emerger, a mis llamadas, de una página de Lovecraft; uno de sus escritores favoritos, dicho sea de paso.
Como no está en la alcantarilla, voy al lugar convenido para dejar algún mensaje y no hay nada. Tengo la seguridad de que algo ha ocurrido. No se hubiera movido a ningún sitio sin dejármelo dicho. Sin acordar algún otro punto de encuentro. Sólo hay dos alternativas. O lo descubrió la policía y tuvo que huir precipitadamente o decidió abandonar el Parque por razones que no consigo explicarme. Si lo descubrieron, pueden haberlo apresado, o puede haberse suicidado, si le dieron tiempo. No se separaba de un frasco de pastillas que consiguió mi hermano José en su trabajo en el Hospital Nacional, y que yo mismo le entregué. Pidió expresamente que fuera un medicamento que lo matara si se tomaba suficientes píldoras. Y nos aseguramos de eso. Estoy seguro de que no dudaría en utilizarlas. Arenas me había dicho: «Asegúrate de que son mortales. No le temo a la muerte, lo que me queda es una constante evasión y la muerte no sería más que evadirse de la realidad. Pero a la cárcel sí, es un lugar horrible, sórdido. A la cárcel sí le temo.»
En caso de que lograra escapar planeaba dirigirse a Oriente en busca de su madre. Ya sin esperanzas me voy a la parada del ómnibus. La noche ha caído y allí me esperan mi hermana y mi mujer. Hemos salido juntos de la casa para despistar a la policía y ellas han insistido en acompañarme. La pequeña caseta en la que esperamos está a oscuras. Se trata de una carretera que bordea el Parque y desemboca en Calabazar. Una señora cuarentona, acompañada de dos niñas, espera también la ruta 88, única que pasa por allí. Se nos acerca. Nos dice: «Tenía miedo a acercarme. Pero como vi que había mujeres... Esto por aquí está muy malo», añade, «ayer se formó un tiroteo por unos ladrones de gallinas... dejaron el saco tirado, pero luego los cogieron. Eso dicen... y el sábado estaba esto de policías que no cabían más...» (en este punto de la conversación empiezo a prestarle atención). «Estaba el DTI1, la Seguridad del Estado, un montón de patrulleros, sí, por un fugitivo que había, hicieron un peine y todo y trajeron los perros y detenían todas las guaguas y montaban los perros porque dejó una ropa tirada...»
—¿Pero lo cogieron? —pregunto, ya seguro de que habla de Rey.
—Sí, lo cogieron después, el martes, con un libro... —responde.
Con un libro. Tiene que ser él. ¿Pero cómo sabe esta mujer que lo cogieron con un libro? El Parque Lenin es un lugar horrible, aunque supongo que la versión oficial y la propaganda para turistas diga y muestre otra cosa. Aunque nos sirvió de centro de reuniones durante algún tiempo, y lo pasamos muy bien aquí. Todo hay que decirlo. Además, nos salvó la vida en varias ocasiones. Quiero decir, evitó que muriéramos de hambre. En ese parque, gracias a algún burócrata o al mismo Fifo, han instalado unos quioscos en los que es posible encontrar leche, quesos crema y hasta bombones y caramelos. Sin necesidad de Libreta de Abastecimiento, «por la libre». Todo carísimo, por supuesto. ¿Pero quién se fija en eso si está muerto de hambre? Cuando en toda La Habana era imposible encontrar una croqueta o un vaso de aquel seudorrefresco llamado guachipupa, ahí estaba el Parque Lenin. El Parque está situado al sur de la ciudad y al principio resultaba atractivo, pero luego se fue llenando de mosquitos, hierba y abandono. Como todo aquí. Éste tiene que ser el país de los buenos comienzos y los finales espeluznantes. Tiene una represa, un anfiteatro al aire libre, un parque de diversiones japonés que nunca se terminó y estuvo renqueando a medias un tiempo. Una Casa del Té. Y como la ciudad ya casi no tiene posadas donde templar, es una gran posada al aire libre. A los catálogos para turistas habrá que añadir ahora que este parque sirvió de escondite durante algún tiempo al escritor joven más importante de esta isla, que, como era un artista, un ser auténtico, huía de la policía del «Primer Territorio Libre de América». Tal vez este detalle haga afluir mayor cantidad de dólares y hasta me agradezcan la iniciativa.
Regreso a la parada. En la conversación con la mujer me entero de algo de lo sucedido. Aunque no hay nada seguro. Empiezo por considerar que la versión de la mujer no es muy exacta. Primero, porque la información que comparte con nosotros debe de provenir de otros, y la de ésos, de otros seguramente. Han utilizado el único medio de comunicación libre que existe en Cuba: «radiobemba». De lo que sí no cabe duda es de que algo sucedió aquí durante la semana. Pienso: se movilizó una enorme cantidad de la policía y otras fuerzas represivas. Y lo localizaron. ¿Qué otro fugitivo sería sorprendido con un libro? Tiene que ser él. Pero hay zonas oscuras en la historia de la mujer. Si la policía lo localiza el sábado... ¿Cómo es que lo capturan un martes? ¿Cómo es que permanece hasta el martes en el parque con aquel despliegue que no puede haber pasado inadvertido para él de ningún modo? ¿Cómo es que me deja una nota? Lo vi el sábado por la mañana sin problemas, y quedamos en volver a encontrarnos el miércoles. Por lo tanto, debe de haber dejado la nota el domingo diciéndome dónde iba a estar los días que faltaban hasta la próxima entrevista. Es decir, dónde iba a estar los días lunes, martes y miércoles por si surgía algún imprevisto antes del encuentro nocturno del miércoles. No decía nada del domingo, por lo que pienso que la habrá escrito ese día. Si es así, la mujer se equivoca y no fue el sábado el despliegue policial. Si consideramos que la mujer nos ofrece su versión una semana después de los hechos, y, como se sabe, todo este asunto no tiene la menor importancia para ella, a no ser como algo interesante de lo que conversar, digamos que no hay motivos para pensar que su recuerdo de lo acontecido sea exacto ni mucho menos. Otro motor afuera. Pero ya estoy tan harto y tan aburrido que ni me asomo por la ventana a comprobar si se decidieron por fin a entrar y registrar la casa o cargar con nosotros o lo que sea. Continúo escribiendo. Deseo aclarar que para mi hermana y mi mujer, que me acompañaron hoy, fue simplemente un paseo. No están al tanto de nada de lo que ocurre.
Las posibilidades de que haya logrado escabullirse son remotas. Lo más probable es que lo capturaran. Vivo o muerto. Si lo atraparon vivo, lo peor para él, a estas horas deben de haberlo sometido a todo tipo de interrogatorios para saber de sus obras, de cómo las envió al extranjero, de los amigos que le prestaron ayuda. Está claro que están enfurecidos porque Rey logró evadirlos tanto tiempo en plena capital de su controlada isla-finca. No creo que lo hagan hablar, pero aunque no hable es bastante probable que vengan a buscarnos. Son días de incertidumbre e impaciencia. Y de terror.
En manos de la seguridad deben de haber caído algunas ropas, unos espejuelos, un cuchillo que le llevé, algunos libros. La Ilítada, La Odisea, La montaña mágica y otros que ahora no recuerdo. Y el manuscrito de una autobiografía titulada Antes que anochezca que había comenzado a escribir, no porque la muerte estuviera cerca, según me dijo, sino porque tenía que escribir antes de que le faltara la luz del sol, pues no disponía de otra. Pensaba darle al trabajo el aire de las novelas picarescas españolas. Recuerdo que durante una reunión debajo de una mata recóndita me leyó lo que tenía escrito hasta ese momento. Un par de hojas de una libreta. Comenzaba: «Yo siempre he sido un ser extraordinariamente fatal.» Y por ahí seguía enumerando una lista catastrófica de sus calamidades desde el momento mismo de su nacimiento. Tal vez la policía no haya confiscado el manuscrito, pues Rey lo guardaba envuelto en nylon, al pie de aquella misma mata bajo cuya sombra le dimos lectura. Si lo tenía con él cuando lo apresaron, ya sabemos el futuro que aguarda a esa obra.
Ahora bien, ¿qué hacía el escritor Reinaldo Arenas escondido en el Parque Lenin? Pues esperar la posibilidad de escapar del país. Esperar a alguien que vendría a sacarlo de la isla. Alrededor del día 18 de noviembre llega a casa un joven francés. Aparece en medio de uno de los frecuentes apagones que son ya un lugar común en nuestras vidas. Casualmente, estamos todos en casa en el momento de su llegada. Es un muchacho alto y atlético que dice las dos contraseñas, la del Libro de las flores y además muestra la medicina para la sinusitis que constituía una especie de seguridad adicional puesto que fue comunicada por vía diferente y creada por Reinaldo y nosotros. Acordamos que si el que llegara sabía lo del Libro de las flores, pero no lo de la medicina, se trataba de un agente cubano. Le pedimos pruebas adicionales, información sobre los amigos en Francia, analizamos su francés (mi hermano José lo habla bastante) y lo hicimos sudar de ansiedad al resplandor de las chismosas de luzbrillante [querosene] que iluminaban, pobremente, la escena. Por supuesto, después de todo aquello no le creimos una palabra y asumimos, en principio, que se trataba de un superagente entrenado para casos excepcionales por los órganos de inteligencia cubanos.
Nos mostramos sumamente discretos. Lo cito para el sábado, dos días después, en el cine Novedades. ¿Por qué el Novedades? Porque allí trabaja como proyeccionista Bernardo Morejón, amigo de infancia de absoluta confianza, lo que nos permitirá reunimos en la cabina de proyección del cine. Un sitio aislado y a salvo de miradas indiscretas. Estas decisiones las tomamos en reuniones entre hermanos. Mi madre a veces participa, aunque nunca opina. Sólo dice cuando vamos a salir: «Tengan cuidado.» Mi padre sigue su rutina diaria como si no sucediese nada. Es el tipo de gente que si le dicen que ya los cohetes atómicos están volando hacia la isla, se concentraría en terminar la partida de dominó en la que esté enfrascado. Esto para mí constituye la máxima sabiduría.
En cuanto Joris Lagarde (así se llamaba el muchacho francés)... se marcha, y después de esperar un tiempo prudencial, me lanzo en busca de Reinaldo. Lo encuentro ya parapetado en su alcantarilla, forrado de periódicos y cartones, dispuesto a pasar la noche. Rey se alegra enormemente y me dice que sí, que ése debe de ser el hombre esperado y que además no se pueden perder oportunidades. Esperamos ansiosos la llegada del sábado.
La vigilancia de la policía sigue siendo estrecha aunque ha aminorado un poco. O al menos eso creemos. Quizás el apagón nos ayudó con la visita de Joris. Es increíble que no se hayan percatado de su presencia. Si lo siguieron hasta el hotel Deauville, donde se hospeda, es seguro que lo seguirán cuando vaya a reunirse conmigo. Parece extremadamente listo, pero está en una ciudad extraña y aquí un extranjero destaca como un canguro vestido de smoking, como diría mi querido Raymond Chandler. Debo extremar las medidas de seguridad para evitar que me sigan cuando vaya a su encuentro. Ya no hay forma de cambiar la cita, así que sólo queda ir.
Bernardo ha chequeado desde que entró a trabajar al mediodía y no ha notado ningún movimiento extraño o inusual. Llego temprano después de dar mil vueltas por La Habana, cambiar de guaguas en marcha, colgarme de otras, hasta que estoy seguro de que he perdido a cualquiera que haya podido seguirme cuando abandoné la casa. Aunque lo hice saltando la cerca trasera y saliendo por la calle aledaña, F, en vez de por Cuarta, adonde da el frente de la casa. Todo ello, además de practicar nuestra habitual maniobra de distracción: cuando voy a salir a hacer «contacto», mis hermanos, mi hermana, mi mujer y hasta mi madre en ocasiones salen al mismo tiempo con jabas o algún bulto bajo el brazo y se dispersan en diferentes direcciones. Buscan llamar la atención de los que vigilan y hacerse seguir por ellos. Parece que ha dado resultado. Hasta ahora. Me sitúo en las cercanías del cine a la espera de algo sospechoso.
A la hora adecuada se acerca el francés. No parece que lo sigan. Espero aún algunos minutos y luego voy a su encuentro y lo conduzco hasta la cabina del Novedades, donde le pongo al tanto de la situación y le explico lo que haremos para llegar adonde Rey. Joris me dice que también ha tomado medidas para que no lo sigan y que seguirá fielmente mis instrucciones. Al salir le digo a Bernardo que si lo vienen a ver me eche toda la culpa y se desentienda del asunto. Que diga que no sabía lo que estaba pasando y que fue utilizado por mí. Me responde que me olvide de eso, que ya está cansado de estos hijos de puta y que se vayan al recontracoño de su madre. «Típico barrio Poey», le respondo, y nos reímos. Luego le digo a Joris que me siga a unos pasos, que no me pierda por nada del mundo y que haga todo lo que yo haga por enloquecido que le parezca. Y nos lanzamos hacia el Parque Lenin.
Llegamos tarde en la noche al Parque. Nos reunimos con Rey en medio de unos matorrales, sitio acordado previamente. Lagarde informa a Reinaldo que le decomisaron el bote que traía y en el cual pensaba llevárselo cruzando el Estrecho de la Florida. Parece que es un experto en ese tipo de travesías. El muchacho está verdaderamente apenado y Rey, para quien aquello representa un golpe demoledor, trata de consolarlo. Hablamos a la luz de una pequeña linterna, sentados en círculo, en medio de aquel intrincado matorral, adonde hemos llegado a rastras. Joris le entrega todo lo que tiene, su reloj, los bolígrafos, un cuchillo de pesca submarina. Acordamos otros planes de fuga que Lagarde se compromete a tratar de poner en práctica en cuanto regrese al extranjero. Me da la impresión (y más tarde Rey me dice que le ha pasado otro tanto) de estar hablando con un marciano. Y lo es sin duda alguien que puede hablar libremente de cuándo se irá, y de cuándo estará de regreso. Sobre todo de cuándo se irá. Al marcharnos dejo a Reinaldo muy desanimado, aunque, como de costumbre, trata de poner al mal tiempo buena cara.
Al día siguiente vuelvo a reunirme con Joris en la cabina del cine y le entrego varios manuscritos. Los mete en una especie de bolsillo interior de la chaqueta, pegado a la piel. Me dice que me despreocupe, que no lo atraparán. Aquel hombre me inspira confianza, no podría decir por qué. Le doy la dirección y el nombre de unos amigos en California para que me envíe una postal de parte de ellos, cuando llegue a México. Esto nos permitirá saber que logró salir sin contratiempos. Se lo aprende todo de memoria. El francés es mucho francés. Me despido de él cálidamente, con la sensación de que es un viejo amigo. Se marcha el martes próximo y ya afuera se pondrá en contacto con amigos en Francia, así como con el editor de Rey. Tal vez puedan hacer algo. Joris también se llevó una declaración, una especie de S.O.S. escrito desde la clandestinidad, como decía Reinaldo. Iba dirigido a la juventud del mundo, y narra lo sucedido en los días de fuga y de cárcel2.
Pasan los días y nada sucede. La situación de Rey es desesperada. No es solamente el problema de que no lo atrapen. Están el hambre y el frío y el vivir a la intemperie. Y la soledad. Voy cada vez que puedo y pasamos horas conversando. Necesita compañía. Planeamos algunas tertulias, para animarnos. Rapiño en casa de la poca comida que hay para llevarle, cuando se puede. Pero todo el mundo pasa hambre y tampoco hay dinero pues ganamos una miseria. De vez en cuando hacemos una colecta y le llevo algo para que pueda comprar en los quioscos del Parque.
Conversamos. La historia de su fuga es prácticamente un capítulo de El mundo alucinante. Nos reímos de eso y me da su versión frayservandesca: «Salgo corriendo de la estación de policía en medio de una revuelta descomunal provocada por un termo de café por el que pelean los policías y me lanzo al mar. Me zambullo y nado desesperadamente y cuando saco la cabeza estoy frente a la base naval de Guantánamo. Miles de luminarias se elevan, verdes, rojas, una manada de caimanes hambrientos me persigue. Me disparan con ametralladoras. Me trepo a un árbol. Me abrazo al árbol.»
Me habla de escribir otro S.O.S. para poner en claro lo que es verdaderamente la UNEAC. Pero no tuvo tiempo. Conversamos de su novela por escribir, la tercera de su pentagonía Celestino antes del alba, compuesta por El Pozo, El palacio de las blanquísimas mofetas, El color del verano, Otra vez el mar y El asalto. No dejaba de hacer planes, en medio de aquella situación. Decía que iba a tener una casa desde la que se viera el mar para escribir en paz. Que si cualquiera de nuestros encuentros fuera el último, que no me preocupara por él, «que nos veríamos del otro lado».
Estamos hablando desde Cuba, Primer Territorio Libre de América, según vocifera la radio mientras escribo. Arenas me habló, además, de otro proyecto que le interesaba mucho. Una trilogía compuesta por El mundo alucinante y otros dos libros basados en grandes figuras de la historia de América. Pensaba en Bolívar. Su intención era abarcar la historia de nuestro continente apoyándose en tres grandes hombres. Cosas éstas que ya no hará. Palabras éstas, ritmos éstos, que ya no descubrirá. Cadencias éstas que ya no serán. ¿Por qué? Pues porque en este país «totalmente libre» no se puede escribir ya ni en las cárceles; como hicieron los que ahora lo prohíben. Empezando por Fidel Castro en persona. No se puede ser un artista honesto en este país y participar de la cultura oficial. Eso lo tengo muy claro. Lo único que queda es la fuga. Escapar de este infierno como sea, y salvar lo que se escriba. Eso es todo lo que nos depara el futuro. Con suerte.
¿Qué será de nosotros?, me pregunto en este momento sombrío. Tristes, esperando lo peor, aplastados por la impunidad del poder. ¿Qué será de nosotros? Y otra pregunta: ¿pueden algo contra nosotros? Contra nosotros que, a pesar de estar acosados o presos, como es el caso de Reinaldo (y tantos otros), esperamos nuestro turno de la manera más natural posible, es decir, escribiendo. Que a pesar de todo nos paseamos por la playa bajo el cielo que espumea y por la arena vertiginosa que espejea al sol que nace. Qué pueden ellos si Rey, en medio de una situación espantosa, puede mantenerse sereno y sonreír. Qué pueden si mucho más completa es la dicha del perseguido. Ahora pienso: lo único que amó Arenas fue el oleaje, y ahí está el mar, intocable y perfecto.
Entonces confío en que tiene razón: después de los gusanos y la ferocidad y la paz y lo cambiante, nos veremos del otro lado y nos estrecharemos las manos. Así será, sencillo, como todo lo duradero. Y a la sombra del mar que nos envuelva nos sentaremos a esperar las olas.