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Capítulo 17
El jardín de la mansión colonial que Nathaniel posee en Atlanta está alumbrado por millones de lucecitas doradas y repleto de camareros que se mezclan entre los cientos de invitados, para asegurarse de que no falten bebidas y canapés. La crème de la crème suele ser exigente con estas cosas. Para mi desesperación, esta noche han venido todos y cada uno de ellos, los mismos rostros atractivos de siempre, las mismas miradas vacías, los mismos atavíos elegantes. Por desgracia, nada ha cambiado en el mundo de Nate.
Me deslizo entre ellos, arrastrando por el césped la larga cola de mi vestido negro de Givenchy, cuyo escote en V realza la delgadez de mi cuello. Mi cabello, recogido en un sofisticado peinado digno de la alfombra roja, deja a la vista unos pendientes de esmeraldas que Nathaniel ha comprado en Milán solo porque hacían juego con mis ojos. Con la elegancia de un cisne, inclino la cabeza a derecha e izquierda para saludar y, de vez en cuando, me detengo, allí y allá, para mantener conversaciones tan superficiales como el mundo en el que estoy moviéndome esta noche.
Mis invitados me sonríen, me hablan y brindan conmigo mientras yo hago lo que se supone que tengo que hacer: estiro mi enguantada mano para apretar las manos que me ofrecen, beso mejillas, canturreo cortesías y digo cosas que realmente no quiero decir.
―¡Bendito botox! ¡Querida, tu rostro luce más joven que nunca! ―le aseguro a una mujer de setenta y muchos años, a pesar de que estoy en contra del botox―. ¡Dios, cómo había echado de menos tu sentido del humor! ―replico cuando un congresista republicano asegura que América no es país para pobres. Y me lo dice a mí, que tengo diez filiales de mi ONG Juntos por la pobreza esparcidas por el mundo, y estoy preparando la inauguración de otras tres.
¡Los odio! ¡A todos y a cada uno de ellos! Artificiales, idiotas, presuntuosos y tan, pero que tan poco solidarios con los demás. Por desgracia, son los invitados de mi futuro marido. Esto es lo que hay y cuanto antes me acostumbre, mejor para todos. Así pues, compongo una brillante sonrisa, decido aguantar el evento lo mejor que pueda y me agarro al brazo de mi guapísimo prometido en cuanto se me acerca. Está impresionante, con un smoking negro y su oscuro cabello desordenado. Se ha afeitado, con lo que su rostro luce más escultural que nunca, tan guapo que me deja sin aliento durante un largo rato. Aunque su atractivo no consiste en eso, sino en su mirada. Esa intensa, brillante y, la mayoría de las veces, maliciosa mirada es el rasgo que más destaca entre sus perfectas facciones.
―Me agotan ―me susurra al oído.
Menos mal que no soy la única que lo piensa. Sé que, en el fondo, él también los odia. Me lo ha dejado bien claro desde el día en que pisé por primera vez su mundo: «Este es el Upper East Side de Nueva York, el sitio donde los ricos son escandalosamente ricos y los pobres… bueno, los pobres se quedan en el lado oeste», me dijo entonces, con la voz teñida de desprecio al referirse a los ricos de su mundo. Lo que no entiendo es por qué se ha empeñado en invitarlos esta noche y, lo que es peor aún, a nuestra boda. Me habría gustado una celebración íntima: él, yo y las personas que realmente nos importan. Claro que, si te casas con el chico malo de Hollywood, eso no es posible. Si te casas con el chico malo de Hollywood tienes que aguantar a actores, directores, cantantes, políticos y miembros de la prensa con la mejor de tus sonrisas, como si realmente te alegraras de que se hayan dignado a honrarte con su maravillosa presencia. Dejo escapar un suspiro de cansancio cuando esos irritantes pensamientos cruzan mi mente, y pego los labios a su oído, para asegurarme de que nadie más me escucha.
―A mí me agotan más. ¡Son tan falsos! Y lo peor de todo es que yo tengo que fingir que soy como ellos. ¿Sabes qué fue lo que me dijo Lara Mayer? Que le parecía ridículo que me gastara el dinero de mi familia en ONGs para gatos y pobres. ¡Ni que estuviera gastándome el suyo!
Nathaniel suelta unas carcajadas y deja su copa de champán encima de una bandeja.
―Lara Meyer es idiota. ¡Bailemos!
No se molesta, por supuesto que no, en esperar una contestación. Me agarra de un brazo y me arrastra hasta una parte del jardín que ha sido acondicionada para servir como pista de baile. Han colocado una especie de suelo de madera, flashes azules como en un club de moda, humo y altavoces para que la música que interpreta la orquestra en la otra esquina del jardín, se escuche lo bastante alto. Yo no he tenido que mover ni un solo dedo para organizar esto. Nathaniel, viendo lo estresada que estaba organizando nuestra boda, ha prometido ocuparse él mismo de la fiesta de esta noche, lo que, básicamente quiere decir, que ha contratado a una organizadora de eventos y se ha limitado a gruñir «como sea» cada vez que ella quería saber su opinión.
―Estás verdaderamente espectacular esta noche ―me susurra, con las palmas apoyadas en mi cintura.
El calor de sus manos traspasa la fina tela de mi vestido. El brillo que se refleja en sus ojos al mirarme es tan ardiente que mi corazón pega un brinco y un agradable y seductor cosquilleo empieza a fluir por mis venas.
―Tú tampoco estás nada mal ―le guiño un ojo.
Él me dedica la mejor sonrisa de todo su arsenal, la del Nathaniel encantador, y se limita a moverse despacio, siguiendo el ritmo de la música. Es la quinta vez esta noche que suena una canción llamada Shameless, por exigencias de mi prometido. Y, por supuesto, las cinco veces me ha arrastrado hasta la pista de baile y me la ha cantado al oído. Su fascinación por este tema se vuelve preocupante.
―¿Por qué te gusta tanto esta canción?
―¿De verdad necesitas que te conteste a eso, amor?
Me insta a apoyar la cabeza en su hombro y me canta al oído:
Dilo más fuerte, dilo más fuerte
¿Quién va a amarte como yo... como yo?
Dilo más fuerte, dilo más fuerte
¿Quién va a tocarte como yo... como yo?
....................................................................
¿Quién va a follarte como yo... como yo?
―Verdaderamente romántico ―remarco con ironía.
―Sí, a veces me llaman Nathaniel el Romántico.
Dejo escapar una risita. Él, en cambio, se mantiene serio. Se muerde el labio inferior, alza mi rostro hacia el suyo y atrapa mi boca, besándome durante largo rato, de forma lenta. Al acabar el beso, soy incapaz de dejar de temblar y mi pervertida mente solo puede pensar en una cosa.
―Dioooos... ―me recorre un escalofrío cuando su erección empuja contra mi estómago―. ¿A qué hora acaba esta estúpida fiesta?
Nathaniel lanza una breve mirada a nuestro alrededor. Yo hago lo mismo. La fiesta está tan animada que estimo que durará al menos otras tres horas. ¡Maldición!
―Por lo que veo, lo nuestro tiene que esperar. La fiesta está en su momento más...
―¡A la mierda la fiesta! ―me interrumpe mientras me agarra de la mano.
Con la prisa de un bombero que tiene que apagar un mortífero incendio, se abre paso entre las demás parejas que bailan.
―Catherine, cielo...
―¡Luego hablamos, madre! ―es lo único que se me permite decir, puesto que Nathaniel sigue caminando a grandes zancadas y pararme no es una opción.
Me lleva a rastras hasta la entrada principal. Algún que otro invitado intenta detenerle para hablarle, pero Nathaniel gruñe un «ahora no, joder», sin tan siquiera mirar quién es la persona que se le ha dirigido. Lo mismo le da que sea un congresista, el alcalde de Nueva York o el director de su próxima película. Entramos en el enorme despacho que hay en la planta baja. Es una estancia de amplias ventanas, muebles de caoba y sillones de piel, repleta de libros, obras de arte y objetos de decoración que, en absoluto, pegan con la personalidad de Nathaniel Black. En cuanto cierra la puerta, se abalanza sobre mí, agarrando mi cabeza con las dos manos. Me empuja hacia atrás sin despegar su boca de la mía.
―No soportaba estar lejos de ti ni un segundo más ―susurra jadeando.
Me hace tumbarme en el sofá de cuero negro. Ni se molesta en desvestirnos. Levanta mi vestido, me baja las bragas y empieza a lamer mi sexo casi con desesperación.
―Nate...
―Sí, dilo. Di mi nombre ―murmura, e introduce la lengua en mi interior.
Me retuerzo bajo sus ardientes caricias y hago algo que a él le encanta: suplicar por más. Y lo recibo. Claro que lo recibo. Siempre es generoso conmigo y nunca espera a que se lo pida dos veces. Se baja el pantalón y me penetra, despacio, aumentando el ritmo poco a poco, mientras me besa la boca y me susurra obscenidades de toda clase al oído. Últimamente se esmera por ser un chico bueno, sin embargo, de vez en cuando saca a la bestia que lleva dentro. Hoy es uno de esos días.
―Catherine, te quiero muchísimo ―murmura contra mis labios.
Le sonrío. Y lo siguiente pasa tan de prisa que no soy capaz de reaccionar. Nathaniel me hace girarme de espaldas a él, boca abajo, y alza mis caderas. Deja escapar un gruñido animal al tiempo que entra de golpe en mi caliente y húmedo interior. Me estremezco cuando empieza a moverse, casi con violencia. Sus manos se trasladan a mis caderas y tira de mí para marcar su salvaje ritmo.
―¿Quién va a follarte como yo? ―murmura contra mi espalda.
―Oh... Dios... Nate... me voy a...
Y antes de que acabe la frase, lo hago. Empiezo a convulsionar, entre gemidos de puro placer. Nathaniel no tarda ni dos segundos en seguirme.
―Necesito tenerte toda. Cada pequeño rincón de ti… tiene que ser mío.
―Lo es… ―jadeo.
Me apoyo contra el sofá, boca abajo, y él me sigue y, sin romper el abrazo, pega su escultural pecho contra mi espalda. Su agarre es tan fuerte que me cuesta bastante esfuerzo recuperar el aliento.
―Te quiero ―pega los labios a mi oído y yo me estremezco al notar su tacto y esa respiración irregular acariciándome el cuello―. Joder, no puedo expresar con palabras lo mucho que te quiero. No creo que querer a una persona de esta forma sea normal. Haría cualquier cosa por ti, princesa, ¿lo entiendes? Cualquier cosa ―hace una larga pausa y añade, distante―: Y eso me aterra.
Quiero girarme para verle el rostro, pero no me lo permite. En cambio, coloca los labios en mi nuca, donde empieza a dibujar húmedos círculos con la lengua. Cierro los ojos cuando una nueva oleada de placer recorre todo mi cuerpo de la cabeza a los pies.
―¿Por qué? ―gimo, casi.
―Porque estoy perdiendo la puta cabeza. Necesito mantenerte a salvo, a cualquier precio, y me asusta que no lo consiga. Y tú te niegas a tener guardaespaldas... y... y Jimmy Brown aún anda suelto... y yo... yo no puedo volver a perderte, ¿lo entiendes?
―Escúchame bien, Nate. Nunca vas a perderme. A Jimmy le acabarán pillando. El FBI anda tras él, con lo que solo es cuestión de tiempo, y tú lo sabes. Y cuando todo esto acabe, tú y yo nos tomaremos unas largas vacaciones y seremos muy felices. ¿Lo has entendido?
Se abraza más fuerte a mi cuerpo.
―¿Lo prometes? ―murmura contra mí pelo.
―Lo juro por mis Jimmy Choo favoritos.
Con una media sonrisa jugueteando en sus labios, me hace girarme de cara a él y me da un largo beso en la boca. Es tierno, cuidadoso en los movimientos de su lengua, como si temiera lastimarme.
―Deberíamos volver a la fiesta, amor ―susurra.
Asiento.
***
Nathaniel ha vuelto a la fiesta, concediéndome unos cuantos minutos para recomponerme. Me hacen falta, puesto que mi recogido está tan desordenado que es evidente que me he dado un revolcón. Por no mencionar mis labios, hinchados de tanto besarnos.
Me empolvo el rostro en nuestro baño de la segunda planta y me tomo unos segundos para observarme en el espejo. Creo que es la primera vez en toda mi vida que no me encuentro ni un solo defecto. Mi pelo brilla como nunca, mi rostro luce perfecto y la ropa que llevo es tan favorecedora que me siento como una superestrella. Hay que ver lo que consigue la paz interior. ¿O tal vez sea a causa del devastador orgasmo que acabo de tener? Decido achacárselo a la paz interior porque suena más cristiano.
Bajo por la escalera, agarrando los bajos del vestido con las dos manos para no pisarlos, y vuelvo al jardín, donde todo sigue como antes. Busco con la mirada a Nathaniel, pero no lo veo por ninguna parte. Me detengo a hablar con Gage y Emma, escucho las quejas de mi madre, quien asegura que el padre de Nathaniel le está tirando los tejos y por mucho que yo le explique que es gay, parece ser incapaz de comprenderlo, hablo con Holly sobre el desarrollo de la boda, ya que quiere pronunciar un discurso y necesita saber cuándo me parece a mí el momento adecuado, y bailo un vals con mi futuro cuñado, Robert.
―Bailar es una de las cosas que mejor se te da ―comento mientras me conduce a la zona de los aperitivos, con una mano apoyada en mi espalda desnuda―. ¿Sabes dónde está tu hermano?
Siempre que menciono a su hermano, a Robert Black empieza a latirle un músculo de la mandíbula y su fuerte cuerpo se tensa visiblemente. Me pregunto vagamente por qué será.
―En la entrada, con la prensa ―me responde, en voz baja y seria.
Me detengo, con el ceño fruncido.
―Pensaba que no había prensa esta noche.
Tuerce el gesto para mostrarme su desagrado.
―Y se suponía que no iban a venir, pero parece ser que algunos se han colado.
¡Maldición! ¿Es que nunca van a dejarnos tranquilos?
―¿Me disculpas?
Robert asiente y se dispone a ir a por unos aperitivos cuando mi madre le agarra de un brazo para comentarle algo. Alguna bobada, casi seguro. Doy media vuelta antes de que me enganche a mí también y me dirijo a la entrada de la propiedad a grandes zancadas. Pese a que estoy convencida de que Nathaniel Black es perfectamente capaz de apañárselas solo –he visto las clases de lucha que ha tomado para preparar su papel de espía en «Guapo y Letal 2»–, me preocupa un poco que esté tardando tanto. Será mejor que me asegure de que no hay un asesino psicópata torturándole. Teniendo en cuenta que Jimmy Brown –quien está loco y posiblemente vaya armado– sigue en libertad, merodeando por los alrededores, toda precaución es poca. Si va a atacar, desde luego, la boda es el mejor momento para dar su golpe de gracia.
―¿Y qué opina Catherine de todo esto? ―le pregunta Andy Madison a Nathaniel, que está de espalda a mí, mirando a las cámaras.
―Como ya te he dicho, Andrea, la opinión de Catherine me trae sin cuidado. No es relevante en esta ecuación.
Completamente descolocada por sus palabras y ese tono tan tenso que ha empleado, me detengo y los miro a los dos, con la cabeza ladeada hacia la derecha.
Durante un instante que a mí se me hace eterno, ahí, a sus espaldas, tengo la sensación de que abandono mi cuerpo y me alejo con rapidez de todo y de todos. Y entonces me vuelvo de forma ausente, observando a lo lejos, a través de una espiral hipnotizarte, a los invitados. ¡Mis invitados! No me gusta lo que veo. No hay más que hipocresía y convencionalismo. No me siento identificada con ellos. ¡¿Cómo puede ser todo tan artificial?! Este es mi mundo y, sin embargo, nunca me ha representado. Sigo siendo la misma intrusa de siempre, la que nunca encuentra su sitio, la que no pertenece a ninguna parte. Sigo siendo Catherine Collins-Fitzgerald, la niña rica y mimada que nunca ha encajado en su mundo de snobs. Al darme cuenta de ello, de repente me invade un terrible cansancio.
―¿Pero es cierto que estás enamorado de ella? ―pregunta Andy, y enseguida esboza una maliciosa sonrisa al verme allí parada, con el rostro pálido y el ceño fruncido.
―¡Por supuestísimo que no! ―exclama él con burla, como si hubiese escuchado alguna clase de chiste―. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, Andrea? ¡Catherine… no… significa… nada… para… mí!
Quiero retener las lágrimas y hacer lo que siempre he hecho: esbozar una larga sonrisa y fingir que no pasa nada. Quiero recuperar la compostura, alzar la barbilla con desafío y comportarme como la dama que soy, pero esta vez no lo consigo. Por alguna oscura razón, esta vez no puedo fingir que estoy bien.
―Solo he sido un papel, ¿verdad? ―digo en voz horriblemente fría mientras lágrimas de frustración se derraman por mi rostro―. Uno de muchos.
Sobresaltado, Nathaniel se gira de forma busca hacia mí, mirándome como si le faltara el aire. Tiene los labios separados, el ceño fruncido y los ojos dilatados.
―No… ―sacude la cabeza, horrorizado―. Catherine, no es lo que piensas.
―Déjame adivinarlo. Tienes una muy buena explicación, ¿verdad? Pues yo no quiero oírla esta vez.
Me limpio la nariz con una mano, me agarro los bajos del vestido y rompo a correr hacia el aparcamiento. Nathaniel manda al demonio a Andy y sale corriendo detrás de mí.
―¡Catherine, para ahora mismo! ―ruge a mis espaldas― ¡Joder! ¡Te he dicho que pares de una puta vez!
Me detengo al lado de mi Aston Martin y consigo sacar la llave de mi pequeño clutch antes de que él me alcance. Le doy al botón para desbloquear el coche.
―¿Por qué estás corriendo como una niñita asustada? ¿No te das cuenta de que lo has entendido mal? Pillas algo fuera de contexto y…
―¡En tu puta vida vuelvas a llamarme niñita asustada! ―exploto, colérica, sorbiéndome las lágrimas―. ¡Tú no sabes una puta mierda sobre mí!
―Catherine... ―percibo un deje de advertencia en su tensa voz.
Intenta tocarme, pero lo aparto de un manotazo.
―¡Déjame!
―¡Vas a escucharme, señorita! ―rezonga entre dientes, invadiendo mi espacio personal.
―¡Deja de decirme lo que voy a hacer y vete! ¡Largo! ―lo empujo, lo que le hace retroceder un poco.
Su pecho se ensancha al coger una honda bocanada de aire. Por cómo rechina los dientes es evidente el gran esfuerzo que está haciendo por controlarse. Levanta una mano en al aire, como para indicarme que se ha tranquilizado. Su mirada me sugiere que yo también me tranquilice.
―No quería gritarte. Haces que pierda la puta cabeza ―sopla y me mira con el rostro endurecido―. Siento si te he...
―¡Esto no tiene nada que ver contigo, gilipollas prepotente! ―estallo antes de que acabe la frase―. ¡Esto tiene que ver conmigo! Con las malas decisiones que he ido tomando a lo largo de mi vida. Tú solo eres una de ella. Otra decepción más.
Sacude la cabeza con desesperación, se me acerca de nuevo y se detiene a unos pocos centímetros de mi rostro.
―Por favor, escúchame… ―me agarra por los brazos― tengo que explicártelo...
―No hay nada que explicar. Eres un artista del engaño y tu éxito consiste en que nadie ve lo que se esconde debajo de tu máscara. ¿Lo ves? Lo tengo claro.
Me mira perplejo, abre la boca para decir algo, pero luego desiste y baja la mirada al suelo, ceñudo. Está bajando la guardia y yo sé que esta es mi única oportunidad de salir de aquí, así que lo estudio con mucha atención, como un gato que observa el agujero del ratón, esperando el momento oportuno para atacar.
―Dios… Eres frustrante, amor. Si cada vez que vamos a tener un malentendido vas a salir corriendo… ―sacude la cabeza y su mandíbula se endurece mientras su rostro se vuelve ausente― no sé...
No le dejo acabar la frase. Aprovechando su aturdimiento, empujo su pecho para alejarlo de mí, me monto en el coche y bloqueo las puertas. Veo a través del cristal cómo su rostro se transforma por completo en cuestión de segundo. Ya no hay confusión, ni dolor. Ahora solo hay furia en su estado más puro. Sus ojos desprenden unas llamas satánicas capaces de incendiar toda esta propiedad de tres mil metros cuadrados. Ha vuelto el Nathaniel malo.
Sacude la cabeza para indicarme que no tenía que haber hecho eso y acto seguido, se abalanza sobre el coche.
―¡Catherine! ―ruge, golpeando la ventanilla del conductor con los puños―. ¡Abre la puta puerta! ¡Ahora!
Apenas reconozco su rostro, distorsionado a causa de la cólera. Tanto sus puños como sus pies impactan una y otra vez contra mi coche, mientras grita como un poseso las cosas terribles que va a hacerme como no abra de inmediato. Horripilada al ver la violencia de la que es capaz, me tapo la boca con la palma de mi mano y rompo a llorar. ¡Está jodido! Muy jodido. Y yo fui lo bastante vanidosa como para pensar que era capaz de arreglarlo. Pensaba que si le amaba lo bastante, que si era lo bastante comprensiva, él cambiaría. Pero en este instante me doy cuenta de que esa bestia que grita y sacude el coche con todas sus fuerzas para someterme a su voluntad, ¡ese! es el verdadero Nathaniel Black. Me cojo la cabeza entre las dos manos y me tapo los oídos con las palmas para dejar de oír sus rugidos.
―¡Catherine! Vamos, amor, sabes que no puedes vivir sin mí. ¡Abre la puta puerta para que te lo explique de una PUTA vez!
Con los ojos rebosantes de lágrimas, giro la mirada hacia él y lo observo, entumecida. Su rostro solo revela ira y una inmensa crueldad y su mirada, su despiadada mirada, me espeta mientras los puños de sus manos golpean el cristal. Una vez. Y otra. Y otra. No puede detenerse porque ha perdido el control y ya no consigue dominar su lado tiránico. Afrontémoslo: los hombres como Nathaniel Black nunca cambian. Ahora lo comprendo. Puedes llevarlos a misa todos los domingos, puedes obligarlos a vestir ropa de cashmere y puedes enseñarles a beber el té levantando el menique, pero, hagas lo que hagas, su maldad jamás podrá ser reprimida.
―¡Joder! ¡Qué abras la puta puerta, Catherine! No pienso decírtelo más veces.
―¡Vete al infierno! ―le grito.
Se detiene y me mira fijamente a los ojos. Yo le sonrío, sin molestarme en disimular la crueldad que hay en mi gesto. Al comprender lo que significa esa sonrisa, sacude la cabeza, como diciéndome que no lo haga.
―¡No! ¡Ni se te ocurra irte, señorita! No… no te atreverás…
―¡Mírame!
Con manos trémulas, giro la llave dentro del contacto. Nathaniel sigue gritando y golpeando el coche como un desquiciado, pero a mí ya no me importa. Durante toda mi vida me he reprimido. He fingido ser alguien que no soy porque era lo adecuado. ¡Pues eso se ha acabado!
Enciendo las luces y elevo el volumen de la música para no escucharle más –Do It Like a Dude suena horriblemente alto, tanto que todo el interior vibra al ritmo de la canción–. Acelero de forma tan brusca que el coche se pone en marcha con un chirrido de ruedas. ¡A la mierda lo de ser adicta a él! Eso también se ha acabado. Esta noche me he despojado de mi dependencia, de mis debilidades, de mi lado vulnerable. Me he liberado. Puedo hacer lo que me plazca. Y, desde luego, Nathaniel Black, con toda su fama, fortuna e irritante sex appeal, no va a detenerme.
Salgo de la propiedad sin volver a mirar hacia atrás. Para mi asombro, él no se rinde. Corre al lado del coche, golpeando el cristal y gritándome algo que no consigo oír. Le dedico la sonrisa más dulce que le he dedicado jamás, le hago una peineta y acelero a fondo. El coche sale escopetado y, en menos de tres segundos, estoy tan lejos que le veo por el retrovisor dando patadas en el aire. ¡Jódete, Nathaniel Black! Suelto una carcajada por pura maldad, bajo la ventanilla y empiezo a cantar en voz alta:
Piensas que no puedo herir tan bien como tú, gilipollas
Lo puedo hacer como un hermano
Hacerlo como un tío
Me puedo agarrar la entrepierna
Llevar un sombrero bajo como tú
Hay que admitir que esta Jessie J tiene clase y estilo.
***
Deambulo bajo la lluvia, sin rumbo alguno ni chaqueta que me proteja de las frías gotas. He dejado el coche en un aparcamiento subterráneo, a unas cuantas calles de distancia. Necesitaba caminar y despejar un poco mi mente con el aire fresco, pero la tormenta que se acaba de centrar sobre Nueva York complica mis planes, y mucho. Me abrazo a mí misma para protegerme del frío y sigo caminando, a pesar de que el viento sopla con tanta furia que me resulta bastante difícil mantener el equilibrio. Miro a mi alrededor. No tengo ni la más remota idea de dónde me encuentro. Parece un barrio vacío, desconocido y bastante aterrador. Cada vez que los rayos iluminan los oscuros callejones, los perros abandonados sueltan unos escalofriantes aullidos que me ponen los pelos de punta. No tengo miedo. No tengo miedo. Me lo repito a mí misma tantas veces que acabo creyéndomelo. Sigo andando hasta que el móvil empieza a vibrar dentro de mi mano. Miro la pantalla. Esta vez es Emma.
―Si vas a darme la charlita, ¡olvídalo! ―gruño nada más descolgar.
―¿Dónde demonios estás? ―grita, alarmada―. Tu madre está tomando tilas para los nervios, tu novio ha llamado al FBI y se ha ido como un demente, con el coche a todo gas, y todos tus invitados están buscándote enloquecidos en Twitter, Instagram, Facebook, Google Maps y Page Six. ¡Y no apareces por ninguna parte!
Entorno los ojos al escuchar sus descripciones apocalípticas. Emma puede ser muy melodramática a veces. Seguro que no es para tanto.
―¡Esa no es la cuestión! Lo que tienes que saber es que no pienso volver. No. No voy a volver con esa bestia burlona, retorcida y maliciosa nunca más, así que...
―Catherine… ―interrumpe mi verborrea, en tono apaciguador.
―Tienes que hacer mis maletas y…
―Catherine…
―Enviármelas a Londres porque…
―¡Se refería a Catherine Hill, joder! ―me grita, fuera de quicio.
Me detengo. Ella suelta un largo resoplido de agotamiento.
―Él no estaba hablando sobre ti ―me explica, en tono más tranquilo―. Andrea le había preguntado sobre la supuesta relación que mantiene con Miss Mundo. Él estaba negándolo todo. ¡Porque te quiere! Así que deja de hacerte la loca y vuelve de una puñetera vez. Y llámale antes de que contrate a un agente de la CIA… la NASA... o... las… ¡SS! para rastrearte. Ha perdido el juicio por completo. ¡Tenías que haberlo visto! Se fue hecho una fiera.
―Madre mía, madre mía, madre mía… ―es lo único que soy capaz de decir.
No puedo creer que esto esté pasándome a mí. ¡Y el día antes de mi boda! ¡Dios! He metido la pata, pero bien metida esta vez. Él quería explicármelo y aclarar las cosas, pero yo me he negado a escucharle. ¿Es que no he aprendido nada del pasado? Después de todo, ¿sigo desquiciándome por los paparazzi y mis ridículos celos?
―Emma… ―lloriqueo.
―Sí, lo sé. Eres gilipollas. Anda, llámale ―me dice antes de colgar.
¡Maldición! Marco el número de Nate y antes de que dé tono, él ya lo coge.
―Escúchame bien ―me dice, serio y tenso―. Necesito saber dónde estás. Es peligroso que vayas…
―Sé que no te referías a mí ―lo interrumpo―. Lo siento. Me he desquiciado un poquito.
Se calla. Deja escapar un suspiro de alivio.
―Te perdono ―masculla en tono gruñón―. Ya hablaremos luego de ello. Ahora dime dónde cojones estás para ir a buscarte.
Sonrío, sin poder evitarlo. Sé que él también lo está haciendo al otro lado del teléfono. Solo está haciéndose el cascarrabias.
―¿Nate? ―pausa. No se digna a gruñir, siquiera―. Nate… sabes que te quiero.
Otra larga pausa. Una blasfemia. Un soplido. Un... ¿golpe?
―¡Joder! Yo también te…
No escucho esa palabra que tanto anisaba escuchar en el pasado. Mi móvil se precipita hacia el suelo antes de que él la formule. Completamente desconcertada, me llevo una trémula mano a la cabeza, justo en el lado izquierdo, a unos dos centímetros por encima de la oreja. Palpo la zona golpeada y miro las puntas de mis dedos. Están llenas de sangre. No soy capaz de gritar, una fuerte mano me tapa la boca y la nariz, y cada vez me siento más y más débil. Mi cuerpo empieza a tambalearse, pero antes de caer al suelo, alguien me agarra y me acurruca entre sus brazos, casi con ternura. Su olor… Me es muy familiar… ¿Donde he olido esta colonia antes?... ¡Piensa, Catherine!
Intento mantenerme despierta. Es crucial que me centre en eso ahora. Por desgracia, mi cuerpo tiene otros planes para mí. Mis parpados van cayendo poco a poco y, por mucho que lucho, se vuelve imposible no cerrar los ojos y dejarse seducir por esa espiral hipnótica que, una vez más, me arrastra hacia ella. Mi último pensamiento coherente antes de que me abandonen las fuerzas es «¿Se puede ser más idiota?». Épico. Verdaderamente épico…