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Capítulo 15
―¡Gracias a Dios! ―exclama Emma, abalanzándose sobre mí―. Llevo dos años esperando este momento. Así dejarás de darme el coñazo. Que si Nate ha hecho esto… que si Nate ha hecho lo otro… que si me consume… que si deja de consumirme… Dios, era realmente agotador.
Nathaniel suelta una carcajada.
―Me encanta su entusiasmo, señorita Bennett.
Emma y yo dejamos de abrazarnos al fin y volvemos a sentarnos.
―¿Quieres llamarla Emma de una vez? Vais a ser casi cuñados.
―Nop. Señorita Bennett me gusta más. ¿Alguien quiere más vino?
Robert levanta un dedo y Nate le llena la copa, por sexta vez en media hora. No sabía que el hermano bueno bebiera tanto. Pero sí, sí que bebe porque se acaba esa copa de golpe y, para asombro de todos, se echa otra más. No parece muy contento con la noticia de nuestro compromiso.
Nathaniel y yo íbamos a dar la fiesta del siglo, algo impactante al estilo de Gatsby, para anunciar nuestro compromiso, pero al final hemos decidido hacerlo en un íntimo restaurante de los Hamptons, con preciosas vistas al océano, la comida más deliciosa que he probado jamás y las personas que realmente queremos a nuestro lado en este instante: Emma, Gage y Robert.
―Se me está cayendo un mito ―se burla Gage, masticando de forma muy lenta su filete de emperador―. ¡El chico malo de Hollywood se casa!
Emma le da una palmadita en el brazo.
―¡No seas idiota! Deberías alegrarte por él.
―Oh, y me alegro, encanto, realmente me alegro, pero me fastidia haber perdido a mi mejor compañero de cogorzas. Conozco lo bastante a Catherine como para saber que en cuanto se casen, va a ponerle una correa ―vaticina entre risas.
Nathaniel tiene cara de estar pasándoselo en grande a causa de las especulaciones de su mejor amigo.
―Ah, claro, Gage entiende mucho de correas últimamente ―remarca con sorna.
―¡Qué imbécil! ―Gage, fingiendo estar molesto, le lanza un trozo de pan a la cara, aunque no consigue disimular la diversión.
Yo suelto una risita mientras que Emma se ruboriza hasta las puntas de sus orejas. Robert nos mira a los cuatro con mala cara, sin tan siquiera un atisbo de sonrisa.
―¿Y tú qué, hermanito? ―Nathaniel se gira de cara a él―. ¿No vas a felicitarme por la boda?
―Claro ―masculla, sin rastro de diversión en su mirada azul ―. Faltaría más.
Se levanta, de mala gana, para darle un abrazo a su hermano. Después, se me acerca y me besa las mejillas. Su forma de mirarme al inclinarse sobre mí me parte el corazón.
―Bienvenida a la familia ―me susurra al oído, en tono horriblemente triste.
Oh, Robert…
―Gracias ―balbuceo, con toda la emoción centrándose en mi garganta.
―Eh… ―masculla Nathaniel―, menos cuchicheos y más distancia, por favor. Siempre que estáis tan cerca el uno del otro me ponéis de los putos nervios. ¿Sabías que se besaron? ―le susurra a Gage.
Este deja caer su tenedor con un gesto muy teatral. ¡Qué idiotas son los dos!
―¡No! ¿En serio? ¿Y vas a casarte con ella? ¡Tío, no te reconozco!
Pongo los ojos en blanco y me siento al lado de mi futuro marido.
―¿Quieres callarte?
―¿Por qué, amor? ¿No estás orgullosa de tus travesuras?
―Eres un capullo ―gruñe Robert entre dientes, con el rostro descompuesto.
Nos da la espalda a los cuatros y sale del restaurante sin tan siquiera despedirse. Nathaniel, con los ojos en blanco, hace un gesto con la mano para quitarle hierro al asunto.
―Ya se le pasará. Está muy sensible últimamente ―se inclina sobre la mesa y susurra a modo de explicación―. Las hormonas.
Arrojo mi servilleta encima de la mesa, me levanto de forma brusca y le lanzo una mirada furiosa. ¿No puede ver que su hermano está herido?
―Eres realmente idiota ―le digo, y salgo corriendo tras Robert.
―¿Adónde demonios vas? ―ruge a mis espaldas―. ¡Catherine! Ya se le pasará. ¡Déjale que lloriquee un rato!
No le hago ni caso. Salgo a la calle y busco a Robert por toda la playa. Al fin doy con él. Está sentado en la arena, fumándose un cigarrillo.
―No sabía que fumaras.
―Hay muchas cosas que no sabes sobre mí, ángel.
Me siento a su lado, en la fría y húmeda arena, y lo miro con preocupación.
―¿Estás bien?
―Se me pasará ―murmura, dando una larga calada.
―Lo siento ―susurro.
Y realmente lo siento. Está herido y solo es culpa mía. Yo nunca quise jugar con sus sentimientos, pero lo hice igualmente. ¡Porque soy mala! Siempre lo he sido y siempre lo seré. Soy una mujer horrible, aunque mi madre discrepe.
―No lo sientas, ángel. Sé feliz. Te lo mereces. Y por mucho que me fastidie admitirlo, mi hermano también se lo merece. Habéis pasado por muchas cosas últimamente y, si hay alguien que realmente se merezca un final feliz, esos sois vosotros. Anda… ve, no quiero ensombrecer tu felicidad.
―No quiero irme ―murmuro.
Me abrazo a su fuerte torso. Él coloca una mano encima de las mías.
―Catherine, por favor, no me hagas esto, preciosa. No puedo estar tan cerca de ti en este momento. Ya sé me pasará, pero ahora solo quiero estar solo un poco, ¿vale?
Trago en seco y parpadeo con rapidez para aguantarme las lágrimas mientras me aparto un poco. ¿Por qué será que siempre me atraen los hombres atormentados? Estos tíos duros y sensibles a la vez tienen algo que me resulta irresistible.
―De acuerdo. ¿Te veré en la boda?
Asiente mientras le da otra profunda calada a su cigarrillo.
―Soy vuestro padrino de bodas. No puedo faltar.
Reúno todas mis fuerzas para conseguir esbozar una trémula sonrisa y me pongo en pie.
―Y hasta la boda… ¿voy a verte?
Sacude la cabeza, apaga el cigarrillo y se levanta. Con los ojos clavados en los míos, coloca ambas manos alrededor de mis brazos.
―Es improbable. Mañana me voy a Los Ángeles. Voy a permanecer allí durante una temporada. Supongo que volveré el día antes de vuestra boda.
Aprieto los labios, acariciando con la mirada su hermoso rostro, tan triste en este instante. Y entonces, cuando él clava de nuevo la mirada en la mía, inclino un poco la cabeza y rozo sus labios con los míos. No sé por qué lo hago. Pena… compasión… porque soy retorcida. ¡Quién sabe! ¿A quién le importa? El caso es que lo hago. Solo es un roce. Ni siquiera puede considerarse un beso. Y desde luego, no son cuernos… ¿verdad? Decido que no lo son.
El agarre de sus manos se vuelve de pronto más fuerte.
―Catherine… ―exhala, pegado a mis labios.
Sacude la cabeza y aunque frunce el ceño, sus ojos se tornan cada vez más ardientes.
―Necesitaba despedirme de ti ―murmuro a modo de explicación.
Robert asiente. Tan solo pasan unos segundos hasta que sus labios se curvan en una sonrisa maliciosa, muy parecida a la de su hermano.
―¡Pues despidámonos, angelito!
Agarra mi rostro entre las manos, sus labios chocan contra los míos y su lengua empuja para adentrarse dentro de mi boca. ¡Ay, Dios! ¡Soy mala! ¡Muy mala! ¡El mismísimo Satán es un becario a mi lado! Porque en vez de apartar al hermano de mi prometido, lo que hago es separar los labios y permitirle que me bese. Oh, y me besa. Nathaniel va a matarme esta vez. Yo misma querré morirme mañana. Pero lo que pase mañana…
***
―¡No puedo creer que volvieras a besarle! ―ruge Nathaniel a primera hora de la mañana, arrojando el periódico encima de la barra de desayuno con tal furia que tira al suelo su vaso de zumo de naranja.
―Solo ha sido un besito de despedida ―me defiendo.
Me echo otra taza de té, con toda la tranquilidad del mundo, mientras él me mira como si realmente quisiera hacerme cosas muy malas. Y no, no me refiero al sexo, sino a cosas malas de verdad, como matarme, trocear mi cadáver y enterrarlo en los siniestros bosques de Texas. Esa clase de cosas malas.
―Si solo ha sido un besito de despedida, ¿por qué demonios me lo cuentas? ¿Para sacarme de quicio?
Remuevo mi té sin que mi calma se vea alterada por su tono agresivo.
―Básicamente…
Resopla. Alzo un poco la mirada, lo bastante como para darme cuenta de que la expresión de su rostro empieza a suavizarse a medida que pasan los minutos. En el fondo sabe que él es y siempre será mi único gran amor.
―Estoy sopesando muy en serio la posibilidad de dejarte plantada en el altar, bizcochito.
Suelto una risita al ver cómo la furia desaparece de su mirada y lo que toma su lugar es una divertida burla.
―A mí me pasa eso todos los días de mi vida ―murmuro como para mí misma.
Se inclina sobre mí y me da un beso en los labios.
―Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? Quiero decir, esta vez sí vas a casarte… ¿no?
Su mirada de suspicacia me arranca unas cuantas carcajadas.
―Supongo… ―me encojo de hombros con frío desdén.
―¿Supones? ¿Cómo que supones? ―me coge la cabeza con las dos manos―. Escúchame bien, princesa de pasarela, porque no volveré a repetírtelo. Vas a mover tu dulce culito hasta el altar y vas a casarte conmigo, sin protestas, gruñidos, pucheros, rabietas y golpecitos en el suelo. ¿Capisce?
―Perfectamente ―respondo con voz melosa.
―Bien. Y ahora hablemos de nuestra boda. Habrá que establecer una fecha antes de hacer pública la información. Lo mejor será que nos casemos la semana que viene.
Durante unos instantes pienso que está tomándome el pelo, pero al ver la expresión solemne que adopta su rostro y la determinación que se refleja en su mirada, empiezo a pensar que habla en serio.
―Dime que es alguna de tus bromitas de mal gusto.
Lo observo con desconfianza. ¿Por qué no parece divertido?
―¿Bromitas de mal gusto? No, amor. Hablo en serio.
¡Ay, Dios! ¿Por qué tenía que hablar en serio?
―¡No vamos a casarnos la semana que viene! ¿Has perdido el juicio? Necesito al menos ocho meses para organizarlo todo.
―¡¿Ocho meses?! ―explota entre blasfemias―. ¿Para qué coño necesitas ocho meses?
¡Este hombre es exasperante!
―Flores, vestido, lugar, invitaciones, iglesia, música, fotógrafo…
Levanta la palma de su mano para interrumpir mi larga lista.
―Rosas negras, cualquier vestido de tu armario, el jardín de mi casa de Atlanta, invitaciones por e-mail, no soy creyente, tú tampoco, si no, no habrías besado a mi hermano... ―hace una breve pausa y apostilla―: dos veces, AC/DC y las fotos las hará mi prima Alice. ¿Lo ves? Arreglado.
Empiezo a perder la paciencia. ¡Qué raro! Esto nunca pasa.
―¡No has arreglado nada! ¡No voy a casarme con cualquier vestido de mi armario! ¡Soy Catherine Collins-Fitzgerald! ¡Tengo una reputación que mantener!
Pone los ojos en blanco.
―De acuerdo. Hagamos esto divertido.
Lo miro sin pizca de diversión. Él nunca hace las cosas divertidas. Las hace tan retorcidas que solo le divierten a él.
―Lo que sea que estés pensando, es mala idea. No. Ni hablar. No voy a rebajarme tanto como para escuchar tus ideas.
Sonríe maliciosamente.
―Una partida de póker. Tú y yo. A muerte. Él que gane, decide todos los detalles de la boda.
Abro la boca por el estupor. Está muy mal de la cabeza si piensa que voy a aceptar sus estúpidas provocaciones.
―¡No me voy a jugar mi boda al póker, bestia retorcida, burlona y maliciosa!
Media hora después:
―Voy con todo ―anuncio, empujando todas mis fichas hasta el centro de la mesa.
Nathaniel sacude la cabeza lentamente. Está pasándoselo en grande con esto.
―¡Ay, mi pequeña Catherine! ¿De verdad piensas que puedes ganarme? Amor, a los quince me ganaba la vida recorriendo todos los tugurios de Atlanta para jugar al billar y al póker. No tienes ni una oportunidad.
Me río entre dientes.
―¿Y cuándo estudiabas?
Me lanza una mirada de "¿eres idiota o qué?".
―Preciosa, soy Nathaniel Black ―me contesta y eso es suficiente para entender que nunca.
―De acuerdo, gurú del póker. Eres asombroso. Eres el rey de la mesa. ¡Lo pillo! De verdad que sí. Ahora ¿te importaría pujar? ¿O es que te da miedito que te gane una dama como yo?
Una pícara media sonrisa cruza su cara.
―De acuerdo. ¡A muerte, pues! Voy con todo ―empuja sus fichas, con los ojos clavados en los míos―. Pero te lo advierto, Mary Poppins, ni el mismísimo Ivanov me ha ganado en la vida. Y para que conste, el ruso es un gran jugador. Pero yo soy mejor. Y hoy tengo muy buena mano. Te aplastaré.
Sus amenazas no me inquietan en absoluto. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Qué me case con el amor de mi vida la semana que viene. Decido que tampoco es para tanto.
―¡Oh, no, que miedito! ―comento con sorna, imitándole.
Una expresión burlona asoma en su hermoso rostro.
―Luego no digas que no te lo he advertido, amor.
Incapaz de retener la sonrisa, se toma un largo rato para darle más dramatismo al momento y al fin desvela sus cartas: seis, siete, ocho, nueve y diez, todos de diamante.
―Escalera de color, bizcochito.
Parece muy orgulloso de sí mismo. Enarco una ceja, chasqueando la lengua. Hay que admitir que no bromeaba al decir que es un gran jugador. Realmente lo es.
―¡Vaya! Una mano asombrosa.
Me paso la lengua por el labio inferior y me tomo unos instantes antes de actuar. Nos miramos el uno al otro a los ojos, como en un duelo. Sus ojos azules brillan con maldad.
―¿Y bien? ¿Vas a desvelarme tus cartas hoy?
Hago un gesto afirmativo.
―Como he dicho, una mano asombrosa... claro que no tan asombrosa como… una escalera real de color ―le digo, mostrándole mis cartas.
Abre los ojos de par en par y durante unos instantes no dice nada. ¡Ajá! ¿Quién es el memo ahora?
―Cómo… es decir… tienes una… ―sacude la cabeza y me mira pasmado, con los labios separados.
―Cierre usted la boca, señor Black, no vaya a colársele alguna mosca.
―¿Cómo coño lo has hecho? ¡Eres Mary Poppins! ¡La señoritinga me-creo-mejor-que-tú-por-haber-estudiado-en-un-colegio-británico-para-niñas! ¡Yo soy Nathaniel Black! ¡No puedes ganarme al póker! ¡A mí no!
―Pues acabo de hacerlo. Y elijo que nos casemos en mayo.
―¡¿Mayo?! ―ruge, fulminándome con su mirada―. ¡Estamos en marzo!
―¡Oh, Dios mío! ¡Y faltan dos meses! ¿Qué vamos a hacer, Nate? ¿Se colapsará el universo? ¿Se alinearán los planetas? ¿Bajarán las mareas si esperamos un poco?
Se cruza de brazos y me mira enfurruñado.
―No quiero casarme en mayo ―murmura a modo de protesta.
Coloco las dos palmas encima de la mesa y me inclino hacia él.
―Te fastidias. Te he ganado al póker, así que haremos las cosas a mi manera. Mayo y no se habla más.
Cojo aire en los pulmones y lo suelto ruidosamente. ¡Qué satisfacción, Dios mío! Por primera vez en nuestra relación, gano yo.
El planeta entero está en llamas:
Europa: «Las fans de Nathaniel Black destrozadas a causa del compromiso del guapísimo actor, quien ha aprovechado el estreno en Londres de su nueva película para hacer pública la noticia. De la noche a la mañana, Catherine Collins se convierte en la mujer más odiada del planeta».
América de Sur: «¡El chico malo se casa! Cuando ya nadie lo creía posible, el hombre más sexy del planeta desvela no solamente que va a casarse, sino que va a hacerlo dentro de dos meses».
Estados Unidos: «Nathaniel Black se niega a desvelarnos la fecha exacta de su boda. Y ha asegurado que “ni de coña vais a participar”. Sus palabras textuales».
África: «Durante su viaje a Angola, Anne Blunt habla sobre la boda de su ex. La rubia más famosa de Hollywood ha declarado que no tiene pensado participar, puesto que ella y la futura señora Black no se llevan tan bien como deberían».
Asia: «Nathaniel y Catherine fueron fotografiados paseando de la mano por las calles de Egipto, donde el actor grababa la segunda entrega de «Guapo y Letal». Es la primera vez que el planeta ve a los dos enamorados haciendo algo que no sea discutir. Nuestra más sincera enhorabuena».
Estados Unidos: «Catherine Collins abandona su ático para trasladarse al de Nathaniel Black. Según nuestra fuente, la chica buena y el chico malo están más enamorados que nunca, a pesar del nuevo escándalo protagonizado por el polémico actor, quien ha sido detenido de nuevo por conducir borracho. Esta vez se le ha retirado el carné de conducir y ha sido condenado a una multa de tres mil dólares. Ninguno de los dos tortolitos ha querido contestar a las preguntas de los paparazzi a la salida del juzgado».
***
―¡Levántate y brilla, playboy! ―grito, subiendo las persianas ruidosamente.
Nathaniel Black pega un brinco. Sonrío al verle con esa carilla adorable de recién levantado, con su pelo despeinado –como siempre–, sus ojos hinchados de sueño, su barba incipiente y una camiseta blanca que resalta el moreno de sus cabellos y el intenso azul de sus ojos. ¡Madre mía! ¿Cómo puede estar tan guapo a primera hora de la mañana?
―¿Por qué gritas? ―brama, malhumorado―. ¿Nos han invadido los coreanos?
Me detengo delante de la cama, con las manos en jarras. Él me observa bostezando.
―¡Ojalá! Habría supuesto menos lío. Seguro que Estados Unidos tiene un ejército potente. ¡Venga, levanta! Tú y yo tenemos muchos planes para hoy, así que mueve tus arrogantes posaderas de la cama. Tienes veinte minutos para adecentarte ―hago un gesto impaciente con la mano a la que añado―. O, en fin, haz lo que puedas.
Vale, he sido mala. Lo admito. Nathaniel Black no necesita adecentarse. Es el hombre más guapo del planeta y punto. A las dos de la madrugada, a las seis de la mañana, después de cogerse la cogorza del milenio… da igual cuándo, él siempre luce perfecto.
―¿Planes? ¿Vamos a contar las ardillas del Central Park?
Dejo de hurgar en el armario del vestidor y saco la cabeza por la puerta para contestarle.
―Nop. Vamos a comprar un coche. Si voy a vivir en la cumbre del capitalismo, necesitaré un medio de transporte. Y ni de coña pienso viajar en metro. Por cierto, mi madre te manda saludos.
Se estira como un felino y al fin se levanta de la cama. Entra en el vestidor, me agarra de la cintura, me arrastra hacia él y me da un largo beso de buenos días. Suspiro cuando se aparta de mí. ¿Cómo puede besar así de bien? ¿Y cómo demonios se las apaña este hombre para oler siempre de esta manera tan enloquecedora?
―Lo mismo para ella. Y no necesitas un coche ―se desplaza hasta su lado del armario, donde coge los primeros vaqueros oscuros que encuentra, una camiseta negra de Bon Jovi y una chaqueta de cuero. Se gira hacia mí―. Poseo ocho coches, tres motos, un jet privado y el yate "Catherine". Puedes elegir lo que quieras. Al fin y al cabo, dentro de poco serán tuyos. ¡Ah!… y también tenemos dos caballos en la finca de Atlanta, pero esos no puedes tocarlos. Solo los uso para carreras.
―Ilegales, espero…
Se detiene antes de entrar en el baño.
―Amor, soy Nathaniel Black. ¿Acaso algo de lo que hago yo es legal?
Sacudo la cabeza con reprobación mientras me agacho para buscar unas manoletinas. Tengo muchos planes para hoy y no sé si voy a poder aguantar todo el día con los tacones. Decido que es mejor no coger riesgos, así que me visto con unos vaqueros desgastados, una blusa roja y mis manoletinas favoritas, del mismo tono de rojo que la blusa. Me hago una cólera alta, me maquillo y me pinto los labios de rojo. Ya está. Perfecta.
―¿Estás?
Nathaniel, quien entre tanto se ha duchado y vestido, termina de calzarse sus botas moteras y se pone en pie. Me sonríe como el chico malo que es.
―Estoy.
―Pues vámonos ―le paso una mano por el pelo, para arreglárselo de alguna manera, pero él vuelve a despeinarse.
―En el momento en que me abandonaste, de forma cruel y despiadada, me atrevería a decir, dejaste de ser mi asesora de imagen. Así que no se te ocurra decirme cómo peinarme.
Soy incapaz de retener una sonrisa. ¡Qué melodramático es a veces!
―Llevas razón. Ahora ya no soy tu empleada. Solo soy tu prometida.
―¡Qué el Señor me pille confesado! ―murmura a mis espaldas mientras salimos de la habitación.
Sin poder contener la risa, bajo por la escalera con él pisándome los talones.
―¿Sigues empeñada en lo del coche? ―me pregunta, al ver que me pongo el abrigo y camino hacia la puerta.
―Claro que sí. No quiero ningún coche que sea tuyo. Ya sabemos que no frenan.
A pesar de que hace una mueca de exasperación, no intenta hacerme cambiar de idea. Sale y se gira para cerrar con llave la puerta de la entrada. La paranoia se ha apoderado por completo de él. Siempre cierra con llave y se cabrea cuando yo no hago lo mismo. Mientras él hace eso, yo presiono el botón para llamar el ascensor. Nos montamos a la vez.
―¿Quieres? ―giro la mirada y veo que me ofrece su petaca.
―¿En serio? ¿Vas a empezar a beber a las nueve de la mañana?
Se encoge de hombros con indiferencia.
―Habrá que desayunar.
Resoplo. De todo este retorcido universo, yo tenía que enamorarme justo de él.
―No, gracias. Prefiero un café.
Frunce el ceño al ver que el ascensor se detiene en la planta baja y no en el aparcamiento.
―Vamos a ir en taxi ―contesto a la pregunta que aún no ha formulado―. Así podremos volver con el coche nuevo.
Arrastra los pies hacia la puerta, refunfuñando algo que no consigo escuchar.
―Qué iba a decirte, Catherine... ¡Ah, sí! ¿No crees que una escoba te pegaría más?
Se detiene en la acera para darle otro trago a su petaca. Ni me molesto en cabrearme con él. ¿Para qué?
―Deja de hacer el idiota. Y no te acabes toda la petaca. Te quiero sobrio al menos hasta las dos de la tarde.
Si bien me pone mala cara, se guarda la petaca en el bolsillo interior de su chaqueta de cuero. Esbozo una sonrisa de complacencia para mis adentros. En el fondo no es tan mal chico. De hecho, cuando quiere, puede ser un malote encantador. Me meto dos dedos en la boca y silbo como un pastor de ovejas para detener un taxi. Nathaniel me mira muy alarmado. ¡Oh, por el amor de Dios! Sí, he silbado. Tampoco es para tanto.
―Vale, ¿quién eres y qué has hecho con la estimable señorita Collins?
Nos montamos en la parte de atrás del coche y, mientras le digo al conductor la dirección, el taxi se pone en marcha.
―He dejado de ser la chica buena hace tiempo, Nate. Y las chicas malas juegan al póker y ganan... y silban para llamar a un taxi...
―Y chupan de maravilla el...
―¡Aaaarrrrggggghhhh! ―grito a la que me tapo las orejas con las palmas―. ¡Cállate!
―Iba a decir el helado, amor. No sé por qué tienes que pensar siempre tan mal de mí.
¡Como si no fuera evidente!
―Eres Nathaniel Black ―murmuro a modo de explicación.
Gira la cabeza hacia mí y hace un gesto burlón con las cejas.
―Lo sé. Mola, ¿a qué sí?
No me tomo la molestia de contestar a eso. Me limito a mirar por la ventanilla del taxi cómo los rascacielos de Manhattan vuelan a ambos lados. Cuarenta minutos más tarde nos bajamos delante de un concesionario de Aston Martin. Nathaniel entorna sus maliciosos ojos.
―¿Aston Martin? ¿En serio?
No entiendo por qué usa ese tonito tan irónico.
―Son los mejores coches del mundo.
―¿Pero qué dices?
Tampoco entiendo el asombro que hay en su voz.
―Lo que escuchas.
Y realmente lo pienso. No hay coche mejor que el Aston Martin. Por algo lo usa Bond.
―Solo dices eso porque lo construyen en tu país de pijos―refunfuña a mis espaldas.
Tengo que morderme la lengua muy fuerte para no replicar a eso. Entramos en el concesionario. Impresionada por los nuevos modelos, me detengo junto a Nathaniel cuando una comercial pelirroja muy sonriente sale a nuestro encuentro y contesta de forma profesional a todas las preguntas que formulo: emisión de gases, protección del medio ambiente, consumo de gasolina, en fin, cosas que cualquier mujer preocupada por el calentamiento global preguntaría. Nathaniel se limita a toquetearlo todo como un niño pequeño, a ponerle ojitos a la anciana de recepción –que suspira al vernos entrar y yo sé que no lo hace porque yo vaya mona– y solo participa en la conversación una sola vez: para afirmar que el Aston Martin es el peor coche sobre la faz de la tierra. Veinte minutos después, salgo al bordo de un flamante Vanquish color rojo.
―¡Uau! ¡Esto es increíble! ¡Agárrate, playboy! ―le grito con entusiasmo, girando hacia la derecha con un fuerte chirrido de ruedas.
Nathaniel, quien está en contra de los cinturones de seguridad por lo que veo, ríe entre dientes.
―¿Por qué, amor? ¿Piensas meter tercera?
¡Qué gracioso! Pues vale, señor Black. Ya veremos si seguirá burlándose dentro de 4,1 segundos. Piso el pedal hasta el fondo y el coche sale tan escopetado que a Nathaniel se le cae el paquete de cigarrillos de la mano. Se apresura a ponerse el cinturón.
―¡Jesús! ¿Vas a apagar algún incendio? Afloja un poco.
Le lanzo una mirada rápida a través de mis gafas de sol.
―¡Pero no me mires! ―me grita, gesticulando―. ¡Mira la carretera!
Suelto una carcajada.
―¿Por qué? ¿Tienes miedito?
―¡¿Miedito?! Estoy acojonado. La última vez que te vi conducir, estrellaste mi joya más preciada. Aún me acuerdo de ese Lamborghini Veneno. ¡Qué gran coche!
Ahogo una risita al escuchar su tono melancólico.
―Sí, un gran coche, solo que no frenaba. ¿Por cierto, qué ha sido de él? No he vuelto a verlo desde ese día.
Enciende la radio antes de contestar, supongo que para relajarse. Está más tenso que las cuerdas de un violín.
―Es comprensible. Lo hice chatarra.
Giro la cabeza hacia él con tanta brusquedad que se escucha un chasquido.
―¡¿Que has hecho qué?!
Aguardo, mirándole por encima de mis gafas. No me contesta. Se limita a elevar el volumen de la radio hasta límites inaguantables y a cantar con todas sus fuerzas Bad Blood de Taylor Swift, marcando el ritmo con la cabeza. ¿En serio? Bonnie Tyler, Katty Perry, Taylor Swift... ¿Qué será lo siguiente? ¿Britney Spears?
Cuando se acaba la canción de Taylor, se enciende un cigarrillo y le da una larga calada. ¡Qué hombre! Acabo de comprar un coche nuevo y a él no se le ocurre nada mejor que ahumármelo. Sacudo la cabeza, suelto un ruidoso suspiro y me centro en la conducción. Este coche va como la seda.
Al darse cuenta de que no cojo la carretera que se supone que debería coger, baja la música y gira la cabeza hacia mí.
―Eh, Lewis Hamilton, te has equivocado de camino. Nuestra casa está en sentido contrario.
―No vamos a casa ―anuncio, incorporándome a la interestatal 95 S.
―¿Y puede saberse adónde vamos, reina del misterio?
―Drexel Hill, Pennsylvania ―me limito a contestar.
Bajo su ventanilla. El coche está tan lleno de humo que apenas veo por el parabrisas. Es como si tuviera que conducir entre las nieblas de Londres. Bueno, al menos se esfuerza por hacerme sentir como en casa...
―¿Y qué hay en Drexel Hill?
Adopto un aire enigmático.
―Ah… No adelantemos hechos. Espera y verás.
Con una mueca de desagrado, echa su asiento hacia atrás, se repantiga y coloca las manos por debajo de la nuca y los pies encima del salpicadero. ¡Así me gusta, que se ponga cómodo!
―Si vas a hacer que me trague dos horas de viaje sin saber adónde vamos... y encima contigo al volante, al menos podrías tener la decencia de parar en una gasolinera para comprar más tabaco, unas patatas Lays y unos CD decentes. Esta emisora apesta.
Le lanzo una mirada burlona.
―¿Pero qué dices? A ti te encanta Taylor Swift.
―¡Taylor Swift es para nenazas! ―protesta, muy ofendido por mis injustas insinuaciones.
Carraspeo.
―Lo que iba diciendo…
Dos horas después, cruzamos la frontera de Drexel Hill. No es tan pequeño como me imaginaba, pero, aun así, posee ese aire de pueblo en el que todo el mundo conoce a todo el mundo. O, al menos, eso parece a simple vista. En el ambiente se respira paz y tranquilidad, las aceras están casi vacías y apenas hay tráfico. Supongo que a estas horas estará todo el mundo trabajando o almorzando.
Recorremos el pueblo bastante rápido y sin incidencias, tan solo pillo un semáforo en rojo. Sigo las instrucciones del GPS hasta detenerme enfrente de una grandiosa casa de piedra. Es casi tan majestuosa como un castillo, con sus torres y sus cúpulas, y un impresionante jardín extendiéndose a ambos lados. Quito el contacto, me doy un pequeño repaso en el espejo del coche y abro la puerta para bajar. Nathaniel mira a su alrededor, ceñudo. Está claro que no tiene ni idea de por qué estamos aquí.
―¿Quieres que compremos una casa en la afueras? ¿Qué será lo siguiente? ¿Ingresar en la Iglesia del Séptimo Día y adquirir un Volkswagen familiar?
Le pongo mala cara, agarro su mano derecha y lo arrastró hasta una verja de hierro forjado. Para adentramos en la propiedad, tenemos que recorrer un largo túnel formado por las ramas desnudas de unos enormes robles.
―¿De quién es esta casa, amor?
―Nos quedan diez pasos hasta la puerta. Espera y verás.
Cruzamos el patio, subimos unas escaleras de piedra y nos detenemos en el porche. Nathaniel me mira expectante. Cojo una bocanada de aire, relajo los hombros y llamo al timbre. Solo pasan dos segundos hasta que nos abren. Estoy tan eclipsada por el aspecto del hombre que tengo delante que casi no me doy cuenta de lo fuerte que se vuelve el agarre de la mano de Nathaniel. Durante unos instantes, nadie habla. Yo examino al desconocido, fijándome en que, a pesar de tener unos sesenta años, exuda vitalidad. Es un hombre atlético, más alto que Nathaniel, debe de tener un metro ochenta y muchos, es moreno, con algunas canas, no demasiadas, y sus ojos son de un verde muy intenso. Está muy claro que en su juventud ha sido un hombre increíblemente atractivo. Aún lo es.
―Hijo… Me alegro de que estés bien.
Nathaniel traga en seco, incapaz de recuperarse del impacto que recibe al ver a su padre después de tantos años. El señor Black avanza hacia él con paso vacilante y le rodea entre sus brazos. Miro la escena con toda la emoción centrándose en mi garganta. Me doy cuenta de que mi novio no mueve ni un solo músculo, ni le devuelve el abrazo a su padre. Sencillamente se queda de piedra, con los ojos agrandados y el rostro devastado. El señor Black traga saliva, asiente con la cabeza, como diciéndole que no pasa nada, y se aparta. Gira la mirada hacia mí.
―No sé cómo agradecerte esto ―me dice, con la voz quebrada―. No me dejaron verle en el hospital y de no haber sido por ti, yo…
Coloco una mano en su hombro para atrapar su mirada.
―No tiene que darme las gracias ―murmuro―. En realidad, lo hice por él.
Nathaniel gira la cabeza hacia mí con una lentitud casi agónica y me fulmina con su intensa mirada. Reparo en lo duro que se ha vuelto su semblante, en lo apretados que están sus labios y en lo tensa que parece su mandíbula. Sus implacables ojos se encuentran con los míos durante un instante, hasta que yo interrumpo el contacto visual para mirar de nuevo al señor Black, que permanece de pie a mi lado, sin saber qué más decirnos.
―Padre ―dice Nathaniel tras un largo silencio, empleando un tono increíblemente frío―. Estás mayor.
Wade Black hace un amago de sonrisa.
―Es lo que tiene la vida, hijo. Tarde o temprano, todos envejecemos.
―Fascinante tu filosofía. ¿Nos disculpas?
Me agarra de un brazo y me lleva a rastras hasta el coche. El señor Black se sienta en un banco de madera blanca que hay en el porche, observándonos a lo lejos.
―¿Has perdido la puta cabeza? ―ruge, sin soltar mi mano―. ¿Mi padre? ¿Qué coño crees que estás haciendo?
Tengo que hacer uso de todo mi autocontrol para no gritarle yo también. Cuento hasta diez para ser capaz de adoptar un tono sereno.
―Necesitas hacer las paces con tu pasado, Nate. Tienes demasiados demonios torturándote y este es uno de ellos. Hay que enfrentarse a esto y pasar página de una vez. No puedes seguir ocultándote detrás de una botella para siempre.
Me suelta la mano con gesto busco y se pasa las dos manos por el pelo.
―No tienes derecho a meterte en mis asuntos. ¿Me has oído? ¡Deja de meter tus narices en mis asuntos, Catherine! ¡No te lo digo más veces!
He intentado ser buena y comprensiva con él, pero mi paciencia tiene su límite. Y desde luego, Nathaniel Black es la clase de persona que pone a prueba hasta la paciencia de un santo.
―Tengo todo el derecho del mundo a meterme en tus asuntos ¿y quieres saber por qué? ¡Porque voy a casarme contigo y estoy cansada de tus traumas de la infancia! ¡Joder! Así que, por primera vez en tu vida, vas a enfrentarte a esto como lo hacen los hombres de verdad ―le espeto clavando mi dedo índice en su pecho para hacerle retroceder―. Y vas a ir allí, vas a hablar con ese hombre y vas a escuchar su versión. Y espero que lo hayas entendido porque ¡yo tampoco pienso decírtelo más veces!
Me lanza una mirada tan fría que congelaría hasta el infierno.
―No ―rezonga a través de los dientes apretados―. No quiero saber nada de él.
¡Señor, dame fuerzas, por favor!
―¿Por qué, mmmm? Dime. ¿Cuál es el gran crimen que ha cometido ese hombre, Nate? ¿Que no ha hecho lo que todos esperaban que hiciera? ¿Por eso se ha convertido en un paria? ¿Porque dejó de colocarse una máscara cada mañana y mostró su verdadero rostro? ¿Por eso le odias?
A pesar de su evidente furia, consigue dominarse y adoptar un tono de voz algo más tranquilo.
―¿Por qué no puedes limitarte a acostarte conmigo y a sonreír para las cámaras? ¿Por qué intentas siempre arreglarme de una forma u otra? ¿No te das cuenta de que estoy tan jodido que no puedo ser arreglado?
Miro ese rostro derrotado durante unos instantes y soy incapaz de impedir que unas irritantes lágrimas broten de mis ojos. Parece tan torturado que no puedo no llorar por él. Aunque una parte de mí sabe que no estoy llorando solamente por él. También lo estoy haciendo por mí misma. Intento que haga las paces con su padre porque yo nunca he sido capaz de hacerlas con el mío. Supongo que nunca las haré.
―Escúchame ―cojo su cabeza entre las manos y la giro hacia mí, puesto que hace segundos que ha dejado de mirarme―. Tú no estás jodido. Sé que te dije que sí, pero estaba furiosa contigo y eso no cuenta. Tú solo… ¡Nate, mírame, por favor! Tan solo necesitas reconciliarte con el pasado. Por favor, habla con él. Escúchale. Hazlo por mí.
Toma una honda bocanada de aire, escrutándome en silencio.
―Si lo hago… ―murmura al fin― si hago esto por ti, ¿me dejarás en paz de una vez? ¿O querrás llevarme al cementerio a hacer las paces con Mary y arrastrarme por todos los cincuenta estados para disculparme con todas las mujeres a las que dejé plantadas nada más follármelas?
Trabajando en Industrias Collins –por cierto, ¿qué será de la empresa?– he aprendido que un buen líder hace promesas en las que cree, mientras que un gran líder promete algo que sabe perfectamente que nunca va a cumplir. Hay que admitir que yo siempre he tenido ciertos delirios de grandeza…
―Lo juro por mis Jimmy Choo favoritos. Si tú haces esto por mí, te dejaré en paz.
Suelta el aire ruidosamente, me da la espalda y empieza a andar hacia su padre a grandes zancadas. Lo sigo, con una sonrisa de complacencia jugueteando en las esquinas de mi boca. Volvemos a subir las escaleras.
―Está bien ―resopla―. Puesto que tu futura nuera me ha arrastrado hasta aquí, supongo que puedo concederte unos cuantos minutos.
El señor Black asiente con la cabeza, nos dedica una trémula sonrisa y abre la puerta de su casa. Entro, seguida por Nathaniel. Al igual que en la casa de su hijo, el interior de la mansión de Wade Black es amplio, luminoso, lujoso, pero frío, con suelos de mármol blanco, colores neutros y ningún toque personal. Hay unas cuantas obras de arte adornando las paredes y un perro negro durmiendo encima de una alfombra de pelo blanca.
―Este es Bobby ―comenta cuando el animal levanta la cabeza para gruñirnos.
―¿Bobby? ―repite Nathaniel, con infinita burla―. ¿Le pusiste a un chucho el nombre de tu hijo menor? ¿Qué clase de padre eres tú?
Le doy un codazo para acallarle. El señor Black parece avergonzado.
―No pensé en tu hermano, a decir verdad.
―Eso es evidente.
Lo fulmino con la mirada. Esto no está yendo según me lo esperaba. Wade, con el rostro ligeramente ruborizado, carraspea varias veces.
―¿Queréis un café… té… algo?
Nathaniel se deja caer en el sofá como si estuviera en su casa. Con una sonrisa encantadora dibujada en los labios, coloca ambos pies encima de la pequeña mesa que hay enfrente. Yo me siento a su lado con toda la elegancia de mí ser y le dedico una sonrisa adorable a mi futuro suegro.
―Ya que insistes, una copa de bourbon estaría bien.
Dicho eso, mi distinguido novio se saca el paquete de tabaco del bolsillo de su chaqueta, extrae el último cigarro que le queda y lo enciende, sin molestarse en preguntar si puede fumar. ¡Por el amor de Dios! ¿No puede comportarse ni durante dos segundos?
―Solo tengo brandy… supongo que no querrás…
―Valdrá.
El señor Black mira a su hijo con un atisbo de sonrisa en los labios y, acto seguido, gira la mirada hacia mí.
―¿Y tú, Catherine?
―Un té estaría bien, gracias.
Nos da la espalda y cruza una puerta que, me imagino, dará a la cocina.
―Estás en deuda conmigo por el resto de tu vida, muñeca.
―No seas tonto. El que está en deuda conmigo eres tú.
Se inclina sobre mí con una mueca maligna.
―No te preocupes, preciosa, puedes cobrar tu deuda esta misma noche ―me susurra al oído, lamiéndome el lóbulo de la oreja―. Pienso ser un chico muy complaciente. Puedes hacer conmigo lo que quieras... de hecho, debes hacerlo.
El señor Black se aclara la voz para llamar nuestra atención. Nathaniel se endereza.
―Siempre tan oportuno, padre ―remarca con ironía.
Su padre medio sonríe a modo de contestación. Bueno, al menos sé de quién ha heredado Nathaniel esa media sonrisa tan perturbadora. Aparta los pies de su hijo de la mesa para colocar una bandeja que contiene una copa de brandy, mi té y un café para él. También hay galletitas, dulces y saladas. Arrastra una silla y se sienta enfrente de nosotros.
―Y dime, hijo, ¿cómo es tu vida ahora? Lo único que sé sobre ti es lo que leo en la prensa de escándalo... y eso no es nada bueno.
Nathaniel alza los hombros con desdén.
―En realidad, mi vida es justo tal y como la pintan en los tabloides. ¿Y la tuya? ¿Sigues con Bob?
―Bud ―lo corrijo.
Él gira la cabeza hacia mí, con los ojos en blanco.
―Como sea.
Con un gesto de la mano, el señor Black nos invita a tomar nuestras bebidas. Su hijo se inclina, agarra la copa de brandy y la vacía de un solo trago, como si de leche se tratase. En cuanto nos casemos, irá a rehabilitación sin duda alguna, aunque tenga que arrastrarlo personalmente hasta allí.
―Sí, Bud y yo nos casamos hace un par de años, al volver de la Habana.
―¡Vaya por Dios! Tenías que haberme invitado. Habría sido generoso con los regalos.
Wade, en silencio, coloca una pierna encima de la otra y toma un sorbo de café. Es tan elegante, con su traje color marrón, su cabello perfectamente peinado y ese aire distinguido –que, por desgracia, su hijo no ha heredado–, que se le podría confundir con un aristócrata inglés.
―En realidad lo hice. Me mandaste una carta en respuesta que decía: "ni de coña".
Nathaniel ríe suavemente.
―¿Lo hice? Sí, supongo que he debido de hacerlo. Desde luego, eso me suena a algo que yo diría.
Pongo los ojos en blanco, aprovechando que nadie está mirándome.
―¿Y qué me decís sobre vosotros? ¿Lleváis mucho tiempo juntos?
―Dos mes...
―Dos años ―me interrumpe Nathaniel.
Sonrío con incomodidad.
―¿Meses o años? ―nos interroga, con una ceja enarcada.
Abro la boca para contestar, pero Nathaniel se me adelanta de nuevo.
―Años. Y ahora vamos a casarnos y tener bebés.
El señor Black se yergue para darnos la enhorabuena. Nos abraza a cada uno.
―Me alegro mucho de oír que al fin vayas a sentar la cabeza. Hacéis una pareja estupenda. ¿Para cuándo es la boda?
―El mes que viene. Y ni de coña estás invitado.
Al escuchar eso, me entran ganas de aplastar algo contra su rostro... lo que sea... un florero... una sartén... cualquier cosa podría valer, en realidad. ¡No puedo creer que le haya dicho eso a su padre! ¡De verdad que este chico es exasperante!
―Está bromeando ―me apresuro a explicarle―. Claro que está usted invitado.
Mi mirada verde y la maliciosa mirada azul intenso se fusionan en un duelo.
―No, no lo está ―me contradice Nathaniel.
―Sí que lo está ―gruño a través de los dientes apretados.
Me mira sin pizca de diversión durante largo rato, pero, al darse cuenta de que hablo muy en serio, entorna los ojos y resopla con fastidio. Vuelve la mirada hacia su padre.
―Está bien. Estás invitado.
―Bud y tú ―puntualizo.
Nathaniel se gira de cara a mí con la rapidez de una cobra letal.
―¿Bob también?
―¡Bud! ―lo corrijo, en tono de exasperación.
Entorna de nuevo esos ojos suyos tan malvados.
―Como sea.
Asiento con la cabeza mientras le dedico una sonrisa de niña encantadora.
―Bud también ―apostillo.
Suelta el aire, disgustado, y se gira hacia su padre.
―Bob también ―le dice, de muy mala gana.
El señor Black recibe la invitación con un gesto de la cabeza.
―En ese caso, será mejor que conozcáis a Bud. ¿Qué planes tenéis para esta noche?
***
―Ni de coña vamos a ir a cenar con mi padre y Bob ―me susurra al oído mientras andamos hacia el coche.
Se gira y se despide de su padre con una sonrisa encantadora y un gesto de la mano. El señor Black nos saluda desde el porche.
―Claro que iremos ―murmuro mientras desbloqueo el coche―. Habrá que conocer a tu padrastro.
Se monta en el asiento de la derecha, enfurruñado como un crío.
―No quiero conocer a mi padrastro ―masculla, cruzando los brazos a la altura del pecho.
Le lanzo una sonrisa de lado antes de arrancar el coche.
―Eso me trae sin cuidado. Lo harás igualmente. Ahora sé buen chico y busca un hotel en Google. Vamos a estar en este pueblo un par de días.
―¡No vamos a estar en este pueblucho un par de días! ¡Y no pienso buscar nada en ninguna parte!
Giro el volante para coger una calle a mano derecha. Si mal no recuerdo, había que girar aquí para llegar a la avenida principal del pueblo.
―Una pena. Pensaba hacerte el amor salvajemente nada más llegar a nuestra habitación, pero supongo que podría...
Antes de que yo acabe la frase, Nathaniel se saca el iPhone del bolsillo y teclea algo.
―Gira a la derecha... ahora izquierda... derecha... derecha... ¡Cuidado con la vieja!... Afloja un poco que estamos en un poblado... sigue... ¡Jesús! ¡No pegues esos frenazos! ¡¿Te acabas de saltar un semáforo en rojo?! Y luego dicen que yo soy el kamikaze. La primera a la derecha... de frente... aparca. ¿Por qué necesitas hacer tantas maniobras para aparcar?
―¿Quieres callarte de una vez? Estás poniéndome muy nerviosa y cuando estoy nerviosa, se me da mal aparcar.
―¿Solo cuando estás nerviosa? ―murmura malhumorado, aunque, al ver la mirada asesina que le dedico, curva los labios en una encantadora sonrisa.
Consigo aparcar al fin. Mal. Muy mal. Pero esto es lo que hay. Nathaniel entorna los ojos, se baja del coche y camina hacia la puerta del conductor. Extiende la mano.
―¿Qué quieres? ―pregunto, en tono arisco.
Ladea la cabeza y me mira divertido.
―Las llaves, amor.
―No tienes carné de conducir ―le recuerdo, adoptando el aire severo que solía adoptar cuando era su asesora de imagen.
―¡Oh, no, qué escándalo!
Lo miro con el ceño fruncido hasta que me doy cuenta de que eso no le impresiona, ni le inquieta en absoluto. Entonces le ofrezco las llaves, pero, para que conste, lo hago de muy mala gana. Se monta, se ajusta el asiento a su altura, da marcha atrás y con dos maniobras rápidas y exactas, deja el coche perfectamente encajado entre esas absurdas líneas. Adopta un aire de superioridad al bajarse. Pongo los ojos en blanco.
―Vale, has aparcado bien. ¿Y qué quieres, una medalla?
Me pasa las dos manos por la cintura, me arrastra hasta pegarme contra su pecho y, acto seguido, sus caderas me empujan hasta apoyarme contra el capó del coche. Sus brazos se colocan a ambos lados de mi cadera para aprisionarme.
―En realidad lo que quiero es un beso ―susurra, bajando el rostro hacia el mío.
Tanto su tono de voz, como la mirada que me dedica me confirman lo mucho que disfruta al tenerme atrapada. Y supongo que mi mirada y esa sangre corriendo velozmente por mis venas hasta ruborizar mi rostro, le confirman a él lo mucho que estoy disfrutando yo. Sus ojos se pasean, ardientes, por todo mi rostro.
―Bueno... supongo que... aunque hayas sido un chico bastante malo hoy... podría...
No acabo la frase porque él, con los ojos clavados en los míos, hace suya mi boca. Me besa durante un tiempo incalculable, con salvajismo y ansia, mientras sus pulgares rodean mis pezones, a través de la seda de mi blusa.
―Quiero sentirlos bajo mis dedos ―me dice al oído, con la voz ronca de excitación.
Empiezo a sentir palpitaciones. Enredo los dedos en su cabello y tiro un poco de él.
―¿Y sabes qué más quiero sentir bajo mis dedos?
―Nate...
―Oh, sí, amor... di mi nombre... ―murmura, deslizando de nuevo la lengua en el interior de mi boca, a pesar de mi repentina resistencia.
―Nate...
―Ese soy yo, preciosa.
Empujo su pecho para apartarle de mí.
―¡Nate, demonios, que están haciéndonos fotos!
Suelta unas blasfemias para nada dignas de un caballero y se gira hacia los dos paparazzi, que siguen sacando fotografía tras fotografía. Su rostro se ha endurecido en unos pocos segundos y, en vez de excitación, son oleadas de furia las que oscurecen ahora su mirada.
―Eh...tú... ¡suelta la puta cámara!
Se aparta de mí y empieza a andar hacia ellos a grandes zancadas. ¡Maravilloso! ¡Más denuncias por agresión!
―¡Nate! ¡Déjalo! ¡Vámonos!
―¡Que te he dicho que sueltes la puta cámara! ¿Es que no entiendes el inglés?
¡Ay, madre! ¡Qué mal pinta esto!
―Solo estaba haciendo unas cuantas fotos ―le explica el hombre en tono tranquilo.
―¿Unas cuantas fotos? ―ladra Nathaniel. Se detiene delante de él con las manos en jarras―. ¿Unas cuantas fotos? ¡Te enseñaré yo lo que significan unas cuantas fotos!
Y antes de que me dé tiempo a reaccionar, se abalanza sobre el periodista, le arranca la cámara de las manos y la estrella contra el suelo. Acto seguido, levanta el pie derecho y la pisotea con ferocidad, varias veces, hasta destrozarla por completo. Ni me molesto en enfadarme. ¿Para qué? Me he hecho a la idea de que la semana que viene tendremos que madrugar de nuevo para ir a los juzgados. Me pregunto vagamente cuál será su condena esta vez...
―¿Has acabado ya? ―grito a sus espaldas.
Se detiene, respira hondo, recupera la compostura y compone una sonrisilla brillante para los dos reporteros, que le miran atónitos.
―Sí, amor. He acabado.
Se saca la cartera del bolsillo, extrae unos cuantos cientos de dólares y los arroja al lado de la cámara o, en fin, lo que queda de ella.
―Para que nadie diga después que Nathaniel Black no paga sus destrozos ―dice a modo de explicación, dándoles la espalda.
En cuanto se me acerca, me da un beso corto en los labios, me agarra de la mano y me arrastra hacia la puerta acristalada del pequeño motel de carretera en el que vamos a hospedarnos.
―¿Por qué no puedes ser un chico bueno de vez en cuando?
―Porque soy malo ―me contesta en tono cortante.
Resoplo mientras entramos.
―Una habitación para dos ―le dice Nathaniel al jovencísimo recepcionista, que está jugando al Candy Crush en su móvil.
El hombre alza la mirada con desgana.
―¿Nombre? ―pregunta con voz desdeñosa.
―Los señores Smith.
¡Venga ya! ¿En serio? ¿Los señores Smith? ¡Y luego soy yo la que carece de creatividad!
―¿Una noche?
―Una noche.
―Cincuenta dólares. Las toallas se pagan aparte.
Nathaniel le ofrece un billete de cien.
―Supongo que con esto bastará.
El hombre, con el símbolo del dólar reflejado en sus oscuras pupilas, agarra el billete.
―Supone usted bien.
Nos ofrece una tarjeta y vuelve a dedicarle toda su atención al Candy Crush. Como no hay ascensor, tenemos que subir por la escalera hasta la segunda planta. Lo hacemos en silencio, sin tan siquiera mirarnos. Abre, me invita a entrar con un gesto de su mano y, en cuanto cierra la puerta a sus espaldas, se gira hacia mí con una mirada de depredador en sus hermosos ojos. Se quita la chaqueta de cuero, dejándola caer al suelo.
―¿Dónde estábamos, preciosa? ―empieza a andar hacia mí de forma muy lenta, con una ceja enarcada.
Yo retrocedo igual de despacio, hasta que me golpeo contra la cama y ya no puedo retroceder más. Nathaniel, a quien le produce un malicioso regocijo tenerme siempre arrinconada, avanza con paso firme y una media sonrisa jugueteando en las comisuras de su boca. Se detiene a escasos centímetros de mí, tan cerca que su respiración irregular me acaricia el rostro.
―¿Te pongo nerviosa, amor? ―susurra mientras extiende el brazo y desabrocha el primer botón de mi blusa.
Trago en seco, me obligo a mí misma a levantar la barbilla e intento, en vano, recuperar la compostura.
―Ni de lejos.
Su sonrisa se amplifica.
―Bien ―desabrocha otro botón―. No quisiera intimidarte...
Desabrocha el tercer botón y el cuarto, hasta que yo consigo dar señales de inteligencia.
―No estoy intimidada ―mi voz sale ronca y algo trémula, para mi desesperación.
―Bien... ―termina de desabrochar todos los botones y sonríe al encontrarse con mis pechos desnudos―. Las señoritas decentes deberían llevar sujetador ―comenta, en voz muy baja.
―En cuanto vea alguna, se lo haré saber.
Levanta la mirada hacia la mía con una lentitud desesperante y me obsequia con otra de sus sonrisillas maliciosas.
―¿Insinúas que no eres una señorita decente?
―Te lo estoy diciendo claramente.
Enarca una ceja, muy divertido por el rumbo que está cogiendo esta conversación.
―En tal caso, lo mejor será que el chico malo y la señorita indecente hagan cosas muy... impuras y escandalosas ―recalca la palabra "impuras" con los ojos abiertos de par en par.
―¿Y por qué seguimos hablando, Nate?
Frunce los labios mientras asiente con la cabeza.
―Es una buena pregunta, amor. Muy buena, en realidad.
Un delicioso cosquilleo se apodera de mi estómago cuando sus dedos me desabrochan el botón de los vaqueros. Me baja la cremallera de forma muy lenta, mirándome fijamente a los ojos.
―Necesito estar contigo por razones que ni yo mismo puedo explicarme.
―Eres incapaz de resistirte a mi sex appeal ―le contesto con arrogancia.
Recorre mis pechos con una mirada tan lujuriosa que toda la excitación se centra en mis entrañas y, al instante, noto cómo mi sexo se vuelve húmedo y palpitante.
―Cierto ―dice con la voz transformada en un susurro.
Baja los vaqueros por mis piernas y, al llegar a los tobillos, me da unos golpecitos para indicarme que levante los pies. Le hago caso y él, tras arrojar los vaqueros a sus espaldas, agarra con las dos manos mis bragas de encaje color salmón y las desliza lentamente por mis muslos. Por cómo se relame los labios y se muerde el labio inferior, sé que está pensando en hacerme cosas muy malas.
―Levanta los pies.
Vuelvo a levantar los pies y él arroja mis bragas al lado de los vaqueros.
―Quiero que grites mi nombre mientras te follo, ¿de acuerdo?
Muevo la cabeza para decir que sí, con las mejillas enrojecidas a causa de la excitación.
―Buena chica ―murmura.
Me besa, con sus impacientes manos paseándose por todo mi cuerpo.
―¡Quítate la camiseta! ―ordeno.
―Mmmm... la estimable señorita Collins quiere el control. Esto se vuelve interesante ―susurra en tono burlón.
Retrocede un poco, alza los brazos y me dice en tono provocativo:
―Quítamela tú, amor.
―Está bien ―asiento después de una corta pausa―. Te la quitaré.
Me acerco a él y me deshago de la prenda, arrojándola al lado de mi ropa. No me parecía justo estar completamente desnuda mientras él solo se había quitado la chaqueta. Me sentía en inferioridad.
―Ahora los vaqueros ―le digo en tono malvado.
Ladea la cabeza hacia la derecha y me observa con calculado interés. ¿Lo que hay en sus ojos es lujuria? ¿Excitación? ¿Diversión? Supongo que es una mezcla de las tres cosas.
―¿Los vaqueros también? ―su mirada desprende abrasadoras llamas.
Muevo la cabeza muy despacio para decirle que sí. Se toma un instante, para torturarme con la expectativa, me imagino, y desabrocha el botón. Entorno los ojos al ver el elástico de sus calzoncillos, donde pone, en letras enormes, Calvin Klein. Él se baja la cremallera de forma lenta. Se deshace de los vaqueros.
―Y ahora ¿qué? ―quiere saber, con una ceja arqueada.
Recorro con la mirada su musculoso cuerpo, de hombros anchos y caderas estrechas.
―Los calzoncillos ―finjo timidez y rubor al susurrar aquello.
Nathaniel sacude la cabeza para indicarme que no tiene ni la más mínima intención de hacerlo.
―Tendrás que pagar un precio, amor. ¿O es que pensabas que el show iba a ser gratis?
Tuerzo la boca.
―Me parece justo. Dime tu precio.
Sus ojos, oscuros, hambrientos y muy lujuriosos, me recorren desde la punta de mis pies hasta la raíz de mis ondas color chocolate.
―¡Túmbate! ―exige, y yo obedezco y me tumbo encima de la enorme cama―. ¡Abre las piernas! ―una sonrisa lasciva se insinúa en sus labios cuando hago lo que me pide―. ¡Tócate!
Durante unos instantes, no hago ademán de moverme. Nathaniel vuelve a enarcar una ceja, expectante y, a deducir por esa erección que empuja contra la tela de sus calzoncillos, deliciosamente excitado. Decido que ya lo he torturado los bastante, así que empiezo a tocarme, de forma lenta y muy sensual, mirándole fijamente a los ojos. Él baja la mirada hacia mi entrepierna y deja escapar un leve gemido. La expresión que hay en su rostro me asegura lo mucho que se esfuerza por no tocarme. Y también me asegura lo mucho que necesita hacerlo.
―¿Por qué no te sientas a mi lado y sigues tú? ―le propongo.
Sin apartar los ojos de los míos, se encamina hacia mí con paso lento. Se tumba a mi lado, sin tocarme, limitándose a pasear la mirada por todo mi rostro. Con expresión sería, traga saliva.
―¿Cómo lo has hecho? ―musita.
Lo miro ceñuda.
―¿Hacer el qué?
Se queda callado y me mira, sin más. A veces me mira como si fuese la primera vez que me ve. Es desconcertarte. Ha cambiado mucho desde que le conocí. Antes se esforzaba por mantenerme alejada de él. Ahora se esfuerza por no dejarme marchar nunca más.
―Convertirme en alguien mejor ―susurra tras un largo silencio.
Deslizo los dedos por su duro estómago, con la mirada alzada hacia la suya.
―Amándote.
―Gracias ―murmura, sonriendo brevemente.
Perdida en el intenso océano azul de su mirada, introduzco una mano dentro de sus calzoncillos y empiezo a acariciarlo. Él entrecierra los ojos.
―¿Por? ―pregunto, con voz temblorosa y baja.
―Por amarme ―una vez susurra eso, inclina la cabeza y me besa.
Un leve gruñido escapa de su garganta cuando tiro de él para acercarle a mi cuerpo desnudo. Sin despegar los labios de los míos, se deshace al fin de los calzoncillos, me tumba debajo de él y me separa las piernas con la ayuda de sus rodillas. Entra en mí muy despacio, jadeando contra mi boca.
―Dios, me pasaría el día aquí dentro ―murmura. Aprieta la mandíbula con mucha fuerza cuando yo empiezo a ondularme debajo de él―. No... no te muevas... estoy a punto de correrme. Dame unos instantes.
Eso es preocupante. Por norma general, tiene mucha resistencia. Al fin y al cabo, hace dos años sufría una fuerte adicción al sexo.
―Mierda ―murmura a la que sale de mi interior.
―Qué...
No consigo decir nada más porque desliza la lengua por mis pezones endurecidos de deseo y mis ojos se cierran al mismo tiempo que mi mente se nubla.
―Nate... ―musito cuando su lengua baja por mi estómago hasta detenerse en mi entrepierna.
―Ya puedes prepararte para gritar mi nombre. Pero quiero que lo grites mientras hago que te corras, ¿vale? ―alza la cabeza para mirarme, así que asiento. Me obsequia con una de sus sonrisas pícaras―. Allá voy.
Su lengua empieza a trazar deliciosos círculos en el sitio exacto, con la intensidad justa como para enloquecerme. Me aferro a las sábanas, cierro los ojos de nuevo y, sencillamente, me dejo llevar, perdida en cada movimiento de su boca, en cada roce, en cada suave lametón.
―¡Nate! ¡Dios!
Arqueo la espalda, agarro su cabeza con las dos manos y empujo mi entrepierna contra su boca, gritando su nombre una y otra vez, tal y como él me ha pedido. Y de esta forma, con ambas manos agarradas a mis caderas, me lleva a la cima más alta en la que he estado jamás, manteniéndome ahí durante un largo tiempo y, solo después, me deja precipitarme hacia el vacío con una increíble velocidad. No puedo moverme, ni hablar. Él tampoco lo hace, con lo que, durante un tiempo, lo único que se escucha es el acelerado latido de mi corazón y nuestras agitadas respiraciones.
―¿Puedo? ―murmura, colocándose de nuevo entre mis piernas, con la punta de su miembro empujando hacia mi trémula entrada.
―No ―murmuro, maliciosamente.
Curva los labios en una sonrisa odiosa.
―En realidad solo lo preguntaba por cortesía, amor ―me penetra―. Yo... soy... Nathaniel... Black ―murmura, con cada embestida―. Cojo lo que quiero... cuando lo quiero... y hace tiempo que he decidido que te quiero a ti.
―¡Ay, Señor! ―murmuro mientras me aferro a sus fuertes hombros y le dejo que tome el control sobre mi cuerpo.
Y lo controla con tanta maestría que, instantes después, consigue llevarme de nuevo al borde de ese precipicio por el que estoy más que contenta de saltar. Él me sigue, con la boca pegada a la mía, susurrándome palabras que el chico malo de Hollywood jamás debería pronunciar.