Capítulo X
A la mañana siguiente, Giso partió con unos pocos acompañantes a transmitir a los amigos del caballero la feliz noticia del nacimiento del niño. Lo más llamativo era que llevaba caballos de carga, como si fuera a realizar un largo viaje. Marie se enteró que Giso iría a visitar al hombre que el señor del castillo intentaba ganar como padrino para su hijo. Nadie sabía decir de quién se trataba, ya que Dietmar no había querido contárselo ni siquiera a su propia esposa, que se moría de curiosidad.
Pero a Marie no le interesaba tanto el padrino como el paradero del hermano Jodokus. No quería caer en algún rincón oscuro en los brazos del hombre que le inspiraba más asco que nunca, justo ahora que debía mostrarse agradecida con él. Cuando pasó de puntillas por la capilla del castillo, donde se suponía que él tenía que dar una misa en honor de la señora y el niño, se asombró de lo silenciosa que estaba. De modo que echó un vistazo en el interior. En agradecimiento por el feliz nacimiento del heredero tendrían que haberse encendido tres velas en el altar, en honor de la Santísima Trinidad, y otra frente a la imagen de la Virgen María, pero lo único que iluminaba la bóveda pintada eran los rayos que entraban por la ventana y caían de forma casi perpendicular. Marie se quedó perpleja.
Una de las criadas personales le contó que Jodokus no se había presentado ante la señora para felicitarla y que tampoco se había dejado ver en el salón en el que el caballero Dietmar había congregado a todos sus sirvientes para festejar con ellos el nacimiento de su heredero. También Philipp von Steinzell había desaparecido misteriosamente, como si se lo hubiese tragado la tierra. Marie se enteró de que el hidalgo había abandonado el castillo al caer la tarde del día anterior para regresar con su padre. De pronto se le ocurrió pensar que Philipp podía haber matado a Jodokus, enfurecido porque éste había acudido en su ayuda, y esta idea la llenó de remordimientos. Al ver que Jodokus tampoco aparecía a la hora de la cena, le hizo notar su ausencia a Guda.
El ama de llaves no pareció muy interesada en el monje.
—El hermano Jodokus es un viejo ermitaño. Prefiere estar de rodillas en su habitación haciendo penitencia antes que dando misa. Para ser sincera, yo prefiero que no se nos cruce en el camino. No me gusta la forma que tiene de aparecer con tanto sigilo. Y te aconsejo que no te acerques a ese hombre, porque no le tengo ninguna confianza.
Guda acentuó la palabra «hombre» tan fuertemente como si supiera de la pasión que el monje sentía por la prostituta. Marie se quedó conforme con esa información. Cuando más tarde le preguntó a Hiltrud por Jodokus, ésta comenzó a burlarse de ella:
—¿Conque extrañas a tu admirador? Pensé que no te gustaban los carneros de dos patas.
Pero después de que Marie le relatara lo que había sucedido con Philipp von Steinzell y el monje, a su amiga se le fueron las ganas de reírse.
—Mantén la boca cerrada si no quieres tener problemas. El favor de los poderosos puede ser muy cambiante, y quién sabe cómo interpretaría la señora todo este asunto.
A la noche siguiente, Jodokus seguía sin aparecer, y el caballero Dietmar comenzó a preocuparse. Ordenó una búsqueda dentro del castillo, pero no obtuvo resultados. Finalmente envió a unos sirvientes con antorchas para que lo rastrearan en los alrededores, ya que supuso que el monje podría haber sufrido un accidente mientras daba un paseo. De todos modos, casi no tenían esperanzas de encontrarlo vivo a causa del intenso frío que hacía. La desaparición del monje se convirtió en un misterio que nadie en el castillo de Arnstein podía resolver.
A los pocos días se presentaron Hartmut von Treilenburg y el abad Adalwig de Santa Otilia para felicitar al caballero y a su esposa en persona, y prometieron volver puntualmente para el bautismo del niño.
Cuando Giso regresó al cabo de, por lo menos, una semana y le extendió a su señor un documento con varios sellos, la preocupación en su rostro se desvaneció, dando lugar a un resplandor orgulloso. Dietmar ordenó a su gente que organizara una gran fiesta y se apresuró a dirigirse a la habitación de su esposa, que se fortalecía día a día, para anunciarle la buena noticia.
Marie quedó libre de la tarea para la cual la habían traído al castillo mucho antes de lo que esperaba. Tras el nacimiento de su hijo, el caballero se negó rotundamente a servirse de la bella prostituta, y en cambio se dispuso a esperar ansiosamente el momento de poder volver a compartir el lecho con la señora Mechthild. Marie no le guardaba rencor por ello, sobre todo porque ella y Hiltrud tenían mucho trabajo. Guda necesitaba abundante ayuda para organizar el bautismo. Al mismo tiempo, querían aprovechar para festejar la Navidad, que había pasado casi desapercibida entre la traición de Bürggen y el nacimiento del niño.
Si bien faltaban algunas semanas para el bautismo, al principio parecía que no iban a tener tiempo para preparar todo. El momento en que la señora Mechthild se sintió recuperada como para poder levantarse de la cama y volver a hacerse cargo de todo, supuso un gran espaldarazo para toda la servidumbre. Los sirvientes y las criadas bromeaban y se reían todo el tiempo a pesar de que tenían que trabajar muy duramente, y hasta los soldados ofrecían su ayuda, resueltos, a pesar de que por lo general se consideraban demasiado valiosos como para rebajarse a realizar tareas domésticas. La señora Mechthild los recompensó con grandes elogios y un par de jarras de vino.
Enero pasó, y así llegaron el día de la Candelaria y la fiesta de San Blas. Como el hermano Jodokus seguía desaparecido, la misa fue oficiada por el abad de Santa Otilia. Tal como lo había prometido, el abad llegó con suficiente anticipación para supervisar los preparativos del bautismo en la capilla. El abad era un buen amigo del caballero Dietmar y un enemigo acérrimo del conde de Keilburg. Si bien el conde Konrad no había amenazado al convento directamente, ya se había quedado en dos oportunidades con tierras cuyos antiguos propietarios pretendían donar a la abadía. El resto de los invitados y la servidumbre suponían que el caballero Dietmar lo había elegido a él como padrino de su hijo. Pero el día de la Candelaria transcurrió sin que el abad pronunciara la bendición del bautismo.
Para asombro de todos los presentes, el caballero Dietmar pospuso la fiesta y se disculpó ante sus invitados, alegando que faltaba un invitado muy importante. Pero en ningún momento dijo a quién estaba esperando.
Dos días más tarde, el vigía de la torre anunció la llegada de una importante tropa de jinetes que se acercaba al castillo. Hartmut von Treilenburg y otros caballeros temieron que se tratase de una treta de Keilburg y llamaron a sus hombres a preparar las armas. Pero el caballero Dietmar los tranquilizó y ordenó abrir las puertas del castillo. Envuelto en su atuendo de fiesta, apenas protegido del frío intenso por un tapado de lana con apliques de zorro, el caballero salió al patio del castillo para saludar a los nuevos invitados. La señora Mechthild se le unió, acompañada por una criada que tenía preparada una jarra con vino aromático caliente y vasos para los recién llegados.
—¿Me equivoco o ése es el blasón del conde de Württemberg? —exclamó con asombro un invitado que estaba cerca de Marie.
El hombre había visto bien. El estandarte mostraba un ciervo saltando, el símbolo de los Württenberg. Cuando los jinetes se acercaron, se pudo observar que traían pieles de oveja para protegerse del frío. Los caballos estaban envueltos en mantas y tenían las patas en parte vendadas. Los hombres tenían las barbas heladas y de los ollares de los caballos salían unas nubes de vaho.
—El conde Eberhard debe de tener en muy alta estima al caballero Dietmar para hacer semejante viaje desde Stuttgart hasta aquí en pleno invierno —le susurró un invitado a Hartmut von Treilenburg. Éste asintió con la boca abierta pero su cara también dejaba entrever ciertas dudas, como si no supiera muy bien cómo interpretar lo que estaba sucediendo.
El conde Eberhard atravesó la puerta a caballo y se detuvo frente al señor del castillo y su esposa. De inmediato, dos peones se acercaron y lo ayudaron a apearse del caballo. Lo necesitaba, porque a pesar de las pieles y del sobretodo con apliques, estaba congelado. Agradecido, aceptó el vaso de vino aromático humeante que la señora Mechthild le ofrecía y bebió hasta vaciar su contenido.
—Qué bien sienta —dijo entonces, mientras la criada convidaba a sus acompañantes con el trago para calentar el cuerpo. El conde Eberhard se sacudió los restos de nieve de la ropa, se quitó los guantes y le estrechó la mano al caballero Dietmar.
—Mis felicitaciones por vuestro hijo, señor de Arnstein. En estos tiempos hacen falta muchachos honrados.
—Os agradezco profundamente que hayáis venido, señor de Württemberg.
El caballero Dietmar sonaba aliviado porque el conde lo había tratado de igual a igual.
Al parecer, el amargo cáliz del vasallaje, que Degenhard von Steinzell tendría que beber hasta el final con Federico de Habsburgo, pasaría de largo ante él. Hartmut von Treilenburg pareció tener la misma impresión, ya que su rostro sombrío se iluminó de un instante a otro. Salió al encuentro de Württemberg y estrechó la mano que éste le extendía.
—Me alegro mucho de veros, conde Eberhard.
—Me siento honrado de haber sido invitado —declaró Württemberg, mientras echaba un vistazo a la construcción interna de la fortaleza. Lo que vio pareció agradarle mucho, ya que palmeó los hombros de Arnstein a modo de reconocimiento y se dejó conducir por él a la torre del homenaje. Una vez allí, los sirvientes ayudaron al conde y a su séquito a quitarse los sobretodos y los pesados abrigos de invierno.
Marie pudo ver entonces que Württemberg era alto y de hombros anchos y que, a diferencia de muchos de los hombres de su edad (Marie le calculaba unos cuarenta y cinco), seguía siendo delgado. Su rostro estaba enmarcado por una barba color rubio oscuro por la que ya comenzaban a asomar algunas canas, y sus ojos contemplaban el mundo con una alegría que no parecía dejarse amilanar por nada. Los colores de su jubón eran negro y oro, los colores de los Württemberg, aunque el oro parecía un poco lavado, lo cual divirtió a Marie, ya que ese color le recordaba al amarillo de las cintas de prostituta que llevaba en su vestido. Los pantalones del conde eran de color azul marino y su bombacho estaba tan acolchonado como si la posición de noble señor del ducado de Suabia que ostentaba dependiera de ello.
En el gran salón ya estaba todo listo para recibir a los invitados. Las criadas habían empezado a traer la comida, ya que el conde y sus acompañantes estaban muy hambrientos a causa del viaje y del frío. Marie también ayudó a poner la mesa hasta que la señora le hizo una seña.
—Deja que trabajen las criadas y siéntate a mi lado. Veo que te mueres de curiosidad. Además, tengo una tarea que encomendarte.
La señora del castillo sonaba tan alegre como hacía mucho tiempo que no se la oía.
Marie no esperó a que se lo dijeran dos veces. Apoyó en la mesa, delante de Württemberg, el recipiente con el cerdo asado que tenía en las manos, se desabrochó el delantal, se lo dio a una de las criadas y tomó asiento en el banco que le asignaron. Hiltrud, que también estaba sirviendo una mesa, se quedó mirándola, estupefacta.
Württemberg también la contempló con interés, se inclinó hacia adelante y le tiró de la manga.
—Eres una mujer endiabladamente bella. ¿Cómo puedo llamarte?
—Ella es Marie. Es una cortesana, y se ocupará de vuestras necesidades si así lo deseáis —respondió la señora Mechthild en lugar de Marie.
Los ojos del conde Eberhard brillaron lujuriosos, y Marie se dio cuenta de que antes de que cayera la noche estaría en la cama con él. Al principio se sintió molesta, ya que no esperaba que la señora Mechthild la tratara como a una moneda que se entregaba a los demás para comprar algo a cambio. Pero luego se rió para sus adentros de su propia ingenuidad. La habían traído al castillo en calidad de prostituta, ¿por qué ahora habrían de tratarla de otro modo?
En realidad, no era tan terrible, ya que el conde de Württemberg era un huésped mucho más agradable que Philipp von Steinzell, y tampoco olía tan mal como Jodokus. Además, era enemigo del conde de Keilburg. Mientras tanto, había aprendido que no debía hacerse grandes ilusiones. Los señores nobles sólo hacían algo por los demás si eso también les reportaba un beneficio a ellos. Por cierto, ese arreglo tenía una ventaja para ella: podía permanecer cerca del conde Eberhard y escuchar todo lo que hablaba con el caballero Dietmar y la señora Mechthild.
Mientras aguzaba el oído, fue recordando todo lo que sabía acerca del conde Eberhard von Württemberg. Junto con Federico de Habsburgo, que además de su región natal de Tirol poseía Austria Anterior y grandes extensiones de tierra en Alsacia, con el margrave Bernhard von Baden y con Konrad von Keilburg, el conde Eberhard era uno de los señores más poderosos e influyentes en el antiguo ducado de Suabia, cuyo título había quedado vacante desde la muerte del último miembro de la dinastía Staufen. Hasta el momento, ninguno de los nobles de Suabia había logrado obtener el título nobiliario de un duque como para poder ejercer poder sobre el resto de la nobleza. Marie se preguntaba si acaso Württemberg tendría intenciones de alcanzar ese título. Pero nada de lo que pudo escuchar parecía indicar eso.
Al principio, el conde y el caballero Dietmar se pusieron a conversar sobre temas generales: hablaron de lo inusualmente crudo que había sido aquel invierno y del concilio que comenzaría el próximo otoño. El conde Eberhard también participaría en el concilio, e invitó al señor del castillo y a su esposa a que lo acompañaran a Constanza. Más tarde, después de que las criadas retiraran los restos del banquete, los hombres se pusieron a hablar de sus problemas con Keilburg.
—¿Así que el conde Konrad se apoderó de un castillo que os corresponde? —comenzó Württemberg.
—Así es —explicó el caballero Dietmar enseguida, y le contó al conde lo del extraño segundo testamento de su tío que aparentemente otorgaba a Keilburg los dominios de Mühringen.
—Se apropió del castillo en un ataque sorpresa y no está dispuesto a reconocer mis derechos —concluyó con rostro malhumorado.
Eberhard von Württemberg infló las mejillas.
—¿Y no se puede preguntar al caballero Otmar por qué se dejó convencer para redactar ese segundo testamento?
—De haber sido posible, ya lo habría hecho. El conde Konrad afirma que mi tío se recluyó en un convento pero que él mismo ignora en cuál, y dice que si lo supiera ya lo habría llamado hace tiempo.
La expresión del caballero Dietmar dejaba bien en claro que consideraba que eso era una vil excusa, una patraña.
El conde Eberhard parecía opinar lo mismo. Apoyó su mentón barbudo en la mano derecha mientras que con la izquierda jugaba con uno de los botones que adornaban su jubón.
—No puedo decir que la situación sea de mi agrado. Definitivamente, presentaré vuestro caso ante el Emperador. ¿Decís que poseéis un testamento de vuestro tío, firmado por testigos y sellado?
—¡Os lo aseguro! Más aún: tengo dos copias —exclamó Arnstein con una sonrisa satisfecha. Extrajo una llave de su cinturón, le extendió la mano derecha a su mujer y recibió otra de las llaves. Giso, que desprendió de su cinturón la tercera llave, tomó las otras dos y dejó la sala para ir en busca del contrato. Poco después, regresaba con el estuche de cuero, que mantenía lejos de sí.
—Aquí está el contrato, señor. Pero no puedo decir que huela muy bien…
El señor del castillo levantó la vista, irritado, y olfateó el cuero. El olor que despedía lo hizo toser.
—Algo anda mal —dijo al recobrar el aliento. Con mucho cuidado fue abriendo el rollo y se quedó mirando sin dar crédito a sus ojos los retazos de pergamino, descoloridos e ilegibles, que despedían un fétido olor.
Württemberg le pidió a un criado que le trajera una servilleta para protegerse las manos y levantó uno de los pedazos. Parecía quemado y ya no podía leerse nada de lo que decía. El conde se lo extendió al señor del castillo meneando la cabeza.
—Parece que Keilburg os ha jugado una mala pasada. Alguien derramó ácido sobre el pergamino y lo destruyó. Temo que tenéis un espía en el castillo.
Para su espanto, Marie notó que muchos ojos se posaban sobre ella. El caballero Dietmar se quedó con la vista clavada sobre el cuero, como si no pudiese creer lo que estaba viendo. Luego arrojó al suelo el fétido rollo al tiempo que soltaba una maldición y descargaba su puño sobre la mesa.
—Eso no le servirá de nada a Keilburg. La segunda copia está a salvo, guardada en el monasterio de Santa Otilia. Y los hombres del conde Konrad jamás tendrán acceso a esa copia.
El abad Adalwig, que estaba sentado junto al señor del castillo, exclamó sorprendido:
—¡Pero no, caballero Dietmar! ¡Si hace un par de semanas vos mandasteis a vuestro escribiente, Jodokus, a que retirara el testamento!
El señor del castillo se quedó contemplando al abad con los ojos desorbitados.
—Es imposible. Yo jamás…
El caballero se interrumpió y rechinó los dientes.
—Entonces es por eso que Jodokus ha desaparecido. Primero destruyó mi copia del testamento con ácido y luego fue a buscar la copia al convento. ¡Oh, qué idiota soy! ¿Por qué no desconfié desde el principio cuando ese maldito monje desapareció sin dejar rastro?
Tras el breve estallido de furia del señor del castillo, se produjo un silencio profundo en el salón. La gente se miraba, y en sus caras se reflejaba el miedo ante un enemigo cuyo poder era suficientemente grande como para destruir contratos guardados tras gruesas murallas en cofres cerrados con varias llaves. Algunos se persignaron.
El conde de Württemberg sintió que había que hacer algo para ahuyentar el pánico de los presentes ante el poder aparentemente ilimitado de Konrad von Keilburg. Bebió un sorbo de vino y apoyó la mano sobre el hombro de su anfitrión.
—¿No nos habéis invitado a un bautismo, caballero Dietmar?
El aludido asintió, confundido.
—Sí, pero…
—¡Nada de peros! —exclamó Württemberg con voz estruendosa—. No permitiremos que el conde Konrad nos arruine la fiesta. Señora Mechthild, traed a mi ahijado y un poco de agua bendita. No, qué digo… agua bendita, no. Esa agua ha sido manchada por el monje traidor. Pronunciad la bendición sobre el agua y el niño vos mismo, abad Adalwig. Seguro que eso le agradará a Dios.
—¿Ahora? ¿Aquí, en el salón? —preguntó el abad, desconcertado.
—¿Y por qué no? —respondió el conde—. A la mayoría de los niños no se los bautiza en la iglesia, sino en la casa. Además, aquí hace un calor agradable, mientras que en la capilla del castillo el niño se moriría de frío.
El abad intercambió una mirada desconcertada con el caballero y su esposa. La señora Mechthild hizo un gesto de aprobación y envió a Guda a que trajera al niño. Había comprendido que Württemberg quería expulsar la sombra amenazante de Keilburg con el santo sacramento del bautismo, y le estaba tan agradecida por ello que se propuso ordenar tres misas en su honor en Santa Otilia para pedir por su salud y la paz de su alma.
Cuando Guda trajo al niño, ya estaba todo preparado para realizar el bautismo. Giso y algunos de sus hombres habían traído de la capilla no solamente el crucifijo con adornos de oro sino también la pila bautismal, que habían tenido que cargar entre seis de los hombres más fuertes.
Eberhard von Württemberg salió al encuentro del ama de llaves y cargó al niño en sus brazos.
—¡Un muchachito espléndido! —opinó sonriendo, y observó satisfecho cómo las mejillas de la señora Mechthild ardían de alegría.
—Pronunciad vuestras oraciones, excelentísimo abad —exhortó a Adalwig, que aún no terminaba de entender qué clase de viento estaba barriendo en ese lugar. Pero finalmente, el anciano se puso de pie y se acercó a la pila bautismal. Si bien tuvo que hacer un par de pausas para recordar las oraciones, pronunció la bendición bautismal sin cometer un solo error, y finalmente hizo la señal de la cruz sobre el niño pronunciando un aliviado «amén».
«Amén», respondieron las voces de todos los presentes, que retumbaron en el salón.
La mayoría de los invitados pensó que se reanudaría el banquete, pero entonces Württemberg levantó la mano para volver a atraer la atención de todos.
—Ya que se me ha concedido el honor de ser el padrino de este niño, procederé a entregarle mi regalo —exclamó con una voz que resonó en todo el salón—. He decidido legar a mi ahijado Grimald mis dominios en Thalfingen, a orillas del Neckar, para fortalecer el vínculo entre su linaje y el mío.
El conde giró sobre sí mismo con el niño en brazos para ver la impresión que su anuncio había causado entre los presentes, y luego sonrió para sus adentros satisfecho.
El caballero Dietmar se quedó mirándolo con la boca abierta y los ojos brillantes. Daba igual si con esa propiedad su hijo se convertía en vasallo de Württemberg, ya que esa unión resguardaría a Arnstein de cualquier otra clase de invasión por parte de Keilburg. El conde Konrad lo pensaría dos veces antes de presionar a un aliado y vasallo del conde de Württemberg. La señora Mechthild también parecía una niña a la que acababan de regalar la muñeca más hermosa del mundo. El abad Adalwig comprendió con alegría que, a partir de entonces, el noble invitado posaría su mano protectora sobre su amigo, y elevó una plegaria al cielo en agradecimiento. Hartmut von Treilingburg soltó el aire que había contenido tanto tiempo y alzó su copa para brindar en honor del conde y de su ahijado. La alianza con Württemberg le daría a él también la protección que con tanta urgencia necesitaba.
Marie sintió que con la visita de Eberhard von Württemberg soplarían nuevos vientos en el castillo de Arnstein. El conde no parecía estar dispuesto a rehuir un desafío con Keilburg. De modo que ella también renovó sus esperanzas de poder darle su merecido castigo al licenciado Ruppertus. Por un momento consideró la posibilidad de contarle todo a Württemberg y pedirle protección y ayuda. Pero como el acto de injusticia que había sufrido no había tenido lugar dentro de su área de poder, finalmente desechó la idea.
El conde de Württemberg no ejercía ninguna clase de influencia en Constanza y por eso no había nada que pudiera hacer por ella. Tampoco era probable que un noble se interesara por los asuntos de una prostituta y diera crédito a su palabra.
El conde de Württemberg permaneció en el castillo de Arnstein durante dos semanas, y no pocos afirmaron que lo único que lo había retenido allí durante tanto tiempo era la mujer extraordinariamente bella que le había endulzado sus noches. Cuando abandonó el castillo, introdujo a Marie a modo de despedida varias monedas de oro con el ciervo saltando, el símbolo de Württemberg, y luego la besó a la vista de todos. Después salió cabalgando, dejando a sus anfitriones aliviados y satisfechos.