Capítulo I
Marie regresó a la cocina de puntillas e intentó volver a su trabajo sin llamar la atención. Se sentía culpable. Pero Wina, el ama de llaves, una mujer pequeña y robusta de rostro honesto aunque severo y trenzas encanecidas, ya había notado su ausencia. Con un gesto de reprobación, Wina le indicó que se acercara. Marie lo hizo y Wina se limitó a poner la mano sobre el hombro a la vez que lanzaba un profundo suspiro.
Desde que la esposa de maese Matthis había fallecido tras haber dado a luz, Wina siempre había intentado ser como una madre para la muchacha. No le había resultado nada fácil conservar el término justo entre la paciencia y la severidad, pero hasta el momento siempre había estado satisfecha con la evolución de la joven. Aquella niña curiosa y altanera se había convertido en una doncella obediente y piadosa de la que su padre podía sentirse orgulloso. Sin embargo, desde el día que supo que la habían pedido en matrimonio, se había transformado. En lugar de pasearse por la casa cantando y bailando de alegría, hacía su trabajo con gesto malhumorado y se comportaba como un potrillo al que le ponen las riendas por primera vez.
Otras doncellas se alegraban al enterarse de que un hombre de buena familia había pedido su mano. Pero Marie había reaccionado mal desde el primer momento, como si tuviese miedo de aquel paso tan importante en la vida de toda mujer. Y, sin embargo, no podía haber tenido más suerte. Su futuro esposo era el licenciado Ruppertus Splendidus, hijo de un conde imperial, aunque su madre era una sierva de la gleba. A pesar de su juventud, ya era un reconocido abogado con un brillante futuro por delante.
Wina suponía que aquel noble señor había escogido a Marie porque necesitaba una mujer lo suficientemente resuelta como para poder dirigir una casa grande con muchos sirvientes. Esta idea la llenaba de orgullo, ya que ella había criado a Marie para que supiera desenvolverse por sí sola y llevar a cabo cualquier clase de tarea. Pensar en el trabajo la hizo volver al presente. Anochecía y aún quedaba mucho por hacer antes de terminar todos los preparativos para el casamiento. Wina se apresuró a poner un recipiente con masa en manos de Marie.
—Toma. Mézclalo bien. Que no queden grumos. Dime, ¿dónde has estado todo este tiempo?
—En el patio. Necesitaba tomar un poco de aire.
Marie bajó la cabeza para que Wina no notara su gesto contrariado. De lo contrario, seguiría haciéndole reproches o le daría una charla sobre los deberes matrimoniales de esas que acababan confundiéndola.
Marie no podía hacerle entender a Wina el temor que sentía por el giro imprevisto que había dado su vida. Acababa de cumplir diecisiete años y era la única hija de su padre, por lo que la idea de contraer matrimonio aún le parecía algo muy lejano. Sin embargo, en unos pocos días iba a ser entregada a un hombre a quien apenas conocía y por el que no sentía absolutamente nada.
Hasta donde podía recordar, Ruppertus Splendidus era un tipo de estatura mediana y enjuto, como muchos otros jóvenes que ella conocía. Pero sus rasgos, sin ser desagradables, eran demasiado afilados como para ser hermosos…, salvo sus ojos, que parecían atravesarlo todo. En su único encuentro con el joven, la mirada de Ruppertus y el contacto blando de su mano fría le provocaron escalofríos. Pero, a pesar de todo, no podía lograr que Wina y su padre comprendiesen por qué la idea de unirse en matrimonio con el hijo del conde de Keilburg no la hacía precisamente feliz.
Como Wina seguía sermoneándola sobre cómo debía comportarse en el futuro, Marie intentó cambiar de tema.
—Los fardos de género de Flandes que trajeron hoy desde el puerto del Rin siguen en el patio, y parece que va a llover.
—¿Qué? ¡No puede ser! ¡Hay que poner la mercancía a resguardo lo antes posible! Todos los carreteros se fueron hace rato a la taberna a festejar tu boda de mañana, así que no podremos hacerlos venir de ninguna manera. Veré si doy con algún criado de la casa y le convenzo para que, al menos, eche un manto sobre los bultos. Mientras tanto, seguid sin mí.
Esa última frase no iba dirigida únicamente a Marie, sino también a Elsa y Anne, las dos criadas, igualmente atareadas con los preparativos para la boda.
Apenas Wina abandonó la cocina, Elsa, la más joven de ambas hermanas, se volvió hacia Marie y la miró con sus chispeantes ojillos.
—¿A que adivino por qué te has escapado antes? Querías ver en secreto a tu amorcito.
—El señor Ruppertus es un hombre muy apuesto —agregó Anne, abriendo sus expresivos ojos de par en par—. Una boda tan señorial es otra cosa, no es como cuando se casa alguien de nuestra clase.
Mientras echaba más leña al fuego, observó con un deje de envidia a la hija de su señor. Marie Schärerin no sólo era una rica heredera, sino que además atraía desde siempre las miradas masculinas por su rostro angelical, sus ojos grandes y azules, y sus cabellos largos y rubios. Su nariz tenía el tamaño justo para darle carácter, y su boca era roja como las amapolas. Además, su figura no podría haber sido más armoniosa. Sobre sus caderas suavemente redondeadas se ceñía una angosta cintura coronada por unos senos del mismo tamaño que dos jugosas manzanas maduras. Su sencillo vestido gris con corsé resaltaba su belleza mucho más de lo que el terciopelo y la seda lograban hacerlo en el cuerpo de otras muchachas.
Anne estaba convencida de que el licenciado Ruppertus podría haber buscado una esposa en los más altos círculos nobiliarios, por eso le costaba creer que hubiese pedido la mano de Marie tan sólo por la gran dote que le entregaría maese Matthis. Probablemente, había visto a su señora en el mercado o en la iglesia y había caído rendido ante su belleza.
Marie notó la mirada envidiosa de Anne y se encogió de hombros, incómoda. No necesitaba mirarse en el espejo para saber que era excepcionalmente bella. Durante los últimos dos años, lo había oído de casi todos los hombres del vecindario. Sin embargo, todos esos cumplidos no se le habían subido a la cabeza, ya que el cura le había explicado que lo único que contaba era la belleza interior. Pero desde que había aparecido el licenciado, Marie se preguntaba cuánto valdría ella por sí sola, sin las brillantes monedas de oro de su padre. Ruppert había pedido su mano antes de conocerla, y por eso suponía que no quería tomarla por esposa por su belleza ni por sus virtudes. ¿O acaso ya la había visto antes y se había enamorado de ella? Esas cosas sucedían. Aunque de haber sido así, seguramente se habría comportado de otro modo al tenerla ante sí.
Entretanto, Anne se había quedado observando su reflejo sobre la superficie brillante de la olla de cobre. Para su desgracia, era una criatura tan poco agraciada, tan insulsa como su regordeta hermana. Ninguna de las dos poseía mucho más que la ropa que les cubría el cuerpo, y su única esperanza era conseguir algún pretendiente para quien la voluntad y la capacidad de trabajo fueran más importante que la belleza exterior. A veces, los oficiales artesanos tomaban por esposas a las criadas si su maese les daba permiso para hacerlo. Pero la mayoría de los hombres jóvenes no sólo buscaba una mujer hermosa o trabajadora, sino una esposa con una buena dote.
Marie había crecido con las dos criadas y sabía que los pensamientos de Anne giraban en torno a las mismas cuestiones que los suyos, sólo que desde un punto de vista distinto. Si comparaba su destino con el de las hermanas, estaba contenta y hasta se envanecía de ser considerada un buen partido. Por otro lado, se sentía insegura. Porque… ¿cómo podría ser feliz si un hombre tan mundano como Ruppertus Splendidus, que se codeaba con consejeros y prelados, se casaba con ella sólo por su dote?
Trató de imaginarse cómo sería tener que convivir día a día con un hombre que apenas si le prodigaba algo de amor y por quien ella misma no podía sentir afecto. Wina y el cura le habían asegurado que el amor llegaría con el matrimonio. Así que tenía que esforzarse en ser una buena esposa para el licenciado. En realidad, eso no le resultaría difícil, ya que en su vida jamás había llorado por hombre alguno. El único muchacho que le despertaba algo de simpatía era Michel, un compañero de juegos de su infancia. Pero no era un candidato al que pudiera tomar en serio: se trataba del quinto hijo de un tabernero, así que era más pobre que un ratón de iglesia. También había muchos otros jóvenes en Constanza a los que ella conocía de sus paseos dominicales a la iglesia o de sus visitas al mercado. Se preguntaba por qué su padre no la había casado con alguno de ellos, con el hijo de algún vecino o socio comercial, como era costumbre entre las familias acaudaladas de Constanza. En lugar de eso, la entregaba a un completo desconocido que todavía no había intercambiado ni una sola palabra amable con ella.
A Marie le daba rabia sentirse tan cobarde. Casi todas las muchachas tenían que casarse con hombres que apenas conocían, y sin embargo, terminaban siendo novias y esposas felices. Su padre sólo quería lo mejor para ella, así que seguramente habría pensado que aquel licenciado era el esposo adecuado. Pero tendría que haberle preguntado a ella. Marie chistó en voz baja, hundió la cuchara en la masa y se dispuso a mezclarla como si fuese su enemiga.
Elsa, que estaba observándola, lanzó una carcajada repentina.
—Seguramente estarás deseando que llegue el momento de compartir el lecho nupcial con tu futuro marido. Pero no te hagas tantas ilusiones. La primera vez no es agradable. Sólo sientes dolor, y además sangras muchísimo.
Marie la miró confundida.
—Y tú, ¿cómo sabes eso?
Elsa soltó una risita y se dio media vuelta sin responder. Marie no podía sospechar que hablaba por experiencia propia. Poco después de cumplir quince años, había seguido a un muchacho a los matorrales, y todavía se sentía arrepentida de haberlo hecho. Su hermana había sido más astuta: se había entregado al padre del muchacho, y había recibido a cambio una hermosa joya que había envuelto en un pañuelo y ocultado en su colchón para guardarla como dote.
Anne le dirigió una mirada burlona a su hermana y le hizo un gesto de reprobación.
—No es tan terrible, Marie. No dejes que Elsa te asuste. El dolor se olvida enseguida, y muy pronto te sentirás feliz cuando tu marido te visite debajo de las sábanas.
Elsa frunció el gesto.
—Los caballeros tan instruidos como el licenciado Ruppertus son muy exigentes. No se conforman con hacerlo a oscuras, bajo las sábanas. He oído cada cosa…
Sus minuciosas descripciones se interrumpieron abruptamente cuando alguien llamó a la puerta de entrada.
—¿Quién nos buscará a estas horas? —preguntó Anne, y bostezó mientras se daba la vuelta malhumorada.
Las criadas se quedaron sentadas y Marie no podía dejar de mezclar la masa, de modo que nadie abrió al visitante desconocido.
Éste le propinó con furia tal puntapié a la puerta que hizo crujir la madera, y poco después resonó la voz indignada de Wina:
—¡Elsa! ¡Anne! ¿Qué estáis haciendo, idiotas? Id de una vez a la puerta a ver quién es.
Ambas hermanas se miraron desafiantes. Como solía suceder, fue Elsa quien perdió el duelo silencioso y salió a abrir con desgana. Poco después, regresaba con un muchacho que se tambaleaba debajo de un enorme barril. Era Michel Adler, el hijo de Guntram, el dueño de la taberna situada al final del callejón.
Michel apoyó el barril sobre la mesa y respiró aliviado.
—Buenas noches. Vengo a traeros la cerveza para la boda.
Elsa bufó como un gato.
—¿No podías haber esperado hasta mañana temprano? Ahora Anne y yo tendremos que llevar este barril pesadísimo a la despensa.
Su hermana le regaló al muchacho una sonrisa que, según ella quería creer, sería capaz de derretir una barra de hielo.
—Michel no es un grosero y no va a permitir que dos mujeres débiles como nosotras tengan que cargar con semejante peso. ¿No es cierto, Michel? Anda, sé bueno y baja el barril por nosotras.
Michel se cruzó de brazos mientras meneaba la cabeza en señal de negación.
—Ése no es mi trabajo. A mí me dijeron que lo trajera hasta aquí, nada más.
—¿Qué ha pasado contigo? Antes eras tan servicial… ¿Acaso quieres ser como tus estúpidos hermanos?
Anne arrojó una mirada furiosa al hijo del tabernero y le indicó a su hermana que la ayudaría a coger el barril. Ambas lo levantaron, lo cargaron entre suspiros y resoplidos y lo bajaron hasta la despensa. Marie alcanzó a oír cómo cerraban la puerta tras de sí, y entonces se quedó a solas con Michel.
—¿Lo amas?
La pregunta de su antiguo compañero de juegos la tomó tan desprevenida que Marie no reaccionó en un primer momento. Se quedó mirándolo, perpleja. A pesar de su bronceado, Michel parecía algo pálido, y apretaba los dientes con tanta fuerza que los músculos de su mandíbula se le marcaban como nudos debajo de la piel.
Michel le llevaba unos tres años y era el único muchacho cuya compañía toleraba. Le había permitido mirar cuando iba a pescar, había jugado al escondite con ella de vez en cuando y le había contado historias maravillosas. A cambio, ella le entretejía coronas de flores y lo admiraba como a un rey. Pero como el padre de Michel gozaba de una reputación bastante inferior a la del padre de Marie, en cuanto ella cumplió los doce años le prohibieron que siguiera viéndole. Desde entonces, no se cruzaba con él ni con su familia más que en la iglesia.
Ahora Michel estaba cerca de ella por primera vez después de muchos años, tan cerca que incluso podía observarlo con atención. Había crecido, pero se conservaba tan delgado como antes. Sin embargo, parecía fuerte y robusto. La frente alta, la mandíbula recia y los hombros anchos, cubiertos por el tirante de su delantal y que dejaban entrever que aumentaría de peso en cuanto comenzara a recibir algo más que la exigua ración que el tabernero Adler reservaba para sus hijos menores. «Michel se ha convertido en un muchacho muy apuesto», pensó Marie con un dejo de tristeza. Pero eso no le sería de gran ayuda, ya que al ser quinto hijo valía tan poco como un siervo y jamás podría formar una familia. Por ese motivo, a Marie le pareció que Michel había sido muy impertinente haciéndole una pregunta como aquélla. Sin embargo, en honor a los viejos tiempos, prefirió responderle.
—Apenas conozco al señor licenciado. Pero si lo ha escogido mi padre, estoy segura de que ha de ser el hombre adecuado para mí.
Se molestó consigo misma antes de terminar su respuesta. A Michel podría haberle dicho tranquilamente la verdad. Él no pareció sentirse a gusto con su respuesta y sus ojos chispearon furiosos. Marie se preguntó si estaría celoso. Pero sería muy estúpido si lo estuviese, pensó, porque él sabía perfectamente que su padre jamás lo tomaría en cuenta como candidato. Matthis Schärer había rechazado incluso a Linhard Merk, que provenía de una familia de comerciantes de mucho prestigio y trabajaba con él como escribiente. Marie recordaba aún cómo había enfurecido a su padre el hecho de que Linhard se atreviera a pedir su mano. Al principio estaba tan furioso que su primera reacción fue echarlo. Pero muy pronto volvió a llamarlo, ya que, para entonces, su trabajo se había vuelto imprescindible.
Marie estaba contenta de que su padre no la hubiese entregado en matrimonio a Linhard, que no le gustaba. El escribiente se comportaba de manera servil frente a su padre, como un fiel vasallo de su señor; en cambio, a los cocheros y a los criados los trataba con desprecio, como si el dueño de la casa fuese él. Sabía con certeza que con ese hombre no habría sido feliz. Al pensar en ello, se sintió contenta de recibir como esposo a un señor instruido como el licenciado Ruppertus.
Michel no se dejó amedrentar ni por la parquedad de sus explicaciones ni por la expresión de rechazo en su rostro.
—Y él, ¿te ama?
A Marie no le sentó bien el tono que había utilizado Michel, por eso su respuesta fue más descortés de lo que pretendía.
—Supongo que sí. Si no, no habría pedido mi mano.
Michel resopló, irritado.
—¿Acaso tienes idea de qué clase de persona es ese licenciado?
—Es un hombre prestigioso e instruido, y es un honor para mí que me haya escogido.
Repitió prácticamente las mismas palabras de su padre cuando le comunicó su decisión.
Michel se acercó a ella y la miró con gesto adusto:
—¿Realmente crees que serás feliz con él?
Marie alzó la barbilla, lista para atacar. Habría querido decirle que no era asunto suyo, pero al mismo tiempo, esperaba que Michel pudiera darle más datos sobre su prometido.
Sonrió con nostalgia.
—¿Cómo puedo saberlo? El amor y la felicidad llegan con el matrimonio. Eso dicen todos.
—Ojalá sea así —replicó Michel—. Pero lo dudo. Según he oído, el tal Ruppertus es un hombre sin sentimientos, calculador, capaz de matar con tal de sacar provecho.
Marie meneó la cabeza malhumorada.
—¿Y tú cómo sabes eso? ¡Si no lo conoces personalmente!
—Escuché en la taberna los relatos de algunos viajeros sobre él. Tu licenciado es un conocido abogado. ¿Sabes lo que eso significa?
—No, no exactamente.
—Un abogado es alguien que estudia leyes y hurga en los pergaminos antiguos para conseguir que un hombre obtenga alguna ventaja sobre otro ante un tribunal. Valiéndose de triquiñuelas jurídicas, Ruppertus ha ayudado en reiteradas oportunidades a su padre, el conde Heinrich von Keilburg, a acumular castillos, tierras y siervos de la gleba.
—¿Y eso qué tiene de malo? Seguramente el conde recibió lo que era suyo.
A Marie le molestó que Michel repitiera los chismes de unos cuantos forasteros borrachos. Era evidente que estaba tan celoso de su prometido que sólo había venido a verla para calumniarlo. Decepcionada, le dio la espalda y siguió preparando la masa, que había descuidado por completo.
Michel hubiera querido salir corriendo. Sin embargo, se dirigió lentamente hasta la puerta de la cocina y, tras vacilar un instante, se volvió hacia ella y se acercó a la mesa. Pero Marie se puso a la defensiva, bajando aún más la cabeza y prestando atención únicamente al cuenco de la masa. Él apretó los puños con furia, buscando sin éxito las palabras adecuadas. ¿Cómo podía hacerle entender a aquella criatura tan poco experimentada que si accedía a casarse con ese hombre, famoso por sus tropelías legales, se condenaba a ser una desgraciada toda su vida? El licenciado ya había causado la miseria de numerosas personas, duplicando así el poder y los dominios de su cruel padre.
Michel suponía que Marie se había dejado encandilar por sus títulos nobiliarios y por el hecho de que el licenciado poseía unos protectores muy influyentes. Y ahora iba como un cordero hacia el matadero. Estuvo a punto de reiniciar la conversación varias veces, pero desistió al ver en la expresión de Marie que no tenía ninguna posibilidad de convencerla. Finalmente, se dijo que había sido una locura de su parte haber ido hasta allí. Después de todo, el barril de cerveza podría haberlo cargado cualquiera de sus hermanos.
—Me voy —dijo con la esperanza de que ella le pidiera que se quedara.
Pero Marie sacudió sus trenzas, malhumorada, y comenzó a aplastar enérgicamente los grumos que se habían formado en la masa.
En ese mismo momento, Wina regresó y se quedó mirando a Michel arqueando las cejas.
—Vine a traer la cerveza —se disculpó él por su presencia.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está?
—Elsa y Anne la llevaron a la despensa —respondió Marie en su lugar.
—¿Las dos están en la despensa? Iré a comprobar que estas urracas ladronas no le hayan puesto las manos encima a las salchichas ahumadas.
Wina bajó las escaleras jadeando y abrió la puerta.
A Marie le pareció injusto que tratara de ladronas a las criadas sólo porque de vez en cuando se llevaran a la boca una salchicha o un pedazo de carne que había sobrado de la comida. Pero para el ama de llaves, eso constituía un pecado mortal del que ni aun el Papa podía absolverlas.
Marie sonrió para sus adentros. Para Wina, el Papa era una suerte de santo a quien se podía rezar, pero en sus frases no se refería a ninguno en particular. Tampoco le habría resultado fácil hacerlo, ya que en ese momento había tres príncipes de la Iglesia que se arrogaban al mismo tiempo el trono de la Cristiandad. Marie no estaba al tanto de esas cosas, pero su padre sí y solía hablar con sus amigos de la Santa Iglesia y, cuando se sentaban a beber vino, pregonaban a voz en grito sus esperanzas de que el Emperador descargara su poder sobre ellos y volviera a enseñarles a los sacerdotes lo que era la obediencia.
Un carraspeo volvió a traer a Marie a la realidad. Michel seguía parado allí, mirándola con gesto de súplica, pero ella ya no quiso saber nada de él. Al día siguiente se convertiría en la esposa del licenciado y comenzaría una nueva vida en la que no habría lugar para el atrevido hijo de un tabernero. A partir de entonces, sólo sus empleados tratarían con esa clase de gente, ya que ella tendría que ocuparse de la casa y le dedicaría su vida a su esposo, para quien se había propuesto firmemente ser una esposa amante y sumisa. Al declararse a sí misma esas intenciones, se dio cuenta de que todavía ignoraba dónde viviría después de la boda. El licenciado Ruppertus no poseía ninguna casa en Constanza, sino que, por lo que le había contado su padre, vivía en el castillo de Keilburg, la residencia principal de su padre el conde. ¿Acaso la llevaría allí?
Wina volvió del sótano empujando a las criadas, que la miraban con gesto irritado. A juzgar por el gesto triunfante del ama de llaves, las había pillado in fraganti y había logrado impedir que robaran las salchichas.
—¿Sigues aquí? —le espetó a Michel. Hizo el amago de indicarle con un gesto el camino hacia la puerta, pero después metió la mano en la bolsita de cuero que llevaba colgada de su cintura rolliza y extrajo una moneda.
—Claro, esperabas tu propina. Toma, aquí tienes.
Michel pensó que Wina no habría podido expresarle mejor la diferencia que había entre él y Ruppertus Splendidus. Hubiese querido arrojarle la moneda a los pies.
¿En qué pensaba cuando decidió ir hasta allí y preguntarle a Marie si sabía a lo que se exponía al consentir esa unión? Probablemente estaba orgullosa de convertirse en la mujer de un hombre tan importante y se había olvidado de él hacía tiempo. Sabía que ella no sería feliz con ese hombre, pero no estaba en su mano protegerla de su destino. Lleno de tristeza, dio media vuelta y abandonó la casa. Al llegar al patio, dejó caer la moneda de Wina al suelo. Le quemaba como si fuera un hierro candente.