Capítulo 3
3
Corrió al lado de Peanut mientras Julie la guiaba por una calle extremadamente frondosa. Se movían al noreste de Lawrenceville Highway, enfrente de Tucker. Desde que la ciudad era ahora era su territorio, se había molestado en pasar un tiempo reconociéndola y aprendiéndose todos los rincones. Después del primer Cambio, cuando los aviones ya no funcionaban y los viajes por carretera se volvieron altamente peligrosos, las industrias buscaron el ferrocarril como alternativa para el transporte a larga distancia. Con los edificios de Atlanta cayendo a diestra y siniestra, Tucker se convirtió en el punto caliente de la industria durante unos quince años, a un crecimiento vertiginoso hasta que las recién construidas fábricas también se debilitaron y cayeron. Esta era historia antigua, por lo que a él concernía. Ahora Tucker era territorio abandonado, excepto por la zona reclamada por el desierto, y la gente se había concentrado en el corazón de la ciudad.
Todos a su alrededor eran ruinas oscuras entre la flora. Una bandada de autobuses escolares oxidados, abandonados en un viejo estacionamiento. Los restos de una gasolinera, tragados por denso kudzu, agazapados a la derecha. Dos búhos sentados en los restos de la señal de Exxon, esperando algún indicio de movimiento. Hubiera sido un lugar feo si no fuera tan verde, opinó Derek. Afilado, oxidado, destrozado. Las plantas lo suavizaban, ocultando la tierra desfigurada debajo de las alegres hojas. Incluso las viejas líneasde alta tensión, muertas desde hace años, parecían alegres, envueltas por vides de las que colgaban pequeñas flores blancas como guirnaldas.
Un arroyo se había liberado de las restricciones artificiales y había inundado la calle colándose fácilmente en la carretera pavimentada. Solo tenía cincuenta centímetros de profundidad, setenta a lo sumo, pero no le gustaba mojarse los pies, así que se desvió a la derecha, donde los desechos y fragmentos depositados por el agua formaban una orilla natural. Había pequeños peces nadando en la clara corriente. Olió ciervos. Unos momentos más tarde pudo verlos bebiendo del arroyo: un grupo de tres hembras. Dos estaban preñadas. Estas levantaron la cabeza, vieron a Julie y luego a él, y huyeron.
—Qué monos —dijo Julie.
Ella se había vuelto sombría después de que se fueran de Pillar Rock. Decidió fastidiarla un poco.
—Deliciosos.
—¿En serio?
—Mhm. Cuando esto termine, volveré aquí y me comeré a todos los bebés ciervos. Creceré y engordaré. —Ningún hombre lobo o cazador humano mataría a una cierva preñada o una cierva con cervatillos. Si se hacía con demasiada frecuencia arriesgaba su suministro de alimentos. Entonces llegaría el invierno, ¿y qué harían?
—Si estás intentando hacerte el gracioso, para.
Él le sonrió.
—Querías chistes.
—¿Qué clase de broma es esa?
—De la clase lobo.
—Necesitas una chica. Otra vez no.
—¿Qué pasa con Celia?
Le tomó un momento averiguar de qué Celia estaba hablando. Había cuatro en la manada y había interactuado con tres de ellas. Tenía que ser la pelirroja Celia. Antes de que se separara de la manada, ella había desarrollado el persistente hábito de cruzarse con él a diario. Podría explicarle que cada vez que Celia le miraba, había podido leer en su rostro una satisfacción calculada. Ella había visto sus cicatrices y supuesto que estaba lo suficiente desfigurado para estar desesperado. Celia ansiaba poder y seguridad. En su cabeza era perfecto porque se quedaría, y sería fiel, y él le dejaría ser la voz cantante, ya que nadie más le querría. La única vez que habían hablado en privado lo confirmó. Le había dicho que a diferencia de la mayoría de las mujeres, a ella no le importaban las cicatrices y que no tenía que estar solo. Que le querría, incluso si otras mujeres no lo hacían. Él había invadido su espacio personal y le había sostenido la mirada. Era la mirada dominante de un alfa, y comunicaba todo sin palabras: No era débil ni estaba desesperado. Ella le había dicho que si la tocaba, gritaría, y había huido. La había dejado irse. Así había terminado todo.
—Celia es bastante guapa.
—No. —Esa fue explicación suficiente.
—¿Entonces Lisa?
Tuvo que cortar esta historia. De todos los temas que podría haber elegido, ésta era la última conversación que quería tener con ella. Había pasado meses aprendiendo a leer las emociones de las personas. Sabía exactamente qué decir. Forzó una sonrisa.
—Eres una chica dulce, Jules, pero no te preocupes tanto. Cuando crezcas, lo entenderás.
Su expresión se cerró, dándole con la puerta en las narices. Había dibujado una línea entre un niño y un adulto y se la había restregado en las narices. Ahora estaría muy enfadada con él durante un rato. Era mejor opción que hablar de su vida amorosa.
El camino les llevó más profundamente de Tucker. Olió un zorrillo, un mapache, dos bandas errantes de perros, gatos salvajes, y un lince macho grande que iba marcando felizmente su territorio. No olía humanos. Nadie había pasado por allí en bastante tiempo. Si Caleb Adams había conseguido la roca en Tucker, no había pasado por allí para hacerlo o había usado un pájaro gigante como transporte.
Viajaron en silencio durante media hora, cuando Julie salió de la carretera y condujo su caballo a los restos de un edificio de tres pisos. Se puso de pie en su silla, agarró el ladrillo en ruinas, y se impulsó hacia arriba. Él tomó carrerilla, saltó tres metros en el aire; se apoyó en algunas columnas de refuerzo; corrió a través de una barra estrecha y medio podrida y le ofreció la mano para tirar de ella hacia arriba. Ella le dirigió una mirada salpicada de cristales rotos. Cierto. Todavía estaba enfadada.
—Vamos —dijo—. Estás perdiendo el tiempo.
Hizo caso omiso de su mano y sola se subió al borde de los restos podridos de la tercera planta. Le dio su espacio.
Ella levantó la mano y señaló a un área en la distancia.
—Allí. Está en el centro de ese lugar.
Él miró. Los restos de algún complejo industrial, y uno grande, por lo menos dos docenas de edificios grandes, tal vez más, algunos casi enteros, otros rotos a tramos con paredes de conexión a la nada. Un accidental laberinto urbano. El suelo alrededor de la construcción era más oscuro, la textura diferente, más áspera de alguna manera. Formas extrañas merodeaban entre las ruinas, algunas brillando con rosa y azul pálido. No podía hacerlas salir.
Su instinto le decía que el lugar era diferente a todo lo que había visto antes. Y se sentía mal. Pillar Rock le había dado mala espina, pero este lugar se sentía peor. No quería entrar ahí, pero en su mayor parte no quería que ella entrara.
Como la tierra oscura alrededor de las ruinas, Adams era una plaga, una corrupción que ya le había costado a los Ives sus vidas. La oscuridad tenía que ser purgada. Curran le había dicho una vez: “Cada vez que veas un problema y te alejes de él, establecerás un precedente”. El problema estaba ahí, y dejar que Caleb Adams hiciera una carnicería con una familia para hacerse con una piedra mágica no era algo que quisiera cargar en el futuro. Ellos se encargarían de ello. Era el momento de cortar en corto el poder del brujo.
Y seguía sin gustarle.
Rodearon el antiguo parque industrial, dibujando un amplio arco a su alrededor. Adams esperaría que se acercaran por el suroeste. Se acercaron desde el norte en su lugar. El viento soplaba desde el sur, y le gustaba estar a barlovento de su presa. Escondieron a Peanut detrás de unas ruinas cercanas. Con su mochila perdida, Julie recurrió a su bolso de repuesto, una pequeña bolsa que llevaba en la espalda.
Desde arriba, las paredes parecían más bajas. De cerca, algunas llegaban a medir tres metros de altura. Setas gigantes de metro y medio de altura se extendían por la zona, con pálidas coronas azules del tamaño de sombrillas de playa, subían por las paredes, sus poros irradiaban ese brillo rosa pálido. La extraña textura oscura que había visto desde la azotea del edificio en ruinas resultó ser unas raras hojas de unas oscuras plantas púrpuras de no más de doce centímetros de alto cada una, con un manojo de hojas triangulares con tallos cortos. Cubrían todo el suelo, difundiéndose por las ruinas como un charco de tinta derramada en un círculo casi perfecto, y tuvieron que pasar a través de veintisiete metros de ellos para llegar a asfalto sólido. Casi había pisado un picodentado oxidado que sobresalía del suelo. Julie siguió sus pasos, confiando en sus sentidos y cogió otro bastón. Aun así, llevaban apenas nueve metros, y ella había tropezado una vez.
Las plantas también apestaban. Un pesado aroma metálico que descendía despacio, se asentaba cerca del suelo. Su nariz se acostumbraría con el tiempo, pero por ahora el aroma ahogaba su olfato.
—Alto —susurró Julie.
Una aguja de alarma le atravesó. Derek se congeló en mitad de un paso, su pie cerniéndose sobre el suelo, dio un paso hacia atrás con cuidado, y levantó la mano. Ella le pasó el bastón. Se agachó y utilizó el palo para empujar las hojas a un lado. Una trampa para osos de metal estaba abierta entre las hojas, una antigualla con una placa de presión y mandíbulas de acero de alta resistencia armada con dientes de metal. Una cadena se extendía desde la trampa y serpenteaba entre las hojas. Miró en esa dirección y vio un viejo poste de energía de cemento. La cadena lo envolvía. Había visto estas trampas antes. Pesaban más de veinte kilos, y los dientes de metal atravesaban el hueso con ridícula facilidad.
—Adams le ha hecho algo —susurró Julie—. Hay una mancha azul de magia en la trampa. Es débil y difícil de ver, pero ahora lo veo claro. No es magia de brujo; es otra cosa. Algo muy viejo. Todo el campo está sembrado de estas cosas. Déjame ir delante.
Eran como patos de feria en ese sitio. Cuanto más rápido pasaran, mejor. Asintió.
Un gemido rasgó el aire y un fuerte dolor le golpeó en el pecho, explotando como un hierro al rojo vivo, la agonía casi arrastrándole a la inconsciencia. Plata. El veneno floreció dentro de él, rasgándole las entrañas, extendiéndose demasiado rápido. No perdió el tiempo mirando al eje de madera que sobresalía justo encima de su corazón. Tirarse al suelo no serviría de nada. Estaban a la intemperie.
La segunda flecha silbó, solo medio segundo después de la primera. Se colocó enfrente de Julie. Se hundió en su estómago. La plata explotó dentro de él. El dolor casi le derribó.
—¡Corre! —le gritó ella.
Si intentaba retroceder, estarían acabados. Demasiado campo abierto detrás de ellos. Tenían que correr hacia adelante, hacia el arquero y refugiarse detrás de las paredes de ladrillo. Si colocaba a Julie detrás de él, no podría mantener el ritmo. Si la dejaba ir delante, se convertiría en un blanco claro. Todo esto brilló en la cabeza en un instante de tortura. Se dejó caer de espaldas a ella, la agarró por las piernas, la empujó sobre su espalda, y se lanzó hacia adelante a las ruinas justo cuando la tercera flecha se clavaba en el suelo donde había estado de pie un segundo antes. Esa era la única forma en que la mayor parte de su cuerpo podía protegerla.
—¡Derecha!
Giró a la derecha, derrapando, casi cayéndose, y echó a correr. El dolor le comía desde el interior, devorando sus entrañas con colmillos en llamas.
Otra flecha gimió y se perdió.
—¡Izquierda! ¡Más a la izquierda! ¡Derecha! ¡Recto!
Salió disparado del campo de las hojas al abrigo de una pared de ladrillo y se estrelló contra ella, incapaz de detenerse. Los viejos ladrillos se estremecieron, pero aguantaron. Apenas sintió el impacto. El fuego en su interior consumía cualquier otro dolor. El envenenamiento por plata se extendía como un virus que nutría su cuerpo moribundo a una velocidad pasmosa. Sus piernas temblaban, y no podía detener el temblor. El dolor se estaba extendiendo demasiado rápido. Alguien había recubierto las flechas con polvo de plata.
Agarró el eje de la flecha del pecho, centrado en el brillante pico de agonía dentro de él, y tiró, obligando a sus músculos agonizantes a obedecer. La mano de Julie se cerró sobre la suya. La soltó y ella tiró de la flecha suavemente, con cuidado. Su cuerpo luchó contra ello, intentando escapar del dolor. La oscuridad se cernía sobre el mundo. Gruñó. El pico blanco desapareció.
—Siguiente —dijo ella, agarrando la segunda flecha, pero ya estaba empujando con los dientes apretados. Salió, pero el sufrimiento se quedó—. ¿Derek? —Ella le miró a los ojos.
—Polvo —dijo entre dientes. Su cara se puso blanca.
Tenían que moverse. Estaban demasiado expuestos, y el tirador sabía exactamente dónde habían caído. Se obligó a ponerse en pie.
—Espera. —Buscó en su bolso.
—No hay tiempo. —La levantó y se inclinó para echar un vistazo a lo que había detrás de la pared. La noche estaba vacía. Se movió, corriendo silencioso y rápido. La plata le abrasaba las venas. No había tiempo para expulsarla ahora. Su cuerpo tendría que aguantar o morir en el intento.
Se metió en las sombras, tejiendo su camino a través del laberinto de medias paredes, consciente de Julie a su lado. Tenían que llegar a un refugio, un terreno más alto, algún lugar en el que podría colapsar los pocos minutos que necesitaría para purgarse. Algún lugar escondido.
Olía el humo acre de hierbas quemadas, demasiadas capas para analizar los componentes. Un olor más grueso, sucio y caliente, lo cubría. Una especie de animal, y más de uno. Tres, no, cuatro rastros de olor diferentes, y por debajo de todo, otro olor. Tomó una bocanada y retrocedió. El olor era puro miedo. Eso le golpeó en el intestino. Tomó respiraciones rápidas poco profundas, intentando controlar el pensamiento de matanza contra el pánico primordial.
Julie se quedó sin aliento. Él se dio la vuelta. Habían llegado lo suficientemente lejos para ver la esquina de la pared más grande. Más allá, en un claro, había un círculo de cenizas, la tierra quemada todavía humeaba. Julie se acercó antes de que pudiera detenerla. El olor repugnante creció en intensidad. Siguió, intentando apagar el terror que gruñía en su mente. La pared a su derecha terminó, y Julie se lanzó a través del espacio. Maldijo por dentro y la siguió.
Ella se arrodilló junto al círculo, al abrigo de la vista por la esquina del edificio. Encantos y manojos de hierbas colgaban de los ladrillos, cada uno de un hilo húmedo que olía a carne.
Un poste de madera se elevaba del suelo justo fuera del círculo. Animales muertos colgaban de él, clavados en la madera con un clavo de hierro largo. Una rata, una ardilla, un gato, y por encima de ellos una cabeza de lobo manchada con sangre fresca. Por encima de la cabeza, una flecha sobresalía de la madera. La punta de flecha se veía cruda, casi antigua.
La cabeza del lobo le miró con ojos muertos, como diciendo: «Oye amigo. No te preocupes. Tú y yo somos lo mismo. No hay dolor a dónde vas».
Genial. Tenía que sangrarse antes de que el dolor le dejara inconsciente o empezara a tener alucinaciones.
—Invocó algo —susurró Julie con los ojos muy abiertos—. Mató a un lobo y convocó algo muy antiguo.
Señaló las hierbas.
—¿Son agallas de lobo?
—Sí.
Un profundo aullido espeluznante atravesó las ruinas. ¡Corre! ¡Corre ahora! Él tenía que ir. Los perros venían y le enterrarían. Estaba expuesto, pero podía correr más rápido que ellos, si solo corríaahora, rápido y duro, al bosque…
Julie le sujetó la cara con los dedos.
—Mírame —susurró, sus palabras urgentes y rápidas—. ¡Mírame!
Se apartó de las manos, pero lo atrapó de nuevo, sus dedos fríos contra su piel.
Ella captó su mirada. La miró al iris de color marrón.
—¡Derek! Ha convocado a un cazador. Los animales del poste son su presa, y son la presa del cazador. Todo este lugar es una trampa mágica gigante, y está intentando que hagas lo que ellos quieren. El cazador soltará a sus sabuesos, el lobo huirá, y el cazador le perseguirá y acabará con él. Es como se hacían las cosas hace miles de años, pero tú no eres solo un lobo.
Otro aullido le atravesó, como un corte hecho por una hoja afilada en la nuca de su cuello. Bosque…
Sus manos sostenían su rostro, sus ojos dos piscinas sin fondo.
—Eres humano. No eres solo lobo. No tienes que correr. Eres humano. Mírame.
Eres Derek. Si corres ahora, morirás. Si corría, ella no podría seguirle.
—Eres humano, Derek.
Su voz rompió el pánico que intentaba controlarle. Sintió que la razón volvía lentamente, deslizándose a través del dolor y el instinto. Las cosas que aullaban les encontrarían pronto y no estaba en condiciones de luchar.
—Tenemos que encontrar un lugar seguro.
Ella le dejó ir.
—Si corres, el hechizo te encerrará y no podrás liberarte. No corras, Derek.
—No lo haré.
Se dio la vuelta, luchando contra el mareo. Un edificio —un antiguo almacén— se alzaba por encima de las ruinas de la derecha. Era obvio, pero no le importaba. Necesitaban refugio. Lo señaló. Ella asintió.
Un afilado aullido triunfal cortó la noche. Un perro se acercaba, y acababa de captar su olor.
A la izquierda, las paredes se juntaban bajo un ángulo agudo, dejando solo un espacio estrecho, medio cegado por los escombros. En cualquier otro lugar estarían a descubierto. Lo señaló.
Julie metió la mano en su bolsa y sacó una bolsa de plástico con polvo amarillo. Respiró hondo y se cubrió la boca y la nariz. Ella arrojó el puñado de acónito en el aire y retrocedió hacia él. Se deslizaron en el hueco. Este terminaba en una pared sólida, a menos de tres metros de distancia. A la derecha, otro muro. Por encima de ellos, barras de metal cruzadas. Podría romperlas, pero no sin hacer ruido. Estaban atrapados en un espacio de tres metros y medio por tres metros y medio.
Se derrumbó. Julie se sentó a su lado. Miraron a través de los espacios entre los ladrillos rotos y suciedad. Algo gruñó bajo y profundo, justo detrás de la esquina. Algo grande.
Derek yació completamente inmóvil. La plata había hecho un agujero en su pecho y estaba tratando de llegar a su corazón.
Otro gruñido, duro, fuerte. Una bestia salió a la luz, enorme, al menos ciento treinta kilos y cubierto de grueso pelo marrón. Con mala luz, le habría confundido con un jabalí. Tenía el tamaño, la forma, y las enormes mandíbulas de jabalí armadas con colmillos y dientes enormes. Pero no tenía pezuñas. Sus patas terminaban en patas con garras.
No tenía ni idea de si el acónito le afectaría.
El perro-jabalí gruñó entre dientes, aspirando el aire. Pequeños ojos viciosos estudiaron el lugar sin pestañear. La criatura dio un paso más cerca de la brecha.
Junto a él Julie se quedó completamente inmóvil. No podía enfrentarse a un perro y ganar. Necesitaría una lanza. Las hachas de guerra no le servirían para nada. Tenía que curarse rápido o ninguno de los dos saldría de esta con vida.
Otro paso. Otro.
Cogió su cuchillo.
El perro-jabalí inhaló, buscando su olor, y retrocedió. Estornudó, pateó en su nariz, gruñó y chilló como un cerdo.
Sus oídos captaron el sonido de cascos pesados que se acercaban.
El perro-jabalí gruñó y rodeó el anillo ardiente, intentando alejarse del acónito. Un enorme caballo lanudo apareció a la vista con un jinete. Desde donde estaba, Derek pudo ver una bota de cuero y una pierna cubierta por un pantalón marrón. Derek bajó la cabeza, queriendo ver mejor. El cazador llevaba cuero. Grande, por lo menos dos metros, más grande, más amplio, probablemente más fuerte que un humano normal. Una capa con capucha de piel de lobo le cubría la espalda. Los invisibles pelos entre los hombros de Derek se erizaron.
El cazador se volvió, mostrando su rostro. Alrededor de los treinta, blanco, cabello largo y castaño. Duro. Expuesto al tiempo. Ojos claros. Una larga cicatriz irregular cruzaba el puente de su nariz. Algo con garras le había marcado, pero debía haber muerto antes de terminar el trabajo. Derek enseñó los dientes. Haría que se ahogara con esa piel.
Un alto arco de madera y hueso se cernía sobre el hombro del cazador. El cazador levantó un brazo protegido por cuero. Un grito atravesó la noche, un pájaro cayó del cielo como una piedra y se posó sobre el brazo. Feo, barbudo, grande, con un pico vicioso. No se parecía a ningún pájaro que hubiera visto nunca.
El cazador estudió al perro-jabalí, luego levantó la cabeza y contempló la zona. Su mirada pasó por encima de su refugio. Se centró en el hueco. Derek le miró a los ojos. La magia rodó sobre él en una ola de fría oscuridad, rociando la agonía de la plata con hielo, vio una larga y congelada noche de invierno bajo la luna. Sintió la fría nieve bajo sus patas. Olía su propia sangre, brillante y caliente, cayendo sobre la nieve, oyó el largo aullido ondulante de perros hambrientos.
Era el modo en que siempre fue. Era el modo en que tenía que ser ahora. Tenía que correr, correr entre los árboles, antes de que las flechas y los perros le encontraran.
Buen intento, imbécil.
El impulso de correr era abrumador. Le estaba costando todo lo que tenía permanecer quieto.
Un momento pasó. Derek esperó. Era un lobo. Tenía toda la paciencia del mundo.
El cazador silbó suavemente entre dientes. El perro-jabalí sacudió la cabeza y siguió adelante. El cazador se dio la vuelta, tiró el pájaro de nuevo al cielo de la noche, y el enorme caballo reanudó su estable trote.
Aguantaron otros tres minutos antes de que se deslizaran fuera de la brecha silenciosamente. Julie le cogió la mano, señaló el poste, a sí misma y arriba.
Aúpame.
La agarró por las piernas y la sostuvo. Arrancó la flecha del poste y se fundieron en la noche.
El gran edificio estaba abierto, su pared frontal ausente, dispersa en pedazos en el suelo. La mitad de su techo estaba desaparecido, pero la parte de atrás ofrecía refugio. Estaba cojeando ahora, corriendo lento incluso para un humano.
—Casi allí —susurró Julie.
Apretó una última ráfaga de movimiento de su cuerpo. Estaba dejando de funcionar.
—Casi allí —repitió ella.
La siguió por el suelo sucio a la escalera de metal que conducía escaleras arriba y a la esquina del edificio vacío. Se cayó al suelo. Ella se dejó caer junto a él, tiró de un pequeño cuchillo de la funda en su cintura y le retiró su sudadera. Sus ojos se abrieron como platos.
—Está sobre tu cuello.
Ya sabía eso. La carne sobre su cuello y pecho se sentía muerta. Cuando ella lo tocó, no sintió ninguna presión. La piel de su pecho se había vuelto de color gris cinta adhesiva.
Cortar el pecho no lo haría. La plata se encontraba todavía en su torrente sanguíneo y ascendiendo. Si golpeaba su cerebro, iba a morir. Tenía que expulsarlo antes de que llegara tan lejos.
Tomó el cuchillo de las manos de ella.
—¡No! —jadeó ella.
Cortó su arteria carótida. La sangre salpicó como un espray negro y rojo. Olió el hedor metálico de muerte del Lyc-V.
Un aullido, cerca, casi sobre ellos.
Julie se dio la vuelta y corrió escaleras abajo, su bolso en la mano.
La sangre seguía brotando en un torrente caliente, empapando su hombro. Normalmente el Lyc-V hubiera reconocido el corte del cuello como mortal y lo hubiera sellado casi al instante, pero el virus que le concedía su regeneración estaba muriendo en cantidades récord. Sangraba como un ser humano, cada vez más débil con cada latido de su corazón. Su dominio sobre la conciencia se le escapaba. Su cerebro, privado de oxígeno, se iba durmiendo como un pez moribundo. Enganchó sus garras en la realidad. Un humano normal habría estado muerto en cuestión de segundos. Si podía permanecer consciente, si su corazón bombeaba suficiente sangre envenenada por plata fuera para que el Lyc-V se recuperase, si la plata no alcanzaba su cerebro, podría sobrevivir.
Abajo, Julie dibujó un círculo con tiza blanca alrededor de las escaleras. Una guarda, un hechizo defensivo. Dudaba que la tiza sola detuviera a la jauría o al cazador. Sacó la flecha de su bolso y rayó una segunda línea en el suelo de cemento, haciendo un segundo anillo interior dentro de la primera línea de tiza.
El jabalí-sabueso apareció en el hueco donde la pared frontal solía estar, recortado contra la luz de la luna. Se obligó a moverse, pero no pudo hacer nada.
Julie tiró de una pequeña botella de su bolso y vertió un charco frente a ella, en el interior del círculo.
Levántate, se gruñó a sí mismo. Levántatede una vez.
El jabalí-sabueso dejó escapar un gruñido triunfal de pura sed de sangre.
Julie se dejó caer en el círculo de rodillas. Vio una pequeña llama de una cerilla que se encendía. El charco se encendió.
El jabalí-sabueso cargó. Llegó como una bala de cañón, gruñendo, fauces gigantes abiertas, colmillos dispuestos a desgarrar.
Julie metió algo en el fuego.
El sabueso cubrió los últimos tres metros.
Julie tiró fuera el objeto de la llama y lo sostuvo frente a ella como un escudo.
El jabalí-sabueso se deslizó hasta detenerse, sus ojos de cerdo fijos en la flecha caliente en la mano de Julie. La criatura se empujó hacia adelante y retrocedió, como si golpeara una pared invisible.
Se desplomó de alivio. La herida en su cuello se estaba cerrando. Todavía estaba vivo. Ahora era solo una cuestión de tiempo, y ella solo les había comprado algo.
El jabalí-sabueso aulló. A lo lejos, otras tres voces respondieron.
No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado: segundos, minutos. Pero el viento había cambiado, y olió al segundo sabueso antes de oírlo yendo al edificio y deslizándose hasta detenerse ante el círculo de Julie. Un tercero y cuarto lo siguieron. Oyó al ave, la vio mientras volaba sobre él, dando vueltas, y entonces oyó al caballo del cazador.
Oyó el sonido áspero de metal impactando en la piedra. Ella estaba cortando la punta de la flecha con su hacha de guerra.
El dolor en el cuello de Derek había menguado. Los bordes de la piel gris se redujeron, volviéndose de color rosa, no lo suficientemente rápido pero tendrían que hacerlo. Ella había hecho su parte. Ya era hora de hacer la suya.
En la oscuridad del segundo piso, se deslizó fuera de sus zapatos, luego de sus pantalones.
El caballo anduvo haciendo clock en el camino dentro del edificio.
—No la puedes romper —dijo una voz masculina profunda.
Miró hacia abajo. El cazador se detuvo a mitad de camino a su caballo. Los cuatro jabalí-sabuesos alineados entre él y Julie.
Aquí estás, idiota.
—La punta de flecha es de piedra. Ésta es de acero inoxidable. —Ella sonó determinada—. La romperé.
Derek se levantó en silencio en las sombras.
—Esa es mi primera flecha. La flecha es eterna y yo también. Tanto como existan seres humanos y sus presas, yo existiré.
—Vete a la mierda. —Golpeó el hacha de guerra en la flecha.
Ahora. El cambio corrió a través de él, el breve dolor bienvenido y dulce. Sus músculos se rasgaron y crecieron de nuevo, sus huesos se alargaron, su pelaje brotó, y de repente fue todo de nuevo, más fuerte, más rápido, de dos metros de altura, una mezcla de bestia y hombre. La quemadura de la plata seguía ahí, pero ahora solo era un recordatorio de gran nitidez del dolor y la necesidadde matar a su fuente. Olió sangre. Sus garras de siete centímetros picaron. Oyó ocho corazones latiendo: cinco de animales, uno de ave, y dos de humanos. Quería probar el calor, salado apresurado de sangre golpeando a través de sus venas, abrirlos y sentirlos luchar en el dominio de sus dientes.
El salvaje dentro de él rugió. Lo que casi lo volvió lupo —lo que mantuvo a raya con viajes mensuales a los bosques, con meditación, con esfuerzo, con carreras hasta que sus piernas ya no podían llevarlo— esa cosa se liberó y tenía hambre.
—Elige un lado —dijo el cazador.
La voz de ella sonó, sus palabras desafiantes:
—Elijo al lobo.
—Entonces muere. —El cazador sacó el arco de sus hombros.
Hoy no. Derek saltó por encima de la barandilla de hierro. Aterrizó entre los sabuesos y abrió dos gargantas, colmillo a colmillo, antes de que se dieran cuenta de que estaba allí. La sangre brotó, gloriosa, sangre caliente, directamente desde el corazón. El salvaje cantó en su interior. La tercera bestia trató de cornearlo, pero la arrojó a un lado como una muñeca de trapo. Golpeó la pared con un ruido sordo, gimió mientras se deslizaba hasta el suelo y quedó inmóvil.
Una flecha silbó en el aire. Agarró a la cuarta bestia por el cuello y tiró hacia arriba, sosteniendo al animal luchando como un escudo. Las flechas se clavaron en él —una, dos, tres— y se hundieron profundamente. Arrojó la criatura a su maestro. El caballo se encabritó, chillando. El sabueso encontró el puño del cazador y cayó, golpeó a un lado. Se puso de pie y corrió hacia Derek, rengueando. Los sabuesos restantes, dos cortados y sangrando y uno favoreciendo su pata delantera, corrieron hacia él. Esquivó al primero, dejando que lo adelantara, y cayó sobre su cuello y mordió. Sus dientes se cerraron alrededor de la columna vertebral y aplastaron el cartílago. Arrancó un bocado de carne y hueso y lo soltó. Un colmillo se clavó en su cadera. Gruñó de dolor y golpeó el duro cráneo de la criatura. Se estremeció y le pegó de nuevo, conduciendo su puño con toda su fuerza salvaje. Rompió el hueso. El cerebro humedeció su pelaje. El último sabueso atacó, inestable sobre sus pies. El salvaje dentro de él rugió, tan fuerte que no pudo oír nada más. Cortó la garganta del sabueso en pedazos.
Una flecha le atravesó el muslo. La arrancó, recortando la herida abierta antes de que la plata pudiera extenderse.
La última bestia cayó. El ave se abalanzó hacia él. Atrapó al rapaz en el aire y le arrancó la cabeza. Solo quedaba el hombre. Se acercó al cazador. No había ninguna necesidad de apresurarse.
El cazador sacó su arco y disparó. Derek golpeó la flecha a un lado. Otra flecha. La esquivó. Rozó su muslo. La quemadura de la plata lo espoleó. Derek saltó y tomó a su oponente del caballo con un golpe de su pata. El gran hombre se puso de pie, dos hojas en sus manos. Eran casi de la misma altura: el cazador de poco más de dos metros, y él totalmente de dos metros con quince en su forma guerrera.
Derek lamió sus colmillos. Sangre deliciosa recubría su lengua y goteaba de su boca, pero todavía tenía hambre.
El cazador se volvió un torbellino de cuchillas. Cortaba y apuñalaba, cortaba rápido, muy rápido. Derek bloqueó, dio un paso dentro de su guardia, y le dio una patada en el pecho. El cazador voló hacia atrás, se puso de pie de nuevo, y cargó.
Chocaron. Una hoja atravesó el pecho de Derek, deslizándose cuidadosamente entre sus costillas, casi cortando su corazón. El dolor desgarró sus entrañas. Enterró sus garras en el intestino del cazador y arrancó un puñado de intestinos fuera. El cazador torció la espada, tratando de tallar su camino hacia el corazón de Derek. Derek dio un paso atrás, saliéndose de la hoja, y el cazador cortó su brazo derecho con la otra espada. Tomó ese corte, porque no tenía otra opción —casi cortó a través del hueso— y pasó sus garras por el rostro del cazador. Sangre manó de los ojos del cazador. El hombre grande se abalanzó, su espada derecha atacando. Derek se movió a la izquierda, dejando que la hoja pasara silbando, bloqueó con su brazo derecho la muñeca del cazador y estampó el talón de su mano izquierda en el codo del hombre. La articulación se partió en dos, rompiéndose. Tiró de la hoja de los dedos de repente flojos del cazador y la embistió en la boca del cazador.
Era una buena espada, fuerte y sólida. Hizo un sonido precioso, mientras dividía la boca del cazador, a continuación, la garganta en su camino hacia abajo. El corazón del cazador revoloteó como un pájaro moribundo, luego se detuvo.
Derek levantó la cabeza hacia el cielo. Por encima de él la luna se veía a través de la enorme brecha en el techo. Abrió sus fauces sangrientas y cantó. El aullido agudo se elevó, paseando a la luz de la luna, rodando por la noche, todos los que lo oyeran sabrían que se había hecho con su presa.
Sacudió el cadáver, esperando más pelea, luego tomó la cabeza del hombre muerto en su boca, pero el cazador no se movió. Su corazón estaba quieto. Arrojó al cazador muerto a un lado.
Tenía que quedar algo para matar. Había todavía un corazón latiendo. Se volvió y la vio sentada en un círculo. Ella se veía… bien.
Se acercó al círculo. Ella no se movió. Solo lo miró con sus bonitos ojos marrones.
Corrió de cabeza a una pared. No podía verla, pero estaba ahí. Miró hacia abajo y vio una línea de tiza blanca entre él y ella. Magia.
Rodeó la guarda, sondeándola con sus garras. La pared invisible se sostenía totalmente alrededor. Se detuvo frente a ella y se agachó, así estaban a nivel. Su voz fue un gruñido desigual inhumano.
—Déjame entrar.
—No creo que fuera una buena idea.
—Déjame entrar.
—Tal vez en un rato —dijo—. Una vez que te calmes.
—Estoy completamente calmado. —Quería entrar a ese círculo.
—Un poco más.
Retrocedió y corrió a toda velocidad hacia el círculo. La pared se sostuvo.
—Realmente no puedes omitir la caza —le dijo ella.
Tuvieron que pasar otros cuatro intentos antes de que decidiera que no podía romper el muro. Pateó los cadáveres durante un tiempo, pero no dieron batalla y el caballo se había escapado. Pensó en seguirlo, pero tendría que dejarla a ella y no quería. Finalmente se decidió por tumbarse junto al círculo y mirar a la luna.
Lo tranquilizó hasta que su aliento se reguló. Poco a poco el pensamiento racional regresó. Su cuerpo herido en demasiados lugares. Deseó poder conciliar el sueño, pero si se dejaba ir ahora, dormiría como un tronco durante varias horas mientras su cuerpo sanaba el daño. No podía cambiar de forma tampoco. La mayoría de los cambiaformas podían hacer frente a uno o dos cambios en un día y luego era hora de la siesta, si te gustaba o no. Era más fuerte que la mayoría, pero no quería tentar al destino. Había gastado tanta energía luchando contra la plata, que un cambio podría derribarlo para siempre, y no tenía ese lujo.
Caleb Adams todavía estaba por ahí.
El color morado oscuro del cielo nocturno se desvanecía poco a poco al azul más claro. El amanecer estaba llegando.
El salvaje había salido de él. Siempre era así, recordaba lo que hacía solo después de que lo hubiera hecho. Siempre se sentía bien mientras lo hacía. A veces, se arrepentía, aunque en su mayoría no lo hacía. Hoy lo hacía.
—¡Derek! —sonó alarmada. Se sentó—. La roca se está moviendo. —Señaló a la derecha—. ¡La está llevando a alguna parte!
Se sacudió.
—Vamos.
Le entrecerró los ojos.
—Estoy calmado —le dijo.
Ella alargó la mano, frotó la línea de tiza y salió. Su olor se apoderó de él.
—¿Qué camino? —preguntó.
—Este —dijo—. No, espera, sureste. Va a volver exactamente por donde vinimos.
—Lamento haberte asustado —dijo mientras salían del edificio.
Puso los ojos en blanco.
—No me das tanto miedo.
El alivio lo inundó. Le enseñó sus colmillos, fingiendo gruñir.
—Puaj. Tonterías. Nada de lo que hagas me asusta, Derek. Trata con ello.
—Entonces voy a tener que esforzarme más.
—Intentalo.