16

No había sabido nada de Myû desde que nos habíamos despedido en el puerto de la isla. Era muy extraño. Había prometido ponerse en contacto conmigo, tanto si descubrían algo como si no sobre Sumire. No podía creer que me hubiese olvidado, tampoco era el tipo de persona que habla por hablar. Tal vez no encontrara, por alguna razón, la manera de ponerse en contacto conmigo. Pensé en llamarla yo. Pero no sabía su nombre. Tampoco sabía el nombre de su empresa, ni el de su oficina particular. Sumire no había dejado tras de sí ninguna pista concreta.

En el contestador automático del piso de Sumire, permaneció el mismo mensaje durante un tiempo; después desconectaron el aparato. Pensé en llamar a sus padres. Pero tampoco sabía su número de teléfono. Por supuesto, podía averiguarlo fácilmente buscando la clínica dental de su padre en las páginas amarillas de Yokohama, pero no llegué a hacerlo. Fui a la biblioteca y hojeé los periódicos de agosto. En la sección de sucesos había varios artículos sobre ella. «Una turista japonesa de 22 años desaparece mientras viaja por una isla griega. La policía local prosigue las investigaciones, pero sigue sin haber pistas. De momento, se desconocen las circunstancias de su desaparición». Sólo se decía eso. No ponía nada que yo no supiera. No eran pocos los turistas que desaparecían durante un viaje al extranjero. Ella sólo era una más.

Dejé de seguir las noticias. Fuera cual fuese el motivo de su desaparición, o el curso de las investigaciones, una sola cosa era cierta: si Sumire regresaba, se pondría en contacto conmigo. Para mí, eso era lo principal.

Terminó septiembre, el otoño pasó en un abrir y cerrar de ojos, llegó el invierno. El 7 de noviembre fue el vigésimo tercer cumpleaños de Sumire; el 9 de diciembre fue mi vigésimo quinto cumpleaños. Empezó el año, terminó el curso[11]. El Zanahoria pasó a quinto, a otra clase, sin ocasionar más problemas. No volví a hablar con él sobre los hurtos del supermercado. Sólo con mirar su cara comprendía que no era necesario.

Como ya no era el tutor de su hijo, las ocasiones de ver a mi «novia» dejaron de propiciarse. Creo que fue lo mejor, tanto para ella como para mí. Así todo pasó a formar parte del pasado. No obstante, a veces añoraba el calor de su piel y estuve a punto de llamarla en varias ocasiones. Lo que me detuvo fue el tacto de la llave del almacén, aquella tarde de verano, y el tacto de la pequeña mano del Zanahoria dentro de la mía.

A veces me acordaba del Zanahoria. «¡Qué niño tan extraño!», pensaba cada vez que lo veía en la escuela. ¿Qué pensamientos debían de ocultarse tras aquel rostro delgado y apacible? Imposible adivinarlo. Pero yo estaba seguro de que eran muchas las ideas que le rondaban por la cabeza. Y de que aquel niño tenía la capacidad de realizarlas raudo, con precisión, cuando era necesario. Percibía una especie de profundidad en su interior. Creo que fue bueno que aquella tarde, en la cafetería, le hablara con sinceridad de mis sentimientos. Para él, pero también para mí. Más para mí que para él. Aquel día, él me comprendió, me aceptó —pensándolo bien, es extraño hablar así—. Incluso me perdonó. Ni más ni menos.

¿Cómo serán los días (en la etapa de crecimiento, una etapa tan larga que parece eterna) por los que deberá abrirse camino un niño como el Zanahoria hasta hacerse adulto? Días duros, sin duda. Los momentos duros son más frecuentes que los que no lo son. Desde mi propia experiencia puedo hacerme una idea aproximada de esa dureza. ¿Llegará a amar a alguien? ¿Lo aceptará esa persona a él? Sin embargo, no hace falta decir que no sirve de nada que piense en ello en estos momentos. Cuando se gradúe, saldrá a un extenso mundo que no tendrá relación alguna conmigo. Y, además, yo ya tengo mis propios problemas en los que pensar.

Fui a la tienda de discos, compré un CD con las canciones de Mozart cantadas por Elisabeth Schwarzkopf y las escuché muchas veces. Amaba la hermosa quietud que contenían. Al cerrar los ojos, la música me devolvía a aquella noche en la isla griega.

Lo único que me dejó Sumire, aparte de algunos vívidos recuerdos (entre ellos, por supuesto, el del violento deseo sexual que sentí la tarde de la mudanza), eran algunas largas cartas y un disquete. Leí aquellos documentos cientos de veces. Los releí con tanta atención que casi me los aprendí de memoria. Y sólo con releerlos volvía a compartir el tiempo con Sumire, podía unir mi corazón al suyo. Eso me reconfortaba más que nada en el mundo. Como si, desde la ventanilla de un tren que atravesara un vasto páramo en medio de la noche, vislumbraras la pequeña luz de una granja. En un instante queda atrás, absorbida por las tinieblas. Pero si cierras los ojos, ese punto de luz permanece un tiempo, pálido, en tu retina.

A medianoche me desperté, salté de la cama (de todos modos, no podría volver a conciliar el sueño), me hundí en el sofá y, mientras escuchaba a Elisabeth Schwarzkopf, fui rememorando mis recuerdos de la isla griega. Revivo cada escena, una a una, como si fuese volviendo en silencio las páginas de un libro. La hermosa playa desierta, el café al aire libre delante del puerto. La mancha de sudor en la espalda del camarero. Me represento el noble perfil de Myû, reproduzco en mi cabeza los destellos del Mediterráneo que veía desde la terraza. El desafortunado héroe empalado irguiéndose en la plaza. Y la música griega que llegaba de la cima del monte a medianoche. Recuerdo con toda su viveza la mágica luz de la luna y el misterioso eco de la música. La sensación de disociación que tuve cuando fui arrancado del sueño por aquella música lejana. Aquel dolor a medianoche falto de esencia, como si un objeto afilado se clavara en mi cuerpo insensible.

En el sofá, mantengo unos instantes los ojos cerrados, después los abro. Aspiro en silencio, espiro. Voy a pensar en algo, después intento no pensar en nada. Sin embargo, entre una cosa y otra no hay, en realidad, una gran diferencia. No puedo discernir una cosa de otra, algo que existe de algo que no existe. Miro por la ventana. El cielo se vuelve blanco, las nubes corren, los pájaros cantan, se levanta un nuevo día para apropiarse de las conciencias de todos los que habitan este planeta.

Volví a ver a Myû una vez en Tokio. Era un templado domingo de marzo, medio año después de la desaparición de Sumire. El cielo estaba uniformemente cubierto de bajos nubarrones y parecía a punto de llover. Desde la mañana, nadie perdía de vista su paraguas. Yo iba a visitar, por cierto asunto, a unos parientes que viven en el centro de la ciudad cuando, a medio camino, en Hiroo, en el cruce de Meiji-ya, vi un Jaguar azul marino que avanzaba a través del embotellamiento. El Jaguar circulaba por el carril izquierdo, de sentido obligatorio, justo al lado del taxi en el que yo iba montado. Me fijé en el coche porque lo conducía una mujer de magnífica cabellera blanca. El azul marino impoluto del coche y el pelo blanco de la mujer ofrecían, incluso de lejos, un vivo contraste. Yo la había visto siempre con el pelo negro, así que me costó asociar ambas imágenes, pero era Myû, sin duda. Tan hermosa como antes, con aquella encantadora sofisticación. La blancura abrumadora de su pelo le confería un aire resuelto, casi mítico, un gran atractivo. Sin embargo, aquella Myû no era la mujer de la que yo me había despedido agitando la mano en la isla griega. Sólo había pasado medio año, pero se había convertido en una mujer completamente distinta. Por supuesto, el color del pelo había cambiado. Pero no era sólo eso.

Es como la muda vacía que dejan tras de sí diversos animales… Ésa fue la primera impresión que me produjo. Myû me recordó una habitación vacía después de que todo el mundo la haya abandonado. Algo precioso en extremo (lo que había atraído fatalmente a Sumire con la fuerza de un remolino, lo que me había hecho estremecer a mí en la cubierta del ferry) se había perdido para siempre. Y lo que había quedado en ella no era la existencia sino la ausencia. No era el calor de la vida, sino la quietud del recuerdo. La blancura inmaculada de su pelo hacía pensar inevitablemente en el color de los huesos blanqueados por el paso del tiempo. Durante unos instantes no pude exhalar el aire que había aspirado.

El Jaguar que conducía Myû corría a veces por delante del taxi, a veces por detrás, pero ella no se dio cuenta de que la estaba observando desde tan cerca. Tampoco traté de llamarla. No hubiese sabido qué decirle y, además, las ventanillas del Jaguar estaban completamente cerradas. Myû tenía ambas manos sobre el volante, conducía sentada con la espalda recta, concentrada en la escena que tenía ante sí. Tal vez estuviera absorta pensando en algo. O tal vez estuviera escuchando con atención el Arte de fuga por el estéreo del coche. Desde el principio hasta el final no se le descompuso su expresión severa, fría como la nieve, apenas pestañeó. Poco después, el semáforo cambió a verde, el Jaguar avanzó en línea recta en dirección a Aoyama y mi taxi quedó atrás esperando su turno para girar a la derecha.

«Ya ves, continuamos viviendo, cada uno a su manera, incluso ahora», pensé. Por profunda y fatal que sea la pérdida, por importante que sea lo que nos han arrancado de las manos, aunque nos hayamos convertido en alguien completamente distinto y sólo conservemos, de lo que antes éramos, una fina capa de piel, a pesar de todo, podemos continuar viviendo, así, en silencio. Podemos alargar la mano e ir tirando del hilo de los días que nos han destinado, ir dejándolos luego atrás. En forma de trabajo rutinario, el trabajo de todos los días…, haciendo, según cómo, una buena actuación. Al pensarlo, me sentí terriblemente vacío.

Quizás, al volver a Japón, le fue imposible ponerse en contacto conmigo. No, más bien debió preferir guardar silencio y perderse en algún lugar remoto sin nombre, llevándose sus recuerdos. Eso es lo que imaginé. No pude recriminárselo. Y, por supuesto, no sentí odio hacia ella, ni nada parecido.

En aquel momento, la imagen que me vino a la cabeza fue la de la estatua de bronce del padre de Myû irguiéndose en algún pueblo entre las montañas al norte de Corea del Sur. Imaginé la pequeña plaza, la hilera de casas bajas, la estatua cubierta de polvo. En aquellos parajes, el viento sopla con fuerza y todos los árboles se doblan adoptando formas irreales. No sé por qué, pero, en mi mente, la imagen de esa estatua se fue solapando con la imagen de Myû, las manos sobre el volante, hasta convertirse en una.

Quizá todas las cosas ya estén perdidas de antemano secretamente en algún lugar remoto. Al menos existe un lugar tranquilo donde todas las cosas van fundiéndose, unas sobre otras, hasta conformar una única imagen. A medida que vamos viviendo no hacemos más que descubrir, una tras otra, como si tirásemos de un hilo muy fino, esas coincidencias. Cerré los ojos e intenté recordar el mayor número de cosas bellas perdidas. Intenté retenerlas en mi mano. Aunque sólo fuera un instante.

Sueño. A veces pienso que es la única acción correcta que puedo hacer. Soñar, vivir en el mundo de los sueños… Tal como escribió Sumire. Pero no dura mucho. La vigilia siempre acaba apoderándose de mí.

Me despierto a las tres de la madrugada, enciendo la luz, me incorporo sobre la cama y contemplo el teléfono a la cabecera. Imagino a Sumire en una cabina encendiendo un cigarrillo y marcando mi número de teléfono. Su pelo está alborotado, lleva una chaqueta masculina de tweed demasiado grande, los calcetines de diferente par. Frunce el entrecejo, de vez en cuando se sofoca con el humo del cigarrillo. Tarda tiempo en marcar correctamente mi número hasta el final. Pero su cabeza está llena de cosas que tiene que decirme. Puede que esté hablándome hasta que amanezca y ni siquiera entonces acabe. Por ejemplo, de la diferencia entre «signo» y «símbolo». El teléfono parece que va a sonar de un momento a otro. Pero no suena. Y yo, todavía acostado, me quedo eternamente mirando un aparato que continúa en silencio.

Pero el teléfono sonó una vez. Sonó de verdad, ante mis ojos. Haciendo vibrar el aire del mundo real. Descolgué de inmediato.

Diga.

—¡Oye! ¡Ya estoy de vuelta! —exclamó Sumire. De un modo muy natural. Muy real—. Me ha pasado de todo, pero, en fin, ya he vuelto. Ha sido como La Odisea de Homero resumida en menos de cincuenta palabras.

—¡Qué bien! —dije. Aún no acababa de creérmelo. Que estaba oyendo su voz. Que estaba pasando de verdad.

¿Qué bien? —preguntó Sumire frunciendo (tal vez) el entrecejo—. ¿Y qué quieres decir con eso? Vuelvo después de sudar sangre, de tener todo tipo de experiencias inimaginables, si te las contara una a una, no acabaría, ¿y a ti sólo se te ocurre decir «¡Qué bien!»? ¡No me lo puedo creer! ¡Pero vamos! Frase tan ingeniosa, tan rebosante de calidez y humanidad, guárdatela para los niños de tu clase cuando, al fin, aprendan a multiplicar.

—¿Dónde estás ahora?

¿Que dónde estoy? ¿Y dónde crees que estoy? Dentro de una vieja, añorada cabina telefónica. Por las cuatro paredes de esta pobre caja cuadrada hay pegados anuncios de servicios de contacto telefónico y otros de esas empresas de financiación que son un puro timo. Del cielo cuelga una media luna de tonos enmohecidos y, por el suelo, hay esparcidos montones de colillas. Miro a mi alrededor, pero no logro descubrir nada que tenga el mínimo calor humano. Es una cabina telefónica intercambiable, simbólica. ¿Dónde se encuentra? No estoy segura. Todo es demasiado simbólico. Además, ya me conoces, ¿no? Nunca sé dónde estoy. Nunca logro explicarlo bien. Los taxistas siempre me riñen: «A ver, ¿adónde diablos quieres ir?», gruñen. Pero no creo que esté demasiado lejos. Me parece que está muy cerca.

—Voy a buscarte.

—Me encantará que lo hagas. Averiguo dónde estoy y te llamo otra vez. Además, me he quedado sin monedas. Espérame, ¿eh?

—Tenía muchas ganas de verte —dije.

—Yo también tenía muchas ganas de verte a ti —dijo Sumire—. Después de dejar de verte lo comprendí todo muy bien, a la perfección. Lo vi tan claro como si todos los planetas, de mutuo acuerdo, se hubiesen alineado uno junto al otro. Que te necesito de verdad. Que tú eres una parte de mí, que yo soy una parte de ti. Oye, creo que en algún lugar (no sé dónde, en alguna parte) he degollado algo. Con el cuchillo afilado y el corazón de piedra. Simbólicamente, como cuando hacían las puertas en China. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Creo que sí.

—Ven a buscarme.

La llamada se cortó de repente. Todavía con el auricular en la mano, me quedo contemplándolo un rato. Como si el auricular fuese, en sí mismo, un mensaje importante. Como si su color o su forma contuvieran algún significado implícito. Me lo pienso mejor y cuelgo. Me siento en la cama, espero a que suene de nuevo. Me apoyo en la pared y respiro lentamente, en silencio, fijando la atención en un punto del espacio, ante mis ojos. Compruebo los lazos entre un tiempo y otro tiempo. El teléfono no suena. Un silencio sin promesas llena indefinidamente el aire. Pero yo no tengo prisa. No hay por qué apresurarse. Estoy preparado. Puedo ir a cualquier parte.

¿Verdad que sí?

Sí.

Salto de la cama. Descorro las viejas cortinas quemadas por el sol, abro la ventana. Me asomo, alzo los ojos hacia un cielo todavía oscuro. En él, no hay duda, flota una media luna de tonos enmohecidos. Con eso basta. Estamos mirando la misma luna del mismo mundo. Estamos ligados a la realidad por una sola línea. Seguro. Sólo tengo que ir tirando de ella en silencio.

Luego extiendo los dedos y contemplo las palmas de las manos. Busco en ellas rastros de sangre. Pero no hay rastros de sangre. Ni el olor de la sangre, ni rigidez. Quizá se haya filtrado ya hacia algún lugar.