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DOCUMENTO 1
Cuando te disparan, sangras
Yo, ahora, como conclusión provisional a un largo destino (¿existirán, en realidad, otros frutos del destino aparte de los provisionales?; interesante cuestión, pero dejémosla correr), estoy en esta isla griega. Una pequeña isla que, hasta hace poco, ni había oído nombrar. Ahora son… las cuatro de la madrugada pasadas. Todavía no ha amanecido, claro. Las cándidas ovejas están sumidas en su apacible y colectivo sueño. Al otro lado de la ventana, las hileras de olivos siguen succionando el alimento de las tinieblas. Sobre los tejados, nuestra amiga la luna, parecida a un monje melancólico, sostiene fríamente entre las manos la ofrenda de un mar estéril.
Me encuentre en la parte del mundo en que me encuentre, ésta es la hora que prefiero sobre todas las demás. Esta hora es sólo mía. Yo, ante la mesa, escribo. Pronto amanecerá. Como Buda, nacido del costado de su madre (¿era el derecho, el izquierdo?), un nuevo sol asomará de súbito por el extremo de las montañas. Pronto, la siempre discreta Myû despertará en silencio. A las seis prepararemos un desayuno sencillo, desayunaremos y emprenderemos el camino hasta la hermosa playa de siempre, al otro lado del monte. Antes de que empiece así nuestra jornada cotidiana, yo (me arremango y) me dispongo a terminar este trabajo.
Exceptuando unas cuantas cartas largas, hace mucho tiempo que no escribo nada puramente personal, así que no confío demasiado en poder expresarme bien. De hecho, confianza en «poder expresarme bien», ¿la habré tenido alguna vez en la vida? Yo sólo escribía porque no podía estar sin escribir.
¿Por qué no podía estar sin escribir? La razón es muy clara. Para reflexionar sobre algo, yo, previamente, necesitaba plasmar ese algo por escrito.
Ha sido así desde mi infancia. Cuando no entiendo algo, recojo, una tras otra, las palabras esparcidas a mis pies y las conformo en frases. Si no funciona, vuelvo a mezclar las palabras y las ordeno otra vez dándoles una forma distinta. Tras repetir varias veces el mismo proceso, al fin soy capaz de pensar como el resto de los mortales. Escribir jamás me ha parecido duro o pesado. Igual que otros niños recogían hermosas piedras o bellotas, yo escribía con entusiasmo. Tomaba papel y lápiz y, con la misma naturalidad con la que respiraba, escribía una frase tras otra. Y pensaba.
Quizá me digas que seguir todo este proceso cada vez que tienes que pensar algo es una pérdida de tiempo, y que es muy lento llegar a una conclusión. O quizá no lo digas. Pero sí, de hecho, se tarda tiempo. Cuando entré en primaria, la gente se preguntaba, incluso, si yo no sería «retrasada mental». Era incapaz de seguir el ritmo de los demás niños de la clase.
La conciencia de inadaptación que me provocaba ese desfase había decrecido considerablemente al acabar primaria. Había aprendido, hasta cierto punto, cómo adaptarme al mundo circundante. Pero aquel desfase permaneció en mi interior hasta después de cortar mis relaciones con la sociedad. Como una serpiente sin voz entre la maleza.
Y aquí tenéis mi tesis provisional.
Habitualmente, tomo conciencia de mi identidad en forma de palabras.
¿Sí?
¡Pues sí!
Por esta razón llevo escrita hasta ahora una enorme cantidad de textos. De manera cotidiana —casi diaria—. Como si fuese cortando, yo sola, con diligencia, la hierba de una extensa pradera que creciera sin descanso a enorme velocidad. Hoy aquí, mañana allá… Tras dar una vuelta completa, cuando regreso al punto de partida, la hierba vuelve a estar tan alta como al principio.
Sin embargo, después de conocer a Myû, casi dejé de escribir. ¿Por qué? La teoría de K. sobre ficción = transmisión es bastante convincente. Probablemente acierte en parte. Pero tengo la impresión de que hay algo más. Intentaré pensar de manera más simple. Simple. Simple.
Quizás yo, en definitiva, dejé de pensar —por supuesto, lo que yo entiendo por pensar—. Me pegué a Myû como una cuchara sobre otra y, junto a ella, me dejé arrastrar a donde fuera (a cualquier parte), pensando: «¡Bueno, ya me está bien!».
En otras palabras, para seguir a Myû he tenido que aligerar al máximo mi equipaje. Incluso el acto básico de pensar se había convertido en un fardo demasiado pesado. En resumen, que debe de ser únicamente eso.
Por más que crezca la hierba, a mí (¡bah!) ¿qué más me da? Tumbada en el prado, con los ojos fijos en el cielo, veo cómo pasan las nubes blancas. A ellas confío mi suerte. Me abandono en secreto al olor de la hierba lozana, al susurro del viento. Ha dejado de importarme, incluso, la diferencia entre lo que sé y lo que no sé.
No, no es cierto. Eso no me ha importado desde el principio. Tengo que hablar con más exactitud. Exactitud. Exactitud.
Pensándolo bien, mi regla básica al escribir ha sido siempre ésta: plasmar por escrito lo que (creo que) conozco como si «no lo conociera». Pensar: «¡Ah, esto ya lo sé! ¡No vale la pena escribir sobre ello!», es el fin. Quizá no vaya a ninguna parte. Pondré un ejemplo concreto: si pienso (o si piensas) confiadamente de alguien que te rodea: «¡Ah! Lo conozco muy bien. No hace falta que pierda el tiempo pensando en él. No hay problema», tal vez salgas trasquilado. Detrás de lo que creemos conocer de sobra se esconde una cantidad equivalente de desconocimiento.
La comprensión no es más que un conjunto de equívocos.
Ésta (y que quede entre nosotros) es mi simple manera de conocer el mundo.
En nuestro mundo, «lo que sabemos» y «lo que no sabemos» coexisten en una nebulosa, fatalmente unidos, como hermanos siameses. Caos, caos.
¿Quién diablos puede distinguir el mar de lo que en él se refleja? ¿Puedes tú distinguir entre la lluvia que cae y la soledad?
Así pues, renuncio con gallardía a separar el conocimiento del desconocimiento. Éste es mi punto de partida. Un terrible punto de partida, tal vez. Pero las personas necesitan partir de algún punto. ¿No es así? En consecuencia, tema y estilo, sujeto y objeto, causa y consecuencia, yo y las articulaciones de mis manos, todo se toma como una unidad indivisible. Todo el polvo esparcido por el suelo de la cocina es una única cosa, una mezcla de sal y pimienta y harina y fécula de patata.
Yo y mis articulaciones… Me descubro a mí misma ante el ordenador haciendo crujir los dedos. Poco después de dejar de fumar renació este vicio. Primero hago crujir las articulaciones de los cinco dedos de la mano derecha, ¡crac!, ¡crac!, luego las articulaciones de los cinco dedos de la izquierda. No es que me enorgullezca de ello, pero puedo hacer un ruido fortísimo. Un ruido seco, siniestro, como si con las manos desnudas le rompiera a alguien el cuello. Cuando estudiaba primaria no había en la escuela ningún niño que me ganara.
Poco después de entrar en la universidad, K. me hizo saber discretamente que no era una habilidad digna de alabanza. Que una chica, llegada a cierta edad, no debe hacer crujir con tanto entusiasmo los dedos, al menos en presencia de los demás. Que parecía la Lotte Lenya de Desde Rusia con amor. Pero entonces, ¿por qué nadie me lo había dicho antes? Yo pensé: «¡Ah, claro!», y me esforcé en desterrar aquel vicio. A mí me encantaba Lotte Lenya, pero no quería parecerme a ella. Después de dejar de fumar, me descubrí a mí misma sentada ante la mesa haciendo crujir los dedos sin darme cuenta: ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! ¡Crac! Mi nombre es Bond. James Bond.
Como iba diciendo. Tengo poco tiempo. No puedo andarme con rodeos. Dejemos a Lotte Lenya. No me sobra el tiempo para perderlo en metáforas. Ya he afirmado antes que dentro de nosotros coexisten inevitablemente «lo que (creo que) sé» y «lo que no sé». A la mayoría de la gente le conviene vivir levantando un biombo que las separe. Porque es más cómodo, más práctico. Pero yo, simplemente, he quitado el biombo. Porque no he podido evitarlo. Porque odio los biombos. Porque yo soy así.
Si se me permite usar otra vez el ejemplo de los hermanos siameses, éstos no tienen por qué llevarse siempre bien. No tienen por qué esforzarse siempre en comprenderse el uno al otro. Lo más frecuente es, más bien, lo contrario. La mano derecha no sabe lo que hace la izquierda y la izquierda no sabe lo que hace la derecha. Entonces nos sentimos confusos, nos perdemos… y chocamos contra algo. ¡Badabum!
Con esto quiero decir que una persona, para lograr que «lo que (cree que) sabe» y «lo que no sabe» coexistan en paz, necesita una hábil estrategia. Esta estrategia —¡sí, lo has adivinado!— consiste en pensar. En otras palabras, en mantenerse firmemente sujeto a algo. De otro modo, no lo dudes, emprenderás un estúpido e irremediable «rumbo al desastre».
Una pregunta.
¿Qué debe hacer, entonces, una persona para evitar el choque (¡badabum!) si no piensa en serio (tumbada en el prado, contemplando plácidamente las blancas nubes del cielo, escuchando el rumor de la hierba al crecer)? ¿Es difícil? No, ¡qué va! Expresado con pura lógica es sencillo. C’est simple. Lo que se debe hacer es soñar. Soñar y soñar. Entrar en el mundo de los sueños y no salir de él. Vivir allí eternamente.
En los sueños no es preciso hacer distinciones. No lo es en absoluto. En primer lugar, en los sueños no existen fronteras. Y, por lo tanto, apenas hay colisiones. Y, aunque las hubiera, no dolería. La realidad es distinta. La realidad muerde. La realidad. La realidad.
Hace tiempo, cuando se estrenó Grupo salvaje, de Sam Peckinpah, en la rueda de prensa una periodista alzó la mano y preguntó en tono inquisitivo: «¿Qué necesidad creen que hay de mostrar tanta sangre?». Ernest Borgnine, uno de los actores, respondió con aire perplejo: «Pero, señora, es que, cuando te disparan, sangras». La película se filmó en plena época de la guerra del Vietnam.
Me gusta esta frase. Posiblemente sea uno de los principios básicos de la realidad. Aceptar las cosas difíciles de desentrañar como cosas difíciles de desentrañar, aceptar el hecho de sangrar. Disparar y sangrar.
Es que, cuando te disparan, sangras.
Era justamente por eso por lo que yo escribía. Pienso, en el sentido habitual del término. Y en el territorio anónimo que se encuentra en la prolongación del pensamiento concibo un sueño: un feto ciego llamado comprensión flota en un líquido amniótico opresivo y vacío llamado incomprensión. Tal vez sea ésta la causa de que mis novelas se alarguen sin medida, de que se me escapen de las manos. Yo aún no puedo mantener una línea de suministro de esta envergadura. Ni técnica, ni moralmente.
Pero esto no es una novela. ¿Cómo podría llamarlo?… En suma, sólo son frases. No es preciso pulirlas. De momento sólo estoy pensando en voz alta. No tengo aquí ningún deber moral. Yo…, pues sí, yo sólo estoy pensando. Hace tiempo que no pensaba nada y quizá tarde mucho tiempo en volver a hacerlo. Pero ahora estoy pensando. Seguiré haciéndolo hasta el amanecer.
Con todo, no puedo olvidar mis viejas y oscuras dudas de siempre. ¿Debo consagrar mis energías y mi tiempo a un propósito tan inútil? ¿Debo ir acarreando, uno tras otro, pesados cubos de agua a un lugar embarrado tras una larga lluvia? ¿No debería dejarme de esfuerzos inútiles y abandonarme, simplemente, a la corriente?
¿Colisión? ¿Y esto qué es?
Digámoslo con otras palabras.
¿Pero con qué otras palabras podría explicarlo?
¡Ah, sí!… ¡Ya lo tengo!
Si voy a seguir escribiendo sin ton ni son, será mejor que me meta en la cama, bien calentita, y me masturbe pensando en Myû. A esto me refiero.
Me encanta la curva de su culo, me gusta su cabello, blanco como la nieve. En contraste con su pelo inmaculado, el vello púbico es negrísimo y tiene una forma preciosa. Enfundado en unas pequeñas bragas negras, su culo también es sexy. Pienso sin descanso en su vello púbico, en forma de T, tan negro como las bragas que lo cubren.
¡Debo dejar de pensar en estas cosas! ¡Basta! Voy a cortar este hilo de fantasías sexuales, no me lleva a ninguna parte (¡clic!), voy a concentrarme, de momento, en la escritura. Debo aprovechar al máximo esto que vale y lo que no vale, eso le corresponde a otra persona que está en algún otro lugar. Y a mí, en estos momentos, me interesa menos ese alguien que un vaso de mugicha.
¿Sí?
Pues sí.
Prosigo, entonces.
Dicen que introducir un sueño (real o inventado) en una novela es una opción arriesgada. Que sólo unos pocos escritores bendecidos por el talento logran reformular con palabras la irracional composición de los sueños. No pongo ninguna objeción. A pesar de ello, quiero contar uno. Es un sueño reciente. Lo describiré como un hecho auténtico relacionado conmigo misma. Yo sólo soy una honrada guardiana del almacén. No respondo de la calidad literaria.
A decir verdad, he tenido varias veces sueños parecidos. Los detalles son distintos. El escenario es distinto. Pero están cortados por el mismo patrón. También el dolor que siento al despertarme (en intensidad y duración) es similar. En ellos se repite, una vez tras otra, el mismo tema. Como un tren que, en la noche, hace sonar siempre su silbato ante una curva sin visibilidad.
El sueño de Sumire
(Este trozo voy a narrarlo en tercera persona. Así sonará más auténtico).
Sumire subía por una escalera de caracol para reunirse con su madre que había muerto mucho tiempo atrás. Su madre la esperaba arriba. Tenía algo que comunicarle. Una información importantísima que Sumire debía conocer para seguir viviendo. Sumire temía aquel encuentro. Era la primera vez que veía a un muerto y, además, no sabía cómo era su madre. Tal vez ésta —por alguna razón desconocida— sintiera hacia ella hostilidad o malevolencia. Pero tenía que verla. Era su primera y última oportunidad.
La escalera era muy larga. Subía y subía, pero no llegaba arriba del todo. Sumire, jadeante, proseguía la ascensión a paso rápido. El tiempo se acababa. Su madre no iba a quedarse eternamente dentro de aquel edificio. Su frente se perlaba de sudor. Y, al final, la escalera acababa.
En lo alto había un amplio rellano con una pared al fondo. Un sólido muro de piedra. Justo a la altura de su rostro, se abría un agujero redondo parecido a un respiradero. Un pequeño agujero de unos cincuenta centímetros de diámetro. Y la madre de Sumire estaba allí incrustada, en una posición incómoda, como si la hubieran embutido en el agujero a la fuerza, empezando por los pies. Sumire comprendía que su tiempo había acabado.
Tendida en el angosto agujero, la madre tenía la cara vuelta hacia Sumire y la miraba de frente. Como si le suplicara algo. En cuanto la vio, Sumire supo que aquella mujer era su madre. Era quien le había dado la vida y la carne. Sin embargo, por una razón u otra, no era la misma persona que aparecía en las fotografías del álbum familiar. «¡Mi auténtica madre es más hermosa, más joven! ¡Así que aquélla no era mi madre de verdad!», pensaba Sumire. «Mi padre me engañaba».
—¡Mamá! —la llamó armándose de valor. Sintió cómo un tabique se derrumbó dentro de su corazón. Sin embargo, en cuanto Sumire pronunció esta palabra, la madre fue arrastrada hacia el fondo del agujero como si un vacío gigantesco la succionase desde el otro lado. La madre abrió la boca, se dirigió a Sumire y le gritó algo. Pero, por culpa del sonido hueco del viento que penetraba por los resquicios del agujero, sus palabras no llegaron a los oídos de Sumire, Al instante siguiente, la madre ya había desaparecido, arrastrada hacia las tinieblas del fondo del agujero.
Al volverse, Sumire vio que la escalera se había desvanecido. Ahora la circundaba una pared de piedra. En el lugar donde había estado la escalera, se abrió entonces una puerta de madera. Sumire hizo girar el pomo y la puerta se abrió hacia dentro. Al otro lado estaba el cielo. Ella se encontraba en la cima de una alta torre. Al mirar hacia abajo, la altura la cegó. Por el cielo volaban una infinidad de objetos parecidos a aeroplanos. Eran simples aeroplanos de una sola plaza que cualquiera podía construir. Hechos con bambú y ligeras piezas de madera. En la parte posterior del asiento llevaban una hélice y un motor del tamaño de un puño. Sumire pedía a gritos a los pilotos que la rescataran. Pero éstos ni la miraban.
«Con estas ropas nadie puede verme», pensó Sumire. Llevaba una bata, larga y blanca, anónima, como las de los hospitales. Se deshizo de ella y se quedó desnuda. Debajo no llevaba nada. Arrojó la bata que acababa de quitarse al vacío, al otro lado de la puerta. Y ésta, como alma liberada, desapareció en la lejanía cabalgando en el viento. El mismo viento que acariciaba el cuerpo de Sumire y arremolinaba su vello púbico. De repente, se dio cuenta de que todos los pequeños aeroplanos que habían estado volando hasta entonces a su alrededor se habían convertido en libélulas. El cielo estaba lleno de libélulas multicolores. Sus enormes ocelos miraban en todas direcciones y brillaban. Y el batir de sus alas se intensificó más y más como si fuera aumentando el volumen de una radio. No tardó en convertirse en un estruendo insufrible. Sumire se puso en cuclillas, cerró los ojos y se tapó los oídos.
Entonces se despertó.
Sumire recordaba el sueño hasta en sus menores detalles. Incluso hubiese podido dibujarlo. Lo único que era incapaz de recordar era el rostro de la madre que desaparecía succionada hacia el agujero oscuro. También las preciosas palabras que ésta pronunciaba se perdían en el vacío más absoluto. Sumire, en la cama, mordió la almohada con violencia y lloró.
El barbero ya no hace agujeros.
Después del sueño tomé una determinación crucial. Por fin la punta de mi —a su manera— diligente pico ha empezado a golpear sobre roca sólida. ¡Crac! Le mostraré a Myû con claridad cuáles son mis deseos. No puedo continuar así, colgada toda la vida. No puedo ser como un tímido barbero que abre un agujero en el patio trasero de su casa y se asoma a su interior para confesar en secreto: «¡Amo a Myû!». Si esta situación se prolonga, yo me iré perdiendo poco a poco. Todos los amaneceres y todos los atardeceres irán arrancándome un pedazo tras otro. Dentro de poco, mi existencia se habrá diluido en la corriente y yo me habré convertido en «nada».
Las cosas son tan claras como el cristal de cuarzo. El cristal. El cristal.
Quiero abrazar a Myû, quiero que ella me abrace. Yo ya he entregado todo cuanto me importaba. Ya no quiero darles nada más. Aún no es demasiado tarde. Debo hacer el amor con Myû. Penetrar en su interior. Y que ella penetre en mi interior. Como dos voraces y aterciopeladas serpientes.
¿Y qué haré si Myû no me acepta?
En ese caso, tendré que aceptar las cosas como vengan.
—Es que, cuando te disparan, sangras.
Debe correr la sangre. Debo afilar mi cuchillo y degollar un perro en alguna parte.
¿Verdad que sí?
Pues sí.
Estas líneas son un mensaje que me mando a mí misma. Parecen un bumerán. Cuando lo arrojo, rasga las tinieblas en la lejanía, asusta la pequeña alma de algún desdichado canguro y, pronto, vuelve a mi mano. Pero el bumerán que retorna no es el mismo bumerán que yo he arrojado. Lo sé. Bumerán, bumerán.