CAPÍTULO SIETE

Unos años después volví a servir a la Iglesia Americana durante seis u ocho semanas. Renové muchas relaciones y amistades. Entre ellas estaba Albert Camus. Creo que almorzamos juntos dos veces durante mi primera semana de vuelta en París.

Nunca olvidaré el desfile del Día de la Bastilla. Invité a Albert a mi apartamento en la iglesia, que estaba en la ruta del desfile, de tal forma que pudimos disfrutar de una buena vista de las celebraciones. Vimos las bandas y las marchas militares en la calle, rodeadas de cientos de franceses que aplaudían. Camus me explicó la importancia del Día de la Bastilla, una conmemoración del día de 1789 en que el pueblo de París se alzó contra el Gobierno reaccionario de Luis XVI y tomó la Bastilla al asalto. Era una especie de simbolismo, porque fue la primera experiencia de libertad del pueblo.

—Antes de la Segunda Guerra Mundial, solía haber desfiles, música y bailes por las calles, pero durante la ocupación alemana las celebraciones dejaron de estar permitidas. Pasaron unos años tras la guerra antes de que se reanudaran los desfiles y aún, desde entonces, las celebraciones no han sido lo mismo. Ahora son mucho más sombrías. Se nota.

Según volvíamos a sentarnos, Camus admitió que había desarrollado un profundo interés por las causas del conflicto entre los hombres. Adquirió este interés durante la guerra y releyó a Tucídices y Herodoto en busca de una respuesta. Ambos escribieron bastante sobre las luchas entre los atenienses, las guerras entre griegos y persas y los tratados que acordaron y violaron. Las causas del conflicto entre los hombres les preocupaban incluso entonces, a pesar del hecho de que la guerra era tan normal como respirar en la antigua Grecia y de que era asumida como una parte de la vida cotidiana.

Camus dijo que la investigación le había consumido. Leyó con voracidad, siguiendo con atención el avance de las guerras a través de los siglos, pasando a la Ilíada de Homero y al largo y amargo camino de Troya. Después estudió lo acaecido en las guerras del Peloponeso y a Aníbal en la segunda guerra púnica, e incluso la guerra de 1877 entre los imperios ruso y otomano. Por último, hizo un estudio de la Primera y Segunda Guerra Mundial, concluyendo que cuando los pueblos se organizan en Estados, son empujados a luchar en guerras.

—La lucha por el poder —dijo él— es la más fundamental de las causas de la guerra. De hecho, la guerra en sí misma no es más que la lucha armada por el poder.

»Pero —prosiguió—, he llegado a la conclusión de que el poder en sí es neutro, ni bueno ni malo. La finalidad del poder es adquirir la capacidad de lograr las metas o los fines deseados y, generalmente, las naciones quieren el poder porque tienen miedo. Tienen miedo de otros. Tienen miedo de otras naciones, temen que alguien les quite sus negocios. Este temor intrínseco frente a cualquier otra nación les lleva a acumular armas y a intentar conseguir tanto poder como sean capaces de obtener; no sólo por lo que puedan hacer con él, sino por el poder en sí.

»El deseo de poder no es atractivo, es deplorable y rechazable pero también es inevitable. Las naciones quieren poder porque quieren seguridad y eso, casi siempre, lleva a alguna forma de dominación.

El jaleo del exterior se hizo más ruidoso e interrumpió su reflexión cuando, justo detrás de un grupo de tanques, pasó un coche descapotable con el general De Gaulle sentado sobre el respaldo del asiento trasero saludando a la gente. De pronto, ante lo que Camus justo acababa de decir, me di cuenta de que me había convertido en parte de la celebración de la libertad que vitoreaba las armas de la guerra. Si la libertad sólo se gana por medio de la revolución violenta y debe ser celebrada, me preguntaba si era cierto lo que Camus había dicho. ¿Son inevitables la guerra y la dominación, son otro ciclo de la vida que no se puede eludir, sólo sobrevivir?

Esto no era simple especulación ociosa. Era otro punto más que al final nos llevaba de vuelta a la cuestión de la Teodicea. Por ejemplo, un nombre de Dios en el Antiguo Testamento es «Señor Dios de los Ejércitos», que podría, no de forma inapropiada, ser traducido hoy como «General de los Ejércitos» (casualmente, el rango exacto concedido a George Washington). Cierto es que el Antiguo Testamento está lleno de relatos de espantosas guerras que en apariencia eran consentidas por Dios. Incluso Jesús mismo dijo que Él no había venido a traer la paz, sino la espada.

El desfile terminó después de varias horas y la multitud se dispersó lentamente. Las calles se quedaron vacías. Estábamos sumidos en nuestros pensamientos. Tras un silencio, Albert hizo la pregunta más fundamental. Estaba serio y parecía tener una honda preocupación:

—¿Cómo resuelven los filósofos cristianos y los teólogos el problema de la Teodicea?

Me detuve, pensando en cuál sería la mejor manera de abordar un tema de tan enormes proporciones. Contesté:

—Yo me he hecho esa misma pregunta muchas veces. Antes o después, cada uno de nosotros se pregunta cómo o por qué Dios puede amar, ejercer su omnipotencia y al mismo tiempo permitir que el mal y la desgracia se extiendan por el mundo que nosotros conocemos.

—Esa es la pregunta exacta que nos hacemos hoy y que la gente se ha hecho a lo largo de los siglos —replicó Camus.

—Hubo un tiempo —proseguí— en que yo pensaba que conocía todas las respuestas, pero el día que estuve en Auschwitz, el pronóstico de una mejor comprensión resultó de lo más esquivo. La crítica derrumbó cada una de las explicaciones, así que, también yo voy en pos de la verdad.

»Por supuesto, los teólogos y filósofos han intentado resolver este problema durante siglos. Como usted bien sabe, hubo un filósofo en el siglo XVII cuyo nombre era Leibniz, que creía que este es el mejor de los mundos posibles porque era imposible para Dios haber escogido cualquier otro. Según él, era imposible que el mundo careciera del mal. Dios usa el pecado, el mal y el sufrimiento como medios para magnificar y enaltecer su propia gracia y gloria. El razonamiento es que si Dios no hubiera permitido el pecado, se habría visto privado de la posibilidad de mostrar su propia misericordia benevolente. Esto habría frustrado la manifestación de la gloria divina como el bien que le llega al hombre a través de la gracia de Dios. El mal es necesario para el enriquecimiento de la complejidad de la vida, como los cuadros requieren contrastes de tonos y colores y las composiciones musicales necesitan ciertas asonancias. Una vida plena exige diversidad de experiencias. Es más, hombres y mujeres maduran emocionalmente con el sufrimiento. La experiencia les hace más fuertes.

»De acuerdo, tales explicaciones aparecen de una manera forzada y superficial. No es un gran consuelo para un hombre postrado por un cáncer el que deba haber algunas nubes en el horizonte de cada vida para conseguir el enriquecimiento interior, si es que sobrevive.

Camus respondió:

—Me ha recordado una novela satírica de Voltaire, Cándido, en la cual el desventurado Cándido cae de un mal extravagante y ridículo en otro, manteniendo siempre que «este es el mejor de los mundos posibles».

Tuve que asentir. Otra idea sobre la que conversamos fue sobre la estética o la teoría de la totalidad del mal, la idea de la bondad del todo. Según esta teoría, el mal —tanto moral como natural— es algo que parece existir desde la limitación de nuestro punto de vista humano. Si pudiéramos tener una visión de toda la historia del universo desde el punto de vista del todo, veríamos que, en última instancia, todas las cosas están interconectadas o relacionadas para llegar a producir la mayor armonía o bien.

Camus intervino aquí para continuar:

—Esta concepción del bien y el mal era una de las principales enseñanzas de la filosofía de la antigua Grecia conocida como estoicismo. Una de las ideas centrales de esta filosofía era que un logos, o razón, divino dirige el devenir del cosmos y la historia. Un fin y una razón divinos son la causa de todo lo que existe. El estoicismo cree en la unidad, la armonía y la bondad últimas del universo. Desde el punto de vista estoico, todo está gobernado por la razón y la ley divinas. El juicio de que hay mal en el mundo proviene de nuestra ignorancia del conjunto y de nuestra falta de sensibilidad para percibir el motivo y el propósito del conjunto de la totalidad de cuanto existe.

»Desde el punto de vista del conocimiento de Dios, que lo abarca todo, todas las cosas son buenas y bellas y reflejan un orden y un propósito últimos incluso cuando todo lo que está al alcance de nuestra vista es desagradable y pernicioso. Le corresponde a uno, entonces, sintonizar su mente y su alma con el logos divino y percibir la armonía última de las cosas. De esta forma, el individuo cultiva la perspectiva divina y se libera de la ansiedad y el temor, porque tiene confianza en el dominio de la razón. En este sentido, el conocimiento es un paso hacia la salvación. Por supuesto, todo esto se completa con la más que de sobra conocida doctrina del estoicismo de la resignación de los seres al papel que se les ha asignado. La idea queda expresada de forma bien elocuente en Epicteto:

Recuerda que eres un actor en una obra, y que el autor marca el estilo de la misma: si quiere que sea corta, será corta; si la quiere larga, larga. Si quiere que interpretes a un hombre pobre, deberás representar tu papel con todas tus facultades (…).

Porque lo que te compete es interpretar el personaje que se te ha asignado y hacerlo bien; a Otro pertenece la elección del reparto.

»Epicteto nos alienta a tener siempre presente un texto como este de Cleantes: “¡Condúceme, Oh Zeus soberano dominador del cielo, a donde quiera que te plazca!; no hay tardanza en mi obediencia. Si no quisiere, te seguiré gimiendo; y si soy malo, padeceré haciendo lo mismo que el bueno sufre de buen grado”. Los estoicos representan una larga tradición de gente reflexiva obligada a optar por el logos, Dios y la neutralidad en lugar de enfrentarse al abandono de Dios del mundo y experimentar la existencia racional. Expuse otra posible solución, la idea del libre albedrío: —Desde que Dios creó a hombres y mujeres con libre albedrío, que incluye la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, el sufrimiento no se debe a una incapacidad o injusticia por parte de Dios. Es culpa de los individuos que hacen un mal uso de su libertad y provocan sus propias penalidades. Habiéndole dado a la humanidad libertad de elección, no hay motivos para culpar a Dios por las consecuencias de esa libertad.

A esto, Camus respondió:

—Supongo, entonces, que la pregunta se convierte en: ¿cómo puede Dios dar libre albedrío conociendo, como debe, que lo usaremos tan mal? ¿Estaríamos todos mejor si tuviéramos menos libertad? Yo tiendo a pensar que no es así, pero quizá sea justo preguntar por qué Dios nos hizo como somos. Si hubiéramos sido creados con un poco más de deseo de hacer el bien y un poco menos de hacer el mal, podríamos haber estado mejor.

—La respuesta tradicional a ese argumento —dije— es que «Dios ha permitido nuestra libertad moral para establecer una especie de prueba a nuestra virtud». Si todos fuéramos buenos por naturaleza, habría muy poco que debatir sobre el bien contra el mal. Entonces aparece la defensa habitual: «¿No necesita el mundo algún tipo de mal para que podamos reconocer el bien?».

—Quizá —dijo Camus—, pero no puedo creer que necesitemos la cantidad de mal y sufrimiento que tenemos ahora en el mundo.

—No —afirmé.

Tenía que estar de acuerdo con él. Incluso si aceptáramos que Dios es omnisciente y omnipotente y pusiéramos la culpa del sufrimiento en las propias elecciones de los individuos, no habríamos resuelto aún el problema del mal. La defensa del libre albedrío, como mucho, parecía ser sólo una solución parcial.

—De nuevo, la historia de Job parece válida aquí —dijo Camus—. ¿Sería esto tolerable entre seres humanos? Por ejemplo, ¿qué diríamos de un padre que pegara a sus hijos para poner a prueba si le son leales?

—No, ciertamente, eso no sería en absoluto tolerable —contesté.

Camus preguntó entonces:

—¿No es este un caso en el que los cristianos se ven tentados de referirse a los «misteriosos designios de Dios»? ¿Debemos simplemente aceptar lo que hace Dios sin cuestionarlo, dado que no podemos entender su propósito último?

Mostré mi acuerdo.

—Para mí, esto contradice la creencia cristiana en un universo racional. En todos los argumentos que hemos hablado, la creencia en la omnipotencia de Dios y en la justicia perfecta ha sido una cuestión de creencia racional. Pero con los «misteriosos designios de Dios», ponemos en peligro la explicación racional. Admitimos que no podemos entender a Dios; ni siquiera somos capaces de entender o pensar racionalmente sobre estos temas.

—Sí, usted resuelve el problema del mal desechando la totalidad del debate —Camus rio.

—Albert, a través de los siglos, la gente se ha preguntado si nuestras tragedias y desventuras humanas son castigos de la mano de Dios. A veces, la gente ha llegado a la conclusión de que así es, de que incluso en esta vida, Dios dirige la buena fortuna hacia los rectos y castiga con desgracias a los que no lo son. Esta es la teoría, como recordará, que presentaron los amigos de Job: el sufrimiento es enviado de forma directa sobre los pecadores o sobre sus descendientes. Esta idea no ha sido nunca totalmente descartada por el pensamiento popular, pero ambos extremos de la teoría fueron rechazados de manera explícita por Cristo.

—Coincido con usted en que el sufrimiento ni es una consecuencia directa del pecado ni una recompensa justa por él —replicó Albert—. De hecho, en La peste, había un sacerdote jesuita que predicaba en la catedral un violento sermón sobre que la peste había sido enviada por Dios para castigar a la ciudad de Orán por sus perversidades.

Recordaba bien la novela. Un día, al comienzo de la primavera, una rata sale al exterior en una calle y muere. En los días siguientes, las ratas comienzan a aparecer tiradas por las calles hasta que los empleados de la limpieza de la ciudad se ven sobrepasados por la acumulación de animales muertos. Aunque hay ciertas sospechas sobre el fenómeno, ni siquiera los médicos lo toman en serio. Después de todo, son los años cuarenta; se supone que la sociedad tiene un gran control sobre su entorno. Los habitantes de la ciudad mueren a un ritmo de treinta por día, durante dos días seguidos, antes de que la ciudad se dé cuenta de que tiene un problema serio. Cuando se dan cuenta de que hay una epidemia de peste, el jesuita predica un sermón verdaderamente apocalíptico:

Si hoy la peste os atañe a vosotros, es que os ha llegado el momento de reflexionar. Los justos no han de temer nada, pero los malos tienen razón para temblar. En las inmensas trojes del universo, el azote implacable apaleará el trigo humano hasta que el grano sea separado de la paja. Habrá más paja que grano, serán más los llamados que los elegidos, y esta desdicha no ha sido querida por Dios.

—A continuación de este sermón, un niño de tres años cae con la peste —explicó Albert—. Durante la que resultará ser la noche de la muerte del pequeño, el padre Paneloux permanece a su lado. Al romper el alba el niño parece mejorar. Sin embargo es una mejora temporal. La enfermedad regresa con mayor intensidad hasta que una indescriptible agonía extingue la llama de su vida. De esta forma, la peste se cobra su primera víctima inocente. Parece que el silencio tras el estertor mortal llega desde lo más profundo del cosmos. No tiene sentido se mire por donde se mire.

—Está claro que esto es un error sobre las causas del sufrimiento y la desgracia y lo debemos rechazar de plano —dije, y Camus asintió—. Puede que no entendamos por completo a Dios y el universo pero podemos aceptar que Dios no esté tras el telón moviendo de forma directa los hilos de cada suceso, recompensando el bien y castigando el mal.

—Puedo estar perfectamente de acuerdo con eso —dijo Camus.

Le conté a Albert una historia de la Ilustración, en la cual, el tema del mal como castigo se presentaba con un gran problema. Un terremoto sacudió la tierra un domingo por la mañana, cuando la gente estaba rezando en la iglesia. Europa se sumió en una gran confusión, al considerar el hecho de que la gente devota tuvo más probabilidades de morir que los ateos que dormían la borrachera.

—En este caso, ¿tiene algún sentido decir que Dios está castigando o poniendo a prueba su fe? ¿Qué podría justificar un castigo que mató a los niños inocentes y perdonó a los culpables? ¿Qué podría justificar una «prueba» en la cual la gente muere sólo para ver si se mantienen con fe?

—Ahora, Howard —dijo Camus—, estoy ansioso por conocer lo que piensa usted acerca de este problema.

—Creo que prácticamente todas las dificultades que se nos presentan a la mayoría en relación con este tema surgen debidas al hecho de que a Dios se le adjudica la omnipotencia —contesté—. Creo que es importante, pues, asegurarse de que la omnipotencia se entiende de forma correcta.

Le hablé sobre un libro que C. S. Lewis había escrito unos años antes, titulado El problema del dolor. Decía: «Si Dios fuera bueno, Él desearía hacer a sus criaturas perfectamente felices y si Dios fuera todopoderoso, Él sería capaz de hacer lo que desease…».

A continuación, concluí:

—Yo creo que un buen comienzo sería que rechazásemos la noción de que omnipotente significa la capacidad de hacer cualquier cosa. Sé que las Escrituras nos cuentan que «con Dios, todas las cosas son posibles», pero esta afirmación implica también otra: «si es que no son un contrasentido». Algunos pueden preguntar si Dios es capaz de hacer una cuerda con un único extremo, o un círculo cuadrado, pero tales cosas no tienen sentido. La omnipotencia de Dios significa poder para hacer todo lo que es intrínsecamente posible. En otras palabras, se pueden atribuir milagros a Dios, pero no tonterías.

»El hecho de que Dios no pueda llevar a cabo aquello que sea un contrasentido, no contradice de ninguna manera la noción de que es también poderoso y capaz de llevar a cabo su voluntad. Esta es una intuición llena de sentido. Representa la tradición central de la filosofía cristiana como la expuso Tomás de Aquino: “Nada que implique contradicción se encuentra bajo la omnipotencia de Dios”.

»Se ha creído durante mucho tiempo que Dios se encuentra limitado por las leyes de la lógica. Si no tiene sentido hacer triángulos en los cuales la suma de sus ángulos interiores sea superior a 180 grados, sería igualmente un sinsentido esperar que Dios crease seres sin los peligros inherentes a su creación. Incluso Dios es incapaz de crear una comunidad interdependiente de personas sin producir también una situación en la cual el mal se extienda. En otras palabras, Dios no puede crear algo independiente y mantener el control completo sobre ello o limitarlo. Por ejemplo, no podemos disponer de un agua que sacie nuestra sed pero que no ahogue a la gente. Es imposible tener un fuego que caliente nuestros hogares pero que no abrase nuestra piel. Tampoco es posible para Dios crear mentes que sean libres y que no tengan la posibilidad del mal. Esto no es lo mismo que decir que la creación requiera el mal, sino que lo que afirmamos es la idea de que es absurdo esperar de Dios que haga unas criaturas que carezcan de las características y las posibilidades de ambos, el bien y el mal.

Albert asintió.

—Sin duda, estoy con usted, continúe.

—Déjeme exponerlo de otra forma. Lo que se afirma es la idea de que es absurdo esperar de Dios que hiciera unas criaturas que careciesen de las características de los seres creados. Tales seres creados tienen la capacidad de llevar a cabo lo que es bueno y lleno de amor pero también son capaces de hacer aquello que está mal.

»Yo sostengo que desde el momento en que vivimos en un mundo que es tanto bueno como malo, este mundo en el cual vivimos no está definitivamente creado, sino que está en el proceso de ser creado. En la medida en que es una creación que está siendo hecha, tenemos que esperarnos lo que nos encontramos: es decir, imperfección, algo sin terminar. Vivimos en un universo que no está completo. De esta manera, cuando nos atrevemos a no negar la realidad del dolor, el sufrimiento y la angustia, no necesitamos atribuirlos a la voluntad directa o el propósito de Dios. A menos, claro, que sucumbamos a la idea falaz de que Dios es omnipotente en el sentido más burdo de la expresión.

Camus estaba muy animado, cuando dijo:

—Esto se parece mucho a la filosofía de Sartre, en la cual el hombre define su propia naturaleza. Lo que decidimos, lo decidimos para toda la humanidad. Lo que hacemos, lo hacemos para toda la humanidad. Todos nosotros formamos parte de la humanidad y cada uno de nosotros es responsable. Sólo en el compromiso responsable se puede encontrar la vida auténtica y puede evolucionar la esencia del hombre. Nosotros estamos en una situación de creación en el plano ético y el resultado final, cualquiera que pudiera llegar a ser, tendrá que ser juzgado a partir de los valores evolucionados a lo largo del proceso.

—No vernos a nosotros mismos como participantes activos en nuestro mundo —proseguí— les causa grandes dificultades a algunas personas. Por ejemplo, cuando una madre pierde a un hijo por una penosa enfermedad y se le permite pensar que Dios quiso que el niño sufriese. La única razón por la cual podemos tener una idea tal es la noción errónea de que Dios no sólo es el principio creativo fundamental de todas las cosas, sino que también es la única e inmediata causa de todo lo que tiene lugar en el mundo.

—¿Puedo sugerir que deberíamos plantearnos una segunda pregunta? —dijo Camus—, a saber, ¿qué es lo que vamos a hacer con respecto al sufrimiento? ¿Cómo vamos a reaccionar? El sufrimiento es un hecho. No podemos escapar a su existencia. Es nuestro comportamiento frente al sufrimiento lo que define quiénes somos. Somos libres. Elegimos sucumbir a nuestra realidad o rebelarnos y luchar por la felicidad.

Me sentía de acuerdo con lo que Camus había dicho; yo sólo tenía que añadir mis propias reflexiones.

—Dejemos que la tragedia y la desventura nos guíen hacia Dios para que se enderecen nuestro pensamiento, nuestra vida y nuestro modo de vivirla. En otras palabras, dejemos que el hecho de que vivimos en un mundo imperfecto nos lleve al arrepentimiento.

»Podemos empezar por cambiarnos a nosotros mismos y al obrar así podemos tener esperanza de cambiar el mundo. El arrepentimiento es una respuesta activa, un giro hacia Dios, un cambio en el corazón y en los comportamientos. Necesitamos abandonar nuestros mezquinos, estrechos y egocéntricos intereses y preocupaciones y trabajar para propiciar el reino de Dios. Debemos comprometernos como hombres y mujeres libres para hacer lo que percibimos como la voluntad de Dios. Dios desea y necesita los esfuerzos de colaboración de los seres humanos, si es que su voluntad de bondad perfecta se ha de llevar a cabo.

»Yo siempre me he opuesto a la imagen de Dios como un dictador humano o un tirano que todo lo controla sin la participación activa de sus hijos. Por el contrario, tenemos todos los motivos para creer que Dios depende de la colaboración de sus criaturas. Su plan y su propósito se hacen reales en y a través de las decisiones humanas y no por un comportamiento arbitrario por su parte.

—Entonces, ¿qué se reserva para la omnipotencia de Dios? ¿Estamos abogando por un Dios limitado? —preguntó Camus.

—En absoluto. La omnipotencia debe significar y significa que Dios tiene el poder de cumplir su voluntad, no debido a, sino a través de las decisiones de las personas. Su trascendencia descansa en su capacidad de actuar favoreciendo su propósito con recursos que a la larga son adecuados para encontrar y superar todos los obstáculos hacia el fin que se ha propuesto. Para vivir realmente debemos mantenerlos en la lucha contra todo lo que está mal en el mundo. Debemos regocijarnos en ser cocreadores junto con Dios en el avance hacia su reino de amor y paz sobre la tierra y su buena voluntad para con los hombres.

»Lo que Dios hace en un mundo como este es entrar en, identificarse con y sufrir la situación en su conjunto. Nos invita a unirnos a El en su lucha contra lo que está mal y la injusticia social. Ni está remotamente alejado del mundo ni permanece incólume frente a nuestros sentimientos de dolor y sufrimiento, el horror de nuestros malos actos, nuestros malos pensamientos y nuestras malas palabras. Dios se encuentra aquí entre todo esto, compartiendo la angustia de sus criaturas, sufriendo con nosotros las consecuencias de nuestros pecados e instándonos a actuar de forma positiva. La cuestión es esta: en medio de nuestro dolor y sufrimiento, Dios está con nosotros. Dios está de nuestro lado. El plan de Dios es sacarnos de toda forma de oscuridad y librar a la humanidad de todo lo que nos esclaviza y nos derrota.

Camus reflexionó:

—Esto, entiendo yo, es la liberación fundamental de la fe cristiana sólida y también el principal ímpetu del pensamiento bíblico. Para mí, esta es la mejor explicación de la relación de Dios con el dolor, el sufrimiento y, en especial, los problemas de la gente inocente. Creo que esta es la respuesta al problema de la Teodicea… Howard, ¿ha leído usted mi ensayo El mito de Sísifo?

Como tanta otra gente, lo había leído. Según la leyenda griega, Sísifo fue un rey que ofendió a Zeus. Como castigo, fue obligado a empujar una roca enorme hasta lo alto de una colina pronunciada. Cada vez que llegaba a lo más alto, la roca rodaba de vuelta colina abajo obligando a Sísifo a empezar de nuevo una y otra vez, por toda la eternidad.

—Esta historia podría ser llamada el trágico punto muerto de la condición humana. El hombre es libre para elegir, pero sabe que va a estar siempre sujeto al error. El hombre es lanzado a una existencia finita, delimitada en cada extremo por la Nada. Una existencia que es engullida por la corta vida, el riesgo, lo absurdo y la flaqueza de la razón humana.

—Creo que hay muchas formas con las que el hombre ha intentado afrontar esta situación —asintió Camus—. En primer lugar, ha usado la razón. Ha intentado entender el mundo en el que vive, pero el mundo no tiene un sentido último, así que no hay nada que entender. La razón no puede hacer nada para ayudar al hombre. Es pura ilusión. El hombre ha acometido un segundo intento de comprender el sentido de la vida: ha utilizado la religión. Yo siempre he pensado que la religión es también incapaz y que el hombre se encuentra siempre alienado en relación consigo mismo y con el mundo. No vivimos para siempre. Debemos, por tanto, intentar simplemente vivir una buena vida a pesar del hecho de que la propia vida puede carecer de sentido.

En mi opinión, esta era la sorprendente verdad subyacente en la filosofía de Camus: a pesar de todo, Camus era optimista en relación con la condición humana. Él creía que aunque la vida es absurda, también es valiosísima.

Entonces Camus comenzó a relatar los tipos de hombre que él creía que podrían tomarse como modelos para vivir. Son hombres que aceptan lo absurdo de la vida y aun así la aman en plenitud y a pesar de sus límites. Lo que les hizo grandes hombres fue que vivieron la vida de forma apasionada.

—El primero de esos modelos es Don Juan. Tenía una gran sed de amor y de vida. Vive su vida en plenitud. A continuación viene el actor. El tercero es el conquistador. Pero el mayor de todos ellos es Sísifo. Su desesperada e inútil tarea era, en opinión de los dioses, el peor de los castigos que ellos pudieran infligir al hombre. Pero ¿por qué le castigaron? A Sísifo, una vez muerto, el dios del inframundo le permitió volver brevemente al mundo de los vivos, tras lo cual, fracasó en honrar su palabra y volver al mundo de los muertos. Sísifo es un héroe por su desdén hacia los dioses y su amor por la vida.

»Pero —continuó Camus—, aunque su castigo es inútil, no carece de sentido. La gloria del hombre consiste en emplear toda su esencia y su existencia en conseguir exactamente nada. Sísifo, se esfuerza constantemente camino de la cima de la montaña y aun sabiendo que nunca alcanzará su meta, continúa intentándolo. Esta perseverancia es su grandeza. Si el hombre no tuviera libre albedrío, el castigo de Sísifo no tendría sentido. Pero aunque sabe que no conseguirá lograr su deseado fin, él sigue empujando la roca hacia lo alto de la colina. Cuando cae la roca, él simplemente se vuelve hacia abajo para comenzar de nuevo.

Según escuchaba, pude percibir la sabiduría de lo que Camus había dicho. Era esta perseverancia lo que yo tanto admiraba de él. A pesar de todas sus experiencias —su pobreza, su enfermedad, los horrores de los nazis— nunca dio la impresión de rendirse. Estaba triste, estoy seguro, pero más allá de sus escritos y de nuestras conversaciones sobre la desesperación del hombre, había un poso de esperanza, algo de optimismo. Había una belleza que trascendía toda la miseria. El hombre tiene una sola realidad, su vida, y debe vivir su vida a la vez que acepta sus límites.

Aunque estaba en desacuerdo con la creencia de Camus de que la vida no tiene ningún sentido más allá de sí misma, no podía evitar admirar su creencia de que la razón fundamental por la cual debemos vivir la vida en plenitud es que el hombre tiene el deber de ser responsable. Debemos trabajar con todas nuestras fuerzas por la felicidad de los demás. Camus creía que el hombre no es una marioneta, manejada por el inevitable proceso de la vida; es libre. Puede elegir desafiar al absurdo. Puede combatir la injusticia social dondequiera que la encuentre. Hay héroes en la vida tanto como antihéroes, y estos están en los escritos de Camus —el conquistador, el rebelde, el buen doctor que combate la peste—: en todos ellos se insinúa la calidad heroica del hombre.

En efecto, esta es la doctrina cristiana de la aceptación de los males del mundo y la afirmación cristiana de que uno no debe someterse a la injusticia y el sufrimiento. Por el contrario, Camus llamaba a la revuelta activa y constante contra todas las formas de injusticia y sufrimiento. Cierto es que él dijo que estos héroes eran héroes absurdos. Son conscientes de que viven en un mundo absurdo. Saben que son problemáticos y que morirán. Saben que el mundo es imperfecto. Saben que todos en el mundo disponen del libre albedrío pero que a esta libertad le acompaña la desesperación. Y a pesar de todo esto, Camus dice: «Soy optimista en relación con el hombre». Era pesimista por lo que se refería al destino humano y sin embargo era optimista respecto del hombre.

—Sabemos que existe el mal. Hemos establecido este hecho más allá de toda duda. La pregunta importante es: ¿hay motivos para tener esperanza?

Entonces Camus citó las palabras del doctor Rieux en La peste:

—Puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, acaso sea mejor para Dios que no crea uno en Él y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte sin levantar los ojos al cielo, donde Él está callado.

—Ya conoce estas líneas de La peste… ya se las he citado antes pero ¿sabe lo que me pasaba por la cabeza cuando las escribí?

—Mi impresión fue que usted se estaba centrando en el sufrimiento de los inocentes. Uno esperaría encontrar temor y terror en Orán frente a la peste, pero en su lugar encontramos añoranza por los seres queridos. Como usted dijo «el encuentro sólo es la excepción y la felicidad sólo un accidente que ha durado».

Camus pareció asombrado por mi interpretación. Me preguntaba si, quizá, había dado la respuesta equivocada, así que pregunté:

—¿Cómo describiría lo que estaba intentando decir? —Estaba intentando decir que hay al menos tres respuestas que la humanidad puede dar a las pestes de la experiencia humana. Primero, un hombre puede suicidarse física o filosóficamente. Es decir, una persona puede ceder ante la mera imposibilidad de la situación. Segundo, puede desarrollar una postura nihilista, interpretada por el anciano asmático español que transcurre su jornada pasando judías secas de una cazuela a otra (esta alternativa no hace que la vida sea mejor ni peor). Por último, y posiblemente la más importante, intenté presentar la alternativa de la revuelta, representada por las cuadrillas sanitarias que salían a enterrar los cadáveres. Incluso entre las piras funerarias colectivas, el hombre responde a la llama interior de la camaradería al servicio de la supervivencia humana.

»Para mí esto es todo lo que hay: simplemente, seguir viviendo. La única esperanza que yo puedo ofrecer es, simplemente, vivir. Repetición, acribillando con preguntas a cada día con el mero acto de vivir. Y empezar de nuevo otra vez hasta la muerte, es todo lo que hay. Y aun así, Howard, siento muy dentro que falta algo. ¿Hay algo más?

—Hemos hablado del mal de los hombres, las cosas terribles que nos hacemos los unos a los otros, pero yo realmente creo que si hay algo que haya de ser nuestra perdición, es el pesimismo. Tenemos sólo dos opciones: la desesperación, que lleva a la destrucción total, o la esperanza, que es la certeza de la salvación eterna. En último análisis, sólo una fe profunda nos dará ese tipo de esperanza. Porque sólo una fe como esa ve más allá del escenario temporal, lo que es permanente. El que tiene ese tipo de fe, dice según el salmista: «¿Por qué te abates, oh, alma mía, y te turbas dentro de mí? Espera en Dios».

»Si Jesús quería decir lo que dijo cuando nos enseñó que el reino de Dios está entre nosotros, entonces quizá sea la voluntad última de Dios que la humanidad haga crecer su fe hasta el punto de que esta pueda cambiar el mundo, sin importar cuántos años pueda suponer.

»Albert, recuerda siempre que el Credo cristiano es algo más que un conjunto de principios y creencias para guiar nuestra conducta. Por el contrario, el cristianismo es la medida de todo nuestro ser, y, como tal, es un proceso que supone toda la vida. En la práctica, esto significa que no importa cuán desesperante, inquietante, causante de malos presagios, desdeñosa, trágica o cuán devastadora llegue a ser la conducta del hombre, que los cristianos nunca pierden la esperanza. Esto es porque “Cristo murió para santificar al hombre, nosotros debemos vivir para hacer libre al hombre”.

»Hay dos hechos que los cristianos consideran que son fuente de esperanza. En primer lugar, recuerdan lo que el Señor Resucitado ha hecho por sus vidas. Si hubiera usted podido preguntar al apóstol Pablo por qué tenía él esperanza, le hubiera respondido algo así: “Recuerdo la clase de hombre que era yo antes de que Cristo entrase en mi vida. Era un duro fariseo, contumaz, censurador, severo en mis juicios. Perseguí a gente inocente hasta su muerte. Entonces Cristo entró en mi vida y fundió mi dureza. Él me sorprendió. Él hizo de mí una criatura nueva. Donde yo antes odié, ahora amo. Donde yo fui una vez impaciente, estoy ahora dispuesto a aguantar y ser amable. Donde una vez fui altivo, ahora puedo ser humilde. Y lo que Cristo hizo por mí, lo hace por otros. El cambia a Zaqueo de estafador en filántropo, él transforma a una adúltera en una persona pura”. Entonces, creo yo, Pablo hubiera añadido: “Tengo esperanza, porque lo que Cristo hizo por Pedro, por Zaqueo, por una adúltera y por mí, lo puede hacer por cualquiera”.

»El segundo hecho que da esperanza a los cristianos es el conocimiento de Dios. El mundo está bajo el control de un ser de infinita sabiduría y poder. Él no se va a rendir ni a desanimar hasta que haya provocado esa “mejoría” que tiene reservada para nosotros. ¿Por qué creer que este mundo nuestro está bajo el control de una inteligencia moral? Porque si no fuera así, hace mucho que se hubiera hecho añicos.

»El Nuevo Testamento reconoce, una y otra vez, el poder del mal en nuestro mundo. Pero sabemos que Dios está con nosotros en nuestra lucha contra esos males, y que Cristo Jesús ya los ha vencido. Podemos, entonces, con esperanza, unirnos a la lucha por la paz, la seguridad y la justicia en nuestro mundo, porque Dios lucha con nosotros. La victoria final no está en nuestras manos, sino en las de Dios, y Él prevalecerá.

—Me parece —dijo Camus cuando yo hube terminado— que usted y yo no somos muy distintos.

—¿Por qué dice eso?

—Porque frente a la desesperación, ambos hemos encontrado motivos para tener esperanza. Ambos, por encima de todo, valoramos la vida.