Seis
Desayunamos en el hotel. Ella comió mucho. Fuimos a la universidad. En el viaje comentó algo de lo lindo que estaba el día. Se la veía alegre, extrañamente liviana. Ni las imágenes de la televisión ni lo ocurrido bajo la ducha parecían haberla afectado, todo lo contrario. El taxista que nos llevó nos dedicó varias miradas por el espejo retrovisor, como si nos hubiera querido preguntar algo sin llegar a animarse. Le rocé la mano cuando le pagué y me dio la sensación de que ese contacto tuvo, para él, algo de repulsivo.
Érica no exponía esa mañana, pero sí la antropóloga colombiana que le había regalado el libro, y quería asistir a la conferencia como modo de retribuir la gentileza. A ella le fascinaba el ambiente almidonado de la academia. Se retroalimentaba del brillo de sus colegas y abría decidida su plumaje de pavo real ante los ojos de quienes podían admirarlo (ojos que no eran los míos) y gozaba de su propio esplendor en esas conferencias llenas de discursos pretenciosos, masitas dulces e ideas dadas vuelta mil veces como un cubo Rubik. Si yo podía llegar a amarla cuando alcanzaba ese estado, no era ahí, donde la diferencia entre ambos se manifestaba de la manera más evidente. Érica se expandía como una supernova y yo, al mismo tiempo, me achicaba, me contraía, mi cuerpo resbalando por la silla metálica de respaldo demasiado recto, las manos como prótesis incómodas, las palabras de los oradores fundidas en un zumbido aturdidor y ella, más que nada ella, a mi lado, con su perfección galáctica. No aguanté más de media hora. Le dije que me dolía la cabeza y que prefería esperarla en el bar de enfrente.
Era un día luminoso y el televisor del negocio, sintonizado en ESPN, retransmitía un partido del fin de semana de la liga inglesa. Había pensado en llamar al Lele Figueroa por lo que estaba ocurriendo en Buenos Aires, pero desistí. No tenía ganas de que me preguntara, aunque fuera por fórmula, cómo la estaba pasando y que eso me llevara a mentirle. Pedí una cerveza y un diario. El mozo me trajo un porrón de Cristal y un ejemplar de El Mercurio. Lo ojeé por simple trámite, para perder el tiempo. La única noticia sobre la Argentina era una pelea de Schamberger con los sindicatos estatales que reclamaban un aumento salarial del veinte por ciento y amenazaban con un paro. Pedí otra cerveza. El mal sexo de esa mañana había borrado en mí el buen sexo de la noche anterior y la suma daba menos que cero. ¿Qué resultado le daría a ella la aritmética de la cama? Cualquiera que fuera, ¿le interesaba tanto como a mí, le comía la cabeza, la hacía sentir un ser mínimo e infeliz?
Vi a través de la vidriera que empezaba a salir mucha gente de la universidad. Eso significaba que la conferencia había terminado. Érica tardó en aparecer. Lo hizo entre mujeres y hombres que la circundaban como si fuera el eje del universo. Se reía Érica, encantadora, hermosa, y concentraba las miradas y la atención y seguramente el deseo de quienes podían permitirse imaginarla como yo la había visto esa misma mañana. En un momento se alejó del grupo, cruzó la calle con paso apurado y entró al bar. No se sentó. Me dio un beso en la frente y me dijo que el director de no sé qué centro de estudios nos había invitado a almorzar, pero que yo no estaba obligado a ir si no quería, si me sentía mal, si pensaba que podía aburrirme, el tipo es muy capo pero muy denso también, y me aclaró que yo era libre de volver al hotel a dormir una siesta o de ir a pasear por Santiago, que en todo caso nos veíamos a la tarde para ir al shopping de Las Condes. Le respondí lo que ella esperaba. Me dio otro beso en la frente y me dejó. Pagué las cervezas, caminé unas cuadras sin saber adónde ir. Sentí súbitamente que esa ciudad era horrible, que el sol le daba un color de bronce sucio, que había polvo, mucho polvo en el aire, y me dieron ganas de escapar, de refugiarme. Paré un taxi y volví al hotel. Un hombre morocho, bajo y ancho, vestido con un traje azul, me vio atravesar el lobby y me siguió con la mirada. Me pareció que le hacía una seña mal disimulada a alguien.
Subí a la habitación. Ya la habían arreglado y lucía como si nadie, nunca, hubiera dormido ahí. Sin rastros no hay pena, pensé, y al minuto me pareció una idea de sobrecito de azúcar. Cerré el cortinado para oscurecer el ambiente. Resistí las ganas de prender el televisor. Ahora me dolía la cabeza de verdad. Busqué una aspirina entre las cosas de Érica y no encontré. Llamé a la recepción y pregunté si no podían traerme una píldora contra la jaqueca. Lo dije así, como en un doblaje mexicano, porque estúpidamente pensé que me iban a entender mejor. Contestaron que lo sentían, que ese tipo de asistencia no formaba parte de los servicios al huésped. Me desnudé y me acosté boca abajo sobre la cama hecha. El dolor se me había instalado arriba de los ojos.
Pensé en vestirme de nuevo, salir y comprar aspirinas en una de las dos farmacias que se enfrentaban en la calle del hotel, pero me dio pereza.
Pensé en levantarme y sacar del minibar otro porrón de Cristal o tal vez una petaquita de whisky, pero me detuvo el miedo a empeorar mi estado.
Pensé en Érica, en la inteligencia melosa de la abeja reina de los claustros, en su astucia para quitarme del medio, en su capacidad de venganza: yo le había dejado marcas en los labios, ella me había marcado de una manera mucho más sutil.
Pensé en gente mordiendo gente, despedazándola a la vista de todos, bajo el sol, hordas caníbales subiendo a los colectivos, a los trenes, desconcierto, gritos, sangre, una anomalía inesperada cortando el pulso cotidiano de la gran ciudad.
No sé cuándo dejé de pensar. Ni qué pasó dentro de mí en el tiempo muerto y oscuro que siguió hasta que algo me despertó, creo que un leve cambio de aire. Abrí los ojos y la imagen que vi fue tan absurda que me pareció un sueño: hombres disfrazados con uniformes de recolectores de miel, observándome fijamente como a un monstruo que se le teme. Uno tenía una jeringa.