Cinco
El agua del río parecía una cubierta de hule negro, como el mar de Fellini en Casanova. Brillaba al sol y se ondulaba levemente. No había olas espumosas ni ruido. Érica fue corriendo a meterse. Desnuda, su cuerpo era una pieza perfecta de marfil. Quise gritarle que volviera conmigo, que tenía miedo, que la extrañaba, pero no me salió nada. Entró muy despacio, con los pies en punta como si tanteara el fondo. En un momento, ya había avanzado bastante, se dio vuelta para saludarme agitando los dos brazos al mismo tiempo por arriba de su cabeza. Sus pechos bailaron con ese movimiento. Luego se sumergió, tirándose de espaldas, y el río se cerró sobre ella hasta volverse sólido. Esa imagen espantosa me despertó: la de una lápida plástica cubriendo el cuerpo de la mujer que amaba.
Eran las tres y diez de la mañana. Mónica ya se había ido. Tocar su lugar en la cama fue como asomarme a un precipicio.
Los soldados vivían en barracas armadas en el viejo club Unidos. El personal civil, en las aulas del colegio que había pertenecido a la iglesia y que daba al solar con la cruz. El Lele Figueroa, por amistad y porque conocía mi historia, me permitió que me mudara a la misma casa de la calle Luppi en la que había vivido con Érica. La encontraron saqueada, lógicamente, pero dentro de todo bastante entera. La desinfectaron con un gas que hacía arder los ojos y la nariz durante varios días. Quemaron los muebles, la ropa y los libros que habían sobrevivido por si en ellos habitaba alguna rémora de la peste, algo que no servía para nada pero que tranquilizaba por su valor simbólico (todo era simbólico a esa altura). Pintaron las paredes de blanco, como en los demás edificios recuperados, pero sin preocuparse por revocar los agujeros de bala. Me dieron lo básico: una cama, un colchón carcelario, dos juegos de sábanas y frazadas, un armario de aglomerado enchapado en melamina beige, una mesa de metal, dos sillas haciendo juego. La gran concesión fue el sol de noche, porque mi estatus de mano derecha del interventor alcanzaba para el modesto privilegio de vivir solo y donde quisiera, pero no para un grupo electrógeno.
La casa era pequeña (un living, un cuarto, el estudio de Érica, una cocina que parecía un pasillo, un baño, un patiecito trasero y la terraza), pero aun así, vacía como estaba entre los restos de un barrio fantasma, podía resultar un páramo desolador. No me importó. Había decidido vivir entre los huesos de una felicidad que ya no sabía si alguna vez había sido real.
Recordé una conversación con Érica, en el Sur, en Palermo Aike, días antes de su desaparición. Estábamos sentados a la orilla del río Gallegos, leyendo. Cerca de nosotros, lo suficiente como para que sus gritos y sus risas nos llegaran claramente, un matrimonio joven jugaba con su hijo de tres años. El padre había hecho un arco de fútbol con dos palos clavados en la tierra y el nene le pateaba penales con una pelota de plástico blando. La madre se limitaba a vivar y aplaudir los goles del hijo. Martín (así se llamaba el nene) tomaba mucha carrera, salía disparado hacia la pelota, se frenaba bruscamente al llegar y pateaba de puntín con la pierna izquierda rígida. Creo que todo el cuerpo se le endurecía en ese movimiento inseguro, como si las articulaciones y coyunturas se le soldaran en el acto por temor a fallar. El padre, que narraba las jugadas imitando el tono y los modismos de los relatores de radio, sólo atajaba los tiros demasiado débiles y al medio. En los demás simulaba una volada estéril mientras gritaba un gol interminable de Martíííínnn, Mar-tin-ciiiitoooo, el nuevooo Meeeessi, mientras el chico celebraba trepando de un salto a los brazos de su mamá. Me pregunté si eso, más que un juego, no era una especie de conjuro.
Le sacudí un brazo a Érica para sacarla de la lectura y se lo comenté. Le dije que me asombraba cómo la gente siempre se las ingeniaba para levantar un decorado de normalidad aun en las peores situaciones y refugiarse allí, como quien escapa de la lluvia, para reconstruir el sentido de la felicidad.
—Ser feliz es mentirse, Jorge —dijo.
La frase cobró sentido el día de la mudanza. El Lele me pasó un brazo por encima de los hombros. Él mismo había traído los muebles, supongo yo que para evaluar el nivel de mi depresión. Caminamos así hasta la puerta de calle, donde lo esperaba un jeep con dos soldados.
—¿No querés un arma? —me preguntó.
—Para qué, si ni siquiera la sabría usar. Además confío en los protocolos de seguridad y en la puntería de tus muchachos —y señalé con un cabeceo a los soldados.
El Lele nunca había querido que yo volviera a Pompeya y mucho menos que fuera a vivir solo. Decía que en lugar de buscar consuelo en los recuerdos, lo que yo necesitaba era una buena terapia en la Argentina segura. Sin embargo no hizo demasiada fuerza para detenerme. Yo era un problema menor y él concentraba toda su tenacidad, que era mucha, en los grandes objetivos, por lo que cedió pronto a mi insistencia. Primero puso la firma para autorizar mi traslado y después se cagó en los reglamentos y me habilitó la casa. Pero a último momento le volvieron las dudas. Desarmó el abrazo, me empujó de nuevo hacia adentro y me habló con la voz de un padre temeroso de las locuras de un hijo tarambana.
—Te pido por favor que te portes bien, Jorge. Yo me estoy jugando la cabeza por vos. Lo sabés, ¿no? Te hice zafar del examen psiquiátrico porque no lo ibas a pasar ni a palos. Si te llegás a ahorcar en una noche de bajón, no voy a quedar en una posición muy cómoda que digamos. Y en Gallegos hacen cola para degollarme.
—Tenés miedo de que me ahorque y me acabás de ofrecer un arma. No te entiendo…
—Sí, sí, una boludez, ya sé.
—Mirá, Lele, si hubiera querido matarme, ya lo habría hecho. Estoy en la etapa masoquista, me gusta sufrir, me encanta, te diría que me erotiza, así que dormí tranquilo que no te voy a fallar. No voy a ser yo el que te cague el camino a la presidencia.
Sonrió, me dio una palmada cariñosa en la cara y sacó de un bolsillo de la campera una bolsa de plástico rojo.
—Son fotos de ustedes. Estaban entre las cosas que quemaron. Una piba las vio, sintió pena y las salvó del fuego. No sé si tenerlas te hará mejor o peor, pero quise romperlas y no me dio el coraje. Tomá. Tiralas, quemalas, guardalas. Hacé lo que quieras.
Le agradecí el gesto y lo despedí con un beso en la mejilla. No abrí la bolsa hasta quedarme solo. Eran retratos de Érica: ella sobre mis hombros en una playa de Brasil —escena de extraña felicidad que había olvidado—, ella soplando la velita de una torta de cumpleaños, ella abrazada a sus padres, ella distante y a contraluz en un atardecer en Monte Hermoso, cuando aún no habíamos empezado a salir. Las pasé rápidamente, una tras otra, como cuando de chico ganaba figuritas al espejito y me apuraba por saber si había conseguido las que me faltaban para completar el álbum. Érica seria, Érica fuera de foco, Érica conmigo, Érica pelo suelto, Érica tapándose la boca, Érica en vestido de noche, Érica sorprendida por el flash, Érica sola, Érica en pantalón ajustado, Érica y su rodete, Érica posando como una modelo, Érica con otros, Érica riéndose. Sentí que estaba recuperando la memoria de una Érica más cercana, la que a veces también se portaba como una persona común y corriente. Me dormí con un retrato de ella en la mano.
Al otro día traje de la oficina un rollo de cinta adhesiva y pegué las fotos en una pared del cuarto. Podría hablarle a esa Érica cristalizada, fingir conversaciones que llenaran el vacío como había hecho mi abuela con el cofre que guardaba las cenizas de mi abuelo, o como doña Colo, una vecina que, tras la muerte de su canario, había comprado uno de yeso al que le cambiaba el alpiste y el agua todos los días, y aseguraba que podía cantar más lindo que el verdadero.
Eso es lo que hice, alucinar, hasta la pesadilla del mar de hule. Aquella vez, lo primero que vi al despertar fueron las fotos, agitándose en la luz amarillenta e insegura del sol de noche. Me pareció que no una Érica sino decenas de Ericas habían regresado y me acechaban. Sin Mónica me sentía indefenso y amenazado frente a los fantasmas que brotaban de mi melancolía. Me levanté, arranqué los retratos, los rompí y los tiré a la basura. Volví a la cama y me acosté con la idea de seguir durmiendo, pero no podía quedarme quieto mucho tiempo. Algo me tomaba: una electricidad que me subía por las piernas y se concentraba a la altura del corazón, provocando que el compás de los latidos se me acelerara. Me sentaba en la cama, respiraba hondo y, cuando percibía que el sismo había pasado, buscaba una nueva posición e intentaba dormir. Pero la electricidad volvía una y otra vez apenas empezaba a relajarme. Me cansé. Fui a la cocina y tomé el último resto de Johnnie rojo directamente de la botella, echando la cabeza bien hacia atrás y empujando el líquido ardiente a golpes de garganta. Después, subí a la terraza y me puse a caminar en redondo para descargar, mediante los pasos, la excitación que insistía en quedarse. Hasta que me di cuenta de que iba a ser inútil: no fallaba el ejercicio sino el escenario. La electricidad estaba en esa casa, no dentro de mí. Me vestí y salí a la calle. Me hizo bien. La taquicardia desapareció.
A Mónica nunca le había molestado coger ante los ojos de papel de Érica. Por el contrario, ella fue quien salvó las fotos del fuego. Sabía quién era yo, lo que me había pasado, y pensó que no me merecía perderla de nuevo. Por eso las sacó de la pira y se las dio al Lele. Ese fue nuestro primer tema de conversación. Vino a mi oficina a cambiar el tóner de la impresora y, mientras hacía fuerza para romper el envoltorio plástico del cartucho, me preguntó:
—¿Le gustaron las fotos?
—¿Fuiste vos?
—Ajá —desgarró el paquete, sacó el cartucho, abrió la impresora. La pausa se hizo demasiado larga.
—Sí, me gustaron, gracias —dije, para traerla de nuevo conmigo—. Las pegué en una pared de mi cuarto.
—¿En la pared? ¿Directamente?
—¿Qué tiene de malo?
—De malo, nada, pero es desprolijo. Puedo hacerle un mural, si quiere, con una placa de cartón o de corcho. Pegamos las fotos ahí y las cubrimos con un papel film para que no se arruinen con el polvo. Cuando era chica hacía eso con los pósters que recortaba de las revistas.
—No, no, dejá. Tendría que arrancarlas, andar con ellas encima. No me gustaría dar más lástima de la que ya doy.
Mónica cerró la impresora y la máquina hizo un ruido como de dispositivo automático que recupera la normalidad. Un pitido y las hojas que estaban en cola de impresión empezaron a salir.
—Listo —dijo. Me regaló una sonrisa enorme y retomó la conversación anterior—. No tiene que traerme nada, yo voy a su casa esta noche, llevo las cosas y nadie se va a enterar.
—No creo que te permitan salir.
—Olvídese. Tipo once estoy.
El día se me esfumó en un entusiasmo adolescente. Durante la cena me senté lejos de ella, pero en un ángulo que me permitía mirarla sin que nadie se diera cuenta. Era linda. Le descubrí un mohín que me gustaba: fruncía la nariz cuando decía algo gracioso. Mónica no me vio o hizo como si. Tiró los restos de comida en el tacho de los residuos y puso la bandeja con el plato y los cubiertos sucios en el recipiente de los trastos. Se fue hacia los dormitorios con un grupo de compañeras.
Volví a casa sin custodia. Las calles ya casi ni se vigilaban. Eran las nueve de la noche. Faltaban dos horas. Me acosté. Tuve miedo de que Mónica no viniera e intenté dormir para dejar de pensar en ella, pero no hubo caso. Cuando escuché los golpecitos en la puerta pegué un salto. Corrí a abrir temiendo que fuera el Lele con ganas de emborracharse, y cuando la vi, sentí una profunda felicidad.
—No pude traer la placa de cartón —dijo—, era demasiado grande para saltar con ella por la ventana. Vas a tener que conseguirla vos.
El tuteo definió todo. La hice pasar y la abracé por detrás. Ella agachó la cabeza, ofreciéndome la nuca para que se la besara. Después se llevó mis manos a sus tetas y frotó el culo contra mi entrepierna. No hubo palabras. Sólo acción, gemidos, contorsiones.
Mónica nunca hizo el mural de Érica. Creo que su ofrecimiento fue una excusa. Tampoco me pidió que sacara las fotos. Amplitud de criterios, tal vez, o amor incondicional, o conveniencia, un poco de cada cosa. Eso no era lo importante: lo importante era que tenía que cuidarla más porque, ahora lo sabía bien mientras caminaba por esa ciudadela desierta, ella y no la casa era el refugio de normalidad bajo el que me había guarecido.
Mónica era la mentira que me hacía feliz.
Fui hasta el solar de la iglesia. Pasó un jeep con soldados en dirección a la Puerta Sur. No me prestaron atención. Crucé la avenida Sáenz. Me detuve un rato en la plaza Traful, donde se hacía la ceremonia diaria de la bandera. Me senté en un banco para probar si la electricidad volvía en estado de reposo. Pasó otro jeep, o tal vez el mismo, pero este iba en dirección contraria. Ahora sí los soldados me miraron. Aminoraron la marcha y temí que pararan, que me preguntaran qué hacía ahí a esa hora y que me mandaran de vuelta a casa invocando el toque de queda que regía a partir de la caída del sol. Sin embargo, siguieron. Decidí que ese no era un buen lugar y me puse de nuevo a caminar. Tal vez el Lele tuviera razón. Lo lógico era regresar a Gallegos lo antes posible, ver a un psicólogo y manejar el duelo por la pérdida de mi esposa en un ámbito más apropiado. Se me ocurrió que podía pedirle a Mónica que me acompañara. No era mala idea. Si ella representaba la normalidad, debía llevarla conmigo.
Justo en el momento en que el plan del regreso se desplegaba como una idea tranquilizadora, lo descubrí. Un bulto extraño en el piso, a cien metros de la plaza, que de lejos y en la oscuridad parecía una bolsa grande de basura. Hice lo contrario al protocolo y al sentido común, y me acerqué despacio hasta que pude ver las vísceras por el piso, el charco de sangre, el cuerpo desarticulado de una mujer, la cara volcada hacia un costado oculta por el pelo, el cuello como carne picada. Me arrodillé a su lado. Estiré una mano para descorrer el velo de un temor que ya empezaba a tomar forma dentro de mí. Escuché pasos. Cuando giré, tenía dos fusiles apuntándome a la cabeza. Luciérnagas rojas revolotearon sobre mi frente.
—Si te movés, te reviento —gritó uno de los soldados.
—Yo no fui —dije.
El que habló fue un tercero, del que sólo distinguí su brazo armado con una pistola asomando por entre los hombros de sus compañeros.
—¿Sí? Ahora vamos a ver…
El tonito de gastada. Un soplido de aire comprimido. Y el dolor de la carne perforada.