1943
Miércoles, 25 de agosto 1943
Hace diez meses que dejé de escribir este diario, esta noche lo saco del cajón para que mamá se lo lleve a un lugar seguro. De nuevo, me han comunicado que no me quede en casa el fin de semana.
Casi ha pasado un año y Drancy, las deportaciones, los sufrimientos siguen existiendo. Han ocurrido muchas cosas: Denise se casó; Jean se fue a España sin que yo pudiera volver a verle; todas mis amigas del despacho están detenidas, y sólo un azar extraordinario impidió que yo estuviera allí aquel día; Nicole es la prometida de Jean-Paul; Odile vino; ¡un año ya! Los motivos de esperanza son inmensos. Pero me he vuelto muy seria, y no puedo olvidar los sufrimientos. ¿Qué habrá ocurrido cuando reanude este diario?
10 de octubre
Reanudo este diario esta noche, después de un año de interrupción. ¿Por qué?
Hoy, al volver de casa de Georges y Robert, me ha embargado una sensación repentina: que tenía que escribir la realidad. Tan sólo el retorno de la rue Marguerite ya era un mundo de hechos y pensamientos, imágenes y reflexiones. Material suficiente para un libro. Y de pronto he comprendido hasta qué punto un libro en el fondo era trivial, quiero decir lo siguiente: ¿qué hay en un libro sino la realidad? Lo que le falta a la gente para poder escribir es el espíritu de observación y la amplitud de miras. Sin esto todo el mundo podría escribir libros; esta noche encuentro, o más bien busco, esta cita de Keats al principio del Hiperión:
Since every man whose soul is not a clod
Hath visions, and would speak, if he had loved
And been weil nurtured in his mother-tongue[60].
Y, sin embargo, hay mil razones que me impiden escribir y que me importunan incluso en este momento, y que me estorbarán también mañana y los demás días.
Primero, una especie de pereza que será difícil de vencer. Escribir, y escribir como quiero, es decir, con una sinceridad plena, sin pensar nunca que otras personas leerán, para no desvirtuar su actitud, escribir toda la realidad y las cosas trágicas que vivimos dándoles toda su gravedad desnuda, sin deformarla mediante palabras, es una tarea muy ardua y que exige un esfuerzo constante.
Hay, en segundo lugar, una repugnancia muy grande a considerarse «alguien que escribe», porque para mí, quizá erróneamente, escribir implica un desdoblamiento de la personalidad, sin duda una pérdida de espontaneidad, una abdicación (pero estas cosas son quizá prejuicios).
Además también hay orgullo. Y eso lo rechazo. Me horroriza la idea de que se pueda escribir para los demás, para recibir los elogios ajenos.
Quizá también haya el sentimiento de que «los demás» no te comprenden a fondo, que te ensucian, te mutilan, y que te dejas envilecer como una mercancía.
¿Inutilidad?
Y por momentos, también, sentir la inutilidad de todo esto me paraliza. A veces dudo y me digo que este sentido de la inutilidad es sólo una forma de inercia y de pereza, porque ante todos estos razonamientos se alza un gran motivo que, si su validez llega a convencerme, se volverá decisivo: tengo un deber que cumplir escribiendo, porque es preciso que los demás sepan. A cada hora del día se repite la dolorosa experiencia que consiste en darse cuenta de que los demás no saben, que ni siquiera se imaginan los sufrimientos de los otros hombres y el mal que algunos infligen a otros. Y sigo intentando este penoso esfuerzo de contar. Porque es un deber, es quizá el único que pueda cumplir. Hay hombres que saben y que cierran los ojos, a ellos no lograré convencerlos, porque son duros y egoístas, y no tengo autoridad. Pero sí debo actuar sobre los otros, los que no saben y que quizá no tienen coraje suficiente para comprender.
Porque ¿cómo curar a la humanidad sino revelando primero toda su podredumbre, cómo purificar al mundo sino haciéndole comprender la magnitud del mal que comete? Todo es una cuestión de comprensión. Es esta verdad la que me angustia y me atormenta. No será con la guerra como venguemos los sufrimientos: la sangre llama a la sangre, los hombres se aferran a su maldad y su ceguera. ¡Si consiguiéramos que los malvados comprendieran el mal que hacen, si llegáramos a darles la visión imparcial y completa que debería ser la gloria del ser humano! Demasiadas veces me he peleado sobre este asunto con quienes me rodean, con mis padres que sin duda tienen más experiencia que yo. Françoise era la única que compartía mis ideas. Sólo pensar en Françoise me llena el corazón de pena[61]. Esta noche, al volver, pensaba en ella, en lo bien que nos entendíamos. Con ella me sentía vivir, un mundo de posibilidades maravillosas se me abría en el momento en que me la han arrebatado. Hasta ahora siempre ha sido así: los que me parecían universos, los únicos en los que habría podido desarrollarme, me los quitaron antes de que los disfrutara. Desde entonces me lo he reprochado; he meditado y pensado que quizá fuese porque no sabía conocer a los que tenía cerca, y lo lamentaba cuando se habían ido. Después de esta última aflicción, me he dirigido más hacia mis padres, y hablo más con ellos y creo que ahí también se abre un hermoso campo. Esta noche, cuando he vuelto, he oído en la escalera el eco de un piano; creí que lo tocaba la señora de la planta baja. Pero cuanto más subía más fuerte era el sonido. En el segundo piso se me ocurre una idea: tocaba mamá, quizá acompañada por Auntie Ger. Y entonces he notado una sonrisa en mi cara.
Y cuando llego a nuestro rellano y tengo la certeza de que es mamá, siento que mi sonrisa, a mi pesar, se vuelve beatífica. Si mamá me hubiera visto habría pensado que yo estaba beaming over [radiante], como cuando yo era pequeña y habíamos conseguido hacer con Jacques un glorious mess [un feliz desbarajuste]. Me invadía la alegría más completa, más inesperada y más pura al comprobar que mamá había vuelto a tocar el piano, para mí, para tocar conmigo y despertar el silencio de esta casa. He sentido un momento de piedad, porque he pensado que ella quería darme una sorpresa y que si llamaba al timbre ella sabría que la había oído. No me gusta estropear el gozo ajeno. Pero esta compasión no es buen sentimiento. No quiero compadecer a mamá. Por otra parte, ahora sé que no era piedad, sino ternura, y que una ola de gratitud alegre y arrolladora me ha impulsado a tocar sin miedo y recibir a mamá, prevaleciendo sobre todo lo que no era mi placer.
Pero todo esto no impide que eche tanto de menos a Françoise y a Jean.
Me dejo llevar y no era esto lo que quería decir.
Así que debería escribir para más tarde mostrar a los hombres lo que ha sido esta época. Sé que habrá muchos que tendrán lecciones más grandes que dar, y hechos más terribles que revelar. Pienso en todos los deportados, en todos los que yacen en la cárcel, en todos los que habrán intentado la gran experiencia de partir. Pero esto no debe empujarme a cometer una cobardía, cada cual en su pequeña esfera puede hacer algo. Y si puede debe.
Salvo que no tengo tiempo de escribir un libro. No tengo tiempo ni la paz de espíritu necesaria. Y tampoco tengo la distancia que hace falta. Lo único que puedo hacer es anotar aquí los hechos que ayudarán más adelante a mi memoria si quiero contar o si quiero escribir.
Además, en la hora que llevo escribiendo advierto que es un alivio, y estoy decidida a poner en estas páginas todo lo que haya en mi cabeza y mi corazón. Ahora lo dejo para terminar la velada con mamá.
Domingo, 10 de octubre, 21 horas
Paseo. Louvre y mujeres Estrella[62]. Jean O., Edmond B. Thibault.
Mañana de lunes
11 de octubre
Esta mañana, timbrazo estridente a las siete. Yo pensaba que sería un neumático, y de la señora M. Hélène me lo trae y enciende la luz para dármelo. No había podido reunirse con Anna, pero su carta contenía otra cosa, una noticia que ha soltado las riendas a una oleada de pensamientos tan apremiantes que debo escribir para sosegarme: el marido y la hija de la señora Lob han sido detenidos en el sur. Ella estaba tan tranquila con respecto a ellos, le había costado tanto separarse de su hija. Ahora es ella la que asiste impotente a la tortura de ambos.
Así que otra vez me sumerjo en estas olas amargas que ya me resultan tan conocidas. Durante casi una hora, acostada en la cama, doy vueltas y más vueltas a las mismas preguntas angustiosas. Pienso en Jacques, en Yvonne y Daniel, en Denise y también en papá, porque temo también por papá, un sudor de angustia me cubría poco a poco.
¿Por qué? Y la inutilidad de todo esto: ¿de qué sirve detener a mujeres y a niños? ¿No es una estupidez monstruosa que un país en guerra tenga que hacer esto? Pero ahora todo el mundo está demasiado ciego para captar siquiera el punto tan simple en que se plantea esta pregunta. Es un engranaje espantoso; y ahora ya sólo vemos los resultados: por un lado, una maldad meditada, organizada, racional (quisiera saber hasta qué punto B. está fanatizado, o si es frío y consciente); por otro, sufrimientos atroces. Nadie piensa ya en la monstruosa inutilidad, nadie ve ya el punto de partida, el primer perno del engranaje infernal.
La cólera de mamá se había vuelto contra la señora Agache. Y más allá, contra la inercia de los católicos. Y tenía toda la razón. Los católicos no tienen ya el libre juicio de su conciencia; hacen lo que les dicen sus sacerdotes. Y los curas sólo son hombres débiles y a menudo cobardes u obtusos. Si el mundo cristiano se hubiera levantado en masa contra las persecuciones, ¿no las habría impedido? Estoy segura de que sí. Pero habría tenido que levantarse antes contra la guerra, y no pudo hacerlo. ¿Es el Papa digno de tener el gobierno de Dios sobre la tierra, él, que se muestra impotente ante la violación más flagrante de las leyes de Cristo?
¿Merecen los católicos el nombre de cristianos, cuando si aplicasen la palabra de Cristo no debería existir algo que se llama diferencia de religión y hasta de razas?
Y cuando dicen: la diferencia entre nosotros y vosotros es que nosotros creemos en la venida del Mesías y vosotros seguís esperándolo. Pero ellos, ¿qué han hecho con el Mesías? Son tan malvados como antes de su venida. Crucifican a Cristo todos los días. Y si Él volviera, ¿no respondería las mismas palabras? Quién sabe si su suerte no sería la misma.
Releí el sábado el capítulo sobre el gran inquisidor en Los hermanos Karamazov. No, ya no querrían a Cristo, porque devolvería la libertad de conciencia a los hombres, algo que les resulta muy duro. «Mañana te quemaré», respondió el gran inquisidor.
El sábado leí también el Evangelio según San Mateo: quiero decir aquí toda la verdad, ¿por qué iba a ocultarla? En las palabras de Cristo sólo he encontrado las reglas de conciencia a las que intento obedecer por instinto. Me pareció que el Cristo era más mío que el de algunos buenos católicos. A veces pensaba que estaba más cerca de Él que muchos cristianos, pero de esto he tenido la prueba.
¿Y qué hay de sorprendente en ello? ¿No todo el mundo debería ser discípulo de Cristo? El mundo entero debe ser cristiano, sí, si se quiere a toda costa poner nombres. Pero no católico, no en lo que han convertido los hombres el catolicismo. Sólo hubo un flujo continuo desde el origen. Pero, por desgracia, a cada lado hubo una estrechez mental incomprensible que impidió a la gente verlo. Por una parte, los que rechazaron a Cristo, que sin embargo había venido por todos, y aquéllos no eran los «judíos», porque en aquel momento todos eran judíos, sino los tontos y los malos (hoy podríamos perfectamente llamarles «católicos»). Y sus descendientes perseveraron en su vía estrecha y se ufanaron de su perseverancia: se convirtieron en lo que llaman «los judíos». Por otra parte están los que al principio se apoderaron de Cristo, hombres convencidos, purificados, y que después lo convirtieron en su propiedad privada, aunque se hubieran vuelto tan malos como antes.
Entonces todo era unidad y flujo continuo, evolución.
Al leer el Evangelio me chocó la palabra «convertir». Le hemos dado un sentido preciso que no tenía. El Evangelio dice: «El malo se ha convertido», es decir, ha cambiado, se ha vuelto bueno al escuchar la palabra de Dios.
Para nosotros, ahora, convertirse es acudir a otro culto, otra iglesia. ¿Había cultos distintos en tiempos de Cristo? ¿Había otra cosa que el culto de Dios?
¡Qué mezquinos se han vuelto los hombres creyendo que se volvían inteligentes!
Noche del lunes
Voy a Neuilly esta mañana, y por la tarde decido ordenar los libros de la biblioteca.
La señora Crémieux viene a cenar. ¡Qué angustia pensar en ella! ¡Qué cúmulo de sufrimientos particulares de cada individuo supone la aplicación de estas medidas generales! Es una mujer muy joven, sola en su piso, sin hijos. Desde hace ya dieciocho meses.
Martes
Llevo a cinco niños a Lamarck, los más bonitos y los más amables. Si la gente que me ayuda en el metro supiera lo que son estos pequeños, los niños cuyos recuerdos del tren se refieren siempre al viaje que les llevó o les trajo del campo, que os señalan a un policía en la calle diciendo: «Es uno así el que me trajo de Poitiers». «Dejad que los niños acudan a mí», dijo Cristo.
A las dos y cuarto, entierro de Robert en el cementerio de Montparnasse. Es la segunda vez en poco tiempo que asisto a un entierro. Sobre el féretro habían depositado la toga roja[63]. Delante, Julien Weill[64] leía la oración. La última vez que le vi fue en la boda de Denise. En qué tejido de alegrías y desdichas se ha convertido la vida; digo «se ha convertido» porque creo que el despertar del pensamiento a mi edad consiste casi por completo en el descubrimiento de esta indisolubilidad, pienso en las «casas de Keats».
Keats es el poeta, el escritor y el ser humano con el que me identifico más inmediata y plenamente. Estoy segura de que llegaré a comprenderle muy bien.
Esta mañana (miércoles) he copiado frases de Keats que podrían servir de materia de ensayos, páginas en las que me volcaría entera.
Anoche terminé casi Los Thibault. Jacques me obsesiona, es tan triste el final y sin embargo tan inevitable. Es un libro hermoso porque tiene la belleza de la realidad, como Shakespeare; a este respecto quisiera escribir sobre la frase de Keats: «La excelencia de un arte es la intensidad».
Jueves, 14 de octubre
Llevo a los niños y a Anna a que les operen de vegetaciones en el hospital Rothschild. Vuelvo a comer a las dos, sin haber visto a François. Salgo de nuevo a las dos y media, porque había recibido una carta de Sparkenbroke citándome en el Instituto para devolverme Peacock Pie.
Una vez más, la Sorbona reabre. Pero este año me cuesta más encontrar la sensación gozosa que me producía ver el regreso de los estudiantes, terminar el período de vacaciones en que después de dos veranos la vida parece haberse detenido a mi alrededor. Ahora ya no formo parte de los alumnos que trabajan.
Hablo con un catedrático nuevo mientras espero a Spark, que estaba con Cazamian. Por un instante vuelvo a sumergirme en este reino mágico. Pero ya no soy mi «yo» completo en este reino. Me parece que traiciono al otro, al nuevo.
Jueves, 14. Continuación
Los Léauté han venido a merendar.
Viernes
Clase de alemán.
Hospicio. Clase de inglés a Simón.
Sábado
Hospital Saint-Louis por la mañana. Efectúo y asisto al tratamiento de la sarna. Una pequeña de 3 años. Lloraba porque quería que yo la llevase en brazos. Pero me ha recompensado la sonrisa angelical que ella me dirigía cada vez que le hablaba en el metro.
Los Blond a merendar, lejos de mí; con ella se experimenta la sensación de estar en un medio pequeñoburgués a lo Balzac o a lo Flaubert. Es bastante pintoresco al principio, pero demasiado insípido después.
Domingo, 17 de octubre
Georges viene a comer.
Rue Raynouard. Voy a tocar a casa de Denise. Breynaert me acompaña al metro. ¡Qué lejos está de nosotros! Vuelve de vacaciones, del lago de Annecy. Ya no envidio a nadie, y mi excesivo orgullo no me permite siquiera señalarles su insensibilidad (lo que, por otra parte, sería una tarea muy difícil), porque no quiero que me compadezcan.
Pero es doloroso ver lo lejos que están de nosotros. En el puente Mirabeau, me dice: «Entonces, ¿no echas de menos no poder salir de noche?» ¡Dios mío! ¡Cree que estamos simplemente en esa etapa! Hace mucho tiempo que la he dejado atrás. Ni siquiera he pensado nunca en detenerme ahí, porque quizá nunca he sido mundana, pero sobre todo porque sabía que había cosas más horribles.
Me indigna su incomprensión. Pero a veces intento ponerme en la piel de algún extraño. ¿Cómo verá la cuestión? Para un Breynaert consiste sólo en verse privado de esparcimientos mundanos. ¡Y eso que hace dos años que nos ve todas las semanas! Creo tener la prueba de que es impermeable, impenetrable, egoísta.
Mañana del martes, 19 de octubre
Me despierto angustiada por este problema de la incomprensión ajena. He llegado a preguntarme si lo que yo quería no era imposible. Ayer, en la Sorbona, hablé con una compañera muy amable, la señora Gibelin. Había, sin embargo, entre nosotras el foso de la ignorancia. Pero creo que si ella supiera estaría tan angustiada como yo. Por eso he cometido mil veces el error de no hacer el esfuerzo de contarlo todo, de zarandearla, de obligarla a comprender.
Pero hay muchas cosas en mí que dificultan este esfuerzo: primero la repulsión que me produce despertar la compasión de los demás (y, sin embargo, siempre trato de arrancarles su comprensión y de que se avergüencen un poco de sí mismos). Sólo que aquí tropezamos con un grave problema: la naturaleza humana está hecha de tal modo que tu interlocutor sólo comprenderá si le das pruebas inmediatas, pruebas de las que tú eres el centro: no le emocionarán tus relatos sobre los demás, sino tu propia suerte. No le arrancarás un poco de comprensión contándole las desgracias que te afligen. ¿Pero entonces? Advierto con hastío que voy descaminada: que soy yo la que ha pasado a ser el centro de atención, mientras que lo único que cuenta es la tortura de los demás, es la cuestión de principio, los miles de casos individuales que la constituyen; advierto con horror que el otro da su compasión (que es mucho más fácil de obtener que su comprensión, porque ésta implica una adhesión de todo su ser, una revisión total de uno mismo).
¿Cómo resolver este dilema?
Hay muy pocas almas lo bastante generosas para afrontar la cuestión en sí misma, para en lugar de considerar un caso individual a la persona que lo cuenta ver a través de ella el sufrimiento ajeno.
Esas almas deben poseer una gran inteligencia y también una gran sensibilidad, no basta con poder ver, hay que poder sentir, sentir la angustia de la madre a la que han arrebatado sus hijos, la tortura de la mujer separada de su marido; la suma inmensa de valentía que todos los deportados deben reunir todos los días, los sufrimientos y las miserias físicas que deben acosarles.
Termino preguntándome si sencillamente no debería limitarme a dividir el mundo en dos partes: la de las personas que no pueden comprender (aunque sepan, aunque yo se lo cuente; sin embargo, todavía creo muchas veces que la culpa es mía, porque no sé cómo convencerlas), y la de los que comprenden. Decidirme a dedicar en adelante mi afecto y mis preferencias a esta última parte. En suma, renunciar a una parte de la humanidad, renunciar a creer que todas las personas son perfectibles.
Y en esta categoría preferida habrá un gran número de gentes sencillas y de gente del pueblo y muy pocos de los que llamamos «amigos nuestros».
El gran descubrimiento que yo habría hecho este año habrá sido el aislamiento. El gran problema: colmar el foso que ahora me separa de todas las personas que veo.
Cuantos más afectos tienes, más personas que dependen de ti porque las quieres, o simplemente porque las conoces, más se multiplica el dolor. Sufrir uno mismo no es nada, nunca emitiría yo una queja a propósito de mí, porque todo sufrimiento personal, por el momento, es una victoria que lograr sobre mí misma. Pero qué angustia por los demás, por los allegados y por los otros.
Comprendo el tormento de mamá, su dolor se duplica, se multiplica por el número de vidas que dependen de ella.
«Una salud y una alegría sin mezcla sólo son posibles para el egoísta. El hombre que piensa mucho en sus semejantes nunca puede estar alegre».
Keats, carta a Bailey.
Lunes, 25 de octubre de 1943
Leído anoche, en el Epílogo de Los Thibault:
«[…] acometió un brillante informe de las diversas fases de la guerra desde la invasión de Bélgica. Así elucidados, reducidos a esquemas muy claros, los acontecimientos se encadenaban con una lógica impresionante. Se diría que era el relato de una partida de ajedrez. Antoine, que había librado día tras día aquella guerra, la veía de pronto con la distancia del tiempo y bajo un aspecto histórico. En la boca elocuente del diplomático, la Marne, la Somme, Verdún —estos nombres que hasta entonces le evocaban a Antoine recuerdos concretos, personales y trágicos—, súbitamente despojados de su realidad, se transformaban en los hitos concretos de una disertación técnica, en los temas centrales de un manual para las generaciones futuras».
Es algo que siempre me ha angustiado, esta diferencia entre la actualidad y el pasado, el paso del presente al pretérito, la muerte de tantas cosas vivas. En este momento vivimos la historia. Bien orgullosos podrán estar quienes, como Rumelles, la reduzcan a palabras. ¿Sabrán que una línea de su disertación encubre sufrimientos personales? ¿La vida palpitante, de lágrimas, de sangre, de inquietud, que hubo debajo?
Pensar en el porvenir produce vértigo. Desde pequeña me ha atormentado el problema de la aniquilación del mundo exterior tras la pérdida del yo. Me expreso mal. Sería más claro decir (y es la única manera en que aún puedo encontrar la sensación tan viva de aquel entonces): «Y si me muriese, ¿existiría todo esto?» Esta pregunta produce enseguida una espantosa sensación de aislamiento. De pequeña la sentía muy fuerte. Ha perdido intensidad ahora que estoy más acostumbrada a vivir con los demás.
Pienso en la historia, en el porvenir. En cuando todos estemos muertos. Es tan corta la vida, y tan preciosa. Y ahora, a mi alrededor, la veo despilfarrada sin motivo, criminal o inútilmente, ¿en qué basarse? Todo pierde sentido cuando afrontas la muerte a cada instante. Pensaba esto esta noche, al pasar por delante del hotel ocupado de la avenida de La Bourdonnais. Me decía: «Bastaría que alguien lanzase una bomba ahí para que fusilaran a veinte personas, veinte inocentes a los que privarían bruscamente de la vida, quizá nosotros, una redada en el barrio, como han hecho en Neuilly…» Y ese alguien no habría pensado en ello porque no podía pensarlo, porque la pasión del momento le nublaba el juicio, porque no se puede pensar en todo.
Tengo miedo de no estar ya aquí cuando Jean vuelva. Sólo desde hace poco tiempo. Todavía logro imaginar su regreso y pensar en el futuro. Pero cuando estoy de lleno en la realidad, cuando la percibo claramente, entonces la angustia se apodera de mí.
Pero no es miedo, porque no tengo miedo de lo que pudiera sucederme; creo que lo aceptaría, porque he aceptado muchas cosas duras y no tengo un carácter que se rebele ante una penalidad. Pero temo que mi hermoso sueño no pueda completarse, realizarse. No temo por mí, sino por lo bello que habría podido ser.
Y cuando lo pienso veo que no es un miedo vago e irrazonable, que no es una «sofisticación», un temor que encajaría bien en una novela. Hay tantos peligros que me acechan, lo extraño es que hasta ahora los haya eludido. Pienso en Françoise, y tengo siempre ese sentimiento tan vivo como en el momento de la redada: ¿por qué no yo?
Es curioso: esta confirmación de mi temor, que le confiere una base, un motivo, una fuerza, en lugar de aumentar mi angustia la estabiliza, le quita su carácter misterioso y horrible y le presta una certeza amarga y triste.
Miércoles, 27 de octubre
El lunes por la mañana detuvieron a veinticinco familias en el bulevar Beaumarchais, sin el menor «motivo». Han puesto los precintos de inmediato. Si hubiera sido aquí, habría querido salvar mi violín, la carpeta roja donde guardo las cartas de Jean y estas hojas, y los libros de los que no he podido separarme.
A veces me digo que es estúpido guardarlos aquí, pero al instante protesto y digo: «Por lo menos éstos». Pero éstos son muy valiosos por una razón u otra. Uno es Los hermanos Karamazov. El pensamiento de las pocas líneas que hay en las guardas es un tesoro infinitamente inapreciable. Sé que están ahí, como una prueba viviente, y que podría mirarlas. A veces recuerdo de golpe su presencia ahí, en la biblioteca, y es un pequeño hogar iluminado y caliente en medio del frío que me rodea.
Hay también algunos libros a los que tengo cariño por su valor indispensable. Los miro en la puerta del medio, Resurrección, el Prometeo de Shelley, Jude el oscuro, y debajo: The Freelands de Galsworthy, La isla mágica, con sus vidas de niños tan bien descritas, El viento de los sauces, los dos Morgan, Adiós a las armas, Ha vuelto a la tierra, la traducción de Pourtalés de tres obras de Shakespeare, los escritos en prosa de Hofmannsthal, los Cuentos de Chéjov, El adolescente de Dostoievski, los Rilke, mis Shakespeare y, en la chimenea, Alicia en el país de las maravillas y los sonetos de Shakespeare que Denise y François me regalaron por sus esponsales.
He escrito: los dos Morgan. Pero me acuerdo con un sobresalto de que Sparkenbroke, que yo le había prestado a la señora Schwartz, se había quedado en su escritorio, en el cajón de abajo. No es la pérdida del libro lo que me ha causado esta conmoción, sino de nuevo el recuerdo de Schwartz. El recuerdo de ese escritorio y de mis amigas no me abandona nunca. Pero sucede que un pequeño detalle me sobresalta y me lo recuerda aún más intensamente, o más bien de otra forma, como si de repente viese por otra abertura el aspecto de esta situación. Así, el otro día, pensando al mismo tiempo en su madre y en el pequeño André Kahn, al que yo cogía de la mano —uno de mis niños de Neuilly que adoro, tiene los ojos negros, el pelo dorado y las mejillas rosas—, caigo en la cuenta de pronto de que los nietos de la señora Schwartz estaban exactamente en el mismo caso, que ahora tenían a su padre y a su madre deportados; me ha costado situarlos en el mismo pensamiento.
Y probablemente así se hará el pasado: la infelicidad de mis niños era un hecho, algo aceptado como real, «asimilado», el de Pierre y Danielle no lo estaba todavía. Más tarde, sin duda no veré la diferencia, las dos cosas habrán adquirido el aire de un hecho asimilado.
A menudo, en la calle, el recuerdo de Françoise me atrapa, aunque no paro de pensar en ella y una gran parte de la tristeza que se ha convertido en mi estado de ánimo se debe a su ausencia. Ella, que no estaba preparada para esto, que no lo quería, que tenía tantos lazos aquí, que parecía amar tanto la vida; pienso en ella independientemente de mí, de mi congoja, y me digo que debe de ser desgraciada, que debe de sufrir mucho este desgarramiento. No sé por qué estoy convencida de que se esperaba esto menos que yo, y que se habrá rebelado más que yo.
¿Me rebelaré yo un día contra mi suerte? No es el fatalismo el que me hace soportar[lo], sino más bien la vaga impresión de que cada nueva prueba tiene un sentido, que me está destinada, y que estaré más purificada, más digna que antes frente a mi conciencia y probablemente frente a Dios. Es una sensación que siempre he tenido: siempre me he desviado con una especie de confusión del personaje que yo era antes, un año o seis meses antes.
Es extraño, el recuerdo de Françoise se divide en dos elementos que predominan por turnos: la idea de su dolor físico y moral, y mi congoja, la sensación de haber perdido algo muy preciado, porque realmente di todo mi afecto a Françoise, y yo sabía que ella me apreciaba. Y este mutuo intercambio era algo muy dulce y muy lleno de luz y de vida.
Ahora estoy en el desierto.
Nadie sabrá nunca lo que han sido para mí este verano y este otoño. Nadie lo sabrá porque he seguido viviendo y actuando, pero no ha habido ni uno solo de mis pensamientos profundos, de esos pensamientos en que me sentía realmente yo misma, que no haya sido una fuente de dolor. Todavía no lo he sufrido en mi cuerpo, y sólo Dios sabe si esta prueba me espera. Pero en mi alma, en mis afectos, y desde el punto de vista general, he vivido y vivo en una aflicción perpetua.
Nadie lo sabrá, ni siquiera los que me rodean, porque no hablo de ello, ni a Denise ni a Nicole ni tampoco a mamá.
Hay demasiadas cosas de las que no se puede hablar, nadie me hará hablar de mi sufrimiento a causa de Jean, sin duda porque me lo guardo para mí y nadie tiene derecho a inmiscuirse, sin duda también por una especie de timidez que muchas veces me impide hablarme a mí misma al respecto. Voy a intentar explicar mi sentimiento: a veces me niego a ocupar este lugar nuevo en este nuevo grado de mi vida por falta de confianza en mí misma, por repugnancia instintiva al show off [tratar de llamar la atención], a aparentar más de lo que soy.
Y, sin embargo, esto es sólo una parte de la verdad. La verdad es que sufro desde hace un año la ausencia de Jean, con tal continuidad e intensidad que no me permiten dudar de que en el fondo el cambio que Jean ha operado en mí sea real y que no estoy posando ni sofisticando mis sentimientos.
Tengo muy pocos puntos de apoyo sólidos. Exteriormente no tengo ninguno. Cuando pienso en la realización práctica, me aparto instintivamente. Antes lo hacía porque me parecía que cualquier cosa práctica tenía que estropear mi sueño. Ahora lo hago porque lo sé, porque tengo el recuerdo preciso y candente de la penúltima entrevista con su madre, en la que, aparte de la discusión religiosa que yo ya me esperaba y que no me daba miedo, me hizo un daño que nunca olvidaré al informarme de que yo había ido la antevíspera a Saint-Cloud con toda confianza ignorando que su marido no sabía nada y me consideraba un «flirt» de Jean. ¡Qué dolorosa es esta palabra! No sólo hirió mi orgullo, sino todo lo que yo conocía de mí misma y lo que yo sabía que era quizá lo más digno que tengo, mi pureza siempre mantenida gracias a un esfuerzo constante de severidad consigo misma. Quizá, y hasta tengo la certeza, no lo hizo queriendo, sobre todo porque hasta entonces me había hablado de una forma que me daba a entender que no me consideraba un simple…, no volveré a escribir la palabra. Creo que se le escapó, porque en aquel momento «comprendió» de repente, comprendió también las luchas que tendría que librar con su marido. Pero entonces, a pesar de toda mi imparcialidad, no tengo más remedio que reconocer que carece de delicadeza, de ese sentido que te hace adivinar la resonancia de lo que vas a decir en el alma ajena, de ese sentido que consiste en «ponerse en el lugar de los otros». Es demasiado impulsiva y quizá voluntariosa para eso. Además tengo otras muestras: esta insistencia suya en arrancarme, en ausencia de Jean, el consentimiento a que los hijos sean católicos (y que considero desleal, con independencia de todas mis convicciones religiosas), ¿no prueba el poco interés que siente por la individualidad ajena? Desde luego, no creo que sea mala, creo incluso que me quiere en cierta medida, pero pienso que le falta tacto. Yo nunca podría hacer proselitismo porque respeto demasiado la conciencia ajena.
Por tanto, exteriormente no tengo apenas apoyo. Con respecto a mamá, aquí, no sé. Nunca hablamos de esto. Mamá y papá nunca hablan de Jean ni de mi porvenir. Sin duda porque yo tampoco hablo, sin duda porque no saben lo que pienso, sin duda es mejor así.
Interiormente (en el templo interior que han construido estos últimos meses en que él estaba allí) me faltan muchas cosas, le conozco muy poco. Y además estará todo lo nuevo que su vida desde entonces habrá aportado y que será seguramente considerable y decisivo. Pero hay un campo mágico donde al entrar encuentro sol y calor, es la idea de nuestra semejanza profunda, de nuestra comunicación. Y en este campo recobro todos los recuerdos de aquellos tres meses del año pasado.
Tampoco puedo hablar de la otra parte de mi sufrimiento, la partida de Françoise, porque es de una naturaleza demasiado rara para que pueda definirla.
Y queda aún una parte inmensa: el dolor de los demás, de los que me rodean, de los que no conozco, el dolor del mundo en general. De él tampoco puedo hablar porque no me creerían. No creerían que me ha obsesionado y me obsesiona todo el tiempo, que antepongo el sufrimiento ajeno al mío. Y, sin embargo, ¿no es esto precisamente lo que abre un foso entre mis mejores amigos y yo? ¿Qué otra cosa me causa este malestar terrible, esta terrible escisión cuando hablo con cualquier otra persona? Este malestar, esta imposibilidad de identificarme plenamente, incluso con mis compañeros, incluso con mis amigos, ¿no es el rescate que paga mi conciencia por la desdicha de los que sufren?
Y Dios sabe cuánto me cuesta este rescate, porque en lo más profundo de mí misma siempre he aspirado a entregarme enteramente a los demás, ¡a mis compañeros, a mis amigos! Y ahora debo reconocer que es imposible, porque la vida ha levantado una barrera entre nosotros.
Hay una tercera parte de mi sufrimiento pero que no lo es, porque acepto el sacrificio con la certeza de que debo hacerlo, aunque tenga perfectamente la conciencia, si quiero reflexionar al respecto, de lo que representa para mí lo que pierdo, que es renunciar a desarrollar toda una parte de mi ser, renunciar a trabajar, a hacer música más a fondo. But that is nothing [pero esto no es nada]. No me cuesta soportarlo.
¿Habrá muchas personas que hayan sido conscientes a los 22 años de que podían perder de golpe todas las posibilidades que sentían en ellas —y no experimento la menor timidez al decir que yo dentro de mí las noto inmensas, puesto que las considero como un don que he recibido, y no como una propiedad—, de que podrían arrebatarles todo y no rebelarse?
Extraña contradicción.
Cuando razono a la manera de los demás, de los que «pueden» esperar el fin, de las personas «normales», pienso que la guerra terminará pronto, y que quedan aún quizá seis meses. ¿Qué son seis meses, comparados con lo que hemos pasado?
Pero en mi mundo interior todo me parece sombrío y ante mí sólo veo angustia; pienso continuamente en que me aguarda una prueba. Me parece que un inmenso pasaje negro me separa del momento en que de nuevo saldré a la luz, en que Jean habrá vuelto. Porque el regreso de Jean será, además de mi resurrección, el símbolo del renacimiento de la felicidad, o de una dicha para todos. Por mi lado está la deportación, y por el de Jean los peligros que le acechan.
Y cuando de repente me pongo a ver como las personas normales (lo que rara vez me ocurre ahora), tengo la sensación de levantar la cabeza y descubrir la luz, no me atrevo a creerlo y pienso: «¿Es posible esta alegría?»
Quizá me siento tan desamparada desde la partida definitiva de Jean. Ahora me parece que puede sucederme cualquier cosa.
Ayer fui a casa de los Léauté, me investí de mi antiguo yo y padecía un desorden interior, ¡qué malestar!
Sé por qué escribo este diario, sé que quiero que se lo den a Jean si no estoy aquí cuando vuelva. No quiero desaparecer sin que él sepa todo lo que he pensado durante su ausencia, o al menos en parte. Porque «pienso» sin cesar. Es incluso uno de los descubrimientos que he hecho, esta conciencia incesante que soy.
Cuando escribo «desaparecer» no pienso en mi muerte, porque quiero vivir; siempre que esté en mi mano. Hasta deportada pensaría constantemente en volver. Si Dios no me quita la vida, y si, lo que sería muy malvado, y la evidencia de una voluntad no ya divina, sino del mal humano, los hombres no me la arrebatan.
Si esto ocurriera, si estas líneas son leídas, se verá claro que esperaba mi destino; no que lo haya aceptado de antemano, porque no sé hasta qué punto puede llegar mi resistencia física y moral bajo el peso de la realidad, sino que me lo esperaba.
Y quizá el que lea estas líneas tendrá también una conmoción en este momento preciso, como siempre la he tenido yo leyendo en un autor muerto hace mucho una alusión a su muerte. Sigo recordando, después de haber leído las páginas de Montaigne sobre la muerte, que pensé con una extraña actualidad: «Y él también está muerto, ya ha sucedido, pensó por adelantado en lo que ocurriría después», y tuve la sensación de que le había hecho una jugarreta al Tiempo.
Como en estos versos impresionantes de Keats:
This living hand, now warm and capable
Of earnest grasping, would, if it were cold,
And in the icy silence of the tomb,
So haunt thy days and chill the dreaming nights
That thou wouldst wish thine own heart dry of blood
So in my veins red life might strearn again,
And thou be conscience — calm’d — see, here it is —
I hold it towards you[65].
Pero me dejo arrastrar, porque no soy morbosa como estas líneas. Y no quiero afligir a nadie.
Daré estas páginas a Andrée[66]. Y cuando se las entregue estaré obligada a prever que el hecho de que Jean las lea es real y puede ocurrir. Y entonces no puedo evitar sentir que me dirijo a él y dejar de escribir en tercera persona, escribir como cuando le escribía cartas, Jean. Y entonces el tratarle de usted y las demás formas análogas me parecen una mentira, tengo inmediatamente la impresión de que estoy impostando y que no soy la que soy, aunque si él estuviera aquí me parecería completamente natural tratarle de usted. Pero ahora, en el fondo de mi corazón, pienso o, mejor dicho, siento, antes incluso de haber formulado palabras, siento a mi Jean y le digo tú, y hacer otra cosa sería mentirme a mí misma.
Ahora que lo he escrito me parece igualmente alejado de la realidad. Lo cierto es que cuando pienso en Jean estoy en el terreno que precede al pensamiento y a las palabras, no sé cómo le llamo o le pienso.
Si escribiese: «Querido Jean», tendría la sensación de representar a la heroína de novela, pensaría en «Querido Jim» de Miss Thriplow en Marina di Vezza, y me burlaría de mí misma. ¡Poder reír! Ajean le gusta tanto reírse. Antes yo me reía. Ahora el sentido del humor me parece un sacrilegio.
Anoto aquí los pasajes de Los Thibault (Epílogo) que me han sorprendido, como la mano de Keats.
P. 221. Habla de la guerra y de los sucesos que se desarrollan en el norte: «¿Estaré aún aquí para verlo? La terrible lentitud, a juicio del individuo, de los acontecimientos por los que se hace la historia, es algo que me ha estremecido muchas veces desde hace cuatro años».
P. 239, 1918. «El futuro del mundo, que va a jugarse al final de esta guerra. Todo estaría comprometido, y por cuánto tiempo, si la paz que se avecina no fuese una refundición, una reconstrucción, una unificación de la Europa exangüe. Sí: si la fuerza armada siguiera siendo el principal instrumento de la política entre los Estados; si cada nación, dentro de sus fronteras, siguiera siendo el único árbitro de conducta y se entregara a sus apetitos de expansión; si la federación de los Estados europeos no permitiese una paz económica, como quiere Wilson […]; si la era de la anarquía internacional no estuviese definitivamente terminada […]; entonces habría que volver a empezar de cero y toda la sangre se habría vertido en vano.
»¡¡¡Pero todas las esperanzas son posibles!!!»
Si estas líneas fueron escritas en la época (y aunque no lo fueran, pero reflejan fielmente el pensamiento de la época), tuve razón al decirle a Jean Pineau el sábado, cuando me daba el Epílogo: «Es desesperante». Lo es doblemente para nosotros, y en esta última frase es una desesperación que sólo sienten los que se ponen en el lugar del personaje que escribe, los que se entregan a él (¿es ingenuidad por mi parte?).
(«Escribo esto como si yo debiera “serlo”…»)
Sé que es sólo una obra de imaginación, que el autor no se veía morir como Antoine, pero lo acepto como una visión del estado de ánimo de otro personaje. Creo que Roger Martin du Gard ha mostrado aquí algo verdadero, que su talento le ha dado una conciencia más aguda que la nuestra y que no ha inventado. Creo en la revelación psicológica en la «novela».
P. 270. A Jean-Paul: «Pero sobre todo quisiera que tú mismo te defendieses de ti. Que te obsesione el temor de equivocarte sobre ti, y de que te engañen las apariencias. Ejerce la sinceridad a tus expensas […] Comprende, trata de comprender lo siguiente: para los chicos de tu medio social —quiero decir: instruidos, alimentados por lecturas, que han vivido en la intimidad de las personas inteligentes y que se expresan con libertad—, la noción de algunas cosas, de determinados sentimientos, precede a la experiencia. Conocen mentalmente, gracias a la imaginación, una multitud de sensaciones de las que aún no poseen ninguna práctica personal, directa. No se dan cuenta: confunden saber y experimentar (cf. Keats, “sensation with and without knowledge” [sensación que viene o no del conocimiento]). Creen que experimentan sentimientos, necesidades que sólo saben que se experimentan…»
P. 281: «No temer demasiado las contradicciones. Son incómodas, pero saludables. Ha sido siempre en los instantes en los que me he visto cercado por contradicciones inextricables cuando al mismo tiempo me he sentido más cerca de esta Verdad con mayúscula que se esconde siempre.
»Si tuviera que “revivir”, me gustaría que fuera bajo el signo de la duda».
Imparcialidad shakespeariana.
P. 293: «Proteger tu ser. No temer equivocarse. No temer renegar constantemente. Ver las propias faltas para ir más allá en el esclarecimiento de uno mismo y el descubrimiento del deber propio».
Acabo de tener una prueba flagrante de esto. Hélène me molesta ahora mismo para que vaya a ver a una tal señora Sarbor (?) que espera a papá desde hace un buen rato. Despotrico interiormente, mi rencor contra Hélène cristaliza en el recuerdo de la Agatha de Axel Munthe; sé que me equivoco, pero no puedo negar la existencia de mi irritación. Era la señora Sartory, esa buena alsaciana que adora a papá. Al instante, mi irritación cesa (me lo figuraba de antemano) y me avergüenzo de mi «parcialidad». He hablado con ella. Su hermana, que vive en Alsacia desde hace cuarenta años con sus cinco hijos, y cuyo marido está en Saboya, sólo ha sido autorizada a una estancia en París de ocho días, y durante este plazo han tomado a sus hijos de rehenes.
Habría que poder ver las cosas desde el punto de vista de un juez superior a todo y que ve los dos lados de la cuestión.
P. 293: «Diarios. Los ingleses apenas avanzan. Nosotros tampoco, a pesar de algunos pequeños progresos aquí o allá. (Escribo “pequeños progresos” como en el comunicado. Pero yo veo lo que representa para los que “progresan”: cráteres de explosiones, arrastrarse por las trincheras, puestos de socorro invadidos…)»
P. 245: «Nunca he tenido el tiempo ni el gusto (romántico) de llevar un diario. Lo lamento. Si hoy pudiese tener entre mis manos, visible, todo mi pasado desde que tenía 15 años, me parecería que he vivido más; mi vida tendría un volumen, un peso, un contorno, una consistencia histórica; no sería esta cosa fluida, informe, como un sueño olvidado del que no puedes recuperar nada».
Y arriba: «La sensación de haber caído en una trampa abierta… Merecía algo mejor. Merecía (¿orgullo?) este “bello futuro” que me prometían mis maestros, mis condiscípulos. Y de repente, a la vuelta de esta trinchera, la bocanada de gas…»
Y este pasaje, por su belleza:
«Tanto calor que fui, hacia la una, a levantar las persianas. Desde mi cama me zambullí en aquel hermoso cielo de verano. Nocturno, profundo […] el cielo […]
»Me he dicho ahora mismo (y estoy seguro de que es cierto) que a un astrónomo, acostumbrado a vivir mentalmente en los espacios interplanetarios, morir debe de costarle mucho menos que a otros.
»He soñado un largo rato con todo esto. Las miradas perdidas en el cielo. Este cielo sin límites, que retrocede siempre a medida que perfeccionamos un poco nuestros telescopios. Ensueño apaciguador donde los haya. Estos espacios sin fin, donde giran lentamente multitud de astros semejantes a nuestro sol, y donde este sol —que nos parece inmenso, que es, creo, un millón de veces más grande que la tierra— no es nada, nada más que una unidad entre miríadas de otros…
»La Vía Láctea, un polvo de astros, de soles, alrededor de los que gravitan miles de millones de planetas, ¡separados entre sí por centenares de millones de kilómetros! ¡Y todas las nebulosas, de las que saldrán otros enjambres de soles futuros! Y los cálculos de los astrónomos establecen que ese hormigueo de los mundos no es nada aún, tan sólo ocupa un lugar ínfimo en la inmensidad del espacio, en este éter que adivinamos surcado, tembloroso, de radiaciones y de interinfluencias gravitatorias de las que nada sabemos.
»Nada más escribir esto, mi imaginación vacila. Vértigo benéfico. Esta noche, por primera vez, por última quizá, he podido pensar en la muerte con una especie de calma, de indiferencia trascendente. Liberado de angustia, devenido casi ajeno a mi organismo perecedero […]
»Me he jurado mirar al cielo todas las noches para recuperar esta serenidad».
Infinita pequeñez del hombre en los descubrimientos de la ciencia moderna, y sin embargo la oración existe.
Es magnífico, este Epílogo de Los Thibault, en que la novela apenas ocupa ya un lugar, pero donde el alma de un hombre (la de Antoine o de quien sea, desde el momento en que se trata de un alma) llega a ser el centro de interés tan exclusivo que cualquiera que lo lea se siente afectado íntimamente porque podría ser él.
En el tren, cuando iba a buscar a Charles el otro día, descubrí otras dos razones más del aprecio en que tengo a este libro. Primero, este fin desolador de toda una época, esta pintura de los agujeros que la guerra ha abierto en esta familia y grupo humano, es sin duda también lo que nos espera después.
Y, segundo, el descubrimiento desgarrador de que Antoine habría comprendido a Jacques únicamente después de su desaparición. Esa pesadumbre tan intensa que experimento a menudo de que Yvonne, Jacques, Françoise, Jean, me hayan sido arrebatados en el momento preciso en que nuestra intimidad habría producido algo maravilloso.
Hay dos partes en este diario, lo advierto al releer el comienzo: está la parte que escribo por deber, para conservar recuerdos de lo que deberá contarse, y está la escrita para jean, para mí y para él.
Me hace feliz pensar que, si me apresan, Andrée habrá guardado estas páginas, algo de mí, lo que me es más precioso, pues ahora es ya lo único a lo que tengo apego material; lo que hay que preservar es su alma y su memoria.
Pensar que Jean las leerá tal vez. Pero no quiero que sean como la mano de Keats. Volveré, Jean, ¿sabes?, volveré.
Cuando pienso que el sobre donde meto estás páginas sólo lo abrirá Jean, si es que lo abren, y en los momentos tan breves en los que llego a percatarme de lo que escribí aquí, me invade una ola, quisiera poder escribir todo lo que se me ha acumulado dentro para él desde hace meses.
Pero casi no me percato, intentaré atrapar el instante preciso en que suceda.
Noche del jueves, 28 de octubre
Acabo de pasar una tarde maravillosa, porque han venido amigas queridas: la señora Lavenu, M.-S. Mauduit, Jeanine Guillaume, Catherine también ha venido para oír hablar inglés.
Hoy he podido catch a glimpse [entrever] de esta atmósfera en la que intuyo que daría libre curso a todas mis posibilidades internas. M.-S. Mauduit —¡cuánto me recuerda a Katherine Mansfield!— me ha traído una reproducción de un grabado de Rockwell Kent para Beowulf. Mi instinto no me había engañado cuando me impresionaron las ilustraciones para Moby Dick de la American Library. Ahora sé mejor quién es Rockwell Kent, porque ella me ha prestado un relato de viaje a Groenlandia escrito e ilustrado por él.
La señora Lavenu es una gran amiga, una que comprende; mi amistad por ella está sellada desde el día en que vino aquí cuando yo estaba tan trastornada, al día siguiente de la redada.
François también ha venido. Charlo entusiasmada con Jeanine Guillaume. Ha traído una parte de mi trabajo —La Chasse au Snark, The Wind in the Willows—: me encanta intercambiar así.
Y ahora pienso en Jean. Cómo le añoro, cuánto disfrutaría con él.
Extraño día que es un símbolo de mi vida actual. Esta mañana, a las nueve, estaba en los Enfants-Malades para tener noticias de uno de mis niños, atravieso la sala con sus camitas blancas y todos esos pequeños incorporados sobre sus almohadas. Es él, Doudou (Edouard Wajnryb), el que me ha reconocido; yo le reconozco por la sonrisa radiante que me dirige, porque antes era mucho más guapo, con sus rizos pelirrojos.
Después voy a Saint-Denis a ver a Keber. Al llevar los paquetes, hablo con una mujer del pueblo, me ha hecho mucho daño porque ella no sabía. Consideraba que había muchos judíos en París, evidentemente, con esta etiqueta [la estrella amarilla], se les ve, y ella me dice: «Pero no molestan a los franceses, y sólo detienen a los que han hecho algo».
El tipo de encuentro que tanto hace sufrir. Y, sin embargo, no le guardo rencor, ella no sabía.
Después de comer, voy a la rue de la Bienfaisance a hablar con la señora Stern; qué tristeza, los abogados del servicio jurídico se han instalado en nuestro despacho. Nadie me conoce ya. Y me da igual. Ellos no conocen lo que yo he conocido y he conservado intacto el recuerdo de mis amigas. Vuelvo a ver solamente a la señora Dreyfus, siempre la misma, el único pecio del naufragio. Me comunica la detención de Léa y de toda su familia, que había escapado a tantas alertas y a la redada del 30 de julio[67]. La noticia me ha conmocionado.
Hablamos de la señora Samuel. Han acabado deportándola. Se había quedado como medio judía y mujer embarazada. Pero la sacaron de la enfermería y la deportaron en un vagón sanitario; esto me parece una comedia, porque los convoyes de ganado ¿llevan un vagón sanitario? Pero ¿qué mayor prueba de la monstruosa inanidad de la política nazi que deportar a personas en vagones sanitarios?
Pero ¿de qué sirve esto? Me llevo las manos a la cabeza. Respuesta: es un engranaje espantoso que ellos activan sin pensarlo.
Cada vez atrapa y traga a personas más conocidas. En este momento hay un convoy todas las semanas.
La señora Samuel, con la que yo había hablado de la posguerra, la única a la que encontré y a la que le dije que ante todo había que hacer que los alemanes comprendieran, para abrirles la mente. Deja a ese bebé de un año que nació cuando su padre estaba en Drancy y al que ella casi no ha conocido porque estuvo seis meses en el hospital, y a su joven marido, liberado gracias a ella.
Hoy he pensado en el metro: ¿mucha gente se dará cuenta de lo que habrá sido tener 20 años en este horrible tormento, la edad en que estás preparada para recibir la belleza de la vida, en que estás dispuesta a confiar en los humanos? ¿Se dará cuenta del mérito (lo digo sin vergüenza, porque soy perfectamente consciente de lo que soy), del mérito que habrá tenido conservar un juicio imparcial y una dulzura de corazón a través de esta pesadilla? Creo que nosotros estamos un poco más cerca de la virtud que muchos otros.
Sábado, 30 de octubre
Hoy he caminado, he caminado todo el día. Vuelvo andando de mi clase de alemán por la rue Saint-Lazare, la rue de La Boétie, Miromesnil, la avenida Marigny y las orillas del Sena.
He caminado orillando el agua, lo que me ha producido el efecto mágico de calmarme, acunarme sin hacerme olvidar, pero refrescando mi cabeza a menudo sobrecargada. No había nadie. Dos gabarras han pasado lentamente, sin hacer más ruido que el ligero chapoteo de las largas ondas transversales que la estela del barco impulsaba y que venían a morir en la orilla.
Pensaba en Jean. Pensaba que esta noche había soñado con él. Rara vez me sucede; y esos sueños me son muy preciados porque son como visitas. Me parece que cuando vuelva a verle y repase toda esta larga ausencia, me acordaré vagamente de haberle vuelto a ver, como si se tratase de un mundo más allá del de todos los días.
Pero si estos sueños fuesen verdaderas visitas, al despertar me causarían una decepción terrible. En mi sueño subsiste una vaga noción de la realidad, porque siempre hay algo que me impide verlo totalmente; es preciso, por tanto, que en el fondo de mi conciencia guarde el recuerdo de la realidad. Esta noche, no sé cómo, yo había salido (por un motivo urgente) y Jean estaba solo en casa. Yo volvía deprisa, con impaciencia, pero sabía que algo me lo impediría porque en el fondo sabía que no era verdad. Y entonces el sueño ha adoptado la forma que esta conciencia le imponía: el ascensor en el que yo entraba subía hasta el sexto y bajaba sin que pudiera pararlo. Después, cuando he llegado, mis invitados subían al mismo tiempo y sabía que en consecuencia ya no le vería. Yo entraba en esta habitación: él estaba de pie delante de la ventana. Se volvía y entonces, durante un instante muy breve, yo le tenía; todavía recuerdo mi sensación cuando él me tenía en sus brazos, sus hombros anchos me enmarcaban y yo sentía calor. Y después hay una laguna, a continuación yo estaba sentada en mi cama, y alrededor de la mesa de juego instalada en medio de la habitación (como para la clase de Simón ayer), estaban también mis invitados (¿por qué tenía invitados? Como el día en que él vino aquí por última vez y tuve la impresión de que yo intentaba retener los minutos desesperadamente). Nicole estaba allí. La cojo del brazo para hacerla salir y le explico que quiero estar a solas con Jean. Pero Jean ya no estaba, el sueño había acabado.
Sin duda soñé con él porque su madre telefoneó ayer; yo no sabía qué decirle al teléfono y su voz era también vacilante. No tenía noticias, empezó diciéndome que ella no me olvidaba. Me equivoqué al dar por perdidas las fotos, porque ella se ha ocupado.
Al llegar al puente de l’Alma seguía mirando el agua.
Y de repente, espontáneamente, pensé en cómo podría ser la vida juntos, en que yo podría hacerle feliz, no había orientado mis pensamientos en esa dirección, era algo nuevo. Pero ¿el abismo negro que franquear antes? Por eso nunca puedo abandonarme en esa dirección, porque me parecía a fallacy [una idea falsa].
En la comida estaban la señorita Detraux, Denise y François. Después me he vuelto a escapar para ir a Galignani a comprar un libro para la boda de Annie Digeon. Quería caminar más; y otra vez el Sena me ha atraído. No bajo a la orilla, pero sigo el paseo de la Reine a lo largo del parapeto y camino sobre las fragantes hojas muertas. El sol había salido y el cielo estaba azul. Había un derroche de dorados, las últimas hojas de los castaños eran de cobre, la hierba de los céspedes de un verde esmeralda, el cielo era puro, luminoso, ligero, el perfume tenaz de las hojas arrugadas, y por doquier en el aire el gusto un poco acre y tan otoñal de los fuegos de hojas muertas. El Sena recamado de luz poseía una belleza irreal, frágil, espléndida.
En la plaza de la Concordia, ¡me he cruzado con tantos alemanes! Acompañados de mujeres, y a pesar de toda mi voluntad de ser imparcial, a pesar de mi ideal (que es real y profundo), me ha invadido una oleada no de odio, porque desconozco el odio, sino de rebeldía, de asco, de desprecio. Estos hombres, sin comprenderlo siquiera, han arrebatado el placer de vivir a toda Europa. Desentonaban tanto con esta belleza luminosa y frágil de París, estos hombres capaces de cometer los horrores que conocemos demasiado bien, hombres surgidos de una raza que ha producido seres como los jefes nazis, que se han dejado embrutecer, desespiritualizar, animalizar hasta convertirse en autómatas sin cerebro, con a lo sumo reacciones de niños de 5 años, es esto lo que hará que algo se erice siempre en mí cuando me hablen de un alemán. Todo mi ser se opone al carácter germánico, se eriza a su contacto, ¿soy quizá de un temperamento esencialmente latino? La excitación de la violencia, el orgullo, el sentimentalismo, la exaltación de toda clase de emociones, el gusto de la melancolía vaga y gratuita son otros tantos elementos del carácter germánico que suscitan la rebeldía de mi temperamento. No puedo evitarlo.
Y en mi repugnancia de aquel momento no había ninguna consideración de mi caso especial, sólo pensaba en las persecuciones.
Pero cuando he entrado bajo los soportales y he sentido qué hondos apegos, qué afinidades esenciales, qué comprensión y qué amor recíproco me unían a las piedras, al cielo, a la historia de París, he tenido un sobresalto de cólera al pensar que aquellos hombres, aquellos extranjeros que nunca entenderían París ni Francia, pretendían que yo no era francesa y juzgaban que París era suyo, que esta rue de Rivoli les pertenecía.
En Galignani compro una hermosa edición de Viaje sentimental y Lord Jim (para mí). Me quedaría allí horas, si pudiese.
Al salir cruzo el puente de la Concordia y subo a casa de Françoise a ver a Cécile. Cécile me ha dicho que cuando veía las gabarras en el Sena, una hermosa mañana soleada, ¡se acordaba tanto de Françoise! Y esta idea me ha obsesionado durante todos estos paseos. A cada placer que disfruto —y ya no es un placer, sino sólo la conciencia de que soy testigo de algo hermoso (porque no va acompañada de ningún gozo)—, pienso en Françoise, que amaba tanto la vida, que amaba tanto París. No dejo de pensar en ella un solo instante.
¿Quizá estaba yo hecha para la inquietud? Un contento sosegado, un gozo perfecto me han hastiado siempre; cuando era pequeña estaba siempre discontented [descontenta]. Pero después de este baño de dolor, ya no me encontraré a gusto, ya no sentiré mi better self [lo mejor de mí misma] en un gozo egoísta.
Sin embargo, no me quejo al respecto. No hay una propensión morbosa en mí, no es como la canción de Keats
Come then, Sorrow!
Sweetest Sorrow![68]
porque nadie puede negar que habrá sido un dolor real.
Lo que quiero decir es que me parece que hay más sinceridad en el dolor que en el gozo.
Por eso sin duda no me gusta Gide, al contrario que Nicole. Después de La puerta estrecha, leo El inmoralista. Tanto como me entusiasman Los Thibault, me desagrada la filosofía de Gide sobre el disfrute de la vida.
¡Cómo me asedian los recuerdos del año pasado, la puertecita de las Tullerías, las hojas sobre el agua! Vivo de esos recuerdos, y cada rincón de París me despierta uno nuevo.
Jean-Paul está aquí. Estuvo aquí ayer cuando yo estaba en la rue Raynouard. Yo estaba emocionada por Nicole.
Seguro que es su regreso el que ha inducido mi sueño de la visita de Jean.
Thibault - Epílogo, XVI
P. 305: «No habrá seguridad en Europa hasta que se haya extirpado el imperialismo germano. Hasta que el bloque austro-alemán haya realizado su evolución democrática. Hasta que se haya destruido este foco de ideas falsas (falsas porque se oponen a los intereses generales de la humanidad): la mística imperial, la exaltación cínica de la fuerza, la creencia en la superioridad del alemán sobre todos los demás pueblos y en su derecho a dominarlos».
P. 310, a propósito de un discurso de Victor Hugo contra los despotismos: «El hecho de que hace ya cincuenta años se reclamase la supresión de los despotismos y la limitación de los armamentos, ¿es un motivo para desesperar de que la humanidad salga por fin de la barbarie?»
Sí, ¿es un motivo? En 1943, hace falta mucho valor y fe para hacerse la misma pregunta que Antoine en 1918.
P. 313: A Jean-Paul: «¡Es tentador deshacerse del fardo exigente de la personalidad! ¡Es tentador dejarse absorber por un vasto movimiento de entusiasmo colectivo! ¡Es tentador creer, porque es cómodo y porque es supremamente confortable! […] Cuanto más embrolladas están las huellas, tanto más el hombre, para salir a toda costa de la confusión, tiende a aceptar una doctrina hecha que le tranquiliza y le guía. Toda respuesta más o menos plausible a las preguntas que se hace y que no logra contestarse él solo se le presenta como un refugio; ¡sobre todo si esa respuesta viene acreditada por la adhesión de la mayoría! […] ¡Resiste, rechaza las consignas! ¡No te dejes reclutar! ¡Más valen las angustias de la incertidumbre que el perezoso bienestar moral que los doctrinarios ofrecen a todo “afiliado”!»
P. 347: Al capellán: «¿Qué espera la Iglesia para condenar la guerra? Vuestros obispos de Francia y los de Alemania bendicen las banderas y cantan Tedéums para agradecer a Dios las matanzas […]»
Domingo, 31 de octubre 7.30 horas
Acabamos de descifrar un cuarteto, el Séptimo de Beethoven. Había venido Annick. Por muy mal que lo hayamos tocado, la melodía interior, el andante, me elevaban profunda, completamente. Ahora tengo la impresión de que mi alma se ha vuelto inmensa, estoy llena de ecos y también tengo unas extrañas ganas de llorar. Hacía demasiado tiempo que no los había oído. Llamo a Jean con todo mi corazón. Con él aprendí a conocer los cuartetos, a escucharlos con él.
Lunes, 1 de noviembre
Terminé anoche El inmoralista, creo que no comprendo a Gide: no llego a captar el sentido de sus libros porque apenas lo esboza, el problema no se plantea claramente. ¿Por qué Michel hace que muera su mujer? ¿Qué gana con ello? ¿Qué hay de positivo en su doctrina? Ni siquiera está definida.
Por otra parte, la filosofía de Gide se opone a la mía; hay algo de viejo, de poco espontáneo, de excesivamente meditado, de egoísmo en su deseo de gozarlo todo.
Esta idea preconcebida está demasiado razonada, se centra en el yo, carece de humildad y de generosidad. No, no me gusta.
Para acabar, el estilo me parece, con o sin razón, rebuscado, pretencioso y arcaico. Hay giros que me sobresaltan a cada instante por su falta de naturalidad.
Mi pensamiento gira sin cesar alrededor de dos polos: el sufrimiento del mundo, que se encuentra condensado de una forma concreta y viva en el hecho de la deportación y las detenciones, y la ausencia de jean. Estos dos dolores se han fundido ahora en uno solo y seguirán estando asociados.
Es como una cama en la que me removiera sin descanso padeciendo los mismos suplicios.
Recibo esta mañana una carta de la señora Crémieux que deja escapar esta frase: «Ya no me queda valor». Dios, ¿qué podría hacer por ella? Ahora intuyo más o menos los estragos que dieciocho meses de angustia y de silencio han podido causar en ella.
Françoise decía un día que daban ganas de abrazarla. Me decía: «¿Sabe, Hélène? Es tan desgraciada, sufre tanto». La voz de Françoise, en la que, detrás de la sonrisa siempre alegre, aprendí a distinguir la sinceridad y la emoción resuena aún en mis oídos. Hablábamos de los recursos que algunas de estas mujeres hallaban en sí mismas ante aquel calvario. Hablaba de Crémieux como de una niña a la que le hubiesen quitado todo: es cierto, desde entonces yo también tengo esta sensación. Y ahora también Françoise. La voz tan alegre, con sus notas agudas, y su risa alborozada, que también se ha callado, sólo resuena ya en mi memoria. Ha suscitado asimismo el recuerdo de la señora Schwartz, a la que comparábamos con la señora Crémieux. ¡Qué vacío a mi alrededor! Durante un largo tiempo después de la redada del 30 de julio, tuve la sensación angustiosa de haberme quedado sola tras un naufragio, una frase bailaba en mi cabeza, la aporreaba. Se me había impuesto sin que yo la buscara, me acosaba, era la frase de Job con la que termina Mohy Dick:
And I alone am escaped to tell thee[69].
Nadie sabrá nunca la experiencia devastadora que he vivido este verano.
De aquella partida del 27 de marzo del 42 (la del marido de la señora Schwartz) no se ha vuelto a saber nada. Se ha hablado de las primeras líneas en el frente ruso, ¿emplearían a los deportados para hacer estallar las minas?
Se ha hablado también de los gases asfixiantes con los que habrían rociado los convoyes en la frontera polaca. Estos rumores deben de tener un origen verídico.
Y pensar que cada persona que fue detenida ayer, hoy, ahora mismo, está sin duda destinada a sufrir ese horrible destino. Pensar que no se ha acabado, que esto continúa todo el tiempo con una regularidad diabólica. Pensar que si me detienen esta noche (lo cual tengo presente desde hace mucho), estaré en la Alta Silesia dentro de ocho días, quizá muerta, que toda mi vida se apagará de golpe, con todo el infinito que siento dentro de mí.
Y que esto es lo que le espera a cada individuo que ha pasado ya por esta prueba, y que es también un mundo.
¿Comprendéis por qué el diario de Antoine Thibault me ha trastornado tanto?
En este momento no tengo miedo de la muerte, porque pienso que cuando la tenga delante ya no pensaré nada. Sabré borrar de mi mente la idea de lo que pierdo, al igual que sé muy bien olvidar lo que quiero.
Y además muchísimas personas sacrifican su vida todos los días. Los hombres nos han acercado súbitamente la Muerte, ampliado su radio de acción, duplicado su fuerza.
No quiero pensar en la muerte como una personificación, como la muerte de los Durero y de los hombres medievales, como también la de Axel Munthe. No hay que verla como una entidad distinta, sino como una manifestación del poder divino.
Sólo que es difícil cuando veo tantas muertes infligidas por seres humanos. ¡Es como si hubiera dos muertes! La que Dios impone, la muerte «natural», y la que han creado los humanos.
Sólo la primera debería existir. El hombre no tiene derecho a quitar la vida a sus semejantes.
La muerte llueve sobre el mundo. De los que mueren en la guerra se dice que son héroes. ¿Por qué han muerto? Los que estaban en el otro bando se han imaginado que morían por lo mismo. No obstante, cada vida tiene un gran valor en sí misma.
The pity of it, lago! O lago, the pity of it, lago![70]
Lo que escribo escandalizaría a mucha gente. Y, sin embargo, si reflexionasen, si examinaran el fondo de su corazón, ¿qué otra cosa encontrarían? Creo que no soy cobarde y por eso me permito escribir estas cosas. Quienes en nombre de la «bravura», de la «valentía», del «patriotismo», vociferasen al oírme, en el fondo están sometidos a pasiones erróneas. Se equivocan, están ciegos.
Además, los que combatieron dos años en el frente, en la última guerra, ¿no conocieron lo que creyeron que era una «desilusión», y que a lo sumo sólo era la desaparición de esas pasiones erróneas? Cuando confiesan que ni siquiera sentían ya odio por los alemanes, que ya no sabían de qué iba aquello. En La vida de los mártires de Duhamel, en el Epílogo de Los Thibault, La pesca milagrosa de Pourtalés.
Pero entonces se consideraban superados por una fatalidad demasiado onerosa para sublevarse contra ella. Sin embargo, en su origen esta fatalidad había sido ocasionada por hombres, era una obra humana.
He hablado de La vida de los mártires, este regalo de la señora Schwartz por mi santo. El día de mi santo ya estaba incompleto sin Jean, pero aun así había habido dulzura, mis amigas y también sus cartas. Ahora tengo la sensación de estar despojada de todo, desnuda, naked to the awaited stroke [inerme ante los golpes que vendrán].
Sí, La vida de los mártires es un libro que me ha desesperado porque alcanza esa ecuanimidad que yo aprecio más que nada, pero desde esa altura sólo se ve desolación. ¿Cuál es la solución? Quizá los que son parciales son más felices porque encuentran una solución, por errónea que sea, tienen un objetivo: un objeto de odio es mucho menos angustioso que no tener odio.
Ahora creo que esta imparcialidad es el más alto grado de perfección a que la humanidad está en condiciones de aspirar. Después… no lo sé aún; no veo la solución; no puedo hablar de ella, es como la vida futura. Tengo simplemente el presentimiento de que la solución se encuentra en esta vía, una vez alcanzado este estadio.
Por eso, a pesar de todo, a pesar de que no pronuncie un juicio, La vida de los mártires constituye una lección magnífica. Duhamel no se pronuncia: expone los hechos ecuánimemente, los resultados de esta locura furiosa y ciega que es la guerra, y en todo caso revela en toda su crudeza el error horrible que la ha originado.
Me acuerdo de que esta falta de pasión me asombró y casi me irritó. «¿Dónde quiere ir a parar?», simboliza más o menos mi actitud. Después, a la larga, comprendí que había una lección inmensa implícitamente contenida en aquellas páginas, y que se me reveló.
«Nada se vuelve real hasta haber tenido su experiencia; ni siquiera un proverbio es un proverbio hasta que vuestra vida haya dado de él un ejemplo».
Keats
Escribo esta frase que no tiene la menor relación con la anterior porque me ha impresionado esta mañana, resume el problema principal que afronto: el de la comprensión humana y la simpatía. Me parece que todo se deriva de esto.
Porque esta mañana he estudiado a Keats y me he entusiasmado como en otro tiempo.
¡Cuánto mundo puede recorrer en unas horas nuestro pensamiento!
Paso dos horas con Nicole.
Françoise Woog, siempre la misma gente. Pérez, Eliane Roux.
Martes, 2 de noviembre
He llevado a mamá a Neuilly esta mañana.
Todos querían volver conmigo. En su entusiasmo, Dédé Kahn me dice —veo todavía su cara suplicante, sus ojos negros, tan negros con su pelo dorado, tan a punto de brillar de risa—: «¡Quiero que duermas a mi lado!» Era la expresión suprema de su amor.
Miércoles, 3 de noviembre
Otra mañana tan rica que estoy estupefacta. Estaba libre hoy. Por fin he logrado acostumbrarme a una vida irregular: accedo a tomar las horas de libertad como vienen y a no hacer ya nada según el plan establecido. Habrá hecho falta este trastorno terrible, esta resistencia de los acontecimientos de mi vida, que me impiden llevar desde hace un año una vida normal, para desembocar en este resultado, para obligarme a ceder: digo ceder porque no había mayor enemiga de los cambios que yo. Llegaba al extremo de temer los regocijos, las experiencias nuevas, por prometedoras que fuesen (como un viaje o un suceso imprevisto), a causa del desorden que introducirían en mi existencia, porque también me intimidaban.
Así que esta mañana trabajo en mi antiguo cuarto. Tomo notas sobre las Odas de Keats.
Al cabo de dos horas caigo en la cuenta de la verdad de esta frase de Wolff: la esencia suprema del arte de Keats es su poder de sugerencia. La Oda al otoño, por ejemplo, se ha prolongado en mí, lingered deliciously [persiste deliciosamente] en mí, mucho después de haberla leído.
Quiero que den también a Jean mi cuaderno de notas, sobre todo el marrón grande en cartoné, porque contiene tanto de mí como estas páginas. Aún no he tenido tiempo de escribir lo que yo pensaba de Keats, pero la misma elección de las críticas representa exactamente lo que me gusta o no me gusta de su obra.
Jueves, 4 de noviembre
Esta mañana he asistido a la primera reunión de alumnos en el curso de Cazamian.
Mi sentimiento antes: tercer año en que «vuelvo» como «aficionada», sin poder mezclarme con los opositores. ¿El retorno va a tener otra vez el mismo encanto este año?
¿Voy a habiturme de nuevo a este elemento normal de mi vida después de un trastorno semejante, después de mi verano solitario?
¿Va a asaltarme el recuerdo del año pasado, cuando estaba en primer curso y sufría porque Jean no hubiera venido (aún estaba en París)?
Ahora, mi impresión: estoy desbordante de proyectos, me embarga un deseo entusiasta de trabajar, de hacer las disertaciones, los dictados. No me he sentido desplazada en absoluto, mucho menos que el año pasado. ¿Quizá la Sorbona forma ahora una parte excesiva de mi vida?
Y, ¡oh, ironía!, tengo tan poco tiempo. ¿Cómo conciliar Neuilly y todo lo demás que ocupaba mi tiempo? ¿Cómo me las voy a arreglar?
De momento supero los obstáculos. He elegido una redacción sobre Shelley para el tercer trimestre. Pero aquí sé que parloteo, me río de mí misma, pero me divierte, es un mojón en el futuro tan sombrío.
Vuelvo a ver a Savarit. Recuerdo del año pasado en la misma época. Pero veo claro que él no me gusta.
Viernes, 5 de noviembre
Curso de la señora Huchon.
Primer curso en casa de Nadine. Ya ha pasado un año. Nada es más útil para evaluar el tiempo que el retorno regular de estas cosas.
Un año y nada ha cambiado.
Sábado
Viene a comer la señora De la V. Nadine Henriot, música en casa de los Job.
Parece ser que la radio inglesa ha vuelto a dar detalles espantosos sobre la vida en los campos de Polonia.
Domingo, 7 de noviembre
Charles y Simón.
El domingo por la noche, Charles me dijo, cuando estábamos solos en el saloncito, al contarme detalles sobre su detención cuando le habían separado de sus padres: «Estaba tan triste que no podía llorar».
Lo decía ahora sin emoción, con un tono matter of fact [neutro]. Pero no se lo ha inventado, es el recuerdo de alguien que estuvo.
Lunes, 8 de noviembre
Biblioteca, visita de un alemán que quería libros anglosajones. ¡Si hubiera sabido a quién se dirigía! Extraño también que la única lengua que haya podido unirnos haya sido el inglés, la situación tenía su miga.
Marie-Louise Reuge vuelve de la Creuse, donde parece que los alemanes han llegado con metralletas para acorralar a los judíos refugiados. Uno tras otro, todos los departamentos pasarán por esto.
Anna, a la que llevo a Rothschild, me habla de una prima suya, de origen polaco, que ha perdido a sus cuatro hijos en esta guerra. Su marido había muerto de las secuelas del gas de la otra guerra. Su vida está arruinada y lo ha dado todo por Francia: ahora vive escondida, acosada, como una loca.
Al volver encuentro una nueva carta de ese desdichado prisionero de guerra que me pregunta si han dado fruto mis gestiones a propósito de su hijo de 12 años, del que no sabe nada desde hace más de un año. ¿Hay muchas situaciones tan atroces como las de los prisioneros que al volver no encontrarán ni a su mujer ni a sus hijos?
Martes, 9
Esta mañana llevo a los Enfants-Malades a una niña de 2 años y medio que tiene aspecto de una pequeña árabe. Lloraba sin parar en el hospital gritando «Mamá» instintiva, automáticamente. Mamá, el grito que viene a los labios espontáneamente, cuando sufres o estás triste. Me he estremecido al distinguir esas dos sílabas en el fondo de sus sollozos.
Su madre y su padre han sido deportados, ella estaba con una nodriza, ¡han ido a detenerla! Ha pasado un mes en el campo de Poitiers.
Los gendarmes obedecieron órdenes conminándoles a ir a detener, para internarlo, a un bebé de 2 años al cuidado de una nodriza. Pero es la prueba más desalentadora del estado de embrutecimiento, de la pérdida total de conciencia moral en que hemos caído. Es esto lo desesperante.
¿No lo es darse cuenta de que yo, con mi reacción de rebeldía, soy una excepción, cuando las anormales deberían ser las personas que pueden hacer estas cosas?
Es siempre la misma historia del inspector de policía que respondió a la señora Cohén, cuando la noche del 10 de febrero vino al orfelinato a detener a trece niños, de los cuales el mayor tenía 13 años y el más pequeño 5 (niños cuyos padres habían sido deportados o habían desaparecido, pero que eran «necesarios» para completar los mil del convoy del día siguiente): «¿Qué quiere usted, señora? ¡Cumplo con mi deber!»
Que se haya llegado a concebir el deber como algo independiente de la conciencia, independiente de la justicia, de la bondad, de la caridad, muestra la inanidad de nuestra supuesta civilización.
Desde hace una generación trabajan en volver a embrutecer a los alemanes (es un retorno periódico). Toda inteligencia está muerta en ellos. Pero cabía esperar que entre nosotros fuera diferente.
Lo terrible es que en todo esto se ve a muy pocas personas infraganti. Porque el sistema está tan bien organizado que los responsables aparecen poco. Es una verdadera lástima, porque de lo contrario la rebelión sería mucho más general.
¿O es porque yo veo las cosas desde el exterior? Es cierto que ha hecho falta un mínimo de hombres para organizar y ejecutar las persecuciones.
Pensado el otro día en la calle: «No, los alemanes no son un pueblo de artistas si pueden prohibir a un Menuhin, a un Bruno Walter, negarse a escuchar a un violinista porque es de otra religión o incluso, como sostienen ellos, de otra raza. Negarse a leer a Heine…, es imposible conciliar las dos cosas».
Miércoles, 10 de noviembre
Estoy horriblemente inquieta por los demás. Volvía de mi cita con la señora Morawiecki, derrengada por el día, pero apretando contra el pecho el jabón que Jean me ha enviado a través de ella; es de espliego, el perfume que le persistía en las manos cuando se separaba de mí, y dentro había un papel: un recuerdo de otro jabón (el que yo le había enviado el año anterior). Nada podía convencerme más directamente de que había pensado en mí a pesar del silencio que nos separa. Y tengo también la foto que le han sacado.
Papá me ha leído la carta sibilina de Yvonne[71]. Hablan de traslados. He comprendido al instante. La conversación con Marie-Louise Reuge me ha vuelto demasiado clarividente para no captarlo de inmediato. Los métodos deben continuar, un departamento tras otro. Tengo miedo de que esta seguridad también vaya a romperse.
Aquí, nosotros, que estamos tan acostumbrados, quisiéramos proteger a los demás, deben de estar muy desamparados de repente. ¿Qué hacer si todas las seguridades se derrumban una tras otra?
El pequeño remanso de consuelo donde el paquete y la foto de Jean podrían haberme abrigado un momento, por corto que fuese, no existirá. Estoy demasiado inquieta por la suerte de los demás. No me quejo. No lo lamento. La prueba es sin duda mejor, puesto que es más severa.
¡Vaya día! He ido a la boda de Annie Digeon, en Saint-Germain-des-Prés, y después a la recepción. Estaban los Pineau (y muchos condiscípulos). Como siempre después de haber visto a los Pineau, yo estaba triste. Y las bodas son siempre deprimentes y fatigosas.
Viernes, 12 de noviembre
Después de comer, la señora Agache llega como una loca porque acababa de enterarse de que a la joven Bokanowski, ingresada en el hospital Rothschild con sus dos bebés mientras deportaban a su marido a Drancy, también la habían llevado a este campo. Agache le ha preguntado a mamá: «¿Cómo, deportan a los niños?» Estaba desquiciada.
Es imposible expresar el dolor que he sentido al ver que ella sólo comprendía ahora, porque se trataba de una conocida. Mamá le ha respondido, sin duda invadida por el mismo impulso apasionado que yo: «Hace un año que se lo decimos, pero usted no quería creerlo».
No saber, no comprender, incluso cuando lo sabes, porque una puerta en ti permanece cerrada, la puerta que al abrirse te permite asimilar al fin lo que simplemente sabías. Es el drama inmenso de esta época. Nadie sabe nada de la gente que sufre.
Y yo pensaba: ¿pueden hablar de caridad cristiana estas personas que ignoran lo que es exactamente la fraternidad y la simpatía humanas? ¿Tienen derecho a pretender que son los herederos de Cristo, ese Cristo que era el más grande socialista del mundo y cuya doctrina se basaba en la igualdad y la fraternidad de los seres humanos? No saben siquiera lo que es la fraternidad. La compasión sí, la ofrecen como fariseos, porque la piedad implica casi siempre una idea de superioridad y condescendencia. No es la piedad lo que deben ofrecer, sino la comprensión, la comprensión que les hará sentir todo el carácter profundo e irreductible del dolor ajeno, la monstruosa injusticia de estos tratos, y les sublevará.
Yo le decía mentalmente a la señora Agache: «¿Comprende ahora por qué estamos tan angustiadas, por qué estamos afligidas? Sufrimos el dolor de los otros, sufrimos por la humanidad, mientras que usted simplemente ofrece su compasión cuando oye hablar de esos sufrimientos».
Pero ¿alguna vez ha visto ella el interior de mi corazón? Me ve siempre normal, siempre ocupada en mil cosas. También es culpa mía. Mi exterior engaña a la gente. Debería acceder a mostrarme tal como soy por dentro, sacrificar este pudor o este orgullo que quiere obligarme a seguir siendo como los demás y también a rechazar su compasión, mostrar mi angustia para servir a la causa que constituye mi objetivo: revelar el dolor humano en todas sus formas.
A menudo tengo la sensación de hacer teatro, que mi deber sería no aparentar normalidad, revelar, cavar el foso real que nos separa de los demás en vez de intentar ignorarlo, o incluso, cosa que me ocurre con frecuencia, apartarme de ellos, para no expresarles mi reproche.
¡Y si la gente supiera qué estragos hay en mi corazón!
Ayer se llevaron del hospital a cuarenta y cuatro enfermos, entre ellos a un tuberculoso en fase terminal, dos mujeres que tenían aún tubos de drenaje en el vientre, una paralizada de la lengua, una joven a punto de dar a luz y a la señora Bokanowski.
¿Y por qué? ¿Por qué estas deportaciones? No tienen sentido. ¿Para hacerles trabajar? Morirán en el camino.
¡Dios, Dios, qué monstruosidad! Qué oscuro es todo esta noche, no veo salida. Estoy abierta a todos los relatos de horrores, recojo todas las tristezas, pero no veo solución, es demasiado.
Ahora ya no encuentro esta sensación porque la he rechazado, como si no tuviera derecho a existir. Pero antes de la cena me he preguntado si estaría mal querer hallarse por fin en un remanso de ternura y amor. Que te mimen, te acaricien, que se funda esta armadura que la soledad ha creado contra la tormenta. No, no hay nada que fundir, pero habrá profundidades inmensas que despertar. ¿Podré algún día no estar sola, captain of my soul [dueña de mí misma], y tener derecho a esta ternura maternal que le pediría a Jean, por paradójico que pueda parecer? Quisiera que me acunasen como a un niño. Yo, que me ocupo de otros niños. Quisiera después tanta y tanta ternura. Porque ahora sin duda no tengo derecho.
«Quisiera que me acunasen como a un niño. Yo, que me ocupo de otros niños. Quisiera después tanta y tanta ternura».
Diario, viernes 12 de noviembre de 1943, p. 216.
© Memorial del Holocausto - Col. Job.
No puedo pedírselo a mamá porque su alma es un lecho de ascuas como el mío. En ella se reflejan mis torturas y mis angustias, aunque es más mi igual que mi madre, el dolor iguala. Cuando me acoge en sus rodillas y me besa con mucha suavidad sólo sirve para hacerme llorar. Pero no me apacigua porque siento que ya no me puede consolar.
Hace ocho días estaba llena de entusiasmo para trabajar. Pero era sólo un estado pasajero. Sabía bien que era una ilusión. La disipó un hecho nimio, sin gran importancia en sí, pero en el que cristalizaron muchos otros elementos. Al volver ayer de Saint-Denis a las siete y cuarto me perdí el comienzo de la clase de Delattre. Y él asignó a otra estudiante el tema que yo había pedido. Cuando después de clase voy a disculparme y le pido que me lo restituya (cosa que él habría podido hacer, incluso no habiendo tenido la delicadeza de asignármelo en mi ausencia, como Cazamian había hecho por la mañana), se niega diciendo: «Cuando alguien no está, los demás ocupan su puesto». La frustración, la indignación, y también la congoja que siempre me produce que me traten con un poco de dureza, hacen que me afluyan las lágrimas a los ojos; una hora más tarde, estaba todavía indignada. Pensaba en mis esfuerzos por tratar de aferrarme un poco aún a esta vida de la Sorbona que me resulta tan esencial, que él, de todos modos, podía saber cuánto me importaba esta vida intelectual y que yo era más idónea para ella que muchos otros alumnos; pensaba en el sacrificio voluntario que había hecho. Y que Delattre podría haberme concedido esta pequeña compensación.
Y luego, sin gran dificultad además, porque puedo muy bien renunciar a una cosa, y hasta olvidarla, y hacerme lo que yo quiero (nunca he logrado explicar esta frase a la señora Schwartz, aun cuando expresa lo esencial de mi carácter), he renunciado a preparar mis oposiciones a cátedra.
Sábado, 13 de noviembre
Anoche leí El osito Winnie, que me había traído Jeanine Guillaume. Sonreí hasta el fondo del alma, y hasta me reí en voz alta. Es en verdad el ambiente de los niños ingleses que tanto me gusta, me recuerda muchísimo a Miss Child. Y también la finura de algunos hallazgos, el tono risueño y serio, que se ríe de los niños y al mismo tiempo los admira, comprende que son infinitamente superiores a nosotros. Yo estaba extasiada.
Por la mañana, después de mi clase de alemán, subo por la empinada rue Rodier y a Lamarck bajo un chaparrón que chorreaba sobre las escaleras de Sacré-Coeur.
Vienen a comer Denise y François y la señorita Detraux. Tenía una necesidad absoluta de contarle a alguien El osito Winnie. Cuando he empezado he visto que no le interesaba a nadie. Y he continuado, aun a sabiendas de que forzaba la atención ajena, consciente de que les aburría. He vencido la repugnancia que me producía la sensación de ser aburrida. Pero no comprendía que los demás desprecien El osito Winnie. Es el problema eterno: compartir con alguien mi entusiasmo, para mí no existe una alegría si no puedo comunicarla a otro. Ahora estoy privada de todos aquellos con los que podía hacerlo, ante todo Jean.
Aun así, Detraux ha escuchado y admirado los dibujos de Winnie; y, de rodillas cerca de su butaca, yo le contaba la historia. La contaba mal, expresaba mal el encanto del texto, porque es intraducible en francés, y Detraux está mucho más lejos que mamá de este ambiente. Pero yo seguía hablando, me ardían las mejillas. Los demás hablaban a mi alrededor, lo cual me aislaba, nos aislaba. Yo lo olvidaba todo, salvo mi esfuerzo por transmitir el encanto del libro.
Después, mamá, que tenía un poco de sueño, me pregunta sonriendo: «¿Y qué le sucede a Winnie?» Pero yo sabía que me lo preguntaba porque mi entusiasmo le había sorprendido y no porque le interesara Winnie. Era yo, y no el libro, la causa de su interés. Seguramente había también un deseo de complacerme. Pero no había la comprensión que yo habría querido para el libro.
Voy a Galignani. En vez de El osito Winnie, encuentro A través del espejo, la continuación de Alicia, y un libro de poemas para niños del mismo autor que Winnie, y también maravillosamente ilustrado.
Después he ido a merendar a casa de la señora Crémieux. Ella volvía al mismo tiempo que yo.
Nunca se llegará a comprender la desolación de una vida como la de esta mujer. Sé que sólo puedo tener presentimientos al respecto. Nadie puede saberlo. En un momento dado ella me ha dicho: «Usted no puede saber, Hélène. Hay momentos en que creo que sueño. Abro la puerta y me digo: “Mi marido va a estar ahí”, y me digo que es imposible que no esté». ¡Dios mío, qué pena me ha dado!
Varias veces ha sonado el teléfono, una de ellas para avisar de que habría una deportación el lunes. En esos instantes no podíamos volver a hablar del asunto, algo me impedía reanudar la conversación. Y, sin embargo, era un deber, no valía la pena hacerle pensar en cosas semejantes.
Ha buscado en su cuaderno, el cuaderno que estaba en el cajón de la señora Schwartz. Así pues, todo esto es un fragmento de vida muerto, acabado. El escritorio, la señora Schwartz, sus ojos grises, siempre brillantes de ternura cuando me miraba con una sonrisa indecisa. Françoise que se reía, que entraba y salía con un papel en la mano. La señora de Robert Lévy, siempre grande, bonita y limpia con su buen humor y su optimismo, la señora Cahen que whinait [se quejaba] siempre en medio de sus trifulcas con los recaderos, Jacques Goetschel que entraba a comprobar el archivo, la señora Horwilleur, ya tan nerviosa y abrumada por las tristezas, todo esto se despierta en mí, pero como algo que ya no tiene voz, un dumb show [película muda], angustiosa porque las voces ya no suenan, sólo quedan las imágenes.
No obstante, aquella catástrofe no era un castigo, pues lo único que hacíamos era intentar aliviar las desgracias ajenas. Sabíamos lo que ocurría; cada nueva medida, cada deportación nos arrancaba un pedazo adicional de dolor. Nos acusaban de colaboradores[72] porque los que acudían a nosotros acababan de presenciar la detención de un miembro de su familia, y era natural que tuviesen esta reacción al vernos. Oficina de explotación de la miseria ajena. Sí, comprendo que hayan pensado esto. Desde fuera tenía un poco este aspecto. Ir a trabajar allí todas las mañanas, como a una oficina, pero donde nos visitaban personas que venían a saber si tal o cual persona había sido detenida o deportada, donde las fichas y las cartas que se clasificaban eran el nombre de mujeres, de niños, de ancianos, de hombres cuyo destino era tan atroz. ¡Oficina! Aquello tenía algo de siniestro.
Me acuerdo incluso de que una o dos veces, por la fuerza de la rutina, que me inducía a recorrer este camino todas las mañanas a la misma hora, por un momento había considerado esta vida como «oficinesca», como algo normal y corriente, y de haberme alegrado de reunirme con mis amigas. Pero si esta sensación era culpable (y quién no la habría tenido, ya que exteriormente era una vida igual que la de un oficinista), juro que en cuanto ponía el pie en el primer peldaño se desvanecía, que tenía plena conciencia de que la materia con la que iba a trabajar era el dolor humano, que sabía bien que no era una vida de oficinista ordinaria, que los demás se equivocaban al criticarnos. Comprendo muy bien que el aspecto externo de toda esta administración haya suscitado el asco, porque la primera vez que fui a la rue de Téhéran, cuando detuvieron a papá, me acuerdo de la impresión horrible que me produjo. Ver a unos hombres reunidos en una oficina, cuando la materia sobre la que operaban era el sufrimiento infligido adrede por los alemanes a otros seres humanos.
¿Por qué entré a trabajar allí? Para poder hacer algo, para estar muy cerca de la desdicha. Y, al servicio de los internados, hacíamos lo que podíamos. Los que nos conocen bien nos comprendían y nos juzgaban con justicia.
Respecto a los de fuera que pensaban [que] nos habíamos metido allí para protegernos gracias a aquel famoso carné de legitimación, si yo hubiera podido considerar este asunto desde ese punto de vista me habría negado a entrar. Cuando ingresamos, en julio de 1942, justo después de la redada del 16, todos nuestros amigos abandonaban París enloquecidos, Katz le había dicho a mamá que si insistíamos en quedarnos tendríamos que buscarnos una actividad, entonces se hablaba de recoger a los jóvenes en paro, sin distinción especial. Cuando nos dio las tarjetas era otra cosa más, al margen, y nos había dicho: «Si les detiene en la calle alguien de la Gestapo, enséñenle esto». Pero en aquel momento el carné no tenía el valor que tuvo más adelante (y que ha perdido ahora). Apenas pensábamos en él. Sólo pensábamos en el sacrificio que representaría para nosotras entrar en una asociación semejante. Después he cambiado, he limpiado muchas cosas en mi interior, a costa de pérdidas terribles. Para los que pensaban que estábamos allí para protegernos, la redada del 30 de julio fue un desmentido flagrante.
Por otra parte, nadie conocía mejor que nosotras la inestabilidad e inseguridad de nuestra situación. Me acuerdo de lo que decía la señora Schwartz.
¿Por qué he removido todos estos recuerdos? Ahora que vuelvo a pensarlo, el pasado cobra de nuevo su aspecto de dumb show. Todo esto está muerto.
Pero al pensarlo comprendo por qué estaba yo desorientada, out of joint [descaminada], por qué todo esto me parecía muerto. Olvido que llevo una vida póstuma, que debería haber muerto con ellos. Si hubiese partido con ellos, la nueva vida me habría parecido una continuación de la otra, no habría tenido esta sensación.
Salgo de casa de la señora Crémieux a las siete, bajo un diluvio; primero hemos aguardado el 92 y hemos acabado cogiendo el metro. Al bajar en Trocadero, en la oscuridad, mientras corro meto los pies al azar en charcos, azotada por la lluvia y el frío.
En la rue Fourcroy, cuando ella me tenía enlazada del brazo y estaba debajo de mi paraguas, dice: «Hélène, ¿qué harán con este tiempo?» ¿Qué responderle?
Es terrible no poder consolar.
Domingo
14 de noviembre
He salido muy temprano a ver a la señorita Ch. a causa de Charles. También inquietudes por ese lado y mamá me deja la plena responsabilidad. Es una muestra de estima, sin duda, pero me hace sentirme sola. Antes de salir, voy a dar los buenos días a Charles; él se me lanza al cuello; y después, mientras me habla, deja los brazos posados en mis hombros. Estas muestras de afecto me causaban estupor, no podía creer que fueran para mí.
De allí me he ido a Neuilly a buscar a la pequeña Odette para llevarla a casa. Una niña de 3 años, con ojos azul claro y el pelo dorado como un bebé inglés. No ha hablado. Visiblemente, lo único que le gustaba era estar en brazos.
La he llevado a las cuatro y después he ido a casa de Denise, adonde llego reventada. Por suerte ella ha tocado el piano. Pero esto me ha hecho revivir de golpe el pasado todavía tan reciente en que ella practicaba el piano y yo la oía al subir la escalera, y más aún la ternura con que ella me envolvía. Y he comprendido que uno de los motivos de mi soledad es su ausencia. Nunca había «asimilado» su matrimonio.
Por la mañana me había retrasado una llamada telefónica a Denise Mantoux, de paso por París; la veré la próxima vez. Pero me ha dicho que su hermano Gérard estaba aquí y estaría encantado de vernos. Los Mantoux pertenecen a un pasado ya lejanísimo que emerge a la superficie, no sé si me hará ilusión.
Anoche, después de la cena, leía El hombre de buen carácter, de Goldsmith, cuando llamaron. Era un joven que nos enviaba la señorita Detraux para pedirnos nuestra opinión sobre dos niños a los que él había recogido tras la detención del padre (médico), la madre y otros dos más pequeños, de 12 meses y 2 años. Detenido en la calle, cuando quisieron comprobar sus papeles, el padre tuvo el impulso de huir y a continuación fueron a buscar a su familia, que estaba haciendo las maletas: ¡demasiado tarde, ay! Parece que el alemán que había ido a detener a la mujer le decía: «¿Por qué no dices dónde están los otros dos niños? Una familia tiene que estar reunida…» ¡Sí, cuando separan a las mujeres de sus maridos a partir de Metz!
Porque ahora deportan a las familias; ¿qué se proponen? ¿Crear un Estado judío en Polonia? ¿Piensan por un segundo que esas desventuradas familias afincadas aquí, algunas desde hace cinco siglos, tienen otra idea en mente que no sea volver?
Después no he podido continuar mi lectura. He tenido que acostarme. ¡El problema del mal reaparecía tan inmenso y tan desesperado!
Martes, 16 de noviembre
En el bulevar de la Gare, donde han abierto una sucursal de Lévitan (centro donde los internados de Drancy, «favorecidos» porque son «cónyuges de arios»[73], clasifican y meten en cajas los objetos robados por los alemanes en los apartamentos judíos y destinados a Alemania), hay actualmente doscientas personas, hombres y mujeres mezclados en la misma sala con un lavabo. Todo lo hacen en común, despojan refinadamente de su pudor a los dos sexos.
Allí están Kohn, Edouard Bloch, gran mutilado, ¿cómo se las arregla? La señora Verne, la mujer del banquero. ¿Y además de qué sirve la clase? Todos sufren, pero las personas intensamente delicadas y finas como el primero deben de sufrir más.
Voy a Neuilly para nada.
Voy a Saint-Denis a las once y media.
Lloro después de cenar.
Miércoles, 17 de noviembre
Vuelvo del hospital de los Enfants-Malades, donde una enfermera me había citado a causa de un niño. Mujer de buen corazón e inteligente, quería salvar a Doudou; le he explicado que no había nada que hacer, que estaba bloqueado[74]; he captado sus vacilaciones respecto a la UGIF y me he entristecido. La comprendo muy bien; y es difícil explicar a los demás qué es. Oficialmente, por su carácter no clandestino, es una monstruosidad. Pero en principio, sin la asociación, ¿quién se habría ocupado de los internados y de sus familias? ¿Y quién puede decir el bien que muchos de sus miembros han hecho?
Me cuenta que tenía un ayudante de sala que volvía de Polonia y que había presenciado con sus propios ojos el espectáculo siguiente: allí los obreros franceses no están autorizados a circular fuera de un recinto determinado. Este chico una noche había salido en la oscuridad y había sobrepasado el límite prescrito; cuando estaba a la orilla de una especie de lago oyó un ruido. Se escondió y presenció algo que no tiene nombre: vio avanzar a unos alemanes empujando a mujeres, hombres y niños. Había una especie de trampolín sobre el que les obligaban a subir. ¡Y de ahí, plof! Los tiraban al lago, es lo que la mujer ha dicho; yo he sentido que se me helaba la médula de los huesos. Eran judíos polacos.
Así que no lo sé todo, pero cada relato nuevo cae en una atmósfera de conciencia en carne viva.
Ella añade que es muy probable que los alemanes, al retroceder en el frente ruso, vuelvan a aquellos lugares, descubran los cadáveres y proclamen que han sido los bolcheviques, para dar miedo a nuestros buenos burgueses. ¿Quién sabe si Katyn no fue también obra suya?
Este obrero estaba en un campo con rusos. Fue en este campo donde hubo una epidemia terrible de tifus por la que Lemiére se marchó a Alemania (sin hacer nada, dice la mujer). Murieron catorce mil rusos en aquel campo. De noche, los alemanes uncían a cuatro rusos a unas carretas en las que hacinaban los cadáveres desnudos, arrojaban a hombres que aún no habían muerto revueltos con los difuntos.
Respecto a las mujeres rusas, cuando los franceses intentaron darles de comer, las encerraron en un calabozo. Por la tarde las sacaron y les hicieron desfilar desnudas delante de los obreros franceses, que reprendieron de tal manera a los alemanes que éstos amontonaron de nuevo a las mujeres en el calabozo.
Y, sabiendo esto, ¿quieren que yo sea normal, que trabaje regularmente? Sí, esta mañana había decidido trabajar en mi tesis, sabía oscuramente que era imposible, que un nuevo sobresalto me lo impediría. Primero ha llegado la noticia esta mañana de que Yvonne y los demás se habían dispersado a los cuatro vientos a causa de una amenaza.
Después llega esto; ¿cómo es posible mantener la serenidad, que es ante todo singleness of mind [retiro del mundo], si cuando te retiras del mal que asuela el mundo, éste viene a recordártelo?
Los únicos felices deben de ser los ignorantes.
Miércoles, 24 de noviembre
Hay en este momento una ola de pesimismo. ¿Es por el invierno, el tercero de estos largos inviernos sin esperanza? ¿Es realmente porque no podemos más? La resistencia humana tiene recursos increíbles. Nunca hubiéramos creído que soportaríamos lo que soportamos. ¿Cómo la señora Weill, por ejemplo, la madre de la señora Schwartz, a la que vi ayer por la mañana, no se vuelve loca? ¿Cómo no se vuelve loca la anciana señora Schwartz, con dos hijos deportados, una nuera deportada, un yerno deportado, una hija internada y un marido chocho?
Parece que en Alemania el partido sigue siendo tan fuerte que la guerra puede durar mucho tiempo. En las ciudades bombardeadas obligan a los hombres a quedarse; a las mujeres las envían a otras fábricas; y a los niños, a partir de los 6 años, los entregan a las escuelas nazis. ¡A los niños! ¿Por qué empeñarse en creer que los alemanes ven la situación como nosotros, que ven los dos aspectos de la cuestión, que ven la inutilidad de la guerra? No se debe comparar el estado de ánimo de un alemán de ahora con el nuestro. Están intoxicados; ya no piensan; ya no tienen espíritu crítico: «El Führer piensa por nosotros». Temería encontrarme con un alemán, porque estoy segura de que habría una incapacidad total de comprendernos. Su valentía no es apenas más que un instinto animal, el instinto de la fiera. Los que no combaten porque es la consigna y porque ellos forman un rebaño, actúan sin duda con la exaltación de los fanáticos.
No puedo admirarles por nada, porque ya no poseen nada de lo que constituía la nobleza de un ser humano. Por eso la guerra puede durar, por eso el futuro es tan sombrío.
Esta mañana leía a Shelley y su Defensa de la poesía; anoche, un diálogo de Platón traducido por él. Qué desesperación pensar que todo esto, todos estos resultados magníficos de perfeccionamiento, de humanización, toda esta inteligencia y amplitud de miras esté muerto hoy. Vivir una época semejante y sentirse atraído por todas estas obras, qué irrisión, es casi incompatible. ¿Qué diría Platón? ¿Qué diría Shelley? Me tildarían de soñadora e inútil. Pero ¿no son los demás, no es la furia del mal que impera actualmente lo que es falso e inútil? Si hubiera nacido en otra época todo esto habría podido desarrollarse.
Hoy hace un año que Jean se fue. Un año desde que al volver a casa encontré el ramo de claveles de colores distintos. Desde el sábado, aniversario de la última vez que vino, y en que reviví desde la mañana todos los detalles de aquel último día, por así decirlo he superado un hábito, he vencido la obsesión de los recuerdos que traía cada aniversario.
Viernes, 26 de noviembre
Mala noche; creí que iba a tener una otitis, de tanto que me dolía el oído, como hace dos años, durante aquel siniestro 12 de diciembre. Debía de tener fiebre. He estado todo el día funny [no me sentía a gusto]. De todos modos he ido a casa de Nadine. Adagio del Trío quinto de Beethoven. ¡Qué hermosura!
Domingo a mediodía
28 de noviembre
La abuela murió anteanoche de repente, cuando mamá acababa de irse.
Estoy tan cansada que no puedo pensar. Además, no lo asimilo todavía. Lo haré cuando todo haya acabado. Lo que ocurre actualmente, estos velatorios en la habitación, el espectáculo de su cuerpo tendido en la cama, todo esto es una prueba más, que por otra parte no tiene nada de terrible, no es nada que haya penetrado en mi experiencia y ocasionado una rebelión, una rigidez o un sentimiento de miedo (porque era la primera vez que yo veía un muerto). Todo es infinitamente simple, su cara no ha cambiado mucho, parecía que dormía; ha adquirido el tono del marfil viejo. Cuando entré por primera vez, ayer por la mañana, lo que más me impresionó fue esta inmovilidad de mármol. Desde hace tres días, duerme, duerme todo el tiempo, nada puede ya molestarla.
Pero sé muy bien que no es eso lo que me apenará de la muerte de la abuela. No consigo asociar eso al recuerdo vivo que conservo de ella. Y gracias a ese recuerdo, a las mil evocaciones que surgirán, asimilaré su desaparición.
Por el momento siento simplemente que hemos perdido la última amarra que fijaba nuestro lugar en el tiempo, entre el pasado y el futuro.
Prefiero estar despierta. Esta noche he tenido tales pesadillas que me he obligado a permanecer despierta.
Me llena de ternura este cuerpo de marfil que parece dormido. Es una bendición que haya cambiado tan poco.
Nicole dijo, ayer por la mañana: «Es como una llama que se apaga, estaba al final de la vida». Es cierto, no puede haber rebeldía. Es incluso más suave y apacible que la realidad que nos rodea.
La tía Marianne tiene un aire de crucificada. Ahora es la única que queda de esta generación, y ahí está el gran drama. El tío Emile, la abuela, la tía Laure, todos han muerto. Ella se pasaba horas sentada al lado de la cama, sin decir nada, con la cabeza inclinada hacia un lado, dentro de sus forros de piel, y la cara tan pálida y cansada como la de la abuela. Ninguno de nosotros la ganará en congoja.
Yo nací en la cama en que ha muerto la abuela, y mamá también. Me lo ha dicho ella esta tarde. Me ha reconfortado que la vida y la muerte estén así mezcladas.
He encontrado esta noche la carta de Jean del 27 de junio en la que me hablaba de la abuela cuando ella estaba tan mal. Ahora, seis meses después, cómo ha cambiado todo: a mi alrededor se ha creado un vacío.
Me habría gustado tanto que la abuela le hubiera conocido; me parece que me habrá faltado una bendición. Si le hubiera conocido, el hecho de que ella le hubiese sonreído, que hubiera hablado con él, habría integrado de golpe a Jean en mi vida interior y mi vida pasada. Me hace sufrir mucho no poder hacerlo, con esta ausencia tan larga acontecida al cabo de un conocimiento tan imperfecto.
Noche del lunes, 29 de noviembre
Vuelvo de casa de la tía Marianne. Qué tristeza. Estaba allí Denise, que habla mirando al aire, está enorme y camina con esfuerzo, y hace continuamente las mismas preguntas. Y de pronto, qué espectáculo que la tía Marianne, tan trastornada por la muerte de la abuela, se ponga a cantar a voz en grito y a bailar pesadamente, a cantar estribillos de café concierto que tiene en unos discos. Y es el único momento en que habla correctamente y con coherencia.
La tía Marianne estaba contentísima de mi visita.
No lo asimilo; sigo sin poder conciliar las dos cosas, la abuela de antes y la de estos últimos días. Es la primera la que va a vivir ahora, y cuyo recuerdo, cuando poco a poco me vaya dando cuenta, me entristecerá. La otra no me ha producido ningún temor, pero me pareció ajena. No entré en la habitación cuando la introducían en el féretro, no porque tuviese miedo (habría podido vencerlo y, además, ella no estaba cambiada), sino porque para mi no era la abuela. Me quedé una parte de la tarde al lado del ataúd; esta mañana he comprado claveles y ayer violetas para meter en la caja; y nada de esto me ha emocionado. He colocado las flores en el féretro.
Esta noche, al volver, entre las tarjetas de pésame encuentro dos exquisitas de Nadine Herriot y la señora Crémieux. Lloro al recibir el afecto ajeno. Y de repente caigo en la cuenta de que las dos eran amigas que yo había conocido a través de Françoise. Al pensar en Françoise, el corazón se me encoge.
Mañana tendré que bajar a la estación de metro Pére-Lachaise. Fue en esa estación, hará cosa de un año, hacia las cinco, donde hablé por primera vez con la señora Schwartz; pasaban continuamente los vagones de metro y nosotras hablábamos en el banco del andén. Le conté lo de Jean, porque no podía ocultarlo a las personas que aprecio. Ahora ya no tengo que hacer este esfuerzo ni esta confesión, porque todos mis seres queridos han muerto. La oigo todavía, con sus ojos brillantes de ternura (brillaban mucho de amor, siempre, sus ojos): «¡Qué encantador, una niña como usted!»
La señora Duchemin le ha escrito a mamá algo muy certero al hablarle de la paz que ahora cobija a la abuela. Ellos ya no podrán disfrutarla. Pienso en el hospicio que era nuestro terror por ella, esa casa de miseria donde ya hay tanta gente que sufre. Y además, en el fondo, ¿esta paz no es más hermosa, infinitamente superior a nuestra vida de angustia y tormentos perpetuos? Temer continuamente por los tuyos, no hacer el menor proyecto de futuro, ni siquiera el más próximo. No es retórica, pero siento profundamente la belleza de esta estrofa de Adonais, y he tenido la tentación de aprenderla de memoria:
He has outsoared the shadow of our night;
Envy and calumny and hate and pain,
And that unrest which men miscall de light,
Can touch him not and torture not again;
From de contagion of the world’s low stain
He is secure, and now can never mourn
A heart grown cold, a head grown grey in vain.[75]
Hoy ha habido realmente un momento en que he hecho míos estos versos.
Comienza la conciencia de la desaparición.
Las visitas a la abuela, aparte de su carácter tradicional, aparte de que representaban la celebración de una especie de religión muy dulce del pasado, se habían convertido en un refugio en esta vida angustiada; porque con ella yo no hablaba de la realidad, seguía siendo un islote verdeante del buen tiempo pasado, un islote de paz.
Y yo extraía también una gran dulzura de la sensación de darle suavidad y ternura. ¿Qué va a ser de mí sin ella ahora?
¡Pobre señora Basch ayer, que dijo que la abuela era la única dichosa! Estaba deshecha de angustia por su marido, de inquietud por sus padres que tienen 85 años, del esfuerzo que hay que hacer para fingir. Tiene un coraje extraordinario, porque es plenamente consciente y conserva un aspecto sereno y normal. Sólo que ayer estaba descorazonada y sollozaba en la escalera.
Pusieron en el féretro (no digo: de la abuela, porque estas dos cosas van juntas) el ramo de violetas que yo había comprado el domingo, una rama de toronjil de Aubergenville que estaba en mi armario de ropa blanca, el único recuerdo de Bayona que queda aquí, y los claveles que compré de parte de Yvonne y Jacques.
Martes, 30 de noviembre
He escrito a Yvonne esta mañana, a Jacques anoche. Es extraño cómo la muerte de la abuela ha resucitado del pasado a los nietos que fuimos, cómo ha estrechado aún más los lazos que nos unían.
¿Es el cumplimiento del deseo que expresaba en su última carta, que todos sus nietos permanecieran unidos? Me parece una idea maravillosa.
La única experiencia de la inmortalidad del alma que podemos tener con certeza es la que consiste en la persistencia del recuerdo de los muertos entre los vivos.
De la otra nadie puede afirmar nada porque nadie sabe nada. En el caso de muchos, la creencia en la vida futura no es más que un subterfugio para disfrazar el miedo a la muerte, y por desgracia el catolicismo ha explotado estos sentimientos y los ha desarrollado. Quizá haya personas que saben, gracias a una iluminación. Pero la mayoría de la gente que cree en el paraíso y en el infierno cree porque se lo han dicho desde que eran pequeños, como los alemanes de hoy creen que los judíos son unos bandidos. En realidad es un misterio insondable, y en este punto me pongo en las manos de Dios. El único ser humano que tuvo razón fue Hamlet en su monólogo To be or not to be.
El recuerdo de la abuela es risueño, primero porque murió simplemente debido a que había terminado su vida, y en lo inevitable hay una gran belleza. Nosotros, los humanos, debemos considerar ineluctable el fenómeno de la vida y la muerte. Cuando comprendes aceptas. Lo que no aceptamos es la locura criminal de las personas que propagan la muerte artificialmente, que se matan entre ellas, siendo así que la muerte pertenece a Dios.
El otro motivo es que su recuerdo es sólo una dulzura risueña, no se puede ver a la abuela de otro modo. Sólo dejó recuerdos de felicidad que al evocarlos te embargan el corazón de ternura.
30 de noviembre del 43
Si la muerte pudiese ser como en Prometeo liberado, y es lo que debería ser si los hombres no fuesen malos:
And death shall be the last embrace of her
Who takes the life she gave, even as a mother,
Folding her child, says, «Leave me not again.»[76]
Sobrecoge, es lo que yo intentaba expresar hace poco. Acabo de encontrarlo como una luz en la noche, al leer el Prometeo de Shelley. Se trata de la resurrección del mundo después de la liberación de Prometeo. Habla la Tierra:
Flattering the thing they feared, which fear ivas hate,[77]
¿Por qué Dios ha implantado en el hombre el poder de hacer el mal y el de esperar siempre una liberación de la humanidad?
The loftiest star of unascended heaven,
Pinnacled dim in the intense inane,[78]
como Keats: Bright Star!
Hung in love splendour among the night,
As the billows leap in the morning beams.[79]
Alegría.
Once the hungry Hours were hounds
Which chased the day like a bleeding deer,
And it limped and stumbled with many wounds
Through the nighty dells of the desert year.[80]
Es ahora.
Para mí. Y cuánto más para los deportados, los prisioneros.
No exagera nada Shelley cuando dice que la poesía es la cosa suprema. De todo lo que existe, es lo que está más cerca de la verdad y del alma. (Mal expresado, pero sentido.)
El sueño magnífico del acto IV, ¿no extrae su valor de lo que no existe, de lo que sólo es esperanza, y en lucha contra la realidad? Es la pregunta angustiosa que cabe hacerse siempre con las utopías.
Noche del lunes, 6 de diciembre
Podría bailar, correr, saltar. No sé cómo contener mi alegría: hay noticias de Françoise y de los demás. ¡Uf! Ya está, ya lo he dicho. Al volver he encontrado un neumático de la madre de la señora Schwartz diciéndome que acababa de recibir una carta de su hija fechada el 25 de octubre en Birkenau. Françoise besa a su padre. La señora de Robert Lévy y Lisette Bloch están con ellas. El silencio se ha roto por fin.
Me paro a reflexionar cómo podría comunicárselo a Cécile, Nadine, Monique de Vigan. Todas sus amigas, sin teléfono, damn it [¡qué lata!]. No poder salir, son las siete y media de la tarde. Iré a la rue de Lille mañana por la mañana a primera hora. Desde casa de los Ebrard telefoneo a los Canlorbe. Contesta el marido de Nicole. Por suerte, él podrá dar el recado.
¡Alabado sea Dios! He rezado mucho.
¡Saber dónde están! Tener noticias de ellas desde aquella partida horrible. Es una amarra para el pensamiento ciego errante.
Noche del martes, 7 de diciembre
Jacques acaba de escribir dos cartas a mamá de una ternura exaltada. A su profesor, Collomp, lo han matado salvajemente a tiros de revólver en Clermont-Ferrand, durante aquel ataque contra la Universidad de Estrasburgo del que poco a poco conseguimos reconstruir el relato. Sabíamos que la facultad había sido sitiada, que habían matado a un profesor de griego, que habían alineado en el patio a todos los profesores y estudiantes de la Alsacia-Lorena, con el brazo en alto durante más de diez horas, y que finalmente les habían deportado. Todo el asunto lo había dirigido un estudiante francés, hijo de un oficial del ejército, que indicaba a los alemanes la verdadera identidad de cada alsaciano-loreno. El profesor asesinado era, pues, Collomp[81].
Comprendo que Jacques esté trastornado. De golpe, brutalmente, ha tenido la revelación de lo que me atormenta desde hace meses. Habla del dolor humano. Quiere hacer una tesis sobre el sufrimiento en los griegos. Hiervo al pensar que experimenta exactamente la misma evolución que yo, que ahora comprenderá el sentido de todas las cartas que le escribía, por qué Hiperión me entusiasmaba. Quisiera escribírselo. Quisiera que comprendiese lo que me ha ocurrido a mí, cuánto nos parecemos. Y también quisiera ayudarle, porque sé lo que es.
Dejo a la señora Lehmann, muy desalentada por la jugarreta que le ha gastado su socia, vendiendo los fondos del negocio de ambas sin decírselo. De golpe, recae sobre ella todo el peso de la angustia que sin duda sólo su trabajo le ayudaba a soportar. Se ha despedido diciéndome: «Descansaremos cuando estemos muertos».
Esta frase la he leído hace algún tiempo en una novela rusa —creo que El duelo, de Kuprin—; una cita de Chéjov: «Descansaremos, tío Vania, descansaremos».
Ella me ha dicho: «Por supuesto, la gente me dice: sus hijos son jóvenes, aguantarán, resistirán. Pero les respondo: no resistirán a una bala de revólver».
¿Qué harán de esos campos el día en que las cosas vayan mal? En Kiev han matado a veinte mil judíos. En Feodisiya, en Crimea, doce mil en una noche.
He corrido todo el día. Tomo cinco veces el metro esta mañana, para proporcionar a M. B. la alegría de adjuntar una nota a la respuesta de la señora W. Cuando he leído la carta de la señora Schwartz y he visto la firma, la Thérèse característica, he sentido júbilo, he adjuntado abajo de la carta una frase farfullada en alemán. Qué emoción sostener esta carta que llegará quizá a sus manos dentro de dos meses.
Evasión de Jean C. S. Relato extraordinario. En el calabozo, molido a golpes; balas de revólver apuntándole por el tragaluz, juramento de esos catorce hombres.
Miércoles, 8 de diciembre
Viene a merendar la señora Morawiecki. Trae las muñecas de trapo que había hecho.
Escucha y se interesa por todo lo que se dice.
Pero sigue siendo igual de indefinible: no sé si la aprecio o no. Creo que hay en ella una falta de dulzura, de ternura, que sólo puedo acercarme a ella hasta cierto punto. Y, sin embargo, ha tenido una idea conmovedora con estas muñecas. Se interesa por nosotras. Pero ¿le gusto? ¿Me ha aceptado como quiero que haga? ¿O mantiene la misma actitud?
Noche del lunes, 13 de diciembre
No sé por qué tengo presentimientos. Desde hace unos quince días han difundido desde varios lugares el rumor de que nos tienen que detener a todos antes del 1 de enero. Hoy, en el Instituto, Lucie Morizet me ha esperado a propósito (yo había bajado con Denise a comprar libros para Jacques) para decirme que un amigo suyo le había dicho que avisara a todos sus amigos judíos de que les detendrían antes del 31 de diciembre. Ella se ha empecinado en que yo hiciera algo. ¿Hacer qué? Hay que sublevar a un mundo.
No es la primera vez que circulan rumores parecidos. No es la primera vez que vienen a darnos avisos de este tipo. Entonces, ¿por qué estoy tan inquieta?
Objetivamente, hay motivos para estarlo. Porque tengo la impresión de que somos la última hornada, y de que no pasaremos entre las mallas de la red. No quedan ya muchos judíos en París; y como son los alemanes los que ahora hacen las detenciones, hay pocas posibilidades de escapar, porque nadie nos avisará.
Subjetivamente, anteanoche soñé, siempre con la misma nitidez, que por fin había llegado el momento de elegir nuestros lugares de refugio respectivos, que todos teníamos que escondernos y dispersarnos. Me desperté muy angustiada. Aquello se parecía mucho a la realidad.
¿Por qué estoy inquieta? No tengo miedo. Y desde el principio lo estoy esperando. Pero lo espero desde hace tanto que acabo preguntándome si no es estúpido esperar sabiendo a qué te expones. A menos que sea abandono. No lo creo, porque me quedo aquí perfectamente a sabiendas de lo que puede ocurrir, y se trata de una elección voluntaria.
Pero ¿por qué esta elección? No porque es la valiente, sino porque es el deber; esta postura, en principio, estaría demasiado cerca del orgullo, y además, en realidad, no creo que en esto haya un deber. Sería distinto si yo fuera médico y tuviese que abandonar a mis enfermos.
Y, sin embargo, si de repente abandonase mi vida «oficial», tendría la sensación de que deserto. No con respecto a los demás, sino a mí misma. Habría contraído un gusto excesivo por el sufrimiento, la lucha, la desdicha, para poder acostumbrarme de nuevo a otra vida. Porque la prueba conduce a una purificación mayor.
Materialmente hay obstáculos inmensos; con voluntad lograríamos escondernos, pero escondernos todos, los padres, Denise, los S. Cela. Pero sé bien que nadie de la familia aquí tomará una decisión así antes de verse delante del peligro, y quizá entonces sea demasiado tarde.
He dicho que no tenía miedo. Aun así, me pregunto si no es por ignorancia, ignorancia de los sufrimientos que habrá que padecer, ignorancia de mi capacidad de aguante. Si, una vez que esté allá, no diré que fue una locura y una ceguera quedarnos.
Sé muy bien que, si nos detienen, me deportarán separada de mis padres, que esta separación será una angustia atroz para cada uno de nosotros, aparte de la propia deportación.
¿Me diré entonces: cómo, sabiendo esto, no hiciste nada para evitarlo?
Si alguien lee estas líneas y si eso ha ocurrido, se sorprenderá, como con la mano de Keats, y después dirá: sí, ¿cómo, cómo?
Pero mi angustia no me preocupa. Podré soportar mi parte completamente sola. Es la inquietud que me causan los demás: Denise y François. A Denise, en su estado[82], la separarán de François. Estará este sufrimiento moral y el físico del hambre y los malos tratos, la falta de cuidados médicos.
Estará la pobre Auntie Ger, tan endeble y ya tan deprimida (por otra parte, hay en ella desde el principio una especie de fatalismo que a menudo me subleva), el tío Jules, que no lo soportará, y Nicole, Nicole sobre todo, y Jean-Paul. Ella no sabe lo que será cuando habla de ello fríamente. Todo lo cual echado a perder, tengo la sensación de que veo más claro que los otros.
Y quizá todo esto sólo sea una vez más un rumor alarmante. ¿Abandonarlo todo, tomar una decisión tan grave, cuando quizá no suceda nada?
Y, sin embargo, aunque fuera un rumor como los otros, no cambia el hecho de que miles de personas han sido y son detenidas todos los días, que hoy la cifra de deportados llega casi a cien mil, que, con o sin «alerta», la realidad está ahí, y que debemos al puro azar el que aún no hayamos sufrido ese destino; y que lo único que habrán hecho esas alertas es desgarrar el velo que nos envolvía en todo momento, hacernos concientes de lo que deberíamos haber sido conscientes en todo momento, puesto que existía y nos amenazaba.
Ayer, después de comer, sucumbí a una llorera. La provocó un incidente sin gravedad, una de esas eternas discusiones sobre el inglés en las que corroboré que no se debe discutir con mamá, porque en cuanto emitías una propuesta, en lugar de aceptarla para hablar de ella, mamá lanzaba agresivamente una contrapropuesta. Por ejemplo, en cuanto dices que la política exterior de los ingleses es egoísta y poco caballeresca (lo que es innegable), ella salta: «No tenemos derecho a decir nada, les hemos traicionado», o «¿Te parecen mejores los alemanes?». (Dos cosas sobre las que nos entendemos.) ¿No se puede salvaguardar la libertad de pensamiento, a pesar de todo? Sobre todo si reconoces tus propios errores. Yo estaba molestísima por no poder obtener la imparcialidad de mamá, por sentir que me rebelaba contra ella, ver que en aquel momento ella estaba enfadada conmigo y no saber si sacrificar la busca de la verdad a la aceptación de su carácter, tal como es: uno de esos casos en que mi convicción de que hay que aceptar a los demás y comprenderles totalmente, ver su punto de vista y su legitimidad desde el punto de vista ajeno, entra en conflicto con otra cosa. Toda la miseria latente ha aumentado mi nerviosismo y he llorado o intentado llorar durante media hora.
22 de diciembre
Hace por lo menos ocho días que no he anotado nada en este diario. La última vez fue por los reproches de Lucie Morizet que me anunciaba nuestra inminente detención. Lo cual ha continuado toda la semana, en todas partes, hasta el señor Rouchy el sábado. Pero el sábado otro asunto vino a inquietarnos mucho más, sin duda infundadamente. Ahora soy incapaz de acordarme del ambiente horrible de aquel día, de aquella tarde, que me pareció un cumplimiento de mi angustia constante: Denise recibió por la mañana la visita de un alemán de uniforme que quería ver el apartamento. Después nos tranquilizaron diciendo que era algo continuo. En aquel momento, vi, y todos vieron, a Denise y François obligados a esconderse, vi la mudanza del apartamento, la vida fuera, la vida hasta el final de la guerra para dos personas más, y esta vez de nuestra propia familia. ¡Denise, en su estado! Durante la comida, bajo la conmoción de la visita, hacía esfuerzos visibles para contener los sollozos. Me quedé aquí de guardia toda la mañana, mientras mamá, Denise, Andrée y su marido estaban en el apartamento, François y papá en casa de Robert L. Hubo que aguantar la visita de los Robert Wahl.
Seguí vistiendo maquinalmente a las muñecas. ¡Al día siguiente, estaba tan derrengada como después de una noche de baile!
Anoche, mamá me dijo que los André Baur habían sido deportados, con sus cuatro hijos pequeños. La noticia me atormenta. No pasa de ser otra historia más. Pero estábamos segurísimos de que no se irían. Y justo en Navidad, cuando preparo árboles, en esta fiesta de los niños. Es eso lo que me ha apenado tanto.
Lunes, 27 de diciembre
Ayer estaba el árbol de Navidad aquí. Así es, pero apenas ha habido discontinuidad entre estos dos días, porque sólo he dormido tres horas por culpa de mi nariz taponada.
Voy a buscar a Pierre y Danielle. Cuando he visto a Danielle, y que cada una de sus expresiones y sus ojos me recordaban de pronto a su madre, con una intensidad sobrecogedora, me ha invadido una congoja aún desconocida, era algo distinto de lo que he experimentado hasta ahora. La imagen de la señora Schwartz se había difuminado y mi recuerdo no era más que un estado de ánimo, la tristeza. Con Danielle, la imagen ha resurgido.
Hoy, a las dos, cuando me disponía a salir para mi clase de alemán, llega Odile. No puedo decir que me haya sorprendido. Enseguida lo he captado y aceptado sin dilación. Además, parece que fue ayer cuando nos separamos. ¿Efecto de la soledad? Tengo la sensación de que hemos reanudado la conversación donde la interrumpimos.
Viernes, 31 de diciembre
Quería consagrar este día al trabajo, sé muy bien que el trabajo sólo puede ser para mí un momento de olvido voluntario y nada más. Sé muy bien que no he resuelto el conflicto entre él y la realidad, entre mi realización y la llamada tiránica de la realidad, que este conflicto renacerá después del mediodía, cuando haya cerrado mi libro. Anoche quería hacerlo pero estaba demasiado cansada. No aproveché unas cuantas horas libres, tan preciosas para mí, en cierto modo robadas, porque cuando volví encontré aquí a Denise, porque estaba demasiado cansada (no he cogido ni un día de vacaciones) y me entró una llorera, como el otro día, cuando llegó mamá; no hay nada que hacer, es como un dique que se rompe.
Esta mañana, por tanto, quería trabajar, a veces todavía pienso en una mañana de trabajo como en una maravillosa perspectiva, pienso en la poesía, en todos los gozos que me ha proporcionado, en lo que podría crear. ¿Pero cómo no he comprendido aún que ya no debía ni podía ser? ¿Cómo no consigo renunciar a ella, reconocer francamente que es imposible? Así que esta mañana debía ponerme a ello, pero sólo hasta las once, porque tengo que ir al hospital a ver a Michéle Varadi. (Otra medida alemana: los judíos ya no tienen derecho a la asistencia médica en los hospitales.) Pero mamá acaba de leer el periódico, bruscamente la poca esperanza, la pequeña provisión de felicidad artificial que yo había reunido con gran dificultad se ha derrumbado porque la realidad ha prevalecido. Dos cosas: Darnand[83] acaba de ser nombrado comisario de mantenimiento del orden. No sé quién es, sólo que es uno de esos gángsters protegidos por los nazis que surgen por todas partes. Pero lo que esto quiere decir = una guerra civil segura, más detenciones y muertes. Muertes por doquier. Y la muerte, ¿qué es? Es poner fin a vidas llenas de promesas, a la savia de vidas interiores tan rumorosas e intensas como la mía, por ejemplo. Y hacerlo fríamente. Es matar a un alma al mismo tiempo que a un cuerpo, aunque los asesinos sólo ven un cuerpo. Y cuanto más lejos vayan, más muertos habrá. En cuanto se comienza a verter sangre no existen límites.
¡Qué rápidamente desaparecen la moral y el respeto a la humanidad cuando se sobrepasa un determinado límite! En un salto se vuelve al estadio animal. Hace mucho que los nazis han llegado a ese estadio. Juegan con el revólver, juegan con la muerte como con un pañuelo de bolsillo. Son ellos los que están al frente de este engranaje espantoso que gira ahora con una rapidez acelerada.
Creo que me volveré loca. Pierdo la razón por momentos.
La otra cosa es el discurso del Gauleiter Sauckel[84], dirigido de cabo a rabo contra «los judíos». Se apodera de mí un enorme cansancio cuando lo pienso: ¿no les han torturado, exterminado, perseguido bastante desde hace cuatro años? Ya casi no quedan (y qué padecimientos indecibles representa esto para seres humanos que seguramente tenían más derecho a la vida que monstruos como Sauckel), ¿y para eso han ganado la guerra? ¿Han progresado más por eso?
Me pregunto qué efecto producirá un discurso semejante en gente del exterior. Sin duda, una parte del que ha producido en mí: la sensación de estupidez e inutilidad. Pero no la otra parte: la conciencia dolorosa de todos los sufrimientos que hay detrás.
La otra noche leí una novela corta de Kuprin, Gambrinus. Es la historia de un músico judío en Rusia, escrita con dulzura e imparcialidad, al estilo de Duhamel (en La vida de los mártires) o Roger Martin du Gard. Las persecuciones están solo esbozadas. Pero para mi son de una veracidad sobrecogedora. La frialdad razonada, la crueldad desgarradora de estos métodos está muy bien descrita en el relato. Pero es espantoso. Pensar que siempre ha existido; y siempre sin la menor excusa.
Cuando escribo «judío» no traduzco mi pensamiento, porque para mí no existe esa distinción: no me siento diferente de los demás, nunca llegaré a considerarme parte de un grupo humano segregado, quizá por esto sufro tanto, porque ya no comprendo. Sufro al ver la maldad humana. Sufro al ver cómo el mal se abate sobre la humanidad; pero como siento que no formo parte de ningún grupo racial religioso, humano (porque siempre implica orgullo), sólo me sostienen mis luchas y mis reacciones, mi conciencia personal. Me acuerdo de lo que dijo Lefschetz en la rue Claude-Bernard, cuando su alegato en favor del sionismo me había sulfurado: «Ya no sabéis por qué sois perseguidos». Es verdad.
Pero el ideal sionista me parece demasiado estrecho, todo agrupamiento exclusivo, ya sea el sionismo, la horrible exaltación del germanismo que estamos presenciando, o hasta el chovinismo contienen un orgullo desmedido. Nada puedo hacer a este respecto, pero nunca me sentiré a gusto dentro de grupos así.