63
Long Island City, seis meses después
El conejo dio un respingo cuando la aguja se hundió en su anca. Kawakita vio que sangre oscura llenaba la jeringa.
Introdujo con delicadeza el conejo en la jaula y después vertió el líquido en tres tubos de ensayo que depositó en el tambor de la centrifugadora, cuya tapa cerró. Bajó el interruptor y oyó cómo el zumbido se convertía paulatinamente en una especie de gimoteo a medida que la fuerza de rotación separaba los componentes de la sangre.
Se sentó en la silla de madera y dejó vagar la mirada. La oficina estaba polvorienta, y la luz era escasa, pero Kawakita lo prefería así. Sería absurdo llamar la atención.
Le había resultado muy difícil encontrar el lugar adecuado, reunir el equipo e incluso pagar el alquiler; era increíble lo que pedían por los almacenes ruinosos de Queens. Lo que más le había costado conseguir había sido el ordenador. En lugar de comprar uno, había logrado conectar mediante las líneas largas del teléfono con el ordenador principal de la Facultad de Medicina Solokov; un sitio relativamente seguro desde donde dirigir su Programa de Extrapolación Genética.
Miró por la sucia ventana hacia el piso inferior del almacén, un amplio espacio oscuro y prácticamente vacío, cuya única luz procedía de los acuarios colocados sobre estantes metálicos a lo largo de la pared del fondo. Oía el tenue burbujeo de los sistemas de filtración. La iluminación de los depósitos arrojaba una mortecina luz verdosa sobre el suelo. Disponía de un par de docenas de tanques. No tardaría en necesitar más, pero el dinero ya no representaba un problema.
Era sorprendente, pensó Kawakita, que las soluciones más elegantes fueran las más sencillas. Y el hecho de vislumbrar el primero la solución diferenciaba al científico inmortal del simplemente grande.
El enigma de Mbwun era así. Él, Kawakita, había sido el único en sospecharlo, en intuirlo y sería el primero en desvelarlo.
El gemido de la centrifugadora comenzó a perder intensidad, y pronto la luz roja de «finalizado» parpadeó con lentitud. Kawakita se levantó, abrió la tapa y extrajo los tubos. La sangre de conejo había sido dividida en sus tres componentes: suero transparente arriba, una capa de células blancas en medio, y una más gruesa de células rojas en el fondo. Succionó con cuidado el suero y a continuación vertió gotas de células en una serie de tubos de cristal. Por último añadió vanos reactivos y enzimas.
Uno de los tubos adoptó un tono púrpura.
Kawakita sonrió. Había resultado muy sencillo.
Después de toparse con Margo y Frock en la fiesta, su escepticismo inicial se había transformado rápidamente en fascinación. Al principio había permanecido por los alrededores, ajeno a lo que ocurría. Sin embargo, cuando se había acercado a Riverside Drive y había sido arrastrado por la turbamulta de invitados histéricos que huían de la inauguración, comenzó a reflexionar. Después le asaltaron las preguntas. Cuando, más tarde, oyó a Frock proclamar la solución del misterio, la curiosidad de Kawakita no hizo más que aumentar. Tal vez, para ser justo, gozaba de una distancia bastante más objetiva que los desgraciados encerrados con la bestia en el edificio; en cualquier caso, lo cierto era que había detectado pequeños defectos en la solución, pequeños problemas, contradicciones sin importancia que todo el mundo había pasado por alto.
Todo el mundo, excepto Kawakita.
Siempre había sido un investigador muy curioso y precavido. Su insaciable curiosidad le había sido de ayuda en el pasado —en Oxford y durante los primeros tiempos en el museo— y volvía a ayudarle de nuevo. Su cautela, por otra parte, le había impulsado a integrar en el ordenador una función de recuperación de material; por razones de seguridad, por supuesto, pero también con el fin de averiguar para qué utilizaban los demás su programa.
Por lo tanto, había examinado lo que Margo y Frock habían hecho.
Con sólo pulsar unas teclas, el programa reveló todas las preguntas que la joven y Frock habían formulado, todos los datos que habían introducido, todos los resultados que habían obtenido.
Los datos le habían encauzado hacia la auténtica solución del misterio de Mbwun. Margo y el profesor la habían tenido ante sí todo el tiempo, y la habrían adivinado de haber planteado las preguntas oportunas. Kawakita sabía hacer las preguntas adecuadas. Y con la respuesta, llegó un descubrimiento sorprendente.
Un golpe suave sonó en la puerta del almacén. Kawakita bajó por la escalera hasta la planta baja, moviéndose sin ruido ni vacilación en la oscuridad.
—¿Quién es? —susurró con voz ronca.
—Tony —contestó una voz. Kawakita deslizó sin esfuerzo la tranca de hierro y abrió la puerta. Una figura entró.
—Qué oscuro está esto —dijo el hombre.
Era bajo y delgado, y caminaba con un balanceo peculiar de los hombros. Miró alrededor, nervioso.
—Deja las luces apagadas —ordenó con brusquedad Kawakita—. Sígueme.
Caminaron hasta el fondo del almacén, donde había una mesa larga, cubierta de fibras que se secaban bajo unas lámparas de infrarrojos. En un extremo de la mesa descansaba una balanza. Kawakita recogió un puñado de fibras y las pesó, apartó varias y dejó caer unas cuantas más. Después las introdujo en una bolsa de plástico. Miró a su visitante con expectación. El hombre hundió la mano en el bolsillo de los pantalones y extrajo un fajo de billetes arrugados. Kawakita los contó: cinco de veinte. Asintió y tendió la bolsa al recién llegado, que la cogió con ansia y se dispuso a abrirla.
—¡Aquí no! —advirtió Kawakita.
—Lo siento —se disculpó el hombre, avanzando ya hacia la puerta.
—Prueba con cantidades más grandes —sugirió Kawakita—. Sumérgelas en agua hirviendo; eso aumenta la concentración. Creo que encontrarás los resultados muy gratificantes.
El hombre asintió.
—Gratificantes —repitió despacio, como si saboreara la palabra.
—Tendré más para ti el martes —dijo Kawakita.
—Gracias —susurró el hombre, y se marchó.
Kawakita cerró la puerta y la atrancó. Había sido un día largo, y se sentía extenuado, pero aguardaba con ansiedad la noche, cuando los ruidos de la ciudad se apaciguaban y la oscuridad cubría la tierra. La noche se había convertido en su parte del día favorita.
Una vez reconstruido lo que Margo y Frock habían hecho con su programa, todo encajó. Sólo necesitaba encontrar una de las fibras, lo que resultó una tarea difícil, ya que habían limpiado a conciencia la zona de seguridad, vaciado y quemado las cajas, junto con el material de embalaje. El laboratorio donde Margo había efectuado su trabajo inicial había quedado inmaculado, y la prensadora de plantas había sido destruida. Por fortuna nadie se había acordado de limpiar el bolso de Margo, famoso en todo el Departamento de Antropología por su desorden. La propia Margo lo había arrojado al incinerador del museo varios días después del desastre, por precaución, pero no antes de que Kawakita consiguiera la fibra que necesitaba.
El mayor desafío, sin embargo, había consistido en cultivar la planta a partir de una sola fibra. Había puesto a prueba todas sus capacidades, sus conocimientos de botánica y genética. Había canalizado todas sus feroces energías en una única empresa, arrinconando su propósito de ejercer un cargo tras pedir y obtener una excedencia en el museo. Y por fin, hacía apenas cinco semanas, lo había logrado. Recordó la sensación de triunfo que le había embargado cuando el diminuto nudo verde apareció sobre una cápsula de Petri cubierta de agar. Y ya poseía una abundante y permanente provisión de plantas inoculadas con el retrovirus en los depósitos. El extraño retrovirus databa de sesenta y cinco millones de años atrás.
Había resultado ser una clase de nenúfar perversamente atractivo que florecía casi de forma continuada; grandes capullos de un púrpura profundo con apéndices venosos y estambres de un amarillo brillante. El virus se concentraba en el tallo, duro y fibroso. Cosechaba unos ochocientos gramos a la semana y se proponía aumentar la cantidad poco a poco.
«Los kothoga sabían todo sobre esta planta», pensó Kawakita. Lo que aparentaba ser una bendición se transformó para ellos en una maldición. Habían fracasado en su intento por controlar su poder. La leyenda explicaba lo ocurrido a la perfección; el demonio no cumplió su parte del trato, y su hijo, Mbwun, se había desmadrado y rebelado contra sus amos, que se habían mostrado incapaces de controlarlo.
Kawakita, en cambio, no fallaría. Los análisis del suero de conejo habían demostrado que triunfaría.
La pieza final del rompecabezas encajó cuando recordó lo que aquel policía, D'Agosta, había comentado en la fiesta de despedida del agente del FBI: en la madriguera de la bestia habían encontrado un medallón en forma de doble flecha perteneciente a Julian Whittlesey; prueba, afirmaron, de que el monstruo había matado a Whittlesey. ¡Prueba!, menuda tontería.
Prueba, en realidad, de que el monstruo era Whittlesey.
Kawakita rememoró el día en que comprendió todo. Fue una apoteosis, una revelación. El ser, la Bestia del Museo, El Que Camina A Cuatro Patas, era Whittlesey. Y tenía la prueba en su poder; había sometido al programa de extrapolación una muestra de ADN humano y otra del retrovirus para averiguar cuál sería la forma intermedia.
El ordenador definió al ser: El Que Camina A Cuatro Patas.
El retrovirus de la planta era asombroso. Había bastantes posibilidades de que hubiera existido, sin apenas experimentar cambios, desde el mesozoico. En suficientes cantidades, poseía el poder de provocar modificaciones morfológicas de una naturaleza pasmosa. Todo el mundo sabía que las zonas más recónditas y aisladas de las selvas tropicales albergaban plantas ignotas de una importancia casi inconcebible para la ciencia. Kawakita ya había descubierto su milagro. Al comer las fibras e infectarse con el retrovirus, Whittlesey se había convertido en Mbwun.
Mbwun. Con esa palabra los kothoga designaban tanto a la planta terrible y maravillosa como a los seres en que se transformaban quienes se alimentaban de ella. Kawakita comenzaba a comprender la enigmática religión de los kothoga. Las plantas constituían una maldición que se detestaba y necesitaba al mismo tiempo. Los seres mantenían a raya a los enemigos de los kothoga, pese a que representaban una continua amenaza para sus amos. Cabía en lo posible que la tribu sólo empleara a un ser, pues más resultaría demasiado peligroso. El culto giraría en torno a la planta, su cultivo y cosecha. El clímax de sus ceremonias residiría sin duda en la incorporación de una nueva bestia, una víctima humana a quien se obligaría por la fuerza a comer la planta. Al principio, se necesitarían grandes dosis con el fin de transmitir los retrovirus suficientes para alterar la morfología del cuerpo. Una vez finalizada la transformación, sólo se consumirían pequeñas cantidades, siempre combinadas con otras proteínas. Lo fundamental era mantener la dosis; de lo contrario, se producirían intensos dolores, incluso la locura. La muerte llegaría antes de que aquello sucediera, por supuesto, y el ser, desesperado, trataría por todos los medios de encontrar un sustituto de la planta. El hipotálamo humano era, con mucho, el más satisfactorio.
En la confortable oscuridad, mientras escuchaba el tranquilo zumbido de los depósitos, Kawakita imaginó el drama que se había desarrollado en la selva. Los kothoga vieron a un hombre blanco por primera vez. Sin duda se habrían topado antes con Crocker, el compañero de Whittlesey. Tal vez la bestia ya era vieja, o se había debilitado. Tal vez Crocker había matado a la criatura con el fusil mientras el ser le destripaba. O tal vez no. En cualquier caso, cuando los kothoga encontraron a Whittlesey, sólo hubo un desenlace posible.
Se preguntó qué habría sentido Whittlesey al verse atado, quizá en una ceremonia, y ser obligado a comer el retrovirus de una extraña planta que él mismo había recogido días antes. Quizá habrían preparado un brebaje con las hojas o le habrían forzado a comer las fibras secas. Habrían intentado hacer con aquel hombre blanco lo que no habían conseguido con los de su propia especie: crear un monstruo al que poder controlar, un monstruo que ahuyentara a los constructores de carreteras, a los prospectores y mineros dispuestos a invadir el tepui desde el sur y destruirlos; un monstruo que aterrorizara a las tribus vecinas sin atacar a sus amos, que garantizara la seguridad y el aislamiento de los kothoga para siempre.
Sin embargo, la civilización acabó por llegar, acompañada de todos sus terrores. Kawakita imaginó a Whittlesey, convertido en un monstruo, acurrucado en la selva, viendo cómo el fuego caía del cielo y quemaba el tepui, a los kothoga y sus preciosas plantas. Sólo él escapó, y sólo él sabía dónde podía hallar las fibras portadoras de vida después de que la selva hubiera sido destruida. Y lo sabía porque él mismo las había enviado a ese lugar.
O quizá Whittlesey ya se había marchado cuando el tepui ardió. Tal vez los kothoga no habían sido capaces de controlar, una vez más, a su creación. Tal vez Whittlesey, en aquel terrible estado, había trazado sus propios planes, que no incluían quedarse como ángel vengador de aquella tribu. Quizá sólo había deseado regresar a casa. Había abandonado a los kothoga, y el progreso los había aniquilado.
De todos modos, a Kawakita no le importaban los detalles antropológicos. Le interesaban el poder inherente a la planta y el control de ese poder.
Había que dominar la fuente para dominar al ser. «Y yo triunfaré donde los kothoga fracasaron», pensó. Estaba controlando la fuente. Sólo él sabía cómo cultivar aquel difícil y delicado nenúfar de la selva amazónica. Sólo él conocía el pH apropiado del agua, la temperatura exacta, la luz correcta, la mezcla de nutrientes ideal. Sólo él sabía cómo inocular el retrovirus en la planta.
Todos dependerían de él. Gracias a la combinación genética que había realizado mediante el suero de conejo, había logrado purificar la fuerza esencial del virus, disminuyendo algunos de los efectos colaterales más desagradables.
Al menos, estaba bastante seguro de haberlo conseguido.
Había llevado a cabo unos descubrimientos revolucionarios. Todo el mundo sabía que los virus introducían su propio ADN en las células de la víctima. Por lo general, el ADN se limitaba a ordenar a las células infectadas que fabricaran más virus. Así actuaban todos los virus conocidos por el hombre, desde los de la gripe a los del sida.
El virus con que Kawakita trabajaba era diferente. Inoculaba una colección completa de genes en su víctima: genes de reptil antiguos, de unos sesenta y cinco millones de años, que en la actualidad sólo se encontraban en el humilde geco y en unas pocas especies más. Al parecer, con el correr del tiempo, había adoptado genes de primate, sin duda genes humanos. Un virus que robaba genes a su anfitrión, e incorporaba esos genes a sus víctimas.
Aquellos genes, en lugar de fabricar más virus, remodelaban a la víctima hasta convertirla en un monstruo. Ordenaban a la maquinaria del cuerpo que cambiara la estructura ósea, el sistema endocrino, las extremidades, la piel, el cabello y los órganos internos. Modificaban el comportamiento, el peso, la velocidad y la astucia de la víctima y le proporcionaban un olfato y un oído muy agudos a cambio de disminuir la vista. Le dotaban de un poder, una envergadura y una velocidad enormes, al tiempo que dejaban relativamente intacto su maravilloso cerebro homínido. En suma, la droga (el virus) transformaba a la víctima humana en una máquina de matar terrible. No, la palabra víctima no describía con justicia a la persona infectada con el virus. «Simbionte» sería una palabra más precisa, porque era un privilegio recibir el virus; un don otorgado por Greg Kawakita.
Era hermoso. De hecho, era sublime.
Las posibilidades de la ingeniería genética eran infinitas. Y Kawakita ya tenía ideas para mejorarla. Nuevos genes, tanto humanos como de animal, que el retrovirus podía introducir en su anfitrión. Él controlaba qué genes inoculaba el retrovirus, en qué se convertía la víctima… A diferencia de los kothoga, primitivos y supersticiosos, él controlaba… mediante la ciencia.
Un efecto colateral de la planta era que actuaba como narcótico. Proporcionaba un cuelgue maravilloso, limpio, sin la desagradable bajada de otras drogas. Tal vez con esta capacidad la planta había asegurado, en un principio, su ingestión, y por ende, su propagación. Dicho efecto colateral había reportado a Kawakita dinero para financiar sus investigaciones. Al principio, se había negado a vender la droga, pero los problemas económicos no le habían dejado otra alternativa. Sonrió al pensar en lo fácil que había resultado. El selecto círculo de ansiosos adictos ya había bautizado a la planta: «aguanieve». El mercado estaba ávido, y Kawakita vendía tanto como fabricaba.
Había anochecido. Kawakita se quitó las gafas de sol e
inhaló la rica fragancia del almacén, los sutiles olores de las
fibras, el agua y el polvo, mezclados con los del moho, el dióxido
de sulfuro y una multitud de otros aromas. Sus alergias crónicas
habían desaparecido casi por completo. «Debe de ser el aire limpio
de Long Island», pensó con ironía. Se despojó de los zapatos, que
le apretaban, y curvó los dedos de los pies con gran
placer.
Había llevado a cabo el avance más sorprendente en la genética desde el descubrimiento de la doble hélice. Le concederían el premio Nobel, pensó con una sonrisa sarcástica.
De haber elegido aquel camino.
Pero ¿quién necesitaba un premio Nobel, cuando podía desplumar al mundo entero?
Se oyó otro golpe en la puerta.