42

A medida que se acercaban las siete, una confusión de taxis y limusinas se formaba ante la entrada oeste del museo. Personas vestidas con elegancia se apeaban con cautela; los hombres ataviados con esmóquines casi idénticos, las mujeres con pieles. Se abrían paraguas cuando los invitados avanzaban presurosos por la alfombra roja hacia la marquesina del edificio, con el fin de evitar la insistente lluvia que ya había convertido las aceras en ríos y las cunetas en torrentes.

En el interior, la Gran Rotonda, acostumbrada al silencio a una hora tan avanzada, resonaba con los ecos de miles de zapatos caros que cruzaban su extensión de mármol entre las hileras de palmeras que conducían al Planetario. La sala albergaba altísimos tallos de bambú adornados con ramos de orquídeas y sostenidos por maceteros guarnecidos con luces violetas.

En alguna parte una orquesta invisible interpretaba con brío New York, New York. Un ejército de camareros con corbata blanca, cargados con grandes bandejas de plata llenas de copas de champán y canapés, se abría paso con pericia entre la multitud. Riadas de invitados se unían a las filas de científicos y empleados del museo, que ya se habían lanzado sobre la comida. Focos de un azul pálido arrancaban destellos de las lentejuelas de los largos trajes de noche, ristras de diamantes, gemelos de oro y diademas.

De la noche a la mañana, la inauguración de la exposición «Supersticiones» se había convertido en el acontecimiento más importante de los círculos elegantes de Nueva York. Toda clase de personajes había hecho lo posible para acudir al evento y conocer la causa de tanto alboroto. Se habían enviado tres mil invitaciones y recibido cinco mil aceptaciones.

Smithback, ataviado con un esmoquin mal entallado de solapas anchas y puntiagudas, y una camisa con volantes, escudriñó el Planetario en busca de caras conocidas. Al final de la sala se alzaba una gigantesca plataforma; a un lado se hallaba la entrada de la exposición, adornada, cerrada con llave y custodiada. Una enorme pista de baile improvisada en el centro del recinto se llenaba a toda prisa de parejas. Una vez en el interior, Smithback se encontró rodeado al instante de innumerables conversaciones.

—Esa nueva psicohistoriadora, ¿Grant? Bien, ayer me confesó por fin en qué había estado trabajando todo este tiempo. Escucha bien; intenta demostrar que las andanzas de Enrique IV después de la segunda cruzada no fueron más que una fuga de sus deberes de estado debida a la tensión emocional. Estuve a punto de decirle que…

—Me vino con la ridícula idea de que los Baños Estabianos eran un montón de establos para caballos. Ese hombre ni siquiera ha visitado Pompeya. No sabría distinguir la Villa de los Misterios de un Pizza Hut. Y tiene la cara dura de llamarse papirólogo…

—¿Mi nueva ayudante de investigaciones? ¿La de las tetas enormes? Bien, ayer estaba de pie junto al autoclave y dejó caer un tubo de ensayo lleno de…

Smithback respiró hondo y se abrió paso hacia las mesas de canapés. «Esto será fantástico», pensó.

Frente a las puertas principales de la Gran Rotonda, D'Agosta vio más destellos de flashes procedentes de un grupo de fotógrafos, y otro invitado distinguido cruzó la puerta; un tipo delgado y atractivo flanqueado por dos mujeres de aspecto demacrado.

Desde su posición, el teniente podía vigilar los detectores de metales, la gente que entraba y las multitudes que accedían al Planetario por la única puerta. El piso de la Rotonda estaba resbaladizo a causa del agua de lluvia, y la chica del guardarropa no cesaba de recoger paraguas. El FBI había instalado su puesto de seguridad avanzado en un rincón del fondo; Coffey quería controlar de cerca todos los acontecimientos de la noche. D'Agosta no pudo evitar reír. Habían intentado que pasara desapercibido, pero la red de cables eléctricos, telefónicos y de fibra óptica que se extendían como un pulpo desde el puesto conseguía que fuera tan discreto como una resaca de las malas.

Se oyó el estruendo de un trueno. Las copas de los árboles que flanqueaban el paseo paralelo al río Hudson se agitaron violentamente a causa del viento.

La radio de D'Agosta siseó.

—Teniente, tenemos otra discusión a causa del detector de metales.

D'Agosta oyó una voz chillona de fondo.

—Estoy segura de que usted me conoce.

—Échela. Hemos de lograr que esa multitud avance. Si no quieren pasar por el aro, sáquelos de la cola; están estorbando.

Cuando D'Agosta guardó la radio en el estuche, Coffey se acercó, seguido del jefe de seguridad del museo.

—¿Informe? —preguntó con brusquedad el agente.

—Todo el mundo está en su sitio. —El teniente retiró el puro de su boca y examinó el extremo humedecido—. Cuatro policías de paisano circulan por la fiesta. Cuatro de uniforme patrullan el perímetro con sus hombres. Cinco controlan el tráfico del exterior, y otros tantos supervisan los detectores de metales y la entrada. Cinco hombres uniformados se hallan dentro de la sala; dos de ellos me acompañarán a la exposición cuando corten la cinta. He apostado a un hombre en la sala de ordenadores, otro en la de control de seguridad…

Coffey entornó los ojos.

—Esos hombres uniformados que se mezclarán con los invitados en la exposición no estaban previstos en el plan.

—No es nada oficial. Sólo pretendo que estén cerca de la cabeza de la multitud a medida que vaya entrando. No se nos permitió rastrear la zona, ¿recuerda?

Coffey suspiró.

—Haga lo que le dé la gana, pero no quiero un jodido servicio de escolta. Procuren ser discretos y no bloquear la exposición, ¿de acuerdo?

D'Agosta asintió. Coffey se volvió hacia Ippolito.

—¿Y usted?

—Bien, señor, todos mis hombres están también en su sitio. Exactamente donde usted los quería.

—Estupendo. Mi base de operaciones estará aquí, en la Rotonda, durante la ceremonia. Después nos desplegaremos. Entretanto, Ippolito, adelántese con D'Agosta. Manténganse cerca del director y el alcalde. Ya conoce la rutina. D'Agosta, quiero que permanezca en segundo plano. Nada de chupar cámara; no la cague el último día. ¿Entendido?

Waters sentía el frío de la sala de ordenadores, bañada en luz de neón. Le dolía el hombro a causa del pesado fusil. Era el servicio más aburrido que le habían asignado. Echó un vistazo al chiflado (había empezado a llamarlo así mentalmente) que tecleaba. El tío llevaba horas tecleando y bebiendo Coca-Colas bajas en calorías. Waters meneó la cabeza. Lo primero que haría por la mañana sería pedir a D'Agosta un cambio de turno. Se volvería loco allí.

El chiflado se rascó la nuca y se estiró.

—Un día largo —comentó.

—Sí —contestó el agente.

—Casi he terminado. Es increíble lo que este programa puede hacer.

—Supongo que tiene razón —dijo Waters sin entusiasmo. Consultó su reloj; aún faltaban tres horas para el relevo.

—Mire.

El chiflado pulsó un botón. El policía se acercó un poco más a la pantalla y observó. Nada, sólo un puñado de palabras; un galimatías que debía de ser el programa.

De pronto apareció la imagen de una cucaracha en la pantalla. Al principio permaneció inmóvil, luego estiró sus patas verdes y comenzó a caminar sobre las palabras. Entonces otra cucaracha animada surgió en la pantalla. Ambos bichos repararon en su mutua presencia y se aproximaron. Empezaron a copular.

Waters miró al chiflado.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Siga mirando —contestó el chiflado.

Cuatro cucarachas nacieron al poco y se pusieron a copular. Al cabo de escasos momentos, la pantalla estaba plagada de aquellos insectos, que en un par de minutos engulleron las letras de la pantalla. Por último las cucarachas procedieron a devorarse entre sí. Pasado un instante, el monitor quedó en negro.

—Guay, ¿eh? —exclamó el chiflado.

—Sí —contestó Waters. Tras una pausa, añadió—: ¿Para qué sirve el programa?

—Sólo es… —El chiflado se mostré un poco confuso—. Sólo es un programa guay. No sirve para nada.

—¿Cuánto tiempo ha tardado en elaborarlo?

—Dos semanas —respondió el chiflado con orgullo—. En mi tiempo libre, por supuesto.

El chiflado se volvió hacia la terminal y continuó tecleando. Waters se apoyó contra la pared, cerca de la puerta de la sala de ordenadores. Oyó el sonido de un millar de pies, que se arrastraban y deslizaban en el piso de arriba, y la música de la orquesta que tocaba; el matraqueo de la batería, la vibración de los bajos, el lamento de los saxos. Y allí estaba él, atrapado en aquel pabellón de psicóticos, con un chiflado por única compañía. El momento de mayor emoción fue cuando éste se levantó para ir a buscar otra Coca-Cola baja en calorías.

De pronto oyó un ruido procedente del cuarto de la instalación eléctrica.

—¿Ha oído eso? —preguntó.

—No —respondió el chiflado.

Tras un largo silencio, sonó un golpe sordo.

—¿Qué coño es eso? —inquirió Waters.

—No lo sé —contestó el chiflado, que dejó de teclear y miró alrededor—. Tal vez debería echar un vistazo.

Waters acarició la pulida culata del fusil y miró la puerta que comunicaba con el cuarto. «Probablemente no será nada. La última vez, con D'Agosta, no fue nada.» Debería entrar. Siempre podía pedir refuerzos al mando de seguridad, que se hallaba al final del pasillo. Su compañero García estaría allí. ¿O no?

El sudor cubrió su frente. Waters alzó un brazo instintivamente para enjugarlo y no hizo ademán de avanzar hacia la puerta del cuarto de la instalación eléctrica.

43

Cuando Margo entró en la Gran Rotonda, vio una escena caótica: los presentes agitaban paraguas empapados o charlaban en grupos pequeños, y el rumor de sus conversaciones se añadía al estruendo procedente de la recepción. Empujó a Frock hasta una cinta de terciopelo que colgaba junto a los detectores de metales, vigilados por un policía uniformado. Al otro lado, el Planetario estaba inundado por una luz amarilla. La enorme araña que colgaba del techo lanzaba destellos irisados.

Exhibieron sus tarjetas de identificación del museo al policía, que retiró la cinta y les franqueó la entrada tras inspeccionar la bolsa de Margo. Cuando ésta pasó, el agente le dirigió una mirada de curiosidad. Ella bajó la vista y comprendió; vestía tejanos y un jersey.

—Deprisa —urgió Frock—. Vamos hacia la plataforma.

Ésta se hallaba al fondo de la sala, cerca de la entrada a la exposición. Las puertas talladas a mano estaban sujetas con cadenas, y en lo alto un arco de letras toscas, que parecían de hueso, formaban la palabra «Supersticiones». A cada lado se alzaban postes de madera, que recordaban tótems enormes o columnas de un templo pagano. Margo observó que Wright, Cuthbert y el alcalde se habían reunido en el estrado, donde charlaban y bromeaban mientras un técnico de sonido manipulaba los micrófonos. Detrás de ellos se erguía Ippolito, rodeado de ayudantes y administrativos. Hablaba por su radio, haciendo gestos furiosos. El ruido era ensordecedor.

—¡Con su permiso! —vociferó Frock. La gente se apartó de mala gana—. Fíjese en todas estas personas —dijo a Margo—. El nivel feromonal de esta sala debe ser astronómico. ¡Será irresistible para la bestia! Hemos de detener esto ahora mismo. —Señaló hacia un lado—. Mire, ahí está Gregory.

Kawakita se encontraba de pie junto a la pista de baile, con una copa en la mano. Al verlos, avanzó hacia ellos.

—Hola, doctor Frock. Estaban buscándolo. La ceremonia no tardará en empezar.

Frock le agarró del brazo.

—¡Gregory! ¡Has de ayudarnos! ¡Hay que suspender la inauguración y evacuar el edificio ahora mismo!

—¿Qué? —preguntó Kawakita—. ¿Es una broma? —Dirigió una mirada de perplejidad a la pareja.

—Greg —dijo Margo a voz en grito—, hemos descubierto al culpable de las matanzas. No es un ser humano, sino un monstruo, una bestia. Nunca nos habíamos topado con nada semejante. Tu programa de Extrapolación nos ayudó a identificarlo. Se alimenta de las fibras con que Whittlesey embaló las cajas. Como ya no las encuentra, necesita las hormonas de los hipotálamos humanos como sustituto. Creemos que ha de tener…

—Basta, Margo. ¿De qué hablas?

—¡Maldita sea, Gregory! —bramó Frock—. No tenemos tiempo para explicaciones. Hemos de evacuar este lugar ahora mismo.

Kawakita retrocedió un paso.

—Doctor Frock, con el debido respeto…

El profesor le apretó más el brazo y habló despacio:

—Escucha, Gregory. Un terrible monstruo merodea por el museo. Necesita matar y matará. Esta noche. Todos deben abandonar el edificio.

Kawakita retrocedió otro paso y miró hacia el estrado.

—Lo siento. No sé de qué va todo esto, pero si han utilizado mi programa de extrapolación para gastar una broma… —Liberó su brazo—. Creo que debería subir al estrado, doctor Frock. Le esperan.

—Greg… —empezó Margo, pero Kawakita ya se había alejado y los miraba con suspicacia.

—¡Al estrado! —exclamó Frock—. Wright puede hacerlo, puede ordenar que evacuen el lugar.

De pronto se oyó un redoble de tambores y una fanfarria.

—¡Winston! —llamó Frock a voz en cuello, desplazándose hasta el pie de la plataforma—. ¡Escucha, Winston! ¡Hay que desalojar el lugar! —Sus últimas palabras flotaron en el aire cuando la fanfarria enmudeció—. ¡Hay una bestia salvaje suelta en el museo! —vociferó en el silencio.

Un súbito murmullo se elevó de la muchedumbre. Las personas más cercanas a Frock se apartaron, se miraron entre sí y cuchichearon. Wright traspasó al profesor con la mirada, mientras Cuthbert se separaba del grupo a toda prisa.

—Frock —masculló—, ¿qué cojones estás haciendo? —Saltó de la plataforma y se acercó—. ¿Qué te ocurre, Frock? ¿Te has vuelto loco? —susurró.

Frock tendió la mano.

—Ian, hay una bestia terrible en el museo. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero confía en mí, por favor. Pide a Wright que saque de aquí a toda esta gente; ahora.

Cuthbert lanzó una mirada penetrante a Frock.

—No sé qué planeas —dijo el escocés—, ni a qué juegas. Quizá se trate de un intento desesperado de última hora para frustrar la exposición, para dejarme en ridículo. Te diré algo, Frock; si armas otro escándalo, ordenaré al señor Ippolito que te expulse por la fuerza del museo y me ocuparé de que nunca más vuelvas a pisarlo.

—Ian, te suplico —Cuthbert dio media vuelta y subió al estrado.

Margo apoyó una mano sobre el hombro del profesor.

—No se moleste —murmuró—. Nunca nos creerán. Ojalá George Moriarty estuviera aquí para ayudarnos. Es su exposición, y debería estar aquí, pero no le veo.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Frock, temblando de frustración. Las conversaciones se reanudaron cuando los invitados cercanos a la plataforma concluyeron que todo había sido una broma.

—Deberíamos buscar a Pendergast —propuso Margo—. Es el único con suficiente autoridad para poder hacer algo.

—Tampoco nos creerá —afirmó Frock, abatido.

—Quizá —dijo Margo mientras hacía girar la silla de ruedas—, pero nos escuchará. Hemos de apresurarnos.

Detrás de ellos, Cuthbert indicó que sonara otro redoble de tambores y una fanfarria. Entonces se adelantó y levantó las manos.

—¡Damas y caballeros! —exclamó—. ¡Tengo el honor de presentarles al director del Museo de Historia Natural de Nueva York, Winston Wright!

Éste ocupó el estrado, sonrió y saludó a la multitud.

—¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos, amigos míos, conciudadanos de Nueva York, ciudadanos del mundo! ¡Bienvenidos a la inauguración de la mayor exposición jamás montada!

Las palabras amplificadas del director resonaron en la sala. Una tremenda salva de aplausos se elevó hasta el techo abovedado.

—Preguntaremos en seguridad —sugirió Margo—. Sabrán dónde está Pendergast. Hay toda una hilera de teléfonos en la Rotonda.

Empujó a Frock hacia la entrada mientras la voz de Wright atronaba por el sistema de megafonía.

—Es una exposición sobre nuestras creencias más profundas, nuestros temores más ocultos, el lado más brillante y más oscuro de la naturaleza humana…

44

De pie detrás del estrado, D'Agosta, que contemplaba la espalda de Wright mientras éste se dirigía al público, cogió su radio.

—¿Bailey? —susurró—. Cuando corten esa cinta, usted y McNitt se adelantarán al gentío. Sitúense detrás de Wright y el alcalde, y delante de todos los demás. ¿Entendido? Procuren pasar desapercibidos y no permitan que los aparten.

—Recibido, Loo.

—Cuando la mente humana evolucionó hasta la comprensión de los misterios del universo, la primera pregunta fue: ¿qué es la vida? Luego preguntó: ¿qué es la muerte? Hemos averiguado mucho sobre la vida. En cambio, pese a los avances tecnológicos, hemos averiguado muy poco acerca de la muerte y lo que hay más allá… —La multitud escuchaba, embelesada—. Hemos sellado la exposición para que ustedes, nuestros invitados de honor, sean los primeros en entrar. Verán muchos objetos raros y exquisitos, en su gran mayoría expuestos al público por primera vez. Verán imágenes hermosas y terribles, símbolos de la bondad y la maldad más espantosa, símbolos del esfuerzo del hombre por asimilar y comprender el misterio definitivo…

D'Agosta se preguntó qué habría sido del anciano conservador de la silla de ruedas. Se llamaba Frock. Había vociferado algo, y Cuthbert, el pope del acontecimiento, le había expulsado. Política museística, mucho peor aún que en One Police Plaza.

—Expreso mi más ferviente esperanza de que esta exposición iniciará una nueva era en nuestro museo, una era en que la innovación tecnológica y un renacimiento en la metodología científica se combinarán para infundir nuevo vigor al interés del público por los museos…

D'Agosta paseó la vista por la sala y se fijó en la posición que ocupaban sus hombres. Todos se hallaban en sus puestos. Cabeceó en dirección al guardia que custodiaba la entrada a la exposición y le ordenó que retirara la cadena de las pesadas puertas de madera.

Cuando el discurso concluyó, una salva de aplausos estalló de nuevo en el enorme recinto. Entonces Cuthbert regresó al estrado.

—Quiero dar las gracias a algunas personas…

D'Agosta consultó su reloj y se preguntó dónde estaría Pendergast. No había conseguido localizarlo en la sala, y el agente era un tipo que destacaba en la multitud.

Cuthbert sostenía en alto unas grandes tijeras que tendió al alcalde. Éste aferró un ojo y ofreció el otro a Wright, y ambos bajaron por los peldaños del estrado hasta una cinta suspendida ante la entrada de la exposición.

—¿A qué esperamos? —preguntó el alcalde, y soltó una carcajada.

Cortaron la cinta por la mitad ante una descarga de flashes, y dos guardias del museo abrieron lentamente las puertas. La orquesta interpretó The Joint Is Jumpin'.

—Ahora —dijo D'Agosta—. Ocupen sus puestos.

Mientras los aplausos y los vítores retumbaban, el teniente corrió a lo largo de la pared y entró en la exposición vacía. Tras efectuar una rápida inspección, habló por radio.

—Despejado.

Ippolito, que le pisaba los talones, lo miró con el entrecejo fruncido. Codo con codo, el director y el alcalde posaron para los fotógrafos ante la puerta y después, sonrientes, la cruzaron.

A medida que D'Agosta se adentraba en el recinto de la exposición, muy por delante del grupo, los vítores y aplausos se apagaban. En el interior, que olía a alfombras nuevas y polvo, con un tenue aroma a descomposición, hacía frío.

Wright y el director guiaban al alcalde. Detrás de ellos se apiñaba un inmenso océano de gente que estiraba el cuello, gesticulaba y hablaba. D'Agosta observó a la muchedumbre. «Una sola salida. Mierda.»

Habló por radio.

—Walden, ordene a los guardias del museo que organicen mejor la entrada. Hay demasiada gente apelotonada.

—Diez-cuatro, teniente.

—Esto es un ara de sacrificios muy extraña de América Central —explicó Wright, sin soltar el brazo del alcalde—. Aquí está el Dios Sol, representado en la parte delantera, custodiado por jaguares. Los sacerdotes sacrificaban a las víctimas sobre el ara, les arrancaban el corazón aún palpitante y lo elevaban hacia el sol. La sangre se derramaba por estos canalones y se acumulaba en el fondo.

—Impresionante —dijo el alcalde—. No me iría mal una de éstas en Albany.

Wright y Cuthbert rieron, y sus carcajadas despertaron ecos en los objetos y las vitrinas.

Coffey se hallaba en el puesto de seguridad avanzado, de pie, con las piernas separadas, los brazos en jarras y el rostro inexpresivo. Casi todos los invitados se habían presentado, y quienes no lo habían hecho probablemente no se habían aventurado a salir de casa. La lluvia había arreciado, y cortinas de agua caían sobre la acera. Desde su posición, el agente veía con toda claridad a través de la puerta este la fiesta que se celebraba en el Planetario, una sala muy bonita, con estrellas que destellaban en la cúpula negra aterciopelada, suspendida a treinta metros de altura; galaxias y nebulosas brillantes formaban remolinos a lo largo de las paredes. Wright hablaba desde el estrado, y la ceremonia de inauguración no tardaría en concluir.

—¿Cómo va? —preguntó Coffey a uno de sus agentes.

—Nada anormal —contestó el hombre, examinando el tablero de seguridad—. Ni infracciones, ni alarmas. El perímetro está tranquilo como una tumba.

—Como a mí me gusta —comentó su superior.

Desvió la vista hacia el Planetario a tiempo de ver cómo los dos guardias abrían las enormes puertas que permitían el acceso a la exposición. Se había perdido el momento en que cortaban la cinta. La multitud avanzaba; los cinco mil a un tiempo, al parecer.

—¿Qué cojones tramará Pendergast? —preguntó Coffey a otro de sus agentes. Se alegraba de que el sureño no hubiera aparecido, pero le inquietaba pensar que andaba a su aire, sin control alguno.

—No lo he visto —respondió su subordinado—. ¿Quiere que llame al mando de seguridad?

—No —contestó Coffey—. Todo va mejor sin él, y sin problemas.

La radio de D'Agosta siseó.

—Aquí Walden. Escuche, necesitamos ayuda. A los guardias les cuesta mucho controlar a la muchedumbre. Hay demasiada gente.

—¿Dónde está Spencer? Tendría que estar por ahí. Ordénele que prohíba la entrada; que permita salir, pero no entrar. Mientras tanto, usted y los guardias del museo organicen una fila ordenada. Hay que dominar a ese gentío.

—Sí, señor.

La exposición se llenaba por momentos. Habían transcurrido veinte minutos, y Wright y el alcalde ya se encontraban cerca de la entrada posterior cerrada con llave. Al principio habían avanzado a buen paso, sin desviarse de los pasillos centrales hacia los secundarios. En aquellos momentos se habían detenido ante una vitrina, y el director explicaba algo al alcalde, mientras los invitados pasaban de largo, dirigiéndose a los rincones más retirados del recinto.

—No se alejen de la vanguardia —indicó D'Agosta a Bailey y McNitt, los dos agentes más avanzados.

El teniente continuó caminando y echó un rápido vistazo a dos hornacinas laterales. «Una exposición acojonante», pensó. Una casa encantada muy sofisticada, con todos los complementos pertinentes; la luz mortecina, por ejemplo, no tan tenue como para que los detalles escalofriantes pasaran desapercibidos. Como la imagen maléfica del Congo, con sus ojos saltones y el torso erizado de uñas afiladas. O la momia contigua, erguida en un expositor vertical, manchada de sangre. «Esto es increíble», pensó D'Agosta.

La multitud entró en el siguiente conjunto de nichos. Todo despejado.

—¿Cómo va, Walden? —preguntó por radio.

—Teniente, no encuentro a Spencer. No lo veo por ninguna parte y, con la gente que hay, no puedo abandonar la entrada para localizarlo.

—Mierda. De acuerdo, contactaré con Drogan y Frazier para que le echen una mano.

D'Agosta llamó por radio a una de las dos unidades de paisano que patrullaban en la fiesta.

—¿Me recibe, Drogan?

Una pausa.

—Sí, teniente.

—Quiero que Frazier y usted presten apoyo a Walden, en la entrada de la exposición.

—Diez-cuatro.

Miró alrededor. Más momias, ninguna cubierta de sangre. De pronto se detuvo, petrificado. «Las momias no sangran», pensó.

Dio media vuelta lentamente y se abrió paso entre la ansiosa muchedumbre de curiosos. Tal vez se tratase tan sólo de una idea enfermiza de un conservador, de un truco efectista. En cualquier caso, debía asegurarse.

La vitrina estaba rodeada de gente, al igual que las demás. D'Agosta avanzó y leyó la etiqueta: «Sepultura Anasazi de la Cueva de la Momia, Cañón del Muerto, Arizona».

Daba la impresión de que las franjas de sangre seca que manchaban la cabeza y el pecho de la momia procedían de arriba. El teniente se acercó cuanto pudo al expositor y alzó la vista. La parte superior de la vitrina, abierta, dejaba al descubierto un techo repleto de tuberías de vapor y conductos. Una mano, un reloj y el puño de una camisa azul sobresalían sobre el borde de la vitrina. Un pequeño coágulo de sangre seca colgaba del dedo corazón.

D'Agosta retrocedió hasta un rincón, miró alrededor y habló por la radio.

— D'Agosta llamando a mando de seguridad.

—Soy García, teniente.

—García, he descubierto un cadáver. Hay que desalojar el edificio. Si la gente lo ve y cunde el pánico, la hemos cagado.

—Cielos —exclamó García.

—Póngase en contacto con los guardias y Walden. Nadie más debe entrar en la exposición. ¿Comprendido? Quiero que evacuen el Planetario, por si hay una estampida. Saque a todo el mundo, procurando no alarmar a nadie. Ahora, póngame con Coffey.

—Recibido.

D'Agosta paseó la vista por el recinto tratando de localizar a Ippolito. La radio chirrió.

—Aquí Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—He descubierto un cadáver tendido en la parte superior de una vitrina. De momento soy el único que lo ha visto. Hemos de desocupar el edificio.

D'Agosta se interrumpió al oír una voz que, por encima del rumor de la muchedumbre, exclamaba:

—Esa sangre parece muy real.

—Allí arriba hay una mano —apuntó alguien.

Dos mujeres se apartaron de la vitrina y alzaron la vista.

—¡Es un cadáver! —afirmó una.

—No es real —replicó la otra—. Seguro que es un truco para la inauguración.

El teniente levantó las manos y se aproximó a la vitrina.

—¡Calma, por favor!

Tras un breve y aterrador instante de silencio, alguien vociferó:

—¡Un cadáver!

La multitud se removió un momento para luego adoptar una inmovilidad escalofriante. Después se oyó otro grito.

—¡Lo han asesinado!

La muchedumbre comenzó a dispersarse. Varias personas tropezaron y cayeron. Una mujer gruesa, ataviada con un vestido de noche, se derrumbó sobre D'Agosta y lo empujó contra la vitrina. El teniente se vio privado de aire cuando más cuerpos se precipitaron sobre él. De pronto notó que la vitrina empezaba a ceder.

—¡Esperen! —exclamó con voz quebrada.

Desde la oscuridad del techo, algo grande se desplomó sobre la apiñada multitud y arrojó al suelo a varios de los invitados. Debido a su precaria posición, D'Agosta sólo vio que la figura estaba cubierta de sangre y que era humana; tuvo la impresión de que carecía de cabeza.

El caos se desató. Gritos y chillidos resonaron en el abarrotado espacio, y la gente echó a correr. D'Agosta advirtió que la vitrina se ladeaba. Súbitamente la momia cayó sobre él, y un cristal se hundió en su palma. Intentó ponerse de pie, pero la muchedumbre enloquecida le arrolló.

Oyó el siseo de su radio, observó que aún la sujetaba con la mano derecha y la levantó hacia su cara.

—Soy Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—El pánico se ha desencadenado, Coffey. Tiene que evacuar de inmediato la sala, o… ¡Mierda! —exclamó cuando el histérico gentío le arrebató la radio.

45

Margo miró desalentada a Frock, que vociferaba al auricular de un teléfono interior sujeto a una pared de granito de la Gran Rotonda. El discurso amplificado de Wright impedía a la joven oír las palabras de su tutor. Por fin éste colgó y dio media vuelta en la silla de ruedas.

—Esto es absurdo. Por lo visto, Pendergast está en el sótano; o al menos lo estaba. Llamó por radio hace una hora. Se niegan a contactar con él sin autorización.

—¿En el sótano? ¿Dónde?

—Sección 29, han dicho. No me han explicado por qué ha bajado. Supongo que lo ignoran. La sección 29 abarca una gran extensión. —Se volvió hacia Margo—. ¿Vamos?

—¿Adónde?

—Al sótano, por supuesto —contestó Frock.

—No estoy segura —dijo Margo, vacilante—. Quizá deberíamos solicitar la autorización que necesitan para ponerse en contacto con él.

El científico se removió impaciente en la silla de ruedas.

—Ni siquiera sabemos a quien debemos pedirla. —La miró y, al advertir recelo, añadió—: No creo que deba preocuparse por ese monstruo, querida. Si no me equivoco, se sentirá atraído por la concentración humana de la exposición. Nuestra obligación es hacer lo posible por evitar una catástrofe; la asumimos cuando descubrimos la naturaleza de esa criatura.

Margo todavía dudaba. Frock podía hablar así, pues él no había entrado en la exposición, no había oído los pasos resueltos y apagados, no había corrido a ciegas en la oscuridad…

Respiró hondo.

—Tiene razón, por supuesto —dijo—. Vamos.

Como la sección 29 se encontraba dentro del perímetro de seguridad del módulo dos, Margo y Frock tuvieron que enseñar dos veces sus tarjetas de identificación hasta llegar al ascensor. Al parecer el toque de queda había sido suspendido aquella noche, y los guardias y agentes de policía se mostraban más preocupados por detener sospechosos o personas no autorizadas que por restringir los movimientos de los empleados del museo.

—¡Pendergast! —llamó Frock a voz en grito, mientras Margo empujaba la silla de ruedas por el corredor del sótano apenas iluminado—. Soy el doctor Frock. ¿Me oye?

Su voz resonó y murió.

Margo conocía un poco la historia de la sección 29. Cuando la instalación eléctrica del museo había estado ubicada en las cercanías, la zona albergaba tuberías de vapor, túneles de abastecimiento y cubículos subterráneos utilizados por los trabajadores. Cuando en la década de los veinte el museo adoptó un sistema eléctrico más moderno, se retiraron las maquinarias antiguas, dejando una serie de madrigueras fantasmales, empleadas para almacenaje.

Margo empujaba la silla por los pasillos de techo bajo. De vez en cuando, Frock golpeaba una puerta o llamaba a Pendergast; el silencio respondía en cada ocasión.

—Es inútil —concluyó el doctor cuando la joven se detuvo para recuperar el aliento. El profesor tenía el cabello alborotado y la chaqueta del esmoquin arrugada.

Margo paseó la vista por el pasillo, nerviosa. Sabía más o menos dónde se encontraban. En algún lugar, al final del laberinto de pasajes, se extendía el inmenso y silencioso espacio de la antigua central eléctrica, un panteón oscuro y subterráneo utilizado en la actualidad para guardar la colección de huesos de ballena. Las palabras de Frock sobre el supuesto comportamiento de la bestia no habían logrado aplacar su inquietud.

—Podríamos tardar horas —se quejó el científico—. Tal vez ya se ha marchado. Quizá ni siquiera bajó. —Suspiró—. Pendergast representaba nuestra última esperanza.

—Es posible que el tumulto asuste al monstruo y le incite a alejarse de la fiesta —dijo Margo.

Frock hundió la cabeza en las manos.

—No es probable. Sin duda la bestia se guía por el olor. Quizá sea inteligente, astuta, pero, al igual que un asesino en serie humano, cuando el ansia de sangre la impulsa, no puede controlarse. —Frock se incorporó, con renovado vigor—. ¡Pendergast! —llamó de nuevo—. ¿Dónde está?

Waters aguzó el oído, con el cuerpo en tensión. Sentía los acelerados latidos de su corazón y tenía la impresión de que le faltaba el aire.

Se había enfrentado a muchas situaciones peligrosas con anterioridad; le habían disparado, apuñalado, e incluso una vez le habían arrojado ácido a la cara. Siempre había conservado la calma, casi se había mostrado indiferente. «Ahora, un golpecito de nada me aterroriza. —Se llevó la mano al cuello—. El aire está enrarecido en esta maldita habitación. —Se obligó a respirar lenta y profundamente—. Llamaré a García. Investigaremos juntos. Y no encontraremos nada.»

Entonces reparó en que el arrastrar de pies procedente del piso superior había cambiado de ritmo para convertirse en un repiqueteo constante, como el sonido de pasos al correr. Creyó oír un chillido apagado. El pánico se apoderó de él.

Otro golpe sordo sonó en el cuarto de la instalación eléctrica.

«Santo Dios, algo grave está ocurriendo», pensó.

Agarró la radio.

—García, ¿me recibes? Solicito apoyo para investigar ruidos sospechosos en el cuarto de la instalación eléctrica.

Waters tragó saliva. García no contestaba por la frecuencia normal. Mientras guardaba la radio en la funda, observó que el chiflado se había levantado y se dirigía al cuarto.

—¿Qué hace? —preguntó.

—Voy a ver qué es ese ruido —respondió el chiflado abriendo la puerta—. Creo que el aparato de aire acondicionado se ha estropeado otra vez. —Tanteó en busca del interruptor de la luz.

—Espere un momento —dijo Waters—. No…

Un chisporroteo sonó en la radio de Waters.

—¡Se ha producido una estampida! —Más turbulencias—. ¡Que todas las unidades se movilicen para evacuación de emergencia! —Más parásitos—. No podemos controlar a la turbamulta; necesitamos refuerzos ahora mismo…

Waters tomó la radio, pulsó botones. En un instante, todas las frecuencias estaban ocupadas. Oyó que algo terrible estaba sucediendo en el piso de arriba. «Mierda.»

Levantó la vista. El chiflado había desaparecido y dejado la puerta abierta. La luz del cuarto seguía apagada. Sin apartar la vista de la puerta, descolgó con cautela el fusil de su hombro y avanzó. Se acercó al umbral y echó un vistazo al interior. Negrura.

—Eh, usted —exclamó—. ¿Está ahí?

Cuando se internó en la oscura habitación, sintió que se le secaba la garganta.

De pronto oyó un golpe a su izquierda. Hincó una rodilla en el suelo y, guiado por el instinto, disparó tres veces; un destello acompañado de un estruendo ensordecedor en cada ocasión.

Una lluvia de chispas y una lengua de fuego que se elevó hacia el techo iluminaron un instante el cuarto con un alegre resplandor anaranjado. El chiflado estaba de rodillas, con la vista clavada en Waters.

—¡No dispare! —suplicó con voz trémula—. ¡No dispare, por favor!

El agente se levantó lentamente. Le temblaban las piernas, y los oídos le zumbaban.

—He oído un ruido —vociferó—. ¿Por qué no me contestó, imbécil de mierda?

—Era el aparato de aire acondicionado —dijo el chiflado. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Era la bomba del aire acondicionado, que siempre falla.

Waters retrocedió y tanteó en busca del interruptor. La pólvora flotaba en el aire como una niebla azul. En la pared del fondo, una caja grande de metal despedía humo a través de tres agujeros irregulares.

Waters bajó la cabeza y se apoyó contra la pared.

Un arco eléctrico recorrió la caja con un súbito estallido, seguido por un chisporroteo y otra cascada de centellas. El aire se impregnó de un olor acre casi insoportable. Las luces de la sala de ordenadores parpadearon, perdieron intensidad y la recuperaron. Waters oyó que una alarma se disparaba, luego otra.

—¿Qué ocurre? —preguntó, nervioso.

Las luces se amortiguaron de nuevo.

—Ha destruido el tablero de distribución central —exclamó el chiflado al tiempo que se ponía en pie para echar a correr hacia la sala de ordenadores.

—Oh, mierda —masculló Waters.

Las luces se apagaron.

46

Coffey volvió a vociferar a su radio.

—¡Hable, D'Agosta! —Esperó—. ¡Mierda!

Cambió al canal del mando de seguridad.

—García, ¿qué coño está pasando?

—No lo sé, señor —contestó el agente, nervioso—. Creo que el teniente D'Agosta dijo que había un cadáver en… —Hizo una pausa—. Señor, recibo informes de pánico en la exposición. Los guardias están…

Coffey cortó, cambió de frecuencia y escuchó.

—¡Esto es una estampida! —graznó una voz por la radio.

El agente cambió de nuevo a mando de seguridad.

—García, avise a todas las unidades que se preparen para evacuación de emergencia.

Se volvió y miró hacia el Planetario.

Un murmullo se elevó de la multitud, y las conversaciones de fondo comenzaron a apagarse. Por encima de la música de la orquesta, Coffey oyó con toda claridad chillidos ahogados y el retumbar de pies al correr. La turbamulta que avanzaba hacia la entrada de la exposición vaciló, luego se precipitó hacia atrás. Se escucharon alaridos de irritación y gritos de miedo, y Coffey creyó oír también sollozos. La multitud enmudeció de nuevo.

El agente del FBI se desabrochó la chaqueta y se volvió hacia los hombres del puesto avanzado.

—Procedimiento de emergencia para controlar multitudes. Adelante.

De repente la muchedumbre corrió hacia atrás, y una confusión de gritos y chillidos surgió de la puerta abierta de la sala. La orquesta dejó de tocar. En cuestión de segundos, todo el mundo corría hacia la salida de la Gran Rotonda.

—¡Ve, hijoputa! —exclamó Coffey, empujando a uno de sus hombres mientras sujetaba la radio con una mano—. D'Agosta, ¿me recibe?

Los agentes se vieron arrollados por un torbellino de gente empavorecida y no tuvieron más remedio que retroceder. Coffey se liberó de la masa de cuerpos y logró alejarse un poco, entre jadeos y maldiciones.

—¡Es como un maremoto! —voceó uno de sus hombres—. ¡Nunca lo conseguiremos!

De pronto, las luces parpadearon. La radio de Coffey crepitó.

—Aquí García. Escuche, señor, todas las luces de seguridad se han puesto en rojo; el tablero está iluminado como un árbol de Navidad. Todas las alarmas del perímetro están disparándose.

Coffey avanzó de nuevo, esforzándose por no ceder ni un palmo de terreno ante la muchedumbre, que se desplazaba en dirección contraria. Ya no veía a los otros agentes. Las luces parpadearon por segunda vez, y entonces captó un retumbar sordo procedente de la sala. Alzó la cabeza y observó que el grueso borde de la puerta metálica de seguridad descendía desde una ranura practicada en el techo.

—¡García! —vociferó a la radio—. ¡La puerta este está bajando! ¡Desconéctela! ¡Hágala subir otra vez, por los clavos de Cristo!

—Señor, los controles indican que sigue levantada. Algo raro ocurre aquí. Todos los sistemas…

—Me importan una mierda los controles. ¡Está bajando!

La multitud que huía le forzó a dar media vuelta. Los chillidos, un ruido extraño, penetrante y sobrenatural, le estremecían. El agente nunca había presenciado nada semejante; humo, luces de emergencia que oscilaban, personas que arrollaban a otras con el pánico reflejado en sus ojos vidriosos. Los detectores de metales habían sido derribados, y las máquinas de rayos X destrozadas, por gente vestida con esmóquines y trajes de noche que se precipitaba hacia la lluvia torrencial, se atropellaba para rebasar a los demás, tropezaba y caía sobre la alfombra roja y la acera mojada. Coffey atisbó pequeños destellos en la escalinata exterior, primero unos pocos, después varios.

—García, avise a los policías del exterior. Que restablezcan el orden y echen a la prensa. ¡Y suban la puerta de una puñetera vez!

—Lo intentan, señor, pero todos los sistemas fallan. Estamos perdiendo potencia eléctrica. Las puertas de emergencia bajan con independencia de la red, y resulta imposible activar los controles de rectificación. Las alarmas no paran de dispararse…

Un hombre estuvo a punto de derribar a Coffey. En ese instante García exclamó:

—¡Señor! ¡Fallo total del sistema!

—García, ¿dónde coño está el sistema de apoyo?

El agente del FBI avanzó entre empellones hasta que se encontró aplastado contra la pared. Era inútil; jamás conseguiría abrirse paso entre la turbamulta. La puerta ya se había cerrado a medias.

—¡Póngame con el técnico! ¡Necesito el código de bloqueo manual!

Las luces parpadearon por tercera vez y finalmente se apagaron. La Rotonda se sumió en la oscuridad. Por encima de los chillidos, el estruendo de la puerta que descendía continuó sin tregua.

Pendergast deslizó la mano por la tosca pared de piedra del callejón sin salida y golpeó con los nudillos algunos lugares. El yeso, agrietado, se descascarillaba. La bombilla del techo estaba rota.

Abrió la bolsa y extrajo el objeto amarillo (un casco de minero), se lo ajustó con cuidado y conectó la luz. Ladeó la cabeza y dirigió el potente haz hacia la pared que se alzaba ante él. A continuación, sacó los planos arrugados y enfocó la luz hacia ellos. Retrocedió y contó los pasos. Luego extrajo una navaja del bolsillo, aplicó la punta contra el yeso e hizo girar la hoja con suavidad. Un trozo de yeso del tamaño de un plato se desprendió y reveló las huellas de una antigua puerta. El agente tomó notas en el cuaderno, salió del callejón sin salida y recorrió el pasillo, contando para sí. Se detuvo ante una pared desconchada. Arrancó el yeso, que cayó con estrépito y levantó una gran nube de polvo blanco. La luz del casco enfocó un antiguo panel empotrado en la pared a baja altura.

Apretó el panel a modo de prueba. Le propinó una fuerte patada y se abrió con un chirrido. Un estrecho túnel descendía en pendiente y se abría al techo del subsótano inferior, por donde corría un hilillo de agua, como una cinta negruzca.

Pendergast colocó el panel, efectuó una anotación en el plano y continuó.

—¡Pendergast! —oyó a lo lejos—. Soy el doctor Frock. ¿Me oye?

El agente se detuvo y frunció el entrecejo. Abrió la boca para contestar. De repente quedó petrificado al percibir un olor peculiar en el aire. Depositó la bolsa abierta sobre el suelo, entró en un cuarto de almacenaje, cerró la puerta tras de sí y apagó la luz del casco.

La puerta tenía una pequeña ventanilla en el centro, sucia y rajada. Hurgó en un bolsillo, extrajo un pañuelo de papel, escupió sobre él, frotó el cristal y miró.

Algo grande y oscuro acababa de aparecer en el borde inferior de su campo visual. Pendergast oyó un resuello, como de un caballo nervioso que respira rápida y profundamente. El olor aumentó de intensidad. A la tenue luz, el hombre vio un lomo musculoso y cubierto de áspero vello negro.

Conteniendo el aliento, el agente hundió con lentitud la mano en el interior de la chaqueta y sacó el 45. En la oscuridad, pasó el dedo por el cilindro y comprobó que las cámaras estaban cargadas. Después sujetó el revólver con ambas manos, apuntó hacia la puerta y retrocedió. Al alejarse de la ventana, perdió de vista a la forma, que sabía permanecía allí fuera.

Se oyó un leve golpe en la puerta, seguido de un débil arañazo. Pendergast aferró el revólver con más fuerza cuando vio, o creyó ver, que el pomo giraba. Cerrada con llave o no, la desvencijada puerta no detendría a lo que acechaba fuera. Se oyó otro golpe apagado, y luego se hizo el silencio.

Pendergast miró al instante por la ventana. No vio nada. Sostuvo el revólver con una mano y posó la otra sobre la puerta. Contó hasta cinco. Después, la abrió a toda prisa, saltó al centro del pasillo y se refugió tras una esquina. Al final del corredor, una forma oscura se paró ante otra puerta. Aun bajo la mortecina luz, distinguió un cuadrúpedo fuerte, con el cuerpo inclinado. Pendergast, el más racional de los hombres, lanzó una breve carcajada de incredulidad cuando vio que el monstruo tendía una garra hacia el pomo. Las luces del pasillo se atenuaron y luego cobraron intensidad. Pendergast se agachó lentamente, hincó una rodilla en el suelo, y apuntó el arma. Las luces disminuyeron de intensidad por segunda vez. Vio a la bestia sentada sobre los cuartos traseros; súbitamente se irguió y se volvió hacia Pendergast, que apuntó a un lado de la cabeza y dejó escapar el aliento. Apretó el gatillo.

Se produjo un estruendo acompañado de un destello. Durante una fracción de segundo, el hombre vio cómo una franja blanca ascendía por el cráneo del monstruo, que al instante desapareció tras una esquina. El pasillo quedó desierto.

Pendergast sabía con toda exactitud qué había sucedido. Ya había visto en una ocasión aquella franja blanca, cuando cazaba osos; la bala había rebotado en el cráneo y había arrancado una tira de pelo y piel, dejando el hueso al descubierto. La bala del calibre 45, con la punta revestida de cromo, había rebotado en el cráneo de la bestia como una bola de papel. Pendergast se inclinó y bajó la mano armada cuando las luces parpadearon por tercera vez y se apagaron.

47

Situado junto a la mesa de los canapés, Smithback había contemplado cómo Wright gesticulaba ante el micrófono y oído su voz a través de un altavoz cercano. El periodista no se había molestado en escuchar. Sabía, con sombría certeza, que más tarde Rickman le facilitaría una copia en disquete del discurso. Una vez finalizada la alocución, la multitud se había dedicado a fisgar la nueva exposición. Smithback había permanecido donde estaba, indiferente. Inspeccionó una vez más la mesa, mientras se debatía entre comer una gruesa gamba o un diminuto canapé au caviare. Se decantó por este último (de hecho fueron cinco) y empezó a masticar. Observó que el caviar era gris y nada salado; de esturión de verdad, no el sucedáneo que intentaban colar en fiestas publicitarias como aquélla.

De todos modos, se apoderó de una gamba, que fueron dos, seguidas de un trozo de ceviche, y tres galletas cubiertas de huevas de bacalao escocés con táparas y limón, unas finas laminillas de buey frío de Kobe; filete tártaro no, muchas gracias, sino dos piezas de aquel uni sushi… Su mirada recorrió la hilera de manjares que se extendían sobre los quince metros de la mesa. Nunca había visto nada semejante y estaba dispuesto a probar todo cuanto se ofrecía.

La orquesta dejó de tocar de repente, y casi al instante alguien le hundió el codo en las costillas.

—¡Eh! —exclamó Smithback, que al levantar la mirada se vio envuelto de inmediato por una masa de gente que empujaba, gruñía y chillaba. Fue arrojado contra la mesa del banquete. Luchó por ponerse en pie, resbaló, cayó y rodó bajo la mesa. Se agachó y vio correr centenares de pies. Oyó alaridos y el ruido horripilante de cuerpos al chocar. Captó al azar fragmentos de frases: «¡Un cadáver!», «¡un asesinato!» ¿Habría atacado de nuevo el asesino?

Un zapato de mujer, de terciopelo negro, con un tacón altísimo y afilado, se deslizó bajo la mesa y se detuvo ante su nariz. Lo apartó con desagrado, reparó en que aún sostenía un trozo de gamba en la mano y lo engulló. Era asombrosa la rapidez con que el pánico se apoderaba de una multitud.

La mesa se tambaleó y ladeó. El escritor vio cómo una enorme bandeja aterrizaba en el suelo y galletas y porciones de queso volaban por los aires. Se sacudió la camisa y empezó a comer. A unos treinta centímetros, innumerables pies pateaban un trozo de paté. Otra bandeja cayó con estrépito, y una lluvia de caviar gris se desparramó sobre el piso.

Las luces perdieron intensidad. Smithback se llevó a la boca un triángulo de camembert, lo sujetó entre los dientes y súbitamente se percató de que estaba comiendo en medio del mayor acontecimiento que había presenciado en su vida. Buscó en sus bolsillos la grabadora, mientras las luces se apagaban y encendían.

Smithback habló atropelladamente, con la boca pegada al micrófono, con la esperanza de que su voz se oyera sobre el ensordecedor tumulto. Se trataba de una oportunidad increíble. A la mierda con Rickman. Todo el mundo quería publicar su historia. Confió en que, si otros periodistas habían acudido al evento, hubieran huido a toda prisa.

Las luces parpadearon una vez más.

Cien mil por anticipado; no aceptaría ni un centavo menos. Estaba allí, cubriría el reportaje desde el principio. Nadie podría hacerle la competencia.

Las luces parpadearon por tercera vez y finalmente se apagaron.

—¡Hijo de puta! —exclamó Smithback—. ¡Que alguien encienda las luces!

Empujando la silla de ruedas, Margo dobló un recodo, y esperó a que el científico volviera a llamar a Pendergast. Los ecos de su voz se perdieron en la distancia.

—Esto es inútil —dijo Frock, exasperado—. Hay varios cuartos de almacenaje más grandes en esta sección. Tal vez esté dentro de uno y no nos oiga. Echaremos un vistazo a unos cuantos. Es lo único que podemos hacer. —Gruñó mientras hurgaba en un bolsillo de la chaqueta—. Nunca salgas de casa sin ella. —Sonriendo, alzó una llave maestra.

Margo abrió la primera puerta y escudriñó la oscuridad.

—¿Señor Pendergast? —llamó.

Estanterías metálicas llenas de huesos enormes se materializaron en las tinieblas. Un gran cráneo de dinosaurio, del tamaño de un escarabajo Volkswagen, descansaba sobre un larguero de madera, cerca de la puerta. Sus dientes negros lanzaban destellos apagados.

—¡El siguiente! —apremió Frock.

Las luces parpadearon.

Tampoco obtuvieron respuesta en el siguiente cuarto.

—Uno más —insistió Frock—. Aquél, al otro lado del pasillo.

Margo se detuvo ante la puerta indicada, de que colgaba el letrero «Pleistoceno - 12B», y reparó en otra que, situada al final del corredor, daba acceso a una escalera. En el instante en que abría la puerta del cubículo, las luces parpadearon por segunda vez.

—Esto es… —empezó.

De súbito una potente explosión resonó en el angosto pasaje. Margo alzó la vista, sobresaltada, y trató de localizar el origen del ruido. Daba la impresión de que procedía de un recodo que aún no habían explorado.

Entonces las luces se apagaron.

—Si esperamos un momento —dijo Frock por fin—, el sistema de emergencia se conectará.

Sólo los débiles crujidos del edificio rompían el silencio. Transcurrieron varios minutos. Margo percibió un extraño olor: un olor impío, fétido, casi rancio. Recordó, con un sollozo de desesperación, que ya lo había olido una vez; en la exposición en tinieblas.

—¿Ha…? —susurró.

—Sí —siseó Frock—. Entre y cierre la puerta.

Margo tanteó el marco, casi sin aliento.

—¿Doctor Frock? —susurró. El hedor aumentaba de intensidad—. ¿Puede seguir el sonido de mi voz?

—No hay tiempo —murmuró el anciano—. Olvídese de mí y métase dentro.

—No —replicó Margo—. Acérquese a mí poco a poco.

Oyó que la silla rechinaba. El hedor era cada vez más fuerte; un olor a tierra y descomposición de un pantano, mezclado con el aroma dulzón de carne caliente. Margo oyó un resuello.

—Estoy aquí —musitó a su tutor—. Dése prisa, por favor.

La oscuridad resultaba opresiva. La joven se pegó a la pared y reprimió un frenético impulso de huir.

Las ruedas chirriaron en la oscuridad y la silla chocó contra la pierna de Margo, que empujó a Frock al interior. Cerró la puerta con fuerza, giró la llave y se dejó caer al suelo, mientras sollozos ahogados estremecían su cuerpo. El silencio reinaba en la estancia.

Se oyó un arañazo en la puerta, suave al principio, más fuerte después. Margo se acurrucó y apoyó el codo contra la silla de ruedas. Notó cómo el doctor Frock le cogía la mano con suavidad.

48

D'Agosta se incorporó entre los cristales rotos, aferró la radio y vio las espaldas de los invitados que huían. Los gritos y chillidos se perdieron en la lejanía.

—¿Teniente?

Uno de sus agentes, Bailey, salía de debajo de otra vitrina derribada. La sala se había convertido en un caos; objetos aplastados y diseminados por el suelo, cristales rotos por todas partes, zapatos, bolsos, prendas de ropa… Todo el mundo había abandonado la galería, excepto D'Agosta, Bailey y el hombre muerto. El teniente dirigió una fugaz mirada al cadáver decapitado, se fijó en las heridas de su pecho, la ropa apelmazada a causa de la sangre seca, los intestinos generosamente expuestos, como el relleno de un animal disecado. Había muerto hacía varios días, al parecer. Apartó la vista y volvió a mirarlo enseguida. El hombre llevaba uniforme de policía.

—¡Bailey! —exclamó—. ¿Quién es este hombre?

El agente se acercó, con la cara pálida.

—Es difícil decirlo, pero creo que Fred Beauregard tenía un anillo de la Academia grande como ése.

—No joda —susurró D'Agosta. Se aproximó más y se agachó para mirar el número de la placa. Bailey asintió.

—Es Beauregard.

—¡Hostia! —D'Agosta se incorporó—. ¿No tenía un permiso de cuarenta y ocho horas?

—Exacto. Su último turno fue el miércoles por la tarde.

—Entonces, ha estado aquí desde… —El teniente frunció el entrecejo—. Y ese hijoputa de Coffey se negó a rastrear las salas de la exposición. Voy a hacerle un culo nuevo.

—Está herido, teniente —observó Bailey.

—Ya me vendaré más tarde —replicó con brusquedad D'Agosta—. ¿Dónde está McNitt?

—No lo sé. La última vez que lo vi, estaba atrapado entre la multitud.

Ippolito surgió de una esquina alejada con la radio pegada a la boca. El respeto que D'Agosta sentía por el jefe de seguridad aumentó un punto. «Tal vez no sea muy listo, pero tiene un par de huevos cuando hace falta.»

Las luces perdieron intensidad.

—Ha cundido el pánico en el Planetario —dijo Ippolito por radio—. Dicen que la puerta de seguridad está bajando.

—¡Malditos idiotas! ¡Es la única salida! —D'Agosta levantó su radio—. Walden, ¿me recibe? ¿Qué ocurre?

—¡Señor, esto es el caos! McNitt acaba de salir de la exposición. Por poco no lo cuenta. Nos hemos desplazado a la entrada para intentar que la gente salga más despacio, pero es inútil. Hay muchas personas atrapadas, teniente.

Las luces parpadearon por segunda vez.

—Walden, ¿está descendiendo la puerta de emergencia que comunica con la Rotonda?

—Espere un momento. —La radio zumbó—. ¡Mierda, sí! ¡Está a mitad de camino y sigue bajando! La multitud se apiña como ganado; aplastará a una docena o…

De pronto la exposición se sumió en la oscuridad. El impacto de algo pesado al caer al suelo se impuso por un instante a los gritos y los chillidos.

D'Agosta sacó una linterna.

—Ippolito, se puede subir la puerta manualmente, ¿verdad?

—Sí. En cualquier caso, el sistema de emergencia debería conectarse dentro de un se…

—No podemos esperar, de modo que vamos hacia allí. Y ande con cuidado, por el amor de Dios.

Se encaminaron con cautela hacia la entrada de la exposición. Ippolito abría la marcha entre la confusión de cristales, madera rota y restos diversos. Fragmentos de objetos muy valiosos se esparcían por doquier. Los alaridos aumentaban de volumen a medida que se aproximaban al Planetario.

D'Agosta, que seguía a Ippolito, no veía nada en la inmensa negrura de la sala. Hasta las velas votivas habían caído. El jefe de segundad enfocó la entrada con su linterna. «¿Por que no avanza?», se preguntó D'Agosta, irritado. De pronto Ippolito retrocedió, presa de las náuseas. La linterna cayó al suelo y rodó hasta perderse en la oscuridad.

—¿Qué coño…? —exclamó el teniente, echando a correr con Bailey. Se detuvo en seco.

El caos se había adueñado de la enorme sala. D'Agosta la iluminó con la linterna y recordó el reportaje sobre un terremoto que había visto en el telediario de la noche. La plataforma aparecía destrozada, el atril astillado. Sobre el estrado de la orquesta descansaban sillas volcadas e instrumentos aplastados. Sobre el suelo yacían restos de comida, ropas y programas impresos, así como cañas de bambú derribadas y orquídeas pisoteadas.

D'Agosta desvió el haz hacia la entrada de la exposición. Las altas columnas de madera se habían derrumbado, y bajo ellas sobresalían brazos y piernas.

Bailey se acercó a toda prisa.

—Hay por lo menos ocho personas aplastadas, teniente. No creo que ninguna esté viva.

—¿Alguno de los nuestros? —preguntó D'Agosta.

—Temo que sí. Creo que McNitt y Walden, y uno de los de paisano. También hay un par de guardias uniformados, y tres civiles, me parece.

—¿Todos muertos?

—Eso parece. No puedo mover esas columnas.

—Mierda. —D'Agosta apartó la vista y se frotó la frente.

Un golpe fuerte resonó en la sala.

—Es la puerta de seguridad, que se ha cerrado —explicó Ippolito y se secó la boca. Se arrodilló junto a Bailey—. Oh, no. Martine… Joder, no puedo creerlo. —Se volvió hacia D'Agosta—. Martine custodiaba la escalera posterior. Debió venir para ayudar a controlar a la muchedumbre. Era uno de mis mejores hombres…

El teniente avanzó entre las columnas derribadas, esquivando mesas volcadas y sillas rotas. Su mano todavía sangraba. Cuerpos inertes yacían en el suelo, y no consiguió adivinar si estaban vivos o muertos. Oyó gritos procedentes del fondo de la sala y hacia allí dirigió la linterna. La puerta de emergencia se había cerrado por completo, y una masa de gente se apiñaba contra ella, golpeando el metal y chillando. Algunos se volvieron cuando D'Agosta los iluminó.

Corrió hacia el grupo, ignorando los graznidos de su radio.

—¡Procuren conservar la calma, y apártense! Soy el teniente D'Agosta, de la policía de Nueva York.

La muchedumbre se tranquilizó un poco, y D'Agosta llamó a Ippolito. Observó a los congregados y reconoció a Wright, el director, a Ian Cuthbert, responsable de aquella payasada, a una mujer llamada Rickman, que parecía muy importante; en fin, las primeras cuarenta personas que habían entrado en la exposición. Las primeras en entrar, las últimas en salir.

—¡Escuchen! —vociferó—. El jefe de seguridad levantará la puerta de emergencia. Hagan el favor de retroceder.

Los presentes obedecieron, y D'Agosta emitió un gruñido involuntario al ver varios miembros atrapados bajo la pesada plancha de metal. El suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre. Uno de los miembros se movía débilmente, y se oían leves chillidos al otro lado de la puerta.

—Santo Dios —susurró—. Ippolito, abra esa hija de puta.

—Ilumine aquí —pidió, señalando unos botones situados junto a la puerta. Se agachó y tecleó unas cifras.

Esperaron.

Ippolito se mostró perplejo.

—No lo entiendo…

Pulsó los números de nuevo, esta vez con mayor lentitud.

—No hay corriente eléctrica —dijo D'Agosta.

—No tendría que importar —replicó Ippolito, tecleando frenéticamente por tercera vez—. El sistema dispone de un grupo electrógeno.

La multitud comenzó a murmurar.

—¡Estamos atrapados! —exclamó un hombre.

D'Agosta enfocó a los congregados.

—Cálmense todos. El cadáver de la exposición lleva muerto dos días, como mínimo. ¿Lo entienden? Dos días. El asesino se marchó después de cometer el crimen.

—¿Cómo lo sabe? —espetó el mismo hombre.

—Cierre el pico y escuche —ordenó D'Agosta—. Los sacaremos de aquí. Si no podemos abrir la puerta, lo harán desde fuera. Tal vez tardemos unos minutos. Entretanto, manténgase apartados de la puerta, permanezcan juntos, busquen sillas que no se hayan roto y siéntense. ¿De acuerdo? No pueden hacer nada.

Wright se adelantó y dijo:

—Escuche, agente; hemos de salir de aquí. ¡Ippolito, por el amor de Dios, abra esa puerta!

—¡Un momento! —bramó D'Agosta—. Doctor Wright, haga el favor de unirse al grupo. —Observó los rostros que lo miraban con expresión de terror—. ¿Hay algún médico entre ustedes? —Silencio—. ¿Enfermeras? ¿ATS?

  —Yo sé algo de primeros auxilios —respondió alguien.

—Estupendo. Señor…

—Arthur Pound.

—Pound, consiga un par de voluntarios para que le ayuden. Hay varias personas atrapadas. Necesito saber el número y su estado. Hay un agente apostado en la entrada de la exposición, Bailey, que podrá echarle una mano. Tiene una linterna. También necesitamos un voluntario que se ocupe de reunir velas.

Un joven flaco, vestido con un esmoquin arrugado, surgió de la oscuridad. Terminó de masticar y tragó.

—Yo colaboraré en eso —se ofreció.

—¿Nombre?

—Smithback.

—De acuerdo, Smithback. ¿Tiene cerillas?

—Sí.

El alcalde se adelantó. Tenía la cara manchada de sangre, y un ojo ligeramente amoratado.

—Yo también ayudaré.

D'Agosta lo miró asombrado.

—¡Alcalde Harper! Tal vez pueda encargarse del personal. Tranquilícelos.

—Por supuesto, teniente.

La radio de éste chirrió de nuevo.

—D'Agosta, soy Coffey. D'Agosta, ¿me recibe? ¿Qué coño ocurre ahí?

El policía habló con rapidez:

—Hay al menos ocho muertos, tal vez más, y un número indeterminado de heridos. Supongo que se habrá enterado de que se ha quedado gente atrapada bajo la jodida puerta. Ippolito no puede abrirla. Aquí somos treinta o cuarenta, incluyendo a Wright y al alcalde.

—¡El alcalde! ¡Mierda! Escuche, D'Agosta, el sistema electrónico ha fallado en su totalidad, y el manual de este lado tampoco funciona. Conseguiré un equipo con acetileno para que corte la plancha. Seguramente tardará un rato; esa puerta está construida como la cámara acorazada de un banco. ¿El alcalde se encuentra bien?

—Sí. ¿Dónde está Pendergast?

—No tengo ni idea.

—¿Quién más ha quedado atrapado en el interior del perímetro?

—Aún no lo sé —admitió Coffey—. Los informes empiezan a llegar. Había algunos hombres en la sala de ordenadores, y García y otros más se hallaban en el mando de seguridad. Quizá haya más en otras plantas. Aquí hay varios agentes de paisano y guardias. La multitud los arrolló, y algunos resultaron malheridos. ¿Qué coño ha sucedido en la exposición, D'Agosta?

—Descubrieron el cadáver de uno de mis hombres tendido en lo alto de una vitrina; destripado, como los demás. —Hizo una pausa y agregó con amargura—: Si me hubiera permitido efectuar el rastreo que le pedí, nada de esto habría ocurrido.

La radio chirrió otra vez y enmudeció.

—¡Pound! —llamó D'Agosta—. ¿Cuántas bajas hay?

—Hemos encontrado un hombre vivo; por poco no lo cuenta —contestó Pound, agachado junto a una forma inerte—. Los demás murieron aplastados; tal vez un par a causa de un infarto.

—Atienda al superviviente —indicó D'Agosta.

La radio zumbó.

—¿Teniente D'Agosta? —dijo una voz ronca—. Soy García, desde el mando de seguridad, señor. Tenemos…

Un pitido se impuso sobre la voz.

—¿García? ¡García! ¿Qué pasa? —exclamó el teniente D'Agosta.

—Lo siento, señor, las pilas de este transmisor están agotándose. Pendergast se ha puesto en contacto con nosotros. Se lo paso.

El teniente oyó la voz que tan bien conocía.

—Vincent.

—¡Pendergast! ¿Dónde está?

—En el sótano, sección 29. Tengo entendido que el museo se ha quedado sin corriente eléctrica y que estamos atrapados en el módulo dos. Me temo que debo comunicarle más malas noticias. ¿Puede trasladarse a un rincón donde podamos hablar en privado?

D'Agosta se alejó de la multitud.

—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.

—Escuche con atención, Vincent. He visto aquí abajo algo que no he logrado identificar. Se trata de una criatura grande, y creo que no es humana.

—No me tome el pelo, Pendergast. Ahora no.

—Hablo muy en serio, Vincent. Ésta no es la mala noticia. La mala noticia es que tal vez se desplaza hacia ustedes.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué clase de animal es?

—Lo reconocerá cuando esté cerca. Despide un olor inconfundible. ¿Con qué armas cuenta?

—Veamos… Tres fusiles del calibre doce, un par de revólveres reglamentarios, dos pistolas de tiro, y quizá algo más.

—Olvide las pistolas. Atienda, hemos de hablar deprisa. Evacue a todo el mundo. Ese ser pasó junto a mí antes de que se fuera la luz. Lo vi por la ventanilla de un cuarto de almacenamiento, y parecía muy grande. Camina a cuatro patas. Le disparé dos veces, y después desapareció por una escalera que hay al final de este pasillo. He consultado unos planos antiguos que he traído. ¿Sabe dónde desemboca esa escalera?

—No —contestó D'Agosta.

—Sólo conduce a pisos alternos. También baja al subsótano, pero no podemos suponer que esa cosa se dirija ahí. Hay una salida en la cuarta planta, y otra detrás del Planetario, en la zona de servicio situada tras el estrado.

—Pendergast, no me lo ponga más difícil aún. ¿Qué coño quiere que hagamos?

—Coloque a sus hombres, armados con fusiles, ante esa puerta. Si la bestia aparece, disparen. Puede que ya haya salido, no lo sé. Vincent, le acerté en la cabeza con una bala del 45 de forro metálico, y ésta rebotó.

De haberse tratado de cualquier otra persona, D'Agosta habría sospechado que se burlaba de él o había enloquecido.

—De acuerdo, ¿cuándo ocurrió eso?

—Lo vi hace pocos minutos, inmediatamente antes de que se fuera la luz. Le disparé, pero fallé. Bajé para efectuar un reconocimiento hace un momento. El pasillo no tiene salida, y la bestia ha desaparecido. La única salida es la escalera que conduce a dónde se hallan ustedes. Quizá se haya escondido en la escalera, o tal vez, si tienen suerte, haya subido a otro piso. Sólo sé que no ha vuelto por aquí.

D'Agosta tragó saliva.

—Si puede bajar al sótano, reúnase conmigo. Estos planos parecen mostrar la salida. Volveremos a hablar cuando se encuentre en un sitio más seguro. ¿Comprendido?

—Sí.

—Otra cosa, Vincent.

—¿Qué?

—Este monstruo sabe abrir y cerrar puertas.

D'Agosta guardó la radio, se humedeció los labios y observó al grupo de personas. La mayoría, sentada en el suelo, parecía aturdida, mientras el resto intentaba encender las velas que el larguirucho había reunido.

D'Agosta habló a los congregados con la mayor suavidad posible:

—Acérquense aquí y apóyense contra la pared. Apaguen las velas.

¿Qué pasa? —exclamó alguien. El teniente reconoció la voz de Wright.

—Silencio. Obedezcan. Usted, Smithback, deje eso y venga aquí.

La radio zumbó mientras D'Agosta paseaba el foco de la linterna por el recinto. La negrura que reinaba en los rincones más alejados parecía devorar la luz. En el centro de la sala unas velas encendidas rodeaban una forma inerte. Pound y otra persona estaban inclinados sobre ella.

—¡Pound! —llamó—. Ustedes dos, vengan aquí.

—Pero aún está vivo…

—¡Vengan ahora mismo! —Se volvió hacia la multitud apiñada—. No quiero que nadie se mueva o haga el menor ruido. Bailey e Ippolito, cojan los fusiles y síganme.

—¿Han oído eso? ¿Para qué necesitan las armas? —vociferó Wright.

D'Agosta reconoció la voz de Coffey en su radio y la apagó con un movimiento brusco. Los tres hombres avanzaban con cautela hacia el centro de la sala, mientras los haces de las linternas taladraban la oscuridad que se extendía ante ellos. D'Agosta enfocó la pared, localizó la zona de servicio, el contorno borroso de la puerta de la escalera. Estaba cerrada. Creyó captar un olor extraño en el aire, un peculiar olor a podrido que no consiguió identificar. En cualquier caso, la sala hedía; la mitad de los malditos invitados debía de haber perdido el control de sus esfínteres cuando las luces se apagaron.

Guió a sus compañeros hacia la zona de servicio y se detuvo.

—Según Pendergast, tal vez hay un ser, un animal, en esa escalera —susurró.

—Según Pendergast —masculló con sarcasmo Ippolito.

—Déjese de chorradas, Ippolito, y escuche. No podemos quedarnos de brazos cruzados. Entraremos ahí, ¿entendido? Lo haremos según las normas; seguros fuera, balas en las cámaras. Bailey, usted abrirá la puerta, y nos iluminará. Ippolito, usted cubrirá el tramo de escalera que sube; yo me encargaré del que baja. Si ve una persona, exija la identificación y dispare si no la obtiene. Si ve otra cosa, dispare al instante. Actuaremos cuando yo haga una señal.

D'Agosta apagó su linterna, la deslizó en un bolsillo y aferró con fuerza el fusil. A continuación indicó con un cabeceo a Bailey que dirigiera el haz de luz a la puerta. Cerró los ojos y musitó una breve oración en la oscuridad. Por último, dio la señal.

Ippolito se colocó a un lado de la puerta cuando Bailey la abrió. D'Agosta y el jefe de seguridad se precipitaron al instante, seguidos de Bailey, que trazó un veloz semicírculo con el foco de la linterna.

Un horrible hedor les aguardaba en la escalera. D'Agosta descendió unos cuantos escalones en las tinieblas, sintió un súbito movimiento arriba y oyó un gruñido siniestro que lo paralizó, seguido de un golpe sordo, como si alguien estampaba una toalla empapada contra la pared. Entonces cosas mojadas mancharon la pared, y algunas gotas cayeron sobre su cara. Se dio la vuelta y disparó contra algo grande y oscuro. La luz giró locamente.

—¡Mierda! —oyó que mascullaba Bailey.

—¡Bailey, no permita que entre en la sala!

D'Agosta disparó una y otra vez en la oscuridad, hacia arriba y abajo, hasta que la recámara se vació. El olor acre de la pólvora se mezcló con el hedor nauseabundo, mientras resonaban chillidos en el Planetario.

Temblando, el teniente subió hasta un rellano, casi tropezó con algo y entró en la sala.

—Bailey, ¿dónde está eso? —exclamó, mientras cargaba el fusil.

—¡No lo sé! —respondió Bailey—. ¡No veo nada!

—¿Bajó o entró?

«Dos balas en el fusil. Tres…»

—¡No lo sé, no lo sé!

D'Agosta sacó su linterna y enfocó a Bailey. El agente estaba cubierto de coágulos de sangre. Tenía trocitos de carne adheridos al pelo y las cejas. El hombre se frotaba los ojos. Un olor fétido impregnaba el aire.

—Estoy bien —dijo Bailey—; me parece. Es que, con toda esta mierda en la cara, no puedo ver.

Con el fusil apretado contra el muslo, D'Agosta paseó la luz por la sala describiendo un veloz arco. El grupo, acurrucado contra la pared, parpadeó aterrorizado. Dirigió el haz hacia la escalera y vio a Ippolito, o lo que quedaba de él, tendido en el rellano. Sangre oscura manaba sin cesar de sus intestinos expuestos.

La cosa había estado esperando a pocos pasos del rellano. «Pero ¿dónde coño está ahora?», se preguntó. Trazó desesperados círculos con la linterna. Había desaparecido. La tranquilidad reinaba en el recinto.

No; algo se movía en el centro de la sala. A pesar de la distancia y la débil luz, el teniente distinguió una forma grande y oscura inclinada sobre el hombre que yacía en la pista de baile. Los movimientos de la criatura eran bruscos, extraños. D'Agosta oyó al herido gemir una vez; después un tenue crujido y silencio. El policía se colocó la linterna bajo la axila, levantó el fusil, apuntó y apretó el gatillo.

Se produjo un destello acompañado de un rugido. Brotaron chillidos del grupo apiñado. Tras dos disparos más, la recámara se vació de nuevo.

El teniente buscó más cartuchos y, al no encontrarlos, arrojó el fusil y sacó la pistola reglamentaria.

—¡Bailey! —exclamó—. Reúna a todo el mundo y prepárese para salir.

Paseó el haz de la linterna por el suelo de la sala; la forma se había esfumado. Avanzó con cautela hacia el cuerpo. A tres metros de distancia, vio lo que habría preferido no ver; el cráneo partido y el cerebro esparcido por el piso. Una senda de sangre conducía a la exposición. La cosa se había dirigido allí al oír el disparo, y no permanecería mucho rato.

D'Agosta dio un brinco, rodeó a toda prisa las columnas derribadas y movió una de las pesadas puertas de madera hasta que consiguió cerrarla. Al oír unas pisadas veloces y potentes en el recinto de la exposición, se apresuró a cerrar la otra. Oyó que el pestillo caía. En ese instante las puertas se estremecieron cuando algo pesado las golpeó.

—¡Bailey! ¡Que todo el mundo baje por la escalera!

La violencia de los embates aumentó, y D'Agosta retrocedió instintivamente al observar que la madera comenzaba a astillarse. Cuando apuntó la pistola hacia la puerta, oyó gritos y chillidos a su espalda. Habían visto a Ippolito. Escuchó que Bailey discutía con Wright. Tras una fuerte acometida, una enorme grieta se abrió en la base de la puerta.

D'Agosta corrió hacia el otro extremo de la sala.

—¡Bajen por la escalera, ahora mismo! ¡Y no miren atrás!

—¡No! —replicó Wright, que bloqueaba la escalera—. ¡Mire a Ippolito! ¡No pienso bajar!

—¡Hay una salida! —exclamó D'Agosta.

—No, no la hay; en cambio por la exposición…

—¡Hay algo en la exposición! —bramó el teniente—. ¡Muévanse!

Bailey apartó a Wright de un empellón y empezó a empujar a través de la puerta a la gente, que gritaba y tropezaba con el cadáver de Ippolito. «Al menos, el alcalde aparenta serenidad —pensó D'Agosta—. Debió de presenciar cosas aún peores en su última conferencia de prensa.»

—¡No pienso bajar! —insistió el director—. Cuthbert, Lavinia, escuchadme. Ese sótano es una trampa mortal; lo sé. Subiremos, nos esconderemos en el cuarto piso y regresaremos cuando el monstruo se haya marchado.

Los demás descendían ya por la escalera. D'Agosta oyó cómo la madera se astillaba. Se detuvo un momento y observó a las tres personas que vacilaban en el rellano.

—Es su última oportunidad de acompañarnos —dijo.

—Iremos con el doctor Wright —anunció la directora de relaciones públicas. A la luz de la linterna, su rostro demacrado y aterrado parecía una aparición.

El teniente se volvió sin decir palabra y siguió al grupo que descendía, oyendo cómo la voz desesperada de Wright suplicaba que subieran.

49

Bajo la alta arcada de la entrada oeste del museo, Coffey contemplaba cómo la lluvia azotaba las trabajadas puertas de cristal y bronce. Vociferaba con la radio pegada a la boca, pero D'Agosta no contestaba. ¿Y qué era aquella mierda que Pendergast había propagado respecto a un monstruo? Supuso que el tipo ya estaba acojonado de entrada, y que el apagón le había puesto fuera de sí. Como de costumbre, todo el mundo la cagaba, y él, una vez más, tenía que limpiar la mierda.

En el exterior dos furgones de la policía frenaron ante el edificio, y agentes con material antidisturbios se apearon para cortar enseguida Riverside Drive. Oyó el aullido de las ambulancias que intentaban con desesperación abrirse paso entre la masa compacta de coches de radio, camiones de bomberos y furgonetas de prensa. Se habían formado corrillos de personas que lloraban o hablaban, bajo la lluvia o refugiados bajo la gran marquesina del museo. Miembros de la prensa conseguían saltarse el cordón y plantaban micrófonos y cámaras ante la cara de la gente hasta que la policía los empujaba hacia atrás.

Coffey corrió bajo la lluvia hacia la silueta plateada de la unidad de mando móvil. Abrió la puerta posterior de un tirón y saltó dentro.

En el interior, gélido y oscuro, varios agentes se encargaban de controlar las terminales. El resplandor de las pantallas teñía sus rostros de verde. Coffey se apoderó de unos auriculares y se sentó.

—¡Reagrúpense! —exclamó en el canal de mando—. ¡Todo el personal del FBI a la unidad de mando móvil! —Cambió de canal—. Mando de seguridad. Quiero un informe de la situación actual.

Se oyó la voz de García, cansada y tensa.

—Fallo total del sistema todavía, señor. El sistema de emergencia no se ha conectado, y nadie sabe por qué. Sólo contamos con las linternas y las pilas de este transmisor móvil.

—¿Y qué? Que lo conecten manualmente.

—Todo está regido por el ordenador, señor. Por lo visto, no hay conexión manual.

—¿Y las puertas de seguridad?

—Señor, todo el sistema empezó a fallar cuando se produjeron aquellas bajadas de tensión. Creen que es un problema de hardware. Todas las puertas de seguridad bajaron.

—¿Qué quiere decir? ¿Todas?

—Las puertas de seguridad de los cinco módulos se cerraron; no sólo ha pasado en el módulo dos. El museo está cerrado a cal y canto.

—García, ¿quién sabe más sobre este sistema de seguridad?

—Yo diría que Allen.

—Pásemelo.

Siguió una breve pausa.

—Al habla Tom Allen.

—Allen, ¿qué ocurre con los mandos manuales? ¿Por qué no funcionan?

—El mismo problema de hardware. El sistema de seguridad fue instalado por otra empresa; un distribuidor japonés. Estamos intentando localizar por teléfono a algún representante, pero resulta difícil porque el sistema telefónico es digital y se averió cuando el ordenador falló. Estamos derivando todas las llamadas por el transmisor de García. Ni siquiera las líneas T I funcionan. Se ha producido una reacción en cadena desde que volaron a tiros el tablero de distribución.

—¿Quién? No sabía que…

—Un policía. ¿Cómo se llama? ¿Waters? Estaba de servicio en la sala de ordenadores, creyó ver algo, disparó un par de veces el fusil y se cargó el tablero de distribución principal.

—Escuche, Allen, quiero enviar un equipo para evacuar a las personas atrapadas en el Planetario. El alcalde está allí dentro, por los clavos de Cristo. ¿Cómo podemos entrar? ¿Podríamos cortar la puerta este para entrar en la sala?

—Esas puertas fueron diseñadas para retrasar el corte. Podría realizarse, pero tardaría siglos.

—¿Y por el subsótano? Me han comentado que es como un laberinto de catacumbas.

—Es posible que se pueda acceder desde ahí, pero no existen planos completos de la zona.

—Pues las paredes. ¿Podríamos abrir un agujero en las paredes?

—Los muros inferiores que soportan el peso son muy gruesos, hasta noventa centímetros en algunas partes, y todas las paredes de albañilería más antiguas han sido reforzadas. El módulo dos sólo tiene ventanas en las plantas tercera y cuarta, y están protegidas con barras de hierro. De todos modos, la mayoría son demasiado pequeñas para pasar por ellas.

—Mierda. ¿Y el tejado?

—Todos los módulos están cerrados, y costaría mucho…

—Maldita sea, Allen, le pregunto cuál es la mejor forma de meter dentro a algunos hombres.

Se hizo el silencio.

—La mejor forma de entrar sería por el tejado —dijo por fin la voz—. Las puertas de seguridad de los pisos superiores no son tan gruesas. El módulo tres se extiende sobre el Planetario, por la quinta planta. Sin embargo, no es posible penetrar por allí, pues el tejado está blindado a causa de los laboratorios de radiografía. En cambio sí se podría entrar por el tejado del módulo cuatro. Podría colocarse una carga explosiva en una de las puertas de seguridad situadas en los pasillos más estrechos, y acceder así al módulo tres. Una vez ahí, podría pasarse por el techo del Planetario, donde hay una portilla para poder limpiar y cuidar la araña. Sin embargo, hay dieciocho metros hasta el suelo.

—Volveré a llamarle. —Coffey pulsó un botón de la radio y vociferó—: ¡Ippolito! Ippolito, ¿me recibe? ¿Qué coño está pasando en esa sala? —Cambió a la frecuencia de D'Agosta—. ¡D'Agosta! Soy Coffey. ¿Me recibe? —Recorrió frenéticamente las frecuencias—. ¡Waters!

—Aquí Waters, señor.

—¿Qué ha ocurrido, Waters?

—Oí un ruido en el cuarto de la instalación eléctrica y disparé como disponen las ordenanzas…

—¿Ordenanzas? ¡Idiota de mierda! ¡No hay ninguna ordenanza que disponga disparar contra un ruido!

—Lo siento, señor. Oí un ruido fuerte y gritos y carreras en la exposición. Creí que…

—Está acabado, Waters. Pediré que asen su culo y me lo sirvan en una bandeja. No lo olvide.

—Sí, señor.

Se oyeron, procedentes del exterior, una tos, un chisporroteo y un rugido cuando un generador portátil fue conectado. La puerta trasera de la unidad de mando móvil se abrió y entraron varios agentes con los trajes empapados.

—Los demás ya vienen, señor —anunció uno.

—Muy bien. Dígales que nos reuniremos aquí dentro de cinco minutos para intentar solucionar el problema.

Salió a la lluvia. Trabajadores de los servicios de emergencia transportaban pesadas maquinarias y tanques de acetileno amarillos por la escalinata del museo.

Coffey corrió bajo la lluvia y subió por la escalera de la Rotonda. Los médicos se apiñaban ante la puerta metálica de emergencia que bloqueaba la entrada este al Planetario. Coffey oyó el zumbido de una sierra que cortaba huesos.

—Dígame qué hay —pidió Coffey al jefe del equipo médico.

Sobre la mascarilla manchada de sangre, los ojos del doctor reflejaban cansancio.

—Aún no sabemos el número total de heridos: hay varios en estado crítico. Estamos efectuando algunas amputaciones. Creo que algunos más se salvarían si se pudiera levantar esa puerta antes de media hora.

Coffey negó con la cabeza.

—Dudo de que sea posible. Tendremos que cortarla.

Se acercó un trabajador de emergencias.

—Disponemos de algunas mantas térmicas con que podríamos cubrir a esa gente mientras trabajamos.

El agente retrocedió y levantó la radio!

—¡D'Agosta! ¡Ippolito! ¡Contesten!

Silencio. Tras un tenue siseo, se oyó una voz tensa:

—Aquí D'Agosta. Escuche, Coffey…

—¿Dónde estaba? Le dije…

—Cierre el pico y escuche, Coffey. Estaba usted haciendo demasiado ruido; tuve que silenciarle. Nos hallamos en el subsótano, no sé muy bien dónde. Una bestia merodea por el módulo dos. No bromeo, Coffey; es un jodido monstruo. Mató a Ippolito y se metió en la sala. Tuvimos que salir.

—¿Un qué? Está perdiendo la chaveta, D'Agosta. Cálmese, ¿me oye? Enviaremos hombres para que entren por el techo…

—¿Sí? Bien, será mejor que vayan bien preparados, si piensan hacer frente a esa cosa.

—D'Agosta, yo me ocuparé de ello. ¿Qué me decía de Ippolito?

—Está muerto; destripado, como los demás fiambres.

—Y lo hizo un monstruo. Oh, sí, claro. ¿Hay otro agente de policía con usted, D'Agosta?

—Sí, Bailey.

—Le relevo de su cargo. Páseme a Bailey.

—Que le folle un pez. Aquí está Bailey.

—Sargento —ladró Coffey—, usted está al mando ahora. ¿Cuál es la situación?

—Señor Coffey, el teniente tiene razón. Tuvimos que abandonar el Planetario. Bajamos por la escalera trasera situada cerca de la zona de servicio. Somos unos treinta, incluido el alcalde. Hay algo ahí dentro.

—No me toque las pelotas, Bailey. ¿Lo ha visto?

—No estoy seguro de lo que vi, señor. D'Agosta sí lo vio. No imagina lo que hizo con Ippolito…

—Escuche, Bailey. Tranquilícese y tome el mando, ¿de acuerdo?

—No, señor. En lo que a mí concierne, el teniente continúa al mando.

—¡Acabo de dárselo a usted! —Coffey resopló y levantó la vista, enfurecido—. El hijoputa ha cortado.

Greg Kawakita se erguía bajo la lluvia, inmóvil, entre una tormenta de chillidos, sollozos y blasfemias. Permanecía ajeno al agua que le empapaba el cabello, los vehículos de emergencias que circulaban, las sirenas que aullaban o los invitados aterrados que lo empujaban cuando pasaban a su lado. Una y otra vez repetía en su mente lo que Margo y Frock le habían explicado. Avanzó en dirección al museo, luego dio media vuelta lentamente, se ciñó el calado esmoquin y caminó con aire reflexivo en la oscuridad.

50

Margo se sobresaltó cuando un segundo disparo resonó en el pasillo.

—¿Qué ocurre? —exclamó. Notó que Frock le apretaba la mano con más fuerza.

Oyeron que alguien corría fuera. A continuación el resplandor amarillento de una linterna se coló por debajo de la puerta.

—El olor empieza a desvanecerse —susurró—. ¿Cree que se ha ido?

—Margo —murmuró Frock—, me ha salvado usted. Arriesgó su vida para salvar la mía.

Alguien llamó con suavidad a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó el doctor con firmeza.

—Pendergast —respondió una voz.

Margo se apresuró a abrir la puerta. El agente del FBI apareció ante ella, con un revólver en una mano y planos arrugados en la otra. El traje negro bien cortado contrastaba con su cara sucia. Cerró la puerta tras de sí.

—Me alegro de encontrarles sanos y salvos —dijo. Enfocó a Margo, después a Frock.

—No tanto como nosotros —exclamó el profesor—. Bajamos para buscarlo. ¿Fue usted quien disparó?

—Sí. Supongo que fue usted quien me llamó a voces,

—¡Me oyó! —dijo Frock—. Por eso supo dónde localizarnos.

Pendergast negó con la cabeza.

—No. —Tendió la linterna a Margo, para desdoblar los planos, que la joven observó estaban cubiertos de anotaciones escritas a mano—. La Sociedad Histórica de Nueva York se disgustará cuando vea las libertades que me he tomado con su propiedad —comentó con sequedad el agente.

—Pendergast —susurró Frock—, Margo y yo hemos descubierto qué es ese asesino. Ha de escucharnos. No se trata de un ser humano o un animal conocido. Deje que se lo expliquemos.

El sureño levantó la vista.

—No necesito que me convenza, doctor Frock.

Éste parpadeó.

—¿No? Entonces ¿nos ayudará a suspender la inauguración, a evacuar a los asistentes?

—Demasiado tarde —admitió Pendergast—. He hablado por la radio de la policía con el teniente D'Agosta y otros. El fallo eléctrico no sólo afecta al sótano, sino a todo el museo. El sistema de seguridad no ha funcionado, y todas las puertas de emergencia han bajado.

—Significa eso…—empezó Margo.

—Significa que el edificio ha quedado dividido en cinco secciones aisladas. Nos hallamos en el módulo dos, al igual que la gente atrapada en el Planetario. Y el monstruo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Frock.

—Cundió el pánico aun antes de que se produjera el corte eléctrico y las puertas descendieran. Descubrieron en el interior de la exposición el cadáver de un agente de policía. La mayoría de los invitados lograron salir, pero treinta o cuarenta permanecen encerrados en el Planetario. —Sonrió con ironía—. Visité la exposición hace unas horas. Quería echar un vistazo a esa estatuilla de Mbwun de que me habló. Si hubiera entrado por la parte posterior en lugar de por la puerta delantera, tal vez habría encontrado el cadáver e impedido todo esto. En cualquier caso, tuve la oportunidad de ver la estatuilla, doctor Frock. Se trata de una excelente representación. Se lo dice alguien que entiende.

Frock lo miró boquiabierto.

—¿Lo ha visto? —susurró.

—Sí. Disparé contra él. Me hallaba en una esquina cercana a este cuarto cuando oí que me llamaba. En ese instante percibí un olor repugnante. Me escondí en un cubículo y lo vi pasar a través de una ventanilla. Salí y disparé, pero la bala rebotó en la cabeza del monstruo. De pronto las luces se apagaron. Lo seguí y observé que forcejeaba con esta puerta, resollando. —El agente abrió el cilindro del revólver y sustituyó los dos cartuchos empleados—. Por eso supe que se habían refugiado aquí.

—Dios mío —musitó Margo.

Pendergast enfundó el arma.

—Le disparé por segunda vez, pero apunté mal y erré el tiro. Vine hacia aquí en su búsqueda, pero la cosa había desaparecido. Sin duda huyó por la escalera situada al final del pasillo. No existe otra salida.

—Señor Pendergast, dígame una cosa; ¿qué aspecto tenía? —preguntó Frock.

—Sólo lo vi un momento. Era bajo, de constitución fuerte. Caminaba a cuatro patas, pero podía enderezarse. Estaba cubierto en parte de pelo. —Se humedeció los labios y asintió—. A pesar de que la oscuridad me impidió observarlo, diría que el escultor de la estatuilla sabía lo que hacía.

A la luz de la linterna, Margo apreció una extraña mezcla de miedo, júbilo y triunfo en el rostro de su tutor. Súbitamente, una serie de explosiones apagadas resonó sobre sus cabezas. Tras un breve silencio, otra ráfaga de disparos, más cercanos y ruidosos, atronó. Pendergast miró hacia arriba y aguzó el oído.

—¡D'Agosta! —dijo. Desenfundó el revólver, dejó caer los planos y salió al pasillo.

Margo corrió tras él e iluminó el corredor. Pendergast forcejeaba con la puerta de la escalera. Se arrodilló para examinar la cerradura, se levantó y propinó varias patadas a la puerta.

—Está cerrada —anunció cuando regresó—. Creo que esos disparos procedían de la escalera. Algunas balas han doblado el marco de la puerta y estropeado la cerradura. —Enfundó el arma y sacó la radio—. ¡Teniente D'Agosta! Vincent, ¿me oye?

Esperó un momento. Después sacudió la cabeza y guardó la radio en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Estamos atrapados aquí? —preguntó Margo.

Pendergast negó con la cabeza.

—Creo que no. He pasado la tarde en estas bóvedas y túneles, intentando averiguar cómo había eludido la bestia nuestros rastreos. Estos planos, trazados en el siglo pasado, son complicados y contradictorios, pero parece que indican una ruta de salida del edificio a través del subsótano. Con todo sellado, no nos queda otro camino. Hay varias formas de acceder al subsótano desde esta parte del museo.

—¡Eso significa que podemos reunirnos con la gente que permanece arriba y escapar juntos! —dijo Margo.

—Y también significa que la bestia puede volver al subsótano —replicó el agente con semblante sombrío—. Me temo que, si bien esas puertas de emergencia pueden impedir nuestro rescate, no estorbarán demasiado los movimientos del monstruo. Creo que lleva aquí el tiempo suficiente para haber descubierto los caminos secretos y que puede desplazarse por todo el museo, al menos por los niveles inferiores, sin la menor dificultad.

Margo asintió.

—Suponemos que vive en el museo desde hace años. Y creemos haber averiguado cómo y porqué vino aquí.

Pendergast escrutó el rostro de Margo.

—Necesito que usted y el doctor Frock me cuenten cuanto hayan descubierto acerca de esta criatura, y lo antes posible.

Cuando se volvían para entrar en el cuarto, la joven oyó un tamborileo lejano, como un trueno sordo. Quedó petrificada y escuchó con atención. Quizá se tratase de una voz, aunque no estaba segura de si lloraba o gritaba.

—¿Qué ha sido eso? —susurró.

—Eso —respondió Pendergast en voz baja— es el ruido de la gente de la escalera, que corre para salvar la vida.

51

A la débil luz que se filtraba por la ventana enrejada del laboratorio, Wright apenas podía vislumbrar el antiguo archivador. Por fortuna el laboratorio se encontraba dentro del perímetro del módulo dos, pensó. No por primera vez, se alegró de haber conservado su antiguo laboratorio cuando fue ascendido a director. Les proporcionaría un refugio temporal, un pequeño respiro. El módulo dos había quedado completamente aislado del resto del museo, y ellos se habían convertido en sus prisioneros. Todas las barreras de emergencia, las contraventanas y las puertas de seguridad habían descendido durante la avería eléctrica; al menos eso había afirmado aquel incompetente agente de policía, D'Agosta.

—Alguien pagará muy caro por esto —murmuró Wright.

Todos guardaron silencio. En aquellos momentos, cuando ya habían dejado de huir, comenzaban a comprender la magnitud del desastre.

El director avanzó con cautela, abrió varios cajones del archivador y hurgó entre las carpetas hasta encontrar lo que buscaba.

—Ruger 38 Magnum —dijo, alzándola entre las manos—. Una gran pistola. Puede detener cualquier cosa.

—No estoy seguro de que consiga detener a lo que mató a Ippolito —repuso Cuthbert, de pie junto a la puerta del laboratorio; una figura inmóvil enmarcada en negro.

—No te preocupes, Ian. Una sola de estas balas es capaz de perforar a un elefante. La compré después de que el viejo Shorter fuera asaltado por un vagabundo. En cualquier caso, el monstruo no subirá aquí. Y si lo hace, no podrá derribar esa puerta. Es de roble macizo, de cinco centímetros de espesor.

—¿Qué me dices de ésa?

Cuthbert señaló hacia la parte posterior del despacho.

—Ésa comunica con la Sala de los Dinosaurios Cretácicos. También es de roble macizo. —Encajó la Ruger en el cinturón—. Y esos idiotas se han metido en el sótano como lemmings. Tendrían que haberme hecho caso. —Revolvió de nuevo en un cajón y extrajo una linterna—. Excelente. Hace años que no la utilizo.

La encendió, y surgió un tenue rayo que osciló debido al temblor de su mano.

—Yo diría que le queda poca vida a esa linterna —murmuró Cuthbert.

El director la apagó.

—Sólo la utilizaremos en caso de emergencia.

—¡Por favor! —intervino de repente Rickman—. Déjala encendida, por favor, sólo un momento. —Sentada sobre un taburete en el centro de la habitación, unía y separaba las manos frenéticamente—. ¿Qué vamos a hacer, Winston? Hemos de trazar un plan.

—Lo primero es lo primero —dijo Wright—. Necesito una copa; ése es el plan A. Tengo los nervios a flor de piel.

Se dirigió al fondo del laboratorio y enfocó un viejo archivador del que sacó una botella. Se oyó un tintineo.

—¿Ian? —preguntó Wright.

—No, gracias —contestó Cuthbert.

—¿Lavinia?

—No, no; no puedo.

Wright regresó junto a ellos y se sentó ante una mesa de trabajo. Se sirvió un vaso y lo vació en tres tragos. Volvió a llenarlo. El aroma cálido del whisky de malta inundó la habitación.

—Tómatelo con calma, Winston —advirtió Cuthbert.

—No podemos quedarnos aquí, a oscuras —protestó Rickman, nerviosa—. Debe de haber una salida en esta planta.

—Ya te he dicho que todo está sellado —replicó Wright.

—¿Y la Sala de los Dinosaurios? —preguntó la mujer, señalando la puerta posterior.

—Lavinia —dijo Wright—, la Sala de los Dinosaurios sólo dispone de una entrada pública, que está sellada por una puerta de seguridad. Estamos completamente atrapados. De todas formas, no debes preocuparte, porque lo que mató a Ippolito y los demás no nos seguirá. Acechará a la presa fácil, el grupo que vaga por el sótano. —Tomó un trago y depositó el vaso sobre la mesa—. Propongo que esperemos aquí otra media hora y después bajemos a la exposición. Si el fluido eléctrico no se ha restablecido y las puertas continúan cerradas, existe otra salida. A través de la exposición.

—Al parecer conoces toda clase de escondites —comentó Cuthbert.

—Éste era mi laboratorio. De vez en cuando me gusta bajar aquí para huir de los quebraderos de cabeza administrativos y estar cerca de mis dinosaurios. —Lanzó una risita y bebió.

—Entiendo —dijo Cuthbert con acritud.

—Parte de la exposición «Supersticiones» se alza sobre lo que era el antiguo Nicho de los Trilobites. Le dediqué un montón de horas hace muchos años. Sea como sea, detrás de un expositor de trilobites se ocultaba un pasadizo que comunicaba con el corredor Broadway. La puerta fue entablada hace años para colocar una vitrina. Estoy seguro de que cuando montaban «Supersticiones», clavaron encima un panel de madera terciada y lo pintaron. Podríamos derribarlo a patadas, hacer saltar la cerradura de un disparo en caso necesario.

—Eso parece factible —observó Rickman, más animada.

—No recuerdo haber oído mencionar una puerta semejante en la exposición —repuso Cuthbert, escéptico—. Estoy convencido de que seguridad habría conocido su existencia.

—Ya te digo que fue hace años —replicó Wright—. Fue entablada y olvidada.

Wright aprovechó el largo silencio que siguió, para servirse otra copa.

—Winston, deja de beber —reprendió Cuthbert.

Tras tomar un largo trago, el director bajó la cabeza. Sus hombros se hundieron.

—Ian —murmuró por fin—, ¿cómo ha podido suceder esto? Estamos arruinados, y tú lo sabes.

Cuthbert guardó silencio.

—No enterremos al paciente antes del diagnóstico —terció Rickman con un tono desenfadado que no lograba ocultar su desesperación—. Un buen relaciones públicas puede reparar el peor daño.

—Lavinia, no estamos hablando de unas aspirinas envenenadas —repuso Cuthbert—. Media docena de personas ha muerto, tal vez más. El jodido alcalde está atrapado en el sótano. Dentro de un par de horas, saldremos en los informativos de todo el país.

—Estamos arruinados —repitió Wright, que dejó escapar un sollozo leve y ahogado y apoyó la cabeza sobre la mesa.

—Me cago en la leche —masculló Cuthbert, cogiendo la botella y el vaso para guardarlos en el archivador.

—Todo ha terminado, ¿verdad? —gimió el director sin alzar la cabeza.

—Sí, Winston, todo ha terminado —dijo Cuthbert—. La verdad, me conformo con escapar vivo de ésta.

—Por favor, Ian, salgamos de aquí. ¡Por favor! —suplicó Rickman. —Se levantó y caminó hacia la puerta que Wright había cerrado y la abrió con facilidad—. ¡No estaba cerrada con llave! —exclamó.

—Santo Dios —dijo Cuthbert, poniéndose en pie de un salto.

Wright, con la cabeza recostada sobre la mesa, hurgó en su bolsillo y sacó una llave.

—Cierra las dos puertas —ordenó con voz apagada. Rickman introdujo la llave en la cerradura con mano trémula.

—¿En qué nos hemos equivocado?—preguntó Wright con tono quejumbroso.

—Es evidente —respondió Cuthbert—. Hace cinco años tuvimos la oportunidad de solucionar este problema.

—¿A qué te refieres? —inquirió Rickman acercándose a ellos.

—Lo sabes muy bien. Me refiero a la desaparición de Montague. Deberíamos habernos ocupado del problema entonces en lugar de aparentar que nada había ocurrido; toda aquella sangre en el sótano, cerca de las cajas de Whittlesey, la desaparición de Montague. En el fondo, ahora intuimos qué sucedió, pero tendríamos que haber investigado el asunto entonces. ¿Te acuerdas, Winston? Estábamos sentados en tu despacho cuando Ippolito nos comunicó la noticia. Ordenaste que limpiaran el suelo y se olvidara el incidente. Nos lavamos las manos y confiamos en que el asesino de Montague, fuera lo que fuera, se hubiera marchado.

—¡No había pruebas de que alguien hubiera sido asesinado! —bramó Wright, levantando por fin la cabeza—. ¡Ninguna prueba de que fuera Montague! Podía haberse tratado de un perro perdido, o algo por el estilo. ¿Cómo podíamos saberlo?

—No lo sabíamos, pero habríamos podido averiguarlo si hubieras permitido que Ippolito informara a la policía de aquella carnicería. Y tú, Lavinia… Si no recuerdo mal, te mostraste de acuerdo en que bastaba con limpiar toda aquella sangre.

—No había ninguna necesidad de provocar un escándalo, Ian. Sabes muy bien que aquella sangre podía pertenecer a cualquier cosa —objetó Rickman—. Ian, fuiste tú quien insistió en trasladar aquellas cajas, quien estaba preocupado por si la exposición suscitaba preguntas sobre la expedición Whittlesey, quien robó el diario y me pidió que lo guardara hasta que la exposición hubiera concluido. El diario no encajaba con tus teorías, ¿verdad?

El subdirector resopló.

—Qué poco sabes. Julian Whittlesey era amigo mío; al menos lo había sido. Discutimos por un artículo que publicó y nunca nos reconciliamos. En cualquier caso, ya es demasiado tarde para eso. No quería que el diario saliera a la luz. Sus teorías eran ridículas. —Miró fijamente a la directora de relaciones públicas—. Yo sólo trataba, Lavinia, de proteger a un colega que se había vuelto un poco chiflado. No encubrí un asesinato. ¿Y qué me dices de los avistamientos? Winston, tú recibiste varios informes hace un año de gente que había visto u oído cosas extrañas a altas horas de la noche. Nunca hiciste nada al respecto, ¿verdad?

—¿Qué podía hacer? ¿Quién lo habría creído? Eran informes absurdos, ridículos…

—¿Podemos cambiar de tema, por favor? —exclamó Rickman—. No puedo permanecer aquí, en la oscuridad. ¿Y si escapamos por las ventanas? Tal vez tenderán una red para que saltemos…

—Imposible —atajó Wright. Exhaló un profundo suspiro y se frotó los ojos—. Esas barras son de acero, de varios centímetros de grosor. —Paseó la vista por el laboratorio— ¿Dónde está el whisky?

—Ya has bebido bastante —replicó Cuthbert.

—Tú y tu maldita moral anglicana. —Se puso en pie con un esfuerzo y se dirigió al archivador con paso vacilante.

En la escalera, D'Agosta escudriñó la figura borrosa de Bailey.

—Gracias.

—Usted manda.

El grupo de invitados, acurrucado unos peldaños más abajo, los esperaba, entre resuellos y sollozos. D'Agosta se volvió hacia ellos.

—Muy bien —susurró—. Hemos de actuar con rapidez. En el siguiente rellano hay una puerta que comunica con el sótano. Entraremos y nos reuniremos con otra gente que conoce una salida. ¿Todo el mundo lo ha entendido?

—Lo hemos entendido —contestó una voz que D'Agosta reconoció como la del alcalde.

—Bien —asintió el teniente—. Muy bien, vámonos. Yo iré delante con la linterna. Bailey, cubra la retaguardia. Infórmeme si ve algo.

El grupo descendió poco a poco. Al llegar al rellano, D'Agosta esperó hasta que Bailey le indicó por señas que podía continuar. Agarró el tirador.

No se movió.

D'Agosta lo accionó de nuevo, con más fuerza. No hubo suerte.

—¿Qué…? —Acercó la linterna al pomo—. Mierda —murmuró—. Que todo el mundo permanezca en su sitio, en el mayor silencio posible —dijo en voz más alta—. Subiré para hablar con el agente de la retaguardia. —Volvió sobre sus pasos—. Escuche, Bailey —susurró—, no podemos entrar en el sótano. Algunas de las balas que disparamos rebotaron en la puerta, y la jamba se ha ido al carajo. Es imposible abrirla sin una palanca.

Distinguió que las pupilas de Bailey se dilataban.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el sargento—. ¿Regresar arriba?

—Déjeme pensar un momento. ¿De cuánta munición dispone? Me quedan seis balas en la pistola reglamentaria.

—No lo sé. Quince, dieciséis balas, tal vez.

—Maldita sea. No creo… —Se interrumpió súbitamente, apagó la linterna y aguzó el oído en la envolvente oscuridad. Un leve movimiento de aire transportó un hedor impío.

Bailey hincó una rodilla en el suelo y apuntó el fusil hacia arriba. D'Agosta se volvió hacia el grupo que aguardaba abajo.

—Bajen todos al siguiente rellano —masculló—. ¡Deprisa!

Tras una serie de murmullos, alguien protestó:

—¡No podemos bajar ahí! ¡Quedaremos atrapados bajo tierra!

La respuesta del teniente fue ahogada por un disparo de fusil.

—¡La Bestia del Museo! —exclamó una voz, y el grupo comenzó a descender por la escalera.

—¡Bailey! —llamó D'Agosta, ensordecido por la denotación—. ¡Sígame, Bailey!

D'Agosta bajó de espaldas, empuñando la pistola con una mano al tiempo que con la otra tanteaba la pared. Notó que la superficie se convertía en piedra húmeda a medida que descendía hacia el sótano. Miró hacia arriba y vio que la silueta borrosa de Bailey lo seguía, jadeando y mascullando maldiciones. Después de lo que se le antojó una eternidad, el teniente pisó el rellano del subsótano. De pronto el sargento tropezó con él.

—Bailey, ¿qué coño era? —susurró.

—No lo sé. Primero percibí ese espantoso olor y luego creí distinguir dos ojos rojos en la oscuridad. Disparé.

D'Agosta dirigió el haz de la linterna hacia arriba. La luz sólo reveló sombras y piedra amarilla, toscamente labrada. El olor persistía. Enfocó el grupo de invitados y contó a toda prisa; treinta y ocho, incluidos Bailey y él.

—Muy bien —murmuró—. Nos hallamos en el subsótano. Me adelantaré, y ustedes me seguirán cuando haga una señal.

Se volvió e iluminó la puerta. «Joder, esto es como la Torre de Londres», pensó. La puerta metálica ennegrecida estaba reforzada con barras de hierro horizontales. Cuando la abrió, un aire frío, húmedo y mohoso penetró en la escalera. El teniente echó a andar y, al oír un chapoteo de agua, retrocedió y bajó la luz.

—Escuchen —dijo—, corre agua por aquí; unos siete u ocho centímetros de profundidad. Entren de uno en uno, deprisa pero con cuidado. Hay dos peldaños al otro lado de la puerta. Bailey, ocupe la retaguardia. Y cierre la puerta al salir, por el amor de Dios.

Pendergast contó las balas restantes, las guardó en el bolsillo y miró a Frock.

—Fascinante, la verdad. Un gran trabajo de deducción por su parte. Lamento haber dudado de usted, profesor.

Éste restó importancia a sus disculpas con un movimiento de la mano.

—¿Cómo podía usted saberlo? Además, fue Margo quien descubrió el eslabón más importante. Si no hubiera analizado esas fibras de embalaje, nunca lo habríamos averiguado.

El agente cabeceó en dirección a Margo, que se había sentado sobre una gran caja de madera.

—Un trabajo brillante —elogió—. Podríamos contratarla para el laboratorio criminológico de Baton Rouge.

—Suponiendo que yo permitiera que se marchara —replicó Frock—. Y suponiendo que salgamos vivos de aquí, cosa que dudo.

—Y suponiendo que yo accediera a abandonar el museo —añadió Margo, sorprendida de sus propias palabras.

Pendergast se volvió hacia ella.

—Me consta que conoce el comportamiento de ese monstruo mejor que yo. De todos modos, ¿cree que su plan funcionará?

Margo respiró hondo y asintió.

—Si el Extrapolador está en lo cierto, la bestia caza por el olfato más que por la vista. Y si su necesidad de la planta es tan fuerte como sospechamos… —Hizo una pausa y se encogió de hombros—. Es la única forma.

Pendergast permaneció inmóvil un momento.

—Si así conseguimos salvar las vidas de las personas atrapadas abajo, vale la pena intentarlo. —Sacó la radio—. ¿D'Agosta? —llamó, mientras sintonizaba el canal—. D'Agosta, soy Pendergast, ¿Me recibe?

La radio emitió un chirrido.

—Aquí D'Agosta.

—D'Agosta, ¿cuál es la situación?

—Nos topamos con el monstruo. Entró en la sala, mató a Ippolito y un invitado herido. Bajamos por la escalera, pero la puerta que comunica con el sótano está atascada. No hemos tenido más remedio que dirigirnos al subsótano.

—Comprendido. ¿De cuántas armas disponen?

—Sólo tuvimos tiempo de coger un fusil y una pistola reglamentaria.

—¿Dónde se encuentran ahora?

—En el subsótano, tal vez a unos cincuenta metros de la puerta de la escalera.

—Escuche con atención, Vincent. He hablado con el profesor Frock. El monstruo al que nos enfrentamos es muy inteligente, tal vez incluso tanto como usted o yo.

—Hable por usted.

—Si lo ve otra vez, no apunte a la cabeza, pues las balas rebotarán en el cráneo, sino al cuerpo.

Tras unos minutos de silencio, la voz de D'Agosta regresó.

—Escuche, Pendergast, ha de contar a Coffey todo esto. Ha decidido enviar algunos hombres, y no creo que tenga ni idea de lo que le espera.

—Haré lo que pueda, pero antes debemos intentar sacarlos de ahí. Es posible que esa bestia los persiga.

—No me joda.

—Pueden salir del museo a través del subsótano, aunque no resultará fácil. Estos planos son muy antiguos y quizá no demasiado fiables. Es posible que haya agua.

—En este momento, alcanza una altura de unos quince centímetros. Escuche, Pendergast, ¿está seguro de lo que dice? Hay una tormenta del copón fuera.

—Pueden elegir entre el diluvio o la bestia. Ustedes son cuarenta. Constituyen el blanco más evidente. Han de moverse, y deprisa. Es la única escapatoria.

—¿Pueden reunirse con nosotros?

—No. Hemos decidido quedarnos aquí para atraer al monstruo. No hay tiempo para más explicaciones. Si nuestro plan funciona, nos reuniremos con ustedes más tarde. Gracias a estos planos, he descubierto que existe más de una manera de acceder al subsótano desde el módulo dos.

—Joder, Pendergast, vaya con cuidado.

—Ésa es mi intención. Ahora, escuche con atención. ¿Están en un pasadizo largo y recto?

—Sí.

—Estupendo. Cuando el pasillo se bifurque, avancen por la derecha. Encontrarán otra bifurcación a unos cien metros. Entonces contacte conmigo. ¿Comprendido?

—Comprendido.

—Buena suerte. Corto. —Pendergast cambió de frecuencia al instante—. Coffey, soy Pendergast. ¿Me recibe?

—Aquí Coffey. Pendergast, he intentado localizarle desde…

—Ahora no hay tiempo. ¿Ha enviado un equipo de rescate?

—Sí. Están a punto de salir.

—Pues ocúpese de que vayan equipados con armas automáticas pesadas, cascos y chalecos antibalas. Ahí dentro hay un monstruo asesino y poderoso, Coffey. Yo lo he visto. Se desplaza por el módulo dos.

—¡Por los clavos de Cristo! Antes D'Agosta y ahora usted. Pendergast, si intenta…

—Sólo le avisaré una vez más. Se enfrenta a una criatura monstruosa. Si la subestima, allá usted. Voy a cortar.

—¡No, Pendergast, espere! Le ordeno que…

Pendergast apagó la radio.