Capítulo 8

 

La Mancha es como una gran alfombra voladora con estampados de olivos, viñedos, cabras y ruinas. A mí que no me den mandalas ópticos... La Mancha impacta en mi quiasma óptico de tal forma que me provoca siempre una descarga química de neurotransmisores que me deja flipada para tres meses.

La llanura mágica manchega coloca y así llegué yo, colocadísima, a nuestro destino: Casas de la Fuente, un pueblo de calles empedradas y casas blancas, enjalbegadas de cal, de grandes ventanas con rejas de hierro y amplios portones de madera recia.

Eran ya las nueve y media de la mañana cuando el duque aparcó junto a la puerta de la que fuera la casa de fray Benito. No había un alma por la calle. El sol todavía no pegaba mucho, pero amenazaba con hacerlo en breve y sin piedad.

Hugo llamó al timbre que había junto al portón por donde en su día accedían los caballos y las carretas al patio que en su centro tenía un pozo con un brocal oxidado abrazado a una cuerda, en cuyo extremo colgaba un cubo... Por lo menos, así era como yo lo recordaba de la última vez que estuve allí.

Si bien, tuve que esperarme un poco para comprobarlo, porque pasaron unos minutos y aún no había ningún nonagenario a la vista...

—Tu plan —le dije poniendo un mohín de decepción.

—Son mayores. Hasta que alcancen el portón pasará un rato.

—Podemos probar a empujar la puerta, la vez que vine estaba abierta, y ver si hay alguien.

—No seas ansiosa.

—¿Ansiosa? Vengo muy relajada después de meterme en vena la estepa manchega.

—Vamos a esperar a que nos abran. Mientras tanto, podemos dedicarnos a repasar nuestro plan.

—Yo no tengo nada que repasar. Has escrito un guión demasiado complicado...

—Pero si es...

Hugo se calló porque el portón se abrió un poco y, por ese huequecito, sacó la cabeza una señora diminuta y viejísima.

—Buenos días, señora, soy Hugo Villena, hablé con usted anoche...

—Sí, os estaba esperando. Soy Leonor. —La señora abrió un poco más la puerta y pudimos comprobar que parecía una sota de bastos: melenita rubia, camisa azul, falda roja y zapatos verdes—. ¿Cómo estáis? —dijo sonriente, estrechando nuestras manos.

—Yo soy Eva. Muy bien, ¿y usted? —respondí, para mi espanto porque ya no podía hacerme pasar por muda.

—Pasad, por favor.

La señora hablaba sin acento manchego... Un castellano neutro que ni el mismísimo profesor Higgins hubiese sido capaz de situar en el mapa.

—¿No es usted de aquí? —pregunté.

—Sí, pero hemos vivido en muchos sitios. ¿Queréis desayunar?

—No, muchas gracias —respondió Hugo mientras atravesábamos el patio que estaba tal y como yo lo recordaba—. Lo que nos gustaría, si usted tiene la bondad, es empezar cuanto antes con la búsqueda de la cajita de la abuela Filito.

—Sí, hoy va a apretar mucho el calor.

—Mi hermana es hipotensa, no hace mucho además le dio un golpe de calor: no bebe suficiente agua, hace ejercicio intenso en las horas centrales del día, no se cubre la cabeza...

¿Realmente hacía falta que me abocetara como una irresponsable?

—Eres idiota —me espetó la señora y con razón. Yo desde luego no esperaba que me dijera otra cosa.

—Se puso malísima, cuarenta de fiebre, vómitos, diarreas...

Hugo seguía haciéndome el traje.

—Bien empleado te está, por boba.

—Tiene usted razón, señora —dije.

La anciana se paró en seco junto al pozo y nos habló muy misteriosa:

—Una cosita, jóvenes... Antes de que empecéis a cavar me gustaría advertiros de que si sois ladrones debéis saber que no tenemos nada aquí, no somos tan estúpidos como para tener el dinero en casa. Y si vuestra idea es secuestrarnos y torturarnos para que os demos las claves de nuestras cuentas, os diré que nos han hecho tantas perrerías en los hospitales que estamos inmunizados: nada puede hacernos cantar La Traviata.

—No, señora —se excusó Hugo—, solo venimos a por la caja de recuerdos de la abuela.

—En ese caso, os expongo nuestras condiciones. Mi marido y yo hemos estado hablando y hemos llegado a la conclusión de que tenemos que ver lo que encontréis. Si es algo de valor, nos lo quedaremos nosotros que somos los dueños de la finca.

Los nonagenarios que iban a dejar gustosos que agujereasen su jardín seducidos por los encantos de Hugo sabían latín y griego.

—Señora —replicó Hugo—, mi abuela no enterró el tesoro de un pirata... Son objetos que solo tienen gran valor sentimental para ella.

—Nosotros no os pedimos más que en el caso de que encontréis algo nos lo mostréis, y si es de valor, lo confiscaremos. De aquí no sale.

La señora miró a Hugo desafiante. Tenía la cara arrugadísima, pero todavía conservaba en la mirada una viveza cuya raíz debía estar en la inteligencia que le había permitido, con solo mover dos peones, derribar las torres del orgullo del duque encantador.

—Bien... —musitó Hugo desarmado.

—¿Hay trato? —dijo la señora con una sonrisa vencedora.

—Hay —zanjé.

—Perfecto. Pues ahora sí que pueden empezar cuando quieran.

—Eva, ¿me ayudas a traer las cosas del coche? —me preguntó Hugo que no sabía por dónde se andaba.

Ya fuera, mientras sacaba las dos palas del maletero, me susurró perplejo:

—¿Pero cómo cierras el trato con esa maquiavélica mujer?

—¿Tú qué pensabas hacer? ¿Seguir desplegando tus maravillosas dotes de seducción que veo que funcionan estupendamente?

—Como encontremos el elixir en forma de polvo de proyección, que es como lo tomamos nosotros, los yayoestrategas lo van a probar y, con los listos que son, solo van a necesitar tres días para convertirse en los amos del mundo.

—Podemos decir que la abuela se equivocó, que realmente era un recipiente que contenía arena que le trajo su padre de un viaje a Egipto —sugerí.

—¿Para qué va a necesitar una abuela la arena del desierto que le trajo su padre? No tiene ni pies ni cabeza lo que dices. Además, una abuela que juega a la canasta dudo mucho que se equivoque.

—Ya te dije que tu guión era penoso. No tenías que haber dado tantos detalles... hasta los guantes de cabritilla. ¡A quién se le ocurre! —exclamé apoyándome en la pala que Hugo acababa de tenderme.

—Lo que sí puede ser es que se hayan quedado triturados todos esos recuerdos por el paso del tiempo.

¿Me lo estaba diciendo en serio?

—Más bien sería por el paso de treinta apisonadoras. A ti el calor te está empezando a afectar... —dije haciendo el gesto de que le faltaba un tornillo.

—Pues nada. Si lo encontramos, lo abrimos y decimos: «Es solo polvo. Aquí no hay nada».

—«Sí, señora —dije imitando la voz grave de Hugo—, todo apunta a que lo que acabamos de encontrar es un recuerdo del anterior propietario que se debió pasar toda la vida coleccionando el polvo de las estanterías. Ya ve. Qué pérdida de tiempo. Esto no sirve para nada, señora... Le repito que es solo polvo... Pero me lo llevo...». Hugo —seguí ya con mi voz habitual—: no hay quien se lo crea. Y muchos menos esa vieja que es un lince.

Hugo se llevó las manos a la cara, cogió aire, bufó y luego soltó:

—Me estás poniendo nervioso.

—Eres inmortal. No te va a pasar nada.

—Además, estamos anticipando muchas cosas. Lo primero es encontrar el elixir y luego ya actuaremos en consecuencia.

—La consecuencia va a ser que no vas a encontrar ninguna razón creíble para justificar que te lleves el recipiente.

—Gracias por tus ánimos. Ya se nos ocurrirá algo. Improvisaremos. Somos creativos. ¡Saldremos airosos de esta! —exclamó guiñándome un ojo.

—¿Te crees lo que estás diciendo? —pregunté poniendo cara de incredulidad, mientras cargaba con mi pala, como si fuera un soldado con su lanza.

—Vamos para adentro, que menuda compañera de baile me he buscado... ¡Y ponte el sombrero!

Hugo cogió el sombrero que estaba en el maletero del coche y me lo puso. Luego cerró el coche, cargó con sus bártulos, y volvimos a entrar en la casa donde nos estaba esperando Leonor junto al pozo.

Nada más vernos, se frotó las manos y se le puso una mirada ávida que a mí me dio miedo.

—Seguidme que os llevo hasta la parte de atrás —dijo la anciana haciendo un gesto enérgico con la mano para que la siguiéramos.

Leonor abrió la puerta que estaba frente al pozo, la misma que yo había abierto hacía unos años y que conducía a las azucenas. Todo seguía igual: el largo pasillo de paredes blancas y zócalos de azulejería de Talavera con motivos geométricos, probablemente de los tiempos de fray Benito, con puertas a ambos lados que se abrían a distintas estancias de la casa y al final, la parte trasera de la casa donde esta vez sí había alguien.

Un señor con cara de pájaro listo, de kea —el papagayo cooperativo que habita en las montañas de Nueva Zelanda, ese que según los expertos resuelve puzles y problemas, y es más inteligente que los delfines o los chimpancés— estaba sentado en una silla de enea, con un botijo a los pies y aferrado a una escopeta de caza, junto a la tapia donde en primavera debieron brotar exultantes las azucenas que ahora languidecían víctimas de un sol justiciero.

—Francisco, ya están aquí los chicos... Él es mi marido —nos dijo Leonor.

Impávido, el señor con cara de pájaro listo levantó una mano a modo de saludo, como si fuera un jefe indio y no dijo absolutamente nada.

—Viene de cazar —nos explicó la señora—, le gusta mucho sentarse aquí y pensar en sus cosas. En un rato junto a la tapia comienza a dar una sombra muy buena y estar aquí es una delicia.

El señor no hacía más que escrutarnos con una mirada tan intimidante como su escopeta de caza.

—Bien, pues ya pueden empezar a buscar —dijo Leonor, señalando con el dedo al terreno—. Nosotros nos quedamos aquí, mirando... No hay nada más relajante que ver cómo los demás trabajan...

El señor soltó una carcajada de malo de película de serie B que a mí me heló la sangre: su presencia convertía la parte trasera de la casa en un lugar de lo más siniestro. La zona, donde en otro tiempo posiblemente hubo un corral y un huertecillo, ahora era solo un terreno cubierto de tierra con una higuera en una esquina, una parra que trepaba por la tapia y las azucenas que crecían junto a ella.

—Pues con su permiso, voy a empezar justo por aquí... —dijo Hugo clavando la pala en la zona de las azucenas, muy próximo a donde se encontraba Francisco.

El duque manejaba la pala con mucha destreza, supuse que habría trabajado en jardines por placer y que habría enterrado a seres queridos con muchísimo dolor...

Yo en cambio no había cogido una pala en mi vida. Pero con todo, me puse con entusiasmo los guantes de jardinero que Hugo había traído para mí —él no los necesitaba, claro— y emprendí ilusionada mi tarea. Empuñé la pala, la clavé en la tierra que para mi asombro estaba blandita, y luego hice como había visto a los famosos y a los alcaldes plantar árboles en la televisión... Es decir, pisé la pala, hice fuerza con todo mi cuerpo, tuve cuidado de no saturar la pala de tierra y lo extraído lo dejé en un montoncito a mi lado. ¡Mi primera palada había resultado un éxito!

—No te hagas ilusiones, solo la primera capa es de tierra vegetal, lo que está debajo es arcilloso y está duro, muy duro —habló Leonor con cara de sádica.

Lo que no sabía la bruja de la señora era que Hugo y yo estábamos perfectamente coordinados. Yo cavaba y cuando empezaba a costar seguir dándole a la pala, venía el duque para rematar la faena que para algo era inmortal, profundizando hasta cinco o seis paladas.

Fuimos tan diligentes con nuestro trabajo que una hora después ya teníamos horadada toda la zona próxima a las azucenas... Pero ni rastro del elixir...

—¿Y no será más fácil que llaméis a vuestra abuela para que os concrete el sitio exacto donde guardó la cajita?

La vieja dijo cajita con cierta sorna, haciendo además el gesto de las comillas con los dedos.

—Ella está convencida de que están junto a las azucenas, pero a lo mejor es junto a la higuera —replicó Hugo observando la zona que estaba junto a al árbol.

—Llama a tu abuela, igual se le ha refrescado la memoria —ironizó la señora al tiempo que cruzaba los brazos por debajo del pecho.

—No puedo llamar porque está sin cobertura en el barco...

—¡Ah! —exclamó Leonor alzando las cejas y llevándose un dedo a la sien—, o sea que todavía está para subirse a un barco...

—Pues sí, señora, sí —dije yo, apoyada con las dos manos en la pala con la que no me habría importado darle en toda la cabeza. Qué horror. El calor que ya arreciaba estaba sacando mis peores instintos...

—Entonces, si la abuela está para navegar —reflexionó mientras se daba golpecitos con el dedo índice en los labios—, ¿por qué no ha venido ella con vosotros a recuperar su cajita?

¡Cuánto daño hacían las reposiciones de Se ha escrito un crimen!

—Está para navegar, pero no para someterse a los rigores del sol manchego —contestó Hugo pacientemente.

—No, si tú has heredado su genética... —replicó la anciana arrugando su, ya de por sí, arrugadísima nariz.

—¿Cómo?

—Sois unos hermanos muy raros...

El marido de la señora echó un trago del botijo y volvió a reírse de esa forma tan diabólica.

—Sea más clara —solté, haciendo esfuerzos ímprobos para no cavar una fosa y empujar a la señora dentro.

—No hace falta más que miraros —respondió—. Él está hecho un primor —explicó señalando a Hugo—, ni suda ni se cansa, y tú, sin embargo, mírate: te sudan hasta las pestañas y ya no puedes ni levantar una hoja.

Recordé en ese instante las palabras que había dicho Hugo el día anterior cuando empecé a poner objeciones a su plan: «La gente no se hace tantas preguntas. No pierdas tiempo con eso».

La gente que él conoce no hará tantas preguntas, pero en el mundo del que yo procedo, la gente no para de hacerse preguntas sobre los demás, se pregunta por qué compras cien gramos y no cuarto y mitad de pavo; se pregunta por qué hace tres años que no cambias de abrigo o se pregunta por qué te ha dado por apuntarte al gimnasio a ti que jamás has pisado uno. Y cuantas menos cosas pasan en sus vidas, cuanto más se aburren, más preguntas tienen para ti, millones y millones de preguntas a cada cual más impertinente, suspicaz y malintencionada.

Como doña Leonor, a la que respondí:

—Ahora lo entiendo. Pues sí, yo he heredado la genética de mi abuela la de la cajita... —y dije «cajita» haciendo las comillas con los dedos—. Y mi hermano ha sacado la de mi abuelo: un rudo cosaco que masticaba cristales.

—Masticaba... ¿Murió?

—No. Solo ha perdido los dientes. Pero todavía sigue sacando el carácter en las discusiones de tráfico y en las reuniones de la comunidad de vecinos.

—Pero los cosacos son rubios y vosotros sois...

Entonces, algo se quebró dentro de mí. Puede ser que fuera por culpa del cansancio y del calor, pero los diques de contención de la educación, el respeto y las buenas maneras se abrieron, y no me quedó otra opción que levantar mi pala y gritar:

—Señora, como no se calle de una maldita vez, voy a estamparle la pala en toda la cresta.

Hugo acudió a mi lado e intentó arrebatarme la pala...

—Eva, por favor...

—Ni por favor ni gaitas —repliqué zafándome de él.

El marido volvió a reírse de esa forma tan tétrica...

—¡Y usted —dije apuntándole con la pala— como siga riéndose le voy a meter la escopetita por el orto!

Hugo volvió a cogerme por la cintura...

—¡Eva! ¡Tranquila!

—No estoy tranquila. Estos señores me están poniendo muy nerviosa...

—Es el calor... —se excusó Hugo—. Les ruego que nos disculpen...

—Yo no pido disculpas. ¡Que se disculpen ellos!

El matrimonio nos miraba impertérrito, como si fuéramos actores de un espectáculo teatral que sucedía a miles de kilómetros de su casa.

Finalmente, la señora habló:

—O sea que el carácter del abuelo cosaco lo has sacado tú y el chico es tan melifluo como la abuela de la cajita —concluyó haciendo otra vez el gestito de las comillas con los dedos.

La sangre me hervía, de nuevo agité la pala sobre mi cabeza y grité:

—¡Cierre el pico, señora, que no respondo!

—Sosiega, hija, que voy a traeros unos vasitos de agua...

No solo nos trajo agua, luego nos invitó a migas y a la hora de comer nos puso su mejor mantel: moje, chuletas de cordero con miel y natillas pestiñadas.

Después de la pitanza, volvimos al tajo pero los propietarios ahora tenían otra actitud, nos animaban, nos jaleaban, nos mojaban con una manguera, nos traían agua, incluso nos pusieron Kiss Fm.

La verdad es que dudo que sin su apoyo hubiésemos podido seguir cavando, pero ninguno de los dos bajamos la guardia.

Así, durante un instante en que los ancianos nos dejaron solos, a eso de las cinco de la tarde, Hugo me susurró:

—No me fío de ellos. Es obvio que nos cuidan porque quieren nuestro botín. Y ahora escucha, se me ha ocurrido algo por si damos con el recipiente. Lo que haremos será dejar una marca... Toma, aquí tienes un pañuelo de papel...

Hugo sacó un clínex del bolsillo de su pantalón, me lo dio y luego siguió:

—Dejas la marca y ya de madrugada, cuando duerman, nos levantaremos, cogeremos el recipiente y saldremos por piernas.

—¿Cómo vamos a hacer para pasar la noche aquí?

—Diremos que estamos cansados. Son estrategas pero también hospitalarios. Aunque hayan viajado mucho, son manchegos, lo llevan en el ADN.

—Pero solo pasaremos la noche si encontramos el elixir...

—No lo dudes. Estoy loco por pasar la noche contigo... a solas.

Me alegró saber que no era la única que estaba deseando volver a sentir sus labios en los míos y su piel en mi piel.

—El que encuentre el elixir dirá: tenemos que llamar a la tía Mercedes.

—¡Ya estás con los nombres! —protesté.

—Mercedes, como el coche. Es fácil de recordar. Venga, que ya vienen... La tía Mercedes, recuerda...

No tuve que recordar nada porque no me topé con nada. Pero Hugo sí. A eso de las siete de la tarde soltó lo de la tía Mercedes... A mí me dio un vuelco el corazón, las piernas empezaron a flojearme y la boca se me secó de golpe.

—¿Qué te pasa, niña, que ha sido mencionar a tu tía y se te ha demudado el semblante?

Y por supuesto, la anciana que no perdía ripio se percató de que algo pasaba...

—Es que... hace mucho que no la llamamos y me siento mal por ello.

—¿De quién es hermana? ¿De tu padre o de tu madre? ¿Qué edad tiene? ¿Dónde vive? ¿Se jubiló?

Ya anochecía y todavía seguíamos respondiendo a preguntas sobre la tía Mercedes que solo concluyeron cuando Hugo dio por finalizada las labores de excavación:

—Es una pena. Pero la cajita de la abuela aquí no está —anunció fingiendo decepción.

—Mira que yo lo siento... —dijo Leonor cariacontecida.

Cuando acabamos de cubrir todos los agujeros, y eso que reconozco que Hugo se encargó de la mayor parte del trabajo tanto de excavación como de relleno, caí fulminada al suelo y no solo porque formara parte de un plan, sino porque estaba para que me recogieran con una cucharita.

—¡No puedo más! —exclamé.

—¡Niña! Levanta que te vas a poner perdida —me regañó Leonor.

—Me da lo mismo. No creo que haya mañana.

—Venga —dijo la anciana tirando de mi mano—. Ahora mismo te vas a la cama...

—Solo será un ratito —repliqué.

—Haz caso a la señora —habló Hugo.

—Pero es que no quiero abusar más de la confianza de estos señores...

—No digas sandeces, te duchas y a la cama ya mismo —ordenó la señora.

Obedecí. Luego, Leonor se empeñó en traerme la cena a la cama: gazpacho, una tortilla francesa y una pera.

Antes de darme las buenas noches y llevarse la bandeja, me advirtió muy seria:

—Nada de carreras nocturnas de los hermanitos por los pasillos.

La tía se las sabía todas, pero yo mantuve el tipo.

—Estoy yo para carreras...

—Eso espero. Me enfadaría mucho si escuchara pasitos y risitas en mitad de la noche —dijo taladrándome con la mirada, supongo que en un vano intento de amedrentarme.

—Descuide...

En cuanto se marchó, cogí el móvil, comprobé para mi alegría que había cobertura y escribí un mensaje a Hugo:

 

Estoy ya sola. Mi habitación huele a naftalina. Las paredes están repletas de fotos de niños antiguos y feos que me miran con recelo. Enfrente tengo un armario donde caben siete muertos. He abierto la ventana y oigo cantar a una chicharra una melodía funesta. Todo es lúgubre, menos mis ganas de estar contigo. Me muero por verte. Ven.

 

A lo que Hugo respondió:

 

Ni de coña. Seguro que tenemos cámaras puestas en las habitaciones. Por cierto, mi habitación no es mucho mejor. Tengo enfrente el retrato de una adusta señora con bigote que murió en la cama en la que ahora descanso, según me ha contado nuestra amiga Leonor. Y aquí huele a ella, a la muerta. Todos los días perfuman la habitación con la colonia de Álvarez Gómez que usaba esta señora. Soy un intruso. Tengo la sensación de que en cualquier momento se me va a aparecer el fantasma de esta dama bigotuda y me va a sacar a patadas de aquí. Tiene pinta de tener mucho carácter. Y por supuesto que yo también me muero de ganas de estar contigo. Ya no queda nada. Quedamos a las cuatro de la mañana en la parte trasera. Será algo muy rápido. Excavar un poco y salir pitando. Te echo mucho de menos. Me he vuelto loco de deseo cuando te he visto con la pala en ristre hecha una furia. Tengo unas ganas de pillarte por banda...

 

Yo también tenía ganas. Y muchas...

¿Y si quedamos en el baño que hay justo a la entrada de mi habitación?

Mi móvil volvió a pitar. Respuesta de Hugo:

Recuerda que somos los hermanos Villena...

Le contesté:

Qué bien lo hemos hecho. Se han tragado completamente que somos hermanos. Tienes razón. Mejor no correr riesgos. Mañana nos vemos...

 

A las cuatro menos diez, sonó la alarma de mi móvil. Estaba profundamente dormida y soñando que Hugo y yo caminábamos al atardecer por un desierto interminable de arena rosada. No era una pesadilla. Caminábamos y no sentía fatiga, ni calor, ni sed, al revés, todo era muy agradable, muy dulce y muy real. Estaba tan a gusto que me costó un par de minutos salir de ahí. Pero al final, lo logré. Me vestí a toda prisa y a las cuatro estaba en la parte trasera de la casa.

Cuando llegué, Hugo ya estaba allí. Había encontrado el trocito de clínex al momento y llevaba dadas unas cuantas paladas justo frente a las azucenas marchitas.

Olía a tierra. El cielo estaba cubierto de estrellas que refulgían rabiosas, como si supieran lo que estábamos haciendo y estuvieran ansiosas por delatarnos. Pero no dijeron nada, el silencio solo lo rompía el sonido de la pala al desgarrar el suelo una y otra vez, hasta que Huyo susurró emocionado:

—Lo tengo...

Iluminé la zona con mi móvil y observé que una pequeña parte de un objeto de barro asomaba entre la tierra. Yo apenas podía respirar, cogí a Hugo de la mano y la estreché con fuerza. Aunque no compartiera sus planes porque para mí él solo podía ser pura vida, me alegraba de que ahora pudiera tener más cerca su sueño de volver a sentir la imprevisibilidad y la finitud.

Luego, desenterró con mucho cuidado el objeto que resultó ser...

—¡Mi cenicero! —dijo Leonor enchufándonos con una potente linterna.

—¿Usted nunca descansa? —repliqué.

—No, si tengo desconocidos en casa.

—Tenga...

Hugo le entregó a la anciana el cenicero de arcilla, redondo y con un reborde pequeño, con un Felicidades abuelo inscrito con el centro.

—Es suyo.

—Muchas gracias, joven. —Leonor miraba el objeto fascinada—. Fue un regalo de mi nieto a su abuelo hace unos años. Un verano jugando a los piratas mi nieto lo enterró en el jardín sin tomar la precaución de marcar el sitio. Y encima Carlitos que siempre ha sido un exagerado para todo lo escondió en lo más profundo. ¡Qué contento se va a poner cuando se entere que lo hemos recuperado! —musitó estrechando el objeto fuertemente contra su regazo.

—Me alegro mucho, señora, nosotros nos vamos —dijo Hugo abatido.

—¿Dónde vais ir a ahora? Salid ya por la mañana. Sois unos mentirosos, pero sois buenos chicos.

—Lo somos, sí. Por eso, le agradecemos enormemente su hospitalidad.

—Nosotros nos lo hemos pasado bomba —replicó dándole a Hugo unos golpecitos en el hombro—. ¡Además habéis rescatado el cenicero de Carlitos! Los agradecidos somos nosotros. Y no os agobiéis con eso que buscáis, sea lo que sea, no lo necesitáis: lo más importante ya lo tenéis.

—¿Y qué es? —pregunté con el ceño fruncido. Era el colmo que encima reconociera que se lo había pasado bomba desquiciándome.

—El amor. Se os ve muy enamorados, solo por amor se hacen estas tonterías...