3. Un presidente, un partido, una ambición

Si hay amaneceres que son como una revelación, la mañana del 16 de junio de 1977 fue un descubrimiento. Tantas cosas se hicieron evidentes aquel día, que convendría enumerarlas. Tras cuarenta años creyendo que hacer política era conspirar, agitar, convencer, escribir, opinar, obedecer… al fin, millones de españoles descubrían sus intereses, sus dudas, sus incoherencias, y contemplaban, por primera vez a cielo abierto, a unos caballeros que hacían política, o al menos que afirmaban que se dedicaban a eso, y que para seguir o no en esa profesión no les correspondía a ellos decir la última palabra, tan sólo la primera. Desde aquel momento eran los ciudadanos los que otorgaban o retiraban el membrete de político.

A partir de la mañana del 16 de junio de 1977 se creaba una clase política bastante más homogénea de lo que hubiera cabido esperar de quienes procedían de dos lados diferentes de la barricada. La necesidad de unos por adaptarse a la política en condiciones normales y la imposibilidad de otros para imponer unas condiciones de partida diferentes, todo aunado, fue una mezcla de la que salió emergente la clase política de la transición, donde curiosamente había gentes de pasado arriesgado y temerario que se hicieron conservadores, porque quizá eso era lo suyo, y hubo otros de pasado vergonzante, cuando no vergonzoso, que se lanzaron a opciones impensables hacía tan sólo unos meses. Las elecciones del 15 de junio de 1977 significaron el primer muestreo real sobre la condición política en la sociedad española. No estaba mal que para tamaña empresa se hubiera conseguido una participación electoral que sobrepasaba el 77 por ciento.

Había ganado la Unión de Centro Democrático, una coalición de partidos, se decía, cuando la realidad es que lo suyo era una mezcla de retales diversos, eso que antaño se denominaba castizamente almazuela y hoy se conoce como patchwork. Había ganado la UCD, pero de una manera rara, que exige una explicación tratándose de un partido de gobierno, del Partido del Presidente, formado para ganar y gobernar, y no para ninguna otra cosa.

Era tan impensable que la UCD pudiera funcionar en la oposición, que cuando estuvo a punto de ocurrir, se disolvió; pero para llegar a eso hubieron de pasar cinco años. En junio del 77 acababan de conseguir 165 escaños —a falta de once para la mayoría absoluta—, repartidos en nueve grupos o partidos diferentes cuya adscripción era de lo más curioso. Los llamados «populares» de la UCD, capitaneados por Pío Cabanillas, contaban con 32 diputados, que eran diferentes de los 6 «demócratas populares» de Ignacio Camuñas. Los «democristianos» de obediencia estricta eran 23. Los «socialdemócratas» de Fernández Ordóñez eran 15, que no debían confundirse con los 4 de la «federación socialdemócrata» de José Ramón Lasuén. Joaquín Garrigues Walker, hombre con experiencia empresarial en grandes consorcios, había colocado a 16 de los suyos, en su condición de presidente de la «federación de partidos demócratas y liberales». Luego estaban los locales: el «partido socialliberal andaluz» de Clavero Arévalo obtuvo 6 diputados; los 5 del «partido gallego independiente» del opusdeísta Meilán Gil; los 4 de la «asociación regional de Extremadura» (AREX) de Enrique Sánchez de León; los 2 de la «unión canaria» de Lorenzo Olarte, y otros 2 de la «unión demócrata murciana» de Pérez Crespo. Lo más significativo es que el partido más numeroso de todos los que formaban la bancada parlamentaria de la UCD lo componían los «independientes», exactamente 54, entre los que brillaba con luminaria propia el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Era un galimatías perfumado por el aroma que otorga el poder. Gobernaban, y por tanto las quejas se enunciaban en tono menor.

Entre las razones que hicieron de la UCD un partido débil, sietemesino, malformado, estaba, por supuesto, la rapidez del engendramiento, pero sobre todo la inexperiencia política absoluta para conformar algo parecido a un partido político de un hombre como Adolfo Suárez, y también de su reducido círculo de amigos y competidores. Se podría decir, y con fundamento, que experiencia, lo que se dice experiencia política de partido, había poca, y apenas se reducía a un puñado de experiencias personales. Y si nos refiriéramos a un partido político moderno, sencillamente ninguna. En clandestinidad o ilegalidad es imposible crear un partido que vaya mucho más lejos de una partida de carbonarios, un club de discusión o un grupo de avezados conspiradores. Pero existe un elemento decisivo en la conformación de todo grupo político, el liderazgo. Adolfo Suárez era visto aún como un personaje frágil y del pasado; incluso para los suyos tenía mucho de elemento de transición; una idea similar a la que albergaban el Rey y la mayoría de sus amigos y colaboradores. Para ellos, Suárez carecía de entidad. Eso que suele ocurrir cuando a un servidor —no necesariamente un criado, basta con un contable o el administrador de tu finca— lo ves un día convertido en un magnate y cuesta trabajo mirarle con otros ojos, y sobre todo contemplarle con la autoridad que requiere todo liderazgo.

Sin embargo, fue el presidente Suárez, y sobre todo él, quien llevó el peso de la campaña, por más que, transcurrida ésta, trataran de quitarle las medallas. Es verdad que no tenían partido, como contó años después el principal de los encargados del asunto partidario, Leopoldo Calvo Sotelo. Cuando se pusieron a hacer las listas electorales no había dificultades para conseguir el cabeza de cartel, ¡pero el número dos, y no digamos ya el séptimo![1] Eso no sucedía en la izquierda. Todo lo contrario; el PCE, el más curtido, tenía sobresaturación de aspirantes a diputados, y al PSOE le llovían las ofertas.

¿Era tan importante un partido en 1977? ¿Necesitaba el Gobierno un partido? Lo iba a necesitar para gobernar y hacer vida parlamentaria a falta de once diputados para mandar con la comodidad que da la mayoría absoluta. Pero a la altura de junio de 1977, de lo que se trataba era de ganar al electorado, y para eso el presidente Suárez contaba con dos armas de milagrosa eficacia: la RTVE —que acaparaba las dos únicas cadenas de televisión— en manos de Rafael Ansón, y la agencia EFE, principal suministradora de noticias e intoxicaciones, cuyo presidente no era otro que su hermano, Luis María Ansón. Los hermanos Ansón, bien colocados y remunerados, valían por un partido de nueva planta en opinión del presidente. Luego estaban los columnistas políticos, auténticas vedettes durante el último período del franquismo, ahora convertidos tanto en formadores y deformadores de la opinión como en autores de los discursos del propio Suárez. La historia de la UCD como partido exigiría un análisis detallado del papel jugado por periodistas del entorno gubernamental y ucedeo como Abel Hernández, Pedro Rodríguez, Fernando Ónega, Pilar Urbano, Antonio Papell, Pedro Villalar, Ramón Pi, Pilar Cernuda, Antxón Sarasqueta…

Pero el asunto tiene más quiebros. Las primeras elecciones democráticas en cuarenta años, al tiempo que repartieron créditos condicionados a liderazgos recién adquiridos, retiró otros que venían de lejos. El hombre clave de la derecha hirsuta durante la República, el más codiciado y atendido y temido por Franco, don José María Gil Robles, un auténtico dinosaurio de la política española del siglo XX, fue retirado de la escena sin la más mínima concesión a su estilo, donde se mezclaba la grandeza del tribuno y la marrullería del canónigo veterano. Desde la muerte de Franco, pocos hombres habían sido tan solicitados por las más variadas derechas como Gil Robles. A menudo se olvida que, hasta estas elecciones del 77, fue el más reiterado creador de opinión desde las páginas de El País. Que su visión de la derecha había quedado obsoleta, basta con retratarle en uno de los mítines al comienzo de la campaña, donde afirmó con ese mal gusto que tanto había prodigado contra Manuel Azaña en tiempos ya idos, y que sacaba del baúl para lanzarlo sobre Suárez: «… los españoles no nos vamos a bajar los pantalones y por eso no nos van a dar por el centro».

La democracia cristiana española fue barrida en las urnas en todas sus variantes de derecha, izquierda y centro. El caso de Joaquín Ruiz Giménez fue también paradigmático, porque se le había concedido un crédito que no fue amortizado. En lugares como Cataluña, donde existía tradición democristiana, hubo de sumarse a un grupo de naciente formación, Convergència Democràtica, bajo el liderazgo de Jordi Pujol y formando el conglomerado Convergència i Unió en septiembre de 1978.

La única democracia cristiana con opción política fue la que se mantuvo en el seno de la UCD, y veremos pronto que su intento de copar la coalición de gobierno, y de dirigirle el rumbo hasta el punto de cambiarlo, e incluso preparando la defenestración política de Adolfo Suárez, será fundamentalmente una operación de los demócratas cristianos incorporados al Partido del Presidente desde los momentos iniciales, en los que Alfonso Osorio ejercía de reclutador. Hombres de vida política más bien efímera pero muy presentes entonces, como Landelino Lavilla, Herrero de Miñón y Óscar Alzaga, serán los portaestandartes de la corriente democristiana, que por cierto acabarán llevándose por delante no sólo a Suárez y a la UCD, sino también a ellos mismos.

Los resultados electorales del 15 de junio en verdad no dejaron satisfecha del todo a la UCD. Si habían nacido como Partido del Presidente, no tenían otro objetivo que el de conseguir la mayoría absoluta, para poder gobernar sin más ataduras que las propias. Pero les faltaron once escaños. A grandes rasgos, la radiografía del poder «ucedeo» recién nacido da un espectro muy peculiar. Vencen sin discusión en Galicia, Extremadura, Aragón, Navarra y Cantabria, en Baleares y Canarias, en Logroño y Murcia, y en las dos Castillas, pero en Madrid sólo por siete décimas (32,2 frente al 31,5 que obtuvo el PSOE, y eso sin contar al PCE, ni al PSP de Tierno Galván, que iba por separado). Pierden en Asturias, en Cataluña (en Barcelona se queda como cuarto partido, por detrás de los comunistas del PSUC, y con sólo 5 de los 33 diputados; ganarán en Tarragona). Algo parecido les sucede en el País Vasco (salvo en Álava, donde tendrán en Jesús Viana su hombre fuerte haciendo milagros, pero en Guipúzcoa se quedan sin diputados y en Vizcaya son el tercer partido, después de los socialistas y del PNV). Pierden y por mucho en Levante, salvo en Castellón. Y en Andalucía, con las excepciones de Granada, Almería y Huelva.

Aunque los resultados finales fueron buenos sin llegar a excelentes, se había dado un gran paso en la construcción de un partido de centro derecha. Para aglutinar un partido, cualquiera que sea su tendencia, no hay más que una vía: aumentar su fuerza y sus escaños. Frente a los que creen lo contrario y sostienen que ser pocos ayuda a unirse, la realidad política muestra la paradoja contraria; sólo el ascenso justifica la firme unión de los aliados. Una obviedad: la victoria aglutina, la derrota divide. Y la UCD, para aumentar en escaños y en fuerza no parecía tener, en la perspectiva de sus analistas más reputados —fundamentalmente del área democristiana—, otra alternativa que robarlos a la derecha tradicional hispana, representada por Fraga Iribarne y su Alianza Popular.

Así de simple era la tesis que propugnaba la más pedestre de las estrategias políticas y que se dio en denominar «la mayoría natural». Teniendo al PSOE comiéndole los talones como segunda fuerza y en ascenso —118 diputados y cinco millones y pico de votos—, los estrategas de la Unión de Centro Democrático —y algunos conspiradores desde fuera, como veremos— iniciaron un proceso de desgaste y desestabilización de su propio partido para llevar a la UCD hacia la confluencia con Alianza Popular y poder así obtener la ansiada «mayoría natural». Daban por bien perdida el área socialdemócrata, que también se enseñoreaba en la UCD, la que para ellos no era otra cosa que un caballo de Troya que acabaría integrándose en el PSOE.

Esa pelea estuvo presente desde el primer momento, pero aún se vivía en la euforia del triunfo y, por tanto, el sentimiento de pertenencia y de haber acertado en la primera apuesta creó una ansiedad por garantizar el incremento patrimonial. No es extraño que de esa concepción política, tan vinculada a la continuación e incremento de los patrimonios, surgiera una expresión en la cúpula de UCD que dio en llamar a la coalición el significativo nombre de «La Empresa». Así fue como nació «La Empresa», término coloquial y privado, aunque del dominio común de Pío Cabanillas, Abril Martorell, Martín Villa[2] y el mismo presidente Suárez, para referirse a la Unión de Centro Democrático.

La palabra «empresa» tenía un aire benevolente y envolvía a la política de lo que realmente era para ellos, una inversión y un beneficio. Sin embargo, el vocablo «partido», por las tradiciones de su formación en el franquismo, estaba no sólo desprovisto de grandeza sino que les repelía. Les faltaba aún experiencia para cargar con él como uno de los instrumentos fundamentales para encarar las tareas de gobierno. Además, conviene no olvidar que de los 165 diputados de la UCD, 54 figuraban como independientes. ¿Independientes de qué? Una anomalía que no dejaba de tener su lado surrealista, porque el presidente del Gobierno, presidente a su vez, y mientras no constara lo contrario, del partido o coalición que había ganado las elecciones, es decir, del Partido del Presidente, era paradójicamente un independiente.

Se podría decir que la UCD no constituía un partido sino una unión de partidos y grupos; pero eso era palabrería que no se creían ni ellos. Habían nacido de la voluntad del presidente, los sostenía económicamente el Gobierno del presidente, y en su funcionamiento habrían de hacerlo como un férreo partido en torno a un líder, el presidente Adolfo Suárez. Es lógico por tanto que desde la cúpula se tuviera más en consideración la idea de ser una «empresa», con su presidente ejecutivo, que un «partido» donde había unos estatutos y un programa ideológico, y todas esas cosas que parecen obligadas para constituir el instrumento político denominado «partido», según el cual se puede gobernar o pasar a la oposición.

Tan es así que aquello les parecía una empresa, que lo más sorprendente es que será el Rey quien primero saque conclusiones sobre esa condición tan beneficiosa de la política, como inversión directa y suculenta. En definitiva, Su Majestad había sido el primero en invertir en ella, puesto que se había sacado de la manga a un joven político del Movimiento Nacional para convertirlo en exitoso presidente del Gobierno, y sin necesidad de empujarle mucho acababa de conseguir el no-va-más de convertirlos a todos en demócratas, y además ganar las elecciones, creando oportunamente una «empresa» sobre la que Su Majestad, y otros muchos, tenían serías dudas de su viabilidad política y hasta comercial.

En un rasgo inédito en las relaciones internacionales, y me temo que en los comportamientos de cualquier jefe de Estado en una democracia, por muy recién nacida que fuera ésta, el Rey, consciente de su papel en La Empresa, envía una carta al entonces sha de Persia, Reza Pahlevi, pidiéndole la nadería de diez millones de dólares. La carta, escrita en francés, con la dirección y la despedida escritas a mano, tiene fecha del 22 de junio de 1977, y está enviada desde La Zarzuela.

Mi querido hermano:

Para empezar quisiera decirte cuán inmensamente agradecido estoy por que hayas enviado a tu sobrino, el Príncipe Shahram, a verme, facilitándome así una respuesta rápida a mi petición en un momento difícil para mi país.

Me gustaría a continuación informarte de la situación política en España y del desarrollo de la campaña de los partidos políticos, antes, durante y después de las elecciones (parlamentarias).

Cuarenta años de un régimen totalmente personal han hecho muchas cosas que son buenas para el país, pero al mismo tiempo dejaron a España con muy deficientes estructuras políticas, tanto como para suponer un enorme riesgo para el fortalecimiento de la monarquía. Después de los seis primeros meses de gobierno de Arias, que yo estuve igualmente obligado a heredar, en julio de 1976 designé a un hombre más joven, con menos compromisos, a quien yo conocía bien y que gozaba de mi plena confianza: Adolfo Suárez.

Desde aquel momento prometí solemnemente seguir el camino de la democracia, esforzándome siempre en ir un paso por delante de los acontecimientos a fin de prevenir una situación como la de Portugal que podría resultar aún más nefasta en este país mío.

La legalización de diversos partidos políticos les permitió participar libremente en la campaña (electoral), elaborar su estrategia y emplear todos los medios de comunicación para su propaganda y la presentación de la imagen de sus líderes, al tiempo que se aseguraron un sólido soporte financiero. La derecha, asistida por el Banco de España;[3] el socialismo, por Willy Brandt, Venezuela y otros países socialistas europeos; los comunistas, por sus medios habituales.

Entretanto, el presidente Suárez, a quien yo confié firmemente la responsabilidad del gobierno, pudo participar en la campaña electoral sólo en los últimos ocho días, privado de las ventajas y oportunidades que expliqué ya anteriormente, y de las que se pudieron beneficiar los otros partidos políticos.

A pesar de todo, solo, y con una organización apenas formada, financiado por préstamos a corto plazo de ciertos particulares, logró asegurar una victoria total y decisiva.

Al mismo tiempo, sin embargo, el partido socialista obtuvo un porcentaje de votos más alto de lo esperado, lo que supone una seria amenaza para la seguridad del país y para la estabilidad de la monarquía, ya que fuentes fidedignas me han informado que su partido es marxista. Cierta parte del electorado no es consciente de ello, y los votan en la creencia de que con el socialismo España recibirá ayuda de algunos grandes países europeos, como Alemania, o en su defecto, de países como Venezuela, para la reactivación de la economía española.

Por esa razón es imperativo que Adolfo Suárez reestructure y consolide la coalición política centrista, creando un partido político para él mismo que sirva de soporte a la monarquía y a la estabilidad de España.

Para lograrlo el presidente Suárez claramente necesita más que nunca cualquier ayuda posible, ya sea de sus compatriotas o de países amigos que buscan preservar la civilización occidental y las monarquías establecidas.

Por esta razón, mi querido hermano, me tomo la libertad de pedir tu apoyo en nombre del partido político del presidente Suárez, ahora en difícil coyuntura; las elecciones municipales se celebrarán dentro de seis meses y será ahí más que nada donde pondremos nuestro futuro en la balanza.

Por eso me tomo la libertad, con todos mis respetos, de someter a tu generosa consideración la posibilidad de conceder 10.000.000 de dólares, como tu contribución personal al fortalecimiento de la monarquía española.

En caso de que mi petición merezca tu aprobación, me tomo la libertad de recomendar la visita a Teherán de mi amigo personal Alexis Mardas, que tomará nota de tus instrucciones.

Con todo mi respeto y amistad.

Tu hermano,

JUAN CARLOS[4]

El sha de Persia debió quedarse literalmente perplejo ante el desparpajo y la bisoñez del Rey, y si bien respondió afirmativamente a la demanda, tuvo el buen cuidado de no hacerlo por carta. El ministro del sha anota, tras la reproducción de la misiva de Juan Carlos: «El Sha contestó a esta carta el 4 de julio de 1977. Está cariñosamente redactada, pero muestra una mayor precaución que la del rey de España. “En cuanto a la cuestión a la que aludió Su Majestad, transmitiré mis reflexiones oralmente”».

Fue gracias al derrocamiento del sha de Persia Reza Pahlevi, en 1979, y el exilio de quien había sido varias veces su ministro, Asadollah Alam, que hoy se puede documentar esta historia. La publicó en inglés dentro del libro titulado de El Sha y yo, un texto nada fácil de encontrar.[5] Años más tarde, en su entusiasta hagiografía de Adolfo Suárez,[6] escribe García Abad que de este dinero pedido por Juan Carlos, y generosamente donado por el emperador del Irán, «llegó mucho más al palacio de la Zarzuela que al de la Moncloa», con lo que alude un cierto reparto desigual. Y añade rotundo: «El episodio hay que inscribirlo con más propiedad en el capítulo de la picaresca real que en el de la historia de UCD». El bueno de García Abad apostilla que el asunto forma parte de «la complicidad» entre el Rey y Adolfo Suárez, manifestada no sólo en ese quítame allá esas pajas de diez millones de dólares del año 1977, sino en el viaje inmediatamente posterior que hará el presidente Suárez a Arabia Saudí, acompañado del administrador privado del Rey, Prado y Colón de Carvajal, para concretar otro préstamo del príncipe Fahd al Rey Juan Carlos y a la UCD. Cuenta García Abad, con sobriedad no exenta de gracia, cómo Prado y Colón de Carvajal, aprovechándose de que el presidente Suárez no tiene ni idea de inglés, hace de traductor, engañándole respecto a las cantidades que recibirá el monarca, con el consiguiente pellizco para Prado. Le convirtió los «thousand millions» (mil millones) en «millions» (millones) a secas.

No es extraño que una vez consolidado Adolfo Suárez gracias a las urnas, lanzada contra muchos pronósticos La Empresa, una de las tareas drásticas en las que se empeñe el presidente sea la de lograr el desalojo de Alfonso Armada Comín, general de artillería y marqués de Santa Cruz de Ribadulla, del palacio de la Zarzuela y de la intimidad oficial del Rey. Tenía medios el presidente para controlar con rigor y constancia las comunicaciones del secretario personal y político de Don Juan Carlos. Incluso tras vencer en las urnas e instalarse con mayor seguridad en el palacio de la Moncloa, su obsesión por las escuchas, que ya venía de antiguo, se había convertido en un hábito. Al presidente Suárez le gustaba, y mucho, saber qué decían y con quién hablaban todos aquellos que él quería colocar en el punto de sus intereses. Tenía pues medios para saber lo que pensaba en voz alta el general Alfonso Armada, dentro de La Zarzuela y fuera, al menos en aquel período incipiente de los Servicios de Información. Pero también tenía razones. La última y definitiva. El hombre que llevaba veintidós años siendo los ojos y oídos del Rey, no sólo había colocado a uno de sus hijos en las filas de sus enemigos de Alianza Popular como candidato, sino que además había apoyado la candidatura enviando cartas a posibles votantes con el membrete de la Casa del Rey.

Lo publicado por García Abad permite constatar que esta iniciativa era bien conocida por Adolfo Suárez y la cúpula de La Empresa, y que si bien los dineros no llegaron a la UCD, sí consintieron que, en una forma de negociación muy empresarial, el presidente Suárez hiciera la vista gorda a un dinero que no le era imprescindible, pero a cambio lograra atender que fuera relevado de La Zarzuela su más enconado adversario: el general Alfonso Armada, jefe de la secretaría del Rey, instructor y amigo íntimo de Su Majestad, ¡y el más pertinaz y sibilino aspirante a sustituirle en la presidencia del Gobierno unos años más tarde!

La Empresa, durante los meses que siguieron a la victoria electoral, parecía pues garantizar el futuro de todos. Ateniéndonos al del presidente Suárez, a quien cabe atribuir la máxima responsabilidad del triunfo, se concentró en la formación de un gobierno fuerte y muy diverso, y no estimó como debía el clima existente en la UCD victoriosa. Pensaba, quizá por su inexperiencia partidaria, que los trofeos de la victoria aplacarían la ambición de todos aquellos que habían ganado, muy especialmente gracias al apoyo gubernamental, que no reparó en gastos, y muy especialmente a su persona. Pero no fue así, porque tampoco nunca es así.

En buena parte de los integrantes de La Empresa había la convicción de que Adolfo Suárez no era el hombre idóneo para los delicados equilibrios que exigía una coalición recién nacida, en la que había un buen puñado de políticos que habían bregado con empresas mucho más difíciles que las de llevar un partido en clave de victoria. Joaquín Garrigues Walker, por ejemplo, era de una inutilidad absoluta y total para ganar electores, no digamos ya una elección, pero tenía experiencia empresarial y conspirativa, es decir, partidaria, y no estaba dispuesto a ser ninguneado por un suertudo que había pasado de un pueblo de Ávila, muy frecuentado por corderos, a la presidencia del Gobierno de España. Y quien dice Joaquín Garrigues, dice Fernández Ordóñez, Óscar Alzaga, Landelino Lavilla, Álvarez de Miranda… Como todos estaban en el secreto de cómo se había producido el milagro popular de Adolfo Suárez, creían formar parte de la curia con derecho al papado.

La formación del Gobierno, el segundo de Adolfo Suárez y el primero de la democracia, fue un parto complicado, quizá porque siempre lo son o porque la capacidad de Suárez como comadrona era más limitada que la de convicción. Si en el anterior, predemocrático, de un año antes, le habían echado una mano y más Alfonso Osorio, Torcuato e incluso el Rey, ahora estaba solo, y cabe añadir que no muy bien acompañado. Su único amigo íntimo entonces Fernando Abril Martorell le ayudó a constituir un polo gubernamental de «suaristas», y en este gesto está lo más significativo del Adolfo Suárez presidente democrático. Alfonso Osorio asegura que él no quiso formar parte del primer Gobierno de UCD por discrepancias con Adolfo Suárez. La verdad es que llevaba tiempo sin contar con él, para pensar en incluirle en el Gobierno; era otro bien ya amortizado, como tantos. Osorio representaba para Suárez el pasado en la forma de una gran coalición de franquistas de nueva y vieja añada; lo que el propio Osorio tenía en casa y con lo que se codeaba: democristianos conservadores de los «Tácitos» y franquistas en tránsito, amigos de su suegro. Osorio, de cuya inanidad política Adolfo necesitó apenas unos meses de compartir Gabinete para detectarlo, estaba fuera de su órbita. No contar con él también tenía la ventaja de evitarse un confidente del Rey en los Consejos de Ministros.[7]

Había dos personajes a los que sólo la capacidad de seducción de Adolfo Suárez podía incorporarles al Gobierno, y a ambos con gran tino, porque serían dos puntales de la nueva situación. Gutiérrez Mellado en las Fuerzas Armadas y el profesor Fuentes Quintana para la trastabillada economía española del momento. Si había dos cosas que molestaban al presidente eran el partido, no La Empresa en sí, sino específicamente la UCD como instrumento, y la economía, en general. Se lo cedió todo a su fidelísimo y veterano amigo, Fernando Abril Martorell, otorgándole categoría de vicepresidente. La economía y el partido eran dos campos que a Suárez le aburrían, e incluso le parecían de menor cuantía. Es decir, estrictamente operativos. Nada decisorios. El predominio de la Política, así en mayúscula, como forma de poder real emparentaría a Adolfo Suárez González con Maquiavelo, y sin saberlo. Quizá el retraso español en la vinculación de los instrumentos —los partidos— con la economía productiva —abandonando la arcaica concepción económica del Ministerio de Fomento decimonónico— esté en la base de la concepción política de Suárez como político antiguo, del XIX español, sustentado sobre el personalismo, el valor y la ambición, porque los demás saberes los da la vida. Fernando Abril sería el encargado de tratar con la UCD, su partido, y con Fuentes Quintana, su ministro. Y ambos se sentirán preteridos por este manifiesto desdén del presidente.

En el escalafón de poder que ahora otorgaba Adolfo Suárez, en solitario, sin tutelas, el primero a respetar era el general Gutiérrez Mellado —nombrado vicepresidente primero— porque el presidente sabía que el Ejército, la cúpula militar que tanto visitaba La Zarzuela, les detestaba a ambos, al presidente y a su ministro, pero que ahí había un foco de poder alternativo que debía ser controlado. Lo del segundo vicepresidente, Enrique Fuentes Quintana, era más por alabar su vanidad que por consideración política, dado el carácter inescrutable que para Suárez tenía la economía. Salvo en aquellas ocasiones imprescindibles por razones de protocolo, el desdén y hasta la ojeriza del presidente hacia los banqueros, financieros e industriales en general era absoluta. Se daba la particularidad de que a Fuentes Quintana, de quien el presidente no tenía ni idea hasta que se lo sugirieron como talento inalcanzable, le ocurría exactamente lo contrario; era un experto profesor y economista, con cierto desprecio, acumulado en el viejo Régimen, hacia la política práctica. Esto le acarrearía al presidente problemas imprevistos. A Fuentes Quintana le faltaba paciencia y cintura, elementos clave en aquellos momentos fundacionales de la democracia, y para eso el presidente creía contar con su fiel ayudante desde Segovia, Fernando Abril Martorell, vicepresidente para Asuntos Políticos, y con el ministro de Industria y Energía, Alberto Oliart, otro suarista en estado puro.

Luego, obviamente, debía repartir poder entre sus socios de coalición. Así, los democristianos Landelino Lavilla, Marcelino Oreja e Íñigo Cavero tuvieron las carteras de Justicia, Exteriores y Educación; el socialdemócrata Fernández Ordóñez, Hacienda; el liberal Joaquín Garrigues, Obras Públicas y Urbanismo; el andalucista Clavero Arévalo, la incipiente política hacia las autonomías que llevaba por título «Relaciones con las Regiones». Y luego una serie de personajes inclasificables como grupo fuera de sí mismos: Martín Villa siguió en Interior, que dejó de llamarse Gobernación; Pío Cabanillas se hacía cargo de Cultura, y el profesor Jiménez de Parga, de Trabajo.

Del carácter instrumental de aquel primer Gobierno de la UCD y de Adolfo Suárez baste decir que la primera rueda de prensa, el 11 de julio de 1977, tras el primer Consejo de Ministros, se celebró en los locales de Radio Televisión Española en Prado del Rey. Estado, Gobierno, medios de comunicación, todo era aún una misma cosa. Si todo era suyo, ¿por qué no echar mano del edificio más cercano al palacio de la Moncloa, como era el caso de Prado del Rey? Al fin y a la postre, todo era del Gobierno. Incluso el portavoz del Ejecutivo, el periodista Fernando Ónega, anunció que el presidente presentaría al Parlamento el programa del Gobierno «antes de fin de año». Si tenemos en cuenta que las elecciones se habían celebrado el 15 de junio, y se habían ganado sin programa alguno, lo que se dice «a pelo», presentar el programa en diciembre no podía considerarse precisamente exceso de celo gubernamental. Pero lo más surrealista habría de decirlo el propio portavoz, Fernando Ónega, hombre manso y periodista habilísimo y con buenas maneras, que había recuperado Suárez de los tiempos de Torcuato Fernández Miranda en los que este gallego ejerciente había curtido sus primeras armas. La frase merece la pena ser destacada porque retrata al presidente, al Partido del Presidente, a la transición y hasta a los periodistas que la escucharon y no estallaron en una sonora carcajada: «Es propósito del Gabinete (ministerial) contribuir al fortalecimiento de la oposición» (sic). ¡Y a fe que en muy poco tiempo lo conseguiría!

Bastó un estúpido incidente para que muchos se preguntaran en qué habían cambiado las cosas. Un diputado socialista por Santander, Jaime Blanco, fue apaleado por la policía cuando encabezaba una manifestación legal, y lo fue con el pleno conocimiento policial, algo así como «a ti el doble, por chulo y por creerte que por ser representante democrático no te íbamos a zurrar». ¡Al que más! La oposición socialista montó en cólera. Fue otro retrato de época, con la izquierda mesándose los cabellos ante el escándalo y la derecha sonriendo de la chiquillada: protestar por tan poca cosa como un diputado apaleado. Debía interpretarse como una manera de «fortalecer a la oposición», según el compromiso adoptado en el Consejo de Ministros. Este rifirrafe entre oposición y Gobierno iba a tener efectos secundarios en el propio seno del Ejecutivo. El ministro de Relaciones con las Cortes, y portavoz, el inefable y olvidado, ¡ay!, Ignacio Camuñas,[8] en un acto de narcisismo político sólo entendible conociendo la envergadura de su talento político, dimitió. Dimitía un ministro a los dos meses y veintidós días de su nombramiento porque se sintió preterido por el vicepresidente Abril Martorell, al fin y a la postre su superior, que había dado la respuesta del Gobierno por el incidente de Santander.

Suárez no salía de su asombro. Aceptó la retirada de Camuñas y de modo definitivo, y pusieron al siguiente en el escalafón ministerial, su subsecretario, Rafael Arias-Salgado, hijo de uno de los ministros de Franco que más se había distinguido por su afán represivo, lo que ya tenía mérito, y que desde este inopinado ascenso formaría parte del suarismo medular y sin falla.[9] Desde este momento, en la cúpula de la UCD hubo una mosca cojonera, Ignacio Camuñas, presidente, secretario general o lo que fuera, daba lo mismo, del Partido Demócrata Popular, asociado a la Internacional Liberal y poseedor de una cartera de valores, digámoslo así, de seis diputados en el Parlamento.

Mientras buena parte de UCD lloraba reiteradamente por las oportunidades perdidas cada jornada que pasaba sin llegar a acuerdos con Alianza Popular e ir preparando lo que algunos llamaban «la mayoría natural» y otros «la gran derecha», la perspectiva de Adolfo Suárez presidente estaba en quitarse de encima el aliento del PSOE, su auténtico adversario. Consciente de ello más que nadie, esa obsesión del presidente le obligaba a seguir un cierto juego con el PCE de Santiago Carrillo para calmar y acotar el territorio de los socialistas, que cada vez amenazaban más su cercado. Éste fue uno de los motivos de la incorporación primero de un economista como Fuentes Quintana en el Gobierno y mucho más aún la consecución de los Pactos de la Moncloa, que significarían para el presidente la garantía de poder gobernar sin que se formara una alianza blindada entre los partidos de izquierda y los sindicatos dominantes —Comisiones Obreras y la Unión General de Trabajadores—, controlados entonces absolutamente por el PCE y el PSOE.

Aquí es donde saltarán todos los resortes de la derecha económica española y se incorporará la recién nata CEOE[10] a la erosión conspirativa para la caída de Adolfo Suárez. Los Pactos de la Moncloa fueron un elemento, ni el único ni el más importante, que coadyuvó a radicalizar la toma de decisiones de la primera organización del empresariado español, que dirigía con ambición de liderazgo Carlos Ferrer Salat, flanqueado por un auténtico «sicario» de la política, que luego habría de servir a muy distintos dueños, siempre sin demasiado éxito, José Antonio Segurado. La conspiración fomentada por la CEOE frente a las conciliaciones suaristas tuvo dos frentes de actuación. El primero y fundamental, la colaboración nada desinteresada con los democristianos para alcanzar la confluencia con Fraga y su Alianza Popular en aras de obtener la ansiada «mayoría natural» que resolvería todos los problemas y cortaría los tentáculos hacia el poder de los socialistas. El segundo, la erosión del Gobierno, castigando al ala socialdemócrata y muy especialmente al profesor Fuentes Quintana, que si bien apenas tenía nada que ver con la socialdemocracia, bastaba su condición de egregio profesor para que se le asimilara al núcleo de la «cáscara amarga», expresión que antaño definía a los poco convencionales. Y Fuentes Quintana lo era.

Aunque parezca extraño hoy, la presión principal sobre el presidente Suárez no venía de la izquierda, que durante los primeros meses bastante tenía con hacerse a la realidad. En la segunda mitad de 1977 se produce el asentamiento del PSOE, la crisis de identidad del PCE, que se niega a reconocerse en su estrechez, y el proceso de liquidación, por ruina y derribo, de toda la radicalidad que se había posicionado fuera de estos dos referentes de la izquierda. Desde el Partido Socialista Popular de Tierno Galván hasta la gama de partidos maoístas, iniciarán una carrera en desbandada hacia la única organización que les garantizaba seguir haciendo, y viviendo, de la política: el Partido Socialista, PSOE, cuya versión González-Guerra podía estar ayuna de pasado pero tenía mucho futuro por delante.

La ofensiva más dañina contra Adolfo Suárez venía de la derecha. Desde la recién formada organización de empresarios (CEOE), presidida por el ambicioso muñidor Carlos Ferrer Salat que aspiraba a ser el Giscard d’Estaing español, hasta la extrema derecha añorante del pasado, incluidos los dos frentes fácticos: el Ejército, con sus altos mandos encrespados, y el propio Rey, que no perdía cuanta oportunidad se le ofrecía para dejar a Adolfo y a su Gobierno en evidencia. La Constitución les dio mayor impulso.

En el fondo y en la forma había grandes reticencias en la derecha, tanto «ucedea» como «fraguista», de que fuera necesaria una Constitución que rompiera con la Ley de Reforma Política. No se puede precisar exactamente cuándo optó Adolfo Suárez por la Constitución y abandonó la idea, tan suya, de ir adaptando el viejo molde de Torcuato a la realidad postelectoral. Posiblemente las incidencias de la negociación de los llamados Pactos de la Moncloa, como veremos, y muy especialmente de los apartados políticos —que, por cierto, se negarían a firmar Fraga y su Alianza Popular—, le convencieron de que el marco de Torcuato y el Rey eran unas andaderas que no le consentían correr. Y entonces él necesitaba correr ante el temor de que el PSOE le arrinconara mucho antes de sus previsiones. Pero el problema lo tenía a su derecha.

A finales de noviembre de 1977, tras una filtración interesada del borrador de la ponencia constitucional a dos diarios de notable influencia institucional,[11] la derecha sociológica se encabritó y la organización empresarial CEOE convocó un gran mitin circense en el palacio de los Deportes de Madrid. El mitin de noviembre fue la puesta de largo de Carlos Ferrer Salat como genuino candidato de una derecha fetén, nada contaminada del viejo Régimen, es decir, sin adherencias falangistas ni del Movimiento Nacional. Tenía una trayectoria de hombre de empresa y promotor de grupos y proyectos, y también el dato nada desdeñable de una fortuna personal consolidada.

El currículo de Ferrer Salat parecía elaborado para servir de humillación a Adolfo Suárez. Su familia estaba inscrita en el palmarés de la alta burguesía catalana, había estudiado en los mejores colegios y titulado en buenas universidades. Había coqueteado, pero con seriedad de muchacho de rigurosas ambiciones, con la oposición liberal al viejo Régimen; incluso había cooperado en la creación del Círculo de Economía, una institución ya señera de la sociedad civil catalana, tan diferente (¡ay!) de la mesetaria, al menos por entonces. Asimismo, políglota sin imperfecciones, buen lector, con patrimonio propio, multiplicado al casarse con una dama belga, Blanca Serra di Migni. Por si le faltara algo, había sido campeón de España de tenis en 1953. Exhibía una soberbia desbordante de rico con ambición ilimitada y sentía hacia Adolfo Suárez González, más conocido como el presidente Suárez, un desprecio tan infinito que casi se podría decir sedimentado en el odio.[12]

Ninguna institución o grupo de presión o empresa o partido invirtió tanto esfuerzo y dinero en el acoso y derribo del presidente Adolfo Suárez como la Confederación Española de Organizaciones Empresariales. El mitin del Palacio de los Deportes madrileño, con Ferrer Salat de figura estelar, fue un éxito de crítica y público, y logrará que el presidente y la UCD abjuren del texto filtrado a la prensa y lo suavicen, para evitar el encrespamiento de la derecha económica y sociológica. Pero Ferrer Salat seguirá siendo el dinamitador del Gobierno de UCD y se convertirá en un patético aspirante a la derrota: jamás hombre alguno hizo tantos esfuerzos por destrozar a un presidente en ejercicio y jamás tuvo oportunidad ni siquiera de ser ministro. En abril de 1978 volverá a lanzar una andanada contra el presidente y tendrá el dudoso honor de ser la única persona denunciada por Suárez en el memorándum que entregó a los periodistas en condiciones de confidencialidad (of the record). La patronal, y Ferrer Salat en su nombre, se ensañaban con el presidente.

El Adolfo Suárez arrebatador y temerario duró apenas hasta finales de 1977. La Ley de Amnistía, sobre la que era evidente que planeaba el miedo al estamento militar,[13] los Pactos de la Moncloa y su política exterior, en vez de abrirle camino y morder sobre su izquierda —la auténtica amenaza estratégica—, no hacían sino crearle fisuras en su propio grupo, aún un magma de doce partidetes, donde el carácter de gran comedero no bastaba a las ambiciones de los barones. Llegó hasta las navidades driblando las crisis internas como podía, jugando siempre a prestidigitador: nunca le faltaba un conejo para sacar de su chistera.

La crisis de febrero de 1978 y la dimisión irrevocable del profesor Fuentes Quintana en un momento crítico de la economía —un paro galopante y una inseguridad general— las interpretó el presidente a su estilo. Si se va el profesor, mejor, así lo llevará todo Fernando Abril, que era amigo suyo —primera condición—, que sabía de eso —segunda condición— y que tenía paciencia para explicárselo cuando era menester —tercera condición obviable—. Enrique Fuentes Quintana había durado como vicepresidente y responsable económico del Gobierno siete meses y dieciocho días, y otorgó al presidente un par de regalos que nunca le agradeció. Uno, los Pactos de la Moncloa. Un auténtico plan de estabilización, logrado gracias al consenso de la izquierda y los sindicatos, para abordar una economía que galopaba hacia el abismo con un 44 por ciento de inflación, una deuda de catorce mil millones de dólares y un paro que ya tocaba el millón de desempleados.

La actitud conciliadora de la izquierda contrastaba con la virulencia de las derechas, que desde la empresarial CEOE y Alianza Popular creían ver en los pactos, no la mordaza que fue para el movimiento sindical, sino un contubernio entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Ellos rechazaron los Pactos de la Moncloa y tuvieron la desvergüenza de firmar sólo su parte económica y rechazar la parte política; algo así como aprobar la ley del embudo. Todo lo que hacía referencia a la libertad de expresión, la despenalización del adulterio y el amancebamiento, incluso elementos tan poco citados hoy en los recordatorios y las historietas de la transición como la despenalización de los anticonceptivos, fueron rechazados por la Alianza Popular de Fraga, con el beneplácito de la CEOE y la suscripción subterránea de los democristianos del Partido del Presidente.

El otro regalo de Fuentes Quintana a Suárez fue la reforma fiscal, que reivindicaría como suya Francisco Fernández Ordóñez, ministro de Hacienda, pero que estaba pensada, diseñada y ofrecida por el profesor Fuentes Quintana, considerado el segundo reformador fiscal de la historia de España, después de Alejandro Mon y su reforma de 1844. ¡Desde 1844 hasta 1978, manda cojones! Entre pelear con la gota malaya de la CEOE, que le propinaba día tras día los epítetos y descalificaciones más rotundas, y los intentos de explicarle al presidente Suárez los rudimentos de una economía sana, cosa prácticamente imposible en época de recesión generalizada, Fuentes Quintana tiró la toalla y se fue a su casa, consciente de que no tenía razón alguna para haber salido de ella. Guardaría siempre un recuerdo espantoso de ese período, como economista práctico que asumió las líneas maestras de la transición.

Por entonces el profesor Fuentes Quintana acababa de cumplir cincuenta y cuatro años y gozaba de una experiencia profesional de primer orden y cierto olfato político, el suficiente como para entender que el presidente no estaba dispuesto a defender lo firmado en los Pactos de la Moncloa, y anunciarle que ante los nuevos vientos que soplaban en la UCD y en la presidencia del Gobierno, él se retiraba. Un enfrentamiento con el ministro de Industria, Alberto Oliart, respecto a la nacionalización de la Red de Alta Tensión, a la que se negaba el ministro, le sirvió de motivo para tirar la toalla: «Suárez —escribió años después Fuentes Quintana— ya no tenía la pasión reformadora del principio de la transición porque las diferencias en el partido eran cada vez mayores».

Es muy significativo que a un hombre como Enrique Fuentes Quintana le sustituyera Fernando Abril Martorell, amigo íntimo de Suárez y vicepresidente del Gobierno, ingeniero agrónomo, cuyos conocimientos en el ámbito económico le parecían inmensos a un hombre ayuno de toda la ciencia económica desde que se inventó el comercio. Resolvió la crisis de Fuentes Quintana a su modo y manera, con un atajo. Estamos todavía en los prolegómenos de la teoría del atajo, poco señalada en la forma de hacer política suarista, pero muy importante para entender al personaje. Con Fernando Abril llevando la economía, concentraba varios elementos hasta entonces dispersos. Con Fernando tendría la economía al alcance de la mano. Primero, porque sabía hacerse entender por Adolfo al primer guiño, y segundo, porque tratándose de un hombre duro de carácter, podía enfrentarse con aquel gremio hirsuto del empresariado, que interpretaba la transición como una especie de sarampión que le había entrado a la gente común y para el que no había otra vacuna que la demostración del más tradicional procedimiento: palo y zanahoria. En la zanahoria, a su juicio, se había pasado Adolfo Suárez.

Aprovechó la salida de Fuentes Quintana no sólo para poner a su amigo y confidente Fernando Abril, sino también para cambiar en Industria a Oliart por Agustín Rodríguez Sahagún, un viejo conocido de la familia Suárez González, que acabaría siendo íntimo del presidente, pero que por aquel entonces ejercía en la cúpula de la infranqueable enemiga CEOE —era representante de la Pequeña y Mediana Empresa—; con ese estilo típico, Suárez pensaba que incorporando a uno de los suyos serían más benévolos con él. Una vez más se equivocaba, pero el espejismo encandiló a la UCD como otro golpe genial del último conejo en la chistera del presidente. Cuando se enteraron de los cambios, los analistas aseguraron que el Gobierno, con la salida de Fuentes Quintana, había pasado por una crisis. ¿Crisis? La respuesta la dio el democristiano Íñigo Cavero, ministro de Educación: «No hay crisis de Gobierno. Únicamente se ha producido un mayor mimetismo entre el Gobierno y el partido». ¡Mimetismo entre el gobierno y el partido! Teniendo en cuenta que la UCD era un hervidero de conspiraciones, no se trataba de otra cosa que de un giro conservador para calmar a las fieras democristianas y liberales.

La manera de Suárez de abordar los problemas políticos se podría calificar de compulsiva. Si detectaba uno, se iba a por él derrochando tiempo, audacia y hasta talento, pero todo lo demás quedaba a la espera, siguiendo su curso, e incluso podía ser abandonado a su suerte. Un modo de gobernar que puede ser eficaz si se cuenta con un buen equipo de gobierno, conjuntado y con un jefe respetado, y sobre todo temido. Una de las características más singulares del período de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno es que resulta difícil encontrar a alguno de sus ministros y colaboradores que pensara en el presente. Salvo él, todos parecían futurólogos. Estaban ansiosos de futuro, quizá porque siempre interpretaron, con mayor o menor consciencia, el período suarista como una interinidad, y esto daba a la febril actividad política del presidente un aire de bombero apagafuegos. O él se ocupaba de un asunto o el asunto esperaba hasta que él girara la vista y viera el fuego; no bastaba con que se lo advirtieran, necesitaba verlo él. Así ocurrió con Cataluña.

El desconocimiento de todo lo referente a Cataluña por parte de Adolfo Suárez lo pagó la UCD y él mismo. De no ser por la oportuna «invención» de Tarradellas, por más tardía que fuera, Cataluña hubiera constituido una anomalía en el proceso de transición español. Tanto o más que el País Vasco, porque no se trataba de una división entre nacionalistas y no nacionalistas como allí, sino en algo que a la altura de 1977 —fijémonos en la fecha— resultaba mucho más peligroso: la fractura entre izquierda y derecha de la sociedad catalana. Su conocimiento de las peculiaridades del mundo catalán no pasaban de Castellón, tierra fronteriza, donde había veraneado en los bregados años de su primera ascensión política. No tenía ni idea. Unas declaraciones al semanario francés Paris Match, en agosto del 76, incluían una frase sobre el catalán —y el vasco— que se interpretó como una provocación; una exhibición gratuita de ignorancia y torpeza políticas.[14] Ni se le había ocurrido pensar que había una diferente forma de afrontar la política, el presente y el pasado, de Cataluña respecto al resto de España. Así se fue a las elecciones del 15 de junio.

Los socialistas de Cataluña se constituyeron en la primera fuerza política con el 28,4 por ciento de los votos y 15 diputados. Luego les seguían los nacionalistas moderados de Pujol, con 11 diputados, y pegaditos a ellos en número de votos, y con 8 escaños, los comunistas del PSUC[15] con el 18,2. La izquierda en Cataluña sumaba casi el 50 por ciento del electorado y estaba en condiciones de imponer una alternativa muy diferente a la que Adolfo Suárez y la UCD pudieran desear.[16] La operación Tarradellas servirá exactamente para unificar ese criterio, avalado por las instituciones —desde el Rey hasta el Ejército—, que cooperaron en la vuelta de quien entonces llevaba décadas aparcado en un rincón de la Francia profunda, consumido entre la correspondencia y la impotencia, a la patética espera de una oportunidad. Y ésta llegó.

Si hay una característica que distingue a las clases dirigentes de Cataluña de las del resto de España es su capacidad para convertir sus triunfos sociales o sus ejercicios de supervivencia en victorias colectivas, cambiándolas de sentido. No sólo en hechos del pasado muy pasado, sino también de la contemporaneidad. Un ejemplo. Si el Congreso Eucarístico de 1952 en Barcelona marcó la cima del franquismo en su forma de nacional-catolicismo, con una sociedad catalana entregada al Dictador y a su socio, el papa Pío XII, este hecho se transformará con el tiempo, y varias manos de pintura historiográfica, en una muestra del enfrentamiento de la sociedad catalana frente a la Dictadura.

En otras palabras, pase lo que pase de negativo o humillante, el tiempo lo transforma en lo contrario, y así es motivo de celebración patriótica. El tema da para mucho, pero queda aquí solo apuntado a la espera de mejor ocasión. Pero la operación Tarradellas, o la «invención» de Tarradellas, que fue un producto del poder central, de Madrid, que se diría en la terminología catalanista, para frenar la inquietante situación política de Cataluña, con el tiempo sería asumido por la sociedad catalana como una victoria frente al poder central; una recuperación de las tradiciones institucionales. Si en el momento de depositar el voto en las urnas del 15 de junio de 1977 le hubieran preguntado a cualquiera de los dirigentes políticos —no digamos ya a los votantes sin cualificar— si sabían que con su voto iban a recuperar a Josep Tarradellas, líder de Esquerra Republicana durante la guerra civil, que se hacía llamar presidente de la Generalitat en el exilio y del que se habían pitorreado todos por su incompetencia, cobardía y turbiedad, se hubieran quedado perplejos. Pero más aún si se les añadía que lo iban a recuperar el presidente Adolfo Suárez y el Rey, tras el visto bueno de las Fuerzas Armadas.

Lo que para el presidente Suárez fue una sorpresa, prueba de su novatez y su ignorancia sobre Cataluña, no lo era para aquellos sectores de las clases dirigentes catalanas que contemplaban alarmadas la aplastante hegemonía de la izquierda en una sociedad, como la catalana de entonces, más abierta y liberal que la de cualquier otro lugar de España. Fue nombrar a Adolfo Suárez presidente del Gobierno y a Alfonso Osorio vicepresidente, que ya estaba Manuel Ortínez llamando a la puerta para ofrecer la operación Tarradellas antes de que fuera demasiado tarde.

Desde los años cincuenta, Manuel Ortínez mantenía relaciones con Tarradellas, al que facilitaba su supervivencia con fondos conseguidos a duras penas de los empresarios catalanes a los que representaba, primero en el textil y luego con la Banca. Había sido nada menos que director de SECEA (Servicio Comercial Exterior del Algodón) y, por tanto, el que había hecho ricos a muchos industriales del textil catalán y había evitado la ruina de otros tantos. Había creado un banco —Industrial de Cataluña— y luego se hizo cargo de la dirección general del Instituto Español de Moneda Extranjera, dependiente del Ministerio de Comercio, entonces en manos de un personaje del Opus Dei, Faustino García Moncó. Buena parte del empresariado catalán de la época franquista tenía en Ortínez su hombre de confianza. Por si fuera poco, su última ocupación conocida era la representación en España de la Unión de Bancos Suizos.

Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio desde 1954, no hacía otra cosa que esperar la oportunidad que sólo le podía venir de Ortínez; de lo que Ortínez representaba, se entiende. Las visitas a la finca con viñedos de Tarradellas en Saint-Martin-le-Beau eran peregrinaciones a un santuario antiguo para muchos, que esperaban que el viejo president se muriera y dejara vacante el cargo. De este modo se podía decidir la sucesión en la propia Cataluña, donde las fuerzas políticas habían dejado a Tarradellas como quien arrincona la momia del museo. Pero no se murió, sino que casi los entierra a todos. Ante aquella clase política salida del franquismo, sin veteranía política, poner frente a Tarradellas a Suárez o a Martín Villa o al Rey era convertirle en estadista. Lo que había estado esperando desde hacía tantos años. Porque oportunidades, lo que se dice oportunidades, como máximo te ofrecen una en la vida. Y para él era la última.

Manuel Ortínez entró en contacto con Alfonso Osorio, poco después de que fuera designado vicepresidente del Gobierno. Se conocían de antiguo, cuando Ortínez ejercía de director del Instituto de Moneda Extranjera y Osorio de subsecretario de Comercio. Les unía la ambición política y les separaba todo lo demás, porque mientras Ortínez era un genuino representante de la burguesía catalana —nada menos que el representante en España de la Unión de Bancos Suizos, el guardador de los secretos más íntimos de una clase social que vivía del secreto, ¿dónde aseguraba sus dineros?—, Osorio estaba mucho más cercano a hombres como su suegro, Antonio Iturmendi, paradigma de la oligarquía mesetaria pese a sus orígenes vascos. Después de vencer la resistencia del presidente Suárez, Ortínez les explicó cuál era la situación catalana y cómo la incorporación de Tarradellas podía ser un elemento decisivo para inclinar la balanza hacia el lado gubernamental y centrista.

Para Suárez toda esa historia le resultó sorprendente, porque desconocía quién era Tarradellas y la tradición que representaba, pero le llamó la atención la seguridad y el tono con que «vendía» el producto Manuel Ortínez, un auténtico viajante catalán según los tópicos, pero en grado superlativo. Quien le haya conocido no le cabrán dudas de que su capacidad pedagógica y su brillantez para el regate en corto hacían de él un embajador de excepcional eficacia. Los temores del presidente Suárez estaban más en las reacciones que podían provocar sus contactos con Tarradellas que en el hecho en sí. Especialmente preocupante podía ser la reacción del Ejército —estamos hablando del otoño de 1976—, muy susceptible siempre ante los fenómenos nacionalistas.

¡Si no estaría Tarradellas dispuesto a todo ante su última oportunidad, ni Manuel Ortínez seguro de que su apuesta iba a demostrarse impecable, que ambos aceptaron que los Servicios de Información del Alto Estado Mayor de la Defensa enviaran a Saint-Martin-le-Beau a un par de emisarios para someter al «muy honorable President de la Generalitat de Catalunya en el exilio» a un chequeo de españolidad y conservadurismo político! A su vuelta redactarían un informe al Alto Estado Mayor.

La entrevista tuvo lugar en la residencia del honorable Tarradellas el 26 de noviembre de 1976, pero los dos emisarios que acompañaban a Manuel Ortínez descubrieron ya en el primer encuentro que se trataba de un veterano de ese gremio del que ellos desconocían todo, un profesional de la política. Les sorprendió que no aceptara la entrada de los dos emisarios, sino sólo de uno. Curiosamente quedó fuera el catalán, el comandante Monteys. Quizá para curarse en salud de los dobles testigos, y asegurarse de que ante posibles filtraciones de la entrevista siempre le quedara el recurso de mantener su palabra frente a la del otro, ¡no frente a dos! Finalmente se quedó con el que no hablaba catalán —Monteys era catalanohablante—, y por si fuera poco, tuvo siempre a su lado, mudo, a Manuel Ortínez.

El hombre que se entrevistó con Tarradellas en su casa de SaintMartin-le-Beau era nada menos que Andrés Casinello, teniente coronel de Estado Mayor, formado en Estados Unidos, agente en todo tipo de operaciones de los Servicios de Información. Había empezado trabajando a las órdenes del almirante Carrero Blanco, en los primeros años setenta, y volvía a hacerlo con el presidente Suárez, que era buen amigo de su hermano José desde los años de su milicia universitaria. Se aseguraba que sus buenos oficios habían sido decisivos para la pronta caída del presidente Arias Navarro. En el informe que redactó a su vuelta a Madrid incluía una reflexión personal digna de ser recordada viniendo de quien venía: «Es una pena que España haya perdido durante muchos años talentos como éste». Pero lo que de verdad acabaría interesando a todos es un párrafo del informe de Cassinello: «No quiere que el Gobierno [de Suárez] pacte con los grupos [políticos catalanes]. Quiere ser el intermediario, el protagonista. Piensa que su autoridad moderará las posturas, que su institución salvará el enfrentamiento entre Cataluña y el resto de España».[17]

Meses más tarde, Tarradellas viajará a Madrid y se entrevistará con Suárez. La primera toma de contacto entre el presidente y Tarradellas fue desastrosa. Ambos se mantuvieron en sus posturas y no tenían nada más que decirse; se levantaron y dieron por terminada la reunión. A la puerta del palacio de la Moncloa, los periodistas interrogaron, ávidos, al honorable Tarradellas, quien les respondió impasible que «el cambio de impresiones ha sido sumamente satisfactorio… excelente».

Mientras Tarradellas dejaba caer estas palabras, Rodolfo Martín Villa pasaba al despacho de Suárez, impaciente por conocer el resultado. Adolfo fue implacable: «Con ese viejo cabezón no hay nada que hacer». A Martín Villa no le quedaba otra cosa que hacer que irse a su casa, pero al salir, los periodistas que revoloteaban por la puerta a la espera de algún comunicado oficial o nuevas impresiones, abordaron a Rodolfo con las siguientes palabras: «Ya nos ha contado Tarradellas que la entrevista ha sido satisfactoria y se han entendido muy bien… ¿Qué tiene usted que añadir?». Ni siquiera respondió con el murmullo que le es habitual; volvió sobre sus pasos, entró en el despacho del presidente susurrando: «Estamos ante un hombre de talla política», y le contó lo sucedido con la prensa. Novatos e ignorantes, desconocían que un elefante político como Tarradellas había escogido ya el sitio donde morir, y sólo le quedaba esperar. Ya le llamarían, y con prisas.

El honorable visitó al Rey, veinticuatro horas más tarde de lo convenido, porque el capitán general de Cataluña, Coloma Gallegos, una acémila cuartelera, había protestado enérgicamente, y hubo de convencerle de que nada cambiaba. El Rey, debidamente engrasado y asesorado, facilitó un nuevo contacto entre Suárez y el presidente histórico de la Generalitat. Cuando volvieron a sentarse, se entendieron perfectamente. Los problemas que planteaba Tarradellas eran formales, no de contenido, y a Adolfo las formas nunca le preocuparon. Por eso, cuando los resultados electorales del 15 de junio aparecieron como abrumadores se puso en marcha la segunda parte de la operación Tarradellas, su entronización y entrega del mando.

El 27 de junio aterrizaba en Madrid el presidente en el exilio de la Generalitat de Cataluña. Llegaba en el avión privado que le había cedido Luis Olarra, empresario y líder político del suarismo en el País Vasco,[18] recién nombrado senador digital por el Rey. Le acompañaba el cabeza de lista por la UCD de Barcelona, Carlos Sentís, que tan sólo lideraba ¡la cuarta fuerza de Cataluña!, y Manuel Ortínez, el muñidor principal de aquella operación, quien se habría de encargar luego de la Conserjería de Interior y Presidencia en el primer gobierno de Tarradellas en Cataluña, sin que nadie osara preguntarle a qué partido o grupo de opinión representaba. Apenas seis meses más tarde, el president recién sobrevenido del exilio conseguía que la hegemonía de la izquierda en Cataluña fuera neutralizada con la colaboración entusiasta y suicida de sus propios dirigentes. Pero ésta ya es otra historia, ligada más a la transición en genérico que a Adolfo Suárez como presidente.

La historia referida al presidente Suárez alcanza hasta los prolegómenos: constatar la evidencia de que la UCD en Cataluña era una fuerza minoritaria, y había que compensarla con la atracción de una figura diametralmente opuesta a la suya. A cambio del respeto institucional, es decir, de las formalidades del cargo, Josep Tarradellas, «el muy honorable», se encargaría de ir limando la anomalía catalana que amenazaba la estabilidad de la transición. Cuando años más tarde los militares golpistas traten de dar con el 23-F «un golpe de timón», se citará a Tarradellas como ejemplar metáfora.[19]

Al presidente Suárez le desesperaba la cotidianeidad de la política, ese tran-tran aburridísimo, según el cual hay que recibir a un diputado por Murcia y a un colega navarro y a otro de Badajoz, y asumir sus propuestas para que se conviertan en verdad de ley en los presupuestos. De eso había vivido ya tanto que le repugnaba. Adolfo era sobre todo un jugador. La gente entiende lo de jugador como derivado de juego, de diversión, de pasar el tiempo, y no es verdad. Un jugador de ley asume el arte de jugar como una tarea fascinante en la que se mezcla la suerte, la voluntad, la ambición y el talento. Y posiblemente, sin darle demasiadas vueltas, tenía razón, porque así ocurre en el arte, en la literatura y hasta en las altas finanzas. La estrategia de los fuertes, ¿acaso era otra cosa que un gran juego? La Constitución, por ejemplo. ¿Cómo abordarla?

Había voces en el seno de la UCD, en su orilla más cercana al viejo Régimen, que no encontraban demasiadas razones para abordar una Constitución completa y de nuevo cuño. Ya se vería más adelante; porque el político, según el veterano estilo, primero hacía y luego legislaba. Cuando en el año 2000 el ex presidente Felipe González hizo una alusión a la desgana suarista hacia la Constitución de 1978, se desató una auténtica ofensiva mediática, que es lo que suele ocurrir cuando algo o alguien rompe el consenso del dogma sobre la transición, según el cual todos, empezando por el Rey y terminando por el último columnista institucional, fueron partidarios de la legalización del Partido Comunista, todos defendieron con su pluma y con su pecho las libertades y la amnistía para los presos y exiliados políticos, todos lucharon a su manera por terminar con la odiosa Dictadura y todos, salvo un puñado de resentidos, defendieron una Constitución integral y democrática.[20]

Visto en perspectiva de hoy, cumplidos ya los treinta años de Constitución, puede parecer un asunto desaforado, pero situémonos a comienzos de 1978, con un presidente que se sentía acosado por una derecha que se imaginaba desposeída de su anterior situación de privilegio y que consideraba a Suárez proclive al pacto, a la componenda, al contubernio en suma; eso que hoy se señala como rasgo benéfico y gratificante por los mismos que ayer lo denostaban. La tarea para ellos debía concentrarse en frenar las ínfulas socialistas, mostrarles que habían perdido y volcarse en tratar de que no pudieran ganar nunca, o al menos en mucho tiempo.

Ante este espíritu de temor y prepotencia aparecía la tentación a prolongar las situaciones, ese estilo arcaico en el que Franco se había demostrado genialoide. ¿Por qué no prorrogar la Ley de Reforma Política que tan bien había venido en las elecciones del 15 de junio? Si sirvió para el año 1977, igual podía servir para unos cuantos más, hasta que se les bajara el frenesí a los socialistas. Que esa tentación existió, y que como tal fue discutida, es una evidencia, pero para llegar a imponerla se hubiera necesitado que la victoria de UCD hubiera sido incontestable, absoluta, y sobre todo que los hermanos separados de la mayoría natural derechista, Alianza Popular, hubieran obtenido una superior influencia parlamentaria. Haberse quedado como cuarta fuerza —¡y detrás del denostado Partido Comunista!— los hacía un compañero de juego poco vistoso y sin autoridad para cooperar en esa andadura.

Si algo fue indiscutible en Adolfo Suárez, en su larga trayectoria sembrada de vericuetos, fue su sentido de la realidad, por más teñido de voluntarismo que se presentara. Con el aliento del PSOE en el cogote, es decir, de la izquierda amenazante, no había posibilidad alguna de mirar hacia atrás y ampararse en los viejos recursos de Torcuato Fernández Miranda. Bastaba aquella actitud cicatera de Alianza Popular respecto a los Pactos de la Moncloa para que el presidente entendiera que no le quedaba otra vía que la elaboración de una nueva Constitución.

Hacer una Constitución. Palabra que desde el último franquista en ejercicio hasta el propio Rey les sumía en la inquietud. Una Constitución, seamos claros, no le servía a Su Majestad de nada más de que nueva fuente de conflictos con el poder fáctico militar, y eso sin contar que no aumentaría sus propias prerrogativas sino todo lo contrario. Era suficiente señalar que la iban a hacer civiles tratando de responsabilidades que entonces se consideraban patrimonio de las Fuerzas Armadas, y si algo caracterizó este período de la transición a la democracia fue la oposición del estamento militar a ser regido por civiles, incluso a cualquier intromisión de lo civil en sus territorios. Cuando se desate la rebelión militar del 23-F, lo único evidente desde el primer momento es que la autoridad militar estaba convencida de que podía hacer entrar en razón a los civiles.

La Constitución aparecía por tanto como una necesidad política ineludible, pero cuyos peligros, para todos los que partían de una situación de privilegio, eran patentes: tanto el Rey como sus edecanes militares y otros poderes fácticos no menos influyentes aunque más discretos; la Iglesia católica, sin ir más lejos. Que los socialistas pusieran a Gregorio Peces Barba como ponente constitucional no se debía a sus conocimientos como profesor de Derecho Constitucional —hasta entonces su especialidad había sido Filosofía del Derecho—, sino a su acendrado catolicismo.

El espurio debate sobre si el presidente Suárez quería o no una Constitución tras las primeras elecciones democráticas es una partida entre tahúres. Ni el ex presidente Felipe González en sus declaraciones explica todo,[21] ni sus numerosos e indignados detractores dicen lo que saben. Por supuesto que el presidente Suárez ya disponía a comienzos de 1977, meses antes de las elecciones de junio, de un proyecto de Constitución. Fue prácticamente una de las últimas iniciativas del tándem Torcuato Fernández Miranda-Adolfo Suárez, ya en trance de ruptura. La iniciativa de Torcuato la pasa el presidente a la subsecretaría técnica de la Presidencia, donde José Manuel Otero Novás la hace suya, y para festejar tal evento le ponen por nombre el del restaurante donde se congratulan.[22]

Y si afirmo que ese debate resulta hoy ejercicio de tahúres es porque el borrador constitucional de enero de 1977 —obra de Fernández Miranda— y las correcciones de los «juristas» de la subsecretaría —marzo de 1977— no tienen nada que ver con una Constitución de nueva planta, sino que son «el desarrollo lógico», que diría Fernández Miranda, de la reforma política por él promovida. Tras las elecciones de junio del 77 y sus resultados, el dilema que se le presentaba al presidente Suárez consistía en lo siguiente: ir un poco más allá, y adoptar la proposición de cambio que tanto el Rey, los poderes fácticos y los colaboradores ultraconservadores como Otero Novás deseaban, o aceptar la exigencia de la oposición socialista,[23] que consistía en hacer una Constitución sin atenerse a borrador alguno de la Reforma Política de Torcuato.

Resulta una obviedad pensar que si la UCD, como Partido del Presidente y del Gobierno, hubiera obtenido una mayoría absoluta más que holgada, lo que estaba en sus previsiones, el guión que hubiera servido de pauta no podría haber sido otro que el borrador de la subsecretaría de la Presidencia. Pero no pudo ser así, pese a las críticas acerbas de algunos de los suyos —democristianos y juristas como Landelino Lavilla y Herrero de Miñón, que ya habían colaborado en los retoques al proyecto de Torcuato—, quienes consideraban excesiva la condescendencia del presidente Suárez ante las presiones socialistas. Nadie parece querer recordar que la consigna defendida entonces por los actuales albaceas del ex presidente era: «¡Hay que pararles los pies!».

Tras muchas presiones y debates, al final el presidente lo entendió como inevitable, pero no parece que fuera muy consciente de la trascendencia del invento que tenía en sus manos. Tanto es así, que no hizo esfuerzo alguno por conseguir que los nacionalistas del PNV, nada esquivos entonces, la asumieran, y cuando la rechazaron, no sin significativas voces de alarma, Suárez estaba convencido de que eso en el fondo no tenía la menor importancia. Para él era más importante un acuerdo en los presupuestos que una aceptación del marco del Estado, porque en los presupuestos estaba muy bien definida la diferencia entre lo real y la teoría. Los nacionalistas, todos sin excepción, catalanes y vascos —Galicia estaba conquistada por su partido y el de sus parientes de Fraga, porque Galicia era la plasmación de la mayoría natural—,[24] le producían sarpullidos cuando sacaban a relucir historias identitarias y viejos agravios. Él se entendía muy bien con ellos en el cara a cara, y lo demás se lo dejaba a sus ayudantes para que resolvieran las necesidades del camino, en las que Fernando Abril era un eficacísimo zapador.

La Constitución, auténtico jalón histórico para todos los mitómanos de la política, a él le parecía un envite difícil, porque no se trataba sólo de un paso de elefante, artículo tras artículo, disposición accesoria tras disposición accesoria, sino que también conllevaba el riesgo del referéndum. Y luego el dilema: ¿debía o no convocar elecciones tras la aprobación constitucional? Aquí es donde estaba el huevo de la historia. En esas decisiones se podía jugar la estabilidad de su presidencia.

Convertido su viejo amigo Fernando Abril Martorell en el hombre decisorio para la economía, volvía a serlo para la Constitución. Se asegura, y hay mucho de cierto, que los escollos mayores del texto constitucional fueron negociados mano a mano entre los dos grandes partidos: Alfonso Guerra por el PSOE y Fernando Abril por la gubernamental UCD. De ello alguien podría deducir que se trataba de grandes constitucionalistas, cuando la verdad es que ambos estaban ayunos de muchas cosas pero muy especialmente de todo lo referido a leyes; el primero tenía una formación literaria y el segundo, agrícola. Para solventar los escollos técnico-jurídicos, ambos contaban con un equipo dispuesto a todo, especialmente, a lo que les mandaran. La elaboración de la Constitución no tuvo otras dificultades que algunas cuestiones esenciales que afectaban a Alianza Popular, huérfana aún del franquismo que la había alimentado, y a los nacionalistas vascos, que plantearon, en mucha mayor medida que los catalanes, algunas tesis de principios que fueron dribladas a la manera del nuevo tándem Suárez-Abril Martorell; se transaba en lo pequeño y lo demás les importaba un comino. La colocación del PNV fuera de la Constitución de 1978, su discutida abstención, no fue apreciada como un elemento de inestabilidad futura. A los protagonistas de esta historia el futuro les importaba un comino. Se vivía al día, y hasta peligrosamente.

Cuando la ciudadanía se desayunó aquel 22 de noviembre del año primero de la democracia pudiendo leer en dos periódicos —El País, de Madrid, y La Vanguardia, de Barcelona— el borrador de la ponencia constitucional, entonces sí que nadie se acordó de aquel otro borrador de Torcuato y de los fontaneros jurídicos de Presidencia preparándose para el porvenir. El borrador que pudieron leer, gracias a una interesada filtración, provocó la más brutal ofensiva contra el presidente Suárez «y su Constitución». Es obvio decir que en ese borrador no había ni un hilo con el que pudiera llegarse hasta aquel otro ya citado y que tanto debía a la Ley de Reforma Política torcuatina. La derecha, dentro y fuera de la UCD, consideró el borrador como una provocación: se reconocía el divorcio, la aconfesionalidad del Estado, la enseñanza privada (de la Iglesia católica) no iba a ser subvencionada salvo excepciones, e incluso incluía el término «nacionalidades».

No podían creérselo. O sea que ellos, que habían apoyado a Suárez como un hombre con el adecuado pedigrí del viejo Régimen, para abordar sin aventuras los nuevos tiempos, ahora se había pasado con armas y bagajes, muchos bagajes, al otro lado de la barricada. Lo juzgaron intolerable. Aquí es donde surgiría la aparición estelar de Carlos Ferrer Salat y su CEOE, capitaneando la indignación conservadora. La paradoja, la aparente paradoja, estaba servida. Un catalán de la modernidad más rabiosa encabezando la protesta del macizo de la raza hispana contra el presidente traidor que procedía del Movimiento.

De aquí surgiría la campaña que culminaría con el mitin ya citado del palacio de los Deportes madrileño, e inmediatamente la UCD, que negociaba la Constitución, bajó muchos enteros en sus pretensiones modernizadoras. Lo que no obsta para que Abril Martorell siguiera mostrándose implacable en el control personal de la negociación y sumamente irritado ante las «iniciativas individuales». Tanto él como Suárez estaban casados con dos damas vinculadas estrechamente al Opus Dei, lo que les hacía especialmente engorrosa la campaña demonizándoles, acusándoles de cómplices de la descristianización de España. Y aun cosas peores. Como símbolo de la situación y el momento, baste decir que a Torcuato Fernández Miranda, senador digital del Rey pero adscrito después a la UCD con la intención de continuar en la carrera política, se le ocurrió proponer la sustitución del término «nacionalidades» del borrador constitucional por el más ambiguo y realista de «comunidades», tal y como había escrito en su antiguo borrador. La reacción de Abril Martorell fue brutal y humillante: «Se está aquí a lo que se está. O se calla y mantiene la disciplina del grupo de UCD o se marcha». Se fue del grupo parlamentario de UCD para siempre jamás.

Se puede decir sin exagerar que mientras duró la elaboración y las discusiones del texto constitucional, el presidente vivía sus horas de mayor irritación. Consideraba que la ingratitud de aquellas naderías políticas que él había sacado de sus agujeros, haciéndoles diputados, senadores, altos cargos… le pagaban con la peor de las monedas, la misma que le reprocharán a él en momentos muy concretos de su trayectoria: la ingratitud. Y por si fuera poco el mal trago constitucional, debía afrontar al tiempo la situación del partido. No quedaba otro remedio que convocar el primer congreso de la Unión de Centro Democrático. ¡Al fin el congreso fundacional de la UCD! Caso único quizá en la historia, un grupo que gana las elecciones, que lleva gobernando en mayoría desde hace un año, y aún no es ni un partido, ni tiene un programa, ni los militantes saben lo que defienden fuera de la apelación a «nuestro querido presidente Suárez y nuestro talante centrista».

Los incidentes y cabildeos del I Congreso de UCD le confirmaron en que había que poner en marcha todo de nuevo; llevar a aquellos paniaguados al campo de batalla, para que se foguearan y demostraran que se ganaban las regalías al menos con el sudor de su lengua. Mientras se cierra el proceso constitucional y se organiza el primer congreso de la UCD, se le empieza a ocurrir al presidente, muy apoyado por su cancerbero Abril Martorell, la brillante idea de convocar elecciones generales. Y no sólo eso, sino el órdago a la grande, inmediatamente después, al rebufo del éxito: ir a elecciones municipales, las primeras en España desde 1933.

No le dejaban otra alternativa que asumir todo el poder y agarrar la bandera del giro conservador en su partido. Ganarlos con su propia estrategia. Y así va a intentarlo en el más complicado juego de carambolas. Ir a por todas y no amilanarse ante nadie. Es verdad que, una vez aprobada la Constitución, podía someterse a la investidura como primer presidente constitucional. Le hubiera bastado con la segunda vuelta para tener la investidura asegurada.[25] Pero optó por las elecciones.

Era una forma también de aglutinarlos a todos ante el riesgo y la batalla, y respondía implícitamente a la amenaza de Fernández Ordóñez, que había amagado con dimitir si tras el referéndum constitucional no se convocaban elecciones. Pero conociendo el frágil paño de su ministro de Hacienda y sus colegas, los «rabanitos» socialdemócratas, apenas pasaba de una incitación a rebelarse. Frente a lo que solía decir la gente, él sabía que los socialdemócratas abandonarían el barco cuando ya no mantuviera el rumbo y el adversario estuviera esperándoles en la otra orilla, pero los piadosos democristianos le traicionarían mientras le daban besos, como Judas. Además, y por encima de todo, quería gobernar con mayoría absoluta; así se acabarían gran parte de los problemas. Creía que éste era el mejor momento. Si él había traído desde la presidencia la nueva Constitución, igual que antes había hecho con la reforma, ¿quién mejor que él para capitanear esa victoria histórica de la primera Constitución española elaborada por consenso?

La aprobación en referéndum de la Constitución lo consideró un triunfo personal, frente a la tibieza de los socialistas y el abstencionismo activo de una parte de su propio partido, que no ocultó —como demostrarían algunas actitudes en el I Congreso de la UCD— lo poco que le gustaba esa Constitución consensuada. No obstante, el éxito de los resultados globales —una participación del 67,11 por ciento y un 87,87 por ciento de votos favorables— no podía ocultar que en el País Vasco y Navarra la abstención había alcanzado el 51,20, siguiendo las consignas del nacionalismo, el moderado y el radical. La abstención de Galicia, que se acercó también al 50 por ciento, tenía otro tipo de motivos vinculados a la desgana política, pero también al escaso entusiasmo de ciertos sectores de la UCD —controladora de las cuatro provincias gallegas— respecto a la Constitución.

El mismo día que apareció en el Boletín Oficial del Estado el texto de la Constitución, a las nueve de la noche, en horario de máxima audiencia y por la única televisión existente —TVE—, Adolfo Suárez intervino durante siete minutos muy pensados, en los que anunció, para perplejidad de la inmensa mayoría, que el primero de marzo habría elecciones generales y que un mes más tarde, el 3 de abril, las primeras municipales de la democracia. Era la noche del 29 de diciembre de 1978 y nadie tenía por qué ser consciente de que Adolfo Suárez, el presidente, echaba su último órdago, digo bien, su último órdago para recuperar una situación que se le iba de las manos. ¿Por qué no aceptó someterse a la investidura sin pasar por las elecciones? Porque hubiera sido tanto como tener miedo y mostrarlo. Miedo al Partido Socialista, que se vanagloriaba ya del final del «adolfato», y miedo a los suyos, que le daban por amortizado.

Fue como si recitara un mantra. Vamos a ir a elecciones generales porque tengo que conseguir la mayoría absoluta para poder gobernar sin ataduras y poniendo al PSOE en su sitio. Vamos a ir a elecciones generales porque la UCD necesita una gran victoria para cerrar las heridas de los resentidos. Y una vez que venzamos arrolladoramente el día primero de marzo, lograremos convertir las elecciones municipales en un aplauso general a nuestra política. Con los mimbres de las glorias del primero de marzo allanaremos los ayuntamientos. ¿Qué mayor propaganda local que ser los que vamos a controlar el grifo de los fondos del Estado? Y en exclusiva, gracias a la mayoría absoluta.

Hoy se diría que se trataba de una versión política del cuento de la lechera, pero estamos a finales de diciembre de 1978 y ahí tenemos a Adolfo Suárez y al puñado de caballeros arremangados —señoras con el refajo, no había ni para los dedos de una mano— asumiendo que el primero de marzo Adolfo Suárez no quiere sólo ganar él, quiere derrotar a sus adversarios. El presidente entendía vivir sometido a un triple acoso —de su partido, de la oposición y de los poderes fácticos— y ante estas situaciones operaba su instinto de jugador temerario.

De una parte su partido, que por más que gozara de las mieles del triunfo, no podía quitarse de encima una sensación de provisionalidad, casi de precariedad, como si ellos mismos fueran los primeros en entender que aquello no estaba destinado a durar. Los democristianos plantaban combate desde la salida de su máximo promotor, Alfonso Osorio, y empezaban las maniobras para consolidarse como fuerza hegemónica del centrismo, con ambición de sumar a la derecha fetén. En el fondo y en la forma, sentían un miedo cerval al aliento del PSOE que creían ya en el cogote.

Por si fuera poco, en las propias filas ucedeas estaban los socialdemócratas de Fernández Ordóñez, auténticos caballos de Troya que les hacían padecer aún más su debilidad ante el amenazador enemigo. Incluso habían tenido la desfachatez —inaudita, todo hay que decirlo— de entrevistarse con la oposición. No era fácil de entender, y menos aún de explicar, que una facción del partido gubernamental, con varios ministros en ejercicio, se entrevistara con el enemigo socialista al margen de cualquier decisión de la presidencia del Gobierno y del partido. Que los socialdemócratas de Fernández Ordóñez estaban en el sitio equivocado, aunque muy cerca de la mantequilla, no se cansaban ellos de decirlo, eso sí desde sus cargos de responsabilidad ucedeos. No debe haber muchos precedentes en la vida parlamentaria como el que protagonizaron a finales de 1978 dos ministros —Fernández Ordóñez, de Hacienda, y García Díez, de Comercio— y un subsecretario, Carlos Bustelo, entrevistándose con el jefe de la oposición, Felipe González, en secreto y con ocultación a su presidente de Gobierno.

Por más que se tratara de gente bien pagada y alimentada, y hasta fina y educada, la UCD daba la impresión de un ejército de Pancho Villa con traje y corbata, donde se sumaba cierta falta de autoridad dirigente —Adolfo Suárez nunca tuvo autoridad entre los líderes ucedeos; era una fuente de poder pero no emanaba autoridad—, una ausencia de responsabilidad política, de madurez, quizá producto de su inexperiencia en la vida partidaria y la peculiaridad de un partido nacido para ocupar un vacío, no para alcanzar el dominio y la hegemonía del Estado. Se podría decir, sin exagerar mucho, que salvo Adolfo Suárez y un puñado de fidelísimos, que pensaban que aquello podía ser eterno, los demás, la mayoría de la UCD, tuvieron desde el primer momento conciencia de lo efímero, y por tanto estaban al quite para atisbar por dónde podían ir los tiros antes de que se iniciara la balacera.

Había que ir transformando aquella Empresa, que había conseguido situarse la primera en el ranquin electoral, en algo parecido a un partido político, con sus estatutos, susceptibles de ser tergiversados, por supuesto, pero al alcance de todos. Y sus escalafones y sus méritos y sus oficinas y sus profesionales contratados. Y resolver el dilema de convertir un conglomerado, que aspiraba a ser coalición, en un partido serio, disciplinado, aunado bajo la dirección de un jefe sin el más mínimo carisma entre sus iguales. Ése sí que era el enigma de la transustanciación política de la UCD y de su pragmático presidente. Él quería un partido para poder gobernar cómodamente y seguir ganando elecciones, cada vez con mayores proporciones. Lo demás eran pendejadas. Así se afrontó el divertidísimo I Congreso de la Unión de Centro Democrático.

El paso previo consistió en crear un Consejo Político, en septiembre, para que iniciara la disolución de la coalición y convocara el congreso. La Empresa estaba compuesta por doce partidos, que mejor hubiera sido llamar «familias», y luego una troupe de independientes, tan independientes como Adolfo Suárez y Martín Villa, por ejemplo. Una anomalía más, porque no creo que exista algún precedente de un grupo político —coalición o partido—, vencedor de las primeras elecciones democráticas en cuarenta años, que celebrara su congreso fundacional tras ganar las elecciones. Incluso se fue a inscribir en el Registro de Partidos Políticos un mes después de la victoria en las urnas.

Si el congreso inaugural de la UCD como partido ya constituía un abracadabra, el objetivo de unificar a aquel conjunto de familias, usufructuadoras de la victoria del 15 de junio, se entreveía como tarea de titanes. De titanes acostumbrados al trato con hormigas, todo sea dicho. La familia partidaria de los Camuñas —eran dos hermanos, aunque figuraba sólo Ignacio— que se denominaba Demócratas Populares —seis diputados, incluido Ignacio, por Valladolid— y la aleve militancia de la Federación de Partidos Socialdemócratas —cuatro diputados, incluido Fernández Ordóñez, por Zaragoza— no veían con buenos ojos la unificación. Y se entiende, pues no es lo mismo viajar en taxi que marchar en autobús. Luego había un problema añadido: una vez unidos, pegados o amalgamados, ellos, la UCD, ¿qué era?, ¿cómo se definiría? Peliaguda incógnita que no habría de resolverse nunca y que se mantendría hasta su disolución. Los de Camuñas estaban en la Internacional Liberal, pero los de Álvarez de Miranda (diecisiete diputados) tenían a gala su veteranía en la Unión Europea Democristiana.

Y el asunto no era baladí, porque como siempre ocurre con las cosas de la ideología, mientras se hablaba de ideas y de pasado se referían a los patrimonios. Ningún partido estaba dispuesto a renunciar a las suculentas subvenciones que les concedían sus internacionales respectivas, incluidos viajes, becas y cursos de formación. No es extraño pues que fuera el propio Ignacio Camuñas quien diera, en mi opinión, la mejor definición de «la cosa»: «Probablemente UCD es la síntesis más certera de lo que hoy podemos denominar historia de la transición, o lo que es lo mismo, de cómo llegamos los españoles a la democracia por arte de magia».[26]

La definición ideológica del partido tendrá la impronta de Adolfo Suárez, porque es monda y lironda, como una calva o un melón, inatacable e inocua, lo tiene todo y nada, como si el presidente hubiera pedido al ideólogo de turno: tú preocúpate de que nadie quede fuera. Y así salió: «Democrático, progresista, interclasista, europeísta e internacionalmente solidario…». Luego vendría «la asunción de los valores humanistas y los de la ética de la tradición cristiana». ¡La ética de la tradición cristiana! Un hallazgo que reflejaba la singularidad entre patológica y milagrera de la UCD. Porque se podrían combinar las tres palabras y daría un juego tortuoso pero divertido: la tradición de la ética cristiana, ¡la cristiana tradición de la ética!, o nada menos que la ética cristiana de la tradición. Lo cierto es que había muy serias dudas sobre si aprobar el divorcio y un rechazo absoluto a tratar del aborto en cualquiera de sus formas.

Lo importante para el presidente era construir un instrumento donde las decisiones fueran ejecutivas y no se encontrara que los diputados, elegidos gracias al peso de la Administración, se las diesen de autónomos y no siguieran las órdenes de voto. Él mismo lo expresará cuando proponga a Rafael Arias-Salgado como secretario general: «UCD es presidencialista y el secretario general no tiene el protagonismo político que en otros grupos».[27] Incluso el problema ideológico era para él algo trascendente y no precisamente por cuestiones teóricas. Por más que desdeñara a los ideólogos y demás zarandajas, había algo que saltaba a la vista: la radiografía electoral de España tras el 15 de junio. Dos partidos se disputaban el poder —el conglomerado ucedeo y el socialista— y los demás, a muchas leguas. Pero atención, primero los comunistas y luego los aliancistas de Fraga y sus magníficos, por ese orden. Para Adolfo Suárez estaba claro que era el PSOE quien le disputaba el poder, y por tanto no era posible otra política que la de centro-izquierda, tratando de retrasar lo más posible la inevitable victoria socialista que cerraría la transición democrática en su sentido estricto: la alternancia en el poder con la izquierda.

Lo más curioso es que los talentos estratégicos de la UCD, del área democristiana, negaban esa realidad y proponían un gran frente derechista frente a la amenaza socialista. Ése será el elemento decisivo para el derrumbe de UCD, y los democristianos tienen la responsabilidad de haber sido los dinamitadores. Suárez optaba por una evidencia dictada por su olfato político; sólo una UCD de centro-izquierda podía mantenerse en el poder el tiempo suficiente para consolidarse como partido. Atención, no se trataba tan sólo del desdén del presidente a las ideologías, sino también la percepción de que el país no quería volver al pasado, ni aventurarse en algo con peligro de perderlo todo. El retrato político-ideológico de Adolfo Suárez tras la victoria del 15 de junio, más apurada de lo que sus expertos auguraban, está compilada en una frase que soltará al periodista que le hizo la pregunta del millón: «Señor Presidente, ¿a cuál de las tres tendencias que imperan en la UCD —liberal, democristiana y socialdemócrata— se adscribe usted?». Y Suárez, con aquella risa complaciente de sus días de gloria —fue en la rueda de prensa del 28 de junio, tras el plenario con todos sus diputados en el palacio de Congresos—, le dijo impávido: «A la resultante de todas ellas».

Y era verdad. En el momento en que una de las tres patas del banco ucedeo se descolgara, el asiento político del presidente se vendría abajo. Por eso el I Congreso de UCD no podía ser otra cosa que un torneo de exhibición antes de la batalla, y el presidente consideraba que por eso mismo era tan necesario como olvidable. Como profesional de la política, sin la cual no sabría qué sentido dar a su vida, entendía que el Poder, la Administración por decirlo en lenguaje bajo en calorías, aglutinaba más que cualquier definición ideológica. Se equivocaba sólo en un sentido: su partido estaba formado por amateurs, de economía saneada, y no por profesionales sin otra ambición que triunfar para poder seguir.

Al presidente no le preocupaba crear un partido —de lo que no tenía ni idea—; lo que quería era ese maldito instrumento para gobernar, o lo que es lo mismo, para mantenerse en el poder. Quizá también por eso se resistió todo lo que pudo antes de convocar el I Congreso. Primero nombró a tres delegados para que resolvieran los problemas operativos. Luego se inventó unos Comités de Notables que demoraron aún más cualquier planteamiento de conjunto, y como única solución ante lo inevitable —el congreso fundacional—, apostó por un secretario general de coordinación, que no fue otro que Landelino Lavilla, convertido en barón demediado a lo Italo Calvino —por la mañana, democristiano; por la tarde, coordinador unitarista—, y cuya ambición estaba a punto de desbordarse. ¡Fue imposible, no había más salida que ir a un congreso fundacional!

El I Congreso de la Unión de Centro Democrático se abrió el 19 de octubre de 1978, dieciséis meses después de ganar las elecciones, y como no podía ser menos, se celebró en Madrid, donde estaban instalados la mayoría de los altos cargos del Gobierno. Por deferencia al anfitrión, intervino en primer lugar para dar la bienvenida a los congresistas el alcalde de la ciudad, José Luis Álvarez, notario y representante de la facción más conservadora entre los democristianos. Aunque su nombramiento no había pasado por las urnas, no defraudó y marcó el rumbo. Lo hizo dando un sesgo derechista a sus proposiciones políticas y atacando con descaro, rayano en la mala educación, a los socialdemócratas de su propio partido. Aunque el ataque tenía mayores pretensiones, Álvarez insistió en uno de los puntos que formaban el hondón de los democristianos, la facción de los «Tácitos», la más colaboracionista con el franquismo, y que consistía en reiterar que la democracia la habían traído ellos y no las fuerzas antisistema de la Platajunta socialcomunista.

Si el que abrió el congreso marchó de esa guisa, no sorprenderá que Francisco Fernández Ordóñez, cabeza de fila de los socialdemócratas —catorce diputados— fuera el menos votado de los líderes. El que más fue Adolfo Suárez, el presidente. Los comentaristas políticos del evento señalaron «que Suárez es lo que une a los hombres y los grupos de UCD, eso está fuera de discusión y así se comprobó durante los minutos iniciales del Congreso constituyente».[28]

Ciertamente logró ser elegido presidente de la UCD por 1.460 votos de los 1.700 compromisarios. Por interés estratégico de Adolfo, se consiguió que saliera elegido secretario general del partido Rafael Arias-Salgado, del que ya hemos hecho alguna referencia —hijo de ministro franquista y casado con otra hija de ministro franquista—; ahora añadiremos un par de rasgos más que explican la astucia y falta de prejuicios del presidente Suárez a la hora de servirse de quien fuera menester. Rafael Arias-Salgado había sido el autor de un famoso editorial en la revista Cuadernos para el Diálogo en el que se ponía al recién nombrado presidente Adolfo Suárez, como no quieran dueñas. Por si fuera poco, Rafael pertenecía al ámbito de los socialdemócratas de Fernández Ordóñez. Hay que admitir, sin ningún género de duda, que la confianza depositada en él por Suárez se cumplió escrupulosamente, y a partir de entonces mantuvo una encomiable y nunca recompensada fidelidad a Adolfo hasta en los peores momentos.[29]

Si hay una característica que marque la manera de hacer política de Adolfo Suárez, ésa es la velocidad. Es posible que el genio de los intuitivos se llame velocidad y Suárez fuera su encarnación. En ese sentido es en el que cabe entender los trascendentales pasos que va a tomar, y si ese rasgo de la rapidez de reflejos había sido hasta ahora como un comodín que multiplicaba el valor de los naipes del presidente, haciéndole ganar todas las partidas, ahora iba a suceder lo contrario. La velocidad que se necesita para salir a flote puede ser la misma que le lleva a uno a hundirse. Hay que retener el carácter fulminante de la secuencia: publicación en el BOE de la Constitución, intervención en TVE y convocatoria de las elecciones sucesivas (en marzo generales y en abril municipales). Desde la visión del protagonista podía haber anunciado: yo hice la Constitución, o al menos me la deben, y yo convoco elecciones, por partida doble, para ratificarme.

La velocidad del presidente quería romper cualquier traba y forzar las defensas del enemigo; las de su propio partido y las del adversario. Por entonces se decía «Adolfo es imparable», y era verdad. Había tal cantidad de frentes dirigidos por una sola persona, que cualquiera que no fuera Adolfo Suárez se hubiera sentido perdido y en trance de enloquecer. Suárez siempre pensó ingenuamente —nadie se libra de la ingenuidad, como nadie se libra de los resfriados— que lo más difícil había quedado atrás, y esa ingenuidad única le llevará a la quiebra. Lo peor estaba por llegar. A nadie que va ganando le descabalgan de su montura. Cierto, en general; pero las características de la transición consentían tanto que el presidente jugara individualmente su gran partido, como ser anulado por otros que también echaban su gran partida. En el fondo, la aprobación de la Constitución no parecía haber cambiado las reglas del juego, es decir, seguía sin haber reglas. Había poderes fácticos.

Y aquí es donde por primera vez se hizo público y patente el tercer frente de acoso. Además de su propio partido, que hervía de ganas de morir de éxito, y además de la oposición socialista, que acababa de engrandecerse con la asimilación del Partido Socialista Popular de Tierno Galván, lleno de figuras y de deudas, ahora era Don Juan Carlos de Borbón quien daba un paso adelante y adoptaba una postura beligerante. La intervención del Rey con ocasión de la Pascua militar, el 6 de enero del que sería para Suárez inestable año 1979, resultó brutal, y casi insólita entre los tópicos mensajes Reales que se prodigaban cada año por esas fechas; que si Navidad, que si Fin de Año, que si la Pascua. Esta vez no. El Rey Juan Carlos, y quienes le asesoraron y escribieron el discurso, hacía una crítica a la clase política en general que debía ser interpretada de la única manera posible, como un rapapolvo y una advertencia. Así lo interpretó la cúpula militar, mientras el Gobierno no se dio por aludido. La oposición y los medios de comunicación no detectaron nada especial.

El Rey asumía el papel de portavoz del malestar de los altos mandos de las Fuerzas Armadas y expresaba, casi explícitamente, una advertencia a los civiles para que tomaran conciencia de que por, esa vía, ellos —entiéndase, los militares y Su Majestad a la cabeza— no estaban dispuestos a pasar. «Para la evolución política que en España era necesario realizar, el papel de las Fuerzas Armadas encerraba y encierra una trascendencia fundamental. Porque los Ejércitos no sólo son útiles cuando actúan sino también cuando saben contemplar serenamente ajenas actuaciones». Un discurso tenso, cuyas únicas citas personales son tan contradictorias como Alfredo (sic) de Vigny y el teniente general Gutiérrez Mellado. Consigna: hay que pararse, dejar de correr. «Llevar a cabo todas las innovaciones que sean imprescindibles para adaptarse a los nuevos tiempos… Pero sin prisas, sin excesos ni precipitaciones, con el ánimo de eludir cuantos perjuicios sea posible. Y sin abordar más reformas que las oportunas».

Es un discurso bronco, irritado, con evidente intención de formar piña con el más alto estamento militar. Ausencia total de cualquier referencia a la sociedad civil, pero presentándose como garante e intermediario entre los mandos, a los que exige disciplina, y la sociedad, a la que reconviene porque demanda demasiado. Los cambios, despacio. Reformas, las imprescindibles. Lo que debe leerse en clave castrense: no habrá más cambios ni reformas, porque advertimos que se ha ido demasiado lejos. Él se encargará de que los políticos y su presidente del Gobierno —al que no se cita ni una sola vez— atiendan al mensaje en posición de alerta máxima. En resumen, agradecimiento al poder fáctico y compromiso de que está con ellos, de que es uno de ellos, alarmado ante la irresponsabilidad de los políticos. Un discurso de complicidad entre la Corona y las Fuerzas Armadas que fue muy bien recibido por el estamento castrense.

La estrategia de Adolfo Suárez no tenía nada de complicada, pero partía de una concepción temeraria de la política. Por su propia personalidad, y después de haber pasado por pruebas que a cualquier otro menos correoso que él le hubieran dejado por el camino, el presidente estaba en un momento particularmente exaltado de su personalidad. No había nada en el horizonte que él no pudiera alcanzar. Hablar a Europa y decirle un par de cosas que se les habían olvidado. Así hizo en su intervención ante el Consejo de Europa en el mes de enero del 79. Citó a Ortega y Gasset, habló de la idea de Europa y se valoró a sí mismo, resaltando todo lo que había hecho en «sólo dos años después de abrir el proceso con la Ley para la Reforma Política», con lo que enunciaba bien alto que ese todo se lo debían a él. Y como el canto exaltado de sí mismo no tenía límites, apuntó que el cambio político «era lo que el pueblo español había esperado durante muchos siglos». Ahí es nada, muchos siglos. Ahora bien, como esto sucedía en los últimos días de enero y a poco más de un mes de las elecciones, toda exageración era material de campaña.

No se arredraba ante nadie ni ante nada. Ni el Premio Nobel. Un buen día la noticia sorprendía a propios y extraños. El Parlamento noruego iba a conceder el Premio Nobel de la Paz al presidente Adolfo Suárez. Luego se lo entregarían al egipcio Sadat y al israelí Begin, lo cual no era más que otra estafa, pero durante varias semanas la atención del país se mantuvo en torno a Suárez, candidato al Nobel de la Paz de 1978. Enésimo motivo de irritación del Rey, que se creía con muchos más derechos y autoridad para demandarlo, pero que Suárez interpretó a su manera de jugador con baraja propia. Cada uno debía hacer por sí mismo, exactamente igual que había hecho el Rey desde el primer día de su designación como sucesor del Caudillo.

El invento fue tan sencillo como un juego de niños, aunque algo más caro, evidentemente. El multifacético Rafael Ansón, que había dejado la dirección de RTVE pero que seguía siendo hermano del presidente de la agencia oficial de noticias EFE, se puso en relación con el financiero noruego Trygve Breudevold —una de las grandes fortunas de los países nórdicos— y éste envió a todos los periódicos de su país un artículo en el que se hacía un canto al presidente Suárez y a todos los españoles que habían animado la reforma democrática. Ésta fue la única nominación oficial del presidente Suárez al Nobel de la Paz, en reñida competición con Sadat y Begin. La iniciativa, que formaba parte de la campaña organizada por los Ansón en torno a Suárez, venía a confirmar el refrán greco-chipriota: «Mientras le quede un diente, el zorro no será piadoso».

Ante este impulso avasallador, no cuesta entender que el presidente afrontara las primeras elecciones posconstitucionales con una única meta. No un propósito, ni una intención, sino un objetivo: conseguir la mayoría absoluta para gobernar sin pactos ni mediaciones; el gobierno auténtico, absoluto, de Adolfo Suárez. Superar el hándicap del 77 y hacerlas con la personalización más absoluta. Un cartel con su rostro, seductor y candoroso, y un lema «UCD cumple», lo que era tanto como decir «Suárez cumple». Las del 79 debían ser sus elecciones. Una incontestable victoria resolvería todas las dificultades, desde las puñaladas en el interior de su propio partido —el I Congreso había exacerbado aún más las inquinas y el desdén de la facción democristiana hacia el presidente— hasta ese segundo trago de las elecciones municipales, donde la izquierda se hacía demasiadas ilusiones.

Las elecciones de marzo de 1979 se convirtieron en la única y obsesiva tarea del presidente; ganar con mayoría absoluta, para gobernar solo, igual que lo había hecho en 1977, pero con más experiencia y menos ataduras. Esa aspiración era tanto como avisar que no se repararía en medios y que toda la carne suarista, toda, se echaría en el asador. Nadie, y menos que nadie él mismo, era consciente de que iba a ser su última gran campaña electoral desde el poder. A nadie, empezando por él mismo, se le habría pasado por la cabeza tamaña hipótesis que rozaba el disparate.

Es la última vez que vamos a ver a Adolfo Suárez en acción total, echando el resto hasta quemar la máquina. Hará trampas hasta el último día de campaña, cuando por primera vez, y última, se convierta en pregonero del miedo, aunando en su persona tanto el centrismo de la UCD como el tono amenazador de Alianza Popular. Él solo va a tratar de asumir la «mayoría natural». Pactará previamente con todo el mundo, en la claridad de su objetivo: asentar una mayoría absoluta que le conceda el prestigio necesario para poner orden en su partido y hablar de tú a los poderes fácticos, ya fuera Su Majestad, ya los excelentísimos capitanes generales con mando en plaza, que conspiraban unas veces juntos y otras por cuenta de cada cual, pero cada vez con mayor descaro.

No era que UCD tuviera que ganar las elecciones de marzo, es que el Gobierno debía ganar las elecciones con su presidente a la cabeza. Hasta tal punto esto es así, que a los ministros en ejercicio los colocó el presidente como cabezas de lista provinciales.[30] Para estar seguro al cien por cien de que nadie le echaba arena en el motor, que él quería de máxima potencia, puso como jefes de campaña a los hermanos Abril Martorell, los dos, Fernando y Joaquín, que eran como de casa. Colocó a Rafael Ansón como jefe de imagen, que estaba entonces en la aureola de su inconmensurable éxito, primero porque su hermano José María estaba presidiendo la agencia oficial de noticias EFE, y además porque acababa de pasar por la prueba del nueve de la imagen, el mayor éxito que habían conocido los tiempos de la transición: restituir la imagen de Rodolfo Martín Villa, ministro del Interior. Ello le valió el apelativo, entre cariñoso y cómplice, de Rafita «El Sucio». A Rafita se le atribuirán las dos argucias más sonadas de la campaña.

La primera argucia fue la intervención en la cadena radiofónica SER, entonces líder indiscutible de audiencia, donde en un falso directo, y con las preguntas preparadas, el presidente Suárez se sometió durante varias horas a las cuestiones amañadas por boca de radioyentes elegidos por la Secretaría de Estado para la Información. Fue obra de Manolo Ortiz y de su segundo, el periodista Josep Melià, con la colaboración inestimable a pie de estudio de un periodista marrullero, Federico Ysart.

El trabajo con la prensa fue tan tenaz y concienzudo, que se invitó particularmente a las plumas más selectas e influyentes del momento a un almuerzo íntimo con el presidente. En el palacio de la Moncloa y durante cuatro horas, cuatro, Adolfo Suárez se dedicó con embeleso y éxito arrollador a los nueve elegidos; de sus plumas no salió, al menos mientras duró la campaña, más que mieles y bienes sobre ese hombre inconmensurable capaz de encandilar a quien se le pusiera delante.[31]

La otra argucia propuesta por Rafita Ansón consistió en una intervención en TVE —la única existente— auténticamente desaforada, apelando al voto del miedo y denunciando al PSOE de una manera tan falaz que marcó un hito; por si alguien albergaba alguna duda, el presidente era capaz de todo con tal de ganar. Fue el último día de campaña y en la mejor hora televisiva de vísperas de la jornada de reflexión. El PSOE, dijo, «defiende el aborto libre, subvencionado por el contribuyente, la desaparición de la enseñanza religiosa y propugna un camino que nos conduce hacia una economía colectivista y autogestionaria». Había que oírle decir aquello con voz compungida y mirada tierna, confidencial, de hombre bondadoso que se ve obligado a decirle al ciudadano anónimo algo difícil de admitir.

El especialista en campañas electorales, y colaborador de Suárez, José Luis Sanchís, escribió: «La estrella de la campaña [de 1979] fue la televisión, muy bien utilizada por los partidos mayoritarios. Destacó la última intervención de Adolfo Suárez, que fue decisiva. Las especulaciones de la época señalaban que el presidente había logrado movilizar más de 700.000 votos esa noche. Lo que sí se pudo comprobar». La benevolencia con la que se contemplaron las manipulaciones del poder fue total y absoluta. El entonces reportero político del diario ABC, Pedro J. Ramírez, escribió al día siguiente de conocerse los resultados: «La victoria de UCD ha sido irreprochable desde un punto de vista de limpieza democrática. Cierto que los gobernadores civiles han jugado, más o menos descaradamente, en su favor, y cierto que los ministros-candidatos han salido en la televisión más veces que sus contrincantes. Pero también es verdad que era el partido del Gobierno y no otro el que llegaba al envite con el lastre que supone la erosión propia del ejercicio del poder en un período tan angustioso como el que ahora queda atrás».

Tanto esfuerzo para tan poco beneficio. Ganaron tres diputados. De 165 pasaron a 168, a falta de ocho para la ansiada mayoría absoluta. Parecía un sarcasmo porque subieron lo mismo que la oposición. Los socialistas aumentaron tres diputados, y otros tres los comunistas. Se desfondó la derecha fraguista, que perdió siete escaños y apenas le quedaron nueve para alcanzar una escuálida mayoría absoluta si votaban junto al gobierno de la UCD. La gran vencedora fue la abstención, que alcanzó el 32 por ciento; aparecía el fantasma del desencanto.

Las elecciones generales de marzo fueron de todas maneras una victoria indiscutible de Adolfo Suárez, pero al no ser la Gran Victoria que él consideraba imprescindible, se produjo una reacción extraña. El picado mar de la derecha no ucedea, que abrevaba entre la CEOE y algunos medios de comunicación, consideraba la victoria suarista como una derrota estratégica. Suárez había vencido a costa de achicar la mayoría natural de la derecha, y al tiempo multiplicaba, cual si fuera un abono, a la izquierda, que había salido fortalecida de las elecciones. Había más PSOE y más PCE en el Parlamento que antes de marzo. Ante un PSOE ensoberbecido porque se acercaba peligrosamente hacia el poder, muchos en el seno del partido gubernamental lo interpretaron como una victoria pírrica, algo que estaba bien pero que anunciaba mal.

La insatisfacción de Adolfo Suárez se reflejó desde el primer momento en todas sus decisiones y un puntillo de soberbia vino a responder al acoso socialista, que por otra parte no hacía más que ejercer su función de oposición, y cada vez más de alternativa. Puesto en la disyuntiva de integrar, dado que no había conseguido la mayoría absoluta, y prepararse para la inminencia de las elecciones municipales, donde lógicamente la izquierda partía, en las grandes ciudades, con una ventaja obtenida tras años de lucha vecinal contra la Dictadura, el presidente optó por lo contrario. Usufructuar la victoria como si se tratara de una mayoría absoluta, es decir, desdeñar a la oposición hasta no darle ni la oportunidad de exhibirse, y además elevar la confrontación en el Parlamento, en vísperas de las elecciones municipales.

Tal y como había salido diseñado el Parlamento tras las elecciones, azuzado también por muchos de los suyos que apelaban a la mayoría natural de la derecha, a Adolfo Suárez político no le quedaba otra opción que guiñar el ojo cómplice hacia el partido de Fraga, que ahora se llamaba Coalición Democrática porque había sumado a los dos príncipes despreciados en su momento por el presidente, José María de Areilza y Antonio de Senillosa. No era ni lo que hubiera deseado ni lo mejor para afrontar el inmediato futuro, representado en las municipales que habrían de celebrarse el 3 de abril. Pero él creyó que mostrándose duro e inasequible con la izquierda podía frenar lo que se le venía encima. Una izquierda que, en el caso del PCE, estaba ansiosa por echarle una mano, incluso dándole apoyo y sin forzarle a que los metiera en el Gobierno. Los intentos de Santiago Carrillo, a la sazón máximo dirigente del Partido Comunista, por lograr la respetabilidad alcanzaron en aquel momento su cota más alta. La ansiedad de Carrillo le habría de llevar a la quiebra política pocos años después, en un juego demasiado complicado para tan mermadas fuerzas: pactar con el PSOE los futuros ayuntamientos y con Adolfo Suárez la gobernabilidad del país.

«¡La Unión de Centro Democrático gobernará en solitario!» Lo dijo Rafael Arias-Salgado, responsable máximo de la UCD, con permiso del presidente. Un joven de treinta y siete años, secretario general del partido que acababa de ganar las elecciones. Había estudiado en el Colegio del Pilar, virginal filón de futuras vocaciones políticas. Y con esa acendrada vocación había accedido a la carrera diplomática, a las juventudes democristianas de Jiménez Fernández —el antiguo líder andaluz de la CEDA durante la República— y al matrimonio con una hija de Joaquín Ruiz Jiménez. Se peinaba como Adolfo Suárez y a veces intentaba ser irresistible como Adolfo Suárez. Le dificultaba la tarea el tener todo demasiado pequeño: los ojos, la boca, la estatura y unas orejas desproporcionadas para un rostro tan discreto. Superaba al presidente en una cierta prestancia y un tono distante, obra y gracia de las vocaciones, especialmente de la diplomática.

El 21 de marzo el presidente reunió al Comité Ejecutivo de la UCD. Los temas que expuso con tono directo y desenfadado se reducían a su investidura y a los nombramientos de presidentes de las Cortes y el Senado. Como no se limitó a exponer los temas, sino que siguió hablando y dio las soluciones, los presentes se apresuraron a añadir argumentos a sus consideraciones. La investidura debía aprovecharse para mostrar que el triunfo electoral de la UCD no se trataba sólo de un éxito de partido; los otros grupos políticos debían aceptar en la Cámara, sin discusión, que el presidente era el líder que el país necesitaba para los próximos años. Quería dejar bien claro a los socialistas que su derrota era tanto más estruendosa cuanto que durante semanas estuvieron saboreando hipotéticos triunfos, hasta que al fin reconocieron ingenuamente su fracaso. Por lo demás, Landelino Lavilla y Cecilio Valverde serían los presidentes del Congreso y del Senado. Sorprendió a todos el tono agresivo y provocador que adoptó el presidente al referirse a la unidad de todos los dirigentes del partido, rozando en alguna frase el ángulo de la amenaza.

Había razones para que eso inquietara. No había pasado una semana de aquella reunión, cuando el ABC publicaba[32] un avance del libro de Pedro J. Ramírez, Así se ganaron las elecciones de 1979, en especial las páginas dedicadas a los contactos entre el PSOE y el ministro Francisco Fernández Ordóñez. Según afirmaba Pedro J. Ramírez, el ministro de Hacienda había cenado en ocasión más que significativa, junto a su colega de Gabinete, García Díez, con Felipe González y otros líderes del Partido Socialista. En el fondo, la doblez de Fernández Ordóñez era cosa sabida del presidente y con toda probabilidad amortizada. Cuando formaba la Comisión de los Nueve —el grupo unitario de la oposición que negociaba con Suárez la transición política— era él quien tenía al corriente al presidente de los más mínimos detalles. Fernández Ordóñez, que formaba parte de la comisión, se comunicaba con Suárez antes y después de cada reunión, y todos los participantes de uno y otro bando hacían la vista gorda.

La bronca que rompió aquel clima de irresistible victoria empezó pasadas las doce del mediodía del viernes, 30 de marzo, cuando todos los grupos parlamentarios —excepto la UCD— que habían firmado un acuerdo solicitando un debate parlamentario, se encontraron con que el flamante presidente de las Cortes, Landelino Lavilla,[33] dijo con su voz seca y timbrada, como un sacerdote en el introito: «Solventada la cuestión…».

No le dio tiempo a seguir porque el pateo de la Cámara lo impidió. Que se aplicaran las discrecionales atribuciones del presidente de las Cortes para acallar la petición de los diferentes grupos parlamentarios era un trágala, pero que además se les bendijera como si todos estuvieran de acuerdo les pareció demasiado. En ese momento debió percibir Suárez que se había equivocado en el planteamiento de la investidura. Su alergia parlamentaria le había jugado una mala pasada. La errónea táctica logró algo sin precedentes en las Cortes: que todos los grupos parlamentarios formaran bloque frente a la Unión de Centro Democrático. Al margen de lo que suponía de ejemplo peligroso, el deterioro ante la opinión pública podía afectar a las inminentes elecciones municipales. Exactamente lo contrario de lo previsto. El intento de restar protagonismo a los otros partidos se lo había dado en demasía; al taparles la boca, les obligaba a armar mayor ruido.

Consta que Suárez dedicó muchas horas a la planificación de su propia sesión de investidura del viernes, 30 de marzo. Incluso cabe pensar que la elección del presidente de las Cortes, pieza capital para el trágala, estaba vinculada a ese momento crucial de la investidura. Landelino Lavilla Alsina, de Lérida, eminente jurista y aún más eminente si cabe democristiano, se había formado en las covachuelas leguleyas del franquismo, que Adolfo conocía tan bien. Eso le hacía el hombre ideal para la nueva etapa suarista; estaba adaptado a la vieja escuela de los Torcuato Fernández Miranda; bastaba su condición de letrado del antiguo Consejo de Estado. Parecía recién salido de los ejercicios espirituales, y entonces —marzo de 1979— no había revelado aún sus auténticas intenciones, sus ambiciones. Con la ayuda de Lavilla en la presidencia del Parlamento y su capacidad para sentar cátedra sobre los embelecos reglamentarios —logró hacer una disquisición sobre la diferencia entre «orden del día» y «orden de la sesión»— debía conseguir que nada impidiera el exclusivo lucimiento del candidato. Una vez investido Suárez presidente, tendrían los demás derecho al pataleo, durante treinta minutos.

Pero atención al discurso, porque los efectos del trágala del presidente a la oposición pueden hacer olvidar el contenido, razón por la cual tenía un especial sentido ese trágala. En los 78 folios, que le llevaron una hora y diez minutos de tediosa lectura —Suárez, que era un brillante improvisador, resultaba un agobiante lector—, había un elemento, a menudo olvidado, pero trascendental: el adiós al consenso. La etapa del consenso entre el Gobierno y las diversas fuerzas políticas había terminado. Lo anunció el candidato a presidente en su discurso programático de investidura, y habrá de tener consecuencias, porque a partir de entonces cada partido, empezando por UCD, asumirá su programa y sus intereses en exclusiva, siguiendo la consigna presidencial. Quien mayor precio va a pagar por ello será el propio partido del Gobierno y del presidente.

Había soñado con una investidura bajo palio, como llegó a titular un periódico, y al final saldría de la iglesia por la sacristía. De eso fue consciente al escuchar el pateo con el que se le recibió y la indiferencia provocadora de la mitad de la Cámara, con los diarios desplegados en señal de desdén hacia el candidato. Quizá el único momento de la intervención presidencial en que los bancos de la izquierda salieron de su sopor fue al escuchar la intención de Adolfo Suárez y de su futuro Gobierno de UCD por integrar a España en la OTAN, que provocó una airadísima protesta entre las filas de la oposición.

Lo que más le dolió de las reacciones fue el recuerdo de los socialistas a su pasado. Creía haber llegado a un pacto tácito para que ese tema no volviera a aparecer jamás, y lo habían sacado en el instante más inoportuno. Cansado, dolido por el error de planteamiento, por primera y única vez hizo resumen de su vida ante la Cámara, igual que un cazador evoca las ocasiones en que fue furtivo: «Sigo sintiéndome orgulloso de mi historia política. Y no me siento en absoluto deshonesto. He procurado el tránsito a la democracia y lo he hecho apoyándome en las leyes [esta frase se la había oído tanto a Torcuato que le salía como un reflejo]. No me ofende. He sido vicesecretario general del Movimiento, director general de RTVE, gobernador civil y jefe provincial, jefe de sección y jefe de negociado [después de decirlo probablemente se arrepintió]. He trabajado mucho, y ahora soy presidente del Gobierno».

La investidura de Adolfo Suárez, contemplada en la distancia, parecía un homenaje a un hombre que por primera vez exhibía síntomas de ausencia de realidad. La que había sido su mejor arma, la sensibilidad para comunicar con la gente hasta en sus aspectos más primarios, se le fue como por ensalmo y programó una investidura para su gloria. Y acabó resultando una exhibición de su soledad. La primera imagen pública de una ambición de poder, que hasta entonces había logrado enmascarar en esa faz de hombre para todo, chusquero de la política, aspirante a oposiciones sin determinar. La investidura de Adolfo Suárez como presidente, que pretendió diseñarse para su relanzamiento, fue una marca indeleble del comienzo de su decadencia. Además de los 168 votos de su partido, sumó los nueve de Fraga, otros ocho del Partido Andalucista —que consiguió gracias a concederles el derecho a formar grupo parlamentario— y dos aportaciones regionales, una navarra —Jesús Aizpún— y otra aragonesa —Hipólito G. de las Roces—. La minoría catalana de Convergència i Unió se abstuvo.

Fue tal la sensación de estafa y manipulación, que cuando se dieron cuenta estaban metidos de hoz y coz allí donde no debían: recordar los tonos avasalladores y monopolísticos del viejo Régimen. Un efecto contraproducente que ayudó aún más a que la derrota Municipal fuera de calidad. Las grandes capitales pasaban a manos de la izquierda… Madrid, Barcelona, Valencia, Valladolid, Vigo, Salamanca, Lérida, Córdoba…

A finales de la primavera de 1979, el presidente Suárez tenía un grupo político, la UCD, que se sentía frustrado en su voluntad de ser ejecutor único, sin concesiones, de la política del Gobierno, y que debía pactar con su derecha, representada en la ahora llamada Coalición Democrática de Fraga, para tener mayoría parlamentaria. Y entonces los ingenieros de la alta política democristiana hicieron una sencilla suma: si se necesitaba a la derecha tradicional para ser mayoría en el Congreso, por qué no se constituía un partido único de la mayoría natural de la derecha.

Eso sería imposible con Adolfo Suárez de presidente. Por razones personales y políticas jamás Suárez admitiría una opción exclusivamente derechista, como exigían los democristianos, la CEOE, y que trajera el ansiado «orden» que exigían los militares con mando en plaza y el propio jefe supremo de las Fuerzas Armadas, el Rey Juan Carlos.

Enfrente, un PSOE joven y engallado, dispuesto a reemplazarle al primer descuido. Incluso las elecciones generales de marzo, que habían perdido, por más que avanzaran en su base electoral y parlamentaria, les habían caído encima como un mazazo. Los socialistas se consideraban en condiciones para gobernar y enfrentados a un partido, la UCD, que amenazaba liquidación. En apenas unos meses, un Adolfo Suárez que había representado lo nuevo, el rejuvenecimiento de la vieja política, se había perdido en los vericuetos de esa transición a trompicones. Ahora mostraba lo viejo, al tiempo que se percibía una exigencia de lo nuevo, representado entonces por un PSOE flamante, radical y repintado.

Si hay algo llamativo en la transición democrática española es que, sin apenas darse cuenta, la sociedad quemó etapas a una velocidad casi indecente. Después de tantos años de dictadura y miedo y contención, se iba la vida tan rápidamente que se pasaba de la euforia al desencanto en apenas meses, y con los mismos protagonistas. Había una desazón histórica por haber perdido tantos años, que la política era como una partida de ajedrez con cronómetro: cada movimiento tenía inmediata fecha de caducidad. El mago de la chistera, Adolfo Suárez González, empezaba a tener dificultades con los conejos.