Capítulo 33 - GRANDE

San Lorenzo de El Escorial, 25 de agosto de 2012.

 

 

Laredo no termina de creerse lo que está pasando ante sus ojos. El loco número dos, que parece bastante más sensato que el uno, acaba de salir de la habitación como alma que lleva el diablo en cuanto ha oído el timbre. No es de extrañar que se asuste y tenga mala conciencia teniendo un hombre secuestrado en su casa, cualquiera en su lugar haría lo mismo. Tampoco es de extrañar que salga corriendo a ver quién llama y mucho menos que no se despida de su secuestrado, cuanto menos que le dé explicaciones. Pero que no eche el cerrojo a la puerta de la casa abierta es demasiado descabellado incluso para la banda de lunáticos que le tiene retenido desde hace al menos una semana. Por eso duda. Mira la puerta y no puede creer ni su buena suerte ni la mala cabeza de su secuestrador. Tiene que tratarse de una trampa. Le pegarán un tiro en cuanto asome la puerta. Pero no, no tiene sentido. Si fueran esas sus intenciones le habrían pegado el tiro mucho antes, no se andarían con tantas tonterías. Todo esto lo va pensando mientras se acerca a la puerta con mucho cuidado. Intenta aguzar el oído por si oye voces, pero algo en su interior le dice que debe darse prisa, que, si no es una trampa y se trata de una verdadera chapuza, tal vez sea su única oportunidad de salir con vida del lío en que se encuentra. Llega hasta la puerta, agarra el pomo y todavía duda unos segundos antes de intentar girarlo. Pero al final lo intenta. Y lo consigue.

Asoma la cabeza aun con miedo de que se la vuelen. Pero no ve ni oye nada sospechoso. A su derecha ve una enorme construcción, sin duda la casa principal. Se da cuenta entonces de que se encuentra en una pequeña casita de guardés, típica de las mansiones señoriales. Pero no sigue pensando mucho más. Hay que salir corriendo de ahí. Observa que delante de él hay unos arbustos y decide que es mucho mejor sitio para pensar, por si acaso vuelve el inútil que lo tiene que vigilar. Corre como si no lo hubiera hecho nunca, tropieza al tercer paso al resbalar con las hojas acumuladas en el suelo, pero se levanta rápidamente reiniciando su carrera hacia los arbustos y hacia la libertad. Llega resoplando como si hubiera corrido media maratón, pero apenas se ha alejado cincuenta metros de la casa. Sin embargo, resopla contento. Este es mejor sitio para pensar qué hacer.

Sin duda, sea lo que sea lo que decida, tiene que hacerlo rápido. El hombre puede volver en cualquier momento, y tal vez acompañado por quien hubiese llamado a la puerta. Lo mejor será huir en sentido contrario a la casa principal, pero desde su posición puede darse cuenta de la propiedad está rodeada por un muro de al menos tres metros de alto. Quizá tenga alguna zona más asequible, pero es demasiado arriesgado recorrer la finca buscando una zona más baja. Lo mejor será por la casa, aprovechando que todavía no se han percatado de su huida y sin duda será todavía una zona sin vigilar. Con esa idea se acerca al edificio con mucho sigilo, corriendo a ratos de árbol en árbol y deslizándose en ocasiones de arbusto en arbusto. Maldice su situación cuando nota todos los arañazos en el cuerpo. Y maldice a estos locos que le han traído hasta aquí. También maldice su mala forma y lo que le cuesta incluso agacharse para seguir lo más oculto posible.

De pronto escucha voces. Se encuentra muy cerca de unas impresionantes escaleras de piedra que suben hacia una terraza que se levanta en la parte trasera de la casa principal. Pega todo lo que puede su cuerpo al edificio, quedando oculto por las enredaderas que suben hasta el tejado. No ve otra salida que subir las escaleras, ya que las dos puertas que ha intentado hasta ahora estaban cerradas a cal y canto. Pero ahora no puede subir, pues las voces se distinguen con más claridad y no hay duda de que se encuentran cerca de la terraza.

No puede distinguir lo que dicen, pero no suenan muy contentos. Lo poco que puede entender hace mención a su propio secuestro, y obviamente no están de acuerdo en algo. Laredo no puede evitar sonreír cuando piensa que cuando encuentren que se ha escapado van a tener verdaderas razones para no estar felices. Probablemente se maten entre ellos, y la verdad es que no le importa en absoluto.

Las voces van subiendo de tono. Ya no puede moverse de donde está sin que lo vean. Se arrodilla para ocultarse lo más posible, intenta a duras penas ocultarse tras un pequeño arbusto que está pegado a escalera de piedra, pero es consciente de que, si cualquiera de ellos se asomara o bajara al jardín, lo vería enseguida. Casi no respira cuando siente que las voces se han acercado hasta la balaustrada. El estado de excitación de sus captores va en aumento, y resulta difícil entender lo que dicen, porque hablan los dos a la vez. Por fin se deciden a escucharse y aunque Laredo puede ahora entender casi todo lo que dicen, la verdad es que no comprende nada:

—¿Pero cómo vamos a hacer eso? (…)

—Muy sencillo. (…) Lo llamamos, le decimos que tenemos un problema y cuando venga se lo explicamos bien claro.

— (…) ¿Y si sospecha algo?

—¿Qué va a sospechar? ¿Que sabemos que nos ha tomado el pelo? Está tan seguro de su plan que no se le pasará por la cabeza. Siempre se ha creído más listo que nosotros. Y la verdad es que, visto lo visto, siempre lo ha sido.

—Todavía no termino de creérmelo. A lo mejor hay una explicación para todo este lío.

—No me seas ingenuo, hombre (...)

—¿Y qué vamos a hacer con Laredo?

—Me importa un carajo. Es un cabrón por el que no voy a jugármela. Lo que decidáis está bien.

Laredo siente un pánico atroz al oír estas palabras. Y el miedo se acentúa cuando siente que empiezan a bajar las escaleras. Pero de repente suena una voz en el interior de la casa. Los dos hombres detienen sus pasos y uno de ellos se dirige al interior mientras el otro murmura:

—Que empiece la fiesta.

Laredo se encoge aún más en su ridículo escondite. Pero pronto pasan los minutos y no oye nada. Las piernas están entumecidas y le duele todo el cuerpo. No puede soportarlo más. Tiene que arriesgarse y asomarse a la terraza ahora que no se oyen voces. Primero se incorpora, estira como puede piernas y brazos y se arma de valor. Sube dos peldaños de la escalera de piedra y vuelve a pararse, aguzando el oído tratando de oír algo, pero parece que no queda nadie en la casa. Se atreve a subir otros dos peldaños y vuelve a repetir la operación, esta vez pegando la oreja al muro. Sigue sin oír nada. Pero no quiere confiarse. Está claro que sus captores son unos aficionados, pero pueden ser muy peligrosos. Si han sido capaces de secuestrarlo, siguiendo un plan y tomándose su tiempo, quién sabe a lo que estarán dispuestos a hacer en un momento de tensión o de pánico.

Sin embargo, no puede permanecer más tiempo oculto entre las flores que cuelgan de la balaustrada. Sube el último tramo de las escaleras y ya puede ver la puerta trasera de la casa. Desde ahí arriba también puede ver la enorme finca que rodea a la misma. Y allá al fondo, la casita del guardés a donde no tiene intención de volver. La vista del lugar donde ha estado retenido le renueva las energías y las ganas de salir de allí corriendo. Pero tiene que ser prudente. Vuelve a intentar escuchar, sólo oye a los pájaros que revolotean alegres entre los árboles. Nunca le habían producido tanta envidia. Y tampoco les había tenido tanta manía. No puede escuchar nada con sus puñeteras llamadas de apareamiento, o de hambre, o de lo que sea. Por un instante piensa que a lo mejor es verdad que no ha sabido disfrutar de la vida hasta ahora, a pesar de todo el dinero que ha conseguido hacer. No es normal que se ponga a divagar en este instante sobre los pájaros. Sacude la cabeza varias veces como para quitarse ideas absurdas de la cabeza, y cuando para, de repente, puede oír las voces claramente. Voces alteradas que se acercan muy rápido. Y tan rápido como puede gira sobre sus pasos y desciende con urgencia los peldaños de piedra que tanto tiempo le ha costado subir. Vuelva a esconderse entre los matorrales e intenta escuchar lo que dicen. No tendrá que hacer mucho esfuerzo, porque los hombres llegan a la terraza dando grandes voces:

—Pero, ¡vosotros estáis paranoicos! —grita una voz diferente a las anteriores— ¿Cómo va a ser verdad eso que me estáis contando? No tiene ni pies ni cabeza.

—Siéntate y escucha lo que te vamos a decir. A mí también me parecía un disparate al principio, pero ahora ya no hay duda. Lo hemos comprobado.

—¡Pero qué vais a comprobar, hombre! Sois unos tarados a los que la situación les viene grande. No os mando a la puta calle porque tenéis que vigilar al pájaro, porque si no… —Paco calla de repente. Mira al fondo de la finca y pregunta alarmado: —Pero, ¿lo habéis dejado solo?

Andrés mira a Juan con el pánico dibujado en su rostro. Éste lo señala preocupado de repente y le pregunta: “tú has cerrado bien, ¿no?”

Los tres salen corriendo hacia la casita casi a la vez. Ni siquiera se dan cuenta de lo cerca que pasan de su víctima cuando descienden los escalones de dos en dos, a una velocidad impropia de su edad. Recorren la distancia que los separa de su improvisado zulo en pocos segundos y cuando llegan sus peores temores se hacen realidad. La puerta está abierta y el pájaro ha volado. Durante unos segundos sólo se oye el ruido entrecortado de su respiración, y ni siquiera se miran unos a otros porque los tres miran al suelo con sus manos en las rodillas, haciendo un esfuerzo tremendo por que el aire llegue a sus veteranos pulmones. Cuando Juan, al ser más joven, recupera un poco el fuelle y levanta la cabeza no tiene la fortuna de mirar hacia la escalera de la terraza, por donde en ese preciso momento está subiendo Laredo. Ha tardado un poco en decidirse, incrédulo una vez más ante su suerte y la torpeza de sus captores. Y esos segundos de indecisión pueden ser vitales, porque cuando Paco vuelve también a respirar casi normalmente, sí que dirige su mirada hacia su casa. Y entonces observa con desesperación cómo Laredo entra en ella como alma que lleva el diablo. No tiene fuerzas más que para señalar, y sólo Juan tiene aún pulmones para salir corriendo, aunque no a la velocidad que él quisiera. La ventaja que le lleva el político parece suficiente para alcanzar la calle, y si lo hace, Juan sabe que están perdidos. Paco y Andrés no pueden hacer nada más que animarle a voces, pero ni para eso les queda mucho resuello.

—¡Cógelo! ¡Coge a ese maldito hijo de…! —y la tos impide a Andrés continuar con el exabrupto.

Pero Juan tiene cada vez menos esperanzas. Sus piernas no parecen responderle y maldice una y otra vez todas esas cervezas de más y esos paseos de menos. Cuando por fin alcanza la escalera de piedra le parece oír la puerta principal que se cierra de golpe. Sube los peldaños con la sensación de estar subiendo al patíbulo. Nadie creerá en sus buenas intenciones. Y lo peor de todo es que Miguel les ha tomado el pelo para una venganza personal. Cuando se lo encuentre lo mata, va pensando cuando llega a la terraza. Ya prácticamente no corre, porque las fuerzas y la esperanza no dan para más. Pero cuando está a punto de entrar en la casa, el propio Laredo sale a la terraza como impulsado por un resorte. Juan no comprende nada hasta que ve salir por la misma puerta a Miguel, que con la cara completamente desencajada por el odio parece todavía más grande que de costumbre. Juan nunca lo ha visto igual, y comprende la cara de pánico de Laredo, que implora perdón mientras intenta incorporarse.

—¿Dónde crees que ibas, cabrón? ¿Te crees que te vas a librar de ésta después de lo que hiciste? ¿Que te ibas a ir de rositas? Ni de coña. Tú. Tú, maldito hijo de puta, vas a pagar hasta el último céntimo o no vas a volver a salir de aquí. ¡Mira bien el cielo, porque vas a tardar mucho en verlo de nuevo, cabrón!

Y al decirlo se lanza sobre él con los puños cerrados del tamaño de un guante de boxeo. Juan a duras penas puede pararlo, y sólo lo consigue con la ayuda de Andrés y de Paco, que por fin han llegado hasta la terraza.

—¿Qué hacéis todos aquí? ¿Y cómo se ha escapado? —pregunta Miguel a sus tres compañeros.

—Es una larga historia. Vamos a encerrarlo de nuevo y te lo contamos —propone Paco.