Capítulo 6 - CHICA
Haro, La Rioja, 29 de julio de 2012.
La rutina lo invade todo en el cuartel de la Guardia Civil. Tres hombres y una mujer matan el aburrimiento jugando a las cartas durante la guardia de fin de semana. Haro es un pueblo tranquilo y tradicional donde se respeta el descanso dominical también para delinquir. Los pocos casos que dan quehacer a las fuerzas del orden lo hacen entre el lunes y la noche del sábado. Así que la tarde transcurre rodeada de modorra, naipes, café y algo de tabaco.
—Se han acabado las pipas —dice el más joven de los tres hombres.
—Pues ya sabes lo que te toca, Alonso, que aquí eres el más novato —contesta Raúl, uno de sus compañeros señalándole la puerta.
—Ni de coña. Alicia es más novata que yo. Y yo he traído las que os habéis ventilado.
—Es verdad —contesta Alicia— pero yo no he perdido. Lo justo es que quien pierda, pague.
—Me parece muy bien. Apoyo la moción —corrobora Prado, el cuarto jugador. Es el de más alta graduación y su apoyo es suficiente para terminar la discusión.
Alonso no contesta. Es un hombre de unos cuarenta años, de mediana estatura, complexión mediana y con unas más que medianas entradas coronando su redondísima cabeza. Con vocación de solterón con poca costumbre de resolver problemas domésticos a través del diálogo, sabe que tiene las de perder, porque además está en inferioridad numérica. Mira a sus compañeros y se levanta con parsimonia mientras piensa una respuesta, pero sin encontrarla. A su lado permanece sentado Prado, su inmediato superior, con quien mantiene una relación que oscila entre la obediencia y la camaradería en función del día y de sus cambios de humor. Prado es un hombre maduro que empieza a peinar sus primeras canas y a usar sus primeras gafas. Es él quien ha sentenciado definitivamente a Alonso a la humillante pena de reponer el sustento que les permitirá continuar la partida.
El tercer hombre aprovecha el parón en el juego para hacer la ronda. Revisa los últimos correos, confirma que los dos únicos ocupantes de los calabozos siguen durmiendo la mona y vuelve con más bebida a la sala donde están reunidos.
—Traigo más suministro, que las pipas esas tenían mogollón de sal y ya no siento la lengua. ¿Qué queréis?
—Yo otra Coca-Cola —contesta Prado, y añade— ¿Les has echado un ojo a los dos chuzos?
—Sí, ahí siguen. No creo que abran un ojo antes de mañana. Estaban tan curdas que no podían ni decir sus nombres.
—Yo quiero una sin —interviene Alicia—. Hablando de los borrachos, ¿os he contado la historia de los tíos que volvían de fiesta en un coche y se encontraron con un control de alcoholemia?
—No jorobes, ¿la del que se va con el coche patrulla sin darse cuenta? —pregunta Prado—. Es más vieja esa historia…
—No, no, esa no. Ésta es mucho mejor. Y es verdad. Eran amigos míos del pueblo. Nada de leyendas urbanas.
—A ver —contestan aún un tanto escépticos sus compañeros, siempre reacios a que otro se lleve la gloria de una buena batallita.
—Eran las fiestas del pueblo —comienza Alicia mientras se sirve su bebida mirando a su público recreándose en su atención—. Y como siempre los civiles se habían puesto a la salida de la verbena, ya sabéis cómo son.
—Unos cabrones —contesta Prado riéndose entre dientes—. Van a pillar.
—Venga, va, sigue, no empecéis con ironías.
—El caso es que mis tres amigos salen del baile con unas copas de más. Pero no tan chuzos como para no acordarse de que hay muchas posibilidades de que haya un control. Así que lo ven de lejos, al final de una recta…
—Novatos —vuelve a intervenir Prado.
—Un poco sí. El caso es que les da tiempo a parar el coche. Y entonces mi amigo, el que va conduciendo, se pasa al asiento de atrás y les dice a los demás que no se muevan. Los otros no entienden nada, pero no hay tiempo para explicaciones porque enseguida se acerca un agente a la ventanilla, los mira a los tres flipando y les pregunta que quién conducía. Y entonces, el que iba conduciendo, va y contesta “Ni idea. Un tío que nos hemos encontrado en la puerta de la verbena nos ha visto un poco borrachos y nos ha dicho que si lo acercábamos a su pueblo él conducía el coche porque apenas había bebido. Nos ha parecido estupendo, pero cuando hemos llegado aquí, yo creo que porque les ha visto a ustedes, ha salido corriendo monte arriba y nos ha dejado aquí tirados, el cabrón”.
—¡Qué bueno! —estallan sus compañeros con una sonora carcajada— ¡Es buenísimo! Aunque seguro que el civil no se creyó la historia ni de coña, a ver qué haces si te toca una de esas —apunta uno.
- Pues meterles un puro a los tres por chotearse de la autoridad, no te jode—. Prado no tiene el mismo sentido del humor que sus subordinados, y además siempre tiene la sensación de que tiene que mantener su autoridad incluso en los momentos de relax. Y después añade dirigiéndose especialmente a Alicia, que no sabe cómo contestar: —Menuda historia, bonita. Si me pasa a mí eso los meto un paquete que se olvidan de hacer gracias una buena temporada, y al que conducía le quito tantos puntos que no se vuelve a sacar ni el carnet de la biblioteca. Te lo digo yo.
Alonso, que conoce a Prado desde hace tiempo, es el único que se atreve a contestarle:
—Si no le has visto sentarse detrás, a ver de qué los acusas…
—Pues si tampoco he visto abrirse la puerta ni salir a ningún tío monte arriba, de conducir borrachos para empezar —contesta Prado con absoluta confianza en su argumento.
—¿Y si dicen que salió por la puerta del copiloto? Recuerda que era de noche en una carretera mal iluminada —insiste Alonso.
—Pero queréis dejarlo ya, hombre, que era una historia para pasar el rato. Cuando me la contaron mis amigos ni siquiera pregunté cómo acabó la historia. Nos echamos unas risas y ya está, que para eso me la contaron.
—Mira que me extraña —contesta Alonso—. Con lo que eres tú de cotilla. Tú les preguntaste hasta por la matrícula del coche. Vas a dejar tú una historia sin terminar así como así…
Alicia no contesta. Se limita a tirarle un kiko a la cabeza por toda respuesta. Después se levanta y se va al baño. Sus compañeros se miran entre ellos interrogándose con la mirada para saber si está enfadada. Imposible saberlo, parecen contestarse mutuamente los tres. Pero Alicia se vuelve con una sonrisa antes de alcanzar la puerta, y les dice:
—De rositas. Se fueron de rositas. Más que nada porque conocían al guardia de toda la vida, y aunque no se creyó la historia ni por un momento, les dijo que tenía tanta gracia que se limitó a hacerles dormir la mona en la cuneta. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Los hombres vuelven a reír de buena gana, y más aún cuando Prado da por terminada la conversación con un más que serio:
—Lo que yo decía. Que la policía no es tonta.