El barco de cristal
Declaradas estériles las tres vías de investigación, al día siguiente acudí al cementerio de Père-Lachaise sin pista alguna. En el Jardin Des Plantes el terreno estaba más acotado —tres invernaderos y un par de galerías—, pero en aquella enorme ciudad de muertos ilustres no sabía por dónde empezar.
En su mensaje, Mary sólo decía que me recogería un barco de cristal, pero allí yo sólo veía lápidas que se elevaban entre el suelo adoquinado. ¿A qué se refería? Mientras me preguntaba esto, cientos de visitantes paseaban por el camposanto de excelente humor, sorprendidos por el hallazgo de difuntos conocidos. Las expresiones tipo: «¡Mira, es él!» abundaban en aquel cementerio con ambiente de parque dominguero, aunque estuviéramos a miércoles.
Tratando de encontrar el hilo de aquella madeja, una vez traspasados los muros neoclásicos, me detuve ante un mapa con la ubicación de las principales celebridades. Había tantas y tan conocidas que me costaba entrever alguna señal en clave de la misteriosa Mary.
Para establecer algún criterio de discriminación, decidí considerar sólo a los muertos no europeos, quizá porque lo del barco de cristal me evocaba un viaje de ultramar. Como mucho, incluiría también los de las islas Británicas e Irlanda.
La soprano Maria Callas, aparte de ser griega nacida en Nueva York, no me decía gran cosa, así que pasé al siguiente de la lista. Oscar Wilde, enterrado junto a su primer amante, Robert Ross, no parecía guardar relación con un jardín secreto —era hombre de ciudad— y menos aún con un barco de cristal. Tampoco la bailarina Isadora Duncan. De Gertrude Stein yo no sabía prácticamente nada, salvo que había residido en París y escrito Ser norteamericanos.
Al llegar a Jim Morrison resonó en mí una campanita interior. Primero pensé que me había llamado la atención porque era el único roquero entre aquellos grandes artistas y prohombres, pero en un segundo raid mental supe por qué aquella tumba y no otra era la pista correcta. Había recordado que una de las pocas baladas del líder de The Doors era justamente Crystal Ship, el barco de cristal.
Mientras me encaminaba hacia la sección 16a, donde se encontraba la tumba, un inesperado resorte hizo sonar la canción del disco en mi cabeza como si de un jukebox se tratara.
The days are bright and filled with pain
Enclose me in your gentle rain
The time yon ran was too insane
We’ll meet again, we’ll meet again
Oh tell me where your freedom lies
The streets are fields that never die[7]…
Sin duda, aquella moderna Mary me había mandado como recado esta canción. Y no sólo para llevarme hasta la tumba de Jim, sino también para recordarme que era un fugitivo de sí mismo. Eso no dejaba de ser inquietante, puesto que yo había llegado a París con un pasado inventado y un futuro por inventar.
Al ver desde lejos el aluvión de turistas que se arremolinaban alrededor de la tumba, tuve la esperanza de que Mary estuviera camuflada entre ellos. Algo me decía que no me costaría reconocerla. Por eso mismo, al acercarme tuve la certeza de que no estaba allí: todo eran nostálgicos del hippismo y la psicodelia que disparaban las cámaras contra su muerto favorito.
Nuevamente decepcionado, esperé a que se despejara un poco el terreno para rastrear la tumba. Me pareció entrañable que los fans dejaran a Jim latas de cerveza o porros liados, pero nada de eso me ayudaría a encontrar la entrada al jardín secreto.
Estuve merodeando por las tumbas circundantes, sin la esperanza de encontrar nada, cuando de repente noté que tiraban fuertemente de mi abrigo. Paralizado, en el segundo que sucumbí al pánico tuve que pensar en las leyendas urbanas donde los visitantes de cementerios mueren de infarto al encallarse con una rama. Aunque me bañaba la luz del mediodía, el hecho de que el tirón viniera de abajo había despertado en mí una imagen de Carrie que me había aterrorizado de pequeño: la mano de un muerto brotando del suelo.
Cuando logré volverme, sin embargo, me encontré con una niña de unos nueve años sentada sobre la grava. Por el pelo recogido en una cinta y el abrigo de lana roja, podía ser la Mary del cuento, lo que hacía aquel encuentro aún más insólito.
—¿Has sido tú quien me ha tirado del abrigo? —le pregunté en francés.
La niña afirmó con la cabeza mientras se le escapaba una risita.
—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté, encarnándome en Dickon—. ¿Querías mostrarme el camino al jardín secreto?
Antes de que me pudiera contestar, apareció un matrimonio joven de detrás de una lápida y gritaron algo que no logré entender. Al parecer, estaban escandalizados porque su hija hubiera entablado conversación con un extraño en pleno cementerio.
Por la mirada de odio que me dirigió el padre antes de tomar la mano de la niña, supe que me había etiquetado como un pervertido. Permanecí un rato pasmado, sin saber si volver a la tumba de Jim Morrison o huir del cementerio.
Me disponía a hacer esto último cuando descubrí algo de color rojo en el lugar donde la niña había estado agazapada. Intrigado, me agaché a recogerlo y vi que era una rosa de cartulina, como las del arte origami japonés. Me pareció muy elaborada para ser obra de una niña, así que la desplegué con cuidado para ver cómo estaba construida. Al deshacer el último pétalo vi que la cartulina roja encerraba un mensaje escrito con polvo de oro. Al leerlo sentí que mis pies no tocaban tierra firme:
AQUÍ TIENES UNA FLOR DEL JARDÍN SECRETO