CAPITULO IX
En mi vida han existido años tranquilos, donde nada importante pasó, pero también he tenido noches tan saturadas de emociones que parecen pesadillas. Y esa noche en la cárcel fue una de las peores.
Todo llegó hasta mí en forma de una escándalo lejano, un murmullo amenazante, que se escurría por las rendijas de la puerta, para traerme la promesa de lanzar mi alma al infierno. Venían a matarme, eran muchos y estaban ebrios o drogados. Los ministeriales, amigos de los policías que había matado, buscaban venganza a cualquier precio. Me sentía prácticamente indefenso, estaba encerrado en una celda del edificio de la Ministerial y sólo los barrotes y una puerta de metal nos separaban. En algún momento pensé que moriría. Pero no estaba solo, los ministeriales honestos impedían a los corruptos llegaran hasta mí. Por lo que escuchaba fue un pleito largo, violento, cada jodido minuto de espera se hizo eterno, sólo podía oír, sin saber qué pasaba en realidad. Procuré permanecer con el rostro apacible a pesar de lo que sentía. En algún momento el murmullo se volvió un escándalo histérico en el corredor que daba a las celdas. Pensé que llegarían hasta mí cuando escuché patadas en la puerta de metal, también hubo golpes, gritos y dos disparos. Pero no pasó nada grave, el escándalo se fue debilitando, se alejaron.
Durante la tarde anterior me cité con Vallarta en una plaza cercana al centro de la ciudad, con el fin de entregarme. Fueros momentos tensos, mis temores se mesclaban con mi imaginación en tal forma que sólo traían en mi conciencia imágenes de pesadilla, y así pasaron los minuto, sin poder decir cuántos. Cuando llegaron los tres ministeriales estaban tensos, mirando en todas direcciones con preocupación, tal vez presintieron lo que les esperaba.
—Puedes pasar mucho tiempo en la cárcel—dijo Vallarta y se sentó a mi lado en una banca, con gesto de inquietud.
— No creo que dure tanto tiempo encerrado, o truenan ellos o trueno yo, pero el asunto acabará pronto.
—Te tratarán de asesinar los compañeros de los ministeriales que mataste, y tal vez tengan órdenes de los jefes— aclaró el compañero de Vallarta.
—Sólo es un juego, el que llegue vivo hasta el final gana.
Siguieron unos momentos donde nada hubo que decir. Sentía como si ese silencio trasmitiera mis temores, al contemplar las caras de los ministeriales. Al ponerme en pie se sobrentendió que estaba listo. Mientras caminaba a la patrulla Vallarta me colocó las esposas con cuidado, mientras daba sus razones para justificarse.
—Es necesario que te llevemos. Ya tienes una orden de aprehensión y es mejor que seamos nosotros los que te presentemos, al menos llegarás con vida.
—Las cosas van a estar calientes, en las celdas no me podrán proteger. Espero que me proporciones alguna ventaja.
—Te dejaré una pistola y tu celular, por si acaso. Pero cuidado, sólo úsala si es necesario. Que no se enteren los demás que te di un arma, tendría problemas.
Caminamos despacio hasta el auto y la preocupación se demostró en la plática desordenada durante el trayecto por la ciudad.
Los problemas empezaron cuando bajé del auto en la Ministerial y los policías me reconocieron. Empezaron con insultos y algunos empujones. Cerca de la entrada principal recibí algunos golpes. Ya dentro del edificio empezó un escándalo que se tradujo en varios pleitos y la aparición de algunas armas. Cuando pudimos llegar frente al juez todo el bullicio se volvió un silencio expectante.
El Juez pidió que diera una declaración preliminar, ignorando mis protestas por no tener abogado. Ante una mecanógrafa expliqué de manera general lo que había pasado la noche anterior.
— ¿Esperas que creamos semejante pendejada? — dijo el joven Juez, con mirada severa—. No tenemos testigos, ninguno de los transeúntes se ha presentado para dar su declaración.
—Tengo a dos testigos que puedo identificar.
— ¿Quiénes? —preguntó el Juez.
—Las otras dos personas que intentaron secuestrarme, deben tratarse de policías, de compañeros. Los podría reconocer si los veo de nuevo. Tal vez sean policías del mismo turno en el que estaban los muertos.
Me encontraba en una amplia habitación con varios escritorios, muchas sillas y todo en un aparente desorden. En esos momentos el bullicio cotidiano se había transformado en un escándalo violento, aunque después de mi declaración se impuso un silencio incómodo para todos.
—Tomen su declaración y mañana veremos qué se hace—dijo el Juez después de meditar un momento.
Fui llevado a un cubículo apartado donde seis personas continuaron con un largo y pesado interrogatorio, al parecer todo el mundo se sintió con derecho a hacer preguntas estúpidas. Ya cansado tomaron una declaración final e imprimieron seis hojas en la computadora, las cuales firmé bajo protesta.
Me llevaron a una celda cerca de la una de la mañana. Vallarta me entregó mi celular y una pequeña pistola calibre veintidós.
—Por si acaso— dijo el joven para despedirse.
Al quedarme sólo el temor empezó a invadir mi alma, guardé el arma en el saco y me preparé para pasar una noche mala. Pero el celular hizo ruido.
—Me acabo de enterar de que te encerraron— dijo Celina con voz preocupada—. Tengo miedo por ti.
—Estaré bien. Estoy en una celda. Aquí nadie puede tocarme.
Con creciente preocupación Celina siguió hablando:
—Es mi culpa, por pedirte que los atraparas. Si me hubiera quedado callada nada hubiera pasado.
—Por la amistad de Gustavo estoy obligado a actuar para encontrar a los culpables del asesinato. Pronto acabará y al menos encontraremos los motivos, de los culpables se encargará Dios.
—Pero tengo miedo. No soportaría que algo te pasara.
Sabía que estaba afectada, en esos momentos había perdido todo lo que antes le daba seguridad. Su preocupación hacia mí era el reflejo del sufrimiento por la pérdida de su esposo. Fue difícil calmarla.
—Quiero pasar la noche en la Agencia Ministerial Público, tal vez pueda calmar los ánimos si estoy ahí—dijo ella con firmeza.
—No habrá diferencia. No son caballeros, son personas comunes y corrientes, tal vez trabajen de policías pero tienen todos los defectos humanos. Harán lo que ellos quieran y les importa poco quién trate de impedírselo… No, quédate en casa. Mientras esté en una celda nada pasará.
Al final Celina accedió y quedamos de reunirnos en la mañana siguiente.
Después, los minutos se volvieron largos y las preocupaciones densas. Recostado sobre la litera utilicé los juegos del celular para disipar los demonios de mis miedos. En los momentos más fuertes del pleito en el corredor pude mantener un gesto indiferente gracias a esa distracción. Pero los prisioneros en otras celdas ya no dormían y miraban preocupados mi indiferencia.
Pasadas las horas difíciles, el escándalo se fue debilitando, alejándose, hasta apagarse. Sólo entonces pude dejar el celular.
Cerca del amanecer me acerqué a la ventana, alta y con rejas. Sólo se podían ver estrellas débiles, pero se escuchaba el murmullo de la ciudad, atestado de sonidos estridentes de todo tipo de situaciones, de odio, de deseo, de pasión, que en esos momentos me relajaba.
Vargas apareció entonces, cuando todo estaba en calma. Se veía tranquilo, con una leve sonrisa cínica y mirada serena. Busqué el arma en mi saco, por si acaso, y tomé el celular con la otra.
—Estuvo bueno el pleito. Por un momento pensé que nos ganarían, pero los mandamos a la chingada— dijo apoyando los antebrazos en la reja en señal de fatiga.
—Por fortuna no llegaron hasta aquí—dije indiferente.
Vargas y su sonriente carácter, el gesto bonachón y la mirada perdida le daban aspecto inofensivo, con más pecados que crímenes, con más descuidos que mala intención. Tenía acusaciones de tortura y de abusos de mujer, todas fueron desestimadas. Por lo mismo, sus compañeros no lo hacían participar de forma directa con los narcos, sólo lo implicaban en la corrupción cotidiana.
Al verlo allí, esa madrugada, fingiéndose amigo cercano, su imagen tomó un nuevo aspecto, más peligroso. Una sospecha tenía tiempo de estarme molestando y ahora había una razón para sospechar.
Consideró el momento adecuado para abordar un tema penoso para ambos.
—Lamento la muerte de González. No debió pasar… Pero nada se podía hacer. Él estaba decidido— aclaró Vargas con cierta tristeza.
— ¿Tal vez González pensaba que hacía lo correcto?
— ¿Por qué ahora? Siempre han existido los narcos. De una u otra manera las autoridades y los narcos han estado relacionadas… ¿Por qué ahora decide intervenir?
— ¿González murió defendiéndose? — solté la pregunta.
—No lo sé. Sólo leí el informe— contestó indiferente—. Pero todos sabíamos que lo tratarían de matar. Resulta extraño que no estuviera alerta.
Sacó una caja de cigarrillos y rechacé el que ofreció. Dejó pasar el tiempo lanzando bocanadas de humo, tal vez pensando lo qué diría.
—Supongo que tú tampoco eres ingenuo. Ya trataron de matarte y lo volverán a intentar hasta que lo logren. Ahora, dejar de perseguir al Cártel del Norte no cambiará las cosas.
—Lo sé.
—Bueno, me alegro que no te asusten.
Cuando Vargas se despedía con una gran sonrisa, consideré que era el instante preciso de probar mis sospechas. Presioné el botón de llamar en mi celular. Después de unos momentos sentí como el ambiente se saturó con el ridículo tono de otro celular. Vargas se detuvo en seco, buscó nervioso entre su ropa el celular escondido, pero no lo sacó del bolsillo de su pantalón. Su mirada se centró con sorpresa en mi celular. Tardó unos momentos en comprender lo qué pasaba y volteó a verme a los ojos con dudas, después su actitud amable se transformó en furia. Intentó sacar su arma y yo preparé la pistola veintidós apuntándole sin sacarla del saco.
— ¡Estás muerto, jodido pendejo! —dijo mirándome con firmeza a los ojos.
Pero no pasó nada, se notó un esfuerzo para controlar su furia. Sonrió y dijo:
—No importa, todo esta decidido.
Vargas salió de las celdas molesto.
Una corazonada, días antes, señaló a Vargas como el soplón. Fingía servir al Cártel del Norte cuando en realidad recibía dinero de los Delta para detener cargamentos de su propio cártel. Él informaba a González sobre los cargamentos de drogas que logró decomisar. Mi amigo tomaba los riesgos y Vargas permanecía encubierto, jugando con todos para sacar la mejor ventaja. Yo también fui manipulado, y al principio caí en su juego. Sólo había una posibilidad para comprobarlo. Guardé el número del teléfono del soplón en la memoria del mío. Era la única pista que tenía para encontrarlo.
Cuando vi a Vargas seguro de sí mismo, tratando de convencerme de que él era mi mejor amigo, dejé los juegos del celular y busqué ese número, el que quedó grabado en la memoria del teléfono cuando llamó el informante. Sólo coloqué ese número en la pantalla y me preparé a presionar el botón de llamar, para devolverle la llamada al traidor. Si él era el soplón debería cargar con ese celular.
Consideré que era el momento oportuno para probar mis sospechas, cuando creía que toda su manipulación estaba dando resultados, que nadie lo podía señalar como el traidor Fue entonces cuando presioné el botón de llamar.
Las primeras luces del amanecer aparecieron y dejé que la tranquilidad me envolviera de nuevo. Ya no pensé en los problemas.
A media mañana me llevaron a un cubículo aparte, seguido por guardias armados, pensé que seguiría una serie de interrogatorios violentos, buscando una confesión apócrifa. Pero no, era Celina muy preocupada.
— ¿Qué está pasando? — preguntó después de abrazarme con fuerza.
—Es parte de los problemas que ya esperaba cuando inicié la investigación.
—Vi a mucha gente afuera, muy enojada. No querían que te viera. Tuve que insistir mucho para poder pasar. Hay hombres con armas y el rostro cubierto con pasamontañas montando guardia dentro del edificio— continuó ella tratando de besarme.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, me miró dudando y dijo:
—No es justo todo esto. Ya perdí a mi esposo y ahora tú estas encerrado. Me siento furiosa e impotente.
—Gustavo era bueno y trataba de hacer su trabajo lo mejor posible. Sabía de los riesgos que corría, él mismo estaba consciente que moriría así, como moriremos todos nosotros si tenemos suerte. No esperaba que tú te quedaras enojada y sola. Tienes que aceptar su muerte y vivir para tus hijos.
Le permití llorar, una vez más. En algún momento dijo con voz entrecortada:
—No puedo aceptar que lo traicionaran de esa manera. En ocasiones tengo necesidad de gritar, de volverme loca para no sentir odio.
—Deja que Dios haga su trabajo… yo estaré bien.
Cuando Celina se marchó fui llevado de inmediato frente al juez. Era el mismo joven abogado con el cual hablé la tarde anterior.
Pude ver a los hombres con armas largas y chalecos a prueba de balas parados en cada puerta, en todas las oficinas, en el ambiente se sentía la tensión.
Frente al juez se encontraban cerca de quince tipos con actitud preocupada y con moretones. Estaba claro que eran ministeriales y los responsables de los disturbios de la noche. En un silencio incómodo se imponían los gritos furiosos del juez mientras los regañaba. Aclaró que todos los que dispararon armas en las oficinas serían arrestados y procesados. Los acusados permanecieron callados, con actitud asustada, volviendo más compacto el grupo con cada amenaza. Después de algunos gritos más, el juez ordenó que esperaran y me miró con firmeza, lanzando una pregunta con disgusto:
— ¿Reconoces a alguno de ellos? ¿Alguno trató de secuestrarte?
Sí, reconocí a uno, el que salió huyendo a toda velocidad en la camioneta cuando se complicó la situación. Sus compañeros trataron de esconderlo detrás de ellos, tuve que acercarme entre una discreta resistencia para poderlo señalar.
—Bueno, llévenselos, arréstenlos por veinticuatro horas, interróguenlos, y al que le puedan fincar cargos que consiga un abogado.
Los ministeriales rebeldes fueron guiados por los hombres armados a las celdas. El juez hizo señales para que me acercara.
—Acabo de leer tu declaración. Todo indica que realmente te agredieron. Actuaste en defensa propia… Muchas personas importantes están interesadas en olvidar el asunto. Ordenaron que los policías fallecidos queden como muertos en cumplimiento de su deber y tú serás puesto en libertad de inmediato. Lo único que piden es que nada de este incidente llegue a los medios.
Todavía tuve que rendir una declaración ante una secretaria y un abogado defensor. Media hora después Vallarta me escoltaba a un cubículo aparte.
—Es mejor que no te vean, no sabemos cuántos cabrones están metidos con los narcos. Podrían asesinarte dentro de las instalaciones aprovechando el desorden que tenemos.
El joven se sentó sobre un escritorio revisando el arma calibre veintidós que me prestó para protegerme esa noche. Yo me acerqué a la ventana, buscaba esa tranquilidad que me invadió la noche anterior, cuando escuché ese arrullo discordante que da la ciudad cuando duerme.
— ¿Por qué te dejaron en libertad con todos los cargos que tienes? Pueden mantenerte en la cárcel por años sin un juicio.
—Tienen miedo del escándalo. Si los periódicos se enteran estarían haciendo preguntas y temen que descubran la porquería de corrupción que tienen.
Vallarta también mostró cansancio y en su rostro se notaban los golpes recibidos durante la pelea de la noche.
—Dentro de una hora realizaremos la inspección de una la casa de seguridad, el informante me dio los datos— dijo el joven cuando el tedio de la espera nos invadió—. ¿Qué dices, vienes con nosotros para ayudarme?
Me sentí mal por la invitación, me desesperaba que el joven se dejara manipular con facilidad, como lo hicieron con Gustavo y conmigo al principio. Tenía que decirle lo que pensaba:
—Vargas es el soplón, el informante. Trabaja para los Delta, trata de acabar con el Cártel del Norte... Espera que tú hagas el trabajo sucio mientras él permanece a las sombras ganando fortunas.
—¿Estás seguro? Vargas no parece del tipo que pueda manipular a los demás.
—Durante la noche me visitó y pude comprobarlo. Él es el soplón, estoy seguro.
La sorpresa dejó mudo a Vallarta, con sus ojos confundidos parecía exigir más explicaciones.
La espera fue pesada en ese pequeño cubículo, la hora trascurrió lenta y, aunque hubo muchos comentarios, sólo recuerdo uno:
— Mataron a la familia de Rodríguez.
No los conocía, pero comprendí que debió tener niños y una esposa. Ellos estaban muertos en venganza por el robo del dinero. Vallarta me explicó los detalles y sentí odio de nuevo, reafirmando mi deseo de acabar con los narcos psicópatas, no importa cómo lo hayan disfrazado, detrás de esos asesinatos estaban los sicarios del Cártel del Norte.
Recibimos la orden de abandonar la Ministerial. Salimos rápido de las instalaciones. El ambiente en el edificio estaba más tranquilo, pero seguían las miradas de desconfianza y el silencio tenso daba a entender que los problemas seguían.
En cuestión de media hora Vallarta ya había preparado el operativo. Reunió a los hombres en el estacionamiento de la Ministerial. Aunque había federales, en su mayoría eran ministeriales que habían participado en el pleito y se notaban las marcas en su cara. El joven los consideraba leales, pero yo sabía que sólo reaccionaron a los intereses momentáneos, y sí la situación cambiara ellos tomarían el sendero que más les conviniera.
Sin proponérmelo me encontré en el medio del operativo, al lado del ministerial idealista.
Al llegar a la casa de seguridad todos estábamos listos y en sus miradas se notaba el leve brillo de preocupación. Los gestos de los ministeriales demostraban que estaban más preocupados de cuidarse de ellos mismos que del peligro que pudiera existir en la operación. No hubo disciplina militar, no se formaron, ni tomaron posiciones estratégicas, ni hubo ese silencio premeditado que permite reafirmar la sorpresa, sólo formaron pequeños grupos cerca de la casa esperando la orden de entrada.
Cuando recibieron la autorización entraron en la casa de seguridad rápido y con violencia. El lugar estaba casi vacío, sólo algunos muebles maltratados, basura y polvo.
Vallarta se mostró confundido mientras exigía revisar cada rincón de las habitaciones a unos ministeriales que deseaban terminar el operativo antes de que empezaran a pelear entre ellos de nuevo.
A los pocos minutos de búsqueda el joven hizo señales para acompañarlo a la cocina, lejos de sus hombres.
— ¿Por qué habrá mentido el soplón? — preguntó confundido.
—Tal vez el Cártel del Norte ya sospechaba de Vargas como el espía. Le filtraron esta dirección para ver si caía en la trampa. Ahora los narcos confirmaron las sospechas y Vargas tendrá problemas.
—Sí Vargas es el traidor tratarán de matarlo. ¿Será bueno prevenirlo?
—Él sabe a lo que juega y es seguro que esté atento a todo lo que pasa. En cuanto sospeche que le dieron información falsa se esconderá.
El operativo se mantuvo hasta que Vallarta se convenció de que la información era falsa.
Todo el mundo parecía dispuesto a largarse, pero entre discusiones y problemas menores el operativo fue alargándose, hasta que me desesperé. Pedí que me llevaran a recoger mi auto, Vallarta explicó que el vehículo fue llevado a la Ministerial para ser registrado.
El recorrido de regreso a las oficinas fue tenso y el joven ministerial, con la mirada perdida a través del parabrisas, se empeñaba en encontrar explicaciones para su fracaso.
—Tal vez previnieron a los narcos los mismos compañeros—dijo mientras conducía por el centro de la ciudad.
—No creo. La casa llevaba mucho tiempo vacía. Deben estar probando a nosotros o a Vargas.
En cuanto llegamos a la Ministerial buscamos mi auto en el estacionamiento. Lo encontramos en un lugar apartado. Durante la búsqueda, mi sexto sentido proporcionó un nuevo temor.
— ¿Sabes algo de bombas? —pregunté mientras me acercaba al auto.
Revisar la carrocería sin tocarlo.
Los narcos no usan bombas, prefieren un disparo directo a la cabeza y no un aparato destructivo, escandaloso y que llama mucho la atención de los medios.
Vallarta no sabía nada de bombas, pero llamó a un compañero experto en explosivos. La posibilidad de que existiera una bomba en el estacionamiento llamó la atención de algunos ministeriales, que se congregaron a distancia segura para observar lo que pasaba. Llegaron dos jóvenes cargando equipo pesado. Después de las presentaciones empezaron a revisar, metódica y cuidadosamente, el auto. Veinte minutos después encontraron una bomba de tubo debajo del asiento. Con notable nerviosismo la desactivaron.
—La conservaré, espero que no te importe —dije, quitándole la bomba de la mano a uno de los especialistas—. ¿Tiene mecha?
—Sí. Pero ten cuidado, a pesar de su simpleza, son muy potentes—dijo el otro experto en explosivos nervioso—. Es ilegal y muy penado tener cualquier tipo de bomba, si te la encuentran no digas que nosotros te la dejamos.
La bomba era sólo un pedazo de tubo de acero con dos tapones en los extremos. Tenía una mecha entrando por un agujero en la tapa y un dispositivo de presión y baterías que encendían el detonador.
Cuando pregunté cómo hacer estallar la bomba sólo dijeron:
—Enciende la mecha y corre como loco.
—o0o—
Celina llamó ya más tranquila. Me encontraba conduciendo rumbo a mi habitación, no recuerdo que dijimos durante la llamada, lo único que tengo en mi memoria es que llegamos juntos al hospedaje.
De nuevo usamos el sexo para alejarnos de las preocupaciones y, de nuevo, nos encontramos sin nada que decir cuando acabó.
—El problema con los narcos acabará pronto. No sé cuándo, ni cómo, pero sé que acabará.
— ¿Los cárteles serán destruidos?
—No, los narcos jamás los acabaremos mientras existan adictos. Sólo podemos dañar a algunos, pero la mayoría seguirá vendiendo drogas.
—Entonces ¿qué se va a acabar si la droga va a seguir?
—Caerán los líderes de los cárteles, y algunos seguidores, pero los narcos no pueden seguir matando indefinidamente, tarde o temprano tendrán que negociar entre ellos.
— ¿Serán muchos muertos, para nada?
Dejé que los minutos pasaran sin decir nada. Sentía que ella estaba indecisa, quería decir algo y se animó de golpe:
— ¿Qué hago con el dinero que dejó mi esposo en casa?
—Es un regalo de Gustavo para sus hijos. Consérvalo, ponlo en un banco y que lo reciban tus hijos cuando sean grandes.
—Pero es dinero malo.
—No, es sólo dinero. Tal vez Gustavo lo consiguió de los narcos, pero lo hizo por sus hijos, para dejarles un patrimonio. Debes conservarlo no importa cómo lo haya conseguido.
Se acomodó en mi pecho y yo le acariciaba la espalda. Sin darnos cuenta nos quedamos dormidos.
Desperté dos horas después, cuando el celular empezó a timbrar, ni siquiera me di cuenta que Celina ya no estaba.
— ¿Señor Arena? Soy Perla, la amiga de Alicia, nos conocimos en el centro comercial… ¿Se acuerda de mí?
—Sí, claro. ¿Qué deseas?
—Me gustaría hablar con usted unos momentos.
— ¿Tienes algún problema? — pregunté a una preocupada Perla cuando por fin llegó a la cita en un restaurante elegante en el centro de la ciudad.
Mientras se sentaba frente a mí no pude evitar mirar en todas direcciones, buscando entre el tumulto indiferente del restaurante algún posible testigo.
—Un amigo de usted quiere verlo. Sabe que lo vigilan y no quiere que se enteren los narcos que está en la ciudad.
No la pude reconocer al principio, sólo la vi en dos ocasiones, además usaba lentes obscuros y una pañoleta le cubría el cabello. Estaba triste, supuse que era por la muerte de Alicia.
— ¿Quién es ese amigo? —pregunté con ingenuidad, aunque bien me lo imaginaba.
—Arturo Rodríguez. Llamó hoy en la mañana. Está como loco por la muerte de su familia y desea acabar con los cárteles… ¿Quiere saber sí cuenta con usted?
— ¿Qué quiere hacer?
—Me pidió llevarlo a un lugar en mi auto. Dijo que no se preocupe, que no es una trampa.
— ¿Dónde está ese lugar?
—No lo puedo decir, pero estará conmigo. Lo llevaré y lo traeré de regreso.
Acepté. No podía hacer otra cosa. La mujer se puso en pie y con discreción pidió que la siguiera. Salimos del restaurante y caminamos algunas cuadras. Cuando traté de caminar a su lado insinuó, con señales, que me alejara y continuó caminando muy erguida, hasta llegar a un auto nuevo.
Perla condujo con demasiada precaución en medio del tráfico pesado, rumbo al sur de la ciudad. Mi temor de caer en una trampa impuso el silencio, a pesar de los comentarios nerviosos de Perla, ella también tenía sus propias dudas.
Me llevó hasta una plaza descuidada, en una colonia de clase media. Esperamos sentados en una maltratada banca de concreto. Ambos, en medio de la actividad de niños bulliciosos, vimos como el atardecer se transformó en noche y mi tranquilidad se convirtió en ansiedad. El nerviosismo se reflejaba en la mirada perdida siempre en la distancia, esperando reconocer la figura de Rodríguez en cualquier parte. Ya fastidiado estuve a punto de marcharme, pero gracias a la insistencia de Perla permanecí en la banca un poco más.
Rodríguez apareció cuando hubo poca gente en la plaza. Estuvo siempre cerca de nosotros, en su auto, hasta que se aseguró de que no fuimos seguidos. A señales pidió que nos acercáramos. Le agradeció a Perla su ayuda, ella se fue indiferente y él me miró a los ojos, esperando encontrar algo perdido en mi mirada, tal vez la duda o el odio. Después caminó a su auto sin decir nada.
—Esos pendejos mataron a mi familia. No puedo dejarlo así— comentó Rodríguez en cuanto encendió el auto.
Me sorprendió el tono de voz pausado y el gesto tranquilo de Rodríguez. Parecía que había perdido la razón, sus ojos se veían desencajados, indiferente, su mente parecía divagar entre miles de cosas. Yo permanecí callado, no podía contestar a semejante afirmación.
—Acabaré con ellos antes de que muera— continuó Rodríguez—. También tú buscas vengar la muerte de González. Ayúdame a terminar con esos cabrones.
— ¿Qué podemos hacer? —pregunté fastidiado—. Lo único que he logrado es hacer enojar a los capos locales.
—Tengo datos: direcciones, nombres, dónde esconden el dinero, quién lo lava. Podemos dañarlos de tal forma que los líderes tengan que volver a las escuelas primarias a vender drogas.
La plática con Rodríguez, poco después, se saturó de ira y frustración. Circulamos por la ciudad en medio de protestas y confesiones casi histéricas. Realmente no confiaba en él, pero sentía sus motivos como sinceros, nadie tenía más razón para atacar a los narcos que él. Sentí desesperación cuando, por breves momentos, el silencio se imponía, era como la pauta que ambos dábamos para tomar valor y decidirnos de verdad a realizar la venganza. Pero mi silencio tenía otro motivo, me desesperaba ver como ninguno quería tocar el tema importante, por temor a llegar a un punto donde tendríamos que afrontar la verdad a cualquier precio. Estaba obligado a preguntar sobre la muerte de González, sin importar lo que pasara. Y, cuando pregunté, él dio una versión de la historia que aún hoy resulta extraña:
—Él quería ir, no sé por qué, pero él quería ir… No opuso ninguna resistencia. Cualquiera hubiera imaginado que era una trampa… Él quiso ir… Se veía sonriente y tranquilo. Cuando llegó el momento, cuando vio que lo habíamos llevado a una trampa y lo único que faltaba era que diera unos cuantos pasos para alejarse de nosotros lo suficiente, él avanzó sin vacilar, sonriendo con confianza.
— ¿Quién estaba ahí? — pregunté haciendo un esfuerzo por no demostrar mi rabia.
—Sólo Talavar, Sergio y yo.
— ¿Quién es Sergio?
—Un matón del Cártel del Norte.
— ¿Por qué lo hicieron?
—No teníamos alternativa, Félix quería atacar a la familia de González, tuvimos que negociar. Lo único que consiguieron fue el compromiso de asesinar nosotros mismos a Gustavo a cambio de que respetaran a su familia. Por eso lo llevamos a la trampa y tuvimos que disparar sobre él.
El auto se detuvo en un estacionamiento de un gran supermercado. Entonces el tono de voz de Rodríguez, pesado y distante, anunciaba una sinceridad que yo esperaba y que él rehuía.
—Intentamos todo, tratamos de sobornarlo, lo amenazamos, pensamos en golpearlo pero no nos atrevimos para no levantar sospechas. Un día antes le advertimos. Lo llevamos a un lugar apartado y le ofrecimos mucho dinero. González lo rechazó muy orgulloso, pero todos sabíamos que trabajaba para los Delta. Él lo negaba, pero todos estábamos seguros. Le advertimos que si no dejaba de detener cargamentos del Cártel del Norte lo matarían. Le dijimos que lo trataríamos de proteger, pero él siguió negándose. Cuando lo dejamos nos aseguró que ya no detendría cargamentos, pero no cumplió, siguió investigando.
— ¿Y a pesar de todo aceptó acompañarlos a una trampa? ¿Lo engañaron de algún modo? ¿Estaba drogado? ¿Qué pasó? — pregunté intrigado.
—No lo engañamos. Él aceptó seguirnos sin que insistiéramos. Todavía estoy confundido porque tenía una sonrisa estúpida y un gesto de confianza muy marcado.
El silencio largo y denso demostró el temor que sentíamos.
—Pensé que los cabrones narcos nos respetarían— continuó el policía corrupto—. Hicimos mucho por ellos, traicionamos a un amigo. Pero mataron a mi familia en cuanto pudieron.
— ¿Por qué mataron a Talavar?
—Les robamos dinero a los narcos. Un pendejo nos contó el plan. Dijo que los narcos movían millones en una discoteca, que sería fácil quitárselos. Al principio nos negamos, pero Talavar cambió de idea y nos explicó que no tendríamos problemas… El muy pendejo dijo: “Si se dan cuenta les devolvemos su dinero y todo arreglado”… Parecía fácil… Fue Talavar quien mató a los narcos y al pendejo que nos dio la idea… Se nos hizo fácil.
Perdió su mirada a través del parabrisas, pero no parecía mirar nada en realidad. Después dijo con tono cansado.
—Quiero venganza. Matar a cuantos cabrones pueda… Necesito tu ayuda. De todos modos ya me tienen en la mira.
La plática con Rodríguez fue larga y frenética. Habló de muchos detalles que ayudarían a destruir a los líderes de los dos cárteles, pero tenía planeada una serie de venganzas y asesinatos violentos que me preocupaban. Sabía que el cabecilla de los del Cartel del Norte estaría, en el transcurso de la semana, en una finca en la carretera del sur cerca de un restaurante llamado Las Palapas.
—Es la casa de seguridad más importante — aclaró Rodríguez con el tono de voz pausado—. La finca está bien protegida, tiene perros, hombres armados y alarmas en los alrededores. Es un lugar hecho para defenderse de los ataques sorpresa. Pero también es una trampa cuando se trata de una operación policial bien planeada, no podrán escapar. Si los narcos oponen resistencia estarán condenados a muerte o a pudrirse en prisión para los que sobrevivan… Averiguaré el días en que Rodrigo Félix estará en ese lugar y tú solicitaras un orden de registro para el finca… ¿Qué dices, le entras?
No importa quién hubiera pedido que consiguiera esa orden, hubiera aceptado.
—o0o—
Para la una de la mañana ya me encontraba estacionado frente a la joyería de los narcos. Había demasiadas preocupaciones en mi cabeza: Celina, las amenazas de muerte, y la posibilidad de que mis esfuerzos fueran en vano. Además, la plática con Rodríguez alteraba los planes. Antes sólo tenía amigos y enemigos, ahora contaba con un aliado al cual estaba obligado a matar cuando todo acabara.
Había decidido deshacerme del auto, ya era conocido. Usaría la bomba para destruirlo frente a la joyería, podría llamar la atención sobre un negocio que lavaba dinero para los narcos. Tomé la bomba de tubo, encendí la mecha y la arrojé dentro del auto. Corrí unos metros y me cubrí en la siguiente esquina. El estallido fue impresionante, la onda de choque llegó hasta mí en forma de una fuerte sacudida que casi me derriba. El auto estaba destruido, en llamas, y todos los cristales de la joyería se habían destrozado, el humo negro lo empezó a envolver todo. Varias alarmas se encendieron y rompieron ese silencio expectante que se impuso después del estruendo.
Caminé rápido para alejarme del lugar. Mientras patrullas y vecinos curiosos rodeaban el incendio. Un momento después me encontré en medio de un recorrido nocturno buscando aclarar mis ideas.
A las dos de la madrugada tomé un taxi que me llevó al hospedaje. García se encontraba despierto, sentado en la antigua fuente, mirando con nostalgia ese firmamento que parecía mostrarle algo nuevo. Me senté a su lado y tomé una cerveza esperando que la charla surgiera por si misma.
—Es la política— dijo García después de explicarle lo que pasó en las celdas y tras una breve meditación—. Pero podemos estar seguros que esto pasó por órdenes de los narcos, si estás libre y sin cargos es porque te quieren matar. Encerrarte en la cárcel no les conviene.
El fresco de la noche acariciaba mi cara. Aunque tenía mil preocupaciones, sólo quería contemplar las estrellas y disfrutar la brisa como lo único importante en ese momento.
—Deben estar preparando un golpe cabrón contra ti— continuó el viejo—. Vendrán con todo en cuanto te localicen y ten por seguro que no tratarán de detenerte, vendrán a matarte.
—Lo sé y los espero. Pero mientras llegan seguiré haciendo mi trabajo.
Tomé otra cerveza y miré el firmamento con la misma nostalgia que García, pero yo añoraba la paz cotidiana que antes poblaba mis días, y que se perdió por entrar en esa guerra estúpida, en la cual se intercalaran los papeles de cazador y de cazado de un momento a otro.
—¿Sabes qué es lo bastardo de toda la bronca? Que a la larga nada cambiará, no importa qué pase, las cosas seguirán igual— aclaró García en cuanto notó mi actitud melancólica—. Y lo malo es que nadie quiere hablar de los muertos, los que matan todos los días… Todos en el fondo se sienten culpables por dejarlos solos, pero siempre fue necesario sacrificar a los ilusos para que los corruptos sigan viviendo bien… El dinero siempre sirve.
Otro trago a la cerveza y García cambió el tema, pero de nuevo aferrándose a esos viejos recuerdos que a nadie le importan.