CAPÍTULO II

   Regresé a mi casa a las diez de la mañana, esperaba dormir un poco antes de continuar el trabajo. Pero el vacío y la soledad que sentía me perturbaron mucho. Con ese estado de ánimo los planes se hicieron y se desvanecieron con la misma velocidad. Dejando sus huellas por toda la casa. La cama quedó en desorden cuando traté de dormir. Pensé en comer pero sólo quedó el bistec sobre la sartén, en la estufa apagada. La idea de hacer ejercicio me vistió con cortos y camiseta. También traté de acomodar el archivo personal, pero sólo dejé legajos y papeles regados en la sala. Al cabo de dos horas me encontré sentado en el sofá, esperando una paz interna que no llegó.

      Recordé una plática vieja, de hace muchos años, de un amigo en común, cuando acababa de conocer a Gustavo, que resultó profética:

   —Mira, (González) es demasiado íntegro, va a pasar toda su vida como ministerial sin llegar a ninguna parte. Para subir en la política interna de la policía se tiene que ser corrupto… La tranza es mala, pero todos somos tranzas, nos conviene serlo. Salimos de los problemas legales o de broncas de tráfico rápido. Nos ahorramos mucho tiempo dejando de hacer colas y además podemos juntar buen dinero concediendo ciertos favores o dejando pasar alguna cosa… Los policías honrados, que desean hacer bien su trabajo, terminan estorbando a todos y tarde o temprano tendrán problemas…

   Siempre he pensado que las personas que son los honrados los que mantienen en funcionamiento el sistema judicial.

   —Arena— dijo en una de tantas ocasiones González, para justificar su rectitud—. Todos, corruptos y decentes, necesitan de las personas honradas. En ocasiones se verán obligados a actuar de acuerdo a la ley… y en quién confiaran entonces, ¿en un tranza? Claro que no. Buscarán a los honestos, son tan necesarios para el sistema como lo son todos los corruptos.

—o0o—

Timbró el teléfono celular. ¿Cuándo? ¿Sería cuándo me bañaba o al tomar cerveza del refrigerador o cuándo estaba recostado en la cama?

   — ¿Ulises Arena? No me conoce—habló una voz distorsionada por el celular—. Soy el que informaba a González sobre los cargamentos de droga… Sólo le quiero decir que los propios compañeros lo mataron, llevaron un matón del Cártel del Norte para asesinarlo. Me lo dijeron gente de mucha confianza.

   Estaba sorprendido, no sabía cómo reaccionar.

   — ¿Quiénes fueron los asesinos?

   —No importa, él tenía que morir. Lo importante es que sí decides investigar la muerte de tu amigo, a ti también te mataran.

   — ¿Por qué eligieron a González? Deben de tener muchos infiltrados en la policía para hacer el trabajo.

   — Él nos buscó, habló con un amigo que trabaja para los Delta. Quería recibir dinero, mucho dinero, no aclaró para qué, se ofreció a lo que fuera. Lo usamos para atacar los cargamentos de drogas del Cártel del Norte… A todos nos extrañó, pero hizo buen trabajo decomisando carga.

   — No me convences. No sé lo que pasó pero lo averiguaré… ¿Quién eres?

   La llamada se cortó de inmediato, pensé que el tipo que llamó, y que daba informes a Gustavo, era alguien cercano a la policía que esperaba pasar inadvertido.

   Las horas siguieron consumiéndose y mis recuerdos se volvieron más melancólicos. Decidí salir. Al principio sólo tomé el auto para recorrer la cuidad. Para contemplar el caos de las calles, que en algunos momentos parecía bello. Llegué al centro y seguí el recorrido de siempre. Sentía el cansancio, por la falta de sueño, como un distante dolor de cabeza, con el cerebro lento y mis ideas confusas.

   Durante la tarde hice varias actividades y consideré el paseo terminado.

   ¿Cómo lo pudieron llevar a una trampa si no confiaba en nadie? ¿Un amigo? ¿Alguien que lo engañó para guiarlo a la muerte? ¿O simplemente porque él quería que fuera de esa manera?

   Pero, sobre la marcha, la idea de visitar la escena del crimen fue tomando fuerza. Me dirigí a la fábrica abandonada. La colonia Olimpia es un viejo sector industrial, que con el crecimiento de la ciudad quedó demasiado céntrico, la contaminación y el escándalo obligaron a las autoridades a cerrar la mayoría de las empresas. Ahora las construcciones ruinosas surgen como fantasmas imponentes, reflejando una importancia ya perdida.

   El número 547 en la calle Amistad resultó ser una pequeña fábrica con un letrero oxidado donde todavía se leía: “La Mar, productos químicos para el hogar”. Estaba abandonada, detrás de sus muros sobresalían tanques de almacenamiento y torres de enfriamiento mohosas y viejas. Era el escenario perfecto para una trampa, para traer a Gustavo con engaños.

   Esperé en el auto hasta que la noche se impuso. La calle casi no tenía tráfico, pero la sola presencia de mi auto en una calle solitaria atraía las miradas de los pocos que pasaban.

   En cuanto consideré que la oscuridad tenía suficiente espesor decidí entrar y, con linterna por delante, salté el portón.

   Me encontré en un lugar tenebroso. La penumbra era completa, sólo distantes haces de luz pública, llegados desde la calle, disipando la oscuridad.

   Avancé despacio por un estacionamiento saturado de basura, hasta la nave industrial en ruinas. La luz de la lámpara encontró unos muebles no desgastados. Y en el suelo había muchas huellas de vehículos y pisadas, impresas en el polvo. Entendí que el lugar era usado con frecuencia por los narcos.

   Del lado izquierdo se hallaba una puerta que conducía a un patio lateral con grandes tanques de acero oxidados. Salí con la linterna para descubrir un pequeño patio y dos grandes tanques en el fondo. Trazados en el pavimento, se encontraban pequeños círculos blancos marcados con tiza, donde supuse que se encontraron las evidencias del tiroteo. Encontré tres grupos de marcas amontonadas en sitios distintos del patio, separadas por algunos metros; eran los lugares escogidos por los asesinos para disparar. En la parte trasera del patio había otro grupo de marcas, más numerosas y algunas contra la pared de un tanque, traté de leer en ellas los signos que describían los últimos momentos de la vida de mi amigo. La sangre se veía oscura pero todavía reconocible por la luz de la lámpara. Los círculos blancos se concentraban delineando el contorno de un cuerpo, eran demasiados y se disipaban al alejarse de las marcas de sangre. Uno de los tanques tenía muchas perforaciones, de varios calibres, su sangre y sus restos todavía se encontraban aferrados al metal viejo.

   Era obvio que él sabía que era una trampa, llegar hasta el tanque sin sospechar nada era un acto demasiado ingenuo para cualquiera que viva de la investigación policíaca. Quizá fue sorprendido por algún error o él mismo buscó el enfrentamiento. Se notaba que se defendió al sentirse atrapado.

   Fastidiado del ambiente sombrío que me rodeaba salté el muro para volver al auto. Sentí la ciudad apagada, la noche y el escaso movimiento me hizo sentir cansancio. Circulé por la calles sin rumbo, esperando que alguna idea iluminara mis pensamientos oscuros.

   Tenía cerca de tres meses sin ver a Gustavo y casi seis meses sin sostener una plática. Realmente no sabía nada sobre lo que ocurría con él. En alguna ocasión traté de comunicarme pero no me devolvió la llamada, lo consideré como una grosería nacida de la confianza y no le di importancia. Ahora resulta obvio que tanto distanciamiento era producto de los problemas que enfrentaba.

   El alba trajo cansancio y regresé a mi casa. Dormí hasta las tres de la tarde. De hecho fue el teléfono celular el que me despertó.

   —Señor Ulises, habla Vallarta. Tenemos que platicar. Me he enterado de información interesante y me gustaría comentarla con usted, para saber su opinión.

   — ¿Qué tienes? — pregunté interesado.

   —Dijeron que González recibía dinero y mencionaron que el siguiente en la lista de muertes del narco es usted.

Decidimos reunirnos en media hora, en un restaurante que se encuentra en el centro de la ciudad. Cuando llegamos estaba lleno, pero pudimos encontrar una mesa. Después de ordenar la comida se inició la plática.

   — ¿Quiénes son los que dicen que González estaba vendido con uno de los Cárteles de drogas? — pregunté para iniciar la conversación. 

  El joven estaba nervioso, se veía en sus ojos.

   —No lo puedo creer, pero varios testigos lo vieron hablar con el jefe del Cártel de los Delta— dijo Vallarta un poco apenado—. Se encontraron en un restaurante elegante en el norte de la ciudad. Como el jefe de los Delta no confiaba en él llegó con varios guardaespaldas. Dicen que González los buscó.

   —No lo creo… ¿Dónde está el dinero?— dije, tratando de convencer a Vallarta con mi confianza—. El dinero no se puede ocultar.

   — ¿Por qué los narcos aseguran que González estaba vendido?

   —No lo sé. Tal vez lo quieran desprestigiar, así tendrían un motivo para cerrar el caso como ajuste de cuentas entre narcos… No podemos estar seguros de nada hasta terminar la investigación— contesté molesto.

   La discusión se alargó. Daba la impresión que el joven tenía el propósito de convencerme de la culpabilidad de González. En algún momento cambió el tema de conversación.

  —Dicen que te matarán. Está en la lista de los narcos— aclaró preocupado.

   —No será la primera vez— contesté con indiferencia—. Estaré preparado y esperando. Me defenderé, no son tan valientes como todos dicen.

   —Debes esconderte una temporada, procura que no te vean por la ciudad.

   —Es lo que ellos esperan que haga. No puedo detenerme. Seguiré adelante hasta que muera o encuentre a los culpables.

   —Sabes que uno de los que ordenaron la muerte de González es un jefe narco. Son muy poderosos, tiene amigos en la policía y en la política, será muy difícil enfrentarlos.

   Sabía que era cierto, no existía una verdadera justicia para González, al menos que yo se la consiguiera. Lo único que quedaba era matar yo mismo a los asesinos. Tenía un profundo odio que tensaba mis músculos. Dejé que el silencio me calmara.

   —No me parece justa la muerte de González, pero nuestras fuerzas tienen un límite, no podemos sacrificarnos la vida a lo fácil— dijo Vallarta con solemnidad.

   Entonces entendí que la forma de hablar no era del joven, eran palabras muy serias para él. Alguien lo persuadió de que viniera a tratar de convencerme, alguien mayor.

   — ¿Quién te mandó a hablar conmigo?

   —Jesús Álamo quería que te previnieran. Sólo yo me animé.

—o0o—

Mi presencia en la comandancia atrajo la mirada de todos, la mayoría era de sorpresa y de desconfianza.

   Cerca de las cuatro de la tarde llegué a la Oficias de la Ministerial para continuar la investigación. Pediría leer los informes de los decomisos de drogas de González.

   Jesús Álamo me recibió preocupado.

   —Los compañeros que investigan la muerte de González no quieren verte en el caso… Dicen que sólo ocasionarás problemas.

   —Tengo que investigar el asesinato, con ayuda o sin ella. Se lo debo a González— reconocí con cansancio.

   —Puedes leer lo que te dé tu gana, pero no me vengas a ocasionar problemas… Y que no se enteren los jefes.

      Me pidió que lo acompañara con cierto aire de disgusto. Nos dirigimos a los archivos donde Bernardo Díaz, con más de cincuenta años, con el cabello canoso y con una gran cicatriz en el rostro, nos recibió con indiferencia. Conocía su historia, fue un buen policía hasta que lo hirieron en la cara, en un enfrentamiento con ladrones, casi muere. Ahora no puede ver bien, escucha con dificultad y tiene fuertes dolores de cabeza. Aunque aceptó la pensión por la herida no quiso dejar de trabajar y le encontraron acomodo en el archivo, escudriña entre legajos, buscando pistas perdidas entre cientos de papeles.

   Hubo una pequeña y discreta discusión entre Bernardo y Jesús. No pude escuchar, pero comprendía que era por mis intenciones. Algo dijo Jesús, con gesto severo, que el viejo salió a regañadientes a buscar entre los archivos amontonados en la oficina un legajo voluminoso.

   —Después de entregar estos informes González andaba muy engorilado. Me dijo que era peligroso hacer su trabajo hoy en día… Espero que encuentres pronto a los asesinos de González para acabar con todos los problemas— dijo Álamo entregándome el legajo y enseguida salió de la oficina de archivos.

   Sentado en un viejo escritorio empecé la lectura el informe. Eran cerca de seis páginas con una serie de datos de poca importancia. Seguía una descripción simple de la serie de hechos que llevaron a la muerte de mi amigo.

  Era la historia de siempre, de corrupción, de enfrentamientos entre corporaciones. Al parecer, una actitud tan descarada de los corruptos sorprendió a González, demostraba en su informe su indignación.

   En cuanto acabé de leer el informe Bernardo casi me lo arrebató de las manos.

   —Disculpa, pero tu cruzada nos puede ocasionar problemas—aclaró llevando el legajo hasta los archivos.

   — ¿Qué más sabes sobre el homicidio de González? — pregunté mientras esperaba que archivara los papeles.

   —Déjate de cosas, Arena. Detrás de todas las estupideces que hacemos están los de arriba, los mismos Jefes que nos dirigen tienen arreglos con los narcos— dijo tratando de darle importancia a sus palabras volviendo grave su tono de voz. —Cada determinado tiempo uno de nosotros muere. Es parte del manejo político del narco—. Continuó diciendo el policía viejo mientras caminaba al escritorio, poniendo la mano en mi hombro. —Es simple, nosotros, para presumir a la prensa, atrapamos cargamentos de drogas que valen algún dinero, claro, con el consentimiento de los narcos. Los narcos quedan bien con sus capos matando a cuanto mugroso pueden, sin pasar de diez muertos al año… Todo está arreglado y la muerte es una manera de limpiar de basura los Cárteles y la policía.

   —Aunque los muertos sean los pocos elementos buenos de la policía.

   —La gente buena no anda con narcos… Bueno, entiendo lo que quieres decir. González era bueno, pero algo cambió en él en los últimos meses.

   — ¿Entonces no sabes nada?— pregunté esperando acabar con la plática que ya molestaba.

   —Nadie entiende nada en realidad. Todos creemos saber quiénes fueron los que lo mataron y por qué lo hicieron. No tenemos pruebas, pero todos nos imaginamos lo qué ocurrió. Nada más.

   Deslizó su mano entre la cicatriz y sus cabellos canosos, la cual se le vio más profunda, demostró cansancio. Dijo con voz apagada:

   —A mí me molestan las pendejadas. Yo también fui traicionado por los compañeros para proteger a un grupo de ladrones. Y estoy vivo porque mejor me quedé callado, no pedí explicaciones, ni busqué culpables. Acepté que perdí y nada más, consideré el tiempo en el hospital y las cicatrices como parte del juego, eso es todo.

   Entendí que, en su momento, él luchó por sus ideales contra el mismo mundo de corrupción con el que se enfrentaba Gustavo. Pagó un precio alto, no quiso seguir arriesgándose más y lo respeto por eso.

   Esperaba salir de las oficinas de los ministeriales sin otro problema, pero en el corredor principal me esperaban.

   — ¿Qué quieres, Arena? — gritó Ignacio Ruiz acercándose en compañía de tres ministeriales que no conocía—. ¿A ti también te tienen en la nómina los Delta? ¿Seguirás deteniendo cargamentos de los narcos del Norte?

   La actitud de los policías me sorprendió, no lo esperaba. Pero no podía pasar por alto esa forma prepotente de hablarme.

   —Déjense de estupideces—contesté con actitud de reto—. ¿Por qué tanto interés? ¿No serás tú el vendido?

   —Sabemos que estuviste en los archivos. ¿Qué quieres?... No interfieras en nuestro caso. Deja en paz la muerte de tu amigo.

   Peleamos de nuevo y después de unos cuantos golpes los propios compañeros de Ignacio nos separaron.

   —No te metas con nosotros, Arena, o te pondremos en la madre—, fue una de las últimas amenazas que gritó Ruiz.

   En ese momento Jesús Álamo salió de su oficina e impuso orden a gritos. Pidió explicaciones.

   —Este cabrón lo único que conseguirá es complicar la investigación—dijo Ignacio.

   —Preferimos que Ulises no se entrometa con la investigación—aclaró un ministerial que no pude ver.

   — ¡Vamos! —protesté enojado—. Lo único que quieren es echar tierra al asunto. No piensan resolver el asesinato, sólo hacer tiempo y esperar que el caso se olvide para encubrir a los culpables.

   Siguió otro intenso forcejeo y muchos gritos. Pero no me pudieron tocar. Álamo tuvo que imponerse de nuevo.

   —Déjense de estupideces. Cualquiera puede realizar una investigación sí le da la gana. Conocen la ley y tenemos que seguirla todos.

   De la comandancia salí molesto y decepcionado de los ministeriales.

—o0o—

La lluvia fue imponiéndose despacio. Algunas gotas aisladas se estrellaron en el parabrisas, fueron aumentando en número y tamaño hasta volverse un aguacero. Reduje la velocidad del auto y, de nuevo, circulé por la ciudad sin rumbo. Esperando no pensar, no quería enfrentar a los recuerdos, pero fue inevitable, como sí mi subconsciente estuviera obligado a recordar al amigo muerto. Mientras las calles parecían desfilar indiferentes ante mi falta de atención.

   A González lo conocí al entrar como novato a la Judicial. Yo también iniciaba como investigador privado, éramos jóvenes entonces y un idealismo ingenuo estaba presente en nuestra manera de pensar. Esperábamos acabar con el mal, hoy sólo espero sobrevivir un día más sin corromperme. Una de mis primeras comisiones fue vigilar a la esposa infiel de un funcionario menor del gobierno federal.

   Cuando empecé como investigador no era muy bueno. Al tercer día la mujer que vigilaba sospechó por mi presencia cerca de su casa. Ella misma alertó a las autoridades de mi presencia en la calle, y el propio González y uno de sus compañeros se encargaron de investigar mi presencia en los alrededores de la casa.

   Su actitud fue prepotente, pero prudente por si estuviera relacionado con algún influyente.

   Al detenerme me bajaron del auto con algo de maltrato y me registraron, lanzando preguntas en tono molesto.

   — ¿Qué chingados haces aquí? — preguntó González mientras su compañero revisaba el auto.

  —Espero a mi novia— contesté.

   Tenía instrucciones de no reconocer que era investigador privado y de no mencionar jamás el nombre de la agencia en la que trabajaba.

   —No te hagas el loco, llevas tres días vigilando la casa.

  El otro judicial se acercó para darme un golpe en la boca del estómago.

   —Estabas vigilando la casa para robarla, o eres guerrillero y pensabas secuestrar a los dueños de la casa— preguntó el otro, mientras me encontraba sofocado por el golpe.

   — ¿Por qué no traes identificaciones?... te va a llevar la chingada—dijo González.

   Otro golpe.

   —Te arrestamos por sospecha de asesinato y lo que resulte—concluyó su compañero.

   No podía discutir con ellos, de nada serviría. Sabía que a donde me llevaran recibiría más golpes. Por fortuna me trasladaron a la comandancia de la judicial. Me condujeron a empujones hasta un cubícalo aparte. El lugar medía dos por tres metros, sin ventanas y el olor a sudor y orines era penetrante. Dos judiciales tenían a otro supuesto criminal contra la pared, golpeándolo, exigiéndole que confesaran. El tipo se resistía, entre lamentos y rabia, a confesar un crimen que tal vez no cometió.

   —Cuidadito con gritar— dijo uno de los judiciales momentos antes de darle un golpe más.

   También fui torturado durante media hora, fue mi bautismo de fuego en la investigación privada.

   Esa noche la pasé en la celda. A primera hora de la mañana llegó González para llevarme al cubículo.

   —Ya me interrogaron anoche. ¿Qué pasa…? —protesté.

   —Bueno, vas a decirme que chingados hacías allí o te mato a golpes— dijo ya frustrado.

   —Ya te dije.

   —No te hagas pendejo. Anoche una compañía de detectives privados trató de pagar tu fianza. ¿Estabas vigilando a la esposa del General Urrieta?

   Ya no contesté.

   — ¿Quién era el amante de la esposa de Urrieta? —preguntó y tiró un manotazo a mi cabeza.

   Únicamente lo vi en dos ocasiones al amante, era el segundo al mando del secretario de Gobernación: El general Ochoa. Ese militar, que en aquel momento traicionaba a un amigo, años después traicionaría al país. Moriría llevándose consigo todos los secretos de los malos manejos de dos o tres presidentes, a los cuales sirvió en varios puestos. Fraudes, robos millonarios y asesinatos, Ochoa lo sabía todo, pero decidió que con su silencio le era leal a unos cabrones y le dio la espalda a todo un país.

   —Lo vi una vez, pero sé que es alguien importante.

   En el gesto de González apareció la preocupación.

   —Esta madrugada apareció muerto el general Urrieta en la entrada de la casa que vigilabas.

   Me molesté, supuse que el cliente llegó en mal momento a su casa. Ochoa siempre visitaba a su amante con uno o dos guardaespaldas. Cuando el general Urrieta quiso entrar a su casa a la fuerza para ver a la mujer los guardaespaldas del amante lo mataron.

   — ¿Estaba la esposa de Urrieta en la casa cuando llegaron? —pregunté para confirmar mis sospechas.

   —No, aún no la hemos podido localizar. Fueron los vecinos lo que dieron aviso a la policía cuando escucharon los disparos. Vieron poco, sólo dos autos negros de lujo alejándose de la casa.

   — ¿El arma con que mataron al general era una cuarenta y cinco?

   —Sí, le dieron tres tiros en el pecho. Urrieta trató de sacar su pistola pero los asesinos dispararon primero.

   Los guardaespaldas usan ese calibre. Estaba seguro de que ellos lo mataron.

  — ¿Tú sabes quién era el amante de la señora? —volvió a preguntar González.

   —Son gente de muy arriba, es mejor que tú ni lo sepas y que yo ni me acuerde.

   Trató de sacarme la información, ya con un trato menos violento, pero decidí guardarme el secreto. Con gesto de preocupación Gustavo me llevó de nuevo a la celda. Fui liberado esa misma mañana. Mi jefe inmediato casi dio un brincó en su asiento al recibir la información.

   —Son pendejadas muy importantes, mejor ni meternos— concluyó.

  Al día siguiente ya me encontraba vigilando a otra esposa infiel. Por lo que me enteré días después, las autoridades fabricaron un culpable para encubrir el crimen y a González no lo vi en muchos meses.

—o0o—

Celina se encontraba nerviosa, me llamó durante el recorrido nocturno, quería que la visitarla de inmediato. Se negó a hablar por teléfono, quería verme.

   Cuando llegué a su casa era cerca de la media noche, los niños se encontraban dormidos y ella me esperaba en la puerta de entrada. Me hizo pasar al recibidor, se notaba cansada y se veía en su rostro que no había podido dormir.

   —Ya no quiero que investigues. Es muy peligroso, a ti también te puede matar y no me lo perdonaría.

   — ¿Te han amenazado por teléfono?

   —Sí, pero no es la primera vez, no me asustan pero tampoco puedo confiarme. Tengo que olvidar todo esto y salir adelante con mis hijos, y con tantas preocupaciones no sé si podré.

   Ya sentados en la sala de estar ella vaciló un momento.

   —Si es dinero del narco no lo quiero. Prefiero batallar con mis hijos a darles un dinero que viene manchado de sangre— protestó Celina de forma molesta.

   — ¿De qué hablas? —pregunté confundido.

   Celina pensó un momento, se veía dudas en su mirada. Se llevó las manos a la cara y dijo:

   —Sé que Gustavo no era así, no podía aceptar sobornos. Pero hace rato saqué su ropa del armario y encontré esto.

   Ella colocó sobre la mesa de centro un maletín negro de plástico. Lo abrió con rapidez dejando al descubierto varios paquetes gruesos de billetes. Me apresuré a tomar uno para asegurarme de lo que veía. Eran billetes de cien dólares, cada paquete contenía diez mil dólares. Estaba sorprendido.

    —Deben ser más de cien mil dólares. Pero no quiero ese dinero. Llévatelo— continuó Celina con tono de cansancio.

   Caminé a la ventana para mirar la lluvia. La imagen de un González corrupto y aceptando dinero no la podía admitir. Pero sólo miré la lluvia, las calles llenas de agua y mis malos pensamientos parecían negarse a escurrirse de mi mente, como la hacía el agua de lluvia en la calle. Estaba decepcionado.

   —Espera. Déjame averiguar qué pasó, de dónde salió ese dinero. Tal vez lo quería para ustedes. Consérvalo, escóndelo, mientras investigo— dije por fin sin poder apartar la vista de la lluvia.

   — ¿Pero si es dinero de los narcos?— preguntó.

  —No. Con su muerte purificó el dinero. Además creo que lo consiguió para sus hijos y no sería justo negárselos después del sacrificio de su padre.

   —Pero mis hijos sabrán que es dinero malo.

   —Ellos sabrán que es la herencia de su padre… Él no era corrupto. Algo estaba pasando y no sabemos qué ocurrió… Tal vez el dinero lo tengas que devolver. No sabemos. Espera a terminar la investigación para decidir lo que haremos después.

—o0o—

Estuve seguro que la guerra entre narcos estaba fuera de control cuando mataron a un comandante de la ministerial en la ciudad. Sólo esperaron en una avenida, por donde siempre pasaba, para balear la camioneta. Se dio un escándalo en los medios, pero no pasó nada más. Los rumores internos aclararon que fue asesinado por ser honrado, no recibía sobornos, y estuve seguro que la situación empeoraría con el paso de los días.

   Pero entonces se reportaban todos los días varias ejecuciones, y la ciudadanía ya mostraba temor por la violencia, algunos civiles terminaban siendo víctimas inocentes del fuego cruzado. Las imágenes desagradables poblaban las primeras páginas de los periódicos, la peor de todas fue una foto mostrando tres cabezas arrojadas en un lugar muy concurrido.

—o0o—

Todavía estaba lloviendo cuando llegué a la oficina. De nuevo estaba viendo la lluvia por la ventana. Me encontraba relajado, mirando con indiferencia la señal de la última amenaza dejada en la ventana. Alguien disparó desde la calle hacia mi ventana, dejando un cristal dañado, con muchas cuarteaduras y un orificio pequeño con señales de astillas blancas a su alrededor. Era una advertencia para alejarme de la investigación de Gustavo.

   Permanecí frente a la ventana por casi una hora. Esperando otro disparo, un intento más de intimidación, pero nada pasó, y los minutos se mezclaron con la melancolía de mis recuerdos. Miraba las escasas gotas que entraban por el orificio de bala y escurrían por el cristal.

   En ocasiones tengo miedo. Son muchos enemigos que se hacen como investigador. Afronto atentados contra mi vida de vez en cuando, los acepto como parte de mi realidad. Y tal vez, cuando llegue mi momento de dejar este mundo, ni siquiera tenga la seguridad de por qué me atacaron.