La he visto. Al cabo de tantos años he vuelto a verla, y mi corazón ha estado a punto de estallar. Me subí a lo alto del almacén, cerca del muelle, y la vi en el puerto. Hasta que percibí el destello de la luz sobre la lente de un telescopio y tuve que huir. Me mezclé entre la multitud que aguardaba y, por suerte, hacía tanto frío que nadie reparó en un hombre que llevaba la cara tapada con una bufanda de lana. Así logré acercarme a la berlina, ver su rostro adorado a escasos metros de distancia y deslizar mi vieja capa en las manos de un periodista imbécil que sólo pensaba en su entrevista. Estaba tan hermosa como siempre. La cintura de avispa, la cascada de pelo contenida bajo su gorro cosaco, el rostro y la sonrisa capaces de derretir un bloque de hielo. ¿Obré bien? ¿Obré bien al volver a abrir las viejas heridas, al obligarme a sangrar otra vez, como en aquel sótano, hace doce largos años? ¿He sido imprudente al traerla aquí, cuando estos últimos años casi habían curado el dolor? La amé entonces, en aquella espantosa época en París, más que a la vida misma. El primero, el último y el único amor que he conocido y conoceré jamás. Cuando ella me rechazó en aquel sótano por su joven vizconde, estuve a punto de matarlos a los dos. La rabia se apoderó de mí, aquella ira que siempre ha sido mi única compañía, el amigo verdadero que nunca me ha decepcionado, aquella furia contra Dios y todos los ángeles, por no haberme concedido un rostro humano como a los demás, como a Raoul de Chagny. Un rostro para sonreír y complacer. En cambio, me dio esta máscara horrorosa que me condena eternamente al aislamiento y el rechazo. Y no obstante, pensé, pobre y estúpido desgraciado, que ella podría quererme un poco, después de lo sucedido entre nosotros en aquella hora de locura, mientras las turbas vengativas bajaban a lincharme. Cuando conocí mi destino, les dejé vivir, y de buen grado. Pero ¿por qué he hecho esto ahora? Sólo puede depararme más dolor y rechazo, asco, desprecio y repugnancia. Es la carta, por supuesto. Oh, señora Giry, ¿qué debo pensar de ti ahora? Fuiste la única persona que me trató con bondad, la única que no escupió sobre mí o huyó aterrorizada ante la contemplación de mi cara. ¿Por qué esperaste tanto? ¿Debo agradecerte que en las horas postreras me hayas enviado la noticia que cambiará mi vida de nuevo, o culparte por ocultármelo durante los últimos doce años? Podría estar muerto, nunca me habría enterado. Pero no lo estoy, y ahora lo sé. Por eso asumo este riesgo demencial. Para traerla aquí, para verla otra vez, para sufrir otra vez, para pedir otra vez, para suplicar otra vez... ¿y nuevamente rechazado? Lo más probable. Y sin embargo y sin embargo... La tengo aquí, memorizada palabra por palabra. Leída y releída presa de la mayor incredulidad, hasta que el sudor de los dedos ha manchado las páginas y las manos temblorosas las han arrugado. Fechada en París, a finales de septiembre, justo antes de que murieras... Mi querido Erik:

Cuando recibas esta carta, si es que alguna vez llega a tus manos, ya me habré ido del mundo a otro lugar. Dudé mucho antes

de decidirme a escribir estas líneas, y sólo lo hice porque pensé que tú, que has conocido tanta desdicha, deberías conocer la verdad al fin, y que no podría ir al encuentro de mi Creador sabiendo que, a la postre, te había engañado. Ignoro si la noticia aquí contenida te aportará alegría o sólo desdicha; no obstante, ésta es la verdad de unos acontecimientos muy cercanos a ti, pero de los cuales no podías saber nada, ni entonces ni ahora. Sólo yo, Christine de Chagny y mi marido Raoul estamos al corriente de la verdad, y debo rogarte que la administres con bondad y prudencia... Tres años después de que encontrara a un pobre desgraciado de dieciséis años encadenado en una jaula, en Neuilly, conocí al segundo de aquellos jóvenes a los que, más tarde, llegué a llamar mis hijos. Fue por accidente, un trágico y espantoso accidente. Sucedió una noche de invierno de 1885. La representación ya había terminado, las chicas se habían retirado a sus casas, el enorme edificio había cerrado sus puertas y yo caminaba sola por las calles oscuras en dirección a mi apartamento. Me interné por un atajo, estrecho, adoquinado y negro. Sin que yo lo supiera, había otras personas en aquella callejuela. Más adelante, una criada, que había finalizado sus tareas a una hora avanzada en una casa cercana, trotaba atemorizada hacia el brillante boulevard que se abría unos metros más allá. En un portal, un joven de apenas dieciséis años, como averigue más tarde, estaba despidiéndose de unos amigos con quienes había pasado la velada. De las sombras surgió un rufián, un asaltante de los que suelen merodear por las callejas apartadas para robar la cartera a los viandantes desprevenidos. jamás sabré por qué eligió a aquella criadita. No debía de llevar más de cinco sous encima. Vi que el rufián salía de las sombras y la agarraba con fuerza por el cuello para impedir que chillara, mientras intentaba arrebatarle el bolso. «Déjala en paz, bruto -grité-. Au secours.» El ruido de botas masculinas pasó por mi lado, distingui un uniforme y a un joven que se había arrojado sobre el asaltante. Ambos rodaron por el suelo. La midinette gritó y corrió hacia las luces del boulevard como alma que lleva el diablo. Nunca volví a verla. El carterista se soltó del joven oficial, se puso en pie y huyó. El oficial le persicluió. Entonces, vi que el rufián se volvía, sacaba algo del bolsillo y apuntaba con él a su perseguidor. Se produjo un estallido y un destello cuando disparó. Después, desapareció por una arcada en los patios que había detrás. Corrí hacia el hombre caído y comprobé que era poco más que un niño, con el uniforme de cadete de la Éco e Militaire. Su rostro hermoso estaba blanco como el mármol, y sangraba profusamente de una herida de bala en el bajo vientre. Desgarré mi enagua para detener la hemorragia y grité, hasta que alguien miró desde arriba y preguntó qué pasaba. Le rogué que corriera al boulevard y parara un taxi con urgencia; así lo hizo, sin cambiarse el camisón siquiera. El hospital general estaba muy lejos, pero no así el hospital Saint-Lazare, de modo que fuimos a éste. Había un médico joven de guardia, pero cuando vio la herida y conoció la identidad del cadete, hijo de una muy noble familia de Normandía, envió a un portero a toda prisa en busca de un eminente cirujano que vivía cerca. Ya no podía hacer más por el muchacho, de forma que volví a casa.

Pero recé para que viviera, y por la mañana, como era domingo y no iba a trabajar al teatro de la Ópera, me dejé caer por el hospital. Las autoridades ya habían dado aviso a la familia del muchacho, y cuando vio que me acercaba, el cirujano que estaba de guardia, debió de confundirme con la madre del cadete cuando pregunté por él mencionando su nombre. Con expresión grave, el

médico me pidió que le acompañara a su despacho particular. Allí, me informó de la horrible noticia. El paciente viviría, dijo, pero el daño causado por la bala y su extracción había sido terrible. Vasos sanguíneos fundamentales de la ingle y del bajo vientre habían quedado destrozados sin remedio. No había tenido más elección que suturarlos. Yo seguía sin comprender, pero después entendí a qué se refería, y le interrogué sin rodeos. El hombre asintió con solemnidad. -Estoy desolado -dijo-. Una vida tan joven, un chico tan guapo, y ahora sólo es medio hombre. Temo que nunca podrá tener hijos. -¿Se refiere a que la bala le ha castrado? -pregunté. El médico negó con la cabeza. -Hasta eso habría sido misericordioso, porque no habría experimentado deseos hacia ninguna mujer. No; sentirá toda la pasión, el amor, el deseo que siente cualquier hombre joven, pero la destrucción de esos vasos sanguíneos vitales significa que... -Ya no soy una niña, monsieur le docteur -dije, con la esperanza de ahorrarle aquel sofoco, pero sabía muy bien lo que se avecinaba. -Señora, debo decirle que jamás podrá consumar ninguna unión con una mujer, y así engendrar un hijo. -¿Nunca podrá casarse? -pregunté. El cirujano se encogió de hombros. -La mujer que aceptara esa unión, sin la menor dimensión física, sería una santa o tendría poderosos motivo para hacerlo -dijo-. Lo siento muchísimo. Si no hubiese obrado del modo en que lo hice, la hemorragia habría acabado con su vida. Yo apenas podía contener las lágrimas. Se me antojaba imposible que un monstruo tan repugnante pudiera infligir una herida tan atroz a un muchacho en la flor de la vida. De todos modos, fui a verle. Estaba pálido y débil, pero despierto. No le habían dicho nada. Me dio las gracias por ayudarle en el callejón, e insistió en que yo le había salvado la vida. Cuando me enteré de que su familia estaba a punto de llegar en tren procedente de Rouen, me marché. Pensé que nunca más volvería a ver a mi joven aristócrata, pero me equivoqué. Ocho años después, hermoso como un dios griego, empezó a frecuentar el teatro de la Ópera noche tras noche, con la esperanza de intercambiar unas palabras y una sonrisa con cierta joven actriz suplente. Más tarde, cuando la encontró embarazada, como era un hombre bueno y decente, le dio su nombre, su título y una alianza. Y durante doce años ha dado al hijo todo el amor que un padre real podría brindarle. Aquí tienes la verdad, mi pobre Erik. Trata de ser generoso y bondadoso. Un beso postrero de alguien que intentó ayudarte en tu dolor, ANTOINETTE GIRY La veré mañana. Ahora ya ha de saberlo. El mensaje enviado al hotel era muy claro. El lugar de mi elección, por supuesto. La hora de mi elección. ¿Aún seguirá temiéndome? Supongo que sí. Sin embargo, ignora que ella también me produce miedo, pues tiene el poder de negarme una vez más la ínfima medida de felicidad que todos los hombres pueden esperar.

No obstante, aunque vaya a ser rechazado una vez más, todo ha cambiado. Puedo mirar desde este nido de águilas las cabezas de los miembros de la raza humana, a la que tanto detesto, pero ahora estoy en situación de decir: podéis escupirme, insultarme, escarnecerme,

denostarme, pero nada de lo que hagáis me herirá. Pese a la suciedad y a la lluvia, pese a las lágrimas y el dolor, mi vida no ha sido en vano. TENGO UN HIJO.

11 EL DIARIO PERSONAL DE MEG GIRY

Hotel Waldorf-Astoria, Manhattan, 29 de noviembre de 1906 Querido diario, por fin puedo sentarme en paz y confiarte mis pensamientos y preocupaciones ocultos, porque es plena madrugada y todo el mundo está entregado al sueño. Pierre duerme como un tronco, tranquilo como un corderito, porque entré a verle hace diez minutos. Oigo roncar al padre Joe en su cama, al lado de donde estoy escribiendo; ni siquiera las gruesas paredes de este hotel son capaces de contener sus ronquidos de campesino. Y la señora se ha dormido por fin, con la ayuda de una píldora. En doce años nunca la había visto tan nerviosa. Y todo por culpa de ese mono de juguete que un admirador anónimo le envió a Pierre. Había un periodista con nosotras, muy amable y servicial (y que flirteaba conmigo lanzándome miraditas), pero no fue eso lo que trastornó a la señora, sino el mono mecánico. Cuando le oyó tocar la segunda canción, cuyas notas se introdujeron en el tocador por la puerta abierta, mientras le estaba cepillando el cabello, se puso como loca. Insistió en averiguar cuál era el origen de ese juguete, y cuando el señor Bloom, el periodista, consiguió localizar el lugar y concertar una visita, ella insistió en que debía ir sola. Tuve que pedir al joven que se marchara, y acosté a Pierre a pesar de sus protestas. Después, la encontré sentada ante su tocador, con la vista fija en el espejo, pero sin haber terminado de acicalarse, de modo que también cancelé la cena en el restaurante con el señor Hammerstein. Sólo cuando estuvimos solas me atreví a preguntarle qué ocurría, por qué este viaje a Nueva York, que había empezado tan bien, con la estupenda recepción en el puerto, se había convertido en algo sombrío y siniestro. Yo también había reconocido al extraño mono de juguete y la melodía embrujadora que tocaba, y me trajo una oleada de recuerdos aterradores. Trece años... Era lo que no paraba de repetir mientras hablábamos, y lo cierto es que han transcurrido trece años desde aquellos extraños acontecimientos que culminaron en el terrible descenso al sótano más profundo y oscuro de la Ópera de París. Aunque yo estaba presente aquella noche, y he intentado interrogar en alguna ocasión a la señora al respecto, siempre ha guardado silencio, de modo que jamás he logrado averiguar los detalles de su relación con la figura aterradora a que las coristas llamábamos el fantasma. Hasta esta noche, que me ha contado más cosas. Hace trece años se vio implicada en un tremendo escándalo ocurrido en la Ópera de París, cuando fue secuestrada en el mismísimo centro del escenario durante la representación de una nueva ópera, Don Juan triunfante, que desde entonces no ha vuelto a ponerse en escena. Yo integraba aquella noche el cuerpo de ballet, si bien no me encontraba en el escenario cuando las luces se a apagaron y ella desapareció. Su raptor la llevó a los sótanos más profundos de la Ópera, donde más tarde fue rescatada por los gendarmes y el resto del reparto, encabezados por el commissaire de police, que se encontraba entre el público.

Yo iba con ellos, y temblaba de miedo mientras descendíamos con antorchas encendidas, sótano tras sótano hasta llegar a la última catacumba, junto al lago subterráneo. Esperábamos encontrar por fin al

temido fantasma, pero lo único que hallamos los gendarmes y nosotros fue a la señora, sola y temblando como una hoja, y más tarde a Raoul de Chagny, que, tras adelantársenos, había visto al fantasma cara a cara. Vimos una butaca cubierta con una capa, y pensamos que tal vez el monstruo estaría escondido debajo. Pero no. Sólo había un mono de juguete, con unos platillos y una caja de música dentro. La policía lo requisó como prueba y nunca volví a ver uno igual, hasta esta noche. Era la época en que el joven vizconde Raoul de Chagny cortejaba a la señora, y todas las chicas la envidiaban. De no haber sido por su bondad natural, se habría granjeado la hostilidad de todas por su belleza, su súbito salto al estrellato, y por haber conquistado al soltero más codiciado de París. Pero nadie la odiaba. Todos la queríamos y nos alegramos mucho de que nos fuera devuelta. No obstante, si, bien intimamos con los años, jamás me habló de lo que sucedió durante aquellas horas que permaneció desaparecí, y su única explicación era que «Raoul me rescató». Cuál era el significado del mono de juguete? Sabía que esta noche no debía hacerle preguntas directas, de modo que puse orden en la habitación y le llevé un poco de comida, pero se negó a probar bocado. Cuando la había convencido de que tomara su somnífero, empezó a amodorrarse y dejó escapar por primera vez algunos detalles sobre aquellos extraños acontecimientos. Me dijo que existía otro hombre, un ser extraño y escurridizo que la aterraba, fascinaba, adoraba y ayudaba, pero cuyo amor obsesivo no podía corresponder. Aún siendo una corista, yo había oído rumores sobre un fantasma que habitaba en los sótanos más profundos de la Ópera y poseía poderes asombrosos, pues era capaz de ir y venir sin ser visto, así como de imponer su voluntad a la administración mediante amenazas de desquitarse si no le obedecían. El hombre y su leyenda nos asustaban a todas, pero nunca supe que amaba a mi actual patrona de tal manera. Pregunté sobre el mono que tocaba la melodía embrujadora. Dijo que sólo había visto en una ocasión un juguete semejante, y estoy segura de que debió de ser durante aquellas horas en los sótanos con el monstruo; era el mismo que yo había descubierto en la butaca vacía. Mientras el sueño se iba apoderando de ella, no paraba de repetir que él debía de haber vuelto. Estaba vivo y muy cerca, se movía entre bambalinas, como siempre, era un genio terrorífico, tan espantosamente feo como apuesto era su Raoul. Ella lo había rechazado y ahora la había conven-cído con añagazas de que fuera a Nueva York para acosarla de nuevo. Haré todo cuanto esté en mi mano por protegerla, porque es mi amiga y mi jefa al mismo tiempo, y es buena amable. Pero ahora estoy asustada, porque hay algo o alguien ahí fuera, y tengo miedo por todos nosotros: por mí, por el padre Joe, por Pierre y, sobre todo, por ella, por la señora. Lo último que me dijo antes de que el sueño la venciera fue que, por el bien de Pierre y Raoul, debía encontrar fuerzas para rechazarle de nuevo, porque está convencida de que no tardará en aparecer con la intención de redoblar sus exigencias. Rezo para que posea esa fuerza, y rezo para que estos próximos diez días pasen como una exhalación, para que todos regresemos a la seguridad de Paris, lejos de esta ciudad de monos que tocan melodías olvidadas hace mucho tiempo y de la presencia invisible del fan-tasma.

12 EL DIARIO DE TAFFY JONES

Steeplechase Park, Coney Island, 1 de diciembre de 1906 El mío es un trabajo raro, y algunos dirán que indigno de un hombre medianamente inteligente y ambicioso. Por este motivo, he sentido a menudo la tentación de dejarlo y dedicarme a otra cosa. Sin embargo, no me he decidido a hacerlo en ningún momento de los nueve años que llevo en el Steeplechase Park. En parte, es porque este empleo ofrece seguridad para mí y mi familia; los ingresos son excelentes y las condiciones de alojamiento muy confortables. Además, me ha llegado a gustar. Disfruto con las risas de los niños y la satisfacción de sus padres. Me complazco en la felicidad de aquellos que me rodean durante los meses de verano, y en contraste de la estación invernal, tranquila y plácida. En lo referente a mis condiciones de alojamiento, no podrían ser más confortables para un hombre de mi posición. Mi primera vivienda es una cómoda casita situada en la respetable comunidad de clase media de Brighton Beach, que dista menos de dos kilómetros de mi centro de trabao. Por añadidura, poseo una pequeña cabaña en el corazón del parque de atracciones, a la cual puedo retirarme a descansar de vez en cuando, incluso en temporada alta. En cuanto a mi salario, es generoso. Desde que hace tres años negocié una remuneración basada en un ínfimo porcentaje del dinero que se paga al entrar, he podido llevar a casa más de cien dólares a la semana. Como soy un hombre de gustos modestos y poco propenso a la bebida, he sido capaz de ahorrar una buena parte de mis ingresos, de modo que algún día, dentro de no muchos años, podré retirarme de todo esto, cuando ya mis cinco hijos campen a sus anchas por este mundo. Entonces, cogeré a mi Blodwyn y encontraremos una pequeña granja, tal vez junto a un río o un lago, o incluso a la orilla del mar, donde podré pescar o trabajar la tierra, según se me antoje, e iré a la capilla el sábado y seré un firme pilar de la sociedad local. Por eso me quedo y hago mi trabajo, que casi todo el mundo alaba. Porque yo soy el maestro de ceremonias oficial de Steeplechase Park. Lo cual significa que, con mis zapatos extralargos, mis abombados pantalones a cuadros, mi chaleco con las barras y estrellas y mi alto sombrero de copa me sitúo a la entrada del parque y doy la bienvenida a todos los visitantes. No sólo eso, sino que por mor de pobladas patillas, mi gran mostacho y una sonrisa la mar de simpática en la cara, atraigo a muchos que, de lo contrario pasarían de largo. Utilizo mi megáfono y grito sin cesar: «Pasen y vea entren a divertirse, a disfrutar de emociones sin cuento, de cosas extrañas y maravillosas, entren, amigos, y se lo pasarán en grande... », y así sucesivamente. Me paseo de un lado a otro de la puerta, saludo y recibo con alegría a las muchachas, vestidas con sus mejores galas veraniegas, y a los jóvenes que intentan impresionarlas con sus chaquetas a rayas y sus sombreros de paja, y a las familias y a sus hijos, ansiosos por visitar las numerosas y especiales diversiones que les aguardan, en cuanto hayan convencido a sus padres de que aflojen la pasta. Y la aflojan, dejan sus centavos y dólares en las taquillas, y de cada cincuenta centavos uno es mío. Es un trabajo circunscrito a los veranos, por supuesto, desde abril a octubre, cuando llegan los primeros vientos procedentes del Atlántico y cerramos.

Entonces, cuelgo el atavío de maestro de ceremonias en el armario ropero y abandono el acento irlandés que tanto gusta a los visitantes, porque nací en Brooklyn y nunca he visto la tierra de mis padres y de mis abuelos. Entonces, voy trabajar vestido de persona normal y superviso el programa de invierno, cuando todas las atracciones y casetas están desmanteladas y almacenadas, cuando se supervisa y lubrica la maquinaria, se sustituyen las piezas averiadas, se lija, pinta o barniza la madera, se vuelven a dorar los caballos de los tiovivos y se cosen las lonas rotas. Cuando llega abril, todo está listo para que las puertas se abran con los primeros días soleados y calurosos. Es por eso por lo que recibí con cierto asombro, hace dos días, una carta del señor George Tilyou en persona, el caballero propietario del parque. Fue el hombre que tuvo la idea, junto con un socio de cuya existencia sólo se sabe por rumores y a quien nadie ha visto jamás, al menos por aquí. Fue gracias a la energía y la visión del señor Tilyou que todo esto nació hace nueve años, y desde entonces el parque le ha convertido en un hombre muy rico. Un mensajero especial me entregó su carta, que era muy urgente. Explicaba que, al día siguiente, es decir, ayer, un grupo haría una visita privada y exclusiva al parque. Sabía que las atracciones y los tiovivos no podrían funcionar a tiempo, pero subrayaba que la juguetería debería estar abierta y atendida, así como la sala de los espejos. Esta carta me condujo hasta el día más extraño que he vivido en el Steeplechase Park. Las instrucciones del señor Tilyou referentes a la juguetería y a la sala de los espejos me han puesto en un aprieto, porque todo el personal de esas secciones está de vacaciones y me ha sido imposible contactar con ellos. Y tampoco es fácil sustituirles. Los juguetes mecánicos de la tienda, la especialidad del lugar, no sólo son los más sofisticados de Estados Unidos, sino que son muy complicados. Hace falta un verdadero experto para entenderlos y explicar su funcionamiento a los chavales que vienen a cu-riosear, investigar y comprar. Yo no soy ese experto, desde luego. Sólo podía confiar en que todo marchara sobre ruedas ... , o eso pensaba. Hace un frío espantoso en invierno, pero llevé estufas de queroseno para calentar la tienda la noche anterior a la visita. a fin de que por la mañana estuviera tan confortable como en un día de pleno verano. A continuación, quíté las fundas de tela de los estantes, revelando así hileras de soldados, tamborileros, bailarines, acróbatas y animales que cantaban, bailaban y tocaban. Fue lo único que pude hacer. Ya eran las ocho de la mañana, y me puse a esperar al grupo. Entonces, ocurrió algo muy extraño. Di media vuelta y descubrí que un joven me estaba mirando. No sé cómo entró, y cuando me disponía a decirle que la tienda estaba cerrada, se ofreció a asumir la responsabilidad de la juguetería. ¿Cómo sabía que llegan visitantes? No lo dijo. Sólo explicó que había trabajado allí en una ocasión y que entendía la mecánica de todos los juguetes. Bien, como el responsable habitual no estaba a mano, no tuve otro remedio que aceptar. No se parecía en nada al encargado, siempre jovial y simpático con los niños. Tenía un rostro pálido como el hueso, pelo y ojos negros, y llevaba un abrigo negro. Le pregunté cómo se llamaba. Pensó un segundo y dijo: «Malta.» Así le llamé hasta que se fue, o mejor dicho, desapareció. Pero eso fue más tarde. La sala de los espejos era otra cuestión. Es un lugar asombroso, y si bien, fuera de horas de trabajo, he estado allí, jamás he sido capaz de comprender cómo funciona. Quien la diseñó debió de ser una especie de genio. Todos los visitantes, después del recorrido ritual por las salas de espejos que no cesan de cambiar, han salido convencidos de haber visto cosas que no podían ver y de no haber visto cosas que estaban allí. No es una sala sólo de espejos, sino también de ilusión. Por si alguien, dentro de algunos años, lee este diario y alberga cierto interés por saber cómo era Coney Island, voy a intentar explicar en qué consiste la sala de los espejos.

Desde fuera parece un sencillo edificio cuadrado de poca altura, con una sola puerta para entrar y salir. Una vez en su interior, el visitante ve un pasillo que corre a izquierda y derecha. Da igual qué camino elija. Ambas

paredes del pasillo están forradas de espejos, y el pasillo mide exactamente ciento veinte centímetros de anchura. Este dato es importante, porque la pared interior no es ininterrumpida, sino que está compuesta de paneles verticales de espejo que miden doscientos cuarenta centímetros de anchura y doscientos diez de alto. Cada panel está montado sobre un eje vertical, de modo que cuando se acciona uno mediante un mando oculto, la mitad bloquea por completo el pasillo, pero deja al descubierto un nuevo pasillo que conduce al corazón del edificio. El visitante no tiene otra alternativa que seguir este nuevo pasillo, el cual, cuando los paneles giran por medio de un mando secreto, se convierte en más y más pasillos, pequeñas salas de espejos que aparecen y desaparecen. Y la cosa empeora. Porque más cerca del centro, muchos de los paneles de doscientos cuarenta centímetros de anchura no sólo giran alrededor de un eje, sino que descansan sobre discos de doscientos cuarenta centímetros de diámetro que también giran. Un visitante que estuviera parado sobre un disco semicircular, aunque invisible, dando la espalda a un espejo, podría descubrir que había girado noventa, ciento ochenta o dos-cientos setenta grados. Cree que él está quieto y que sólo los espejos giran, pero otras personas aparecen y desaparecen ante sus ojos, pequeñas salas surgen y desaparecen. Se dirige a un desconocido que se materializa delante de él, antes de caer en la cuenta de que está hablando a la imagen de alguien que hay detrás de él o a su lado. Maridos y mujeres, novios y novias quedan separados en segundos, avanzan a duras penas para reunirse..., pero con alguien diferente. Gritos de miedo y carcajadas resuenan en la sala cuando una docena de parejas jóvenes han entrado juntas. Todo esto lo controla el Hombre de los Espejos, único que sabe cómo funciona. Se sienta en una cabina elevada sobre la puerta y, si alza la vista, ve un espejo en el, techo, ladeado de forma que le permite dominar toda la planta, de manera que con la ayuda de una serie de palancas puede crear y destruir pasillos, salas e ilusiones. Mi problema consistía en que el señor Tilyou había insistido en que la ilustre visitante debía conocer, como fuera, la sala de los espejos, pero el Hombre de los Espejos estaba de vacaciones y no podía ponerme en contacto con él. Tuve que procurar entender los controles para manipularlos y entretener a la dama, y con este propósito pasé la mitad de la noche dentro del edificio con una lámpara de parafina, probando y experimentando con las palancas hasta estar seguro de que era capaz de guiar a la buena señora durante una veloz visita, y mostrarle el camino de salida cuando pidiera a gritos que la sacasen de allí. Porque como todas las salas de espejos carecen de techo, las voces se oyen con mucha claridad. Ayer, a las nueve de la mañana, después de tomar todas las medidas pertinentes, estaba esperando a los invitados del señor Tilyou. Llegaron poco antes de las diez. Apenas había tráfico en Surf Avenue, y cuando vi la elegante berlina que dejaba atrás las oficinas de Brooklyn Eagle, la entrada al Luna Park y al Dreamland, y avanzaba hacia mi por la avenida, supuse que debían de ser ellos, porque la berlina era el vehículo de colores a la moda que espera ante el hotel Manhattan Beach a los pasajeros que bajan del tren elevado del puente de Brooklyn, aunque en diciembre hay muy pocos. Cuando se acercó y el cochero tiró de las riendas de los dos caballos, avancé megáfono en ristre. -Bienvenidos, bienvenidos, damas y caballeros, al primer y mejor parque de atracciones de Coney Island, el Steeplechase -grité, y los caballos me miraron como si estuviera loco, vestido de aquella manera a finales de noviembre.

La primera persona en bajar del carruaje fue un joven que resultó ser un reportero del New York American, uno de esos periodicuchos de Hearst. Muy ufano, parecía el guía de Nueva York de la visitante, A continuación salió una dama hermosísima, una verdadera aristócrata (oh, sí, eso siempre se sabe), a quien el reportero presentó como la vizcondesa de Chagny y una

de las mejores cantantes de ópera del mundo. No hacía falta que me lo dijera, porque, al ser un hombre de cierta educación, incluso autodidacta, leo el New York Times. Sólo entonces comprendí por qué el señor Tilyou deseaba satisfacer los caprichos de aquella dama. Puso un pie en la acera, resbaladiza a causa de la lluvia, apoyada en el brazo del reportero. Bajé el megáfono (no hacía falta utilizarlo), hice una reverencia y le di la bienvenida a mis dominios. Reaccionó con una sonrisa que hubiera fundido el corazón de piedra de Cader Idris y contestó, con un delicioso acento francés, que lamentaba haber interrumpido mi hibernación. -Su seguro servidor, señora -contesté, para demostrar que, detrás de mi atavío de maestro de ceremonias, sabía cómo debía hablar a la gente como ella. A continuación, apareció un muchacho de doce o trece años, un crío guapo, francés como su madre, pero que hablaba un inglés excelente. Aferraba un mono de juguete, y vi enseguida que éste debía de proceder de nuestra tienda, la única de Nueva York que los vende. Por un instante experimenté cierta preocupación. ¿Se había roto? ¿Habían venido a quejarse? El origen del buen inglés del chico emergió por fin, en forma de robusto sacerdote irlandés, vestido con sotana y sombrero de ala ancha. -Buenos días, señor maestro de ceremonias -dijo-. Y frías, para haberle sacado de la cama. -Pero no lo suficiente para enfriar un buen corazón irlandés -apostillé para no quedarme atrás, porque como hombre que iba al templo no me relacionaba con curas papistas. El hombre echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada estentórea, de lo cual deduje que, al fin y al cabo, debía de ser un buen tipo. Fue así, de buen humor, que guíé al grupo de cuatro a través de las puertas y en dirección a la juguetería, porque estaba claro que eso era lo que querían ver. Gracias a las estufas hacía un calor muy agradable dentro, y el señor Malta estaba esperando para recibirles. El muchacho, cuyo nombre era Pierre, se quedó fascinado al instante por los numerosos estantes llenos de bailarinas, soldados, músicos, payasos y animales mecánicos, que constituyen la gloria de la juguetería del Steeplechase, y no se encuentran en ningún otro lugar de la ciudad ni, tal vez, del país. Corría por los pasillos y pedía que se los enseñaran todos. Pero su madre sólo estaba interesada en los monos que tocaban música. Los encontramos en un estante de la parte posterior, y al instante pidió al señor Malta que les diera cuerda. -¿A todos? -preguntó él. -Uno tras otro -respondió la mujer con firmeza. Así se hizo. Se dio cuerda a los monos, uno tras otro, y éstos empezaron a tocar sus platillos y a desgranar su canción, Yankee Doodle Dandy; siempre era la misma. Yo estaba perplejo. ¿Acaso quería cambiarla por otro? ¿No sonaban todos igual? Entonces hizo una seña a su hijo, que sacó una navaja, provista además de un destornillador. Malta y yo miramos estupefactos, mientras el chico levantaba un trozo de tela de la espalda del primer mono, abría un pequeño panel y metía la mano dentro. Sacó un disco del tamaño de un dólar, le dio la vuelta y volvió a colocarlo dentro del muñeco. Yo enarqué las cejas, y Malta me imitó. El mono se puso a tocar, esta vez música dixie. Por supuesto, una canción para el Norte y otra para el Sur. Puso nuevamente el disco en su posición original y dio cuerda al segundo mono. El resultado fue el mismo. Al cabo de diez muñecos, su madre le indicó que parara. Malta empezó a colocar los juguetes en su sitio. Estaba claro que ni siquiera él sabía que había dos canciones dentro de los monos. La vizcondesa estaba muy pálida. -Él ha estado aquí -dijo a nadie en particular. Después, dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Quién ha diseñado y fabricado estos monos mecánicos? Me encogí de hombros para expresar mi ignorancia.

Entonces Malta dijo: -Todos son obra de una pequeña fábrica de Nueva Jersey, pero los hacen bajo licencia y diseños patentados. En cuanto a quién los diseñó, lo ignoro. -¿Ha visto alguno de ustedes dos a un hombre extraño por aquí? -Inquirió la dama-. Me refiero a un hombre con sombrero de ala ancha, que lleva la cara cubierta con una máscara. Advertí que, a mi lado, el señor Malta se ponla tieso como un huso. Le miré, pero su rostro no expresaba la menor emoción. Negué con la cabeza y le expliqué que en los parques de atracciones había muchas máscaras: máscaras de payaso, máscaras de monstruo, máscaras de Halloween. Pero ¿un hombre que llevara siempre una máscara para cubrirse el rostro? No, nunca. Entonces la mujer suspiró, se encogió de hombros y paseó por los pasillos para echar un vistazo a los demás juguetes a la venta. Malta llamó al muchacho y se lo llevó en dirección contraría, en teoría para enseñarle una vitrina de soldados mecánicos pero yo empezaba a albergar mis dudas sobre aquel joven tan frío, de modo que les seguí, aunque a una distancia prudencial. Para mi sorpresa e irritación, mi inesperado misterioso ayudante empezó a interrogar al niño, que contestó con toda inocencia. -¿Para qué ha venido tu mamá a Nueva York? –pregunto Malta. -Para cantar en el teatro de la Ópera, señor. -Claro. ¿No existe ningún otro motivo? ¿No va a encontrarse con nadie en concreto? -No, señor. -¿Por qué está tan interesada en esos monos que tocan canciones? -Sólo en un mono, señor, y en una canción. Es el que sostiene en las manos. Ningún otro mono toca la canción que ella busca. -Qué lástima. ¿Tu papá no ha venido? -No, señor. Papá tuvo que aplazar el viaje. Llegará por mar mañana. -Excelente. ¿Es tu verdadero padre? -Por supuesto. Está casado con mamá y yo soy su hijo. En ese momento pensé que el descaro ya había llegado demasiado lejos, y me disponía a intervenir cuando algo extraño sucedió. La puerta se abrió, entró una ráfaga de aire frío procedente del mar, y en el umbral se dibujó la forma corpulenta del sacerdote, al que llamaban padre Kilfoyle. Al sentir el aire helado, Pierre y el señor Malta se asomaron por la esquina de una estantería. El sacerdote y el hombre pálido, separados por unos diez metros de distancia, se miraron. Al punto, el cura levantó la mano derecha e hizo la señal de la cruz sobre su frente y su pecho. Como buen protestante, no comulgo con estas cosas, pero sé que cuando los católicos hacen eso buscan la protección del Señor. Entonces el cura dijo: -Ven aquí, Pierre. Extendió la mano sin apartar la mirada del señor Malta. El claro enfrentamiento entre ambos hombres, que iba a ser el primero de los dos de aquel día, había enfriado tanto la atmósfera como el viento, así que intenté recuperar el buen humor de una hora antes. -Eminencia -dije-, el orgullo y la alegría de este parque es la sala de los espejos, una maravilla del mundo, Permítame que se la enseñe, lo reanimará. Maese Pierre se di vertirá con los demás juguetes, pues ya ve que está encantadísimo, como todos los jóvenes que visitan este lugar. La mujer parecía indecisa, y recordé con cierta inquietud que en su carta el señor Tllyou había insistido en que debía ver los espejos, aunque yo no entendía por qué. Miró al irlandés, que asintió y dijo: -Claro, vaya a ver la maravilla del mundo. Yo cuidaré de Pierre: tenemos tiempo suficiente. Los ensayos no empiezan hasta después de comer.

Ella asintió y vino conmigo. Si el episodio de la juguetería fue extraño, con el chaval y su madre buscando una canción que ninguno de los monos tocaba, lo que siguió fue de lo más peculiar, y explica por qué me ha costado tanto describir con exactitud lo que vi y oí aquel día. Entramos en la sala juntos por la única puerta que hay, y la mujer vio el pasillo. Le pregunté en qué dirección quería ir. Se encogió de hombros, esbozó una sonrisa encantadora y giró a la derecha. Yo subí a la cabina de control y miré por el espejo suspendido sobre mi cabeza. Ví que había llegado a la mitad de una de las paredes laterales. Moví una palanca para hacer girar un espejo y dirigirla hacia el centro. No pasó nada. Probé de nuevo. Nada. Los controles no funcionaban. Vi que seguía avanzando entre las paredes de espejos del pasillo exterior. Entonces, un espejo giro por sí solo, bloqueó su camino y la obligó a caminar hacia el centro. Yo no había movido nada. Los controles no funcionaban, y por su propio bien debía dejar salir a la señora antes de que quedara atrapada. Accioné las palancas con la intención de crear un pasillo recto en dirección a la puerta. No ocurrió nada, pero los espejos del laberinto estaban moviéndose como si los controlase otra persona. Vi veinte imágenes de la mujer a medida que más y más espejos iban girando, pero ya no sabía diferenciar la persona real de su imagen. De pronto, la mujer se detuvo, atrapada en una pequeña habitación central. Se produjo un movimiento en otra pared de la habitación, y distinguí el remolineo de una capa, reproducido veinte veces, justo antes de que se desvaneciera. Pero se trataba de la capa de la señora, porque era negra, y la de ella era de terciopelo color ciruela. Vi que abría desmesuradamente los ojos y se llevaba la mano a la boca. iMiraba algo o a alguien que daba la espalda al panel de espejo, pero se encontraba en el único ángulo muerto que mi espejo no podía abarcar. Entonces ella dijo: «Ah, eres tú.» Comprendí que, de alguna manera, otra persona no sólo había entrado en la sala, sino que había descubierto el camino que conducía al centro del laberinto sin que yo le observara. Era imposible, hasta que reparé en que el espejo inclinado sobre mi cabeza había sido manipulado por la noche para que sólo abarcara la mitad de la sala. La otra mitad estaba fuera de mi ángulo de visión. Podía verla a ella, pero no al fantasma, o lo que fuera, con quien hablaba. Y podía oírles, así que he intentado recordar y anotar con actitud lo que dijeron. Había algo más. Aquella francesa rica, famosa, dotada de talento y serena, estaba temblando. Intuí su miedo, pero era un miedo mezclado con una aterrada fascinación. Como demostró la conversación posterior, había topado con alguien de su pasado, alguien de quien creía haberse librado, alguien que en otro tiempo la había aprisionado en una red... ¿de qué? De miedo, sí, eso se palpaba en el ambiente. ¿De amor? Tal vez, pero mucho tiempo atras. Y de temor reverente. Fuera quien fuera, o quien hubiese sido, ella aún sentía un temor reverencial por su poder y personalidad. La vi estremecerse varias veces, pero él no la amenazó en ningún momento. Esto es lo que dijeron: ÉL: Por supuesto. ¿Esperabas a otro? ELLA: Después del mono, no. Oír Masquerade otra vez... Ha pasado mucho tiempo. ÉL: Trece largos años. ¿Has pensado en mí? ELLA: Por supuesto, mi maestro de música. Pero pensé.. ÉL: ¿Que había muerto? No, Christine, amor mío, no. ELLA: ¿Amor mío? ¿Todavía...? ÉL: Siempre y para siempre, hasta que muera. En espíritu, aún eres mía, Christine. Creé a la estrella del canto, pero no supe conservarla. ELLA: Cuando desapareciste, pensé que te habías ido para siempre. Me casé con Raoul... ÉL: Lo sé. He seguido cada uno de tus pasos, cada movimiento, cada triunfo. ELLA: ¿Ha sido duro para ti, Erik?

ÉL: Bastante. Mi camino siempre ha sido mucho más duro de lo que llegarás a sospechar jamás. ELLA: ¿Tú me has traído aquí? ¿El teatro de la Ópera es tuyo? ÉL: Sí. Todo mío, y más, mucho más. Soy lo bastante rico para comprar media Francia. ELLA: ¿Por qué, Erik? ¿No podías dejarme en paz? ¿Qué quieres de mí? ÉL: Quédate conmigo. ELLA: No puedo. ÉL: Quédate conmigo, Christine. Los tiempos han cambiado. Puedo ofrecerte todos los teatros líricos del mundo. Todo lo que quieras pedir. ELLA: No puedo. Amo a Raoul. Intenta aceptarlo. Recuerdo con gratitud todo cuanto has hecho por mí, pero mi corazón pertenece a otro hombre, y siempre será así. ¿No puedes comprenderlo? ¿No puedes aceptarlo? En ese momento se produjo una larga pausa, como si el pretendiente rechazado estuviera intentando recuperarse de su dolor. Cuando volvió a hablar, le temblaa la voz. ÉL: Muy bien. Debo aceptarlo. ¿Por qué no? Me han roto el corazón tantas veces... Pero hay una cosa más. Deja que mi hijo se quede conmigo. ELLA: ¿Tu... hijo? ÉL: Mi hijo, nuestro hijo, Pierre. La mujer, a la que aún podía ver, reflejada una docena veces, se puso pálida como una sábana y se cubrió el rostro con las manos. Pareció perder el equilibrio, y temí fuera a desmayarse. Yo estaba a punto de gritar, pero la voz se negó a salir de mi garganta. Era testigo mudo e impotente de algo que no alcanzaba a comprender. Por fin, apartó las manos y susurró: ELLA: ¿Quién te lo dijo? ÉL: La señora Giry. ELLA: ¿Por qué lo hizo, por qué? ÉL: Estaba a punto de morir. Quería revelarme el secreto oculto durante tantos años. ELLA: Te mintió. ÉL: No. Atendió a Raoul después de que disparasen sobre él en el callejón. ELLA: Es un hombre bueno y amable. Me ha querido y ha criado a Pierre como si fuera suyo. Pierre no lo sabe. ÉL: Raoul lo sabe. Tú lo sabes. Yo lo sé. Quiero a mi hijo. ELLA: No puedo, Erik. Pronto cumplirá trece años. Dentro de cinco, será mayor de edad. Entonces se lo diré. Te doy mi palabra, Erik. El día de su decimoctavo aniversario. Aún no está preparado. Todavía me necesita. Cuando se lo diga, él elegirá. ÉL: ¿Me das tu palabra, Christine? Si espero cinco años... ELLA: Tendrás a tu hijo. Dentro de cinco años. Si sabes ganártelo. ÉL: Entonces esperaré. He esperado tanto tiempo por una diminuta fracción de la felicidad de que la mayoría de los hombres disfrutan sobre las rodillas de su padres... Cinco años más... Esperaré. ELLA: Gracias, Erik. Dentro de tres días volveré a cantar para ti. ¿Estarás allí? EL: Por supuesto. Más cerca de lo que crees. ELLA: Entonces cantaré para ti como nunca lo he hecho.

En ese momento vi algo que casi me lanzó fuera de la cabina de control. De alguna forma, un segundo hombre había logrado introducirse en la sala. Nunca sabré cómo lo hizo, pero no fue por la única puerta que yo conocía estaba justo debajo de mí y no había sido usada. Debió de deslizarse por la entrada secreta cuya existencia sólo conocía el diseñador

del edificio, y que nunca había sido revelada a nadie más. Al principio, pense que estaba viendo un reflejo del que hablaba, pero recordé el remolineo de la capa y esta figura, aunque también vestida de negro, no llevaba capa, sino una ceñida levita negra. Se hallaba en tino de los pasillos interiores, y observé que estaba agachado, con el oído aplicado a la rendija que separaba los dos espejos que había junto a él. Al otro lado de la rendija estaba la sala de espejos interior donde la dama y su ex amante habían estado hablando. Fue como si sintiera mis ojos clavados en él, porque se volvió de repente, miró alrededor y alzó la vista. El espejo de observación ladeado nos reveló mutuamente. Su cabello era tan negro como la levita, y su cara tan blanca como la camisa que llevaba. Era el miserable que se hacía llamar Malta. Dos ojos penetrantes me taladraron por un segundo, y entonces huyó por los mismos pasillos que los demás encontraban tan desconcertantes. Bajé de la cabina al punto y, en un intento por detenerle, salí del edificio y lo rodeé a toda prisa. Me llevaba una buena ventaja, tras haber escapado por su salida secreta, y corría hacia la puerta. Mis botas de maestro de ceremonias me impedían correr. Tuve que conformarme con mirar. Había un segundo carruaje cerca de la puerta, una calesa cubierta, y a ella se dirigió la figura negra. Subió de un salto, cerró la portezuela y el coche se puso en marcha. Era particular. sin la menor duda, porque ésos no se alquilan en Coney Island. Pero antes de llegar, tuvo que pasar ante dos personas. La más cercana a la sala de los espejos era el joven reportero, y cuando la figura enfundada en la levita negra pasó por su lado, soltó un grito que no entendí, pues el viento se llevó el sonido. El reportero levantó la vista, sorprendido, pero no hizo nada por detener al hombre. Justo delante de la entrada se erguía la figura del sacerdote, que había encerrado a Pierre en el interior del carruaje y volvía en busca de su patrona. Vi que el fugitivo se paraba en seco por un segundo y miraba al cura, que le sostuvo la mirada, y después continuó corriendo hacia su coche. Yo ya tenía los nervios completamente destrozados. La extraña búsqueda entre los monos mecánicos, a la caza de una canción que ninguno tocaba, el aún más extraño comportamiento del hombre que se hacía llamar Malta al interrogar al niño, la confrontación preñada de odio entre Malta y el sacerdote católico, y después la catástrofe de la sala de los espejos, con todas las palancas fuera de mi control, las terribles confesiones que había oído de labios de la prima donna y del hombre que, en otro tiempo, había sido su amante y era padre de su hijo, y al final descubrir a Malta espiándoles..., todo era demasiado. En mi perplejidad, olvidé por completo que la pobre señora de Chagny seguía atrapada en el, interior del laberinto de espejos. Cuando lo recordé, corrí a liberarla. Como por milagro, todos los controles volvieron a funcionar, y no tardó en salir, pálida y serena, como debía ser. Me dio las gracias con mucha educación por las molestias que me había tomado, dejó una propina generosa y subió a la berlina con el repor-tero, el cura y su hijo. Yo la acompañé hasta la puerta del parque. Cuando volví a la sala de los espejos por última vez, me llevé el susto de mi vida. Había un hombre de pie al amparo del edificio, mirando el carruaje que se llevaba a su hijo. Era el mismo, no cabía duda. La capa que se agitaba a sus espaldas le delató. Era el otro protagonista de los extraños acontecimientos que habían sucedido dentro del laberinto. Pero fue su cara lo que heló la sangre en mis venas. Era una cara destrozada, cubierta en sus tres cuartas partes por una mascara pálida, y detrás de la máscara unos ojos que ardían de ira. Se trataba, sin duda, de un hombre frustrado, poco acostumbrado a los fracasos, y que había llegado a ser peligroso. No pareció oírme, porque murmuró algo como si gruñera. -Cinco años -le oí decir-. Cinco años. Ni hablar. Es mío y se quedará conmigo.

Se volvió y desapareció, abriéndose camino entre dos casetas y un tiovivo. Más tarde, encontré un punto de la valla que da a Surf Avenue del

que habían quitado tres estacas. No le vi hacerlo, y nunca volví a saber del espía. Más tarde medité acerca de qué hacer. ¿Debía avisar a la vizcondesa de que el extraño hombre no parecía dispuesto a esperar cinco años para recuperar a su hijo? ¿Se calmaría, quizá, cuando su cólera se apaciguara? Se trataba de un conflicto familiar, que sin duda acabaría por resolverse. Eso me dije, pero no en vano corre sangre celta por mis venas, mientras escribo las cosas que vi y oí ayer, pende sobre mí un horrible presentimiento.

13 LA ORACIÓN DE JOSEPH KILFOYLE

Catedral de San Patricio, Nueva York, 2 de diciembre de 1906 -Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Muchas veces te he invocado. Más de las que puedo recordar. Bajo el calor del sol y en la oscuridad de la noche. En la misa celebrada en Tu casa y en la intimidad de mi habitación. A veces, incluso he pensado que tal vez contestarías; me ha parecido oír Tu voz, me ha parecido sentir Tu guía. ¿Eran tonterías, me engañaba acaso? ¿Es cierto que mediante la oración nos comunicamos contigo? ¿0 sólo nos escuchamos a nosotros mismos? »Perdona mis dudas, Señor. Me esfuerzo por encontrar la verdadera fe. Escúchame ahora, te lo suplico. Porque estoy perplejo y aterrorizado. No es el erudito quien habla, s¡ no el granjero irlandés que era al nacer. Te ruego que me escuches y me ayudes. -Estoy aquí, Joseph. ¿Qué altera tu tranquilidad espiritual? -Señor, creo que, por primera vez, estoy verdaderamente asustado. Tengo miedo, no sé por qué. -¿Miedo? Yo sé bastante de eso. -Tú, Señor? No lo creo. Al contrario. ¿Qué crees que sentí cuando ataron mis muñecas sobre mi cabeza a la anilla que colgaba de la pared del templo para flagelarme? -Imaginaba que no podías sentir miedo. -Entonces era un hombre, Joseph. Con todas las debilidades y los defectos de los hombres. Ésa es la cuestión. Y un hombre puede sentir mucho miedo. Cuando me enseñaron el látigo, con sus tirillas anudadas con fragmentos de hierro y plomo, y me contaron el efecto que causaría, grité de miedo. -Nunca lo había pensado así, Señor. No consta en las Escrituras. -Es un detalle sin importancia. ¿Por qué tienes miedo? -Presiento que algo está sucediendo en torno a mí en esta aterradora ciudad que no alcanzo a comprender. -Te compadezco. Temer a aquello que puedes comprender ya es bastante malo, pero aun así ese temor tiene sus límites. El otro miedo es peor. ¿Qué quieres de mí? -Necesito Tu fortaleza, Tu energía. -Ya las tienes, Joseph. Las heredaste cuando hiciste los votos y vestiste mi hábito. -Pues no debo ser merecedor de ellas, Señor, porque ahora se me escapan. Temo que elegiste un mal recipiente cuando escogiste al chico de la granja de Mullingar. -De hecho, tú me elegiste a mí, pero da igual. ¿Es que mi recipiente se ha agrietado, me ha decepcionado hasta el momento? -He pecado, por supuesto. -Por supuesto. ¿Quién no? Has deseado a Christin de Chagny. -Es una mujer hermosa, Señor, y soy un hombre, lo olvides. -No lo olvido. También yo lo fui. Puede ser muy duro. ¿Te confesaste y recibiste la absolución? -Sí. -Bien, los pensamientos no son más que pensamientos. ¿No hiciste nada más? -No, Señor. Sólo pensamientos. -Bien, en ese caso tal vez pueda seguir confiando un tiempo más en mi muchacho de la granja. ¿Qué me dices de tus temores inexplicados?

-Hay un hombre en esta ciudad, un hombre extraño. El día que llegamos, cuando estábamos en el puerto, alcé la vista y vi una figura en el techo de un almacén. Nos miraba. Llevaba una máscara. Ayer, Christine, el pequeño Pierre, un reportero local y yo fuimos a Coney Island. Christine entró en una parte del parque de atracciones conocida como la sala de los espejos. Anoche pidió que la confesara y me dijo... -Creo que tienes permiso para decírmelo, pues estoy dentro de tu cabeza. Adelante. -Me dijo que se había encontrado con él allí. Le describió. Debía de ser el mismo hombre, el que conoció hace años en París, un hombre atrozmente desfigurado, que se ha vuelto rico y poderoso en Nueva York. -Le conozco. Se llama Erik. Su vida no ha sido fácil. Ahora adora a otro dios. -No hay otros dioses, Señor. -Bonita idea, pero hay muchos. Se trata de dioses creados por el hombre. -Ah. ¿Cuál es el de él? -Es el sirviente de Mammón, el dios de la codicia y el oro. -Me gustaría conseguir que volviese a Tu camino. -Tu actitud es muy loable. ¿Por qué? -Al parecer, posee enormes riquezas. -Joseph, se supone que estás en el negocio de las almas, no del oro. ¿Codicias su fortuna? -No para mí, Señor. Para otra cosa. -¿Para qué? -Mientras he estado aquí, he paseado de noche por el distrito del Lower East Side, que apenas dista un kilómetro de esta catedral. Es un lugar horroroso, un infierno en la tierra. Hay pobreza, mugre, inmundicia, hedor y desesperación. De allí surgen todos los vicios y todos los crímenes. Los niños, de uno y otro sexo, se prostituyen... -¿Acaso percibo cierto tono de censura en tu voz, Joseph, por permitir esas cosas? -Yo no podría censurarte, Señor. -Oh, no seas tan modesto. Estoy acostumbrado. -Pero soy incapaz de comprenderlo. -Intentaré explicártelo. Nunca concedí al hombre la garantía de la perfección, sólo la posibilidad. Eso fue todo. El hombre posee la elección y la posibilidad, pero no es esclavo de la coerción. He dejado que, en su libertad, escoja. Algunos intentan seguir el camino que señale. La mayoría prefiere obtener sus placeres ahora y aquí. Para muchos, eso significa infligir dolor a los demás con el fin de divertirse o enriquecerse. Se ha tomado nota, por supuesto, pero no va a cambiar. -Pero ¿por qué, Señor, no puede ser el hombre una criatura mejor? -Escucha, Joseph, si le tocara en la frente y le hiciera perfecto, ¿cómo sería la vida en la tierra? Desde luego, no habría tristeza ni alegría, lágrimas ni sonrisas, dolor ni alivio, esclavitud ni libertad, fracaso ni triunfo, grosería ni cortesía, intolerancia ni tolerancia, desesperación ni dicha, pecado ni redención. Crearía un paraíso de felicidad tediosa aquí en la tierra, lo cual convertiría mi paraíso celestial en algo más bien redundante. Y ésa no es la cuestión. Así que el hombre ha de poder elegir, hasta que le llame de vuelta a mi lado. -Supongo que sí, Señor, pero me gustaría destinar a este Erik y sus riquezas a un servicio mejor. -Tal vez lo consigas. -Pero tiene que haber una llave. -Siempre hay una llave. -Yo no la veo, Señor. -Has leído mis palabras. ¿Has asimilado algo? -Muy poco, Señor. Ayúdame, te lo ruego. -La llave es el amor, Joseph. La llave siempre es el amor. -Pero él ama a Christine de Chagny.

-¿Y qué? -¿Debo alentarla a romper sus votos matrimoniales? -Yo no he dicho eso. -Entonces no lo entiendo. -Ya lo entenderás, Joseph, ya lo entenderás. A veces hace falta un poco de paciencia. ¿Así que ese Erik te asusta? -Él no, Señor. Cuando le descubrí sobre el tejado, y más tarde vi su figura huir de la sala de los espejos, percibí una sensación de rabia en él, de desesperación, de dolor. Pero no de maldad. Fue el otro. -Háblame de ese otro. -Cuando llegamos al parque de atracciones de Coney Island, Christine y Pierre entraron en la juguetería con el maestro de ceremonias. Yo me quedé fuera para pasear un rato junto al mar. Cuando me reuní con ellos en la tienda, Pierre estaba con un joven que le enseñaba los juguetes mientras le susurraba algo al oído. Su cara era blanca como el hueso, sus ojos y su cabello negros, al igual que la levita que lucía. Creí que se trataba del encargado de la tienda, pero el maestro de ceremonias me dijo más tarde que nunca le había visto hasta aquella mañana. -¿Y no te gustó, Joseph? -Gustar no es la palabra, Señor. Había algo en él, un frío peor que el del mar. Tal vez sea mi imaginación de irlandés. Le rodeaba un aura de maldad que me impulsó a hacer Tu señal, Señor, guiado por el instinto. Me llevé al niño lejos de él, y me miró con un odio oscuro. Fue la primera vez que le vi ese día. -¿Y la segunda? -Estaba volviendo del carruaje donde había dejado al niño. Una media hora más tarde. Sabía que Christine había ido con el maestro de ceremonias a conocer una atracción llamada sala de los espejos. Se abrió una pequeña puerta situada en un lado del edificio, y el hombre salió corriendo. Pasó junto al reportero, que me precedía, y cuando pasó por mi lado para lanzarse dentro de un pequeño carruaje y desaparecer, se detuvo y me miró de quevo. Fue igual que la primera vez. Sentí que la temperatura, ya de por sí fría, había bajado diez grados. Me estremecí. ¿Quién era? ¿Qué quiere? -Creo que te refieres a Darius. ¿Deseas redimirle a él también? -Creo que no podría. -Tienes razón. Ha vendido su alma a Mammón, que es el dios del eterno sirviente del oro, hasta que viene a mí. Fue él quien guió a Erik hacia su propio dios. Darius, sin embargo, no alberga amor. Ésa es la diferencia. -Pero ama el oro, Señor. -No, adora el oro, lo que es muy distinto. Erik también adora el oro, pero en el fondo de su alma torturada conoció el amor una vez, y podría conocerlo de nuevo. -Entonces ¿podría conquistarle? -Joseph, ningún hombre que conozca el amor puro, a excepción del amor a sí mismo, está más allá de la redención. -Pero al igual que Darius, este Erik sólo ama el oro, a él y a la mujer de otro. No lo entiendo, Señor. -Te equivocas, Joseph. Aprecia el oro, se odia a sí mismo y ama a una mujer inaccesible. Ahora debo irme. -Quédate un poquito más conmigo, Señor. -No puedo. Ha estallado una guerra cruel en los Balcanes. Esta noche habrá que recibir a muchas almas. -¿Dónde encontraré esta llave, la que hay más allá del oro, el egoísmo y la mujer inaccesible? -Ya te lo he dicho, Joseph. Busca otro amor, más grande.

14 LA COLUMNA DE GAYLORD SPRIGGS

New York Times, 4 de diciembre de 1906 Bien, el tan cacareado teatro de la Ópera de Manhattan del señor Oscar Hammerstein fue inaugurado anoche con lo que sólo puede describirse como un triunfo sin paliativos. Si estallara otra guerra civil en nuestro querido país, sería para competir por los asientos, pues todo Nueva York quedó conmocionado por el espectáculo que se desarrolló ante sus ojos. Hasta el momento sólo pueden hacerse conjeturas acerca de lo que pagaron los grandes clanes económicos y culturales de nuestra ciudad por sus palcos, e incluso asientos, pero los precios no habrán tenido nada que ver con las tarifas oficiales. El Manhattan, como debemos llamarlo ahora para diferenciarlo del Metropolitan, en el otro extremo de la ciudad, es un edificio suntuoso, ricamente trabajado, con una zona de recepción interior que deja en ridículo al angosto espacio público previo al auditorio del Met. Aquí, media hora antes de que el telón se levantara vi a personas consideradas una leyenda a lo largo y ancho de Estados Unidos que gimoteaban como niños mientras los pocos privilegiados eran conducidos a sus palcos privados. Estaban los Mellon, Vanderbilt, Rockefeller, Gould, Whitney y los mismísimos Pierpoint Morgan. Entre ellos, genial anfitrión de todos nosotros, destacaba el hombre que puso en juego una enorme fortuna, así como una energía y empuje ilimitados, para crear el Manhattan pese a los factores en contra, el zar del tabaco Oscar Hammerstein. Aún persisten rumores de que al señor Hammerstein le apoya otro magnate aún más rico, el financiero fantasma a quien nadie ha visto, pero si existe no dio señales de vida. La opulencia del amplio pórtico y el lujo de la zona de recepción eran impresionantes, así como los adornos de color dorado, púrpura y ciruela del anfiteatro, sorprendentemente pequeño e íntimo. Pero ¿qué podemos decir de la calidad de la nueva ópera y de los cantantes que todos fuimos a escuchar? En ambos casos, no recuerdo que en treinta años se hayan alcanzado semejantes alturas artísticas y emotivas. Los lectores de esta humilde columna sabrán que hace tan sólo siete semanas el señor Hammerstein tomó la extraordinaria decisión de renunciar a la obra maestra de Bellini, I puritani, para la velada inaugural, y corrió el enorme riesgo de presentar una ópera inédita de estilo moderno, obra de un compositor norteamericano desconocido (y todavía anónimo, aunque resulte asombroso). Una apuesta extraordinaria. ¿Hubo beneficios? Del mil por ciento. En primer lugar, El ángel de Shiloh garantizó la presencia de la vizcondesa Christine de Chagny, una belleza cuya voz consiguió eclipsar anoche a otras archivadas en mi recuerdo, y creo que durante las últimas tres décadas he escuchado las mejores del mundo. En segundo lugar, la obra en sí es una obra maestra de sencillez y emoción, que no dejó ni un solo ojo seco en el teatro.

El argumento se desarrolla durante nuestra guerra civil de hace sólo cuarenta años, y por lo tanto posee un significado inmediato para cualquier norteamericano, ya sea del Norte o del Sur. En el primer acto, conocemos al dinámico y joven abogado de Connecticut Miles Regan, perdidamente enamorado de Eugenle Delarue, la hermosa hija del rico dueño de una plantación en Virginia. Interpretaba el papel del abogado el tenor norteamericano David Melrose, un nuevo valor en alza, hasta que algo muy extraño sucedió, pero ya me explicaré más adelante. La pareja se com-prometía e intercambiaba alianzas de oro. En su papel de belleza sureña, la señora de Chagny estaba magnífica, y su placer infantil cuando el hombre a

quien ama la pide en matrimonio, expresado en el aria «Con este anillo para siempre», comunicó ese júbilo a todo el público. El propietario de la plantación vecina, Joshua Howard (magnífica interpretación de Alessandro Gonci), también la había cortejado, pero acepta el rechazo como el caballero que es. Sin embargo, se ciernen nubes de guerra, y al final del acto los primeros cañones disparan contra el fuerte Sumter y la Unión declara la guerra a la Confederación. Los jóvenes enamorados han de separarse. Regan explica que no tiene más elección que volver a Connecticut y luchar por el Norte. La señorita Delarue sabe que ha de quedarse con su familia, que abraza la causa del Sur. El acto termina con un dúo conmovedor, cuando los enamorados se separan sin saber si volverán a encontrarse. Ya en el acto segundo, han pasado dos años y Eugenie Delarue trabaja de enfermera en un hospital, justo después de la sangrienta batalla de Shiloh. Presenciamos su entrega y devoción hacia los jóvenes uniformados, espantosamente heridos, de ambos bandos cuando son ingresados. Esta antigua belleza aristócrata en contacto diario con toda la mugre y el dolor de un hospital situado en primera línea, pregunta en un aria conmovedora: «¿Por qué han de morir estos jóvenes?» Su ex vecino y pretendiente es ahora el coronel Howard, comandante del regimiento que ocupa el hospital. Reanuda su cortejo, intenta convencerla de que olvide a su novio perdido en el ejército de la Unión y le acepte a él. Ella está casi decidida, cuando traen a un nuevo paciente. Es un oficial nordista horriblemente desfigurado después de que un cartucho de pólvora estallase en su cara, que lleva cubierta con gasas, sin posibilidad de regeneración. Aunque él sigue inconsciente, la señorita Delarue reconoce el anillo de oro que lleva en un dedo; es el mismo que ella le regaló hace dos años. De hecho, el oficial es el capitán Regan, al que sigue encarnando David Melrose. Cuando despierta, reconoce al instante a su prometida, pero ignora que ella también le ha reconocido a él mientras dormía. Hay una escena de una ironía suprema cuando, desde su cama e impotente, Regan ve que el coronel Howard entra en el pabellón para acosar una vez más a la señorita Delarue e intentar convencerla de que su amante ya debe de estar muerto, aunque ella y nosotros sabemos que está tendido en su lecho de dolor a escasos metros de distancia. Este acto culmina cuando el capitán Regan comprende que ella sabe quién hay detrás de los vendajes y, al verse por primera vez en un espejo, asume que su rostro, en otro tiempo hermoso, es ahora horrible. Intenta robar un revólver al guardia a fin de terminar con su vida, pero el soldado confederado y dos prisioneros heridos de la Unión se lo impiden. En el tercer acto llega el clímax de la obra. Es el más emocionante, porque el coronel Howard anuncia que, según informes que acaban de llegar, el ex prometido de Eugenie no es otro que el líder de los temidos jinetes de Regan, que han llevado a cabo devastadores ataques detrás de las líneas confederadas. Una vez capturado, será sometido a consejo de guerra sumarísimo y fusilado. Eugenie Delarue se encuentra ahora en un terrible dilema. ¿Debe callar lo que sabe, y, por tanto, traicionar a la Confederación, o denunciar al hombre que ama? En ese momento se anuncia un breve armisticio para intercambiar prisioneros de guerra que ya no pueden volver a combatir. El hombre del rostro desfigurado reúne las condiciones necesarias para ser incluido en el intercambio. Llegan carromatos con soldados sudistas heridos procedentes del Norte, con el fin de recoger a los soldados mutilados prisioneros del otro bando.

En este punto debo describir los asombrosos acontecimientos que sucedieron entre bambalinas durante el entreacto. Por lo visto (y mi fuente está muy segura al respecto), el señor Melrose se echó unas gotas de loción calmante en la garganta para suavizar la laringe. Debia de estar con-taminada, porque al cabo de pocos segundos estaba croando como una rana. ¡Un desastre! El telón estaba a punto de alzarse. Entonces, como por

milagro, justo a tiempo para solucionar el problema, apareció un suplente que se sabía el papel de memoria. Llevaba la cara envuelta en vendajes. En circunstancias normales, esto habría significado una terrible decepción para el público, pero en este caso, todos los dioses de la Ópera debían de sonreír al señor Harrimerstein. El suplente, que no constaba en el programa y sigue constituyendo un misterio para mí, se reveló como un tenor a la misma altura del señor Gonci. La señorita Delarue había decidido que, como el capitán Regan nunca volvería a combatir, era innecesario revelar lo que sabía sobre el hombre de la máscara. Cuando las carretas estaban a punto de partir hacia el Norte, el coronel Howard averiguaba que el buscado líder de los jinetes de Regan había caído herido y debía de encontrarse detrás de las líneas confederadas. Se clavaron pasquines ofreciendo una recompensa por su captura. Todos los soldados de la Unión que partían de regreso al hogar eran comparados con un dibujo a lápiz de la cara de Regan. Sin el menor éxito. Porque a esas alturas, el capitán Regan ya no tenía cara. Mientras los soldados nordistas destinados a ser canjeados esperan para partir al amanecer, se nos ofrece un interludio encantador. El coronel Howard (el gran Gonci en persona) ha contado con la colaboración, durante toda la acción, de un joven ayudante de campo, un muchacho de unos trece años. Hasta este momento, no ha emitido el menor sonido, pero cuando un soldado de la Unión intenta arrancar una melodía de su violín, el niño coge el instrumento e interpreta una hermosa melodía, como si el instrumento fuese un Stradivarius. Uno de los heridos pregunta si puede acompañarlo cantando. Como respuesta, el niño deja a un lado el violín y nos ofrece un aria con una voz de soprano de tal transparencia que puso un nudo en la garganta a casi todos los presentes, lo sé sin el menor asomo de duda. Y cuando examiné el programa para averiguar su nombre, resultó ser nada más y nada menos que el señor Pierre de Chagny, el hijo de la diva. De tal palo tal astilla. En la escena de la despedida, de un dramatismo exquisito, la señorita Delarue y su prometido nordista se dicen adiós. La señora de Chagny ya había cantado durante toda la obra con una pureza de voz que suele atribuirse tan sólo a los ángeles, pero ahora se elevó hasta nuevas y, en teoría, inalcanzables cimas de belleza vocal, como quien esto escribe jamás había oído. Cuando empezó el arja, «¿Nunca volveremos a vernos?», daba la impresión de que cantaba con el corazón, y cuando el suplente desconocido le devolvía el anillo que ella le había regalado, con las palabras «Acepta de nuevo este anillo», vi mil pañuelos de batista elevarse hacia los ojos de las damas de Nueva York. Fue una velada que perdurará en el corazón y en la mente de todos los que estuvimos allí. Juro que vi al maestro Campanini, por lo general un ejemplo de disciplina a punto de llorar cuando la señora de Chagny, sola en el escenario e iluminada únicamente por velas encendidas en el pabellón del hospital a oscuras, concluía la Ópera con «Oh, guerra cruel». El público se puso en pie treinta y siete veces para aplaudir, y otras tantas se alzó el telón, y eso antes de que me viera obligado a salir para averiguar qué había pasado con el señor Melrose y su loción. Se había marchado hecho un mar de lágrimas. Aunque el resto de la compañía estuvo soberbio, y la orquesta dirigida por Campanini se mostró a la altura esperada, la joven de París se adueñó de la noche. Su belleza y encanto ya habían rendido a sus pies a todo el personal del Waldorf-Astoria, y ahora la magia en estado puro de aquella voz acababa de conquistar a todos los amantes de la ópera cuya buena fortuna les había permitido estar en la velada inaugural del Manhattan.

Es una tragedia que la señora de Chagny deba partir tan pronto. Cantará para nosotros otras cinco noches, y luego zarpará hacia Europa con el fin de cumplir compromisos asumidos previamente en el Covent Garden, antes de Navidad. Su puesto será ocupado a principios del mes que viene por Nellie Melba, el segundo triunfo de Oscar Hammerstein sobre sus adversarios del otro lado de la ciudad. Ella es otra leyenda viva, y también

será éste su debut en Nueva York, pero no ha de dormirse en los laureles, porque ninguno de los presentes anoche olvidará jamás a la Divina. ¿Qué será del Metropolitan? Me pareció observar anoche que los grandes potentados cuyas fortunas respaldan al Met, aparte de expresar su satisfacción por una nueva obra maestra, intercambiaban miradas significativas, como preguntándose: «¿Y ahora qué?» Pese a su aforo menor, el Manhattan cuenta con más instalaciones destinadas a la comodidad del público, un escenario enorme, la tecnología más avanzada y unos decorados impresionantes. Si el señor Hammerstein puede seguir ofreciéndonos la calidad que vimos anoche, el Met tendrá que esforzarse mucho si pretende igualarlo.

15 LA COLUMNA DE SOCIEDAD DE AMY FONTAINE

New York World,4 de diciembre de 1906 Bien, hay fiestas y fiestas, pero es muy posible que la celebrada anoche en el nuevo teatro de la Ópera de Manhattan, después de la triunfal representación de El ángel de Shiloh, llegue a ser considerada la fiesta de la década. Debido a que, en atención a los lectores del World, asisto a casi mil acontecimientos sociales al año, estoy en condiciones de afirmar que jamás he visto tantos norteamericanos célebres bajo el mismo techo. Cuando el telón cayó por última vez, después de aplausos y llamadas a escena demasiado numerosos para ser contados, el público empezó a desfilar hacia el majestuoso pórtico de la calle 34 Oeste, donde un embotellamiento de carruajes les esperaba. Éstos eran los infortunados que no asistían a la fiesta. Aquellos que entre el público contaban con invitaciones esperaron a que el telón se alzara de nuevo, recorrieron la rampa instalada a toda prisa para salvar el foso de la orquesta y subieron al escenario. Otros que no habían conseguido asistir a la representación accedieron por entrada de artistas. Nuestro anfitrión de la noche era el magnate del tabaco Oscar Hammerstein, que ha diseñado y construido el teatro de la Ópera de Manhattan, además de ser su propietario. Ocupó el centro del escenario y dio las gracias en persona a cada invitado del público. Entre ellos se encon-traban todos los nombres que se asocian con Nueva York, incluido el famoso propietario del World, el señor Joseph Pulitzer. El escenario constituía un magnífico telón de fondo de la fiesta, porque el señor Hammerstein había conservado la mansión sureña que aparece en la obra, de modo que estábamos congregados entre sus paredes. Alrededor del perímetro, los tramoyistas habían dispuesto una hilera de verdaderas mesas antiguas cargadas de comida y bebida, con un bar bien provisto y seis camareros dispuestos a procurar que nadie quedara sediento. El alcalde George McClellan no tardó en llegar, además de los Rockefeller y Vanderbilt. La fiesta se celebraba en honor de la joven prima donna vizcondesa Christine de Chagny, que acababa de debutar con un triunfo magnífico en ese mismo escenario, y las personalidades más notables de Nueva York se morían de ganas de conocerla. Al principio, descansó unos minutos en su camerino, bombardeada por mensajes de felicitación, ramos de flores tan numerosos que debieron ser enviados al hospital de Bellevue, a instancias de la cantante, e invitaciones a las casas más importantes de la ciudad. Mientras me desplazaba entre los presentes localicé los nombres que, estoy segura, fascinarán a todos los lectores del New York World. Recién llegado de la costa Oeste, descubrí a un hombre que se está haciendo un nombre en la pujante industria del cine, el señor Douglas Fairbanks. Estaba conversando con un conocido realizador, director de cine, cuando un infante de marina de elevada estatura salió del pórtico de la mansión y anuncio en voz alta: «Señoras y señores, el presidente de Estados Unidos.»

Apenas di crédito a mis oídos, pero era cierto, y al cabo de unos segundos estaba con nosotros el presidente Teddy Roosevelt, con las gafas en precario equilibrio sobre la nariz y su alegre sonrisa de siempre. Empezó a estrechar la mano a todo el mundo. No había venido solo, porque tiene merecida fama de rodearse de los personajes más pintorescos de nuestra sociedad. Al cabo de pocos minutos descubrí mi pobre mano aprisionada en el puño gigantesco del ex campeón mundial de los pesos pesados, Bob Fitzsimmons, y advertí la presencia, a unos metros de distancia, de otro ex

campeón, Sailor Tom Sharkey, junto con el campeón actual, el canadiense Tommy Burns. Debo confesar que entre aquellos hombres tan altos me sentí como una enana. En ese instante apareció en la puerta de la mansión la estrella en persona. Descendió saludada por una salva de aplausos, que había iniciado el presidente, quien avanzó para que el señor Hammerstein los presentara. Con galantería propia del Viejo Mundo, el señor Roosevelt tomó la mano de la cantante y la besó, mientras la multitud les vitoreaba. Después, saludó al tenor signor Gonci y al resto del reparto, a medida que el señor Hammerstein iba presentándoselos. Una vez finalizadas las formalidades, nuestro travieso presidente tomó a la joven aristócrata francesa del brazo y la presentó a las personalidades. Ella se mostró muy satisfecha de conocer al coronel Cody, el mismísimo Buffalo Bill, cuyo espectáculo sobre el Salvaje Oeste atrae a masas ince-santes de espectadores al otro lado del río, en Brooklyn. Me acerqué más al séquito presidencial justo a tiempo para oír que Teddy Roosevelt presentaba a la señora de Chagny a su sobrino, y pronto tuve la oportunidad de intercambiar unas palabras con ese joven tan apuesto. Acaba de graduarse en Harvard y ahora estudia derecho en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Le pregunté si pensaba dedicarse a la política como su famoso tío, y admitió que tal vez algún día. Es posible que dentro de un tiempo oigamos hablar de Franklin Delano Roosevelt. Cuando la fiesta estaba en su apogeo y la comida y la bebida circulaban con prodigalidad, observé que en un rincón habían colocado un piano y que un joven estaba tocando música ligera, lo cual contrastaba con las arias clásicas que acabábamos de oír. Resultó ser un inmigrante ruso, todavía con un fuerte acento, quien me dijo que había compuesto algunos de los temas que estaba interpretando y deseaba establecerse como compositor. Bien, buena suerte, Irving Berlin. En la primera parte de la fiesta daba la impresión de que faltaba una persona, a la que muchos habrían deseado conocer y felicitar: el desconocido suplente que había heredado el papel del indispuesto David Melrose, el trágico capitán Regan. Al principio pensé que la ausencia se debía a la dificultad de despojarse del considerable maquillaje que cubría casi toda su cara. Los restantes miembros del reparto se hallaban presentes, con sus uniformes azules de la Unión y grises de la Confederación, pero incluso los que habían interpretado a soldados «heridos» en las escenas del hospital se habían quitado los vendajes y arrojado las muletas. Sin embargo, no se veía por ninguna parte al misterioso tenor. Cuando apareció, lo hizo en la puerta principal del decorado, en lo alto de la doble escalera que descendía hacia el escenario donde se celebraba la fiesta. ¡Y qué aparición más breve! ¿Tan tímido es este cantante extraordinario? Muchos de los que se encontraban bajo el pórtico ni se fi-jaron en él, pero yo sí. Cuando pasó por la puerta vi que aún llevaba el maquillaje que cubría casi todo su rostro y sólo dejaba al descubierto los ojos y parte de la mandíbula. Tenía la mano apoyada sobre el hombro del joven soprano que tanto nos habia conmovido con su canto, el hijo de la señora de Chagny, Pierre, quien asentía mientras el misterioso cantante parecía susurrarle algo al oído. La señora de Chagny les vio al instante, y tuve la impresíón de que una sombra de temor nublaba su rostro. Clavó los ojos en los que brillaban detrás de la máscara, palideció, reparó en que su hijo estaba al lado del tenor y se llevó la mano a la boca. Después, subió a toda prisa por la escalera hacia la extraña aparición, mientras sonaba la música y la gente reía y conversaba.

Vi que los dos hablaban con seriedad durante varios segundos. La señora de Chagny apartó la mano del tenor del hombro de su hijo e indicó a éste que bajara por la escalera, cosa que el muchacho hizo de inmediato, sin duda en busca de un refresco bien merecido. Sólo entonces sonrió la diva,

como si se sintiese aliviada. ¿Estaba felicitándola el tenor por la representación de su vida, o temía ella por el chico? Por fin, observé que él le entregaba un mensaje, una hoja de papel que la diva introdujo dentro de su corpiño. El hombre desapareció por la puerta del decorado, y la prima donna bajó por los escalones para reintegrarse a la fiesta. Creo que nadie reparó en aquel extraño incidente. Pasaba de la medianoche cuando los juerguistas, cansados pero muy contentos, partían hacia sus carruajes, hoteles y hogares. Yo, por supuesto, corrí a las oficinas del New York World para conseguir que ustedes, mis queridos lectores, fueran los primeros en saber qué había pasado esa noche maravillosa en el teatro de la Ópera de Manhattan.

16 LA LECCION DEL PROFESOR CHARLES BLOOM

Facultad de Periodismo, Universidad de Columbia, Nueva York, marzo de 1947 Damas y caballeros, jóvenes norteamericanos que os esforzáis por convertiros un día en grandes periodistas, como no nos conocemos permitid que me presente. Me llamo Charles Bloom. He trabajado como periodista, sobre todo en esta ciudad, durante casi cincuenta años. Empecé a principios de siglo como recadero en las oficinas del antiguo New York American, y en 1903 había convencido al periódico de que me ascendieran a la distinguida categoría, o eso me parecía a mí, de reportero en la sección de noticias locales, para cubrir diariamente todos los acontecimientos de interés ocurridos en esta ciudad. A lo largo de los años he presenciado y cubierto muchas historias, unas heroicas, otras trascendentales, varias que han cambiado el curso de nuestra historia y del mundo, algunas trágicas. Cubrí el despegue solitario de Charles Lindbergh, desde un campo envuelto en la niebla, cuando se disponía a cruzar el Atlántico y me encontraba presente cuando se le dispensó una bienvenida triunfal. Cubrí la toma de posesión de Franklin D. Roosevelt y la noticia de su muerte, hace dos años. No fui a Europa cuando la Primera Guerra Mundial, pero despedimos a nuestros soldados en ocasión de su partida, desde el puerto de esta ciudad, hacia los campos de Flandes. Abandoné el American, donde había entablado una íntima amistad con un colega llamado Damon Runyon, por el Herald Tribune, y acabé por fin en el Times. He cubierto asesinatos y suicidios, guerras entre clanes de la mafia y elecciones municipales, guerras y los tratados que han terminado con ellas, he visitado a celebridades y a los habitantes de los barrios bajos. He vivido con los ricos y poderosos, y también con los pobres y menesterosos, he cubierto los actos de los grandes y los bondadosos, de los malvados y los pervertidos. Y todo en esta ciudad, que nunca muere y nunca duerme.

Durante la última guerra, aunque ya bastante mayor, conseguí que me enviaran a Europa, volé con nuestros B-17 sobre Alemania, lo cual debo deciros que me asustó hasta extremos inauditos, presencié la rendición del Tercer Reich, hace casi dos años, y mi última misión consistió en cubrir la conferencia de Potsdam, en el verano de 1945. Allí conocí al líder británico Winston Churchill, que perdió las elecciones en plena conferencia y fue sustituido por el nuevo primer ministro, Clement Attlee. También a nuestro presidente Truman, por supuesto, e incluso al mariscal Stalin, un hombre

que, me temo, pronto dejará de ser nuestro amigo y se convertirá en nuestro enemigo. A mi regreso estaba acercándose la hora de la jubilación, por lo que preferí marcharme antes de que me echaran. Fue entonces cuando recibí la amable oferta del rector de esta facultad de unirme a sus filas como profesor visitante, para intentar enseñaros algunas de las cosas que he aprendido a fuerza de experiencia. Si alguien me preguntara cuáles son las cualidades necesarias para ser un buen periodista, yo diría que cuatro. La primera, intentar siempre no sólo ver, presenciar e informar, sino comprender. Comprender a la gente que conocéis, los acontecimientos que estáis viendo. ¿Conocéis el viejo dicho? Comprender todo es perdonar todo. El hombre no puede comprenderlo todo, porque es imperfecto, pero puede intentarlo al menos. Por lo tanto intentemos informar de lo que sucedió en realidad a los que no estaban pre-sentes pero desean saber. Porque en el futuro, la historia declarará que nosotros fuimos los testigos, que vimos más que los políticos, los funcionarios, los banqueros, los financieros, los magnates y los generales. Ellos se hallaban encerrados en sus mundos particulares, pero nosotros estábamos en todas partes. Y si somos unos testigos deficientes, que no comprendemos lo que vemos y oímos, sólo tomaremos nota de una serie de hechos y cifras, daremos crédito a las mentiras que nos cuentan para encubrir la verdad, y de esta forma crearemos una falsa imagen. En segundo lugar, nunca dejar de aprender. El proceso es infinito. Hay que ser como una ardilla: almacenar los fragmentos de información y discernimiento con que te vas encontrando, jamás se sabe cuándo una ínfima brizna de información proporcionará la explicación de un rompeca-bezas incomprensible hasta aquel momento. En tercer lugar, hay que desarrollar el «olfato» para una historia. Se trata de una especie de sexto sentido, la conciencia de que algo no está bien, de que algo raro está pasando y nadie más que nosotros puede verlo. Si nunca desarrolláis este olfato, seréis tal vez competentes y concienzudos, un ejemplo para la profesión, pero las historias os pasarán de largo sin que lo sospechéis siquiera. Asistiréis a las ruedas de prensa oficiales y los poderes fácticos os dirán lo que quieran que sepáis. Informaréis con fidelidad de lo que han dicho, sea esto verdadero o falso. Cogeréis el talón semanal y volveréis a casa, satisfechos del trabajo bien hecho. Pero sin el olfato, nunca entraréis en el bar con una buena dosis de adrenalina en el cuerpo, sabiendo que acabáis de desvelar el mayor escándalo del año porque observasteis algo extraño en un comentario casual, en una columna de cifras alteradas, en un descargo injustificado, en una denuncia súbitamente retirada, y a todos vuestros colegas se les pasó por alto. No existe en nuestra profesión nada parecido a esa descarga de adrenalina. Es como ganar un Grand Prix, saber que acabas de conseguir una gran exclusiva y machacado a la competencia.

Los periodistas no estamos destinados a ser queridos. Al igual que los polis, es algo que hemos de aceptar si queremos dedicarnos a nuestra

extraña carrera. Pero los ricos y poderosos, aunque no les gustemos, nos necesitan. Es posible que la estrella de cine nos empuje a un lado cuando salga de su limusina, pero si la prensa no habla de ella o de sus películas, no publica su foto ni controla sus idas y venidas durante un par de meses, su agente no tardará en pedir atención a gritos. Es posible que el político nos denuncie cuando llegue al poder, pero intentad hacer caso omiso de él cuando se presente a unas elecciones o tenga algún triunfo personal que anunciar, y suplicará que le hagáis caso. A los ricos y poderosos les complace mirar a la prensa con desdén, pero nos necesitan, os lo aseguro. Porque viven de la publicidad que sólo nosotros podemos proporcionarles. Las estrellas del deporte quieren que se hable de sus hazañas, porque a los aficionados les interesan. Las maestras de ceremonias de la alta sociedad nos dirigen a la puerta de servicio, pero si hacemos caso omiso de sus bailes de caridad y sus conquistas sociales se disgustan. El periodismo es una forma de poder. Mal utilizado, el poder deviene tiranía. Utilizado con mesura y prudencia, es una necesidad sin la que ninguna sociedad puede sobrevivir y prosperar. Eso nos lleva a la cuarta regla: nuestro trabajo no consiste en integrarnos en el orden establecido, en fingir que nos hemos alineado con los ricos y poderosos. Nuestro trabajo en una democracia es investigar, descubrir, comprobar, desvelar, cuestionar, interrogar. Nuestro trabajo es desconfiar, hasta que lo que nos dicen se demuestre cierto. Como tenemos el poder, nos acosan los charlatanes, los farsantes, los embaucadores, los vendedores de tres al cuarto, en el campo de las finanzas, el comercio, la industria, el mundo del espectáculo y, sobre todo, la política. Vuestros maestros han de ser la verdad y el lector, nadie más. No aduléis jamás, no os acobardéis, no os sometáis y no olvidéis que el lector, con sus monedas, tiene tanto derecho a vuestro esfuerzo y vuestro respeto, y a saber la verdad, como el Senado. Por lo tanto, sed escépticos respecto del poder y los privilegiados, y contribuiréis a la buena fama de nuestra profesión. Y ahora, como ya es tarde y debéis de estar cansados de tanto estudiar, contaré una historia para llenar el resto de la hora. En realidad se trata de una historia sobre una historia. Y no, no fui el héroe triunfal en ella, sino justamente lo contrario. Fue una historia cuyo desarrollo no conseguí percibir, porque era joven e impetuoso y no logré comprender los hechos que estaba presenciando.

También fue una historia, la única de mi vida, sobre la nunca escribí. jamás la entregué a la imprenta, pese los archivos contienen las generalidades básicas que, a la postre, el Departamento de Policía entregó a la prensa. Pero yo fui testigo: lo ví todo, tendría que haberme dado cuenta, pero no lo hice. En parte, por eso nunca la escribí, pero en parte también porque ciertas cosas podrían destruir a algunas personas si fueran reveladas. Algunas lo merecen, y las he conocido: generales nazis, capos de

la mafia, líderes sindicales corruptos y políticos venales. Pero la mayoría de la gente no merece ser destruida, y las vidas de algunas personas son tan trágicas que revelar su desdicha sólo acrecentaría su dolor. ¿Todo esto por unos cuantos centímetros de columna, impresos en un periódico que al día siguiente servirá para envolver el pescado? Tal vez, pero pese a que entonces trabajaba para la prensa amarilla de Randolph Hearst y me habrían despedido si el director se hubiera enterado, lo que vi era demasiado triste para sacarlo a la luz. Ahora, transcurridos cuarenta años, ya no importa. Corría el invierno de 1906. Yo tenía veinticuatro años y era un chico de las calles de Nueva York orgulloso de trabajar como reportero del American. Cuando recuerdo aquellos tiempos, me asombro de mi desvergüenza. Yo era impetuoso, pagado de mí mismo, pero no entendía nada. Aquel diciembre, la ciudad alojaba a una de las cantantes de ópera más famosas del mundo, una tal Christine de Chagny. Había venido para actuar en la semana de inauguración de un nuevo teatro lírico, la Opera de Manhattan, que cerró sus puertas tres años después. Tenía treinta y dos años, era guapa y encantadora. Había traído a su hijo de doce años, Pierre, junto con una doncella y el profesor particular del niño, un sacerdote irlandés, el padre Joseph Kilfoyle, más dos secretarios personales. Llegó seis días antes de su aparición inaugural en el teatro de la Ópera, el 3 de diciembre, en tanto que su marido lo hizo en otro barco el día 2, pues unos asuntos de sus propiedades en Normandía le habían retenido. Aunque yo no sabía nada de Ópera, su aparición causó mucho revuelo, porque ninguna cantante de su importancia había atravesado todavía el Atlántico para actuar en Nueva York. Era la comidilla de la ciudad. Por una combinación de suerte y desfachatez a la vieja usanza, logré convencerla de que me permitiera ser su guía particular en Nueva York. Era como un sueño. La prensa la acosaba hasta tal punto que su anfitrión, el empresario de ópera Oscar Hammerstein, había prohibido todo acceso a ella antes de la función inaugural. Pero yo estaba allí, con acceso a su suite del Waldorf-Astoria, y podía redactar boletines diarios de su itinerario y compromisos. Gracias a esto, mi carrera en la sección de noticias locales del American avanzaba a pasos agigantados. No obstante, algo misterioso y extraño estaba ocurriendo alrededor de nosotros, y yo no caía en la cuenta. Ese «algo» implicaba a una figura escurridiza y extravagante que daba la impresión de aparecer y desaparecer a voluntad, pero que estaba desempeñando un papel de cierta importancia entre bastidores. Primero, había aparecido una carta, traída en persona por un abogado de París. Por pura casualidad, le ayudé a entregar dicha carta en la sede de una de las empresas más ricas y poderosas de Nueva York. Allí, en la sala de juntas, vislumbré un segundo al hombre oculto tras la empresa, a quien iba dirigida la carta. Estaba observándome a través de un orificio abierto en la pared; su rostro era aterrador, y lo llevaba cubierto con una máscara. No le di muchas más vueltas, y de todos modos nadie me creyó.

Al cabo de cuatro semanas, la prima donna prevista para la gala inaugural de la Ópera de Manhattan había sido postergada en favor de la diva francesa, cuyos honorarios eran astronómicos. También corrían rumores de que Oscar Hammerstein contaba con un patrocinador rico, un socio financiero que le había ordenado, desde las sombras, que efectuase el cambio. Tendría que haber sospechado la relación, pero no lo hice. El día que la dama en cuestión llegó al muelle del Hudson, el extraño fantasma reapareció. En esta ocasión no fui yo quien lo vio, sino un colega. La descripción era idéntica: una figura solitaria y enmascarada, subida a lo alto de un almacén para observar a la diva parisiense. Tampoco esta vez comprendí la relación. Más tarde, resultó evidente que había ordenado contratarla, imponiéndose a Hammerstein. Pero ¿por qué? Al final lo descubrí, aunque era demasiado tarde ya. Como he dicho, conocí a la dama, le caí bien y me permitió entrar en su sulte para hacerle una entrevista en exclusiva. Delante de mí, su hijo desenvolvió un regalo anónimo, una caja de música en forma de mono. Cuando la señora de Chagny oyó la canción que el juguete mecánico tocaba, dio la impresión de que la había fulminado un rayo. Susurró: «Masquerade. Trece años. Tiene que estar aquí», pero tampoco vi la luz. Estaba desesperada por seguir el rastro de aquel mono, y descubrí que debía de proceder de una juguetería de Coney Island. Dos días después, quien os habla les guió hasta allí. Una vez más, ocurrió algo muy extraño, y otra vez no establecí las conexiones evidentes. El grupo estaba integrado por la prima donna, su hijo Pierre, el profesor particular de éste, el padre Joe Kilfoyle, y yo. Como no me interesaban los juguetes, dejé a la señora de Chagny y su hijo al cuidado del maestro de ceremonias, que era el encargado del parque de atracciones. No me molesté en entrar en la juguetería. Debería haberlo hecho, pues más tarde averigüé que el hombre encargado de atender a la señora y a su hijo era nada menos que un ser siniestro llamado Darius, a quien yo había visto semanas antes cuando entregamos la carta procedente de París. Según me informó luego el maestro de ceremonias, aquel hombre había ofrecido sus servicios como experto en juguetes, pero la verdad era que se dedicó a interrogar al niño acerca de sus padres, Bien, paseé por la orilla del mar con el sacerdote católico, mientras madre e hijo examinaban los juguetes die la tienda. Parece que había montones de monos mecánicos, pero ninguno tocaba la extraña melodía que habíamos oído en la suite del Waldorf-Astoria. Después, la señora fue con el maestro de ceremonias a examinar la sala de los espejos del parque de atracciones. Yo no fui. En cualquier caso, no estaba invitado. Por fin, volví al parque de atracciones para ver si el grupo estaba preparado ya para regresar a Manhattan. Vi que el sacerdote católico acompañaba al muchacho al carruaje que habíamos alquilado en la estación de tren, y observé que había otro vehículo casi al lado. Aquello me extraño, porque el lugar estaba desierto.

Me encontraba a medio camino entre la puerta y la sala de los espejos, cuando apareció una figura que corría hacia mí como alma que lleva el diablo. Se trataba de Darius, el presidente de la empresa cuyo verdadero jefe parecía ser el hombre misterioso de la máscara. Pasó por mi lado como si yo no existiera. Venía de la sala de los espejos. Oí que gritaba algo, pero no a mí, sino al viento. No le entendí. No era inglés, pero como tenía buen oído para los sonidos, aunque no comprendiera su significado, cogí el lápiz y garrapateé lo que me había parecido oír. Más tarde, mucho más tarde, en todos los sentidos, volví a Coney Island y hablé otra vez con el maestro de ceremonias, que me enseñó un diario que guardaba y en el que había anotado todo cuanto había sucedido en la sala de los espejos mientras yo paseaba por la playa. Si hubiera leído antes aquellos párrafos, habría comprendido lo estaba pasando en torno a mí y habría hecho algo para impedir que ocurriese lo que luego ocurrió. Pero no vi el diario del maestro de ceremonias, y no entendí las tres palabras pronunciadas en latín. Ahora tal vez os parezca extraño, pero en aquellos tiempos se vestía con mucha formalidad. Se esperaba que los jóvenes llevaran siempre trajes oscuros, a menudo con chaleco, además de cuellos y puños blancos almidonados. El problema era que los jóvenes de salario escaso no podían pagar la cuenta de la lavandería, así que muchos llevábamos cuello y puños blancos de celuloide postizos, que nos quitábamos por la noche y limpiábamos con un paño húmedo. Esto permitía utilizar durante varios días la misma camisa, pero siempre con el cuello y los puños impecables. Como llevaba mi libreta en el bolsillo de la chaqueta, anoté en mi puño izquierdo las palabras que el hombre a quien yo sólo conocía como Darius había gritado. Parecía enloquecido cuando paso por mi lado, muy diferente del ejecutivo frío que había conocido en la sala de juntas. Tenía los ojos negros abiertos de par en par, la cara blanca como una calavera, el pelo azabache agitado por el viento. Me volví y observé que llegaba a la entrada del parque. Allí se encontró con el cura irlandés, que había encerrado a Pierre en el carruaje y regresaba a buscar a su patrona. Darius se detuvo cuando vio al sacerdote, y los dos se miraron durante varios segundos. Incluso desde una distancia de treinta metros pude sentir la tensión. Eran como dos pitbulls que se encuentran el día anterior a la pelea. Entonces Darius salió del trance, corrió hacia su coche y se marchó. El padre Kilfoyle se acercó con semblante sombrío y pensativo. La señora de Chagny salió de la sala de los espejos pálida y desencajada. Yo me encontraba en mitad de un drama espantoso y no comprendía qué estaba presenciando. Volvimos a la estación del tren elevado y regresamos a Manhattan en silencio, a excepción del niño, que no paró de hablarme sobre la juguetería.

Mi última pista llegó tres días después. La gala inaugural fue un triunfo, y en ella se representó una nueva ópera cuyo nombre se me escapa, pero la verdad es que nunca fui un amante del género lírico. Por lo visto, la

señora de Chagny cantó como los ángeles y dejó a la mitad del público hecho un valle de lágrimas. Más tarde, se celebró una fiesta en el mismo escenario. Vino el presidente Teddy Roosevelt con todos los capitostes de la sociedad de Nueva York. Había boxeadores, Buffalo Bill, y otros muchos que presentaron sus respetos a la joven estrella. La ópera estaba ambientada durante la guerra de Secesión, y el decorado principal era la fachada de una magnifica mansión de Virginia, con una puerta principal elevada y escalones que descendían por cada lado hasta la altura del escenario. De pronto, cuando la fiesta estaba en su apogeo, un hombre apareció en el umbral. Le reconocí al instante, o eso creí. Iba vestido con el uniforme del personaje que había representado, un capitán herido de las fuerzas de la Unión, con lesiones tan graves en la cabeza que casi toda su cara iba cubierta con una máscara. Era quien había cantado un apasionado dúo con la señora de Chagny en el acto final, cuando él le devolvía su anillo de compromiso. Lo extraño era que, considerando que la obra ya había terminado, aún llevaba la máscara. Entonces al fin comprendí por qué. Era el fantasma, la figura escurridiza que parecía ser dueña de casi todo Nueva York, que había contribuido con su dinero a construir el teatro de la Ópera de Manhattan y había traído del otro lado del Atlántico a la aristócrata francesa para que cantase. Pero ¿por qué? No lo descubrí hasta que ya era demasiado tarde. En aquel momento, yo estaba hablando con el vizconde de Chagny, un hombre encantador muy orgulloso del éxito de su mujer, y contento de haber conocido a nuestro presidente. Vi por encima de su hombro que la vizcondesa subía por la escalera hasta el pórtico y hablaba con el personaje del que yo empezaba a sospechar que era el fantasma. Sabía que se trataba de él otra vez. No podía ser nadie más, y daba la impresión de que poseía cierta influencia sobre ella. Yo aún no había descubierto que se habían conocido trece años antes en París, aparte de otras muchas cosas. Antes de separarse, él le entregó una nota doblada, que ella deslizó en el interior de su corpiño. Después, el extraño desapareció, como siempre, visto y no visto. Había una columnista de notas de sociedad de un diario rival, el New York World, un periodicucho de Pulitzer, y al día siguiente escribió que había sido la única en presenciar el incidente. Se equivocaba. Yo también lo había observado. Y no sólo eso. No perdí de vista a la dama durante el resto de la velada, y al cabo de un rato observé que se apartaba de los invitados, abría la nota y la leía. Cuando hubo terminado, miró alrededor, arrugó el papel y lo arrojó a uno de los cubos de basura dispuestos para recoger botellas vacías y servilletas sucias. Unos momentos después, me hice con él. Y, por si os interesaba, hoy lo he traído.

Aquella noche me limité a guardarlo en el bolsillo. Quedó olvidado durante una semana sobre el tocador de mi pequeño apartamento, y más tarde lo conservé como el único recuerdo de los acontecimientos que habían sucedido ante mis ojos. Reza así: «Déjame ver de nuevo al chico. Déjame

decirle adiós por última vez. Por favor. El día que vayas a zarpar. Al amanecer. Battery Park. Erik.» Sólo entonces empecé a encajar algunas piezas. Era el admirador secreto anterior a su matrimonio. El amor no correspondido que, doce años antes, había emigrado a Estados Unidos, donde había adquirido riquezas y poder suficientes para conseguir que fuera a inaugurar su propio teatro de la Ópera. Muy conmovedor, pero más para una escritora de novelas románticas que para un endurecido reportero de Nueva York, pues eso me consideraba yo. ¿Por qué iba enmascarado? ¿Por qué no salía a su encuentro como todo el mundo? No tenía respuestas para estos interrogantes. Tampoco las buscaba, y ése fue mi error. En cualquier caso, la diva cantó seis noches. Cada vez, el teatro se venía abajo. El 9 de diciembre fue su última actuación. Otra prima donna, Nellie Melba, la única rival posible de la aristócrata francesa, iba a llegar el día 12. La señora de Chagny, su marido, su hijo y su séquito, subirían a bordo del RMS City of Paris, con destino a Southampton (Inglaterra), para actuar en el Covent Garden. Debían zarpar el 10 de diciembre, y a causa de la amistad que ella me había demostrado, decidí ir a despedirla. Para entonces, todo el mundo me aceptaba ya como un miembro más de la familia. En la fiesta de despedida privada que se celebraría en su camarote, me concedería la última entrevista en exclusiva para el New York American. Después, volvería a cubrir las actividades de los asesinos, los detectives y los peces gordos de la ciudad. La noche del 9 dormí mal. No sé por qué, pero todos sabéis que esas cosas ocurren, y llega un momento en que es inútil seguir intentando conciliar el sueño. Lo mejor es levantarse y tirar la toalla. Lo hice a las cinco de la mañana. Me lavé y afeité, y después me puse mi mejor traje oscuro, mi cuello de celuloide y me anudé la corbata. Sin pensarlo, cogí dos puños de la media docena que había sobre el tocador y me los puse. Como había despertado tan temprano, pensé que lo mejor sería ir al Waldorf-Astoria y desayunar con el grupo francés. Fui a pie para ahorrarme el taxi, y llegué a las siete menos diez minutos. Aún estaba oscuro, pero encontré al padre Kilfoyle sentado a solas en el comedor, delante de una taza de café. Tras saludarme con afecto, me indicó que le acompañara. -Ah, señor Bloom -diío-, hemos de abandonar su bonita ciudad. ¿Vendrá a despedirnos? Estupendo, pero unas gachas calientes y una tostada le sentarán de perlas. Camarero... Al cabo de poco entró el vizconde, y el sacerdote y él intercambiaron unas frases en francés. No entendí ni una palabra, pero pregunté si la vizcondesa y Pierre se reunirían con nosotros. El padre Kilfoyle señaló al vizconde y me dijo que la señora había ido a la habitación del chico para ayudarle a preparar sus cosas, según le acababa de comunicar su padre. Yo pensé que la realidad era muy distinta, pero no dije nada. Si la dama se escabullía para despedirse de su extraño patrocinador, no era asunto mío. Suponía que a eso de las ocho aparecería en taxi ante la puerta del hotel y ella nos saludaría con su sonrisa desarmante y sus modales exquisitos.

Los tres seguimos sentados, y para entablar conversación pregunté al cura si le había gustado Nueva York. -Mucho -respondió-. Es una ciudad estupenda llena de compatriotas. -¿Y Coney Island? -pregunté. Su semblante se ensombreció. -Un lugar extraño -dijo por fin-, con gente extraña. -¿Se refiere al maestro de ceremonias? -pregunté. -A él... y a otros -contestó. Aún sin sospechar nada, insistí. -Ah, se refiere a Darius -dije. Se volvió en redondo y me taladró con sus ojos azules. -¿De qué le conoce? -inquirió. -Le vi una vez -respondí. -Dígame dónde y cuándo -dijo, y era más una orden que una pregunta. De todos modos, el asunto de la carta me parecía inofensivo, así que le expliqué lo sucedido entre el abogado de París y yo, y nuestra visita a la suite de la azotea situada en lo alto de la torre más alta del mundo. No se me había ocurrido que el padre Kilfoyle, aparte de ser el profesor particular del chico, también era el confesor de los vizcondes. En un momento dado, el vizconde de Chagny, aburrido porque no entendía el inglés, se había excusado y subido a su habitación. Yo continué con mi narración, y expliqué que había quedado sorprendido cuando Darius pasó corriendo por mi lado en el parque de atracciones, con aspecto perturbado, y gritó tres palabras incomprensibles, sostuvo su breve enfrentamiento visual con el padre Kilfoyle y marchó. El sacerdote escuchaba en silencio, y luego me preguntó: -¿Recuerda lo que dijo? Le expliqué que se trataba de un idioma extranjero, pero que había apuntado en mi puño izquierdo lo que creí entender. En este momento, el señor de Chagny volvió. Parecía preocupado, y habló a toda prisa en francés con el padre Kilfoyle, que me lo tradujo. -No están aquí. La madre y el hijo han desaparecido. Yo conocía el motivo, y traté de tranquilizarles. -No se preocupen. Han ido a una cita. El cura me traspasó con la mirada, olvidó preguntar cómo lo sabía, y repitió mis últimas palabras: -¿Una cita? -Sólo para despedirse de un viejo amigo, un tal señor Erik -expliqué, confiando en ser de utilidad. El irlandés no paraba de mirarme, y entonces pareció recordar de qué estábamos hablando antes de que el vizconde regresara. Cogió mi brazo izquierdo y lo hizo girar.

Y allí estaban las tres palabras escritas a lápiz. Durante diez días, aquel puño había estado tirado junto con los otros sobre el tocador, y aquella mañana me lo había puesto por casualidad. El padre Kilfoyle echó un vistazo al puño y emitió una sola palabra, que yo creía desconocida para los

sacerdotes católicos. Pero no sólo la conocía, sino que la utilizó. Se puso en pie de un salto, me cogió de la garganta para levantarme y me gritó a la cara: -¿Adónde ha ido, en nombre de Dios? -Al Battery Park -grazné. Cruzó el vestíbulo como una exhalación, seguido de mí y del desventurado vizconde. Salió por las puertas batientes y encontró una berlina bajo la marquesina, a la que se aprestaba a subir un caballero tocado con sombrero de copa. Agarró al pobre hombre de la chaqueta y lo hizo vio-lentamente a un lado, al tiempo que subía de un salto al vehículo y gritaba al cochero: -Al Battery Park, a toda prisa. Apenas tuve tiempo de subir detrás de él, y arrastré tras de mí al pobre francés cuando el carruaje ya se ponía en marcha. Durante todo el viaje, el padre Kilfoyle fue acurrucado en un rincón, con la cruz que colgaba de su cuello fuertemente apretada entre las manos. Murmuraba con furia: -Santa María, Madre de Dios, permítenos llegar a tiempo. En un momento dado, se inclinó hacia mí y señaló la anotación escrita en mi puño. -¿Qué significa? -pregunté. -Delenda est filius -contestó, y repitió las palabras que yo había anotado-. Significa: «El hijo ha de ser eliminado.» Me recliné en el asiento, al borde de las náuseas. No era la prima donna quien se encontraba en peligro por culpa del loco que había pasado corriendo por mi lado en Coney Island, sino su hijo. Pero el misterio continuaba. ¿Por qué Darlus, obsesionado como debía de estar por heredar la fortuna de su amo, quería matar al inofensivo hijo de la pareja de franceses? El carruaje cruzó una avenida Broadway casi desierta y continuó hacia el este, más allá de Brooklyn, mientras la aurora teñía de rosa el cielo. Llegamos a la puerta principal de State Street. El sacerdote se apeó y entró corriendo en el parque de atracciones. En aquella época el Battery Park no era como ahora. Hoy está lleno de vagabundos y marginados, pero entonces era un lugar tranquilo y plácido, con una red de senderos que partían de Castle Clinton, salpicado aquí y allá por glorietas y bancos de piedra. Pensábamos que tal vez en alguna de ellas encontraríamos a las personas que habíamos ido a buscar. Frente a la puerta del parque observé tres carruajes diferentes. Uno era una berlina cerrada con el emblema del Waldorf-Astoria, sin duda la que había transportado a la vizcondesa y a su hijo. El cochero estaba sentado en el pescante, acurrucado para protegerse del frío. El segundo era otra berlina de igual tamaño, sin señales distintivas, pero de un estilo y en un estado de conservación que indicaban que su propietario era un hombre rico.

Estacionado a cierta distancia había un carruaje pequeño, la calesa que había visto diez días antes delante del parque de atracciones. Estaba

claro que Darius también estaba allí, y que no había tiempo que perder. Entramos corriendo por la puerta del parque. Ya dentro, nos separamos y fuimos en diferentes direcciones para cubrir más terreno. Aún estaba oscuro entre los árboles y los setos, y costaba diferenciar las formas humanas de los arbustos. No obstante, al cabo de varios minutos oí voces; una era masculina, profunda y melodiosa, y la otra pertenecía a la bella cantante de Ópera. Me pregunté si debía dar media vuelta para avisar a los demás o acercarme. Lo que hice fue acercarme con sigilo, hasta situarme detrás de un seto que bordeaba un claro. Debería haber corrido hacia ellos y gritado una advertencia, pero el chico no estaba allí. En un rapto de optimismo pensé que tal vez la vizcondesa lo había dejado en el hotel, de modo que agucé el oído. Se hallaban uno en cada extremo del claro, pero yo oía con claridad sus voces. El hombre iba enmascarado, como siempre, pero en cuanto le vi supe que era el oficial de la Unión que había cantado aquel dúo asombroso con la prima donna en el teatro de la Ópera y había conseguido arrancar lágrimas al público. La voz parecía la misma, pero era como si nunca antes la hubiese oído. -¿Dónde está Pierre? -inquirió. -Aún sigue en el coche -contestó la mujer-. Le he pedido que nos concediera unos minutos. Vendrá enseguida. Me dio un vuelco el corazón. Si el niño estaba en el carruaje, cabía la posibilidad de que Darius no le encontrara. -¿Qué quieres de mí? -preguntó la mujer al fantasma. -Toda mi vida he sido rechazado y desairado, tratado con crueldad y con desprecio. El motivo... lo conoces demasiado bien. Sólo una vez, hace muchos años, pensé por un instante que había encontrado el amor, algo más grande y tierno que la eterna amargura de la existencia... -Basta, Erik -le interrumpió ella-. No pudo ser, no puede ser. Una vez pensé que eras un fantasma verdadero, mi Ángel de la Música invisible. Más tarde averigüé la verdad, que eras un hombre en todos los sentidos. Entonces, llegué a temerte, a temer tu poder, tu ira a veces salvaje, tu genio; pero ese miedo iba acompañado de una fascinación compulsiva, como la que experimenta un conejo ante una cobra. »Aquella última noche, en la oscuridad que reinaba junto al lago, en el subsuelo de la Ópera, estaba tan asustada que temí morir de miedo. Estaba semiinconsciente en el momento en que pasó... lo que pasó. Cuando nos perdonaste la vida a Raoul y a mí, y desapareciste entre las sombras, creí que nunca más volvería a verte. Después, comprendí mejor todo lo que habías sufrido y sólo sentí compasión y ternura por mi aterrador exiliado. »Pero jamás experimenté amor, verdadero amor, algo comparable a la pasión que sentías por mí... Tendrías que haberme odiado. -Nunca te odié, Christine. Sólo sentí amor por ti. Te quise entonces, y siempre te querré. Ahora, sin embargo, lo acepto. La herida ha cicatrizado al fin. Hay otro amor. Mi hijo. Nuestro hijo. ¿Qué le dirás de mí?

-Que tiene un amigo, un amigo leal y querido, aquí en Estados Unidos. Dentro de seis años le contaré la verdad, que tú eres su verdadero padre, y él elegirá. Si es capaz de aceptar que Raoul, sin ser su verdadero padre, ha sido para él todo lo que un padre puede ser, y ha hecho por él todo lo que un padre puede hacer, acudirá a ti, y con mi bendición. Yo estaba detrás del seto, conmocionado por lo que acababa de oír. De pronto, todo lo que no había comprendido quedó muy claro: la carta de París, que informaba a aquel extraño ermitaño que tenía un hijo vivo; el plan secreto para atraer a madre e hijo a Nueva York; la cita clandestina y, lo más terrible de todo, el odio demencial de Darius hacia el muchacho, que ahora le desplazaría como heredero del multimillonario. Darius... Recordé de pronto que también él se encontraba agazapado entre las sombras, y me dispuse a delatar mi presencia para avisarles del peligro. En aquel momento, oí a mi derecha los pasos de los demás, que se acercaban. Salió el sol, bañó el claro con una luz rosada y tiñó del mismo color la capa de nieve que había caído por la noche. Entonces advertí la presencia de tres figuras. Por senderos diferentes, el vizconde y el cura aparecieron a mi derecha. Ambos se detuvieron cuando vieron al hombre de la capa, el sombrero de ala ancha y la máscara que siempre cubría su cara, hablando con la señora de Chagny. Oí que el vizconde susurraba: «Le Fantóme.» A mi izquierda, Pierre llegó corriendo. En ese instante, oí un crujido cerca de mí. Me volví. Entre dos grandes arbustos, a menos de diez metros de distancia, casi invisible en la semipenumbra, vi la figura acuclillada de un hombre. Iba vestido de negro, pero vislumbré un rostro pálido como el hueso y algo en su mano derecha, de cañón largo. Respiré hondo y abrí la boca para gritar, pero ya era demasiado tarde. Los acontecimientos se desarrollaron a tal velocidad que tendré que referírselos con parsimonia. Pierre llamó a su madre: -Mamá, ¿ya podemos irnos a casa? Ella se volvió hacia el muchacho con su sonrisa brillante, abrió los brazos y dijo: -Oui, chéri. Pierre echó a correr. La figura agazapada entre los matorrales se levantó, tendió el brazo y apuntó al chico con lo que resultó ser un Navy Colt. Fue entonces cuando grité, pero un ruido mucho más potente ahogó mi grito. El chico se abrazó a su madre. Para evitar que el impulso la hiciera perder el equilibrio, ella le alzó al tiempo que se volvía. Mi grito de advertencia y la detonación del Colt sonaron al mismo tiempo. Vi que la joven se estremecía como si la hubieran golpeado en la espalda, que era lo que había sucedido, porque al girar había parado con el cuerpo la bala destinada a su hijo.

El hombre de la máscara se volvió hacia el lugar de donde procedía el disparo, vio la figura entre los arbustos, extrajo algo de debajo de la capa,

tendió el brazo y disparó. Oí el chasquido de la diminuta Derringer con su única bala, pero fue suficiente. El asesino se llevó las manos a la cara. Cuando se desplomó de cara al cielo sobre la nieve, un agujero negro se destacaba en el centro de su frente. Yo estaba paralizado. Gracias a la Providencia, no podía hacer nada. Ya era demasiado tarde, porque había visto y oído mucho, y no había entendido nada. Al oír el segundo disparo, todavía sin comprender, el muchacho soltó a su madre, que cayó de rodillas. Una mancha roja empezaba a extenderse por su espalda. La bala había quedado alojada dentro de su cuerpo. El vizconde gritó, «¡Christine!», y corrió a tomarla en sus brazos. Ella le miró y sonrió. El padre Kilfoyle estaba arrodillado a su lado. Se quitó la amplia faja que ceñía su cintura, besó ambos extremos y la pasó alrededor de su cuello. Rezaba con mucha rapidez, mientras gruesas lágrimas resbalaban sobre su austero rostro irlandés. El hombre de la máscara dejó caer su pistola y permaneció inmóvil como una estatua, con la cabeza gacha. Sus hombros se hundieron en silencio mientras lloraba. Al principio, dio la impresión de que Pierre era incapaz de comprender lo que ocurría. En un momento dado, su madre le estaba abrazando, y al instante siguiente agonizaba ante sus ojos. La primera vez que gritó «Maman!» fue como una pregunta. La segunda y la tercera vez, como un grito lastimero. Después, como pidiendo una explicación, se volvió hacia el vizconde. -¿Papá? Christine de Chagny abrió los ojos y vio a Pierre. Habló por última vez, con mucha claridad, antes de que su divina voz enmudeciera para siempre. -Pierre -dijo-, este hombre no es tu verdadero padre. Te ha criado como si fueras suyo, pero tu verdadero padre está allí. -Indicó con la cabeza la figura enmascarada-. Lo lamento, querido mío. Entonces murió. No me extenderé sobre ello. Murió, y punto. Sus ojos se cerraron, el último aliento escapó de su boca y su cabeza descansó sobre el pecho de su marido. Se hizo un silencio absoluto durante varios segundos, que parecieron eternos. El muchacho miró a un hombre y luego al otro. Después, preguntó al vizconde una vez más: -¿Papá? Durante aquellos últimos días había llegado a considerar al aristócrata francés un hombre decente, aunque inútil, comparado con el dinámico sacerdote. Pero de pronto pareció adquirir más sustancia. El cadáver de su esposa descansaba sobre el hueco de su brazo izquierdo. Con la mano derecha, le quitó poco a poco el anillo de oro. Recordé la escena final de la Ópera, cuando el soldado del rostro destrozado le había devuelto ese mismo anillo como señal de que aceptaba la imposibili-dad de su amor. El vizconde francés apretó la alianza contra la palma de la mano de su desesperado hijastro.

A un metro de distancia, Kilfoyle seguía de rodillas. Había dado a la diva la absolución antes de morir y, una vez cumplido su deber, rezaba por su alma inmortal. El vizconde de Chagny cogió a su esposa muerta en brazos y se puso en pie. Entonces, el hombre que había criado al hijo de otro, dijo en un inglés vacilante. -Es verdad, Pierre. Mamá no ha mentido. He hecho por ti todo cuanto he podido, pero no soy tu verdadero padre. El anillo pertenece a quien es tu padre a los ojos de Dios. Devuélveselo. Él también la quería, de un modo di-ferente del mío. »Voy a devolver a París a la única mujer que he amado en mi vida, para que descanse en el suelo de Francia. Hoy, aquí, en este momento, has dejado de ser un niño para convertirte en un hombre. Ahora, tú has de elegir. Permaneció inmóvil, con el cadáver de su mujer en brazos, esperando una respuesta. Pierre se volvió y miró durante largo rato al hombre de quien decían que era su padre natural. El hombre al que yo llamaba el fantasma de Manhattan seguía con la cabeza gacha, y los metros que le separaban de los demás parecían representar la distancia que le separaba de la raza humana. El ermitaño, el eterno extraño que en un momento de su vida había pensado que tenía alguna posibilidad de ser aceptado en los goces humanos, pero había sido rechazado. Ahora, todo en él decía que, en el pasado, había perdido cuanto quería, e iba a perderlo otra vez. El silencio se prolongó unos segundos más, mientras el muchacho le miraba. Ante mis ojos tenía lo que los franceses llaman un tableaux vivant. Seis figuras, dos muertas y cuatro transidas de dolor. El vizconde francés, con una rodilla en tierra, acunaba a su mujer. Había apoyado la mejilla sobre la cabeza de la difunta, que descansaba contra su pecho, y acariciaba su cabello oscuro como para consolarla. El fantasma continuaba inmóvil, derrotado por completo. Darius yacía a escasos metros de mí, con los ojos abiertos clavados en un cielo invernal que ya no podía ver. Pierre estaba al lado de su padrastro, con el mundo en el que había creído a pies juntillas destrozado. El cura continuaba de rodillas, con la cara alzada hacia el cielo y los ojos cerrados, pero observé que aferraba la cruz de metal entre sus manazas y movía los labios en una muda oración. Más tarde, todavía consumido por mi imposibilidad de explicar lo que había sucedido a continuación, le visité en su casa del Lower East Side. Aún no he com-prendido del todo lo que me dijo, pero os lo voy a repetir.

Dijo que en aquel claro silencioso había oído chillidos mudos. Oyó el dolor lacerante del francés que se hallaba a escasos metros de distancia. Oyó el dolor perplejo del niño al que había dado clases durante siete años. Pero sobre todo, añadió, oyó algo más. En el claro había un alma en pena que gritaba desesperada, como el albatros errante de Coleridge, que surcaba un cielo de dolor sobre un océano de desesperación. Rezó para que aquella

alma en pena encontrara la salvación en el amor de Dios. Rezó para que ocurriera un milagro. Veréis, yo era un judío impetuoso del Bronx, ¿qué sabía yo de almas en pena, de redención y de milagros? Sólo puedo contaros lo que vi. Pierre cruzó el claro lentamente, en dirección al hombre misterioso. Éste levantó una mano y se quitó el sombrero de ala ancha; me dio la impresión de que dejaba escapar un sollozo. El cráneo era calvo, salvo por unos pocos mechones de pelo ralo, y la piel estaba surcada de cicatrices lívidas, como si fuese de cera fundida. El muchacho apartó la máscara sin decir palabra. He visto cadáveres que llevaban muchos días en el río Hudson, he visto a hombres destrozados en los campos de batalla de Europa, pero nunca he visto un rostro como aquél. Por un lado, sólo una parte de la mandíbula y los ojos, de los que brotaban lágrimas, parecían humanos, en un rostro desfigurado, casi inhumano. Comprendí por fin el motivo por el cual aquel hombre iba siempre enmascarado y se escondía del resto de los humanos y de nuestra sociedad. No obstante, se erguía, desnudo y humillado, ante nosotros, delante del muchacho que era su hijo. Pierre contempló el horrible rostro durante largo rato, sin dar muestras de repulsión o miedo. Después, dejó caer la máscara que sujetaba con la mano derecha. Cogió la mano izquierda de su padre y le puso el anillo de oro en el dedo medio. A continuación, abrazó al hombre que lloraba y dijo con voz muy clara: -Quiero quedarme contigo, padre. Eso es todo, damas y caballeros. Al cabo de escasas horas, la noticia del asesinato de la diva recorrió Nueva York. Se culpó a un fanático enloquecido, que había sido abatido a tiros en el mismo lugar de los hechos. Era una versión que convenía al alcalde y a las autoridades municipales. En cuanto a mí, fue la única historia de toda mi carrera que nunca escribí, aunque si se hubieran enterado me habrían despedido. Ahora ya es demasiado tarde para escribirla.

EPÍLOGO

El cuerpo de Christine de Chagny fue enterrado junto al de su padre, en el cementerio de la aldea de Bretaña en la que ambos habían nacido. El vizconde, aquel hombre bondadoso y amable, se retiró a su propiedad de Normandía. No volvió a casarse y conservó siempre a su lado una fotografía de su amada esposa. Murió por causas naturales en la primavera de 1940, y no llegó a ver la invasión de su tierra natal. El padre Joe Kilfoyle se quedó y estableció en Nueva York, donde fundó un refugio y una escuela para niños abandonados, desamparados y maltratados del Lower East Side. Renunció a todo ascenso eclesiástico y prefirió ser el padre Joe para varias generaciones de muchachos carentes de privilegios. Sus hogares y escuelas siempre recibieron generosas donaciones, pero nunca reveló el origen de los fondos. Murió, ya muy anciano, a mediados de la década de los cincuenta. Durante los últimos tres años de su vida estuvo confinado en una residencia para sacerdotes ancianos situada en una pequeña ciudad de la costa de Long Island, donde las monjas que le cuidaban informaron que se sentaba en el muelle, envuelto en una manta, con la mirada perdida en el mar y soñando con una granja cerca de Mullingar. Pierre de Chagny terminó sus estudios en Nueva York, se graduó en una prestigiosa universidad del Este y colaboró con su padre en la dirección de la enorme empresa familiar. Durante la Primera Guerra Mundial, ambos cambiaron el apellido familiar Muhlheim por otro, todavía conocido y respetado en todo Estados Unidos. La empresa se hizo famosa por su filantropía en una amplia gama de problemas sociales, fundó una institución muy importante para la corrección de las deformaciones y creó muchas fundaciones de caridad. El padre se retiró a mediados de los años veinte a una propiedad apartada de Connecticut, donde vivió rodeado de libros, cuadros y su amada música. Le atendían dos veteranos de guerra, ambos cruelmente desfigurados durante la contienda, y desde aquel día en Battery Park no vol-vió a utilizar la máscara. El hijo, Pierre, se casó una vez y murió ya anciano, el año que el primer norteamericano puso el pie en la Luna. Sus cuatro hijos aún le sobreviven.

ÍNDICE AGRADECIMIENTOS PREFACIO 1. La confesión de Antoinette Giry 2. El cántico de Erik Muhlheim 3. La desesperación de Armand Dufour 4. La suerte de Cholly Bloom 5. El trance de Darius 6. La columna de Gaylord Spriggs 7. La lección de Pierre de Chagny 8. El reportaíe de Bernard Smith 9. La oferta de Cholly Bloom 10. El júbilo de Erik Muhlheim 11. El diario personal de Meg Giry 12. El diario de Taffy jones 13. La oración de Joseph Kilfoyle 14. La columna de Gaylord Spriggs 15. La columna de sociedad de Amy Fontame 16. La lección del profesor Charles Bloom EPÍLOGO