Frederick Forsyth EL FANTASMA DE MANHATTAN Traducción de Eduardo García Murillo

PLAZA & JANÉS EDITORES, S.A. Título original: The Phantonm of Manhattan Primera edición: mayo, 1999 1999, Frederick Forsyth De la traducción, Eduardo G. Murillo 1999, Plaza & Janés Editores, S. A. Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona Queda rigurosanente prohibida, sin la autorizacion escrita de los titulares del "Copyright" bajo las sanciones establecidas en las leves, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distrilbución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstaino públicos. Printed in Spain - Impreso en España ISBN: 84-01-01245-7 Depósito legal: B. 17.883 - 1999 Fotocomposición: Lozano Faisano, S. L. Impreso en Hurope, S.L Lima, 3 bis. Barcelona L 0 1 2 4 5 7

AGRADECIMIENTOS En la empresa de intentar imaginar Nueva York en 1906, me prestaron una gran ayuda el profesor Kenneth T. Jackson, de la Universidad de Columbia, y el señor Caleb Carr, cuyos libros El alienista y El ángel de la oscuridad recrean de forma muy vívida cómo debió de ser vivir en Manhattan a principios de siglo. Por la detallada descripción de los orígenes y desarrollo de Coney Island y sus parques de atracciones en el mismo período, debo dar las gracias al señor John B. Manbeck, el historiador oficial de la división administrativa de Brooklyn. Para todos los temas relativos a la gran ópera, y en especial a la inauguración del teatro de la Ópera de Manhattan, celebrada el 3 de diciembre de 1906, recurrí nada menos que al señor Frank Johnson, editor de The Spectator, quien me prestó su valiosa colaboración, pues es muy probable que haya olvidado más sobre Ópera de lo que yo sabré jamás. La idea de intentar escribir una secuela de El Fantasma de la Ópera se deriva de una primera conversación con el propio Andrew Llovd Webber. Fue durante posteriores e intensas discusiones que se gestó entre ambos el esbozo básico, y sigo agradecido por su imaginación y entusiasmo.

PREFACIO Lo que ahora se ha convertido en la leyenda del Fantasma de la Ópera se gestó el año 1910 en la mente de un, autor francés, hoy caído casi por completo en el olvido. Como en los casos de Bram Stoker y Drácula, Mary Shelley y Frankenstein, Victor Hugo y Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, Gaston Leroux descubrió por casualidad un cuento popular y vio en él el núcleo de una auténtica tragedia. A partir de este hecho desarrolló su relato, pero las similitudes terminan aquí. Las otras tres obras se convirtieron de inmediato en éxitos y aún hoy son leyendas conocidas por todos los lectores y aficionados al cine, así como por millones de personas más. En torno a Drácula y a Frankenstein se han forjado industrias enteras, con cientos de reediciones y recreaciones en película. Pero Leroux, ay, no era Victor Hugo. Cuando su librito se publicó en 1911, consiguió una breve popularidad, e incluso se publicó en capítulos en un periódico, antes de caer en el olvido más absoluto. Sólo una casualidad, once años después, cinco antes de la muerte de su autor, devolvió su fama al relato y lo encaminó hacia la inmortalidad. Esa casualidad tomó la forma de un menudo judío alemán llamado Carl Laemmle, que había emigrado a Estados Unidos de pequeño y en 1922 se convirtió en presidente de la Universal Motion Pictures de Hollywood. En ese mismo año, fue de vacaciones a París. Por aquel tiempo, Leroux se había introducido en la humilde industria cinematográfica francesa, y debido a esa relación llegaron a conocerse. Durante una conversación ocasional, el magnate del cine estadounidense habló a Leroux de la impresión que le había causado el enorme edificio de la Ópera de París, que en aquel momento todavía era el más grande del mundo en su género. Como respuesta, Leroux entregó a Laemnile un ejemplar del libro que había publicado en 1911, olvidado ya a aquellas alturas. El presidente de la Universal Pictures lo leyó en una noche. Dio la casualidad de que Carl Laemmle tenía una oportunidad y un problema al mismo tiempo. La oportunidad consistía en su reciente descubrimiento de un extraño actor llamado Lon Chaney, un hombre dotado de un rostro tan expresivo que prácticarnente podía adoptar cualquier forma que deseara. Como vehículo para Chaney, la Universal se había comprometido a rodar la primera versión del clásico de Hugo Nuestra Señora de París. Chaney debía encarnar al deforme y monstruoso Quasimodo. El decorado, que ya se estaba construyendo en Hollywood, era una enorme réplica en madera y yeso del París medieval, con Notre Dame en primer plano.

El problema de Laemmle era encontrar el siguiente proyecto para Chaney, antes de que algún estudio rival se lo robara. Al amanecer, comprendió que ya tenía el proyecto. Después del Jorobado, Chaney interpretaría el papel del Fantasma de la Ópera, igualmente desfigurado y

repulsivo, pero mucho más trágico. Laerninle, como todos los buenos empresarios teatrales, sabía que la mejor forma de arrastrar a las masas al cine era aterrorizarlas. Llegó a la conclusión de que el Fantasma lo conseguiría, y acertó de pleno. Compró los derechos, regresó a Hollywood y encargó la construcción de otro decorado, en esta ocasión el que representaba a la Ópera de París. Como tendría que aguan tar el peso de cientos de extras, la réplica de la Ópera construida por la Universal fue la primera creada a base de vigas de acero embutidas en cemento. Por este motivo nunca fue desmontada, continúa incólume en el plató 28 de la Universal Pictures, y ha sido utilizada muchas veces a lo largo de estos años. Lon Chaney encarnó por primera vez al jorobado de Notre Dame y al Fantasma de la Ópera. Ambos filmes fue ron grandes éxitos comerciales y labraron la inmortalidad de Chane y en esa clase de papeles. No obstante, fue el Fantasma quien más aterrorizó al público, de tal modo que las mujeres chillaban e incluso perdían el conocimiento, y en los vestíbulos de los cines se facilitaban gratuitamente sales aromáticas, un toque de relaciones públicas magistral. Fue esta primera película, y no el olvidado libro de Leroux, la que capturó la imaginación del público y dio nacimiento a la leyenda del fantasma. Dos años después de su estreno, Warner Brothers lanzó El cantor de Jazz, la primera película sonora, y la era del cine mudo terminó para siempre. Desde entonces, la historia del Fantasma de la Ópera ha sido objeto de diversas versiones, pero en la mayor parte de los casos el argumento ha sido alterado hasta resultar irreconocible, y ha gozado de escaso éxito. En 1943, la Universal rodó una segunda versión, protagonizada por Claude Rains en el papel del fantasma, y en 1962, la Hammer Films británica, especializada en películas de terror, probó suerte de nuevo, con Herbert Lom en el papel principal. La versión televisiva de 1983, cuyo reparto encabezaba Maximilian Schell, siguió a la versión en clave de Ópera rock de Brian de Palma, rodada en 1974. Más tarde, en 1984, un joven director británico produjo una vigorosa, aunque muy cursi, versión de la historia en un pequeño teatro del East London, pero en formato de musical. Entre los que leyeron las críticas y fueron a ver la obra se encontraba Andrew Lloyd Webber. Sin saberlo, el viejo relato del señor Leroux había llegado a otro punto crucial de su carrera. En aquel tiempo, Lloyd Webber estaba trabajando en otro proyecto, que resultó ser Aspeas of Love. Sin embargo, la historia del fantasma quedó grabada en su mente, y nueve meses después, en una librería de viejo de Nueva York, cayó en sus manos por casualidad una traducción inglesa de la novelita de Leroux.

Como sucede con casi todas las percepciones de extrema agudeza, la decisión de Lloyd Webber parece muy sencilla, pero estaba destinada a cambiar la actitud del mundo hacia esta leyenda tan manida. Comprendió que, en esencia, no se trataba de un relato de terror, basado en el odio y la

crueldad, sino de una tragedia que giraba en torno-al anior obsesivo y no correspondido entre un ser autoexiliado de la raza humana, víctima de desfiguraciones monstruosas, y una herniosa cantante de Ópera que, al final, prefiere conceder su amor a un galán apuesto y aristocrático. Andrew Lloyd Webber buceó en el núcleo de la historia, eliminó las incoherencias y crueldades innecesarias aportadas por Leroux, y extrajo la verdadera esencia de la tragedia. Sobre estas bases, construyó el musical más popular y triunfal de todos los tiempos, desde que hace catorce años se alzó el telón por primera vez. Más de diez millones de personas han visto ya El Fantasma de la Ópera en los escenarios, y si existe una percepción global de esta historia, se debe casi en su totalidad a la versión de Lloyd Webber. No obstante, con el fin de comprender la historia esencial de lo que ocurrió en realidad (o en teoría), valdrá la pena dedicar unos momentos a examinar los tres ingredientes originales de los que nació la historia. Uno de ellos ha de ser la propia Ópera de París, un teatro tan asombroso que ni siquiera en nuestros días el fantasma podría haber existido en otro que no fuera ése. El segundo elemento es el mismo Leroux, y el tercero la novela que pergeñó en 1911. Como tantos otros grandes proyectos, la Ópera de París fue concebida por casualidad. Una noche de enero de 1858, Napoleón 111, emperador de Francia, fue con su consorte a la Ópera de París, situada entonces en un v1ej o edificio de una calle estrecha, la rue Le Peletier. Diez años después de una oleada revolucionaria que había sacudido Europa, aún se vivían tiempos convulsos, y un antimonárquico italiano apellidado Orsíni eligió aquella noche para arrojar tres bombas incendiarias contra la carroza real. Todas estallaron, y dejaron una estela de más de ciento cincuenta víctimas, entre muertos y heridos. El emperador y la emperatriz, protegidos por su pesada carroza, salieron de ella temblorosos pero ilesos, e insistieron en asistir a la representación; sin embargo, Napoleón 111 decidió que París debía tener otro edificio de la Ópera, que debería contar con una entrada especial para visitantes distinguidos como él, a quienes se podría proteger de bombas y otros elementos nocivos. El prefecto de París, el genial planificador urbano barón Haussmann, creador de casi todo el París moderno, organizó un concurso de méritos entre los arquitectos más prestigiosos de Francia. Se presentaron 170 proyectos, pero el contrato fue a parar a las manos de una estrella imaginativa y vanguardista, Charles Garnier. Su proyecto, realmente impresionante, costaría una verdadera fortuna.

Se eligió el lugar (donde hoy se alza la ópera) y las obras se iniciaron en 1861. Al cabo de pocas semanas, surgió un problema muy grave. Las primeras excavaciones dejaron al descubierto un río subterráneo que atravesaba la zona. A medida que se excavaba, el agua llenaba los huecos. En una época más consciente de los costes, el proyecto se habría trasladado a una zona más idónea, pero Haussmann se opuso a cualquier cambio. Garnier instaló ocho bombas de vapor gigantescas, que funcionaron día y noche durante meses para secar el suelo empapado. Después, construyó dos

enormes cajones neumáticos alrededor de la obra, y llenó el hueco entre ambos con bitumen, para impedir que el agua se filtrara en la zona de las obras. Fue sobre estos macizos muros de sostén que Garnier construyó su mole. Tuvo éxito, aunque sólo en parte. Contuvo el agua hasta que las obras finalizaron en aquel nivel, pero luego se filtró formando un lago subterráneo debajo de los sótanos. Incluso en nuestros días, el visitante puede bajar a estos niveles (se precisa un permiso especial) y mirar entre las rejas el lago subterráneo. Cada dos años se baja el nivel, para que técnicos subidos a bordo de bateas de fondo plano puedan inspeccionar los cimientos en busca de posibles daños. Piso a piso, el gigante de Garnier se alzó hasta llegar al nivel del suelo, y después se expandió hacia adelante y hacia arriba. En 1870, los trabajos se paralizaron cuando otra revolución sacudió Francia, espoleada por la breve pero brutal guerra franco-prusiana. Napoleón III, depuesto, murió en el exilio. Fue declarada una nueva república, pero el ejército prusiano llegó a las puertas de París. La capital francesa desfallecía de hambre. Los ricos se comían los elefantes y jirafas del zoo, mientras los pobres sobrevivían a base de perros, gatos y ratas. París se rindió, los prusianos se fueron, pero la clase trabajadora se enfureció tanto debido a sus padecimientos que se alzó contra sus gobernantes. Los insurrectos llamaron a su régimen la Comuna y a ellos mismos los communards, con cien mil hombres y cañones distribuidos por toda la ciudad. El Gobierno civil había huido, presa del pánico, y la Guardia Nacional se hizo con las riendas del país, formó una junta militar y aplastó a los insurrectos. No obstante, durante el tiempo que habían detentado el poder, los rebeldes habían utilizado el edificio de Garnier, con sus laberintos de sótanos y almacenes, como depósito de armas, pólvora... y prisioneros. En aquellas criptas se llevaron a cabo torturas y ejecuciones terribles, y muchos años después aún se seguían descubriendo esqueletos enterrados. Incluso hoy, no se puede bajar a aquellas profundidades sin experimentar escalofríos. Fue este mundo subterráneo y la idea de un cremita solitario y desfigurado que lo habitara al amparo de las sombras lo que fascinó a Gaston Leroux cuarenta años después, y disparó su imaginación. En 1872, la normalidad se había restablecido, y Garnier prosiguió sus obras. En enero de 1875, casi diecisiete años después de que Orsini hubiera arrojado sus bombas, el teatro de la Ópera que su acto había espoleado celebró su gala de inauguración.

Abarca unos 11.000 metros cuadrados. Cuenta con 17 plantas, desde el sótano más profundo hasta el pináculo de la cúpula, pero únicamente hay 10 sobre el nivel del suelo y, por asombroso que parezca, siete por debajo de éste. En contraste, el anfiteatro es muy pequeño, con sólo 2.156 asientos, frente a los 3.500 de la Scala de Milán y los 3.700 del Met de Nueva York. Sin embargo, la parte posterior del escenario es enorme, con amplios camerinos para cientos de artistas, talleres, cantinas.,

departamentos de guardarropía y zonas de almacenaje para telones de fondo, de forma que decorados enteros de hasta 15 metros de altura y varias toneladas de peso pueden bajarse y guardarse sin necesidad de ser desmantelados, para luego volver a instalarlos cuando es necesario. La cuestión sobre la Ópera de París es que siempre fue pensada como algo más que un espacio para representar teatro lírico. De ahí la relativa pequeñez del anfiteatro, porque gran parte del espacio no destinado a trabajar está ocupado por salas de recepción, salones, amplias escaleras y zonas destinadas a ofrecer una bienvenida majestuosa en las grandes recepciones de Estado. Aún conserva las 2.500 puertas para cuya inspección los bomberos asignados para velar por la seguridad del teatro tardan más de una hora. En los días de Garnier, empleaba un equipo permanente de 1.500 personas (unas mil en la actualidad), y estaba iluminada por novecientos globos de luz de gas, alimentados por 15 kilómetros de tuberías de cobre. A lo largo de varias fases, durante los años ochenta del siglo XIX se introdujo la electricidad. Éste era el colosal edificio que impresionó la vívida imaginación de Leroux cuando lo visitó en 1910 y oyó hablar por primera vez de que en una ocasión, años antes, había vivido un fantasma en el edificio, de que se extraviaban cosas, de que habían tenido lugar accidentes inexplicables, y de que una figura imprecisa había sido vista de vez en cuando, huyendo de rincones oscuros en dirección siempre a las catacumbas, donde nadie se atrevía a seguirle. Leroux creó su historia a partir de veinte años de rumores. Por lo visto, el bueno de Gaston era la clase de hombre con quien a uno le encantaría tomar una copa en algún café de París, en el caso de que pudiera remontarse noventa años en el tiempo. Era corpulento, jovial, fanfarrón y risueño. Bon vivant y anfitrión generoso, muy excéntrico, con un par de antiparras colgadas siempre sobre la nariz para compensar la miopía. Nació en 1868, y sí bien era originario de Normandía, llegó a este mundo en París durante un cambio de trenes, pillando por sorpresa a su madre. Fue alumno aplicado en el colegio y, al estilo de los muchachos inteligentes de la clase media francesa, estaba destinado a ser abogado. A la edad de dieciocho años regresó a París para estudiar leyes, carrera que no le interesaba en absoluto. Tenía veintiún años cuando se graduó; el mismo año falleció su padre, quien le dejó un millón de francos de herencia, una fortuna considerable en aquellos tiempos. Apenas enterrado papá, el joven Gaston empezó a vivir por todo lo alto. Al cabo de seis meses, había gastado todo el dinero.

Lo que de verdad le atraía no era la abogacía, sino el periodismo, de modo que consiguió un trabajo de reportero en el Écho de París, y más tarde en Le Matin. Descubrió su amor por el teatro y escribió algunas críticas, pero fue su conocimiento de las leyes lo que le convirtió en el reportero estelar de los tribunales. Se le pidió en diversas ocasiones que presenciara ejecuciones por guillotina, lo cual le convirtió en enemigo acérrimo de la pena capital, una actitud muy poco frecuente en aquellos días. Demostró ingenio y

audacia frente a la competencia, y obtuvo entrevistas con celebridades que casi siempre se negaban a recibir a los periodistas. Le Matin le recompensó con el trabajo de corresponsal en el extranjero. Por entonces los lectores no ponían objeciones a que un corresponsal en el extranjero poseyera una fértil imaginación, y era cosa sabida que cuando un periodista alejado de su país no lograba averiguar los datos verdaderos de un reportaje, los inventaba. Existe el glorioso ejemplo de un periodista de la cadena Hearst que llegó en tren a algún lugar de los Balcanes con el objetivo de cubrir una guerra civil. Por desgracia, se durmió y despertó en la siguiente capital de la línea, donde reinaba una paz absoluta. Bastante perplejo, recordó que le habían enviado para cubrir una guerra civil, de modo que lo mejor era hacerlo. Redactó una vigorosa crónica de guerra. A la mañana siguiente, la leyó la embajada d aquel país en Washington, que la remitió a su Gobierno, Mientras el hombre de Hearst continuaba durmiendo, las autoridades del país en cuestión movilizaron a la milicia. Los campesinos, temerosos de un pogromo, se alzaron en arma Empezó una verdadera guerra civil. El periodista despertó justo a tiempo de recibir un telegrama de Nueva York, en que se le felicitaba por su labor. Era en estas circunstancias en que Gaston Leroux se movía como pez en el agua. Sin embargo, los viajes eran entonces mucho más penosos y agotadores que ahora. Después de diez años de cubrir noticias por toda Europa, incluida Rusia, Asia y África, se había convertido en una celebridad, pero estaba exhausto. En 1907, a la edad de treinta y nueve años, decidió sentar la cabeza y escribir novelas. El objetivo de todas ellas era muy sencillo, ganar dinero, y es por este motivo por lo que nada del que escribió se encuentra disponible. La mayor parte de s historias eran relatos de intriga, y Leroux aportó su pro, detective, pero su creación nunca se convirtió en Sherlock Holmes, su ídolo personal. Aún así, se ganó bien la vida, disfrutó cada momento de ella, gastó sus anticipos con tanta rapidez como los editores se los entregaban, y pergeñó 63 libros en sus veinte años de escritor profesional. Murió en 1927 a la edad de cincuenta y nueve años, apenas dos después de que país la versión de Carl Laerrimle de El Fantasma de la Ópera, protagonizada por Lon Chaney, se estrenara. Cuando hoy examinamos el texto original, nos encontramos en un apuro. La idea básica existe, y es brillante, pero el pobre Gaston la desarrolla muy mal. Empieza con una introducción, precedida por su nombre, y afirma que todo lo que se expone en el libro es verdad. Esto es algo muy peligroso. Sostener sin lugar a dudas que una obra de ficción es absolutamente cierta, y por lo tanto una crónica histórica, equivale a ofrecerse como rehén a la fortuna y al lector escéptico, porque a partir de ese momento toda afirmación susceptible de ser comprobada ha de ser verdadera. Leroux rompe esta regla en casi todas las páginas.

Un autor puede empezar una historia «en frío», como el si narrara una historia verdadera pero sin decirlo, para que el lector adivine si lo que está leyendo es cierto o no. Un buen truco de esta metodología consiste en

intercalar en la ficción elementos verificables, que el lector pueda recordar o comprobar. Entonces, la perplejidad se ahonda en la mente del lector, pero el autor es inocente de una mentira descarada. No obstante, esto comporta una regla de oro: todo cuanto digas ha de ser demostrable o completamente indemostrable, Por ejemplo, un autor podría escribir: “Al amanecer del 1 de septiembre de 1939, cincuenta divisiones del ejército de Hitler invadieron Polonia. A la misma hora, un hombre de voz afable, con documentación falsificada a la perfección, llegó desde Suiza a la estación principal de Berlin, y desapareció en la ciudad que despertaba.” Lo primero es un hecho histórico, en tanto que lo segundo no puede demostrarse o dejar de demostrarse. Con un poco de suerte, el lector creerá que ambos datos son auténticos y continuará leyendo. Sin embargo, Leroux empieza por decirnos que todo cuanto va a revelarnos es verdadero y se apoya para ello en supuestas conversaciones con testigos de los hechos auténticos, lecturas de expedientes y diarios recién descubiertos (por él) que nadie había visto antes. Pero a continuación, su narración se dispara en diferentes direcciones, desemboca en callejones sin salida y marcha atrás, pasa de puntillas junto a una serie de misterios inexplicables, afirmaciones no demostradas e incongruencias, y entonces es cuando a uno le entran ganas de hacer lo mismo que Andrew Lloyd Webber; es decir coger un rotulador y eliminar la paja para devolver la historia a lo que es: un cuento asombroso pero verosímil. Al ser tan crítico con el señor Leroux, sería justo y a piado justificar estas censuras con algunos ejemplos. Apenas iniciado el libro, se refiere al fantasma como a Erik, pero explicar cómo averiguó este nombre. El fantasma no propenso a hablar de trivialidades, ni tampoco estaba acostumbrado a presentarse al primero que pasaba. Leroux no va por las ramas, y sólo podemos suponer que lo supo gracias a madame Giry, de quien hablaremos más adelante. Ante nuestra perplejidad, Leroux narra toda su historia sin decir la fecha en que ocurrió. Para un periodista de investigación, cosa que afirma ser, se trata de una omisión muy peculiar. La pista más cercana es una sola frase de su introducción. Escribe: “Los acontecimientos no distan de hoy más de treinta años.” Esto condujo a algunos críticos a restar treinta años de la fecha de aparición del libro, 1911, y dar por buena la de 1881, pero el «no más de» también puede significar mucho menos, y algunas pequeñas pistas indican que la fecha de la historia fue bastante posterior a 1881, hacia 1893. La principal de estas pistas es el problema del apagón total de las luces del anfiteatro y el escenario, que no duró más de unos segundos.

Según Leroux, el fantasma, indignado por el rechazo de la muchacha a la que amaba con pasión obsesiva, decide secuestrarla. Para conseguir el máximo efecto, elige el momento en que se encuentra en el centro del escenario, durante la representación de Fausto (en el musical, Lloyd Webber ha cambiado esta obra por Don Juan triunfante, una Ópera compuesta por el

propio fantasma). Las luces se apagan de repente y el teatro queda sumido en la oscuridad. Cuando vuelven a encenderse, la joven ha desaparecido. Esto es imposible con novecientos globos de gas. Un misterioso saboteador que supiera orientarse en el laberíntico edificio podría manipular la palanca maestra que corta el suministro de gas a esta miríada de globos, pero se apagarían en sucesión, a medida que el suministro de fluido se agotara, y después de muchos chisporroteos y chasquidos. Peor aún, como el reencendido automático no se conocía entonces, sólo podría volver a encenderlas una persona provista de una vela, y de una en una. En eso consistía la humilde profesión de lamparero. La única forma de provocar una oscuridad absoluta al accionar un interruptor, y devolver la luz al milisegundo siguiente, es manipular el control maestro de un sistema de iluminación eléctrica. Por lo visto, también se equivocó en el cargo, la apariencia y la inteligencia de madame Giry, un error corregido en el musical de Lloyd Webber. Esta dama aparece en el libro original como una mujer de la limpieza de escasas luces cuando, de hecho, era la directora del coro y el cuerpo de ballet, que escondía tras la apariencia de un sargento de caballería (necesario para controlar a un grupo de muchachas excitables) un alma compasiva y tenaz. Debemos perdonar esto a Leroux, porque confiaba e la memoria humana, la de sus informadores, y está claro que le describieron a otra mujer. No obstante, cualquier policía o periodista destacado en los tribunales confirmará que a los testigos, gente honrada y recta, les cuesta ponerse de acuerdo en el tribunal, así como recordar con presión los acontecimientos que presenciaron el mes anterior no digamos ya dieciocho años antes. En un error mucho más evidente, Leroux describe momento en que el fantasma, enfurecido, provoca la caída de la araña del techo sobre el auditorio, aunque sólo aplasta a una mujer. Que esta dama resulte ser la mujer contratada para sustituir a la amiga despedida del fantasma, madame me Giry, es un toque encantador del narrador. Lo mal cuando especifica que la lámpara pesaba doscientos mil kilos, esto es, doscientas toneladas, suficiente para arrancarla de cuajo, junto con la mitad del techo. La araña pesa siete toneladas. Pesaba eso cuando la instalaron, y todavía sigue ahí. Empero, el más grotesco desvío por parte de Leroux de casi todas las reglas de la investigación y el periodismo, sucede hacia el final del libro, cuando queda fascinado por un misterioso personaje conocido sólo como «el Persa». Se menciona brevemente en un par de ocasiones a este extraño farsante en los primeros dos tercios de la historia, y de pasada. Sin embargo, después del secuestro de la soprano, Leroux permite que este hombre se apodere de la narración y durante el último tercio del libro cuente toda la historia a través de sus propios ojos. Y la historia es muy poco plausible.

Leroux nunca intenta apoyar sus alegaciones. Si bien, en teoría, el joven vizconde Raoul de Chagny se encontraba presente en todas las fases de los acontecimientos narrados por el Persa, Leroux afirma que más tarde

no consiguió dar con el vizconde para verificar la historia. Claro que pudo hacerlo. Nunca sabremos por qué el Persa odiaba tanto al fantasma, pero la versión que pintó de éste le condenaba al infierno sin paliativos. Antes de la intervención del Persa, Leroux el escritor y la mayoría de los lectores tal vez albergaran cierta compasión por el fantasma. Se trataba de un ser un mostruosamente desfigurado en una sociedad que muy a menudo relaciona fealdad con pecado, pero no era culpa suya. Es evidente que estaba lleno de odio hacia la sociedad, pero rechazado y exiliado, debió de llevar una vida espantosa. Hasta la aparición del Persa, es posible ver a Erik como la Bestia y a la cantante como la Bella, pero no a un ser perverso. Sin embargo, el Persa lo describe como un sádico desaforado, un asesino múltiple y un estrangulador compulsivo, alguien que se complace en diseñar cámaras de torturas y espiar por una mirilla a los desdichados que agonizan en ellas, un hombre que había trabajado durante años al servicio de la emperatriz de Persia, tan sádica como él, e imaginaba para ella los tormentos más horrorosos, con el fin de infligirlos a los prisioneros. Según el Persa, cuando descendió con el joven aristócrata a los sótanos más profundos para intentar rescatar a la secuestrada Christine, fueron capturados, encerrados en una cimara de torturas y casi asados vivos, pero después escaparon como por ensalmo, perdieron el conocimiento despertaron sanos y salvos, al igual que Christine. Es una historia ridícula. Sin embargo, Leroux admite al final del libro que abriga cierta compasión por el fantasma, un sentimiento imposible si hay que creer al Persa. En todos los demás detalles, parece que Leroux se ha tragado todas las mentiras del Persa, con anzuelo incluido. Por suerte, hay un defecto tan flagrante en la historia del Persa que nos permite rechazarla en su totalidad. Afirmaba éste que Erik había disfrutado de una vida larga placentera antes de ir a morar en los sótanos de la Ópera. Según él, este hombre desfigurado había viajado a lo largo y ancho de la Europa occidental, central y oriental, hasta el corazón de Rusia y el golfo Pérsico. Después, regresó a París y se convirtió en contratista del edificio de la Ópera de París bajo las órdenes de Garnier, lo cual es absurdo. Si el hombre hubiera disfrutado de semejante vida durante tantos años, se habría reconciliado con su desfiguramiento. Por ser un contratista del edificio de la Ópera tuvo que presidir muchas reuniones de negocios, hablar con los arquitectos, negociar con subcontratistas y obreros. ¿Por qué demonios decidió exiliarse bajo tierra? ¿Por qué no podía mirar a la cara a los demás miembros de la raza humana? Un hombre como éste, con su astucia e inteligencia habría ganado una buena cantidad de dinero gracias a su trabajo de contratista, y después se hubiera retirado a la comodidad de su casa de campo, para vivir el resto de sus días en un aislamiento voluntario, atendido tal vez por mayordomo inmune a su fealdad.

El único paso lógico que puede tomar un analista moderno, como ya ha hecho Andrew Lloyd Webber con el musical, es desechar en su totalidad las declaraciones y alegaciones del Persa, sobre todo al negar validez a las

aseveraciones de éste y de Leroux en el sentido de que el fantasma murió poco después de los acontecimientos narrados. El camino más sensato a seguir es volver a lo básico y a los aquellas cosas que podemos saber o deducir a partir de la lógica. Son las siguientes: Que en algún momento de la década de 1880 un pobre desfigurado, para huir del contacto con una sociedad que, en su opinión, le odiaba y vilipendiaba, buscara refugio y se instalara en el laberinto de sótanos y salas de almacenaje situados bajo la Ópera de París, no es una idea tan descabellada. Hay prisioneros que han sobrevivido muchos a años en mazmorras subterráneas, pero siete pisos diseminados a lo ancho de una hectárea y media no constituyen un recinto muy confinado. Hasta las secciones subterráneas de la Ópera (y cuando el edificio se vaciaba por completo, él podía vagar por los niveles superiores sin que nadie le molestara) son como una pequeña ciudad, con todo lo necesario para sobrevivir sin excesivas dificultades. Que a lo largo de los años empezaran a circular rumores, entre el personal impresionable y crédulo, de que se extraviaban demasiadas cosas, y de que en alguna ocasión se había sorprendido a una figura tenebrosa antes de huir hacia la oscuridad, tampoco es una tontería. Tales rumores su abundan en edificios tenebrosos. Que en 1893 sucedió algo extraño que puso fin al reino del fantasma. Al mirar desde un palco cercano al escenario, como estaba acostumbrado a hacer, distinguió a una encantadora joven suplente y se enamoró irremediablemente de ella. Autodidacta, después de escuchar durante años las más bellas voces de Europa, educó la voz de la joven hasta que una noche, en sustitución de la diva, puso a todo París en pie debido a la claridad y pureza de su canto. Una vez más, esto no es imposible, porque la fama de la noche a la mañana, gracias a la revelación de un talento soberbio pero hasta entonces insospechado, es el material de que están hechas las leyendas del mundo del espectáculo, y hay muchas. Que los acontecimientos terminaron en tragedia porque el fantasma creía que Christine le correspondería. Pero la cortejaba un apuesto y joven vizconde, Raoul de Chagny de quien ella se enamoró. Enloquecido por la rabia y los celos, el fantasma secuestró a la joven soprano en el mismísimo escenario de la Ópera, en plena representación, y la llevó a su santuario, el séptimo y más profundo nivel del catacumbas, junto a la orilla del lago subterráneo. Y allí, algo pasó entre ellos, aunque ignoramos qué. Entonces, apareció el joven vizconde con el propósito de rescatarla, pese al terror que le inspiraban la oscuridad cavernas. Pudiendo elegir, Christine se decantó por Adonis. El fantasma tuvo la oportunidad de matarles a dos, pero cuando empezó a irrumpir la muchedumbre ansiosa de venganza, con antorchas encendidas que iluminaban la oscuridad, perdonó la vida a ambos y desapareció en las últimas sombras.

Antes, sin embargo, ella le devolvió un anillo de oro que el fantasma le había entregado como prenda de su amor. Y dejó atrás, para que sus

perseguidores lo encontraran, un recuerdo burlón: una caja de música en forma de mono que tocaba una pieza titulada Masquerade. Ésta es la historia del musical de Lloyd Webber, y la única que tiene sentido. El fantasma, destrozado y rechazado de nuevo, se desvaneció y nunca más se oyó hablar de él. ¿ 0... sí?

1 LA CONFESIÓN DE ANTOINETTE GIRY

Hospicio de las Hermanas de la Caridad de la orden de San Vicente de Paúl, septiembre de 1906. Hay una grieta en el enlucido del techo, muy por encima de mi cabeza, y cerca de ella una araña está tejiendo su red. Es extraño pensar que la araña me sobrevivirá, que seguirá aquí cuando yo me haya ido, dentro de unas horas. Buena suerte, arañita, que tejas una tela para atrapar moscas con las que alimentar a tus bebés. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cómo es posible que yo, Antoinette Giry, de cincuenta y ocho años de edad, esté tendida en la cama de un hospicio consagrado al servicio de los habitantes de París, a cargo de las buenas hermanas, a punto de encontrarme con mi Hacedor? Creo que no he sido una persona muy buena, o al menos no tan buena como estas mojas que limpian sin cesar, ligadas por sus votos de pobreza, castidad, humildad y obediencia. Yo nunca lo habría conseguido. Tienen fe. Yo nunca pude tener esa fe. ¿Ha llegado ya el momento de que aprenda? Es probable. Porque me iré antes de que el cielo nocturno abarque esa ventanita situada allí en lo alto, en el límite de mi visión. Estoy aquí, supongo, porque me quedé sin dinero. Casi, al menos. Debajo de la almohada hay una bolsa cuya existencia nadie conoce, pero es para un propósito especial. Hace cuarenta años yo era bailarina, delgada, joven y hermosa, o eso decían los chicos, cuando venían a la entrada de artistas. Y ellos también eran guapos, con aquellos cuerpos jóvenes, limpios, perfumados y firmes, que podían dar y tomar tanto placer. El más guapo de todos era Lucien. Todas en el coro le llamaban Lucien le Bel, y su cara conseguía que el corazón de las chicas retumbara como un tambor. Me llevó un domingo soleado al Bois de Boulogne y se me declaró, hincando una rodilla, como debe ser, y yo le acepté. Un año después, los cañones prusianos le mataron en Sedan. Ya no quise volver a casarme durante mucho tiempo, casi diez años, mientras bailaba en el ballet.

Tenía veintiocho años cuando terminó mi carrera de bailarina. Para empezar, había conocido a Jules, contrajimos matrimonio y quedé embarazada de Meg. Para ser más concreta, estaba perdiendo mi agilidad, yo, la bailarina más veterana del coro, que luchaba cada día por conservarme delgada y flexible. Pero el director, un hombre todo corazón, fue muy bueno conmigo. La directora del coro se iba a retirar. Dijo que yo tenía experiencia y no deseaba buscar fuera de la Ópera a su sucesora. Me nombró Maîtresse du Corps de Ballet. En cuanto Meg nació y la puse al cuidado de una niñera, afronté mis responsabilidades. Fue en 1876, un año

después de la inauguración del nuevo y magnífico teatro de la Ópera. Por fin nos librábamos del hacinamiento en que vivíamos en la rue Le Peletier, la guerra había terminado, los daños sufridos por mi amado París habían sido reparados y vivíamos felices. Ahora la llaman la Belle Époque, y en verdad fue bella. Ni siquiera me importó cuando Jules conoció a su obesa amiga belga y se fugó a las Ardenas. De buena me libré. Al menos tenía un trabajo, que era más de lo que él podía decir. Ganaba lo suficiente para pagar mi pequeño apartamento, criar a Me, y contemplar cada noche a mis chicas, que deleitaban a todas las testas coronadas de Europa. Me pregunto qué fue de Jules. Ya es demasiado tarde para empezar a investigar. ¿Y Meg? Bailarina de ballet y corista como su madre (al menos pude hacer eso por ella), hasta la espantosa caída de hace diez años, que le dejó la rodilla derecha rígida para siempre. Incluso entonces tuvo suerte, debido en parte a mi intervención. Ayuda de cámara y doncella personal de la diva más grande de Europa, Christine de Chagny. Bien, pasando por alto a Melba, esa australiana grosera, ¿dónde estará Meg ahora? En Milán, Roma, Madrid. Donde cante la diva. Y pensar que estaba acostumbrada a gritar a la vizcondesa de Chagny para que prestara atención y no se saliera de la línea. ¿Que estoy haciendo aquí, esperando una tumba demasiado temprana? Bien, me jubilé hace ocho años, cuando cumplí los cincuenta. Se portaron muy bien conmigo. Los discursos habituales, llenos de lugares comunes. Y una generosa bonificación por mis veintidós años de directora. Lo suficiente para ir tirando. Más unas cuantas clases particulares para las hijas, increíblemente torpes, de los ricos. No era mucho, pero sí suficiente. Y unos ahorritos. Hasta la primavera pasada. Fue cuando empezaron los dolores, al principio ocasionales, pero repentinos y agudos, en el bajo vientre. Me dieron bismuto para la indigestión y me cobraron una pequeña fortuna. Yo no sabía que llevaba en mi interior al cangrejo de acero, que hundía sus grandes garras en mí y crecía mientras se alimentaba. No lo supe hasta Julio. Para entonces fue demasiado tarde. Por eso estoy acostada aquí intentando no llorar de dolor, a la espera de la siguiente cucharada de la diosa blanca, el polvillo procedente de amapolas de Oriente. Ya no tendré que esperar mucho más al sueño eterno. Ni siquiera estoy asustada. ¿Será Él misericordioso conmigo? Eso espero, seguro que eliminará el dolor. Me remonto al pasado y veo a todas aquellas chicas a las que enseñaba, mi hermosa Meg, con su rodilla rígida a la espera de encontrar a su hombre. Confío en que encuentre a uno que sea bueno. Y también pienso en mis hijos, por supuesto, mis dos adorables y trágicos hijos. Sobre todo, pienso en ellos. -Señora, el abad está aquí. -Gracias, hermana. No veo muy bien. ¿Dónde está? -Estoy aquí, hija mía, soy el padre Sebastián. A tu lado. ¿Sientes mi mano sobre tu brazo? -Sí, padre.

-Deberías reconciliarte con Dios, ma fille. Estoy parado para escuchar tu confesión. -Ha llegado el momento. Perdóneme, padre, por que he pecado. -Dime, hija mía. No ocultes nada. -Hace mucho tiempo, en el año 1882, hice algo que cambió muchas vidas. Actué guiada por impulsos y motivos que consideré buenos. Yo tenía treinta y cuatro , era la directora del cuerpo de ballet de la Ópera de París. Estaba casada, pero mi marido me había abandonado por otra mujer. -Has de perdonarles, hija mía. El perdón es parte de la penitencia. -Oh, sí, padre. Hace mucho tiempo que les perdoné. Pero tenía una hija, Meg, que sólo contaba seis años. Había un parque de atracciones en Neuilly, y la llevé un domingo. Había tiovivos, motores de vapor y monos amaestrados que recogían céntimos para el hombre del organillo. Meg nunca había visto un parque de atracciones. También había un espectáculo de fenómenos de feria. Una hilera de tiendas con carteles que anunciaban al hombre más fuerte del mundo, los enanos acróbatas, un hombre tan cubierto de tatuajes que no quedaba ni un centímetro de su piel visible, un negro de dientes puntiagudos con la nariz atravesada por un hueso, la mujer barbuda... “Al final de la hilera había una especie de jaula sobre ruedas, con los barrotes espaciados entre sí casi treinta centímetros, y el suelo cubierto de paja sucia y apestosa. Pese al sol, el interior de la jaula no se veía bien, de modo que miré para ver al animal que albergaba. Oí un tintineo de cadenas y vi algo acurrucado en la paja. Entonces, apareció un hombre. “Era grande y corpulento, con una cara grotesca y roja. Llevaba una bandeja sujeta por una cinta que colgaba de su cuello. Contenía boñigas de caballo, que había recogido del establo de los ponis, y trozos de fruta podrida. “Pruebe, señora", dijo, "a ver sí le da al monstruo. Un céntimo por lanzamiento". Después, se volvió hacia la jaula y gritó: "Ven, acércate o cobrarás." Las cadenas tintinearon de nuevo, y algo más animal que humano se arrastró hacia la luz, más cerca de los barrotes. “Comprobé que en verdad se trataba de un ser humano, aunque costaba reconocerlo. Un varón harapiento y sucio, que masticaba un trozo de manzana. Al parecer, vivía de lo que la gente le echaba. Había basura y heces pegadas a su cuerpo delgado. Tenía esposas en torno a las muñecas y los tobillos, y el acero se había hundido en su carne hasta dejar heridas abiertas, en las que se retorcían los gusanos. Pero fueron la cara y la cabeza lo que provocaron que Meg estallara en llanto. “El cráneo y, la cara estaban deformados de forma atroz, y el primero sólo albergaba algunos mechones de pelo sucio. Todo un lado de la cara estaba deformado, como si martillo monstruoso le hubiera golpeado mucho tiempo atrás, y la piel de su rostro se veía en carne viva, deforme, como cera de vela fundida. Los ojos estaban hundidos unas cuencas arrugadas y deformes. Sólo la mitad de la boca y una sección de la mandíbula habían escapado a la deformación, y hasta parecían normales.”

“Meg sostenía una manzana caramelizada. No sé por qué, pero se la cogí, me acerqué a los barrotes y la metí entre ellos. El hombre corpulento se enfureció y me acusó pretender despojarlo de su medio de subsistencia. No le hice caso y apreté la manzana caramelizada contra las manos mugrientas que esperaban detrás de los barrotes. Y miré a los ojos del monstruo deforme.” “Padre, hace treinta y cinco años, cuando el ballet fue clausurado durante la guerra franco-prusiana, yo estaba entre los que atendían a los heridos procedentes del frente. He visto hombres agonizantes, les he oído gritar de dolor, pero nunca he visto sufrimiento como el que transmitían aquellos ojos.” -El dolor forma parte de la condición humana, hija mía, pero lo que hiciste aquel día con la manzana caramelizada no fue un pecado, sino un acto de compasión. Debo escuchar tus pecados para darte la absolución. -Pero volví aquella noche y lo robé. -¿Cómo? -Fui al teatro de la Ópera antiguo, cogí una lima gruesa de la carpintería y una gran capa negra del guardarropa, alquilé un cabriolé y regresé a Neuilly. El campo del parque de atracciones estaba desierto a la luz de la luna. Los artistas dormían en sus carromatos. Los perros empezaron a ladrar, pero les arrojé pedazos de carne. Encontré la jaula, retiré la barra de hierro que la cerraba, abrí la puerta y le hablé a aquel ser en voz baja. “Estaba encadenado a una pared. Corté las cadenas de las muñecas y los tobillos y le insté a salir. Parecía aterrorizado, pero cuando me vio a la luz de la luna, salió arrastrándose y saltó al suelo. Le envolví en la capa, cubrí con la capucha aquella cabeza horrible y le guié hasta el carruaje. El cochero refunfuñó al percibir el olor pestilente, pero le di una buena propina y nos condujo hasta mi piso, situado detrás de la rue Le Peletier. ¿Llevármelo fue un pecado? -Fue un delito contra la ley, eso es seguro, hija mía. Pertenecía al propietario del parque, por brutal que fuera el hombre. En cuanto a una ofensa a Dios... No lo sé. Creo que no. -Hay más, padre. ¿Tiene tiempo? -Nos espera la eternidad, así que bien puedo dedicarte unos minutos más, pero recuerda que tal vez haya otros moribundos aquí que me necesiten.

-Le escondí en mi pequeño apartamento durante un mes, padre. Tomó un baño, el primero de su vida, y luego otros y muchos más. Desinfecté las heridas abiertas y las vendé, para que se curaran poco a poco. Le di ropas de mi marido y comida, para que recobrara la salud. También por primera vez en su vida durmió en una cama de verdad, con sábanas. Meg se vino a dormir conmigo, porque el hombre la aterrorizaba. Descubrí que él también se paralizaba de miedo si alguien se acercaba a la puerta, y huía para esconderse debajo de la escalera. Descubrí asimismo que sabía hablar, en

un francés con acento alsaciano, y a lo largo de aquel mes me relató lentamente su historia. “Se llamaba Erik Muhlheim, y nació hace justo cuarenta años. Alsacia era entonces francesa, pero Alemania no tardó en anexionarla. Era el hijo único de una familia de artitas de circo, que vivía en una carreta y viajaba sin cesar ciudad en ciudad.” “Me explicó que, cuando era pequeño, había averiguado las circunstancias de su nacimiento. La comadrona había chillado al ver el diminuto niño que salía al mundo porque ya entonces estaba horriblemente desfigurado. Tendió el cuerpecito a la madre y salió corriendo, mientras gritaba (mujer estúpida) que había dado a luz al diablo.” “Así llegó el pobre Erik, destinado desde la cuna a ser odiado y rechazado por gente convencida de que la fealdad es la expresión externa del pecado.” “Su padre era el carpintero, mecánico y factótum del circo. Verle trabajar fue lo que desarrolló el talento de Erik para fabricar lo que fuera valiéndose de herramientas y de sus manos. Fue en las casetas donde observó las técnicas del ilusionismo, con espejos, trampillas y pasadizos secretos que más tarde, cuando viviera en París, desempeñarían un papel importante.” “Pero su padre era un bruto borrachín que azotaba al niño constantemente, con excusa o sin ella, y su madre una inútil que se sentaba en un rincón y lloraba. Como el dolor y las lágrimas habían sido la constante de su joven vida, intentaba evitar el carromato y dormía sobre la paja con los animales del circo, en especial los caballos. Tenía siete años, y pasaba las noches en los establos, hasta que la carpa se incendió.” “El fuego puso fin al circo. Los empleados y artistas se dispersaron en busca de nuevas oportunidades. El padre de Erik, sin trabajo, se dedicó a beber sin freno. Su madre huyó y encontró trabajo de criada en la cercana Estrasburgo. Cuando se quedó sin dinero para la bebida, su padre vendió al niño al dueño de un espectáculo de fenómenos de feria que acertó a pasar por allí. Pasó nueve años en la jaula, acribillado a diario con excrementos y basura para diversión de la chusma cruel. Tenía dieciséis años cuando le encontré. -Un relato penosísimo, hija mia, pero ¿qué tiene que ver con tus pecados mortales? -Paciencia, padre. Escúcheme bien y lo comprenderá, porque nadie en este mundo ha sabido jamás la verdad. Escondí a Erik en mi apartamento durante un mes, pero no podía seguir así. Había vecinos, visitantes. Una noche le llevé a mi puesto de trabajo, la Ópera, y encontró su nuevo hogar.

“Por fin había encontrado refugio, un escondite donde nunca nadie podría encontrarle. Pese a su terror a las llamas, cogió una antorcha y bajó hasta los sótanos inferiores donde la oscuridad ocultaría su terrible cara. Con madera y herramientas del taller de carpintería construyó su casa junto a la orilla del lago. La amuebló con piezas del departamento de utilería, y telas

procedentes de guardarropía. De madrugada, cuando todo estaba desierto, iba a la cantina en busca de comida, e incluso asaltaba la despensa del director, donde siempre había bocados exquisitos. Y leía.” “Se hizo con una llave de la biblioteca de la Ópera y pasó años dándose la educación que nunca había recibido. Noche tras noche, a la luz de una vela, devoraba los libros de la biblioteca, que es enorme. La mayor parte de las obras versaban sobre música y Ópera, por supuesto. Llegó a conocer todas las Óperas escritas y todas las notas de cada aria, Gracias a sus habilidades manuales, creó un laberinto de pasadizos secretos que sólo él conocía, y como mucho tiempo antes había practicado con los funámbulos del circo, era capaz de correr por los pasajes más elevados y angostos sin miedo. Vivió allí durante once años, y se convirtió en un hombre subterráneo. Los rumores no tardaron en esparcirse, claro está. Por las noches, desaparecía comida, ropa, velas, herramientas Unos empleados crédulos empezaron a hablar del fantasma de los sótanos, hasta que al final todo accidente sin importancia (muchas tareas son peligrosas tras las bambalinas) se achacaba al misterioso fantasma. Así nació y creció la leyenda. -Mon Dieu, pero si yo he oído hablar de esto. Diez años... No, han de ser más... Me llamaron para dar la extremaunción a un pobre desgraciado al que encontraron ahorcado. Alguien me dijo que el fantasma lo había hecho. -El hombre se llamaba Buquet, padre. Pero no fue Erik. Joseph Buquet pasaba por períodos de depresión, no cabe duda de que se quitó la vida. Al principio, agradecí los rumores, pues pensé que mantendrían a salvo a mi pobre hijo, pues así le consideraba, en su pequeño reino penumbras debajo de la Ópera, y tal vez habría sido así, hasta aquel horrible otoño del noventa y tres. Cometió una locura, padre. Se enamoró. Ella se llamaba Christine Daae. Es probable que hoy la conozca como la vizcondesa de Chagny. -Pero eso es imposible. No... Sí, la misma; entonces era una corista a mi cargo. Como bailarina no era muy buena, pero poseía una voz pura y cristalina. Le faltaba preparación. Erik había escuchado noche tras noche las mejores voces del mundo. Había estudiado los textos, sabía cómo debía prepararla. Cuando terminó, ella actuó en el papel principal una noche y por la mañana se había convertido en una estrella. Mi pobre, feo y exiliado Erik pensó que tal vez ella le correspondería, pero eso era imposible. Porque ella ya había encontrado a su elegido. Impulsado por la desesperación, Erik la secuestró una noche, en el mismísimo escenario, en mitad de la representación de la Ópera que había compuesto, Don Juan triunfante. Todo París se enteró de este escándalo, hasta un humilde sacerdote como yo. Asesinaron a un hombre.

-Sí, padre. El tenor Piangí. No era intención de Erik matarle, sólo hacer que se callara; pero el italiano se atragantó y murió. Fue el final, por

supuesto. Por casualidad, el jefe de policía se encontraba entre el público esa noche. Ordenó llamar a un centenar de gendarmes. Trajeron antorchas encendidas, y una muchedumbre sedienta de venganza descendió a los sótanos, hasta el mismo nivel del lago. Descubrieron la escalera secreta, los pasadizos, la casa junto al lago, y encontraron a Christine conmocionada y sin conocimiento. Estaba con su pretendiente, el joven vizconde de Chagny, el querido Raoul. Se la llevó y la consoló como sólo un hombre puede hacerlo, con brazos fuertes una y caricias tiernas. »Dos meses después, estaba embarazada. El vizconde se casó con ella, le concedió su apellido, su título, su amor y la alianza pertinente. El hijo nació en el verano del noventa y cuatro y le han educado juntos. Durante estos últimos años, ella se ha convertido en la diva más importante de Europa. -Nunca encontraron a Erik, ¿verdad, hija mía? Creo recordar que no descubrieron ni rastro del fantasma. -No, padre, nunca le encontraron. Pero yo sí. Volví desolada al pequeño despacho que tenía detrás de la sala del coro. Cuando aparté la cortina que ocultaba el nicho de mi ropero, le vi allí, con la máscara que siempre llevaba puesta, incluso cuando se hallaba a solas, arrugada en su mano acurrucado en la oscuridad como hacía once años atrás bajo las escaleras de mi apartamento. -Y se lo contaste a la policía, claro está... -No, padre, no lo hice. Aún era mi hijo, uno de mis dos hijos. No podía entregarle a las turbas. Cogí un sombrero de mujer, un velo opaco, una capa larga... Salimos a la calle juntos, como dos mujeres que pasearan por la noche. Había cientos más. Nadie reparó en nosotros. Le escondí durante tres meses en mi apartamento, a un kilómetro de distancia, pero los pasquines de "Se busca” estaban por todas partes. Habían puesto precio a su cabeza. Tenía que abandonar París, abandonar Francia. -Tú le ayudaste a escapar, hija mía. Eso fue un delito y un pecado. -Pues pagaré por ello, padre. Ya falta poco. Aquel invierno era muy duro y frío. Descarté coger un tren. Alquilo cuatro caballos y un carruaje cerrado. Fuimos a Le Havre. Una vez allí, le dejé escondido en una pensión barata, mientras yo exploraba los muelles y sus bares miserables. Por fin, encontré a un capitán de la marina mercante, patrón un pequeño carguero que zarpaba rumbo a Nueva York. Aceptó el soborno sin hacer preguntas. Una noche de mediados de enero de 1894, me detuve al final del muelle más largo y vi las luces de popa del carguero desvanecerse en oscuridad, rumbo al Nuevo Mundo. Dígame, padre, ¿hay alguien más con nosotros? No veo, pero noto que hay alguien. -Pues sí, hay un hombre que acaba de entrar. -Soy Armand Dufour, señora. Una novicia vino a mi domicilio y dijo que me necesitaban aquí. -¿Es usted notario?

-Sí, señora. -Señor Dufour, deseo que busque debajo de mi almohada. Lo haría yo misma, pero estoy demasiado débil. Gracias. ¿Qué ha encontrado? -Pues una especie de carta, dentro de un sobre de papel manila. Y una bolsita de gamuza. -Quiero que coja pluma y tinta y firme sobre la tapa cerrada que esta carta le ha sido entregada en el día de hoy, y no ha sido abierta por usted ni por nadie más. -Te pido que te apresures, hija mía. Aún no hemos terminado. -Paciencia, padre. Sé que me queda poco tiempo, pero después de tantos años de silencio debo esforzarme por atar todos los cabos sueltos. ¿Ha terminado, señor notario? -Acabo de escribir lo que me ha solicitado, señora. -¿Qué hay en el anverso del sobre? -Veo, seguramente escritas por su mano, las palabras: «Señor Erik Muhlheim, Nueva York.» -¿Y la bolsita de gamuza? -La tengo en la mano. -Ábrala, por favor. -Nom d´un chien! Napoleones de oro. No veo desde... -¿Son de curso legal todavía? -Desde luego, y muy valiosos. -En ese caso, deseo que los coja todos, así como la carta, vaya a Nueva York y la entregue. En persona. -¿En persona? ¿En Nueva York? Pero, señora, no suelo... Nunca he estado... -Por favor, señor notario. ¿Hay oro suficiente para ausentarse por cinco semanas de su despacho? -Más que suficiente, pero... -Hija mía, te es imposible saber si ese hombre sigue vivo -intervino el sacerdote. -Oh, habrá sobrevivido, padre. Siempre sobrevivirá. -Pero no tengo la dirección. ¿Dónde le busco? -preguntó el notario. -Pregunte, señor Dufour. Miré en los registros de inmigración. El apellido es bastante raro. Estará en algún sitio. Un hombre que lleva una máscara para ocultar su cara. -Muy bien, señora. Lo intentaré. Iré a Nueva York lo intentaré, pero no le garantizo el éxito. -Gracias. Dígame, padre, ¿me ha administrado una de las hermanas la cucharada de ese polvillo blanco? -Desde que he llegado yo no, hija mía. ¿Por qué? -Es extraño, pero el dolor ha desaparecido. Qué alivio tan hermoso, tan dulce. No distingo nada a los lados, pero veo una especie de túnel y un arco. Mi cuerpo sufría atroces dolores, pero ahora ya no me duele. Antes hacía mucho frío, pero ahora hace calor. -No se demore, señor abad. Nos está dejando.

-Gracias, hermana. Creo que sé cuál es mi deber. -Estoy caminando hacia el arco, hay luz al final. Una luz dulcísima. Oh, Lucien, ¿estás ahí? Ya voy, amor mío. -In nomíne patri, et filii, et Spíritus Sancti... -Deprisa, padre. -Ego te absolvo ab omnibus peccatis tuis. -Gracias, padre.

2 EL CÁNTICO DE ERIK MUHLHEIM

Suite de la azotea, torre E. M., Park Row, Manhattan, octubre de 1906 Cada día, sea verano o invierno, llueva o haga sol, me despierto pronto. Me visto y subo desde mis aposentos hasta esta pequeña terraza cuadrada que corona el pináculo del rascacielos más alto de Nueva York. Desde aquí, y dependiendo de en qué lado del cuadrado me sitúe puedo mirar hacia el oeste, al otro lado del río Hudson, hacia las tierras verdes de Nueva Jersey. 0 al norte, en dirección a las secciones media y alta de esta isla asombrosa, tan llena de riqueza y suciedad, extravagancia y pobreza, vicio y crimen. 0 al sur, hacía el mar abierto que conduce a Europa y el amargo camino que he recorrido. 0 al este, al otro lado del río hasta Brooklyn y, perdido en la bruma del mar, el lunático enclave llamado Coney Island, la fuente de mi riqueza. Y yo, que pasé siete años aterrorizado por un padre brutal, nueve encadenado en una jaula como un animal, once exiliado en los sótanos de la Ópera de París, y diez abriéndome camino desde los cobertizos de la bahía de Gravesend, donde se destripa el pescado, hasta esta eminencia, sé que ahora poseo riquezas y poder que ni siquiera Creso habría imaginado. Así que miro hacia esta enorme ciudad y pienso, cómo te odio y te desprecio, raza humana. Fue un viaje largo y duro el que me trajo aquí en los primeros días de 1894. Las tormentas azotaban el Atlántico. Permanecí acostado en mi litera, marcado a más no poder, gracias a que mi pasaje lo había pagado por adelantado la única persona bondadosa que he conocido. Soportaba las burlas y los insultos de los tripulantes, a sabiendas de que podían arrojarme por la borda si intentaba replicar, impulsado sólo por el odio y la rabia que sentía hacia todos ellos. Durante cuatro semanas surcamos el océano embravecido, hasta que una noche gélida de finales de enero el mar se calmó y anclamos en las radas que hay quince kilómetros al sur del extremo de la isla de Manhattan. Nada sabía de todo eso, salvo que habíamos llegado. A algún sitio. Oí decir a la tripulación, en su áspero acento bretón, que por la mañana remontaríamos el East Rive y amarraríamos para la inspección de aduanas. Sabía que me descubrirían de nuevo; indefenso, humillado, rechazado como cualquier inmigrante y devuelto al lugar de origen encadenado.

De madrugada, cuando todo el mundo dormía, incluido el ebrio vigía, cogí un chaleco salvavidas de la cubierta y me arrojé al mar helado. Había visto tenues luces que parpadeaban en las tinieblas, pero ignoraba si se

encontraban muy lejos. No obstante, empecé a impulsar mi cuerpo congelado hacia ellas, hasta llegar a una playa guijarros cubierta de escarcha. No lo sabía, pero mis primeros pasos en el Nuevo Mundo fueron en la playa de la bahía de Gravesend, Coney Island. Las luces que había visto procedían de lámparas de aceite que ardían en las ventanas de unas miserables cabañas alzadas fuera del alcance de la marea, y cuando me tambaleé hacia ellas y miré por los sucios cristales, vi filas de hombres encogidos que despellejaban y destripaban pescado recién sacado del agua. Al final de la hilera de cabañas había un espacio vacío en cuyo centro ardía una gran hoguera, rodeada por una docena de desgraciados que se calentaban el cuerpo. Medio muerto de frío, sabía que debía compartir aquel calor o moriría congelado. Caminé hasta la luz de la hoguera, noté la oleada de calor y les miré. Llevaba la máscara guardada entre mis ropas, y las llamas iluminaban mi cabeza y mi cara terribles. Se volvieron y me miraron. He reído muy pocas veces en mi vida. No he tenido motivos. Pero aquella noche, con aquella temperatura gélida, me reí por dentro a causa del alivio que experimenté. Me miraron... y no me hicieron caso. Por el motivo que fuera, todos presentaban deformaciones. Por pura casualidad había llegado al campamento nocturno de los Parias de la bahía de Gravesend, los desclasados que sólo podían ganarse miserablemente la vida destripando y, limpiando pescado, mientras los pescadores y la ciudad dormían. Dejaron que me secase y entrase en calor junto al fuego, y me preguntaron de dónde venía, aunque era evidente que había llegado del mar. Como había leído los textos de todas las Óperas inglesas, había aprendido algunas palabras de su idioma, y les conté que había huido de Francia. Daba igual, todos habían huido de un sitio u otro, perseguidos por la sociedad hasta aquel pozo de arena desolado. Me apodaron Franchute y dejaron que me uniera a ellos. Dormía en las cabañas sobre pilas de redes apestosas, trabajaba toda la noche por unos centavos, vivía de las sobras, helado y hambriento con frecuencia, pero a salvo de la ley sus cadenas y cárceles. Llegó la primavera y empecé a enterarme de lo que había al otro lado de la maraña de tojo y aulaga que separaba la aldea de pescadores del resto de Coney Island. Averigüé que toda la isla carecía de ley, o mejor, contaba con su propia ley. No había sido incorporada a la ciudad de Nueva York, que se alzaba al otro lado del estrecho y hasta hacia poco había sido gobernada por un tal John McKane, una mezcla de gángster y político, a quien acababan de detener Sin embargo, el legado de McKane sobrevivía en aquel isla lunática dedicada a parques de atracciones, burdeles, crimen, vicio y placer. Este último era el objetivo de lo burgueses de Nueva York que venían cada semana, y que antes de marchar gastaban fortunas en diversiones estúpidas preparadas para ellos por empresarios que poseían la capacidad de proporcionar esos placeres.

Al contrario que el resto de los Parias, que destripaba pescado durante toda su vida y nunca llegaban a más, debido a su estupidez congénita, yo

sabía que con astucia ingenio podría salir de aquellas cabañas y sacar una fortuna de los parques de atracciones, que entonces ya estaba planificando y construyendo a lo largo de la isla. Pero ¿Cómo? Primero, al amparo de la oscuridad me deslicé en la ciudad y robé ropa, ropa buena, de hilos de tender y casas desiertas de la playa. Después, cogí madera de las obras y construí una cabaña mejor. Pero con mi cara no podía moverme a plena luz del sol en aquella sociedad brutal y sin ley, donde los turistas se dejaban fortunas cada semana. Se nos unió un nuevo elemento, un muchacho de apenas diecisiete años, diez menos que yo, aunque aparenta muchos más. Al contrario que la mayoría, no exhibía cicatrices ni deformaciones, sino un rostro pálido como el hueso y unos ojos negros e inexpresivos. Venía de Malta y no carecía de educación, pues había asistido a un colegio de sacerdotes católicos. Hablaba inglés con fluidez, sabía latín y griego, y no poseía el menor escrúpulo. Estaba aquí porque, impulsado por la rabia que habían provocado en él las interminables penitencias infligidas por los curas, había cogido un cuchillo de cocina y matado a su preceptor. Huyó desde Malta a la costa de Berbería, sirvió un tiempo como chico de placer en una casa de sodomía, y después se embarcó de polizón en un barco que, por casualidad, se dirigía a Nueva York. Pero su cabeza aún tenía un precio, de modo que esquivó el filtro de inmigración en Ellis Island y así apareció en la bahía de Gravesend. Necesitaba una tapadera que me sustituyera de día, y para eso debía echar mano de mi ingenio y mis habilidades si pretendía que saliésemos de aquel agujero. Se convirtió en mi subordinado y representante en todo, y Juntos hemos ascendido desde aquellas miserables cabañas hasta la riqueza y el poder sobre la mitad de Nueva York y mucho más allí. Hasta hoy, sólo le conozco como Darius. Pero si yo le enseñé, él también me enseñó, me convenció de que abandonara mis viejas y estúpidas creencias y adorara a un solo dios verdadero, el Gran Amo que nunca me ha decepcionado. El problema de poder desplazarme a la luz del día tuvo una solución sencilla. En el verano de 1894, con los ahorros que me había procurado el trabajo de limpiar pescado, pedí aun artesano que me construyera una mascara de látex que me cubriera toda la cabeza, con agujeros para los ojos y la boca, Era la máscara de un payaso, con nariz roja y bulbosa y una gran sonrisa desdentada. Con una chaqueta y unos pantalones abombados podía pasearme por los parques de atracciones sin despertar sospechas. Algunas personas, cuando iban acompañadas de sus hijos, hasta saludaban y sonreían. El disfraz de payaso fue mi pasaporte al mundo de la luz. Durante dos años nos limitamos a ganar dinero. He olvidado cuántos fraudes y estafas inventé.

Los más sencillos eran con frecuencia los mejores. Descubrí que, cada fin de semana, los turistas enviaban doscientas cincuenta mil postales desde Coney Island. Casi todos buscaban un sitio donde comprar sellos. Adquirí postales por un centavo, estampé las palabras FRANQUEO PAGADO en ellas y las vendí por dos. Los turistas eran felices. Ignoraban que, de todos

modos, el franqueo era gratuito. Pero yo quería más, mucho más. Intuía que se avecinaban buenos tiempos para los espectáculos de masas, que nos íbamos a hacer ricos. En aquel año y medio sólo padecí un revés, pero grave, Una noche, cuando volvía a las cabañas con una bolsa llena de dólares, cuatro atracadores armados con porras y puños de hierro me tendieron una emboscada. Si se hubieran limitado a robarme el dinero habría sido grave, pero no peligroso. Sin embargo, me arrancaron la máscara de payaso, vieron mi cara y me dieron una paliza de muerte. Tuve que pasar un mes tendido en mi jergón hasta que pude volver a caminar. Desde entonces, siempre llevo encima un pequeño Colt Derringer, porque jure que nadie volvería a hacerme daño impunemente. En invierno me hablaron de un hombre llamado Paul Boyton. Pensaba abrir el primer parque de atracciones cubierto de la isla, capaz de funcionar en todas las estaciones del año. Ordené a Darius que concertara una cita con él y se presentara como un diseñador dotado de genio y recién llegado de Europa. El truco funcionó. Boyton encargó una serie de seis atracciones para su nuevo negocio. Yo las diseñé, por supuesto, y utilicé el engaño, la ilusión óptica y mi habilidad con los ingenios mecánicos para crear sensaciones de miedo y asombro entre los turistas, que se sintieron encantados. Boyton abrió Sea Lion Park en 1895, y la gente acudió en masa. Boyton quería pagar a Darlus por sus inventos, pero yo se lo impedí. A cambio, exigí diez centavos por cada dólar ganado en aquellas seis atracciones, durante un período de diez años. Boyton había invertido todo cuanto poseía en el parque, y estaba muy endeudado. Al cabo de un mes, aquellas atracciones, controladas por Darius, nos proporcionaban cien dólares a la semana sólo a nosotros dos. Pero se avecinaba mucho más. El sucesor del mandamás político McKane era un agitador pelirrojo llamado George Tilyou. Él también quería abrir un parque de atracciones. Indiferente a la rabia de Boyton, que no pudo oponerse, diseñé atracciones incluso más ingeniosas para el negocio de Tilyou, pidiendo, nuevamente, un porcentaje sobre los beneficios. El Steeplechase Park abrió en 1897 y empezó a proporcionarnos mil dólares al día. Para entonces, ya habla comprado una agradable casita cerca de Manhattan Beach, a la que me había trasladado a vivir. Había pocos vecinos, que en su mayoría sólo aparecían los fines de semana, cuando yo me dedicaba a pasear entre los turistas vestido de payaso.

Había frecuentes torneos de boxeo en Coney Island, donde los burgueses millonarios, que llegaban en el nuevo tren elevado desde el puente de Brooklyn hasta el hotel Manhattan Beach, apostaban cantidades muy elevadas. Yo miraba pero no jugaba, convencido de que casi todos los combates estaban amañados. El juego era ilegal en Nueva York y Brooklyn, y de hecho en todo el estado de Nueva York, pero en Coney Island, el último puesto de avanzada de la Frontera del Crimen, enormes sumas cambiaban de manos cuando los corredores de apuestas cogían el dinero de los jugadores. En 1899, Jim Jeffries desafió a Bob Fitzsimmons por el título de

campeón del mundo de pesado... en Coney Island. Nuestra fortuna conjunta era doscientos cincuenta mil dólares, y yo tenía la intención de apostarla toda a favor del aspirante, Jeffries, que partía con escasas posibilidades. Darius casi enloqueció de rabia hasta que le expliqué la idea. Había observado que, entre asalto y asalto, los boxeadores casi siempre tomaban un largo trago de agua de una botella, y que a veces, pero no siempre, la escupían. Siguiendo mis instrucciones, Darius, que se hacia pasar por periodista deportivo, cambió la botella de Fitzsimmons por una que contenía cierta cantidad de un sedante. Jeffries le dejó sin sentido. Gané un millón de dólares. Aquel mismo año, unos meses después, Jeffries defendió su título contra Sailor Tom Sharkey en el Coney Island Athlectic Club. Llevé a cabo el mismo truco, con idéntico resulta Pobre Sharkey. Nos embolsamos dos millones. Había llegado el momento de mudarse a la parte alta de la isla y de cambiar la orientación del negocio, porque me había dedicado a estudiar los entresijos de un parque de atracciones aún más salvaje e incontrolado, que nos permitiera ganar dinero: la Bolsa de Nueva York. Pero aún teníamos que dar un último golpe en Coney Island. Dos buscavidas llamados Frederic Thompson y Skip Dundy iban desesperados por abrir un tercero, y aún grande, parque de atracciones. El primero era un ingeniero alcohólico y el segundo un financiero tartamudo, y tan urgente era su necesidad de dinero en metálico que ya se habían empeñado en los bancos por más de lo que poseían. Yo había ordenado a Darius que creara una empresa “de paja” un monte de piedad que les dejó estupefactos cuando les ofreció un préstamo sin garantías a interés cero. A cambio, E. M. Corporation quería el diez por ciento de las ganancias brutas del Luna Park durante una década. Accedieron. No tenían otro remedio: o eso, o la bancarrota con un parque de atracciones a medio terminar. El Luna Park abrió el 2 de mayo de 1903. A las nueve de la mañana, Thompson y Dundy estaban arruinados. Al anochecer, habían pagado todas sus deudas..., excepto la mía. Al cabo de cuatro meses, el Luna Park había ganado cinco millones de dólares. Se estabilizó en un millón al mes, y todavía sigue así. Para entonces, ya nos habíamos mudado a Manhattan. Empecé en una modesta casa de piedra de color pardo rojizo, y pasaba dentro casi todo el tiempo, porque el disfraz de payaso ya no me servía. Darius se incorporó a la Bolsa como mi representante y siguió mis instrucciones. Pronto quedó claro que en aquel asombroso país todo estaba en auge. Se suscribían de inmediato nuevas ideas y proyectos, siempre que se vendieran con habilidad. La expansión económica había alcanzado una velocidad demencial, siempre hacia el oeste. Cada nueva industria necesitaba materias primas, además de barcos y trenes que les entregaran y transportaran el producto a los mercados.

Durante los años que había pasado en Coney lsland, millones de inmigrantes habían llegado de todas partes. El Lower East Side, casi debajo de mi terraza, era y sigue siendo una inmensa caldera hirviente de todas las razas y credos, que viven codo con codo en la pobreza, la violencia, el vicio

y el crimen. A tan sólo un kilómetro y medio de distancia, los millonarios tienen sus mansiones, sus carruajes y su amado edificio de la Ópera. En 1903, tras algunos contratiempos, había llegado a dominar las interioridades del mercado de valores, y averiguado cómo habían amasado sus fortunas algunos gigantes por ejemplo, Pierpoint Morgan. Al igual que ellos, invertí en carbón en el oeste de Virginia, en acero en Pittsburgh, en trenes a Nuevo México, en embarques desde Savannah a Boston vía Baltimore, en plata en Texas y en bienes raíces en toda la isla de Manhattan. Pero llegué a ser mejor y más implacable que ellos, gracias a mi adoración al único dios verdadero, hacia el que Darius me condujo. Porque es Mammón, el dios del oro, que no sabe de piedad, de caridad, de compasión ni de escrúpulos. No hay viuda, hijo o mendigo que no pueda ser pisoteado y aplastado por unas cuantas pepitas más del precioso metal que tanto complace al Amo. Con el oro viene el poder, y con el poder más oro aún, en un glorioso ciclo que conquista el mundo. En todas las cosas sigo siendo el amo y superior de Darius. En todas, excepto en una jamás fue creado en este planeta hombre más frío o cruel. Un ser con el alma más muerta jamás ha pisado la tierra. En esto me sobrepasa. Y no obstante ello tiene una debilidad. Sólo una. Cierta noche, intrigado por sus raras ausencias, ordené que le siguieran. Fue a un cuchitril de la comunidad árabe y tomó hachís hasta entrar en una especie de trance. Al parecer, es su única debilidad. Al principio, pensé que podíamos ser amigos, pero he comprendido que sólo tiene uno. Su adoración al oro consume día y noche, y permanece conmigo y me guarda lealtad sólo porque puedo proporcionárselo en ingentes cantidades. En 1903 contaba con el suficiente para iniciar la construcción del rascacielos más alto de Nueva York, la torre E. M., en un solar disponible de Park Row. Se terminó en 1904. Son cuarenta pisos de acero, hormigón, granito y cristal. Y lo mejor es que los treinta y siete pisos que hay debajo de mí lo han pagado todo, y el valor se ha doblado. Eso deja una suite para el personal de la empresa, conectado por teléfono y cinta de teleimpresor a los mercados; un piso arriba, cuya mitad es el apartamento de Darius y la otra mitad la sala de juntas de la empresa; y en lo más alto, mi apartamento, con la terraza que domina todo lo que veo, al tiempo que asegura que nadie pueda verme. De modo que mi jaula sobre ruedas, mis oscuros sótanos, se han transformado en un nido de águilas donde puedo pasear con el rostro al descubierto sin que nadie vea mis facciones malditas, salvo las gaviotas y el viento del sur. Y desde aquí hasta puedo contemplar el tejado, por fin terminado y reluciente, del único proyecto que no ha sido dedicado a ganar dinero, sino a obtener venganza.

A lo lejos, en la calle 34 Oeste, se alza el recientemente terminado teatro de la Ópera de Manhattan, el rival que acabará con la primacía del altivo Metropolitan. Cuando vine aquí, quise ver ópera de nuevo, pero para ello necesitaba un palco protegido por cortinas y biombos en el Met. Su comité, dominado por la señora Astor y sus compinches de clase, los

malditos Cuatrocientos, exigieron que me presentara en persona a una entrevista. Era imposible, por supuesto. Envié a Darius, pero se negaron a aceptarle, y ex¡gieron verme en persona, cara a cara. Pagarán por ese insulto. Porque descubrí a otro amante de la ópera que había sido rechazado: Oscar Hammerstein, que ya había inaugurado un teatro lírico y había fracasado en el intento, estaba financiando y diseñando uno nuevo. Yo me convertí en su socio invisible. Abrirá sus puertas en diciembre y humillará al Met. No se ha reparado en gastos. El gran Gonci será la estrella, pero lo más importante es que Melba, sí, Melba en persona, vendrá a cantar. En estos momentos, Hammerstein se encuentra en el Grand Hotel construido por Garnier en el boulevard des Capucines de París, gastando mi dinero para traerla a Nueva York. Una hazaña sin precedentes. Conseguiré que esos snobs, los Vanderbilt, Rockefeller, Whitney, Gould, Astor y Morgan se arrastren antes de escuchar a la gran Melba. En cuanto al resto, miro hacia afuera y hacia abajo. Sí y hacia atrás. Una vida de dolor y rechazo, de miedo y odio. La soledad más absoluta. Sólo una persona me trato con bondad, me llevó de una jaula a un sótano, y después a un barco, mientras los demás me perseguían como a un zorro sin resuello. Fue para mí como la madre que apenas tuve o conocí. Y otra, a la que amé, pero no podía amarme. ¿También me desprecias por eso, raza humana, porque no conseguí que una mujer me amara como hombre? Pero hubo un momento, un breve espacio de tiempo, como “la ardiente y dulce hora” del asno de Chesterton, en que pensé que podría amarme... Cenizas, pavesas, nada. No pudo ser. Nunca lo será. Así que sólo puede existir el otro amor la devoción al Amo que jamás me decepciona. Y le adoraré toda mi vida.

3 LA DESESPERACIÓN DE ARMAND DUFOUR

Broadway, Nueva York, octubre de 1906 Odio esta ciudad. Nunca tendría que haber venido. ¿Por qué demonios lo hice? Para satisfacer el deseo de una mujer que agonizaba en Paris, y que, por lo que yo sé, podría estar mal de la cabeza. Y por una bolsa de napoleones de oro, por supuesto. No debería haberlos aceptado. ¿Dónde está el hombre al que debo entregar una carta absurda? Lo único que pudo decirme el padre Sebastián es que está horriblemente desfigurado y, en consecuencia, no habrá pasado inadvertido. Pero sucede lo contrario: es invisible. Cada vez estoy más seguro de que no llegó aquí. No cabe duda de que las autoridades de Ellis Island le negaron la entrada. Me personé allí. Menudo caos. Da la impresión de que todos los pobres y desposeídos del mundo vienen a este país, y la mayoría se queda en esta inmunda ciudad. Nunca he visto tantos desgraciados. Columnas de refugiados harapientos, malolientes, incluso infestados de piojos tras haber viajado en bodegas nauseabundas, que se aferran a fardos andrajosos con todas sus posesiones terrenales y forman filas interminables entre los destartalados edificios de esta isla sin esperanza. En la otra isla, se yergue sobre ellos la estatua que les regalamos. La mujer de la antorcha. Tendríamos que haber dicho a Bartholdi que la maldita estatua debía quedarse en Francia, y que les hubiera dado a los yanquis otra cosa. Por ejemplo, una buena colección de diccionarios Larousse, para que aprendieran un idioma civilizado. Pero tuvimos que regalarles algo simbólico. Ahora, lo han convertido en un imán para todos los pelagatos de Europa y de otros lugares más alejados, que afluyen como moscas en busca de una vida mejor. Quelle blague! Esto yanquis están locos. ¿Cómo esperan construir una nación si dejan entrar a semejante gentuza? Los desechos de todo los países, entre la bahía de Bantry y Brest-Litovsk, desde Trondheim a Taormina. ¿Qué esperan? ¿Forjar una nación rica y poderosa a partir de esta canalla? Fui a ver al responsable de Inmigración. Gracias a Dios tenía a mano un intérprete de francés, pero confirmó que si bien rechazaban a muy pocos, el permiso de entrada era denegado a los enfermos y deformes, de manera que mi hombre debía encontrarse entre ese grupo. Aunque hubiera conseguido entrar, han transcurrido doce años. Podría encontrarse en cualquier rincón del país, y cinco mil kilómetros separan la costa este de la oeste. Recurrí a las autoridades de la ciudad, pero me indicaron que había cinco distritos electorales, sin apenas estadísticas de empadronamiento. El hombre podía estar Brooklyn, Queens, Bronx, Staten Island... No tuve otro remedio que quedarme en Manhattan y buscar a este fugitivo de la justicia. ¡Menuda tarea para un buen francés!

En los registros del Ayuntamiento aparecen doce Muhlheim, y he probado con todos. Si su apellido fuera Smith, ya habría regresado a casa. Aquí hay muchos teléfonos, una lista de sus propietarios, pero Erik Muhlheim

no consta entre ellos. He preguntado a las autoridades de Hacienda, pero han contestado que sus registros eran confidenciales. Con la policía me fue mejor. Encontré a un sargento irlandés que se prestó a investigar por unos honorarios. Sé muy bien que los malditos «honorarios» fueron a parar a sus bolsillos. No obstante, me informó de que ningún Muhlheim se había metido en líos con la policía, pero que tenía media docena de Müller, por si me servía de algo. Imbécil. Hay un circo en Long Island, y fui a verlo. Otro fracaso. Probé en un gran hospital llamado Bellevue, pero no tienen antecedentes de un hombre tan deforme que se hubiera presentado en busca de tratamiento. No se me ocurre a qué otro sitio ir. Me hospedo en un hotel modesto, situado en las calles que dan a espaldas de este gran boulevard. Como sus horribles guisotes y bebo su nauseabunda cerveza. Duermo en un jergón estrecho y añoro mi apartamento de la Île Saint Louis, cálido y confortable, y el contacto de las nalgas firmes de la señora Dufour. Cada vez hace más frío y se me esta acabando el dinero. Quiero regresar a mi amado París, a una ciudad civilizada donde la gente pasee en lugar de correr por todas partes, a un lugar donde los carruajes se lazan a una velocidad relajante, en lugar de circular a velocidad propia de locos, y los tranvías no constituyen un peligro para la vida. Por si esto fuera poco, pensaba que sabía hablar algunas palabras de la pérfida lengua de Shakespeare, porque he visto a los lores que vienen a las carreras de Auteuil y Chantilly, pero en este país hablan con la nariz, y muy deprisa. Ayer vi un café italiano en esta misma calle, que servía un café excelente, y hasta vino de Chianti. No era como el de Burdeos, por supuesto, pero en cualquier caso mucho mejor que esta cerveza yanqui, que sólo sirve para ir a mear, Ah, ahora lo estoy viendo, al otro lado de esta calle tan peligrosa. Me tomaré un café bien fuerte para aplacar mis nervios, y después volveré y encargaré mi billete de regreso.

4 LA SUERTE DE CHOLLY BLOOM

Louie's Bar, Quinta Avenida esquina con la Veintiocho, Nueva York, octubre de 1906 Os lo aseguro, tíos, hay días en que ser periodista en la ciudad más bulliciosa y ajetreada del mundo es el mejor trabajo que existe. Bueno, todos sabemos que hay horas y días de mucho arrastrar los pies sin que surja nada. Pistas que no conducen a ninguna parte, entrevistas rechazadas, ni un artículo a mano. Barney, sirve otra ronda de cervezas. Sí, hay momentos en que no estallan escándalos en el Ayuntamiento (tampoco es que haya muchos, por supuesto), ninguna celebridad se divorcia, no se descubren cadáveres al amanecer en Grammercy Park, y la vida pierde su encanto. Entonces, piensas, qué estoy hacíendo aquí, por qué estoy perdiendo el tiempo, tal vez tendría que haberme hecho cargo de la mercería de mi padre en Poughkeepsie. Todos conocemos esa sensación. Ésa es la cuestión. Por supuesto, es mejor que vender pantalones de hombre en Poughkeepsie. De pronto, algo sucede, y si eres listo, ves una gran historia delante de tus narices. Algo así me pasó ayer. Debo hablaros de ello. Gracias, Barney. Fue en esa cafetería. ¿Conocéis Fellini's? En la esquina de Broadway con la Veintiséis. Un mal día. Lo dediqué casi por entero a seguir una nueva pista sobre los asesinatos de Central Park, y nada de nada. La Oficina del Alcalde pone verde al Departamento de Detectives, y no consiguen ningún progreso, de modo que se ponen de mala leche y no dicen nada que valga la pena publicar. Me enfrento a la perspectiva de volver al despacho y decir que no tengo ni para redactar tres líneas, de modo que iré al café de papá Fellini y tomaré un helado de frutas. Con mucho jarabe de arce. ¿Sabéis a qué me refiero? Te pone en forma. Está lleno hasta los topes. Ocupo el último reservado. Diez minutos después, entra un tipo de aspecto compungido. Mira alrededor, ve que tengo un reservado para mí solo, y se acerca. Muy educado. Una reverencia. Inclino la cabeza. Dice algo en una jerga extranjera. Señalo la silla vacía. Se sienta y pide un café, con una pronunciación no muy correcto. El camarero es italiano, de modo que no hay problema. Deduzco que este tipo es francés. ¿Por qué? Porque tiene pinta de francés. Soy educado y le saludo. En francés. ¿Que si hablo francés? ¿Es judío el rabino de la sinagoga? Bueno, de acuerdo, un poco sí que hablo, así que le digo: «Bon-Jur, me-sier.» Sólo intento comportarme como un buen ciudadano de Nueva York.

Bueno, este franchute se vuelve loco. Lanza un discurso en su idioma del que no entiendo nada. Y sí, está compungido, casi se pone a llorar. Hunde la mano en el bolsillo y saca una carta de aspecto muy importante, con sello de cera sobre la tapa. La agita ante mis narices. Todavía intento ser amable con un visitante afligido. La tentación es terminar el helado, echar unos cuantos centavos sobre la mesa y largarse, pero pienso, vamos a ver echamos una mano a este tío, porque parece que lo pasando peor que yo, que ya es decir. Llamo a papá Fellini y le pregunto si habla francés. Ni por asomo. Italiano o inglés, y el inglés con acento sicillano. Entonces ¿quién habla francés por aquí?, me digo. Supongo que cualquiera de vosotros se hubiera encogido de hombros y habría dejado plantado al tío, ¿verdad? Os habríais perdido algo gordo. Pero yo soy Cholly Bloom, el hombre de los seis sentidos. ¿Y qué hay a sólo dos manzanas de la Veintiséis con la Quinta? Delmonico’s. ¿Y quién dirige Delmonico’s? Pues Charlie Delmonico. ¿Y de dónde procede la familia Delmonico? Sí, de Suiza, pero allí hablan todos los idiomas, y me figuro que hasta Charlie, que nació en Estados Unidos, chapurreará un poco el francés. De modo que me llevo al franchute hacia allí, y diez minutos después nos encontramos ante el restaurante más famoso de Estados Unidos. ¿Habéis ido alguna vez? ¿No? Bueno, es d¡ferente. Caoba pulida, sillones mullidos con tapizado de terciopelo, lámparas de mesa de latón, muy serio y elegante. Y caro. Más de lo que puedo permitirme. Y ahí viene Charlie D. en persona, y él lo sabe, pero ése es el sello de un gran restaurador, ¿no? Modales impecables, incluso con un don nadie. Inclina la cabeza y pregunta en qué puede ayudarnos. Explico que he topado con este franchute de París, y que tiene un gran problema con una carta, pero no entiendo cuál es. Bien, el señor D. interroga con delicadeza al francés, en francés, y el tipo comienza a hablar precipitadamente, al tiempo que exhibe la carta. No entiendo ni jota, de modo que paseo la vista alrededor. A cinco mesas de distancia está Apuesta-Un-Millón Gates, que escudriña el menú desde la fecha hasta el mondadientes. En la mesa de al lado tenemos Diamond Jim Brady, que está cenando con Lillian Russell, en cuyo escote podría hundirse el SS Majestic. Por cierto, ¿sabéis cómo come Diamond Jim? Me lo habían dicho, pero no me lo creía. Anoche lo comprobé con mis propios ojos. Se planta en su silla, y mide doce centímetros, ni uno más ni uno menos, entre su estómago y la mesa. Ya no vuelve a moverse, pero come hasta que su estómago toca la mesa. En este momento, Charlie D. ya ha terminado. Me explica que el franchute se llama Armand Dufour, un abogado de París que ha venido a Nueva York en una misión de importancia crucial. Ha de entregar la carta de una moribunda a un tal Erik Muhlheim, que tal vez resida, o no, en Nueva York. Ha probado todos los medios y no ha conseguido nada. Ni yo tampoco, por cierto. Nunca había oído ese nombre. Pero Charlie se mesa la barba, como absorto en sus pensamientos, y luego me dice, muy pomposo: -Señor Bloom, ¿ha oído hablar de E. M. Corporation!

Dejadme que os pregunte una cosa, ¿es católico el Papa? Claro que he oído hablar. Una riqueza increíble, un poder asombroso, un secretismo total. Más acciones cotizadas e la Bolsa que nadie, a excepción de J. Pierpoint Morgan, nadie es más rico que J. P. Morgan. Por lo tanto, para que no me pasen la mano por la cara, digo: «claro, con sede en la torre E. M. de Park Row». -Exacto -dice Charlie-. Bien, cabe la posibilidad que el misterioso personaje que controla E. M. Corporation sea el señor Mulilheim. Bueno, cuando un tío como Charlie Delmonico dice «cabe la posibilidad», significa que ha oído algo, pero que jamás ha salido de sus labios. Dos minutos después, estamos de vuelta en la calle, paro un cabriolé y vamos hacia Park Row. ¿Comprendéis ahora, muchachos, por qué ser periodista puede ser el mejor trabajo de la ciudad? Empecé con la esperanza de ayudar a un franchute a solucionar un problema ahora tengo la oportunidad de ver al ermitaño más escurridizo de Nueva York, el hombre invisible en persona. ¿Lo coneguíré? Pedid otra pinta de ese brebaje dorado y os lo diré. Llegamos a Park Close y subimos hacia la torre. Qué alta es. Es enorme, y su punta casi toca las nubes. Todas las oficinas están cerradas, ya ha oscurecido, pero hay un vestíbulo iluminado, con un mostrador y un portero. Toco el timbre. Viene a preguntar. Le explico. Nos deja entrar en el vestíbulo llama a alguien por un teléfono particular. Debe de ser una línea interior, porque no pide la mediación de una operadora. Habla con alguien y escucha. Después, dice que deberíamos entregarle la carta, que llegará a manos de su destinatario. No pienso tolerarlo, por supuesto. -Informe al caballero de arriba -digo- que el señor Dufour ha venido desde París para entregar esta carta en persona. El portero dice algo por el teléfono, y luego me lo pasa. Una voz pregunta: -¿Con quién hablo? -Con el señor Charles Bloom -contesto. -¿Qué le trae por aquí? -quiere saber la Voz. No pienso explicarle que soy del grupo Hearst. Tengo la impresión de que sería el método ideal para que me pusieran de patitas en la calle. Así que digo que soy el socio neoyorquino de Dufour y Cía., notarios de París, Francia. -¿Y cuál es su misión, señor Bloom? -pregunta la voz, como si llegara de las orillas de Terranova. Repito que he de entregar una carta de capital importancia al señor Erik Muhlheim en persona. -Nadie que se llame así vive en esta dirección -dice la Voz-, pero si deja la carta al portero, me ocuparé de que llegue a su destino. Bueno, no pienso aceptarlo. Es una mentira. Por lo que yo sé, podría estar hablando con el mismísimo Hombre Invisible. Me echo un farol. -Haga el favor de decir al señor Muhlheim que esta carta la envía...

-La señora Giry -susurra el abogado a mi oído. -La señora Giry -repito por teléfono. -Espere -dice la Voz. Aguardamos otra vez. Después, vuelve a hablar. -Cojan el ascensor hasta el piso 39. Obedecemos. ¿Alguna vez habéis subido treinta y nueve pisos? ¿No? Pues bueno, es toda una experiencia. Encerrado en una jaula, la maquinaria que resuena alrededor de ti, y sales disparado hacia el cielo. Y oscila. Por fin, la jaula se detiene corro la reja a un lado y salimos. Nos aguarda un tío, la Voz -Soy el señor Darius -dice-. Síganme. Nos conduce hasta una larga sala artesonada, con un mesa de juntas adornada con objetos de plata. Está claro que aquí es donde se cierran los tratos, se aplasta a lo rivales, se compra a los débiles, se ganan los millones. Es elegante, al estilo europeo. Las paredes están cubiertas de cuadros, y reparo en uno que hay al fondo, elevado por encima de los demás. Es el retrato de un individuo con sombrero de ala ancha, bigote, cuello de encaje, sonriente. -¿Me permite ver la carta? -dice Darius, y me mira como una cobra a punto de zamparse una rata almizclera como desayuno. De acuerdo, nunca he visto una cobra ni una rata almizclera, pero me la imagino. Hago una señal con la cabeza a Dufour y éste deja la carta sobre la mesa que hay entre él y Darius. Por algún motivo que no alcanzo a entender este hombre me pone los pelos de punta. Va vestido de negro de pies a cabeza: levita negra, camisa blanca, corbata negra. La cara tan blanca como la camisa, delgada, estrecha. Pelo negro y ojos negro azabache, que brillan pero no parpadean. ¿He dicho cobra? Pues sí, le sienta como un guante. Bien, ahora escuchad, muchachos, porque esto es importante. Siento la necesidad de encender un cigarrillo, así que lo hago. Error garrafal. Cuando la cerilla se enciende, Darius se vuelve hacia mí como un cuchillo desenvainado. -Nada de llamas, por favor -dice con aspereza-. Apague el cigarrillo. Sigo de pie en el extremo de la mesa, cerca de la puerta del rincón. Detrás de mí hay una mesa en forma de media luna apoyada contra la pared, con un cuenco de plata encima. Me acerco a ella para apagar el pitillo. Detrás del cuenco de plata hay una enorme bandeja, también de plata, con un borde sobre la mesa y el otro sobre la pared, de modo que una está ladeada en ángulo. Justo cuando apago el cigarrillo echo claro un vistazo a la bandeja, que es como un espejo. Al fondo de los la sala, el óleo del tío sonriente ha cambiado. Aparece una cara, con el sombrero de ala ancha, sí. Pero debajo hay un rostro que acojonaría al Séptimo de Caballería.

Debajo del sombrero hay una especie de máscara que cubre las tres cuartas partes de lo que debería ser la cara. Se distingue la mitad de una

boca retorcida. Y detrás de la máscara mira cara, dos ojos me perforan como taladros. Lanzo un chillido, giro en redondo y señalo el cuadro. -¿Quién demonios es ése? -pregunto. -El caballero risueño, de Frans Hals -responde Darius-. Lamentablemente, el original se encuentra en Londres, pero la copia es excelente. Y claro, el tipo risueño ya está de vuelta, con bigote, encaje y todo. Pero no estoy loco. Sé lo que vi. De todos modos, Darius coge la carta. -Les aseguro -dice-, que dentro de una hora el señor Muhlheim recibirá esta carta. Después, repite la misma frase en francés al señor Dufour. El abogado asiente. Si está satisfecho, ya no puedo hacer nada más. Nos volvemos hacia la puerta. Antes de que salgamos de la estancia, Darius añade: -Por cierto, señor Bloom, ¿para qué periódico trabaja? -Su voz es como el filo de una navaja. -Para el New York American -musito. Nos vamos, bajamos a la calle, cogemos un taxi, volvemos a Broadway. Dejo al franchute donde me indica y me dirijo a la redacción. Tengo un artículo, ¿no? Error. El redactor de noche levanta la vista y dice: -Cholly, estás borracho. -¿Que estoy queeeé? No he bebido ni una gota -contesto. Le cuento mi aventura nocturna. De cabo a rabo-. Menudo artículo, ¿eh? -De acuerdo –consiente- , has encontrado a un abogado francés que debía entregar una carta y tú lo ayudaste hacerlo. Fantástico. Pero de fantasmas, nada. Acabo de recibir una llamada del presidente de E. M. Corporation, un tal Darius. Dijo que te presentaste esta noche y le entregaste un carta en persona, perdiste la cabeza y empezaste a gritar algo sobre apariciones en las paredes. Está agradecido por la carta pero amenaza con demandarte si calumnias a su empresa. Por cierto, la bofia acaba de detener al asesino de Central Park. Le pillaron con las manos en la masa. Ve a echar una mano. No se publicó ni una palabra. Pero os digo una cosa muchachos, no estoy loco y no estaba borracho. Vi esa cara en la pared. ¡Eh, estáis bebiendo con el único tío de Nueva York que ha visto al fantasma de Manhattan!

5 EL TRANCE DE DARIUS

La casa del hachís, Lower East Side, Manhattan, Nueva York, noviembre de 1906. Siento que el humo entra dentro de mí, el humo suave Tras los ojos cerrados puedo abandonar este antro de mala muerte y atravesar solo las puertas de la percepción, que dan acceso al dominio de aquel a quien sirvo. El humo se disipa El largo pasadizo de oro sólido. Oh, el placer del oro. Tocar, acariciar, sentir, poseer. Y entregarlo a Él, el dios del oro, la única deidad verdadera. Desde la costa de Berbería, donde le encontré, yo, un repugnante sodomita elevado a un destino superior, en busca incesante de más oro para ofrecerle y de humo que me lleve a su presencia Entro en la gran estancia de oro donde las fundiciones rugen y torrentes dorados brotan sin cesar de sus espitas... Más humo, el humo de las fundiciones se mezcla con el de mi boca, mi garganta, mi sangre, mi cerebro. Y Él me hablara por mediación del humo, como siempre... Me escuchará y aconsejará, y como siempre dirá la verdad... Ya está aquí, siento su presencia... Maestro, gran dios Mammón, me postro de hinojos ante ti. Te he servido lo mejor que he sabido durante muchos años, y he llevado ante Tu trono a mi patrón terrenal y su inmensa riqueza. Te suplico que me escuches, pues necesito Tu ayuda y consejo. -Te escucho, sirviente. ¿Cuál es tu problema? -El hombre al que sirvo aquí abajo... Parece que algo le ha ocurrido, y no acabo de comprenderlo. -Explícate. -Desde que le conozco, desde que vi por primera vez su horrenda cara, sólo ha tenido una obsesión. Que yo he alentado y fomentado en todas sus fases. En un mundo que percibe como hostil a él, siempre ha querido triunfar. Fui yo quien canalizó esa obsesión hacia la obtención de dinero, siempre más dinero, y eso lo llevó a tu servicio. ¿No es así? -Has obrado de forma brillante, sirviente. Cada día su riqueza aumenta, y tú te encargas de que esté consagrado a mí servicio. -Desde hace un tiempo, sin embargo, otro tema le obsesiona cada vez más. Permanece ocioso, pero lo peor es que derrocha el dinero. Sólo piensa en la Ópera. La Ópera no da beneficios. -Lo sé. Es de una irrelevancia total. ¿Qué parte de su fortuna dedica a este fetiche? -Hasta el momento, una ínfima fracción. Mi temor es que le distraiga de la dedicación a aumentar tu imperio de oro.

-¿Ha dejado de ganar dinero? -Todo lo contrario. En ese aspecto, nada ha cambiado. Las ideas originales, las grandes estrategias, el extraordinarío íngenio que a veces se me antoja clarividencia, todo esto aún lo posee. Todavía presido las reuniones en la sala de juntas. Soy yo quien, a los otros del mundo, dirige las grandes adquisiciones, construye un imperio cada vez mayor de fusiones e inversiones. Soy yo quien destruye a los débiles y desvalidos, y se regocija con sus súplicas. Soy yo quien aumenta los alquileres de los pisos pobres, quien ordena el desalojo de casas y escuelas para construir en su lugar fábricas y, patios de maniobras. Soy yo quien soborna y corrompe a las autoridades de la ciudad para lograr su aquiescencia. Soy yo quien firma las órdenes de compra de grandes paquetes de acciones de las industrias pujantes de todo el país. Pero invariablemente es él quien da las instrucciones, planea las campañas, idea lo que debo decir y hacer. -¿Su buen juicio empieza a fallarle? -No, Maestro. Es tan perfecto como siempre. La Bolsa está asombrada de su audacia y previsión, aunque cree que son mías. -Entonces ¿cuál es el problema, sirviente? -Me pregunto, Maestro, si ha llegado el momento de que desaparezca y yo lo herede todo. -Sirviente, has actuado con brillantez, pero sólo porque has seguido mis órdenes. Es cierto que posees talento, siempre lo has sabido, y sólo a mí eres leal; pero Erik Muhlheim más allá. Pocas veces se encuentra a un verdadero genio en materia de oro. Él lo es, y no sólo eso. Inspirado por el odio al ser humano, guiado por ti a mi servicio, no es únicamente un genio creador de riqueza, sino que se muestra inmune a los escrúpulos, a los principios, a la misericordia, a a piedad, a la compasión y, lo más importante, al amor, igual que tú. Es una herramienta humana de ensueño. Un día, llegará el momento, y tal vez te ordene que acabes con su vida. Para que puedas heredar, por supuesto. «Todos los reinos del mundo», fue la frase que utilicé una vez, con Otro. Contigo, todo el imperio financiero de Estados Unidos. ¿Te he decepcionado hasta el momento? -Jamás, Maestro. -Y tú, ¿me has traicionado? -Jamás, Maestro. -Pues ya está. Dejemos que continúe un tiempo más. Háblame de su nueva obsesión, y del motivo de ella. -Los estantes de su biblioteca siempre han estado abarrotados de libretos de ópera y de obras relativas a este arte, pero cuando me las ingenié para que nunca pudiera poseer un palco privado, oculto a la vista del público, en el Metropolitan, pareció perder el interés. Ahora ha invertido millones en un teatro de la Ópera que rivalice con aquél. -Hasta ahora, siempre ha recuperado sus inversiones, y con creces. -Es cierto, pero esta aventura provocará pérdidas, aunque riqueza que signifiquen menos del uno por ciento de su riqueza. Y eso no es todo. Su humor ha cambiado.

-¿Por qué? -No lo sé, Maestro; pero empezó después de la llegada de la misteriosa carta de París, donde vivió antes. -Cuéntame. -Vinieron dos hombres. Uno, un insignificante periodista de un diario de Nueva York, que sólo era el guía. El otro, un abogado de Francia, traía una carta. La habría abierto, pero él me estaba vigilando. Cuando se fueron bajó y cogió la carta. Se sentó a la mesa de la sala de junta y la leyó. Yo fingí marcharme, pero miré por una rendija de la puerta. Cuando se levantó, parecía cambiado. -¿Y desde entonces? -Antes, no era más que el socio en la sombra de hombre llamado Hammerstein, constructor y alma del nuevo teatro de la Ópera. Hammerstein es rico, pero no puede comparar. Fue Muhlheim quien aportó lo suficie te para llevar el edificio a su término. »Desde la llegada de la carta, sin embargo, no ha parado de implicarse en el proyecto. Ya había enviado a Hammerstein a París con un torrente de dinero, para convencer a una cantante llamada Nellie Melba de que viniera a Nueva York para actuar en Año Nuevo. Ahora ha enviado un frenético mensaje a París en el que ordena a Hammerstein que consiga a otra prima donna, la gran rival de Melba, una cantante francesa llamada Christine de Chagny. Se ha implicado en las decisiones artísticas, cambiando la Ópera inaugural, que era de Bellini, por otra, y ha insistido en un reparto diferente. Pero, sobre todo, se pasa todas las noches escribiendo como un poseso... -¿Qué escribe? -Música, Maestro. Le oigo en su apartamento de la azotea. Cada mañana, hay fajos nuevos de partituras. De madrugada, oigo las notas del órgano que ha instalado en su salón. Yo no entiendo de esas cosas. La música no significa nada para mí, sólo es un ruido absurdo. Pero está componiendo algo allí arriba, y creo que se trata de una Ópera, Ayer encargó al buque correo más veloz de la costa este que llevara a París la parte de la obra terminada. ¿Qué debo hacer? -Todo esto es una locura, sirviente, aunque relativamente inofensiva. ¿Ha invertido más dinero en este funesto teatro de la Ópera? -No, Maestro, pero estoy preocupado por mi herencia. Hace mucho tiempo me dijo que, en caso de que algo le sucediera, yo debía heredar su imperio, sus cientos de millones de dólares, y continuar dedicándolos a tu servicio. Ahora temo que haya cambiado de opinión. Podría dejar cuanto posee a una especie de fundación dedicada a esta desdichada obsesión por la ópera. Necio sirviente, eres su hijo adoptivo, su heredero, su sucesor, el destinado a recibir su imperio de oro y poder. ¿No te lo ha prometido? Más aún, ¿no te lo he prometido yo? ¿Acaso puedo ser derrotado? -No, Maestro, eres supremo, el único dios.

-Entonces, cálmate. Pero deja que te diga algo. No es un aviso, sino una orden: sí en algún momento percibieras una verdadera amenaza a la herencia de todas sus posesiones, su dinero, su oro, su poder, su reino, destruirás dicha amenaza sin piedad ni dilación. ¿Me he expresado con cla-ridad? -Perfectamente, Maestro. Y gracias. Obedeceré tus órdenes.

6 LA COLUMNA DE GAYLORD SPRIGGS

Crítico de Ópera del New York Tímes, noviembre de 1906. Para los amantes de la ópera de la ciudad de Nueva York e incluso de aquellos cercanos a nuestra gran metrópoli, traigo buenas noticias. La guerra ha estallado. No, no se trata de la reanudación de aquella guerra hispano-norteamericana en la que nuestro presidente Teddy Roosevelt tanto se distinguió, hace algunos años, en la colina de San Juan, sino de una guerra en el mundillo de la ópera de nuestra ciudad. ¿Y por qué esa guerra significa una buena noticia? Porque las tropas serán las voces más bellas del planeta, la munición será esa clase de dinero con que la mayoría de nosotros sólo puede soñar, y los beneficiarios serán los amantes de la ópera superlativa. Pero permítanme, empleando las palabras de la Reina Blanca en Alicia en el País de las Maravillas (y Nueva York está empezando a parecerse a la reciente fantasía de Lewis Carroll), que empiece por el principio. Los devotos sabrán en octubre de 1883 el teatro de la Ópera Metropolitana abrió sus puertas con una representación inaugural del Fausto, de Gounod, y así elevó Nueva York a la misma altura del Covent Garden y La Scala. Pero ¿por qué llegó a abrir un teatro de la Ópera tan magnificente, con tan sólo 3.700 butacas en el auditorio dedicado a la lírica más grande del mundo? La animosidad y el dinero constituyen una poderosa combinación. Los nuevos aristócratas más ricos y poderosos de esta ciudad se ofendieron muchísimo al enterarse de que no podrían obtener palcos privados en la antigua Academia de Música de la calle Catorce, ahora desaparecida. De modo que se agruparon, conspiraron, y ahora disfrutan regularmente de su amor a la ópera con el estilo y comodidad a que están acostumbrados los miembros de la lista de los Cuatrocientos de la señora Astor. Y qué glorias nos ha traído el Met a lo largo de los años, y continúa trayendo, bajo el inspirado liderazgo del señor Heinrich Conreid. Pero ¿he dicho guerra? Pues sí. Porque ahora, un nuevo Lochinvar, el héroe imaginado por Walter Scott, cabalga sobre el horizonte para desafiar al Met con una galaxia impresionante de nombres.

Después de un anterior intento abortado de abrir su propio teatro lírico, el magnate del tabaco, diseñador y constructor teatral Oscar Hammerstein acaba de concluir el teatro de la Ópera de Manhattan, en la calle 34 Oeste, Más pequeño, es verdad, pero lujosamente decorado, con mullidos asientos y una acústica soberbia, y se propone rivalizar con el Met

oponiendo calidad a cantidad. ¿De dónde procede esta calidad? Nada menos que de la mismísima Nellie Melba. Sí, ésta es la primera buena noticia de la guerra de la ópera. Nellie Melba, la Dama, que en anteriores ocasiones se ha negado terminantemente a cruzar el Atlántico, ha accedido a venir, y por unos honorarios que cortan la respiración. Fuentes parisienses de toda solvencia me han confirmado que ésta es la historia que hay detrás de la historia. Durante el mes pasado, el señor Hammerstein ha puesto cerco a la diva australiana en su residencia del Grand Hotel de Garmer, construido por el mismo genio que edificó la Ópera de París, donde Nellie Melba ha actuado tantas veces. Al principio, ella se negó. Él le ofreció mil quinientos dólares por noche. ¡Imaginen! Ella siguió en sus trece. Él gritó por el agujero de la cerradura del cuarto de baño, y elevó los honorarios a dos mil quinientos dólares por noche. Increíble. Después, a tres mil dólares por noche, en un teatro donde un miembro del coro cobra quince dólares a la semana o tres dólares por actuación. Por fin, irrumpió en el salón, privado de la diva y empezó a arrojar al suelo billetes de mil francos. Pese a las protestas de la Dama, continuó antes de salir hecho una furia. Cuando la diva contó el dinero, Hammerstein había dejado cien mil francos franceses, o veinte mil dólares, tirados sobre la alfombra persa. Me han informado que la cantante se hospeda ahora con los Rotschild en la rue Lafitte, pero sus defensas están bajas. Ha accedido a venir. Al fin y al cabo, en otro tiempo fue la esposa de un granjero australiano, y es muy capaz de recocer a una oveja cuando la están esquilando. Si esto fuera todo, bastaría para provocar infartos en la esquina de Broadway con la Treinta y nueve, los dominios del señor Conreid. Pero hay más. Porque el señor Hammerstein ha contratado nada más y nada menos que a Alessandro Gonci, el único capaz de rivalizar, en calidad y fama, con el ya inmortal Énrico Caruso, para que protagonice el 3 de diciembre la representacíón inaugural. Como apoyo del señor Gonci, otros grandes nombres como Amadeo Bassi y Charles Dalmores estarán en el programa, junto con los barítonos Mario Ancona y Maurice Renaud, y la soprano Emma Calve. Sólo esto bastaría para revolucionar Nueva York. Sin embargo, aún hay más. Finos oídos y lenguas afiladas han afirmado durante cierto tiempo que ni siquiera la riqueza del señor Hammerstein podía permitirse una extravagancia tan asombrosa. Tiene que haber un Creso secreto detrás de él que lleve el control, haga uso de sus influencias y, en definitiva, pague las facturas. ¿Quién es este tesorero invisible, este fantasma de Manhattan? Sea quien sea, se ha excedido en sus intentos de mimarnos. Porque si hay un nombre que influye en Nellie Melba como un trapo rojo en un toro, es el de su única rival, la bellísima aristócrata francesa Christine de Chagny, más joven que ella, conocida en toda Italia como la Divina. ¿Cómo, os oigo gritar, no puede venir también? Pues claro que sí. Y aquí topamos con un misterio, doble, además.

El primero es que, al igual que Nellie Melba, la Divina siempre se ha negado a cruzar el Atlántico con la excusa de que dicha expedición supondría demasiado tiempo y problemas. Por este motivo, el Met nunca ha tenido el honor de recibir a ninguna de las dos. No obstante, mientras Nellie Melba ha sido claramente seducida por las cantidades astronómicas que le ha ofrecido el señor Haminerstelín, la vizcondesa de Chagny es famosa por su total inmunidad a la atracción del dólar, no importa en qué cantidades. Si un torrente de dinero fue el argumento que venció a la dama australiana, ¿cuál fue el argumento que persuadió a la aristócrata francesa? Lo ignoramos... todavía. Nuestro segundo misterio concierne a un repentino cambio en la programación del nuevo teatro de la Ópera de Manhattan. Antes de partir hacia París para contratar a las más famosas divas del mundo, el señor Hammerstein había anunciado que la Ópera inaugural sería I Puritani, de Bellini. La construcción de los decorados ya había empezado, y los programas se habían enviado a las imprentas. Ahora, me han dicho que el Creso invisible ha insistido en que habrá un cambio. Adiós a I Puritani. En su lugar, el Manhattan se inaugurará con una Ópera nueva de un compositor desconocido y anónimo. Es un riesgo insólito, la primera vez que ocurre algo semejante. Todo resulta demasiado asombroso. De las dos primas donnas, ¿cuál protagonizará esta nueva obra desconocida? Las dos no pueden hacerlo. ¿Cuál llegará primero? ¿Cuál cantará con Gonci bajo la batuta de otra estrella, el director Cleofonte Campanini? Las dos no pueden hacerlo. ¿Cómo repelerá el ataque el Metropolitan, con su peligrosísima elección de Salomé para inaugurar la temporada? ¿Cuál es el título de esta nueva obra que el Manhattan presentará en su velada inaugural? Hay suficientes hoteles en Nueva York de la mejor calidad para permitir que las dos divas no compartan el mismo techo, pero ¿y transatlánticos? Francia tiene dos estrellas, el Saboya y el Lorena. Uno para cada una. ¡Oh, amantes de la ópera, qué invierno se avecina!

7 LA LECCIÓN DE PIERRE DE CHAGNY

SS Lorraine, canal de Long Island, 28 de noviembre de 1906 -Bien, ¿qué será hoy, joven Peter? Latín, me parece. -¿Es necesario, padre Joe? Pronto entraremos en el puerto de Nueva York. El capitán se lo dijo a mamá durante el desayuno. -Ahora mismo estamos pasando por delante de Long Island, y es una costa desierta. No se ve mas que niebla y rocas. Un momento estupendo para matar el tiempo con los Comentarios de las guerras de las Galias, de Julio César. Abre tu libro por donde lo dejamos. -¿Es importante, padre Joe? -Ya lo creo. -¿Por qué es importante el que Julio César invadiera Inglaterra? -Bien, sí fueras un legionario romano a punto de adentrarse en una tierra desconocida poblada por salvajes, lo habrías considerado importante. Y sí fueras un antiguo bretón con las águilas de Roma a punto de posarse sobre la playa, también lo habrías considerado importante. -Pero yo no soy un soldado romano, ni mucho menos un antiguo bretón. Soy un francés moderno. A cuyo cargo me encuentro, Dios nos asista, con el fin de procurarte una buena educación, académica y moral. Bien, la primera invasión de la isla que Julio César sólo conocía como Bretaña. Empieza por la línea de arriba. -Accidit ut eadem nocte luna esset plena. -Bien. Traduce. -Cayó..., nocte significa noche... ¿Cayó la noche? -No, la noche no cayó. Ya había caído. Estaba mirando al cielo. Y accidit significa «sucedió» o «acacció». Empieza otra vez. -Sucedió que en la misma noche..., eh..., ¿de luna llena? -Exacto. Ahora, tradúcelo con más precisión. -Sucedió que en la misma noche había luna llena. -Muy bien. Tienes suerte con César. Escribía con lenguaje claro propio del soldado que era. Cuando lleguemos a Ovidio, Horacio, Juvenal y Virgilio, nos encontraremos con verdaderos problemas. ¿Por qué dice esset en lugar de erat? -¿Subjuntivo? -Muy bien. Un elemento de duda. Podría no habe contado con la ventaja de la luna llena, pero, por casualidad esa noche había luna llena. Por eso, el subjuntivo. Tuvo suerte con la luna. -¿Por qué, padre Joe?

-Porque estaba invadiendo una tierra desconocida en plena oscuridad, muchacho. En aquellos tiempos no había focos poderosos ni faros que salvaran a los barcos de estrellarse contra las rocas. Necesitaba encontrar una playa entre los acantilados. Por eso, la luz de la luna lo ayudaba. -¿También invadió Irlanda? -No. La antigua Hibernia siguió inviolada durante otros mil doscientos años, hasta mucho después de que san Patricio nos trajera la cristiandad. Y no fueron los romanos, sino los ingleses. Y tú eres muy listo, pues intentas alejarme de las Guerras de las Galias, de César. -¿No podemos hablar de Irlanda, padre Joe? Ya he visto casi toda Europa, pero nunca he ido a Irlanda. ¿Por qué no? Dejaremos para mañana la llegada de César a la bahía de Pevensey. ¿Qué quieres saber? -¿Procede usted de una familia rica? ¿Sus padres tenían una casa bonita y grandes propiedades como los míos? -Pues no. La mayoría de las grandes propiedades pertenecen a los ingleses o a los angloirlandeses. No obstante, los Kilfoyle se remontan a los tiempos anteriores a la conquista. Mis padres eran agricultores pobres. -¿Casi todos los irlandeses son pobres? -Bien, la verdad es que la gente del campo no tiene cucharas de plata. La mayoría son agricultores arrendatarios que a duras penas viven de lo que obtienen de la tierra. Mi gente es así. Yo procedo de una pequeña granja situada en las afueras de la ciudad de Mullingar. Mi padre labraba la tierra de sol a sol. Éramos nueve hermanos. Yo fui el segundo en nacer, y vivíamos sobre todo a base de patatas mezcladas con leche de nuestras dos vacas y remolachas de los campos. -Pero usted recibió una educación, padre Joe. -Pues claro. Puede que Irlanda sea pobre, pero no anda escasa de santos, eruditos, poetas, soldados y, ahora, algunos sacerdotes. A los irlandeses sólo les preocupa el amor a Dios y la educación, por ese orden. Todos asistíamos a la escuela del pueblo, que dirigían los padres. Estaba cinco kilómetros de distancia, e íbamos andando descalzos. Cada día. Las tardes de verano, hasta que oscurecía, y todos los días festivos, ayudábamos a nuestro padre en la granja. Después, hacíamos los deberes a la luz de una única vela, hasta que nos dormíamos, cinco en un catre y los cuatro pequeños con nuestros padres. -Mon Dieu, ¿no tenían diez dormitorios? -Escucha, jovencito, tu dormitorio del chateau es mas grande que toda la granja. Eres más afortunado de lo que crees. -Ha recorrido un largo camino desde entonces, padre Joe. -Oh, ya lo creo, y cada día me pregunto por qué el Señor me favoreció de esta manera. -Pero recibió una educación.

-Sí, y buena. Inculcada en nosotros mediante una combinación de paciencia, amor y correa. Leer y escribí sumas y latín, historia, pero no

mucha geografía, porque los padres nunca se habían movido de allí y se daba por sentado que nosotros tampoco lo haríamos. -¿Por qué decidió hacerse sacerdote, padre Joe? -Bien, íbamos a misa cada mañana antes de clase, todos los domingos con la familia. Me hice monaguillo y la misa empezó a influir en mí. Miraba la gran figura de madera que colgaba sobre el altar y pensaba, si Él hizo eso por mí, tal vez debería servirle lo mejor posible. Era buen alumno, y cuando ya estaba a punto de abandonar la escuela, pregunté si existía alguna posibilidad de que me enviaran al seminario para convertirme en sacerdote. »Bien, sabía que mi hermano mayor heredaría la granja algún día, y yo sería una boca menos que alimentar. Tuve suerte. Me enviaron a Mullingar para una entrevista, con una nota del padre Gabriel, de la escuela, y me aceptaron en el seminario de Kildare. Estaba a kilómetros de distancia. Aquello era una gran aventura. Pero ahora ha estado con nosotros en París y Londres, en San Petersburgo y Berlín. -Sí, pero eso es ahora. Cuando tenía quince años, el viaje Kildare suponía, insisto, una gran aventura. Me aceptaron, estudié durante años, hasta que llegó el momento de ser ordenado. En mi clase éramos bastantes, y el cardenal arzobispo vino desde Dublín para ordenarnos a todos. Cuando terminó, pensé que iba a pasar mi vida en alguna humilde parroqu¡a en la parte oeste, o en una parroquia olvidada de Conaught, tal vez. Y lo habría aceptado con alegría. »Pero el rector me llamó. Estaba con otro hombre al que yo no conocía. Resultó ser el obispo Delaney de Clontarf, que andaba necesitado de un secretario privado. Dijeron que mi caligrafía era excelente. ¿Aceptaba el puesto? Bien, era casi demasiado bueno para ser verdad. Tenía veintiún años y me estaban invitando a vivir en el palacio de un obispo, y a ser secretario de un hombre responsable de toda una sede. »Me fui con el obispo Delaney, un hombre bueno y santo, pasé cinco años en Clontarf y aprendí muchas cosas. -¿Por qué no se quedó allí, padre Joe? - Estaba convencido de que sería así, al menos hasta que la iglesia me encontrara otra labor. Una parroquia en Dublín, tal vez, o en Cork o Waterford. Pero la suerte volvió a cruzarse en mi camino. Hace diez años, el nuncio papal, el embajador del Papa en Inglaterra, llegó de Londres para recorrer las provincias irlandesas, y pasó tres días en Clontarf. El cardenal Massini venía con un séquito del cual formaba parte monseñor Eamonn Byrne, del Colegio Irlandés de Roma. Nos encontrábamos muy a menudo, y nos llevábamos bien. Descubrimos que sólo quince kilómetros separaban nuestros respectivos lugares nacimiento, aunque él era varios años mayor que yo.

El cardenal prosiguió su camino y no volví a pensar en ello. Cuatro semanas después, llegó una carta del rector del Colegio Irlandés, ofreciéndome una plaza. El obispo Delaney dijo que lamentaba mi marcha, pero me dio su bendición y me alentó a aprovechar la oportunidad. Llené mi

única bolsa de viaje y cogí el tren hasta Dublín. Pensé que era una ciudad grande, hasta que el transbordador y otro tren me llevaron a Londres. Nunca había visto un lugar semejante, ni había pensado que una ciudad pudiera ser tan grande y monumental. »Después, otro transbordador me condujo a Francia, donde al llegar cogí un tren hasta París. Otro espectáculo asombroso. Apenas daba crédito a lo que veía. El último tren cruzó los Alpes y me dejó en Roma. -¿Le sorprendió Roma? -Me asombró e impresionó. Allí estaba la ciudad de Vaticano, la capilla Sixtina, la basílica de San Pedro... Me abrí paso entre la multitud, alcé la vista hacia el balcón y recibí la bendición urbi et orbi de Su Santidad en persona. Me pregunté cómo era posible que un muchacho de una granja humilde de las afueras de Mullingar hubiese llegado tan lejos y gozara de tantos privilegios. Escribí a mis padres, les conté todo, y ellos enseñaron la carta a todo el pueblo y se convirtieron en celebridades. -Pero ahora vive con nosotros, padre Joe. -Otra coincidencia, Pierre. Hace seis años, tu mamá vino a cantar a Roma. No sé nada de ópera, pero sucedió que un miembro del reparto, un irlandés, cayó fulminado por un infarto. Enviaron a buscar a un sacerdote, y yo estaba de guardia aquella noche. No pude hacer más por el pobre hombre que darle la extremaunción, pero lo habían llevado al camerino de tu madre, a instancias de ella. Fue allí donde la conocí. Estaba muy afligida. Intenté consolarla, y le expliqué que Dios nunca es malvado, aunque llame a Su lado a alguno de Sus hijos. Me había dedicado a aprender ital¡ano y francés, de modo que hablamos en este último idioma. A ella pareció sorprenderle que alguien hablara esas dos lenguas, aparte del inglés y el gaélico. - También tenía problemas por otros motivos. Su carrera la llevaba de un sitio a otro de Europa, de Rusia a España de Londres a Viena. Tu padre necesitaba dedicar más tiempo a sus propiedades de Normandía. Tú tenías más de seis años y te estabas descontrolando un poco, porque los viajes interrumpían a menudo tu educación, pero eras demasiado pequeño para un internado, y además, tu madre no deseaba separarse de ti. Sugerí que contratara a un preceptor particular que viajara con ella a todas partes. Lo estaba meditando cuando me marché, con el fin de regresar al Colegio Irlandés y reanudar mis estudios. - Su contrato era por una semana, y el día anterior a la partida me llamaron al despacho del rector, y allí estaba ella. Le había causado una gran impresión. Me pidió que fuera tu preceptor particular, que fuera tu educador, tu guía moral y te controlara un poco. Yo quedé perplejo e intenté negarme. - Pero el rector no quiso ni oír hablar de eso y lo convirtió en una orden. Como la obediencia es uno de nuestros votos, la suerte estaba echada. Y como sabes, he estado contigo desde entonces, intento meterte un poco de conocimientos en esa cabezota e impedir que te conviertas en un completo bárbaro.

- ¿Se arrepiente, padre Joe? - No. Porque tu padre es un buen hombre, más de lo imaginas, y tu mamá es una gran señora, y posee ese talento extraordinario que Dios le ha dado. Vivo y como demasiado bien, por supuesto, y debo hacer penitencia constante por ese estilo de vida, pero he visto cosas asombrosas: ciudades que dejan sin respiración, pinturas y galerías de arte que son el material con el que se forjan las leyendas, óperas que conmueven hasta el llanto, y ya ves, todo eso le ha pasado a un niño que nació en un campo de patatas. -Me alegro de que mamá le eligiera, padre Joe. -Bien, gracias, pero no te alegrarás tanto cuando volvamos a atacar las Guerras de las Galias, lo cual deberíamos hacer ahora mismo..., pero aquí viene tu madre. ¡Levántate, muchacho! - ¿Qué están haciendo aquí? Hemos entrado en las radas, el sol ha salido y ha disipado la niebla, y desde proa se ve todo Nueva York, que parece avanzar hacia nosotros. Abríguense y vengan a mirar, porque éste es uno de los mayores espectáculos del mundo, y si zarpamos de noche nunca volverán a verlo. -Muy bien, señora, allá vamos -dijo el padre Joe- Parece que has vuelto a tener suerte, Pierre. Se acabó César por hoy. - Padre Joe. - ¿Mmm? -¿Habrá grandes aventuras en Nueva York? -Más que suficientes, porque el capitán me ha dicho que una gran recepción cívica nos espera en el muelle. Nos alojaremos en el Waldorf-Astoria, uno de los más grandes y famosos hoteles del mundo. Dentro de cinco días, tu madre inaugurará un nuevo y flamante teatro de la ópera y cantará cada noche durante una semana. En ese tiempo, creo que podremos explorar un poco, ver los monumentos, coger el nuevo tren elevado... Lo he leído todo en un libro que compré en Le Havre. »Bien, mira eso, Pierre. ¿A que es un espectáculo fantastico? Transatlánticos y remolcadores, cargueros y fleteros, goletas y barcos de ruedas de paleta. ¿Cómo es posible que no choquen entre sí? Y allí está, a tu derecha. La señora de la antorcha, la Estatua de la Libertad. Ay, Pierre, si supieras cuántos desgraciados huidos del Viejo Mundo la han visto emerger de la niebla, y han comprendido que iniciaban una nueva vida. Millones y millones, incluidos mis compatriotas. Porque desde la gran hambruna de hace cincuenta años, la mitad de los irlandeses se han trasladado a Nueva York, apretujados como ganado en las bodegas de tercera clase, y han subido a cubierta pese al frío de la mañana para ver la ciudad flotar sobre el agua, y para rezar por que se les permitiera la entrada. »Desde entonces, muchos de ellos se han adentrado en el país, incluso hasta la costa de California, para ayudar a construir una nueva nación. Pero muchos siguen aquí, en Nueva York. Hay más en esta ciudad que en Dublín, Cork y Belfast juntos. Aquí me sentiré como en casa, muchacho. Hasta podré echarme al coleto una pinta de buena cerveza irlandesa, que hace muchos años que no encuentro.

- Nueva York será para todos nosotros una gran aventura, y quien sabe qué pasará. Sólo Dios lo sabe, pero no nos lo dirá. Hemos de descubrirlo por nosotros mismos. B¡en, es hora de ir a cambiarnos para la recepción cívica. La pequeña Meg se quedará con tu mamá. Tú pégate a mí hasta llegar al hotel. - Okey, padre Joe. Eso es lo que dicen los norteamericanos, Okey. Lo leí en un libro. ¿Cuidará de mí en Nueva York? - Por supuesto, muchacho. ¿No lo hago siempre, en ausencia de tu padre? Vamos, date prisa. Ponte tu mejor traje y compórtate como mejor sabes.

8 EL REPORTAJE DE BERNARD SMITH

Corresponsal marítimo del New York American, 29 de noviembre de 1906 Más pruebas se nos han ofrecido, si es que eran necesarias, de que el gran puerto de Nueva York se ha convertido en el mayor imán del mundo para la recepción de los mejores y más lujosos transatlánticos que nuestro país ha Visto. Hace tan sólo diez años, apenas tres transatlánticos de lujo cubrían la ruta del Atlántico Norte, desde Europa al Nuevo Mundo. El viaje era duro, y la mayoría de los viajeros preferían los meses de verano. Hoy, nuestros remolcadores y gabarreros tienen dónde elegir. La compañía británica Inman tiene una línea regular con su City of París. Cunard se muestra a la altura de sus rivales con los nuevos Campania y Lucania, en tanto que la White Star responde con el Majestic y el Teutonic. Todas estas compañías británicas se pelean por el privilegio de facilitar a los ricos y famosos de Europa la experiencia que supone disfrutar de la hospitalidad de nuestra gran ciudad. Ayer le llegó el turno a la Compagnie Générale Transatlantique de Le Havre (Francia) de enviar la joya de su corona, el Lorena, hermano gemelo del igualmente suntuoso Saboya, a ocupar su amarradero reservado en el río Hudson. Sus pasajeros no se ceñían tan sólo a la crema de la alta sociedad de Francia; el Lorena nos trajo un regalo extra y muy especial. No debe extrañar que, desde la hora del desayuno, antes incluso de que el buque francés se viera libre de las radas y rodeara el extremo de Battery Point, una hueste de berlinas y cabriolés particulares empezaran a congestionar las calles North Canal y Morton, cuando curiosos de las mansiones situadas en la parte alta buscaban un sitio desde el que aplaudir a nuestra huésped, al estilo de Nueva York. ¿Y quién era ella? Nada menos que Christine, vizcondesa de Chagny, para muchos la mejor soprano del mundo..., ¡pero no se lo digan a Nellie Melba, que llegará dentro de diez días! El muelle Cuarenta y dos de la línea francesa estaba abarrotado de banderas tricolores cuando el sol salió y la niebla se disipó. Apareció entonces el Lorena, rodeado de remolcadores, que avanzaba hacia su amarradero en el Hudson.

Apenas quedaba espacio para la multitud que se había reunido allí, cuando el Lorena nos saludó por tres veces haciendo sonar su sirena para niebla, y los barcos más pequeños de todas partes del río contestaron de la misma manera. En la parte delantera del muelle se encontraba el estrado,

adornado con banderas francesas y la enseña nacional estadounidense, donde el alcalde George B. MeClellan se disponía a ofrecer a la señora de Chagny la bienvenida oficial a Nueva York, cinco días antes de que interpretara la ópera inaugural en el nuevo teatro de la Ópera de Manhattan. Alrededor de la base del estrado se había congregado un mar de sombreros de copa relucientes y ondulantes sombreros de mujer, pues la mitad de la alta sociedad de Nueva York esperaba ver, siquiera por un momento, a la estrella. Desde los muelles cercanos, estibadores y trabajadores que jamás habrían oído hablar del teatro lírico o de la soprano se habían subido a grúas y cabrias para satisfacer su curiosidad. Antes de que el Lorena hubiera arrojado su primera guindaleza al muelle, todos los edificios que bordeaban el embarcadero estaban negros de humanidad. Empleados de la compañía francesa extendieron una larga alfombra roja desde el estrado hasta la base de la pasarela, en cuanto ésta estuvo colocada. Los funcionarios de aduanas subieron a toda prisa la pasarela para completar las formalidades necesarias de la diva y su séquito, en la intimidad de su camarote, al tiempo que el alcalde, con la debida pompa y circunstancia, llegaba al muelle acompañado de una patrulla de policías con sus chaquetones azules. El alcalde, así como los capitostes del Ayuntamiento y sociedades cívicas que habían venido con él, fueron escoltados por entre la multitud hasta el estrado, mientras la banda de la policía atacaba los acordes de Barras y estrellas. Todas las cabezas se descubrieron cuando el alcalde y los dignatarios de la ciudad ocuparon sus puestos, de cara al pie de la pasarela. Por mi parte, había evitado el recinto dedicado a la prensa a la altura del suelo, ocupando en su lugar una ventana de la segunda planta de un almacén situado al principio del muelle, y desde el cual dominaba todo el escenario, el mejor lugar para describir a los lectores del American lo sucedido. A bordo del Lorena, los pasajeros de primera clase miraban desde sus cubiertas elevadas. Disfrutaban de una panorámica excelente, pero no podrían desembarcar hasta que la bienvenida ofrecida por las autoridades a los visitantes ilustres hubiera terminado. En las portillas inferiores vi los rostros de los pasajeros de tercera clase, que contemplaban los acontecimientos. Pocos minutos antes de las diez, se produjo un tumulto a bordo del Lorena cuando el capitán y un grupo de oficiales escoltaron a una figura solitaria hacia la pasarela. Después de despedirse con cordialidad de sus compatriotas franceses, la señora de Chagny empezó a bajar la pasarela para pisar por primera vez suelo estadounidense. Aguardaba para recibirla el señor Oscar Hammerstein, el empresario propietario y director de la Ópera de Manhattan, cuya tenacidad ha logrado convencer tanto a la vizcondesa como a la Dama de que cruzaran el Atlántico en invierno y cantaran para nosotros.

Con un gesto del Viejo Mundo muy poco practicado en nuestra sociedad, el empresario se inclinó y besó la mano extendida de la diva, Se oyeron gritos y silbidos procedentes de los obreros subidos a las grúas, pero la reacción fue más risueña que burlona, y una salva de aplausos saludó el gesto. Procedía de las apretadas filas de sombreros de copa agrupados alrededor del estrado. Cuando llegó a la alfombra roja, la señora de Chagny se volvió y, del brazo del señor Hammerstein, caminó hacia el estrado. Al mismo tiempo, y con un estilo que pondría en peligro la candidatura del alcalde McClellan si le disputara la reelección, saludó y dedicó una sonrisa radiante a los obreros subidos en las grúas y en las cajas de embalar. Los hombres respondieron con más silbidos, esta vez de agradecimiento. Como ninguno de ellos la oirá cantar, el gesto tuvo una gran acogida. Mediante unos poderosos prismáticos enfoqué a la prima donna desde mí ventana. A los treinta y dos años se conserva muy bella, delgada y menuda. Es cosa sabida que los amantes de la ópera se asombran de que un cuerpo tan frágil pueda albergar una voz tan potente. Iba cubierta desde los hombros hasta los tobillos (pues la temperatura era inferior a cero grados, a pesar del sol) con un abrigo de terciopelo color burdeos ceñido a la cintura, con adornos de visón en la garganta, los puños y el dobladillo, y se tocaba con un sombrero circular estilo cosaco de la misma piel. Llevaba el cabello sujeto en un pulcro moño. Las reinas de la moda de Nueva York no podrán dormirse en sus laureles cuando esta dama pasee por Peacock Alley. Detrás de ella ví un séquito muy poco numeroso y discreto que bajaba por la pasarela; estaba compuesto por su doncella personal y antigua colega, la señora Giry, dos secretarios que se encargan de su correspondencia y los trámites de los viajes, su hijo Pierre, un guapo muchacho de doce años, y su profesor particular, un joven y risueño sacerdote irlandés vestido con sotana negra y sombrero de ala ancha. Cuando ayudaron a la diva a subir al estrado, el alcalde McClellan le estrechó la mano, al estilo norteamericano, y le dio la bienvenida oficial, algo que repetirá dentro de unos días con la australiana Nellie Melba. Si existía algún temor de que la señora de Chígny no entendiera sus palabras, pronto fue disipado. No necesitó intérprete, y cuan~ do el alcalde terminó, avanzó hacia la parte delantera del estrado y nos dio las gracias a todos en un inglés fluido con un delicioso acento francés. Lo que dijo fue sorprendente y halagador a la vez. Después de dar las gracias al alcalde y a la ciudad por una bienvenida tan conmovedora, confirmó que había venido a cantar durante una semana sólo en la ópera que se representaría en la inauguración del teatro de la Ópera de Manhattan, y que la obra en cuestión era nueva, inédita, de un compositor norteamericano desconocido.

A continuación, reveló nuevos detalles. La historia se desarrolla durante la guerra de Secesión y se titula El ángel de Shiloh; gira en torno a la lucha entre el amor y el deber que desgarra a una dama del Sur, enamorada de un oficial de la Unión. Ella interpretará el papel de Eugenie

Delarue. Añadió que había visto el libreto y la partitura en Paris, y fue la belleza asombrosa de la obra lo que la impulsó, contra su costumbre, a cruzar el Atlántico. Estaba dando a entender que el dinero no había influido en su decisión, una pulla destinada a Nellie Melba, la Dama. Una vez más, los obreros subidos a las grúas, que habían guardado silencio mientras ella hablaba, emitieron prolongados vítores y silbidos, que habrían sido groseros si no hubiesen expresado tanta admiración. La diva volvió a saludarles y se volvió para bajar por los peldaños del otro lado del estrado, con el fin de subir al coche que la aguardaba. En aquel momento, ocurrieron dos cosas que no estaban previstas en el curso de aquella ceremonia impecable, planificada con tanto cuidado. La primera fue enigmática, y pocos la presenciaron. La segunda provocó una tormenta de carcajadas. Por algún motivo, desvié la mirada del escenario mientras ella hablaba, y divisé una extraña figura, de pie sobre el tejado de un enorme almacén que se alzaba directamente frente al mío. Era un hombre, inmóvil, con la vista clavada en la cantante. Llevaba un sombrero de ala ancha e iba envuelto en una capa, que el viento agitaba. Había algo extraño y siniestro en aquella figura solitaria. ¿Cómo había subido hasta allí sin ser visto? ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué no se encontraba entre la multitud? Enfoqué mis prismáticos. Debió de advertir el brillo del sol sobre las lentes, porque alzó la vista de repente y me miró. Entonces, vi que llevaba el rostro cubierto con una mascara, y tuve la impresión de que miraba con ferocidad durante un par de segundos. Oí gritos procedentes de los obreros subidos a las grúas, y vi dedos que señalaban, pero cuando otros ojos se volvieron a mirar, el extraño ya había desaparecido, con una velocidad que desafía toda explicación. Se había esfumado como si nunca se hubiera erguido sobre aquel tejado. Segundos después, un estallido de aplausos y risas dio cuenta de la escasa inquietud creada por la aparición. La señora de Chagny estaba acercándose a la berlina que había dispuesto para ella el señor Hammerstein. El alcalde y demás personalidades de la ciudad la seguían a unos pasos de distancia. Todos vieron que entre su huésped y el carruaje, más allá de la alfombra roja, había un gran charco de nieve medio fundida, producto de la nevada del día anterior. Las botas de un hombre lo habrían cruzado sin mayor problema, pero ¿qué decir de los elegantes zapatitos de la aristócrata francesa? Los prohombres de Nueva York contemplaron el obstáculo abatido, pero impotentes. Entonces, advertí que un joven saltaba sobre la barrera que rodeaba el recinto de la prensa. Llevaba puesto su abrigo, pero cargaba al brazo otra prenda, que resultó ser una amplia capa de noche. La hizo girar en un arco y la prenda cayó sobre el charco que se interponía entre la cantante y la puerta abierta del carruaje. La diva le dedicó una brillante sonrisa, pisó la capa y, en dos segundos, estuvo acomodada en el interior de su berlina, mientras el cochero cerraba la portezuela.

El joven recogió su capa, mojada y manchada de barro, y cambió unas pocas palabras con el rostro enmarcado en la ventanilla antes de que el vehículo se alejara. El alcalde McClellan dio una palmada de agradecimiento en la espalda al joven, y cuando se volvió, descubrí que se trataba de un colega de este mismo periódico. Bien está lo que bien acaba, como afirma el dicho popular, y la bienvenida de Nueva York a la dama parisiense terminó muy bien. Ahora, se encuentra alojada en la mejor suite del Waldorf-Astoria, y le aguardan cuatro días de ensayos y de proteger la voz antes de su debut, sin duda triunfal, en el teatro de la Ópera de Manhattan, el 3 de diciembre. En el ínterin, sospecho que cierto joven colega mío estará explicando a todo el que quiera oírlo que el espíritu de, sir Walter Raleigh no ha muerto por completo.

9 LA OFERTA DE CHOLLY BLOOM

Louie's Bar, Quinta Avenida esquina con la Veintiocho, Nueva York, 29 de noviembre de 1906 ¿Alguna vez os he dicho, muchachos, que ser periodista en Nueva York es el mejor trabajo del mundo? ¿Si? Bueno, perdonadme, pero voy a repetirlo. De todos modos, tenéis que perdonarme, porque yo invito. Barney, otra ronda de cervezas. Recordad, hay que demostrar aptitud, energía e ingenio casi rayanos en lo genial, y por eso digo que este trabajo lo tiene todo. Lo de ayer, por ejemplo. ¿Estuvo alguno de vosotros ayer por la mañana en el muelle Cuarenta y dos? Tendríais que haber estado. Menudo espectáculo, qué gran acontecimiento. ¿Habéis leído el artículo de esta mañana en el American? Bien por ti, Harry, al menos hay alguien aquí que lee un diario decente, aunque trabajes para el Post. Debo decir que no fue obra mía. Nuestro corresponsal marítimo estaba allí para cubrir la noticia. Yo no tenía nada asignado para la mañana, de modo que decidí ir, y me tocó el gordo. Vosotros os habríais pasado la mañana en la cama. Eso es lo que quiero decir cuando hablo de energía. Hay que estar despierto y de pie para recibir los golpes de suerte que da la vida. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Alguien me dijo que el transatlántico francés Lorena iba a amarrar en el muelle Cuarenta y dos, y en él viajaba esta cantante francesa de la que yo no había oído hablar, pero que es muy importante en el mundo de la lírica. La señora Christine de Chagny. No he ido a la Ópera en mi vida; sin embargo, pensé, ¿y qué? Es una gran estrella, no concede entrevistas, pero iré a echar un vistazo. Además, la última vez que le eché una mano a un franchute estuve a punto de conseguir una primicia, y lo habría hecho si no hubiese sido porque nuestro redactor de noticias locales es un zoquete. ¿Os lo conté? El extraño incidente en la torre E. M. Bien, escuchad, esto es más extraño aún. ¿Mentiría yo? ¿Es musulmán el muftí?

Bajé al muelle poco después de las nueve. El Lorena se estaba acercando de popa. Con calma, estos amarres son más largos que un día sin pan. Enseño mi pase a la poli y entro en el recinto reservado a la prensa. He hecho bien en venir. Va a ser una recepción cívica por todo lo alto: el alcalde McClellan, los capitostes de la ciudad, no falta nadie. Sé que el corresponsal

marítimo, al que veo al cabo de un rato asomado a una ventana, por encima de nosotros, cubrirá todo el festejo. Bien, suenan los himnos y la dama francesa baja al muelle, saluda a la multitud y enamora a todo el mundo. Después, los discursos, primero el alcalde, después la diva, y por fin ésta baja del estrado y se dirige hacia su carruaje. Grave problema. Resulta que hay un gran charco de nieve y entre ella y la berlina, y la alfombra roja se ha terminado Tendríais que haberlo visto. El cochero tiene la portezuela abierta, tanto como el alcalde la boca. McClellan y el magnate Oscar Hammerstein, que flanquean a la cantante francesa, no saben qué hacer. En este momento, sucede una cosa extraña. Siento un codazo y un empujón por detrás, y alguien tira algo sobre mi brazo, que tengo apoyado sobre la barrera. La persona desaparece en un abrir y cerrar de ojos. No llego a verla, pero lo que cuelga de mi brazo es una vieja capa mohosa y raída, y no es el tipo de prenda que se lleva a esas horas de la mañana. Entonces, recordé que de niño me habían regalado un libro titulado Héroes de todas las edades, con ilustraciones. Y había una de un tipo llamado Raleigh. Supongo que le llamaron así por la capital de Carolina del Norte. Como quiera que sea, en una ocasión se quitó la capa y la arrojó sobre un charco para que la reina Isabel de Inglaterra pudiera pasar, y nunca volvió la vista atrás. Así que pienso, si fue bueno para el señor Raleigh, también puede serlo para el hijo de la señora Bloom, de modo que salto por encima de la cerca que rodea la zona de prensa y tiro la capa encima del charco, delante de la señora vizcondesa. Os aseguro que le encantó. Caminó por encima de ella y entró en el coche. Recogí la capa mojada y vi que ella me sonreía por la ventanilla abierta. Pensé, no hay nada que perder, y me acerqué a la ventanilla. -Mi señora -dije, porque así es como hay que hablar a esa gente-. Todo el mundo me asegura que es imposible conseguir una entrevista personal con usted. ¿Es eso cierto? Lo que hace falta en este deporte, muchachos, es aptitud, encanto.. . y, oh, buen aspecto, por supuesto. ¿Qué queréis decir, que para ser judío no estoy mal? Soy irresistible. Bien, esta señora, que es muy guapa, me mira con una media sonrisa, mientras Hammerstein gruñe a mis espaldas. -Esta noche, en mi suite, a las siete -susurra ella entonces, y sube la ventanilla. Y así es como conseguí la primera entrevista en exclusiva de la diva en Nueva York,

¿Que si fui? Pues claro que fui. Pero esperad, aún hay más. El alcalde me indica que deje la limpieza de la capa a su cargo, que de ella se encargará la mujer que hace todo el trabajo en la mansión Gracie, y yo vuelvo al American muy contento. Allí me encuentro con Bernie Smith, nuestro reportero marítimo, ¿y a que no adivináis lo que me dice? Cuando la dama francesa estaba dando las gracias a McClellan por su bienvenida, Bernie miró hacia los almacenes que había al otro lado, ¿y qué vio? A un

hombre de pie, solo, como una especie de ángel vengador. Antes de que pueda continuar, le digo a Berme: -Llevaba una capa oscura subida hasta la barbilla, un sombrero de ala ancha, y entre los dos, una especie de máscara que cubría casi toda su cara, ¿verdad? Berme se queda boquiabierto y pregunta: -¿Cómo demonios lo has sabido? Ahora ya sé que no estaba alucinando en la torre E. M. Hay una especie de fantasma en la ciudad que no deja ver su cara a nadie. Quiero saber quién es, qué hace y por que está tan interesado en una cantante de ópera francesa. Un día, voy a descubrir toda esa historia. Oh, gracias, Harry, muy agradecido, salud. ¿Por dónde iba? Ah, sí, mi entrevista con la diva de la Ópera de París. A las siete menos diez entro con mi mejor traje en Waldorf-Astoria, como si fuera el dueño del hotel. Desde Peacock Alley hasta el mostrador de recepciol principal, mientras las damas de la alta sociedad van y vienen para ver y ser vistas. Majestuoso. El hombre de la recepción me mira arriba abajo, como invitándome a volver a entrar por la puerta de servicio. -¿Sí? -pregunta. -La suite de la vizcondesa de Chagny, por favor -contesto. La señora no recibe -dice el de uniforme. -Avísele que el señor Charles Bloom, con una capa diferente, está aquí -digo. Diez segundos al teléfono, y está haciendo reverencias e insíste en acompañarme personalmente. Resulta que hay un botones en el vestíbulo con un gran paquete atado con una cinta. Subimos juntos al piso diez. Evidentemente, nuestro destino es el mismo. ¿Habéis estado alguna vez en el Waldorf-Astonía, muchachos? Bien, es diferente. Abre la puerta otra francesa, la doncella personal. Simpática, bonita, aunque lisiada de una pierna, Me deja entrar, coge el paquete y me conduce al salón principal. Allí se podría jugar al béisbol, os lo aseguro. Enorme. Dorados, tapices, cortinajes, como un palacio. -La señora se está vistiendo para la cena. Estará con usted enseguida -dice la criada-. Tenga la bondad de esperar aquí. Me siento en una silla junto a la pared. No hay nadie más en la sala, excepto un muchacho, que cabecea, sonríe y dice «Bonsoir», así que yo le sonrío a mi vez y digo «Hola». Sigue leyendo mientras la criada, cuyo nombre parece ser Meg, lee la tarjeta del regalo. Después, «Oh, es para ti, Pierre», y es entonces cuando reconozco al chaval. Es el hijo de la señora, le había visto antes el muelle, acompañado de un cura. Coge el regalo, empieza a desenvolverlo, y Meg pasa por la puerta abierta al dormitorio. Oigo a las dos reír dentro, y hablar en francés, así que paseo la vista por el salón.

Flores por todas partes. Ramos del alcalde, de Hammerstein, de la junta directiva del teatro de la Ópera y de montones de aficionados. El muchacho rompe la cinta y el papel, y deja al descubierto una caja. La abre

y saca un juguete. No tengo nada mejor que hacer, de modo que miro. Es un regalo extraño para un chico de casi trece años. Si fuera un guante de béisbol, lo entendería, pero ¿un mono de juguete? Y un mono muy raro, por cierto. Está sentado en una silla, con los brazos extendidos, y en cada mano sostiene un platillo. Entonces, lo comprendo: es un muñeco mecánico, con una llave para dar cuerda detrás. Además, resulta que es una especie de caja de música, porque el chaval le da cuerda y el mono se pone a tocar. Los brazos se mueven atrás adelante, como si estuviera tocando los platillos, mientras su interior surge una melodía con sonidos de hojalata. La reconozco de inmediato; es Yankee Doodle Dandy. Ahora el chico empieza a interesarse, levanta el mono lo mira desde todos los ángulos, tratando de comprender cómo funciona. Cuando la cuerda se acaba, vuelve a hacer girar la llave y la música empieza de nuevo. Al cabo rato, comienza a explorar la espalda del muñeco, despega un trozo de tela y deja al descubierto una especie de panel. Después, se acerca a mi, muy educado, y me pregunta en inglés. -Tiene una navaja, señor? Claro que sí. En nuestra profesión hay que tener los lápices siempre afilados. Le presto mi navaja. En lugar de despanzurrar el juguete, utiliza la navaja como un destornillador, para quitar cuatro diminutos tornillos de la espalda. Ahora, examina el mecanismo interno. A mi me parece una forma excelente de romper el juguete, pero este chaval es muy listo y sólo quiere averiguar cómo funciona. Yo no sé ni cómo funciona un abrelatas... -Muy interesante -comenta, y me muestra el interior, me parece un caos de ruedecillas, varillas, campanillas, muelles y cuadrantes-. Al hacer girar la llave se tensa un resorte espiral como el de un reloj, pero mucho más grane y fuerte. -Vaya -digo, con el deseo de que cierre el mono y vuelva a tocar Yankee Doodle hasta que su mamá esté lista, Pero no. -La potencia del resorte liberado se transmite mediante un sistema de engranajes de varillas a un soporte giratorio que hay en la base -añade-. Sobre el soporte hay un disco con varias protuberancias pequeñas sobre la superficie de arriba. -Eso es fantástico -señalo-. ¿Por qué no lo montas otra vez? Pero él sigue adelante, con el entrecejo fruncido, absorto en sus pensamientos, mientras va descifrando el funcionamiento del dichoso chisme. Este chaval debe de ser capaz comprender cómo funciona el motor de un coche. -Cuando el disco gira -me explica-, cada protuberancia da un empujoncito a una varilla vertical pretensada, que entonces se libera, vuelve a su sitio y golpea una de esas campanillas. Todas las campanillas tienen un tono diferente, de modo que activadas en la secuencia correcta producen música. ¿Ha visto alguna vez campanas musicales, señor?

-Sí, las he visto -contesto-. Dos o tres tíos se ponen en fila detrás de un caballete que lleva varias campanas. Eligen una, la hacen sonar y la sujetan. Si consiguen la secuencia correcta, interpretan música. -Es la misma teoría -observa Pierre. -Bien, eso es estupendo -digo yo-. ¿Por qué no vuelves a montarlo? Pero no, quiere investigar un poco más. Al cabo de uno o segundos ha extraído el disco y lo levanta. Es del tamaño de un dólar de plata, con la superficie cubierta de pequeñas protuberancias. Le da la vuelta. Más protuberancias. -Debe de tocar dos melodías -dice-, una por cada lado del disco. Ahora, ya estoy convencido de que el mono no volverá a tocar nunca más. Sin embargo, el chaval pone el disco en su sitio, por la otra cara, hurga con la hoja de la navaja para comprobar que todas las piezas necesarias para que suene música estén en contacto, y cierra el juguete. Después, le da cuerda de nuevo, lo deja sobre la mesa y retrocede. El mono se pone a agitar los brazos y la música vuelve a sonar. Esta vez trata de una pieza que no conozco. Pero alguien si. Se oye un grito procedente del dormitorio y, de pronto, la cantante aparece en la puerta, con una bata de encaje, el cabello suelto sobre la espalda, con un aspecto impresionante, salvo por la expresión de su cara, como si acabara de ver a un fantasma muy grande y aterrador. Clava la vista en el mono, que continúa tocando, cruza a toda prisa el salón, abraza al chico y lo apretuja contra ella como si estuvieran a punto de raptarlo. -¿Qué es eso? -pregunta casi sin aliento, y salta vista que esta muy asustada. -Un mono de juguete, señora -respondo, con intencíón de ser útil. -Masquerade -susurra ella-. Hace trece años... Él debe de estar aquí. -Sólo estoy yo, señora, y no he sido quien lo ha traído. El regalo llegó dentro de una caja, envuelta como regalo. El botones la subió. Meg, la criada, asiente con vehemencia para confirmar mis palabras. -¿De dónde viene? -pregunta la señora. Cojo el mono, que ha enmudecido de nuevo, y lo examino. Nada. Pruebo con el papel de envolver. Nada. Examino la caja de cartón y, pegada en la parte de debajo, descubro una hoja de papel, en la que pone: «Juguetes S. C., C. I.» Entonces, un recuerdo se abre paso en mi mente. El verano del año anterior salía con una chica muy bonita, que trabajaba de camarera en el Lombardi's de Spring Street. Un día la llevé a Coney Island para pasar todo el día. De entre los varios parques de atracciones escogimos el Steeplechase. Recuerdo que había una tienda de juguetes mecánicos de todas clases. Soldados que desfilaban, tamborileros que tocaban el tambor, bailarinas de ballet que giran sobre plataformas, lo que se os ocurra. Si podía fabricarse con mecanismos de relojería y muelles, ellos lo tenían. Le expliqué a la señora mi teoría. «S. C.» era por Steeplechase, y «C. I.», casi con seguridad, por Coney Island. Pareció reflexionar en mis palabras.

-Estas atracciones, como usted las llama, ¿incluyen ilusiones ópticas, trucos, trampillas, pasadizos secretos, cosas mecánicas que parecen funcionar por sí solas? Asentí. - De eso van las atracciones de Coney Island, señora - Respondi. Entonces, se mostró muy agitada. -Monsieur Bloom, debo ir allí -dijo-. He de ver esa juguetería en el Steeplechase Park. Le explico que existe un gran problema. Coney Island es un centro de turismo veraniego, y nos encontramos a principios de diciembre, lo que significa que está cerrado a cal y canto. Sólo trabajan los empleados de mantenimiento, reparaciones, limpieza, pintura y barnizado. No permanece abierto al público. Pero a esas alturas la dama está punto de llorar, y detesto ver a una mujer apenada. De modo que llamo a un colega de la sección comercial del American y le pillo justo antes de que se vaya a casa. ¿Quién es el propietario del Steeplechase? Un tipo llamado George Tilyou, junto con un socio comercial muy discreto y secreto. Sí, se está haciendo viejo y ya no vive isla, sino en una mansión de Brooklyn. Pero aún es el propietario del Steeplechase, y lo ha sido desde su inauguración, hace nueve años. ¿Tiene teléfono, por casualidad? Pues da la casualidad de que sí. Consigo el número y llamo. Tarda un rato, pero al final hablo con el señor Tilyou en persona. Le explico todo, insinúo lo importante que es para el alcalde McClellan que Nueva York ofreciera toda su hospitalidad a la señora de Chagny... Bien, ya sabéis, perorata al viejo estilo. De todos modos, dice que volverá a llamar. Esperamos. Al cabo de una hora, llama. Su actitud es ahora diferente por completo, como si hubiera consultado con alguien. Sí, se encargará de que abran las puertas para una visita privada. Habrá dependientes en la juguetería y el maestro de ceremonias del parque estará disponible en todo momento. No será posible a la mañana siguiente, sino a la otra. Bien, eso significa mañana, ¿verdad? De modo que voy a escoltar personalmente a la señora de Chagny hasta Coney Island. De hecho, yo diría que ahora soy su guía particular en Nueva York. Y no, amigos, es inútil que hagáis acto de presencia, porque sólo entraremos ella, yo y su grupo. Gracias a una capa sucia, consigo primicia tras primicia. ¿No os había dicho que éste es el mejor trabajo del mundo?

Sólo hubo un problema: mi entrevista en exclusiva, motivo por el que me había llegado hasta el hotel. ¿La conseguí? No. La cantante estaba tan angustiada que volvió corriendo a su dormitorio y se negó a salir de nuevo. Meg, la criada, me dio las gracias por arreglar el desplazamiento hasta Coney Island, pero añadió que la prima donna estaba demasiado cansada para continuar. Tuve que marcharme. Decepcionante pero da igual. Conseguiré mi exclusiva mañana. Y sí, puedes traerme otra pinta de ese brebaje rubio.

10 EL JÚBILO DE ERIK MUHLHEIM

Azotea de la torre E.M., Park Row, Manhattan,

29 de noviembre de 1906