Capítulo XXXIII

El poder del amor

Rafaela quería saber todo acerca de Furia. Furia quería saber todo acerca de Rafaela. Si no estaban juntos, los afligía una necesidad apremiante de tocarse, olerse, mirarse, besarse, saberse vivos, saberse uno. Temían que las circunstancias los separaran de nuevo, por lo que Furia se ausentaba el tiempo necesario para atender sus compromisos y a sus invitados y resolver las cuestiones pendientes de Rafaela, como pagar sus deudas, vaciar la casa de Pola y avisarle a don Boleslao que la maestra perfumista no continuaría trabajando para él, lo que causó la reacción violenta del boticario, que exigió que, en consideración a los años que la había ayudado, Rafaela le entregara las fórmulas. Artemio le cerró la mano en torno al cuello y lo levantó unas pulgadas del suelo. Lo miró fijo, sin emitir palabra. Boleslao escupió una disculpa y tosió hasta desgañitarse cuando Furia lo soltó. También se ocupó de Pancho Sosa Loyola, el aristócrata cordobés que pretendía a Rafaela. Enterado de que vivía en casa de misia Eduarda Avendaño, fue a visitarla. Calvú avisó a Furia del visitante. A pesar de que ese extranjero con traza de pirata le llevaba una cabeza, Sosa Loyola presentó pelea y manifestó que correspondía a Rafaela decidir con quién se quedaría.

—Mi anda pareciendo, don Pancho, que mi ’tá provocando. Y, dende aura le digo nomá, a usté no le conviene. ¿No é ansina, Calvú?

—Y, no, don Pancho, de siguro, no le conviene. ¿Ve esas argollas de plata que tiene en l’oreja? Son los cristianos y l’infieles que mi peni despachó pa’l otro lao. Con usté, se completaría la oreja. No ’taría mal, ¿no, peni?

El hombre dio media vuelta con aire ofendido, masculló algo acerca de palurdos y descastados y le permitió a Pandora que lo guiase hasta la salida.

Rafaela y Artemio hablaban mucho del pasado. Al principio, como se emocionaban, Furia prefería postergar las charlas. Sin embargo, ella tenía necesidad de explicar y de recibir explicaciones. Por eso, la primera mañana en casa de Edwina, cuando despertó con Furia a su lado, contemplándola, le refirió lo acontecido camino a Córdoba, nueve años atrás.

Llegados al paraje Puntas de la Cañada Honda, el mayoral les informó que harían noche en la posta. El propietario, un hombre de mal aspecto, sucio y brusco, les dio una habitación y agua caliente para lavarse. Cenaron temprano y marcharon a dormir. Se levantaron al alba y subieron a la diligencia cuando comenzaba a clarear. En el interior, Rafaela dio un respingo al descubrir, acurrucadas en el piso, a la joven esposa del propietario y a su pequeña hija.

—Buena señora —le suplicó—, ayúdeme a huir. Mi esposo acabará matándome si me quedo.

Rafaela, que la noche anterior había notado los moretones en la cara de la joven, aun en la de la niña, accedió a que viajaran con ellas. La muchacha se llamaba Ñusta y su hija, Rufina. A pocas leguas, el mayoral y el cochero comenzaron a inquietarse al columbrar una nube de polvo que avanzaba desde el sur. Una hora más tarde sabían que se trataba de un malón. La algazara de los indios les causó terror. Los gritos que lanzaban presagiaban las torturas que les esperarían si caían en manos de esos salvajes. El coche se detuvo, y el mayoral y el conductor comenzaron a disparar sus pistolas. Rafaela se había ovillado sobre Mimita y lloraba y recitaba plegarias. Una tacuara atravesó el cuero de la diligencia y traspasó la cabeza de Rufina como si se hubiese tratado de un melón. Enloquecida, Ñusta abrió la portezuela y se lanzó fuera, a los gritos. A pocas varas, una tacuara que la alcanzó en el pecho, la mató. Poco a poco, el rugido de los indios, el sonido de los cascos y los disparos fueron acallándose. Rafaela, con la cara oculta en el cabello de Mimita, aguardó su destino dentro del coche. Percibió un olor nauseabundo, y se acordó de que Calvú Manque le había dicho que sus hermanos solían oler mal porque se untaban el cuerpo con sebo de yegua. Un momento después, se sintió jalada hacia fuera. Los semblantes de esos indios la aterraron y, sin razonar, prorrumpió en exclamaciones: «¡Soy la curé de Artemio Furia! ¡Soy la curé de Artemio Furia!», que aplacaron a los indios como por ensalmo. Los vio parlamentar con el alma en vilo. Uno de ellos, que hablaba un poco de castellano, le preguntó adónde se dirigía. Ella mintió: dijo que Furia la esperaba en Córdoba. Se ofrecieron a escoltarla. Habría declinado la oferta; sin embargo, en esa inmensidad inhóspita y desconocida, no le quedaba otro remedio. Viajó durante siete días montada, junto con Mimita, en un parejero del capitanejo del grupo. Al principio temió que la violentasen, aunque enseguida se dio cuenta de que el nombre Artemio Furia pesaba sobre ellos. Para probar la veracidad de su declaración, le hacían preguntas acerca de Furia que, por fortuna, sabía contestar. Al llegar a las afueras de Córdoba, le explicaron que no se adentrarían por temor a que la milicia los apresase. Le indicaron el camino y le entregaron un chifle con agua y lonjas de carne seca y galletas. Horas más tarde, un carretero que transportaba sus hortalizas al mercado de la ciudad, las llevó hasta la Plaza Mayor. Alcanzar lo de tía Pola desde allí resultó un juego de niños.

Furia la abrazó y le besó la coronilla.

—¡Rafaela, pudiste haber muerto de verdad! Dios mío, tengo la piel erizada de pensarlo. Tú, mi niña decente y refinada, viviendo esas penurias, y yo, muriéndome en el barco que me llevaba a la Irlanda.

Una mañana, días más tarde, Rafaela elevó la mano y rozó el parche de Artemio.

—Quiero ver tu cicatriz —le pidió.

—Nunca se la he mostrado a nadie.

—¿A mí no me la mostrarías?

—¡Sí, a ti sí!

—Porque eres todo mío, ¿verdad?

—¡Todo tuyo! ¡Sólo tuyo!

Rafaela levantó el parche y, como se había preparado para una cicatriz desagradable, no ensayó ningún gesto, sus facciones no se alteraron. Percibió que el cuerpo de Furia se relajaba. Se incorporó en la cama y le besó la cuenca vacía y, con la punta de la lengua, le lamió el párpado maltrecho y los bordes toscos que conformaban la cicatriz.

—¿A tu prometida se la has mostrado?

—Te he dicho que a nadie. Sólo mi abuelo la ha visto porque él me practicaba las curaciones durante el viaje a la Irlanda. Además, Elisabetta ya no es mi prometida.

Rafaela asintió, sin mirarlo. De manera irracional, la había enfadado enterarse de que Furia había planeado contraer matrimonio. Fue tía Pola la que le hizo comprender que Furia, después de nueve años de luto, había tenido derecho a pensar en una familia de nuevo. Cuando permitió que Furia se acercara de nuevo, éste cayó de rodillas junto a la cama y le besó con ardor la mano. Ella le pidió:

—Señor Furia, susúrreme palabras de amor.

—Te amo, Rafaela. Te amo de esta manera inefable que es difícil de comprender. Durante estos nueve años, jamás te olvidé. Estabas en mi cabeza en cada maldito minuto de cada maldito día. Tu recuerdo era una maldición. Te confieso que quería deshacerme de él porque estaba volviéndome loco. La noche en que Elisabetta y yo nos comprometimos, tu rostro me perseguía como un fantasma y tu voz me repetía: No me olvide, señor Furia. No me olvide, señor Furia. ¡Rafaela, nunca vuelvas a dejarme! Ya no podría soportarlo.

—¡Nunca, amor mío! Prométeme que moriremos juntos.

—Lo prometo.

Después de varios días de reposo y de grandes cantidades de comida, Rafaela empezaba a cansarse de guardar cama. Furia no le permitía caminar y la llevaba en andas hasta la tina, al patio para tomar sol, aun detrás del biombo para que hiciera sus necesidades; y, mientras cambiaban las sábanas, él la sentaba sobre sus rodillas y la sostenía como a un bebé. No negaría que, después de trabajar años sin descanso, esos días en los que la trataban como a una reina obraban maravillas en su cuerpo y en su corazón. Por la mañana, mientras Pandora la peinaba y arreglaba, Rafaela analizaba su semblante en el espejo y advertía que las ojeras desaparecían, que la piel cobraba elasticidad y brillo y que su cabello lucía voluminoso y sano.

—¿Por qué permitías que ese hijoputa de Boleslao te explotase? —quiso saber Furia—. Podrías haber fabricado los afeites y perfumes en casa de tu tía Pola.

—¿Sin alambiques ni redomas ni nada? ¿Sin esencias ni flores? No olvides que todo quedó en el campito de Morón cuando viajamos a Buenos Aires. Al llegar a Córdoba, yo traía dinero que Juvenal Romano me había dado. Incluso me había prometido que me enviaría un poco todos los meses. La situación de tía Pola era desesperada. Su esposo, Leónidas, un indio imaginero, había muerto meses atrás dejando un tendal de deudas. Los últimos meses no había podido trabajar la madera debido a una afección severa a los huesos que le deformó las manos. Sin ingresos y con grandes gastos en medicinas y médicos, el dinero de tía Pola pronto se agotó. Yo pagué las deudas confiada en que Juvenal Romano me enviaría dinero al mes siguiente. El dinero nunca llegó. Mucho tiempo después, me enteré de que había muerto.

—Le dispararon. No me extrañaría que, al igual que tu padre, muriese a manos de Aarón Romano.

—Murió por mi culpa, por protegerme y esconderme de Aarón.

—¡Olvidemos el pasado! —la instó—. Ya no más penas. Cuando lleguemos a la Irlanda, te compraré el mejor alambique de cobre y todas las redomas, pipetas y demás utensilios que precisas para fabricar perfumes. Tendrás un batallón de jardineros a tus órdenes y te convertirás en la dueña del jardín más exuberante de la Europa.

—¡Oh, Artemio! ¿De veras?

—Viajaremos por el mundo buscando especies exóticas. Lo primero que quiero que hagas cuando te compre el alambique es fabricar nuestro perfume, ese que bautizaste Amor y que me tiene encadenado a ti desde los tiempos de La Larga.

—Si podemos permitírnoslo, me gustaría fabricarlo con rosas de la Bulgaria. Siempre soñé con tener la esencia de esas rosas.

—Todo para ti, Rafaela. Las rosas de la Bulgaria, los muguetes de la Inglaterra y los jazmines de donde sean. Todo.

Así como Furia consentía a Rafaela, hacía otro tanto con Sebastián, y eso suscitaba discusiones entre ellos.

—No quiero que piense que vivirá a mesa puesta, Artemio. Quiero enseñarle el valor del dinero, quiero que aprenda a ganárselo. No haremos de él un malcriado.

—Mi amor, déjame darle una porción de lo que le habría dado desde su nacimiento. Prometo que, una vez en la Irlanda, seré más austero con él.

Sebastián se aficionaba al señor Furia día a día. Nadie era más inteligente que ese bravo señor, ni generoso, ni bueno, ni divertido, ni mejor jinete. Cuando le permitían visitar a su madre, se trepaba en la cama y le enumeraba los regalos que el señor Furia le había comprado y las actividades que habían compartido.

—Hoy el señor Furia se compró una argolla de plata y se la puso en la otra oreja, en la que estaba vacía. ¿Y sabes por qué lo hizo, mamá? —Rafaela dijo que no—. Porque acaba de descubrir que tiene un hijo. Se colgará una argolla por cada hijo que Dios le dé, así dijo. Cuando le pregunté por qué se había colgado las argollas en la otra oreja, me contestó que algún día me lo contaría.

Habían acordado que correspondía a Rafaela revelarle al niño la identidad de su padre. A pesar de que Rafaela aseguraba que Sebastián lo aceptaría sin dudar —desde muy pequeño vivía en la esperanza de conocer a su padre—, Furia le había pedido unos días para ganarse su confianza y su cariño. Sin duda, estaba lográndolo. Hasta el día en que Sebastián entró sin llamar en la habitación de Rafaela y sorprendió a Furia besándola. Se abalanzó sobre él y le asestó puñetazos al tiempo que exclamaba: «¡Déjela! Mi mamá es mía y de mi papá. ¡Suéltela!». Furia consiguió reducirlo. El niño siguió debatiéndose y le lanzó dentelladas cuando sus brazos y piernas quedaron inutilizados. Furia miró a Rafaela y le dijo, con una media sonrisa:

—Podríamos apodarlo Pichín-Ülleún, ¿no crees? —lo depositó sobre el regazo de la madre y abandonó el dormitorio.

Sebastián lloró hasta mojar el camisón de Rafaela.

—Hijito mío, no sufras. ¿Por qué lloras tanto?

—Porque el señor Furia te estaba besando.

—Creí que lo apreciabas, que sentías un gran cariño por él.

—Sí, pero él no puede besarte. Porque tú eres de mi papá.

—¿Crees que lo habría besado si él no fuera tu padre?

Sebastián levantó la cabeza y la miró en abierta confusión. Rafaela lo obligó a sonarse la nariz y le secó las mejillas.

—Sebastián, yo jamás traicionaría a tu padre besando a otro hombre. Yo besé al señor Furia porque él es tu padre.

—¿Mi padre? —Rafaela asintió—. ¿De verdad?

—Hijo, ¿alguna vez te he mentido? —Sebastián agitó la cabeza—. ¿No te has dado cuenta de que tienes su mismo color de cabello? ¿No te has dado cuenta de lo parecido que eres a él?

—No se llama Sebastián. Se llama Artemio.

—Lo llaman Artemio Furia, pero su verdadero nombre es Sebastian de Lacy. Sebastian no Sebastián, porque es en inglés, que es otro idioma, el que tu padre habla con misia Eduarda.

Rafaela rió ante la expresión de azoro de su hijo. El niño se sorbió los mocos, se pasó el dorso de la mano por los ojos y salió corriendo de la habitación. Volvió al rato en brazos de su padre, con la cara oculta y aferrado a su cuello. Furia y Rafaela se contemplaron a través del espacio del dormitorio. Rafaela sonrió con labios temblorosos. Artemio fue incapaz de devolverle el gesto; la barbilla se le sacudía de sofrenar el llanto. Se sentó en el borde de la cama y ubicó a Sebastián sobre sus rodillas.

—Siempre has de proteger a tu madre como lo hiciste hoy.

—Sí, papá.

Furia visitaba a diario la casa en la calle de San Francisco y evitaba encontrarse con Girolamo Sforza. En cuanto a William, se sorprendía de sus cambios bruscos de carácter; en ocasiones parecía exultante; otras, deprimido. Una tarde, Sforza lo encaró en el vestíbulo y le pidió unas palabras en privado.

—De Lacy, esta situación es insostenible. Elisabetta se siente humillada y está sufriendo.

Aunque le costase admitirlo, Sforza tenía razón. Si bien Elisabetta lo recibía de buen humor, él advertía su deterioro; estaba ojerosa y pálida.

—Yo no soy culpable de cómo sucedieron las cosas. Jamás habría lastimado a tu prima con intención, y lo sabes. Además, deberías de estar contento. Sé que nuestro matrimonio no contaba con tu aprobación.

—Estoy contento por que vuestra boda se haya frustrado, pero no estoy contento con esta situación. Elisabetta y yo deberíamos viajar a Buenos Aires para regresar a la Italia.

—En ningún barco viajaréis tan cómodos y bien atendidos como en el Smarag. Además, no quiero que os aventuréis solos hasta Buenos Aires. Los caminos de este país están plagados de peligros.

—Entonces, si algo de nobleza corre por tus venas, emprendamos el viaje pronto, para evitar que Elisabetta siga sufriendo y humillándose.

—No podré hacerlo hasta que el médico me indique que mi mujer puede afrontar un viaje de esa envergadura. Cuando la encontré, su salud no era buena.

Elisabetta irrumpió en el comedor.

—No hables por mí, Girolamo. Volveré a la Europa en el Smarag y en ningún otro. Si lo deseas, regresa tú a la Italia. No cuentes con mi dinero para pagar el pasaje.

Furia anhelaba regresar a la Irlanda para comenzar una nueva vida con Rafaela. Su constitución y su semblante mejoraban a ojos vistas, y no había modo de mantenerla en cama; incluso, en ocasiones, oía misa en la Merced.

—Te pediría que cases conmigo aquí, en Córdoba —admitió Furia una noche—, si no deseara que fuera el padre Ciríaco quien lo hiciera.

—Está bien para mí. Me encantará conocer por fin a tu padre Ciríaco. Aunque no lo conozco, lo quiero con todo mi corazón, por haberte rescatado cuando niño y por haberte amado siempre —Furia se incorporó en el colchón donde dormía, a un costado de la cama de Rafaela, y la besó—. ¿Por qué duermes ahí abajo? ¿Tan fea estoy que no quieres compartir la cama conmigo?

Furia ensayó una mueca elocuente y soltó el aire con impaciencia.

—Rafaela, nadie imagina la tortura que significa para mí abstenerme contigo. Me sorprendo de mí mismo, del control que estoy consiguiendo, y es sólo por ti, porque el doctor Allende Pinto aseguró que necesitas descanso y nada de emoción.

—El doctor Allende Pinto —replicó, al tiempo que se deslizaba de su cama y caía a horcajadas sobre Furia— no sabe lo que yo necesito. Necesito a mi hombre dentro de mí. Lo he necesitado a lo largo de nueve años, lo he añorado hasta las lágrimas, en ocasiones creí que enloquecería por desearlo tanto. Me resisto a prolongar la espera. ¿Por qué tiemblas? —le preguntó, con fingida inocencia.

—Por favor, Rafaela, no te muevas así sobre mi verga. No me hagas esto. Estoy muy caliente para contenerme.

—No te contengas —le sugirió, mientras le desabotonaba la camisa y le acariciaba los pectorales y le abría surcos en la mata espesa de vello con los dedos estirados—. ¿Por qué duermes vestido? Recuerdo cuánto me costó acostumbrarme en el campito de Morón a que lo hicieras desnudo. —Se bajó el escote del camisón y liberó sus pechos—. Tócame, Artemio.

Rafaela se inclinó para ofrecerle los pezones y gimió y se sacudió y gritó cuando la boca de él se cerró en torno a uno de ellos, y su lengua lo lamió y sus labios lo succionaron, y sus manos le apretaron las nalgas como si amasara pan. Los sonidos que brotaban sin moderación de Rafaela probablemente despertasen a Sebastián en la habitación contigua. Ninguno reparó en ello. Rafaela se ocupó de las bragas de Furia y de sus propios calzones.

Artemio parecía haber olvidado los escrúpulos en cuanto a la fragilidad de su mujer. La tomó por los brazos y, con un movimiento impaciente, la acomodó de espaldas sobre el colchón. La inmovilizó con las rodillas y le arrancó nuevos’gemidos cuando su boca volvió a cebarse en los pezones de ella.

—Me habría gustado beber de la leche que le dabas a mi hijo.

—Me habría gustado que lo hicieras.

—Dime que has sido sólo mía, que ningún otro te ha poseído en estos años.

—¿Cómo puedes pensar que he sido de otro? Nunca nadie me ha poseído excepto tú, Artemio. Nadie, excepto tú. ¡Dios mío, Artemio, volver a estar bajo tu peso! ¡Volver a sentir tu carne dentro de mí! ¡Es como un sueño! —Le costaba hablar, le costaba respirar.

Furia había quebrado su coraza de voluntad y la abrazaba con frenesí. Sus caricias llenas de fuego le marcaban la piel e imprimían rastros calientes. Su boca la mordía, la lamía y la besaba. Como ciega, estiró el brazo hasta dar con su pene. Estaba duro, caliente y suave. Latía en su mano.

—¡Oh, Dios! —Furia se arqueó y quedó suspendido en un aullido silencioso, la boca abierta y una mueca de dolor en el rostro; la yugular le sobresalía en el cuello encarnado.

Se enterró en ella con un impulso poco gentil, al tiempo que con su lengua le invadía la boca. Las fosas nasales de Furia se dilataban para inspirar. Lo hacía de un modo superficial y agitado, y el aire caliente golpeaba las mejillas de Rafaela. Comenzó a susurrarle con voz ronca al oído, con acento desesperado, con ansiedad.

—¡Carajo, Rafaela, no puedo contenerme! Lo siento, mi amor.

La vagina de Rafaela, que se contraía y aflojaba en torno al miembro de Furia, estaba volviéndolo loco. Ella inició un movimiento similar a la cadencia de las olas que lamen la playa, hacia delante, hacia atrás, mientras sus uñas se enterraban en las nalgas de Artemio incitándolo a penetrar dentro de su carne hasta rozarle las entrañas.

Al día siguiente, todos, excepto Sebastián, les echaban vistazos entre irónicos, picaros y timoratos. Los rugidos de Furia en el alivio habían atravesado la casa e inundado el tercer patio.

Rafaela se mostró inflexible con el nuevo regalo de Furia para Sebastián.

—Artemio, él jamás ha montado. No quiero que lo haga, no en ese caballo que le has dado. Es enorme y luce indomable.

—¿Crees que le daría un caballo mañoso a mi hijo? Diomed es un hannoveriano tranquilo, mi amor.

—Rafaela, mi mallé —Calvú Manque quería decir «sobrino»— tiene a los dos mejores maestros p’aprender a montar. Artemio y yo —aclaró, con una amplia sonrisa.

—Calvú, no niego que ustedes son dos de los mejores jinetes que pueblan las pampas porque prácticamente han nacido sobre el lomo de un caballo. Sebastián, en cambio, no tiene habilidad ni destreza. Es un niño de ciudad.

—Queremos poner remedio a eso, Rafaela —se empecinó Furia—. En Grossvenor Manor y en las otras propiedades, vivirá sobre el lomo de un caballo, acompañándome a visitar a los arrendatarios.

—¡No en ese caballo, Artemio! ¿No puedes comprarle uno más pequeño? ¡Y ni se te ocurra hacerlo montar en ese gigante blanco tuyo! Me hace sentir del tamaño de una pulga.

El entusiasmo de Sebastián por Diomed y la presión de Furia y de Manque lograron resquebrajar la firme decisión de Rafaela. Furia prometió que Sebastián montaría en sitios despoblados donde el trajín de la ciudad no espantase a los animales. Solían pasear a la hora de la siesta y se alejaban en dirección al río. Cabalgaban sobre la marisma y, por lo general, los acompañaban Elisabetta y William. A Rafaela la ponía de mal humor que Sebastián llegase, todo alborotado, hablando de la hermosa italiana amiga de papá.

El doctor Allende Pinto encontró muy restablecida a Rafaela, y admitió que la breve convalecencia lo sorprendía. En opinión del médico, si víajaban en varias etapas, podrían marchar a Buenos Aires cuando lo juzgasen oportuno. Furia inició los preparativos del viaje de inmediato. Alquilaría otra galera pues no bastaba con su carruaje; además, no podía imaginar a Elisabetta y a Rafaela confinadas en el mismo coche durante días. No resultarían fáciles los meses en el Smarag.

Se demorarían poco en Buenos Aires, lo suficiente para que el padre Ciriaco bendijera su matrimonio, para cargar el matalotaje y el agua, y para que Rafaela visitase a sus amigas, Lupe Moreno, viuda desde el año once, y Pilar Montes.

—Moreno murió en alta mar —le contó Furia—. Estuve en Londres con su hermano Manuel y con Tomás Guido. Ambos lo acompañaban en el barco. Ellos sostienen que Moreno murió envenenado. Los mismos que intrigaron en mi contra para sacarme del juego, se ocuparon de alejarlo de Buenos Aires y matarlo.

—¡Pobre Lupe! —se compadeció Rafaela—. Recuerdo cuánto amaba a su Moreno.

—La ayudo desde hace tiempo. Económicamente —aclaró—. Lo hago porque Moreno me pidió que la cuidase si algo malo le ocurría, pero también porque había sido tu amiga y muy buena contigo cuando todos te daban la espalda a causa de mí.

—Gracias. Durante todos estos años no me atreví a escribirles, ni a ella ni a Pilar, porque Juvenal me previno que se violaban las cartas en el Correo. Y yo temía que Aarón de algún modo se enterase dónde me escondía y viniese por mí.

—Tu primo no puede ir tras nadie. Ya te conté que es una piltrafa, un despojo. Quizá ya esté muerto.

—No siento pena por él, Artemio. Cuando pienso que pudo haberte asesinado…

Furia la envolvió en su abrazo y le siseó al oído para acallar los malos recuerdos.

—No te detengas en esas tristes memorias —le pidió—. Soy tan feliz desde que te he recuperado que las penas del pasado se han desvanecido. Todo parece insignificante ahora que te tengo conmigo.

Un mediodía a principios de septiembre, después del almuerzo, mientras sorbían café y bebidas digestivas, Calvú Manque y Edwina anunciaron su intención de contraer matrimonio. Para nadie resultó una sorpresa. Rafaela, incluso, los había pillado besándose en el patio, ocultos bajo las glicinas; le había resultado un cuadro perfecto, él, alto y oscuro, ella, menuda y diáfana. Manque le había soltado el pelo que cayó sobre la espalda de Edwina como un manto con destellos rojos y dorados. A Rafaela la había excitado la intensidad del beso. Nadie sabía cómo reaccionarían Martín y Eduardo; después de todo, Avendaño había muerto tan sólo un año atrás. Edwina, sin embargo, mostró la actitud firme y decidida que la había caracterizado desde su viudez y expresó que nada ni nadie le impedirían comenzar a vivir.

Con los ánimos elevados y sonrisas en los labios, salieron a montar. Las lecciones de Sebastián estaban dando sus frutos, y Rafaela se henchía de orgullo cuando a Furia se le iluminaban los ojos mientras le aseguraba que nunca había conocido un niño tan inteligente y valiente como Sebastián. «Es un jinete nato», aseguraba. De noche, cuando iban juntos a arropar al niño y darle el beso de las buenas noches, Rafaela se quedaba mirándolos conversar acerca de Diomed, de Zeus y de las estupendas caballerizas que el abuelo Horatio tenía en Grossvenor Manor, y experimentaba la fuerte necesidad de que esos dos hombres habitasen en su vientre para que fueran sólo de ella y para que nada los dañase.

Esa tarde, los acompañaba Elisabetta. Enfilaron hacia la zona del río y, al alcanzarlo, galoparon por la marisma. Furia y Manque se mantenían a los costados de Sebastián, que reía y hablaba a gritos. Un rato después, disminuyeron la marcha hasta alcanzar un paso ligero. La quietud del lugar, sumada a la benignidad del clima —corría un viento suave y fresco que arrastraba el aroma de las hierbas y las flores— y al trinar de los pájaros, apaciguaron a jinetes y monturas por igual. Furia, que sabía a su hijo próximo y a Calvú atento, se distrajo evocando la noche de tórrida pasión compartida con su mujer. A veces, cuando la tenía saciada entre sus brazos, la observaba y temía que se tratara de un sueño, que se desvaneciera bajo su cuerpo. Se despertaba por la mañana y giraba la cabeza en la almohada sólo para comprobar que estaba a su lado. Si no la veía, se echaba encima una bata y, así, en paños menores, salía al patío y la llamaba.

Furia percibió las dos cosas al mismo tiempo: la quemazón en el brazo derecho y el trueno que rasgó el velo de paz del entorno. Le bastó un instante para comprender que se trataba de un disparo. Al tiempo que intentaba sojuzgar a un Zeus encabritado, veía a Calvú Manque galopar tras un jinete, probablemente el que había disparado, a Elisabetta luchar con su yegua para tranquilizarla y a Diomed elevarse en sus cuartos traseros. Su corazón cesó de palpitar, la sangre se le volvió hielo y los pulmones se convirtieron en piedras incapaces de ventilar su organismo. Con aterradora certeza supo que Sebastián no conseguiría someter a su caballo y que él no llegaría a tiempo para sujetarlo. Gritó su nombre, abrumado por la impotencia, mientras su hijo caía de cabeza. Se quedó sin voz cuando Sebastián tocó el suelo y un sonido como de una rama que se quiebra se propagó en el vacío que lo envolvía.

Se arrojó de Zeus y corrió a su lado. Se arrodilló junto a su cuerpo y lo tomó entre sus brazos. La cabeza del niño cayó hacia atrás, como un peso inerte. Lo estudió con una mueca de horror impresa en el gesto. Empezó a sacudirlo y a llamarlo, con voz débil y trémula al principio, con más fervor después, a los gritos cuando se convenció de que jamás despertaría. Lo apretó contra su pecho y lo acunó con violencia, mientras elevaba la cara deformada por la angustia y el terror, y clamaba:

—¡Oh, no, Dios mío, no! ¡Por piedad, no! ¡Te lo imploro! ¡No!

No se dio cuenta de que Elisabetta lo abrazaba y le susurraba palabras de consuelo.

Calvú Manque desató las boleadoras del recado, las agitó sobre su cabeza y las lanzó a las patas del caballo del que había efectuado el disparo. El animal perdió el equilibrio y cayó como un saco pesado. El jinete salió despedido y acabó de espaldas, sobre unas piedras. Manque empuñó su facón y se aproximó con cautela. Bajo el fular que le cubría el rostro, el hombre acezaba como un animal entrampado. Manque lo despojó del pañuelo y se echó hacia atrás a causa de la impresión: era William de Lacy.

—¡William! ¡Qué mierda!

—No puedo moverme —farfulló de Lacy—. No puedo mover los brazos ni las piernas.

Manque dedujo que se había quebrado el espinazo al rebotar contra el filo de la piedra.

—¿Por qué has disparado? ¡Por qué!

—Ayúdame —le suplicó.

Manque se giró de súbito cuando un grito estremecedor, que dominó el páramo y acalló a las aves, le erizó la piel. Se encaramó en la piedra y se hizo sombra con la mano. ¿Por qué su peni sacudía el cuerpo de Sebastián y clamaba hacia el cielo? «Oh, no, otra vez no. Dios mío, otra vez no».

—¡Señora Rafaela! ¡Señora Rafaela!

La voz de Pandora la arrancó de su concentración. Depositó el libro sobre la mesa y corrió al patio. Por alguna razón inexplicable, pensó en su hijo.

Todos se congregaban en el patio esa tarde, hasta la cocinera y las domésticas, y no terminaba de acertar si el bullicio comunicaba alegría o tragedia. Se quedó quieta bajo el dintel de su dormitorio, indecisa. No quería que le dijeran qué pasaba; no quería saber por qué Pandora la llamaba con alaridos histéricos; deseaba dar media vuelta y refugiarse en su habitación y en la lectura. Caminó despacio.

Al verla, Furia avanzó hacia el centro del patio con Sebastián en brazos. Rafaela vio la manga de su camisa empapada en sangre; alguien le había practicado un torniquete sobre el género. ¿Sebastián se había dormido? ¡Qué mal lo sujetaba Artemio! Su cabecita rubia caía como sin vida.

—¿Sebastián?

—Rafaela… —sollozó Furia, y se lo extendió—. Diomed… lo arrojó…

Rafaela caminó dos pasos hacia atrás y se detuvo, sin apartar la vista de su hijo. Alguien le pasó un brazo por los hombros y la sostuvo: Edwina. No quiso mirarla por temor a que le dijera lo que ya sabía.

—Despiértalo, Artemio —le pidió.

—No… —musitó él, y cayó de rodillas sobre el solado, donde rompió a llorar amargamente, cubriendo con el torso el cuerpo de su hijo. Un momento después, alguien intentaba arrebatárselo. Elevó la vista y distinguió el semblante pálido de Rafaela, que se había arrodillado frente a él.

—Hijito —la escuchó pronunciar, mientras se lo acomodaba en el regazo—, hijito mío. Aquí está mamá. Despierta. Despierta, tesoro mío.

—Rafaela, por favor. Sebastián…

—¡Cállate! —Levantó la cabeza, con la velocidad de una serpiente—. ¡No me lo digas! ¡No te atrevas a decirme que no despertará jamás! ¡Sal de mi vista!

Edwina se acuclilló junto a Rafaela y volvió a sujetarla por los hombros. La besó en la sien y le susurró:

—Rafaela, no puedo imaginar cuánto duele, pero tienes que aceptar que Sebastián se ha ido.

—¡No! —Su alarido crispó los ánimos y arrancó un sollozo a Furia, que tocó el piso con la frente y se echó a llorar a moco tendido, los brazos extendidos para rozar el cuerpo de Sebastián.

—Rafaela —habló Calvú Manque—, entrégame a Sebastián. Lo llevaremos a su recámara para prepararlo.

—¡No lo toques, Calvú! ¡Nadie ose tocar a mi hijo! —El llanto de Furia arreciaba en tanto la violencia de Rafaela aumentaba—. ¡Él es mío! ¡Mío! ¡Hijo de mis entrañas! ¡No me dejes! ¡Aquí está mamá! ¡No me dejes!

—Rafaela, por favor —insistió Manque, mientras la obligaba a incorporarse y Edwina le quitaba al niño.

Rafaela sufrió un ataque de nervios. Furia la miraba sin respirar. Lo sobrecogían sus alaridos, le recordaban a los de su madre al ver degollado a su padre. Se abalanzó sobre ella y la circundó con los brazos y la apretó contra su pecho. Ella luchó por liberarse; se debatía con un vigor que a Furia le costaba sojuzgar. Y todo el tiempo Rafaela exclamaba: «¡Por tu culpa! ¡Mi hijo está muerto por tu culpa!». No tardó en desvanecerse.

Habían trascurrido cinco días desde el entierro de Sebastián, y Elisabetta deseaba olvidar la ceremonia en el campo santo de San Francisco. Rafaela, flanqueada por su tía Pola y por Edwina, se había mantenido en silencio, su expresión como una máscara de piedra blanca, sin matices; parecía muerta. Hasta que los enterradores tensaron las cuerdas e iniciaron el descenso del pequeño féretro; entonces, la joven madre actuó como si acabase de caer en la cuenta de lo definitivo del acontecimiento. Gritó el nombre de su hijo e intentó arrojarse al foso. Furia, que se mantenía alejado, la sujetó por detrás y le pegó el pecho a su espalda y le susurró con voz ardiente algo que nadie oyó. Durante el velatorio en casa de Edwina, a Elisabetta le había dado un vuelco el corazón al descubrir los ojos de Artemio fijos en Rafaela; quería olvidar esa expresión de amor infinito, sin fronteras, sin condiciones, sin límites. Los sentimientos que incitó en ella, celos y rabia, la avergonzaban.

Subió por las escaleras del patio hacia la zona de las habitaciones y se detuvo frente a la de Furia. Se había enclaustrado después del entierro, y ni siquiera admitía a Calvú Manque; tampoco permitía que le curasen la herida del brazo. Sólo abría para vociferar a las domésticas que lo proveyesen de bebidas espiritosas. Aunque tenía una llave para entrar, Elisabetta no se atrevió. Se había mostrado muy violento con su amigo, ni qué decir con Girolamo, a quien casi le rebanó la garganta cuando éste lo presionó con el viaje a Buenos Aires; los rápidos reflejos del indio consiguieron que el filo del facón se desviase e infligiese un corte superficial en el cuello de Sforza.

Elisabetta sacudió la cabeza y se alejó con un suspiro. Amaba profundamente a Sebastian de Lacy y no toleraba su dolor. La impotencia la inquietaba, no sabía cómo ayudarlo. En la sala se topó con Manque. El indio no lucía mejor que su amigo. Estaba echado en un sillón, con el antebrazo sobre el rostro. Elisabetta carraspeó para anunciarse.

—¿Sigue encerrado? —preguntó el hombre, innecesariamente.

—Sí —contestó la italiana— y no me atrevo a entrar.

—Sólo se mantiene con vida para vengar la muerte de su hijo. Con el rechazo de Rafaela y la culpa que lo agobia por la caída de Sebastián, ya se abría descerrajado un tiro en los sesos si no fuese por la venganza.

—¿Por qué William hizo algo tan descabellado?

—Antes de morir me confesó que lo hizo por una suma muy abultada de dinero. Jacob Burke, el viejo administrador de los de Lacy, le entregó cinco mil libras antes de partir hacia acá. Y le prometió otro tanto si, durante el viaje a la Sudamérica, acababa con Artemio.

—¡Burke! ¿De dónde habrá sacado tanto dinero ese hombre? Recuerdo que tío Horatio siempre se quejaba porque, como consecuencia de sus apuestas, estaba permanentemente endeudado.

—Burke es sólo un intermediario. Nuestro verdadero enemigo no ha mostrado aún la cara.

Por la noche, Elisabetta llamó a la puerta de Furia y le preguntó si le apetecía cenar. Nadie respondió. Apoyó la oreja sobre la hoja de madera. El silencio era sepulcral. Tuvo miedo. Le tembló la mano al colocar la llave en la cerradura. Entornó la puerta con precaución, como si esperase que una jauría huyese por el resquicio. Ahogó un lamento al descubrirlo sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.

Furia levantó la cabeza que descansaba sobre sus rodillas y la observó con una intensidad que le robó el aliento. No le conocía esa mirada siniestra. El turquesa del iris resplandecía en su ojo inyectado de sangre; de seguro, no había dormido ni una hora seguida. Tenía el pelo más oscuro a causa de la suciedad, y el bozo, cubierto de una espesa barba. Llevaba la misma camisa de la mañana del entierro, y en la manga se advertía la aureola de sangre seca.

—Sal de aquí —le ordenó, y su voz le causó un repelús—. No quiero hacerte daño, pero lo haré si tengo que levantarme para sacarte fuera, Elisabetta salió y cerró con llave. Se encaminó a su dormitorio y le pidió a Mina que la ayudara a colocarse el dominó. Se cubrió la cabeza con la capucha y se calzó los guantes.

—Mina, dile a Juan que prepare el carruaje. Iremos a casa de misia Eduarda.

Les había permitido que la narcotizasen porque, cuando caía en ese sueño negro y profundo, se olvidaba de Sebastián. Al volver a la conciencia, con el corazón mortalmente herido, deseaba morir. El dolor, originado en sus entrañas, ascendía y se transformaba en pinchazos que, si bien nacían en el estómago, se desplazaban como ondas hasta las axilas y la espalda. Siempre ocurría lo mismo: abría los párpados con dificultad y enseguida pensaba en que Sebastián estaba vivo. A la comprensión de la realidad le seguía una brutal oleada de dolor. La amargura la envolvía y le oprimía el pecho como si le hubiesen colocado un yunque.

La mañana del quinto día despertó y descubrió a Mimita en su dormitorio. La niña estaba sentada en el canapé, muy quieta, con todas las muñecas que Furia le había comprado sobre la falda. La miraba sin pestañear. La llamó agitando la mano. Sonrió al ver el cuidado que empleaba para acomodar a las muñecas antes de responder a su llamado. Mimita se acomodó en el borde de la cama y le acarició la mejilla con rastros de lágrimas de la noche anterior.

—¿Batián?

—Se convirtió en ángel y se fue al cielo —le explicó, con bastante aplomo—. No volveremos a verlo.

—¿Atiemo?

—Está en su casa.

—Atiemo.

—¿Quieres verlo? —la niña asintió—. Mañana —mintió.

Le pidió a Pandora que no siguiera vertiendo en su tisana la opiata que Allende Pinto había recetado. Quería que los efluvios de la droga se diluyesen en su sangre para recuperar el control sobre sí. Pasó el día en su dormitorio. Sorbió unas cucharadas de caldo y comió unos trozos de pollo y arroz. La visitaron Edwina y, por la tarde, su tía Pola. Conversar con ellas le hizo bien. Edwina, en especial, se mostró cariñosa y no le reprochó las crueldades que le había espetado a su hermano. Aunque creyó que podría compartir la mesa a la hora de cenar, al ponerse el sol, decayó su ánimo y se metió en la cama. No dormía cuando Pola llamó a su puerta.

—La señorita d’Adda está aquí y pide verte.

Le tomó unos segundos entender de quién se trataba. Había obtenido atisbos de la mujer durante el velatorio y en el entierro. Tía Pola le había contado que llegó con Furia cuando éste trajo el cuerpo de Sebastián, por lo que la d’Adda había estado con su hijo cuando murió, un derecho que a ella se le había negado.

—No quiero verla.

—Lo harás. Saldrás de la cama y la recibirás. Es importante. Es acerca de Furia.

La belleza de Elisabetta d’Adda no se discutía. Era magnífica, y punto. Sin falla, sin defecto. Una condesa nata. Una criatura de fábula que atraía las miradas de hombres y mujeres por igual. Se limitó a inclinar la cabeza al entrar en la sala y le indicó, al extender la mano, que tomase asiento.

—¿Puedo llamarla por su nombre de pila? —Elisabetta le habló en un castellano fluido, de buena pronunciación. Rafaela asintió—. Rafaela, no me habría atrevido a molestarla si lo que me trajera hasta acá no fuese de naturaleza urgente y grave. Se trata de Sebastiano, o de Artemio, como vosotros lo llamáis —ante el silencio y la imperturbabilidad de Rafaela, Elisabetta dudó, hizo un silencio, carraspeó—. Creo que ha decidido dejarse morir. Hace cinco días que no sale de su recámara, no come, no duerme, no se higieniza, sólo bebe coñac y otras bebidas fuertes, y llora. La culpa está matándolo, pero, sobre todo, Rafaela, está matándolo vuestro desprecio. Le aseguro que me cuesta pedirle lo que le pediré. Necesito que venga conmigo y lo salve. Usted es la única que puede hacerlo. Sólo usted. Ni Calvú ni yo accedemos a él. Se ha encerrado en su dolor y ha decidido esperar a que la muerte lo sorprenda. Por favor, le imploro, sálvelo.

Las miradas, una de un verde esmeralda, la otra de un celeste claro, se cruzaron y quedaron suspendidas en el tenso mutismo. Rafaela se puso de pie. Elisabetta la imitó.

—Espéreme aquí. Voy por mi rebozo y mis guantes.

En el carruaje, Rafaela estudió el perfil de Elisabetta. No conseguía apartar los ojos de sus lincamientos. Su perfección la pasmaba.

—¿Por qué hace esto? —pensó en voz alta—. ¿Por qué ha ido a buscarme?

—Porque lo amo profundamente y deseo volver a verlo feliz.

—Usted es una mujer digna de él.

—Pero él no me quiere a mí. Sólo quiere a su Rafaela.

En la casa de la calle de San Francisco, Manque y Elisabetta la escoltaron escaleras arriba. Quinto caminaba a su lado y le lamía la mano. Rafaela se detuvo frente a la puerta y la miró sin verla. En realidad, estaba hablándole a Sebastián por primera vez desde su muerte: «Ayúdame a rescatar a tu padre», le pidió. Calvú Manque le puso las manos sobre los hombros y la obligó a volverse.

—Rafaela, mi peni ’tá muy mal; mi anda pareciendo que se le han escapao algunas cabras. No te va a gustar lo que vas a encontrar ahí dentro. A mí ya me ha tocao ver esta escena muchas veces. Artemio Furia é el hombre más juerte que conozco, pero tú eres su debilidá. Jama lo vi quebrarse hasta que tú apareciste en su vida. Cuando se trata de ti, se desmorona, como si le dieran un golpe en la cabeza. Le pasó lo mesmo dispués de aquella noche en la pensión de doña Clara y tambien cuando le dije que le habías muerto. Te pido que le tengas pacencia y que lo tranquilices.

Rafaela asintió y entró llena de paz y seguridad.

Artemio disparó la cabeza para soltar un ladrido y, al ver quién era, se puso de pie con dificultad, ayudándose con las palmas y el trasero a trepar por la pared. Su gesto feroz iba suavizándose hasta reducirse a una mueca lastimosa. Rafaela se acercaba, y Furia se preguntó si se trataría de una alucinación causada por la borrachera. La joven se plantó a unas varas de él y se deshizo de los guantes y del rebozo; los echó sobre la cama. A pesar de que estaba sería, no lucía enojada. De igual modo, no le importaba si lo buscaba para insultarlo. Que lo flagelara también. Cualquier castigo que Rafaela quisiera imponerle sería bienvenido pues indicaría que no lo había olvidado. Porque era su indiferencia lo que estaba matándolo.

Rafaela le habló con dulzura.

—Tienes la misma expresión de tu hijo cuando había cometido una travesura y sabía que lo reprendería.

Su sonrisa parecía real. No alucinaba. Sus labios fueron desvelando esos dientes blancos y parejos, y su ternura lo sacudió. Los primeros sollozos emergieron con sonidos raros, como espasmos convulsos, porque se mezclaban con las ansias de hablar y de reír.

Rafaela corrió hacia Artemio y lo abrazó. Él se deslizó al suelo como si perdiera vigor; se aferró a la cintura de ella y la apretó con ferocidad. Ella no esperaba lo que siguió: Furia profirió un grito estremecedor, largo y doliente, que le hizo temblar las entrañas y le cortó el aliento. Apretó los ojos; no se atrevía a mirarlo en ese instante en que el dolor lo habría transfigurado.

Terminó sentada con las piernas recogidas hacia un costado sirviéndole de almohada a la cabeza de Furia. Se inclinó para hablarle al oído.

—Shhh. No llores, amor mío. No llores. Aquí estoy para ti y no volveré a apartarme de tu lado. Perdóname por haber sido tan cruel contigo. Perdóname por hacerte sufrir en un momento tan doloroso para ambos. No sentí nada de lo que te dije. Enloquecí a causa de la rabia y del dolor, y dije cosas que no sentía. Perdóname.

Furia se ovilló como un feto y aferró aún más las piernas de Rafaela. Le empapó la saya con lágrimas y saliva. Cuando giró la cabeza y la miró a los ojos, ella le pasó las manos por la cara para arrasar con tanto dolor y culpa. Lo atrajo hacia sus labios y lo besó. El casi no podía hablar, pero ella comprendió lo que intentaba expresar.

—Dude tanto. Duele tanto. No soporto… el dolor.

—Sí, lo soportaremos. Nuestro amor lo soportará, si estamos juntos, Artemio, me siento capaz de soportar cualquier cosa. Amor mío —le susurró—, amor de mi vida, no sufras. Cálmate, por mí. Vamos, inspira profundamente y busca serenarte.

Rafaela lo meció y le cantó las canciones de cuna que había empleado primero con Mimita, con Sebastián después. No sabía si Furia estaba dormido; respiraba como si lo estuviese.

—Murió por mi culpa —su voz la sorprendió—. No quise oírte cuando me advertiste del peligro y lo perdimos por mi culpa. ¡Por mi culpa! —repitió, y se golpeó el pecho con saña.

Rafaela le detuvo la mano y siseó para apaciguarlo.

—Artemio, tienes que saber que, para una madre, todo constituye un peligro. A veces habría querido que Sebastián volviese a mi vientre para preservarlo de cualquier mal. Eso no era posible porque él tenía derecho a vivir, y a hacerlo intensamente. Nunca había sido tan feliz como desde que supo que tú eras su padre. Me decía que eras el mejor, el más valiente —Artemio rió sin fuerza—, el más bueno, el mejor jinete, el que lo sabía todo y el que le daba los mejores regalos. ¿Te acuerdas de su expresión cuando le entregaste a Diomed? —Artemio asintió sobre su pierna—. En sus ocho años de vida, te lo aseguro, jamás lo vi tan emocionado. Fue feliz nuestro Sebastián, y ahora está con el Señor.

—Además de su pérdida, lo que me destroza —le confesó—, es haberte causado una pena que nunca te abandonará.

—Artemio, tú no me has causado ninguna pena. Si el Señor decidió llevárselo y dejarnos a nosotros aquí, no cuestionemos su designio y tratemos de ser felices. Jamás olvidaremos a nuestro hijo amado, eso es verdad.

—Muchas veces, a lo largo de mi vida, me pregunté por qué Dios me había preservado la noche en que murieron mis padres. Estaba enojado con Él por no haberme llevado a mí también. Después de que te conocí, entendí por qué.

—¡Amor mío! —Rafaela le besó la sien y, sin apartar los labios, le prometió—: Le daré más hijos, señor Furia. Se lo juro. Y seremos felices otra vez —siguió meciéndolo y acariciándolo—. Ahora quisiera ayudarte a tomar un baño.

—Huelo a diablos, ¿no?

—Para mí hueles a gloria —lo escuchó reír quedamente—. ¿Te gustaría que después del baño te diera un masaje con mis bálsamos como aquel día en La Larga antes de suturarte la herida que te causó Gabino? —la afirmación sonó como un ronroneo—. Calvú —llamó, y el indio apareció de inmediato, con Elisabetta por detrás.

Los dos pusieron los ojos como platos ante el cuadro que componían Rafaela sentada en el suelo y Artemio encogido, las rodillas al pecho y la cabeza sobre las piernas de ella. Furia no se molestó en mirarlos. Quinto se introdujo con sigilo y se echó junto a su dueño.

—Elisabetta, si usted no tiene inconveniente, me gustaría pasar la noche aquí.

—Por supuesto —aseguró.

—Gracias. Calvú, envía a Juan a buscar a lo de Edwina mi caja con aceites esenciales y la otra con los elementos para realizar curaciones. Ah, y una muda de ropa. Tía Pola sabrá dónde encontrar todo —se dirigió a Elisabetta para preguntar—: ¿Podría ordenar que preparasen una tina de agua caliente? Sería mejor llevarla a la recámara de Calvú así las domésticas cambian las sábanas aquí y ordenan esta habitación.

—Así se hará.

—Mientras preparan el baño —expresó Rafaela—, me gustaría que Artemio comiese algo.

—No tengo hambre.

—Comerás un poco.

Después de una cena frugal y un largo baño, Furia caminó como ebrio hasta su habitación, se quitó la bata y se tiró boca abajo en la cama. Estaba desnudo excepto por la venda en el brazo. Rafaela admiró su cuerpo delgado y fibroso, y detuvo los ojos en su culo pequeño, blanco, respingado y con depresiones a los costados de las nalgas. Había creído que, después de enterrar a Sebastián, no se excitaría de nuevo ni sentiría deseo. Se empapó las manos con aceite esencial de lavanda y comenzó el masaje.

Más tarde, Furia se movió hacia un costado para dar espacio a Rafaela en la cama, y desprendió un intenso aroma a lavanda. Para darle gusto, se acostó desnuda, boca abajo. Él se acomodó sobre su costado y le habló al oído:

—Rafaela —pronunció su nombre de manera reverencial, mientras movía la mano sobre las nalgas de ella.

—¿Señor Furia?

—Cuéntame anécdotas de Sebastián. Dios me concedió tan poco tiempo para conocerlo…

Pese a estar muy cansada, Rafaela se concentró para saciar la curiosidad de Furia, Juzgó un buen síntoma que hablaran del hijo que acababan de perder. Le contó situaciones divertidas desde que Sebastián era pequeño hasta sus últimas fechorías. Terminaron riéndose pues, como se quejaba tía Pola, el niño había sido una fuente inagotable de travesuras y salidas ocurrentes.

—Siempre fue un niño feliz, nuestro Sebastián —dijo Rafaela—, y vivía en la ilusión de conocer a su padre. Dios le concedió su deseo más anhelado antes de llevárselo.