Capítulo XXVIII

Los sueños no bastan

Rafaela saltó de la silla ante la violencia de los golpes en la puerta. Miró a Minuta. Seguía durmiendo.

—¡Rafaela, soy yo, Aarón! ¡Ábreme!

—¡No! ¡Vete! No te abriré.

—¡Ábreme! Ha ocurrido una tragedia. Tu padre ha muerto. Furia lo asesinó y se dio a la fuga. ¿Acaso sabías si iría a encontrarse con mi tío Rómulo? ¿Está Furia ahí contigo?

Rafaela permaneció en silencio, absorbiendo el golpe de la información. Lo que su primo vociferaba tras la puerta tenía sentido, las circunstancias coincidían. Las piernas le temblaron al levantarse de la silla. Descorrió la traba y abrió. Aarón se precipitó dentro. Rafaela lo contempló con el más profundo estupor pintado en el rostro.

Actuó rápido y con diligencia. Tomó la escarcela de su prima, la mantilla y los guantes y se los puso como si se tratara de una niña. Por primera vez, alzó a Mimita, la envolvió con el cobertor y se la pasó a Rafaela. Las condujo escaleras abajo y a través del salón de la fonda, vacío y oscuro, hasta el cabriolé que aguardaba fuera. Al cabo de unos minutos de recorrido, Rafaela mostró signos de captar la realidad.

—¿Adónde me llevas?

—A casa de tu padre.

—¿Qué hora es?

—La una de la madrugada.

«¡Qué tarde!», pensó. «¿Por qué no habrá regresado el señor Furia?».

—¿Por qué nos llevas a casa de mi padre? Quiero volver a la fonda.

—Rafaela, sé que estás aturdida. Debes comprender que no podía dejarte en ese sitio. No estabas a salvo allí. Tu lugar es con tu familia ahora. Te necesitamos. Además, pensé que querrías despedirte de tu padre. Su cadáver ya fue revisado por el doctor O’Gorman y las esclavas están lavándolo y cambiándolo para el velatorio.

—¿Por qué dices que Artemio ha asesinado a mi padre?

La parsimonia de Rafaela preocupó a Romano.

—Cristiana y yo lo vimos. Fuimos testigos, ¿entiendes?

Al entrar en la habitación de su padre, Rafaela divisó el cuerpo tendido sobre la cama y a sus tías llorando, una a cada lado. Cristiana, arrinconada en una esquina, le clavó la mirada. Poupée, en brazos de su dueña, le gruñó, y Rafaela se arrepintió de no haberla envenenado con las vainas de glicina en La Larga. Se aproximó al lecho. El semblante de Rómulo la afectó; había adoptado el color de las velas de sebo, las de confección barata. No tenía deseos de llorar.

—¡Mira lo que ha ocurrido por tu culpa! —explotó Clotilde—. ¡A causa de ese palurdo que trajiste a nuestras vidas, tu padre está muerto! ¡Ese maldito gaucho lo ha asesinado! ¡Eres una prostituta! ¡Una mal parida!

—¡Madre, cállese!

Aarón sacó a Rafaela de la habitación y la acompañó a su antiguo dormitorio.

—Ya vi a mi padre. Ahora llévame a la fonda. Tengo que estar allí para cuando Artemio regrese.

—¿Acaso no has comprendido lo que te dicho? —se impacientó Romano—. Furia es un prófugo de la Justicia. Todos mis agentes y los alcaldes de barrio están tras su pista. Cuando lo encuentren, lo llevarán a prisión y será ajusticiado.

—¡Déjame ir, Aarón! Me importa un comino si todo el ejército está tras él. Tengo que regresar a la fonda. Me buscará allí, y nos iremos juntos.

—¿Acaso has perdido el juicio? ¿Piensas vivir como prófuga el resto de tu vida? ¿No comprendes que él asesinó a tu padre?

Rafaela cargó en brazos a Mimita, que lloraba, e hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Romano la cerró de un puntapié.

—De aquí no sales.

—¡Abre la puerta, Aarón! —depositó a la niña en el piso y lo empujó—. ¡Hazte a un lado! No puedes obligarme a permanecer aquí. Tengo que ir a la fonda. Artemio morirá de angustia si no me encuentra allí.

La aferró por los brazos y le habló cerca de la cara.

—Tu Artemio jamás volverá a la fonda.

—¡Sí, lo hará! No se moverá de la ciudad sin mí.

—Te digo que jamás volverá a la fonda porque yo le he dado muerte, Aarón nunca había atestiguado una palidez tan repentina e intensa. El azulado de los labios exacerbaba el blanco de las mejillas. Los ojos verdes adquirieron una calidad vidriosa y sin vida.

—¿Qué has dicho?

—Le dispare. Le metí un balazo en el ojo izquierdo. Lo maté. Cristiana vio todo. Ella dará fe de mis palabras.

—¡Mientes! ¡Estás mintiéndome!

—No miento.

—¡Llévame con él!

—¡Jamás te diré dónde lo he enterrado! ¡Jamás!

—Aarón —dijo, con la voz cargada de llanto—, sé que mientes. ¿Por qué habrías de matar a Artemio y decir, en cambio, que ha huido?

—¿Crees que admitiría públicamente que he acabado con el gaucho Furia? Mi vida tendría los días contados. Su gente, en especial ese indio, me perseguirían hasta los confines de la Tierra para vengarlo.

Rafaela no pensó en que estaba embarazada ni tampoco en su propia seguridad. Se abalanzó sobre Aarón para arrancarle la sonrisa, y se debatió con un vigor que lo tomó por sorpresa. Le costó sojuzgarla. La arrojó boca abajo sobre la cama y le echó su peso encima. El cuerpo de Aarón la privó del aliento. Rafaela respiraba por la boca, incapaz de llenar los pulmones. Temía desvanecerse, así que se aferró al llanto de Mimita.

Aarón se inclinó para olerle el aliento, y después el cuello, y la oreja, y las mejillas, y las sienes. La recorrió con la punta de la nariz, inspirando las fragancias que siempre daba por hechas. Le pasó la lengua por la mejilla, y la suavidad y la untuosidad de la piel de Rafaela le recordaron a la crema.

—Cálmate —le susurró, de buen modo—. Sé que has recibido un impacto demasiado doloroso, pero busca calmarte. Todo pasará, y tú y yo seremos felices. Luego de un tiempo prudencial, te convertirás en mi esposa y restablecerás tu reputación. En un principio —prosiguió Aarón, y Rafaela advirtió más intensidad en su voz—, sólo me interesabas por la fortuna de tu padre. Ahora te has vuelto una obsesión, una fiebre, una enfermedad. Te deseo, te deseo con un ardor que está volviéndome loco.

¿La forzaría frente a la niña? La lascivia de Aarón la ahogaba, como si un olor nauseabundo le danzara bajo las fosas nasales. Pensó en la enfermedad que lo aquejaba, morbo francés lo había llamado la señorita de Lezica. La contagiaría, dañaría a su hijo. Los gritos permanecían encerrados en su mente. No tenía fuerza ni aire para proferirlos ni voluntad para luchar.

Aarón rodó a un costado, y Rafaela hizo ruido al tomar aire y expandir sus pulmones. Se puso de pie de un salto y corrió hacia Mimita.

—Quiero que te serenes —exigió Aarón, al tiempo que se acomodaba el lazo y la chaqueta—. Duerme un poco, si puedes. Más tarde, volveré por ti —se fue y cerró la puerta con llave.

Le tomó unos minutos calmar a Mimita, secarle las lágrimas y sonarle la nariz, mientras ordenaba sus ideas. No se detendría a analizar la mentira de Aarón. Artemio no estaba muerto, nada la induciría a creerle. Tenía que huir de esa casa y de su primo. Ambos se habían convertido en extraños. El sonido de la llave la puso alerta. Eran Cristiana y Peregrina. La esclava corrió y las abrazó.

—Vamos —las apremió Cristiana—. No hay tiempo. Babila te aguarda en la parte trasera. Te llevará donde le indiques.

—¿Por qué me ayudas?

—Porque sí-dijo para no explicar que jamás permitiría que su hermano, el asesino de Rómulo, casara con ella y fuera feliz. Sabía que la deseaba; lo había pillado varias veces contemplándola con expresión infatuada.

—Aarón dice que mató a Furia y que tú viste todo.

—Es verdad.

—¡No te creo!

Cristiana se sacudió de hombros. Se deslizaron de modo furtivo por la casa y treparon al coche. Rafaela hurgó en su bolsa, sacó la tarjeta de Juvenal Romano y, mientras la leía, ordenó al esclavo:

—Al número 28 de la calle de San Cosme y San Damián.

Quinto olfateó el bulto. Apartó la hierba que lo cubría con sus patas delanteras hasta dar con una manta, cuyos bordes separó usando el hocico. Olisqueó la cara de Artemio Furia, mezclando gruñidos con maullidos lastimeros y silbidos rabiosos. Balanceaba la cabeza y movía el cuerpo, como si se debatiera. Mordió el poncho y comenzó a arrastrar el cuerpo. La prenda quedó colgando de sus dientes, y el cuerpo abandonado varios palmos atrás de él; el poncho se había deslizado por la cabeza de Furia. Le husmeó el cuello y la nuca, maullando como un gato indefenso, hasta cerrar sus poderosas mandíbulas en torno a la camisa y tirar. Tardó más de dos horas en alcanzar un área despoblada del Bajo, muy cerca del río, donde se escondía mientras Furia permanecía en la ciudad; él rara vez entraba en Buenos Aires; le temía. Lo había hecho de cachorro, en brazos de su dueño, que lo había mantenido a buen resguardo entre los muros del convento de la Merced.

Corrió por el Bajo hasta alcanzar la marisma de la Alameda, desolada a esa hora de la noche. Varias yardas después del Fuerte, comenzó el ascenso de la barranca para adentrarse por primera vez en mucho tiempo en un poblado. Trepó la pared del convento de la Merced con agilidad y se arrojó dentro; cayó sobre la acelga del huerto. El olfato lo guió al padre Ciriaco. Subió las escaleras y caminó por el pórtico superior hasta dar con la celda del sacerdote. Rascó la madera de la puerta, gruñendo y silbando. Paró las orejas al escuchar el ruido del eslabón contra el pedernal. La rendija bajo la puerta cobró luz. Quinto siguió rascando.

—¡Quinto! —susurró—. ¿Qué haces aquí? ¡Casi me has matado del susto! ¡No te reconocí!

Ciriaco advirtió el estado de inquietud del puma. Movía la cabeza hacia uno y otro lado, daba cortos pasos hacia la izquierda y la derecha, se detenía frente a él, lo miraba y maullaba, se sentaba sobre sus cuartos traseros para levantar una de sus enormes patas y agitarla en el aire. Su mirada, sobre todo, parecía querer transmitirle un mensaje urgente. Al fin, Quinto le mordió el ruedo del camisón y tiró hacia fuera.

—¡Ey, Quinto! ¿Qué te propones? ¿Por qué estás aquí? ¿Buscas a Artemio?

Se detuvo al mencionarlo. Ciriaco sabía que el animal jamás entraba en la ciudad. Merodeaba sin acercarse, a la espera de que su dueño se dignase a regresar al paraíso agreste y sin humanos del cual provenía. ¿Por qué había arriesgado el pellejo violando un instinto de preservación tan fuerte? Supo, con certeza indiscutible, que Artemio estaba en peligro. Apenas entornó la puerta para quitarse el camisón, echarse encima la sotana y un poncho y calzarse las sandalias. Encendió un fanal antes de apagar la palmatoria de su celda y salir. Lo elevó para iluminar el pórtico.

—Llévame con él, Quinto. Deprisa.

Amanecía cuando la carreta, con Furia inconsciente atrás, cruzó el portón del convento de la Merced, que un sacerdote se apresuró a cerrar. Lo bajaron entre varios y lo colocaron en una camilla utilizada para recoger heridos de las calles durante la batalla contra los invasores ingleses. Lo acomodaron en el refectorio, donde el principal había mandado desplegar un catre con jergón de guata, también empleado durante los días en que el convento servía como hospital de sangre.

—Ciriaco —habló el principal—, acaban de irse unos agentes de la Policía que buscaban a Artemio. Saben de su relación con el convento y por eso vinieron. Dicen que asesinó a Rómulo Palafox y que se dio a la fuga. Hay gente buscándolo por doquier.

—¡Dios lo ampare! —proclamó Ciríaco—. Pero, ¿cómo puede ser eso posible si lo he hallado medio muerto?

—¡No es tiempo de especulaciones! —intervino el padre Cosme—. Artemio está muriendo. Su pulso es muy débil. Urge que lo vea un médico.

—Serapio ha ido por el doctor Argerich —informó el principal—. En él podemos confiar. Es amigo de Artemio y de la causa de los patriotas.

El padre Cosme, quien, por ser el barbero del convento, entendía en materia de sangrías, aplicación de sanguijuelas, extracción de muelas y colocación de ventosas, asistió al doctor Argerich durante la curación y la revisión de Furia. El médico no mostró una buena expresión cuando se acercó al principal para darle su diagnóstico.

—Ha perdido el ojo. La bala le ha vaciado la cavidad ocular. Afortunadamente, el proyectil salió por la sien izquierda. No sabemos qué daño haya producido en su recorrido.

—¿Vivirá? —se escuchó la voz de Ciríaco.

—Su pulso es muy débil —fue la respuesta del médico—, y la ciencia no puede hacer más por él. Queda en manos de Dios.

—Doctor —habló el principal—, han estado aquí unos soldados. Se lo acusa de haber asesinado a Rómulo Palafox. Nosotros sabemos que no es cierto. ¿Cómo podría serlo si Artemio está aquí, medio muerto? —el médico asintió con gravedad—. Queríamos pedirle que…

—No diré una palabra acerca de Furia —se apresuró a aclarar Argerich—. Él es un amigo y dudo de que la acusación sea cierta. Cuestiones muy complejas se cocinan en la política del Río de la Plata por estos días, y Furia está en el ojo de la tormenta.

—Lo mejor sería sacarlo de Buenos Aires cuanto antes —propuso Ciríaco.

—¿Conviene moverlo, doctor?

—No conviene —admitió—. Pero tampoco conviene que le echen el guante sus enemigos.

Reunidos en el despacho del principal, Ciríaco y otros sacerdotes decidían qué hacer. Coincidieron en que la llegada del conde de Grossvenor a Buenos Aires era un acontecimiento de la Divina Providencia.

Le gustaba dormir porque soñaba con el señor Furia, y sus sueños adquirían un matiz tan real que, al despertar, le tomaba un momento darse cuenta de que no cabalgaba junto a él en el campito de Morón ni se bañaban en la laguna de La Larga. Quería evadirse porque no toleraba la sórdida realidad. Quería soñar y olvidar que su padre estaba muerto, que su primo Aarón se había convertido en un monstruo y que Artemio seguía desaparecido. Él no había muerto, se lo repetía a diario para no flaquear. Pero dormirse le costaba y los sueños no bastaban para devolverle las ganas de vivir.

Había resultado un acierto acudir a Juvenal Romano. Aarón jamás la buscaría en su casa, donde se ocultaba desde hacía dos días. Las noticias que Romano obtenía en la ciudad resultaban descorazonadoras. Lo vio entrar en la sala y advirtió su gesto contrariado. Aguardó a que se quitara la chistera, los guantes y el gabán para acercarse y preguntarle:

—Señor Romano, ¿qué ocurre? ¿Qué noticias me trae?

—Se ha intensificado la búsqueda. Han enviado una cuadrilla a buscar a Furia a un campito que tiene en Morón. ¿Es así? —levantó la vista al inquirir a Rafaela—. Oh, por favor, no vaya usted a desvanecerse. No sabría qué hacer. Venga, siéntese. Le daré algo fuerte para beber —la obligó a sorber coñac antes de proseguir—. A usted también la buscan. La acusan de cómplice en el asesinato de su padre.

—¡Oh, Santo Dios!

—Aarón es implacable —admitió Romano—. Ha ido a casa de su amiga, la señorita Bonmer, y la ha golpeado para que confesara su escondite. No llore, Rafaela. Bernarda está cuidando de ella. No es nada grave en realidad. El labio hinchado, eso es todo.

—Podría matar a Aarón con mis propias manos. Es un canalla del peor jaez. ¿Qué ha averiguado acerca de Artemio?

—Nada. Nadie sabe nada. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. Los morenistas lo buscan, quizá, con más ahínco que la Policía. Creo que lo necesitan para algo. Además…

—¿Qué? ¡Hable, señor Romano!

—Ha comenzado a correr el rumor de que en verdad está muerto.

—No, no, no —Rafaela agitaba la cabeza, sin apartar los ojos de Juvenal—. No, no, él no me dejaría. Él no me abandonaría. Vamos a tener un bebé. Voy a darle un hijo.

Romano se apiadó del sufrimiento de Rafaela y la abrazó. Al notarla más tranquila, decidió hablarle con sinceridad.

—Rafaela —dijo, con acento sombrío—, creo que lo mejor será que usted abandone Buenos Aires.

—¡No puedo irme sin Artemio! ¿Adónde iría sin él? ¿Cómo me encontraría?

—Calma, Rafaela, no entre en pánico. Eso no ayudará para razonar. A ver, pensemos con serenidad. Es preciso que salga de Buenos Aires porque Aarón no cejará hasta dar con usted. Como intendente de Policía, cuenta con espías por doquier. Y no pasará mucho hasta que consiga saber dónde se oculta. Esta vez la señorita Bonmer no ha dicho nada. ¿Qué ocurriría si, en lugar de darle una bofetada, le pusieran un arma en la sien? Ella no tendría alternativa y diría que usted está aquí.

—¡Dios mío! ¿Qué haré?

—Por eso creo que lo mejor es sacarla de Buenos Aires. Yo podría…

—¡Tía Pola! —exclamó—. La hermana de mi madre vive en Córdoba. He recibido razón de ella hace poco. Sé dónde vive, y dudo de que Aarón o mi tía Clotilde lo sepan. Me esconderé en su casa en Córdoba hasta que Artemio vaya a buscarme —se desazonó de pronto—. ¿Cómo sabrá Artemio dónde estoy? ¿Quién se lo dirá?

—Él iría a lo de la señorita Bonmer y ella le confesaría que usted se esconde aquí, en mi casa. Mañana mismo iré a los Altos de Escalda y le daré mi dirección, para que se la entregue a Furia.

—¡Sí, sí, así será! —volvió a deprimirse—. No cuento con dinero para pagar el viaje. Apenas si tengo unos cuartillos en mi escarcela. El dinero quedó en la habitación de Los Tres Reyes. Sería riesgoso volver por él.

—Rafaela, Aarón incautó vuestras cosas de Los Tres Reyes. Su dinero, estoy seguro, ha terminado en las faltriqueras de los cabos de la Policía. No se angustie por el dinero, yo le daré para que afronte el viaje. Además, usted y Mimita irán en una de mis diligencias. La enviaré sola, sin otros pasajeros, y con mis mejores cochero y mayoral.

—¡Dios lo bendiga, señor Romano!

—Rafaela, debe tener muy presente que no podrá escribirme. Es sabido que la Policía viola la correspondencia para mantenerse informada. Nos comunicaremos a través de cartas que le enviaré en mis diligencias. Y ahora, déme la dirección de su tía Pola.

—¿Cuándo partiremos?

—Esta misma noche. Como no contáis con salvoconductos para viajar, le pediré a la señorita Bonmer que los falsifique en la Imprenta.

—¿Corina puede hacer eso?

—Rafaela, se sorprendería al conocer la habilidad de su amiga con una prensa. Debo irme ahora si quiero obtener esa documentación para la hora del viaje. Pensaré nombres falsos para usted y Mimita en el camino. Además, he decidido acompañaros hasta la Villa del Lujan haciéndome pasar por vuestro padre. Después de esa posta, podréis continuar viaje sin peligro. Estimo que la influencia de Aarón no se extiende más allá.