Capítulo 9
Eran muchos los que pensaban que el grupo de paisanos que asesinó al general Juan Lavalle la mañana del 9 de setiembre de 1841 estaba, en realidad, a la busca de Bedoya, el gobernador cordobés que días atrás había pasado la noche en Jujuy, en casa de la familia Zenarruya. Había algo de cierto en esa suposición. Aquellos paisanos sí buscaban a Bedoya, pero unos días antes se les había sumado un muchacho de unos veinticinco años que decía estar buscando a Lavalle. Fue ese joven quien, en medio de la confusión del resto de la partida, abatió a Lavalle de un balazo en la garganta en el momento en que el general se encontraba en el zaguán de la residencia Zenarruya, presto para huir. Antes de abandonar el lugar, el muchacho cortó con su facón las medallas que, ahora ensangrentadas, habían engalanado el uniforme del militar unitario.
—Por el coronel Dorrego, mi padre —dijo Juan Cruz, mientras Lavalle se retorcía sobre su sangre. Nunca supo si lo había escuchado. No le importaba; había vengado la muerte de su padre y eso era suficiente.
Semanas después, de Silva reapareció en el estudio de la casa de Moreno y Perú propiedad de la familia de la esposa de Rosas. Nadie sabía dónde había estado, ni siquiera el gobernador. Mucho menos Candelaria, que permanecía angustiada en la estancia.
Cuando Juan Cruz traspuso la puerta, Rosas le dictaba una carta a uno de sus edecanes. Sus miradas se cruzaron, y el gobernador entendió que su protegido necesitaba estar a solas con él. Despidió a los asistentes y se sentó en su sillón de cuero, sin pronunciar palabra. Aquel día supo que Juan Cruz era el hijo bastardo de Dorrego.
—Primero por mi padre, el coronel Dorrego; luego, por usted.
El joven arrojó las medallas sobre la mesa y se retiró del lugar. Rosas reconoció al instante las medallas de Lavalle, su amigo de la niñez y su enemigo en la madurez. Entonces, la incertidumbre que rodeaba la historia del muchacho se despejó y todo salió a la luz.
Desde muy pequeño, Juan Cruz había llamado la atención del, por entonces, próspero estanciero don Juan Manuel de Rosas. Era un niño muy inteligente y vivaracho que siempre estaba entre los peones escuchándolo todo, aprendiéndolo todo. Tanto, que a los doce años ya esquilaba más de diez ovejas en una hora, montaba a la perfección y sabía manejar un trabuco mejor que muchos gauchos. Y Rosas le enseñó las artes del facón.
Se encariñó mucho con el mocoso. Había algo en su mirada, cierta gallardía mezclada con soberbia e inteligencia, que le recordaba a otra persona, pero no sabía a quién. Además, era un niño educado; leía y escribía a la perfección y Rosas le había pedido muchas veces su colaboración para redactar sus cartas y misivas.
Pero la consagración del cariño hacia el niño de Silva vino cuando, estando Rosas exiliado en Santa Fe, en época de la anarquía, Crucito, como él lo llamaba, tomó uno de los caballos de Los Cerrillos y partió rumbo a esa provincia al encuentro de su patrón. Al verlo aparecer, Rosas no pudo creer que ese niño de apenas diez años hubiese sorteado los peligros de semejante viaje que a más de un grandulón le había costado la vida. Los saqueos y desmanes de los ejércitos, las alimañas, el hambre y el frío eran sólo algunos de los escollos. Pero Crucito había llegado a Santa Fe con vida, muerto de hambre y con un ojo hinchado por la picadura de una avispa.
—Para lo que usted mande, mi patrón —contestó con vanidad cuando Rosas quiso averiguar el motivo de su presencia.
Y resultó muy útil. Sirvió como falso mensajero de Lavalle, llevando una misiva al general Paz, en la que su compañero de lucha le aseguraba que tenía todo bajo control y que la presencia de sus ejércitos no sería necesaria. Crucito se adentró en el campamento de Paz y le entregó la carta falsa en propia mano. Después, volvió a la estancia.
Rosas no pudo dejar de evocar íntimamente aquellos episodios de años atrás cuando Juan Cruz traspuso la puerta de su estudio de Palermo.
—¡Ah, Crucito! Ya casi no vienes por acá —dijo el gobernador a modo de saludo.
—Buenos días, don Juan Manuel.
—Parece que el matrimonio te ha atrapado entre sus garras y no te deja escapar.
Lo tomó por el hombro y le palmeó la espalda.
—No tanto, no tanto —dijo de Silva, con una sonrisa—. Últimamente he viajado de estancia en estancia, tal como usted me mandó a decir con Cosme. Para eso he venido, para contarle las últimas novedades.
—Muy bien, siéntate y desembucha.
Rosas miró a su alrededor, buscando entre sus empleados al Padre Viguá, su bufón personal.
—Padre Viguá, dígale a Manuelita que nos prepare mate fresco para mí y para Crucito.
—Sí, su excelencia, en seguida —replicó el bufón.
Y como se quedó allí inmóvil, Rosas le sacudió un manotazo en la espalda, al tiempo que vociferaba:
—¡He dicho ya, Padre Viguá! ¿O tiene usted barro en los oídos?
Aturdido, el sirviente salió a escape del salón temiendo una golpiza más fuerte. Juan Cruz se reía a carcajadas de la escena. Nunca había podido comprender a ese idiota de Viguá; Rosas lo trataba peor que peor, lo humillaba, lo insultaba, le pegaba, lo sometía a los tormentos más espantosos y él seguía ahí, tal vez por un plato de comida y un techo donde cobijarse.
La actitud de Rosas con de Silva era diametralmente distinta. Juan Cruz era una de las pocas personas a las que el dictador en verdad respetaba. En realidad, lo admiraba. Admiraba su inteligencia, su sagacidad, y, por sobre todo, su frialdad.
—Manuelita se muere por charlar con tu mujer, pero ella nunca acepta las invitaciones que le hace para las tertulias de los miércoles.
Juan Cruz sabía que eso era un reproche más que un simple comentario. Nadie se animaba a rechazar una invitación a la casa del gobernador. «Nadie, excepto Fiona, por supuesto», pensó de Silva.
—Es que ha estado un poco ocupada. Le cuesta adaptarse a su nuevo hogar y…
—¿O será tal vez esa escuelita que armó para los hijos de los peones?
El gobernador clavó sus ojos en los de Juan Cruz, que pareció no inmutarse. Mientras tanto, se devanaba los sesos tratando de lucubrar la mejor respuesta.
—No, no creo que sea eso —respondió de Silva, sin mayor énfasis.
Era increíble, no había hecho dentro de la Confederación que se le escapase al dictador; siempre sabía todo. Su red de información era endiabladamente eficaz, nunca fallaba.
—¿No crees que es peligroso andar educando a los hijos de los peones? Ya sabes lo que pienso acerca de eso, Crucito.
—Sí; sé más que bien lo que usted opina. Pero todo está bajo control, don Juan Manuel.
Con eso, de Silva puso punto final al asunto.
—Si tú lo dices…
Rosas se acercó al escritorio repleto de papeles y expedientes; tomó uno y se lo extendió a Juan Cruz.
—Y ahora, tú que eres más rápido que yo con los números, quiero que controles estas cuentas. A mí no me dan.
—¿Dormiste bien anoche, Fiona?
Juan Cruz se sentó a la mesa. Había llegado tarde de lo de Rosas y Fiona y Candelaria estaban esperándolo para cenar.
—Sí, señor, gracias —susurró Fiona, con la mirada baja. No quería que se notase el arrebol en sus mejillas. La situación le resultaba embarazosa; esa mañana había amanecido en la cama de su esposo y, aunque él ya no estaba allí, se había sentido extraña. Antes nunca había pasado toda la noche junto a él. Y la incomodidad se mezclaba con una sensación que desde hacía tiempo no lograba explicarse.
Candelaria observaba al matrimonio y, por momentos, sus actitudes la desconcertaban. Juan Cruz parecía contento, y Fiona, menos aguerrida.
—Nos invitaron a una tertulia en Palermo, el miércoles por la noche —comentó Juan Cruz.
—Ah sí… Y, ¿cuál es el motivo de la tertulia? Si puedo saberlo, señor… —preguntó Fiona sin mirarlo.
—Ninguno en especial. El mismo de todos los miércoles; divertir un poco a Manuelita y conversar de política. Habrá el mismo ambigú de siempre, se cantará un poco, se bailará… No sé, Fiona, lo que suele hacerse en esas ocasiones, tú sabes.
De Silva levantó la vista del plato y la descubrió mirándolo fijo. Estaba bellísima. De pronto, sintió una excitación y un regocijo inexplicable.
—A ti no te gustan las fiestas y esas cosas, ¿verdad? —preguntó por fin Juan Cruz.
—No demasiado, señor.
La joven aún le sostenía la mirada, sin un atisbo de la timidez de minutos atrás.
—¡Qué extraño que a una jovencita como tú no le agraden las tertulias! —comentó Candelaria.
—Lo que no me gusta, Candelaria, es lo que la gente hace en esas reuniones —replicó Fiona. Sus ojos azules no se apartaban de los de de Silva, que la miraba impávido.
—¿Y qué es lo que la gente hace en esas reuniones, Fiona? —preguntó la negra, como si no lo supiera.
—Verá usted, Candelaria… Las jóvenes solteras no comprometidas se ofrecen a los caballeros solteros o viudos como si fuesen fruta en el mercado. Las madres o las abuelas pasan horas enteras organizando los encuentros de sus hijas o sus nietas con los hombres más adinerados; es humillante, créame. Los hombres, por su parte, no pierden la oportunidad de cazar alguna presa más o menos atractiva y, si es millonaria, tanto mejor. Y si es de alcurnia, ¡bueno!, eso es el elixir, Candelaria.
Ambos la observaban divertidos. Fiona parecía poseída mientras despotricaba contra la sociedad en la que le había tocado nacer.
—Y no va a creerme Candelaria, pero también están las planchadoras.
—¿Las planchadoras?
—Sí, las planchadoras. Las más feas, las más flacas, las más gordas… o las más pobres, cualquiera que presente algún defecto que la haga desechable, ¿Puede creerlo, Candelaria? ¡Se pasan toda la noche en los pasillos o en los patios de la casa porque ningún invitado las pidió para ninguna pieza! Y a pesar de semejante humillación, continúan yendo a cada uno de los bailes a los que se las invita. ¡Pues yo, al demonio con todos los bailes de Buenos Aires!
Hizo una pausa; se dio cuenta de que estaba diciendo de una sola vez más palabras que las que había pronunciado desde que llegara a La Candelaria. Tomó un sorbo de agua y continuó, animada; después de todo, ese discurso, en parte, estaba dirigido a su esposo.
—A mí me encanta ir con las planchadoras. —Fiona advirtió la expresión de sorpresa en el rostro de Candelaria—. Sí, Candelaria. Generalmente son personas agradables, amansadas por el sufrimiento de considerarse menos que el resto. Además, es el mejor lugar para ocultarse si uno no desea bailar con algún caballero a quien ya se le prometió una pieza.
De Silva ya no pudo contenerse y soltó una carcajada. Fiona lo miró disgustada; ése no era el efecto que deseaba causarle.
—Con que era por eso que nadie te encontraba en lo de Saénz aquella noche —afirmó Juan Cruz.
Fiona estaba furiosa; se quedó mirándolo como lista para saltarle encima.
—¡Dios mío, Candelaria! Tendrías que haber visto al pobre Soler… La buscó toda la noche, desesperado…
Volvió a reír, y la rabia de Fiona recrudeció.
—El pobre diablo no consiguió siquiera saludarla —retomó Juan Cruz con inocultable desprecio. Después, apartó la vista de Fiona y permaneció callado, con las manos juntas sobre los labios.
Palmiro Soler, tipejo mal parido. Desde el día en que Rosas los presentó, en la quinta de San Benito de Palermo, le resultó insoportable. El gobernador acababa de nombrarlo secretario general de la Sociedad Popular, un puesto bastante codiciado; el imbécil se creía un dios por eso.
Juan Cruz despreciaba la sonrisa hipócrita de Soler y sus modos de niñito bien. Bajo ese oropel se escondía un hombre bajo, sin principios, con deseos enfermizos por ascender en el entorno que rodeaba al gobernador. De Silva sabía que Soler lo envidiaba. Lo sacaba de quicio que Juan Cruz fuera tan especial para Rosas, como un hijo, de su entera confianza; y para peor, millonario.
Fue misia Mercedes Saénz la que lo puso al tanto de que Soler hacía tiempo cortejaba a Fiona, o, más exactamente, que estaba medio loquito tras ella. Pero la joven ni lo miraba. Se le heló la sangre de sólo pensar que ese maldito pudiera poner una mano sobre su mujer, aunque sólo fuese para bailar el minué. Pero no había que preocuparse. Soler estaba lejos, en la ciudad, rumiando su derrota; en cambio él, disfrutaba la victoria.
Volvió la vista a su esposa. Ella lo miraba fijo, con ansias. Tenía que decirle algo; necesitaba desahogarse de la rabia que él le había hecho sentir con sus sarcasmos.
—Sepa usted, señor de Silva, que yo no bailo con mazorqueros. Es algo que me tengo prohibido.
—¿De veras, Fiona? Entonces, dime… —enarcó las cejas y ensayó su cara más inocente—. ¿Por qué no quisiste bailar conmigo esa noche? Que yo sepa, no soy mazorquero, ni pienso serlo.
Definitivamente, no se lo esperaba. Esa pregunta fue como un balde de agua fría. ¿Cómo se atrevía a preguntarle eso? Respiró profundamente y bebió un sorbo más de agua. Debía mantener la calma. No permitiría que de Silva siguiera enredándola en sus tentáculos con su inescrupulosa habilidad.
—Usted me pidió para una pieza en el momento en que yo me retiraba de la fiesta. Estaba cansada y tenía una terrible jaqueca —mintió Fiona.
—Por supuesto —agregó de Silva en tono irónico, poniendo punto final a la conversación.
—¿Deseas más pastel de choclo, Juan Cruz? —intervino Candelaria.
—No, gracias. —Y agregó—: Coman el postre solas, yo estaré en mi escritorio arreglando unos papeles. —Luego, desvió la mirada hacia Fiona—. Cuando termines, necesito hablar contigo. Ven a mi estudio, por favor.
Fiona no contestó; se limitó a observarlo hasta que desapareció detrás de la puerta.
—Deberás dejar de dar clases a los hijos de los peones, Fiona. —La voz de su esposo sonó imperativa.
Fiona no llegó a sentarse en el sofá de cuero; dio un respingo y estuvo otra vez en pie. Trató de tranquilizarse; sabía que si perdía la calma perdería también la batalla.
—Señor de Silva… —comenzó casi con dulzura—. Yo entiendo que ésta es su estancia y ningún derecho tengo a… —Se detuvo bruscamente y con el dedo índice le indicó a de Silva que no la interrumpiese—. Por favor, déjeme terminar.
Juan Cruz la miró, divertido.
—Es cierto que no tengo ningún derecho sobre su propiedad o sobre el personal de La Candelaria —siguió Fiona, imperturbable—, pero, como creo que es usted un hombre muy inteligente, sé que comprenderá cuan beneficiosa es la educación para los niños. Porque tiene que saber, señor, que la ignorancia es un enemigo encubierto al que se debe combatir sin cuartel. Contra ella nada se puede, sólo queda eliminarla.
De Silva, que había permanecido de pie detrás de su escritorio, comenzó a caminar por la habitación, cabizbajo, las manos tomadas en la espalda y el cigarro entre los labios.
—Ciertamente, Fiona, has leído a muchos revolucionarios europeos —afirmó, en tono severo.
—¿Cómo dice usted, señor? —Fiona trató de disimular lo mejor que pudo el estremecimiento que le provocaron aquellas palabras.
—Lo digo por esas ideas sobre la educación de los niños y la ignorancia. Has leído mucho sobre eso, ¿verdad? —Ahora la miraba directo a los ojos.
—Sí, es cierto, señor. Yo leo mucho. Me parece que, al menos en eso, usted y yo coincidimos. —Fiona miró las paredes a su alrededor. Altas bibliotecas, repletas desde el suelo al cielo raso.
—¡No puedo creerlo! Fiona Malone admitiendo que coincide en algo con su esposo.
La joven sintió vergüenza y se ruborizó. Sin embargo, no iba a dejarse vencer tan fácilmente.
—Es más sencillo pensar que mis ideas corresponden a otros, ¿verdad? ¿Ni siquiera por un mísero instante puede creer que esto que le digo es algo en lo que yo creo firmemente y que nada tiene que ver con mis lecturas?
—Sí, me cuesta pensar que sea algo que surge de ti como por arte de magia.
—¡Arte de magia! ¡Arte de magia ha dicho usted! Señor de Silva, nada es por arte de magia. Usted debería saberlo ya… Todo lo que yo sé y conozco, todo lo que pienso y creo, es mi mayor tesoro. Es algo mío; me lo gané, y nada ni nadie me lo va a quitar. A pesar de vestir faldas y llevar el cabello recogido en un rodete, yo también soy capaz de crear mis propias ideas, señor.
Su postura era desafiante: la cabeza hacia adelante, los brazos en jarras sobre la cintura, la mirada fija en el rostro de él.
—Fiona… Fiona… sí que eres una mujer especial —murmuró de Silva para sí. Se estaba divirtiendo con la conversación, pero no deseaba enojarla demasiado; tenía otros planes para esa noche. Se dejó caer en el sillón, sin apartar la mirada de ella.
Sin embargo, el tono condescendiente de Juan Cruz enardeció aún más a Fiona.
—Es lamentable que se considere «especial» a una mujer sólo por querer superarse y aprender un poco más que las nimiedades que nos enseñan. —Una sonrisa irónica se dibujó en sus labios—. Pero también tengo que reconocer que la culpa no es de ustedes, los hombres. No, señor. La culpa es nuestra, de las propias mujeres.
De Silva enarcó las cejas con asombro, pero no dijo palabra.
—Sí, de las mujeres… —volvió a afirmar—. Porque son ellas las que se someten a las normas que otros les imponen sin siquiera pensar por un minuto si les convienen o no. Y no dicen ni mu; al contrario, se humillan por lograr la atención de un «caballero» que las pueda pedir en matrimonio. Hacen cualquier cosa por ello; y una vez que lo han atrapado, las atrapadas son ellas. Pero parecen no darse cuenta. Y así viven, vegetando. Como dice Eliseo: «La culpa no es del chancho, sino del que le da de comer».
—No creo que todas las mujeres sean como tú dices —apuntó de Silva—. No creo que misia Mercedes Sáenz lo sea.
—¡Por supuesto que no! —aseguró Fiona con vehemencia—. Pero ella ha tenido y tiene aún que soportar las lenguas viperinas de muchas de las mujeres más encumbradas de nuestra sociedad. Ser así, tan libre y abierta, le ha causado siempre problemas; ella misma me lo ha dicho.
—A mí me ha dicho que se siente feliz de ser así —retrucó Juan Cruz.
—Por supuesto —replicó Fiona, envalentonada—. Nadie puede sentirse infeliz si hace lo que desea con toda el alma.
—Y tú, Fiona, ¿eres feliz?
La pregunta que hacía tiempo estaba eludiendo se la formulaba ahora la persona menos indicada. Su mente comenzó a girar en círculos; nada lógico se le ocurría como respuesta. Las manos le sudaban, las piernas le temblaban.
Juan Cruz vio como Fiona se transformaba, y de ser la mujer más segura pasaba a ser la más temerosa y vulnerable. Se incorporó y fue hacia su escritorio, tratando de ocultar el gesto lastimero de su rostro. Tal vez, él tampoco quería escuchar la respuesta. Abrió uno de los cajones y sacó un libro encuadernado en cuero. Luego, se acercó a Fiona, y se lo tendió.
—Toma.
Fiona lo recibió con manos trémulas y lo apretó contra su pecho; después, lo separó para leer el título. Pudo ver las dos manchas húmedas que el sudor de sus manos había impreso en el cuero de la cubierta.
—Te sugiero que leas la página ciento treinta y tres; luego, si lo deseas, me das tu parecer.
Fiona levantó la mirada del libro y se encontró con los ojos oscuros de Juan Cruz. Por un momento, sintió un fuerte deseo de abrazarlo; tal vez su expresión, más mansa y tierna, tal vez el tono de su voz, más dulce y comprensivo, la enternecieron. Sin esperar más, abrió el libro y buscó la página indicada. El color sepia de las hojas denotaba su antigüedad; las volvió con cuidado, parecía que podrían quebrarse como madera reseca.
—«El mito de la caverna» —leyó Fiona.
Al volver la vista al frente, pudo sentir la respiración de Juan Cruz, a sólo un paso de distancia. Se había aproximado aún más a ella y ahora la contemplaba de esa forma que tanto la impresionaba. Sin sacarle los ojos de encima, Juan Cruz le quitó el libro y lo dejó en una mesita próxima a ellos. Luego, rozó con sus manos los pómulos de Fiona, que sabía tersos como la seda. Ella, hipnotizada, Contuvo la respiración. Tenía las manos inertes a los costados del cuerpo, la boca entreabierta y el pecho agitado.
Fiona sintió que una fuerza animal la atraía cuando el brazo de él le rodeó la cintura y una de sus manos la sujetó por la nuca. La besó desaforadamente, mientras la apretaba contra él; y, luego, cuando bajó poco a poco las manos hacia sus nalgas, y la empujó contra su virilidad endurecida, Fiona lo escuchó jadear. Parecía haber enloquecido, parecía otro.
—Abrázame —ordenó de Silva por fin, casi sin aliento.
Fiona pasó los brazos por detrás del cuello de de Silva y se dejó llevar una vez más. No podía controlarlo, aquel deseo era más fuerte que su voluntad. Y aunque el no poder dominarse la enfurecía, tuvo que admitir que nunca había sentido tanta dicha como entre los brazos del hombre que odiaba.
Con la mirada extraviada, de Silva buscó con desesperación un lugar donde hacerle el amor; pensó en el escritorio, en el sofá, en el mismo suelo. No, nada era adecuado para ella. Fiona, aún asida a su cuello, lo observaba confundida, sin atreverse a decir palabra.
Juan Cruz la levantó en el aire y salió de su estudio. Fiona se sujetaba a su espalda; ahora que se aferraba a ella le parecía más ancha y recia. El aliento entrecortado de él la estremeció y no pudo evitar besarlo; primero en la mandíbula, después en la mejilla, algo áspera por la barba incipiente, y, por fin, en el cuello. De Silva se contorsionaba cada vez que sentía los labios húmedos de Fiona sobre su carne. Era la primera vez que lo besaba de esa forma, tan voluntaria, y aquello terminó de desquiciarlo; la depositó sobre la alfombra del salón principal y comenzó a desvestirse. Parecía enajenado, y la expresión anhelante que animaba el rostro de su mujer lo enardecía aún más que su propio deseo.
Fiona observaba el juego y la tensión de sus músculos a medida que él se despojaba de la camisa, de los pantalones y, finalmente, de los calzones. Ahogó un gemido en la garganta cuando Juan Cruz le desgarró de un tirón la bata de cotilla, le liberó los pechos y comenzó a besárselos y succionárselos. Un torbellino de sensaciones comenzaba a envolverla cuando sintió que la penetraba. Luego, el edén.
—Señor… señor de Silva.
Fiona le susurraba al oído para despertarlo. Aún estaban tendidos sobre la alfombra; ella, desvestida a medias, él, completamente desnudo. Parecía dormido; un brazo la envolvía por la espalda y el otro descansaba en su vientre; paradójicamente, aunque atrapada, no deseaba salir de allí.
—Señor de Silva… —insistió, levantando un poco más el tono.
La casa estaba en silencio; los sirvientes dormían, a excepción del guardia que pasaba la noche vigilando posibles malones desde la torrecilla. Estaba muy lejos, casi en los confines del casco de la estancia, no había riesgos con él. Pero, ¿qué pasaría si alguno de los sirvientes despertaba y los veía?
—¡Señor de Silva, por favor, despierte! —Ahora lo sacudía frenéticamente.
Juan Cruz dormía como un niño a su lado; de pronto comenzó a moverse con lentitud y a hacer sonidos extraños con la boca. Eso la hizo reír.
—Señor de Silva, despierte de una vez, por favor. Debemos irnos antes de que alguien nos descubra.
Juan Cruz se incorporó con una risotada; le dolía la espalda y tenía una pierna y un brazo medio entumecidos, pero se sentía bien.
—¿Por qué se ríe, señor? —preguntó Fiona ofendida; y desvió la mirada al advertir que Juan Cruz se ponía de pie y su cuerpo desnudo se proyectaba ante ella.
—Fiona, ésta es mi casa; y tú eres mi esposa. —Levantó el pantalón del suelo y comenzó a ponérselo—. Nadie puede decirnos nada, ¿entiendes?
—Sí, pero mejor nos vamos —dijo ella, mientras trataba de levantarse.
En ese momento Juan Cruz le tomó las manos, la atrajo hacia él y la besó en los labios. Ella se sonrojó y él sonrió.
—Déjame ayudarte con tu bata. La hice jirones… —La contempló con picardía, con las manos aún sobre la tela—. Mañana mismo irás a Buenos Aires y encargarás todos los vestidos que desees. ¿Está bien?
—No es necesario, señor, tengo…
—Nada de eso, Fiona. Mi esposa tiene que ser una reina.
Recogió la camisa y el calzón del piso y se los cargó al hombro. A Fiona le hizo gracia verlo así.
—Además, en mi último viaje a Buenos Aires acepté algunas invitaciones a tertulias y fiestas. —La miró de soslayo y pudo advertir un gesto de hastío. La atrajo hacia él por la cintura antes de decirle—: Ya sé que no te gustan; pero, ¿lo harías por mí? —Cruzó con ella una mirada fugaz—. Mejor no me contestes.
Juntos comenzaron el ascenso silencioso por la escalera. De Silva semidesnudo, ella, toda desaliñada.
—Señor de Silva, ¿podré continuar con mi escuelita? —preguntó Fiona cuando llegaron a la puerta de su habitación.
—Mañana hablaremos de eso.
Juan Cruz sabía que la respuesta era no, pero no estaba dispuesto a romper la magia de ese momento por nada del mundo.
Con inocencia, Fiona juntó las manos como en una plegaria y se las llevó al pecho.
—Por favor, señor, se lo suplico.
Juan Cruz pensó que podría volver a hacerle el amor allí mismo, con igual ímpetu.
—No, Fiona. —Le acarició la mejilla—. Ahora no. Mañana veremos; ahora estoy muy cansado. —Volvió a besarla.
—Es Rosas, ¿verdad? Él no quiere mi escuelita, ¿no es cierto?
Era tan sagaz. Quizá debería haber elegido una más tonta; y menos impetuosa. Como Clelia, tal vez. Pero no, era a Fiona a quien más deseaba en su vida.
—Ve a dormir, mañana hablaremos.
Fiona entró en su habitación. Sabía que no debía insistir; no con de Silva.
—¿Cuál es su apellido, Candelaria? —preguntó Fiona como al pasar.
La mujer comenzó a toser con nerviosismo.
—Hace días quiero preguntárselo y siempre me olvido.
—Bueno… verás… este…
—¿Le sucede algo malo, Candelaria? —preguntó con fingida ingenuidad—. Yo sólo deseaba saber su apellido.
—¿Y para qué deseas saber su apellido?
La voz profunda y viril de Juan Cruz se dejó escuchar en el momento en que ingresaba al comedor. Se acercó a la negra y la besó en ambas mejillas, como cada mañana; después, se sentó.
—Por nada en especial, señor —se apresuró a responder Fiona—. Simple curiosidad.
Juan Cruz no la miraba; parecía estar muy concentrado en desplegar la servilleta sobre sus rodillas. Mientras, una sirvienta le servía café y Candelaria le elegía algunos panecillos.
—Su apellido es de Silva, Fiona —dijo por fin.
Fiona frunció el entrecejo y miró a la mujer, que había bajado la vista, avergonzada.
—¿Eso significa que ustedes son parientes, señor? —preguntó casi con miedo.
—No, no lo somos. Candelaria me dio su apellido porque nadie más estaba dispuesto a hacerlo.
Fiona se irguió un poco más en la silla. Jamás habría imaginado que él le daría una respuesta tan directa.
—Eso fue muy noble de su parte, Candelaria —dijo.
—Gracias —musitó la negra.
—¡Qué exquisita manteca! —comentó Juan Cruz, poniendo punto final al tema—. ¿Ésta es la que hacen en la famosa cremería?
—Sí —replicó Candelaria más repuesta—. Y eso que todavía no te he dado a probar los quesos.
—Casi no puedo esperar para comer uno —dijo él, tomándole la mano.
Fiona los miró y comprendió que se trataba de otro de esos momentos en los que ella no existía. Sintió celos.
—Y también podremos continuar con la escuelita, ¿verdad, señor? —dijo, aprovechando el momento de euforia.
—No, no podrás seguir con la escuelita.
Fiona sintió rabia, tristeza, impotencia, una mezcla demasiado difícil de controlar. Y no pudo evitar unas lágrimas.
—Por favor —pareció suplicar de Silva.
En ese preciso instante, Candelaria se levantó y abandonó la habitación. Eso la enfureció más aún; era la mujer perfecta, sabía cómo proceder en cada ocasión, siempre hacía lo que a él le agradaba, jamás lo enojaba. En cambio ella, siempre cometía algún error que terminaba por sacarlo de las casillas.
—Ya he hablado con el maestro Pellegrini para que venga a darte clases de pintura. El otro día te vi en la fuente con…
—¡No quiero clases de pintura! ¡Quiero mi escuelita!
Hasta para ella las frases sonaron como las de una niñita caprichosa.
—No puedes seguir con eso. Los niños tienen que trabajar para ayudar a sus padres, y ellos se quejan porque están todo el día metidos entre libros…
De Silva trataba de mantener la calma, pero no estaba acostumbrado a que sus órdenes no se obedecieran.
—¡Es Rosas! ¡Es él el que no quiere! —La joven se levantó de la silla—. ¡Maldito tirano!
Fiona pensó que su fin había llegado cuando vio el brazo de Juan Cruz elevarse en el aire. Instintivamente, se hizo hacia atrás, se cubrió el rostro y ahogó un alarido de terror. Pero antes de tocarla, de Silva dejó caer la mano. Luego, la aferró bruscamente por los hombros, la alzó en el aire y la apoyó contra la pared; los pies de Fiona bailoteaban frenéticamente sin apoyo.
—¡Bájeme, bájeme!
—Nunca vuelvas a llamarlo tirano —dijo Juan Cruz con los dientes apretados de rabia—. ¿Has entendido? —le gritó cerca del rostro.
Como pudo, Fiona movió la cabeza en señal de asentimiento. Se le había erizado la piel de todo el cuerpo y un temblor frío le surcaba la espalda. «Otra vez no», pensó angustiada al recordar la ocasión en que de Silva casi sacó la puerta de su sitio y destrozó una pesada silla.
Entonces, sintió que de Silva descomprimía la fuerza que había estado ejerciendo sobre sus hombros y, poco a poco, la volvía a tierra firme. De todas formas, no la dejó escapar; colocó ambas manos a la altura de su cuello, tan cerca que le clavaba los pulgares en la carne. Le hacía doler. Las mangas de la camisa de de Silva se corrieron hacia arriba y Fiona pudo ver cómo los músculos se tensaban bajo su piel bronceada y sudorosa.
—Soy un bastardo, Fiona. —Lo dijo en un susurro acerado, como queriendo destrozarla con los dientes—. Un bastardo —repitió—. Tú no tienes idea de lo que eso significa, ni la más remota idea. ¿Qué vas a saber tú, mocosa malcriada, si jamás te faltó nada? —sonrió con ironía.
Ella se movió un poco, tratando de zafar de las tenazas que la mantenían aprisionada: fue imposible. Peor aún: apenas se movió, Juan Cruz la tomó por el cuello.
—¿Te da asco haberte casado con un bastardo? Por eso me rechazaste desde un principio, porque soy un bastardo, ¿verdad?
Los ojos de de Silva la quemaban. Fiona trataba de negar con la cabeza, pero sentía que a cada movimiento los dedos de él se le clavaban en la carne. El dolor era, momento a momento, más intenso.
—¡Mentirosa! ¡Eres una maldita mentirosa! —bramó Juan Cruz.
Fiona sintió el aliento caliente del hombre en su nariz y comenzó a temblar.
—Pero no me importa. Ya te tengo, eres mía —dijo él con desdén.
—Suélteme, por favor —gimoteó la joven.
—No antes de que escuches lo que tengo que decirte.
Retiró su mano del cuello de Fiona y volvió a apoyarla contra la pared.
—Cuando Candelaria llegó conmigo a la estancia de Rosas, yo tenía apenas días de nacido. Estaba muerta de hambre y sin fuerzas porque todo lo que tenía lo cambiaba por leche para mí. —Hizo una pausa en la que bajó la vista; después, continuó con la misma vehemencia—. Rosas la acogió en su campo, le dio un rancho donde vivir y le ofreció trabajo. Nunca nos regaló nada; sí nos brindó la oportunidad de subsistir cuando todos nos despreciaban. A mí me trató siempre como a un hijo, y yo a él lo quiero como a un padre.
Bajó cansinamente los brazos y volvió a su silla.
—Siéntate, Fiona.
Estaba cansado de pelear con ella. La prefería mansa y dispuesta como cuando hacían el amor. No quería reñir más.
Obedientemente, Fiona se sentó a la mesa, con las manos sobre la falda y la vista en el mantel; no quería mirarlo a los ojos. Se sintió miserable y triste; en ese momento comprendió que don Juan Manuel era para Juan Cruz lo que Sean Malone para ella. ¿Qué hacía de Silva con ella? Después de todo, tendría que odiarlo; pero no podía.
—Señor…
—Fiona…
Los dos hablaron al mismo tiempo. Después de mirarse unos segundos, sonrieron tristemente.
—¿Qué ibas a decirme?
—Quería pedirle perdón por llamar así a don Juan Manuel. Yo no sabía nada. —Volvió los ojos al mantel.
—Está bien, Fiona. Tal vez la culpa sea mía por no habértelo contado, pero… es tan difícil hablar contigo… Siempre a la defensiva, siempre tan mordaz…
—Bueno, señor, usted tampoco se queda atrás —arguyó Fiona con nuevas ínfulas.
Juan Cruz se limitó a sonreírle.
—Fiona, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Por qué insistes en desafiarme? —se preguntó, mientras acercaba una mano al cuello de su esposa y lo acariciaba; sabía que le había causado dolor con sus dedos. Tenía una piel tan suave, tan vulnerable.
—Yo no quiero desafiarlo. Sólo deseo continuar con mis clases. —Lo vio sobresaltarse levemente en la silla, y se apresuró a agregar—: Es que no comprendo qué mal hago enseñando a leer y a escribir a los niños.
—Hay tantas cosas que no comprendes… ¡Y no porque no seas inteligente! —agregó en seguida al ver que Fiona fruncía el entrecejo—. Ya lo creo que lo eres; pero no has vivido lo suficiente para entenderlo todo. El mundo es más complicado de lo que tú crees.
Se puso de pie, dispuesto a abandonar el comedor.
—Señor… —lo llamó Fiona antes de que cruzara la puerta—. ¿Y su madre, señor? ¿Qué ocurrió con ella?
—Mi madre está muerta.