Capítulo 7
Después de la noche en que Juan Cruz rompió la silla y la puerta de la habitación de su esposa, no se supo nada de él por varias semanas.
A la mañana siguiente, Fiona despertó de muy mal talante. Había pasado una noche terrible, dando vueltas en la cama sin poder cerrar los ojos siquiera un instante. El llanto y la angustia hacían que la noche pareciera más oscura aún. En algún momento oyó ruidos en la habitación de Juan Cruz. Un portazo, unos pasos; después, nada más.
A pesar de todo, a las seis y media estuvo en pie para no faltar a la cita del desayuno. No le desagradaba, en absoluto. Era un momento de fruición para ella; le gustaba observar a los capataces y a los peones que desfilaban uno a uno ante Juan Cruz, con la cabeza gacha, la boina de felpa entre las manos y los pies indecisos al traspasar el vano de la puerta, mientras ellos se deleitaban con el mejor café con leche y los manjares más exquisitos.
—¡Viva la Santa Federación! —les gritaba de Silva, sin darse vuelta. Su voz profunda y viril, que llenaba la habitación, le erizaba la piel.
—Celedonio, que ensillen mi caballo. Saldremos a preparar el rodeo, hay que separar el ganado para la feria —ordenaba, sin mirarlo.
—Sí, don Juan Cruz —respondía sumiso el capataz.
—Miranda, ¿ya está listo el ganado para la feria?
—Estamos con Pi…
—¿Está o no está?
—No, don Juan Cruz.
—Mejor que esté todo listo antes que termine este desayuno y vaya a los corrales. Ahora, sal de aquí.
—Sí, don Juan Cruz.
El dominio que tenía sobre esa gente era increíble; a pesar del temor que le tenían, el respeto que le profesaban era total. Fiona se sentía extrañamente orgullosa de eso.
A las siete, tal como su esposo se lo había ordenado, bajó las escaleras rumbo al comedor. Vestía un traje de seda verde Nilo con una bata de cotilla en gasa del mismo color que se ajustaba a su cuerpo delineándole las formas. Sabía que lo enardecería. Los contornos de sus facciones se destacaban mejor aún con el tocado: un solo rodete, algo raro para la época, que se levantaba sobre la coronilla, adornada con florcitas de seda. Los bucles, que le caían alrededor del cuello y sobre la espalda, se mecían al ritmo de sus pasos.
—Buenos días, Candelaria —saludó, con tono despreocupado. Le llamó la atención que Juan Cruz no hubiese llegado todavía; pero por mucho que le picase la curiosidad estaba decidida a no preguntar.
—Buenos días, señora de Silva —respondió fríamente la mujer.
Fiona se sentó en el sitio de siempre y advirtió que en el lugar de su esposo no había nada. Ni taza, ni plato, ni servilleta. Nada. ¿Habría desayunado ya? No preguntó.
Una de las sirvientas ingresó al salón con una cafetera de plata y le llenó la taza. Desayunaron en silencio. Ninguna de las dos dijo palabra y mantuvieron sus miradas desviadas para no enfrentarse la una con la otra. Fiona, por orgullo. Candelaria, por rabia.
Ese día, y los que siguieron, no resultaron tan desagradables para ella después de todo. Desde que llegara a la estancia casi nunca había salido; por eso, a partir de entonces, todas las tardes le pedía a Eliseo que le ensillara su caballo y, junto a él, salía a recorrerla. Era fastuosa, más de lo que ella se imaginara, más que las de su abuelo, que eran de las más importantes de la Confederación.
Eliseo estaba muy contento allí. Había pasado casi toda su vida en el campo, y ahora, por fin, estaba de vuelta en su querencia. Al nacer la niña Fiona y antes de que falleciera su madre, don Sean le pidió que se trasladara a la ciudad a vivir con ellos en la mansión de la calle Larga. En ese momento, con dos niñas en la casa, hacía falta más servicio. Aunque no dudó un minuto en acudir al pedido de su viejo patrón, lamentó tener que abandonar el puesto de capataz que ostentaba desde hacía años en una de las estancias más grandes de Malone. De todas formas, se encariñó tanto con Fiona que jamás volvió a pensar en regresar al campo. Ahora todo parecía haberse acomodado; estaba trabajando en una hacienda importante, junto a la niña Fiona y junto a María, su amante de muchos años. Después de todo, de Silva no era tan mal patrón. No era un tipo fácil, desde luego. Decía las cosas una vez y había que hacerlas tal y como él las había pedido. No se podía fallar; mejor, desaparecer. Lo había visto castigar duramente con su fusta a un peón por haber extraviado dos terneros del rodeo que más tarde fueron encontrados muertos, destrozados por alguna alimaña. El hombre, humillado y lleno de odio, había sacado su facón con la intención de herir a Juan Cruz, pero éste, con la velocidad de un rayo y la habilidad de los mejores, se lo arrebató de la mano sin que el peón se diera cuenta.
—Desaparece de mi vista antes de que te destripe con tu propio facón. No vuelvas a aparecer por aquí en tu vida. Hoy te la perdono, pero la próxima vez preferirás no haber nacido.
El hombre se fue de allí casi doblado por la vergüenza. El resto de la peonada no se atrevió a decir nada; la escena era un claro ejemplo de lo que su patrón era capaz de hacer cuando algo no era de su agrado.
A pesar de todo, don Juan Cruz le agradaba. Y le agradaba que se hubiese casado con la niña Fiona; ella necesitaba un poco de mano dura. Tal vez su abuelo y la niña Tricia la habían malcriado demasiado y ella ahora tenía que pagar las consecuencias. Eliseo sabía que su nuevo patrón lograría domarla.
—¿En que piensas? —preguntó Fiona.
—En usted, mi niña —contestó Eliseo con serenidad.
Fiona le sonrió. Después, volvió la mirada al paisaje, acomodándose un poco sobre la montura. Pasaron unos segundos antes de que volviera a preguntarle.
—¿Y qué cosa piensas de mí?
—Pienso en usted y en el patrón.
—¿En mí y en de Silva? —Sonrió con desprecio.
—Su esposo no es un mal hombre, mi niña —dijo Eliseo, ceñudo—. Es uno de los hombres más respetados de la Federación.
—Sí. Un hombre que necesita comprar a su esposa porque de otra forma no la conseguiría —replicó ella.
—Vamos, niña, usted jamás lo habría aceptado. Eso usted lo sabe. Él hizo lo que le pareció conveniente para tenerla a su lado.
Fiona observó atónita a su sirviente.
—Te has puesto de su parte…
Eliseo sonrió antes de contestar.
—¿Qué me dice, niña? Si usted sabe que yo le soy más fiel que un perro. Lo único que le digo es que el señor don Juan Cruz no es tan mal hombre. Tal vez debería darle una oportunidad.
Después de ese interludio, los dos volvieron a sumergirse en el verdor de La Candelaria y no cruzaron más palabras.
Una tarde, Fiona decidió visitar a los peones que vivían más cerca de la mansión. Sólo encontró en las casas a las esposas y a los niños, pues los hombres estaban desparramados a lo largo y ancho de La Candelaria haciendo su trabajo.
La recibieron orgullosos en sus hogares. Aunque humildes, Fiona pudo ver que nada les faltaba. Era evidente que no pasaban frío ni hambre.
No pudo dejar de preguntarse si habrían llegado a oídos de esa gente los rumores de sus escándalos con de Silva. Se sintió apenada, aunque el cariño con que la acogieron la ayudó a olvidar ese pensamiento.
Ninguno de los niños iba a la escuela y, como casi todas las madres eran analfabetas, los hijos también lo eran. Aquello le inspiró a Fiona la idea de abrir una escuela; ella sería la maestra. De sólo pensar en ese proyecto le volvieron un poco las ganas de vivir.
Resultó muy estimulante organizar la apertura de la escuelita. Decidió que dictaría las clases en la capilla que Juan Cruz había hecho construir no muy lejos de la mansión. Allí había bancos suficientes para todos los niños; en el altar colocaría su atril de pintura, y encima de él una pizarra que había mandado comprar en la tienda de abarrotes de Caamaño.
Todo esto le traía reminiscencias de sus días de maestra juntó a Camila en la iglesia del Socorro, donde, medio a hurtadillas, enseñaban a leer y escribir. A Rosas, todo eso de la escuela y los libros parecía no gustarle demasiado. Sin embargo, hasta Eugenia, su barragana, tomaba clases con ellas; obviamente, a escondidas del gobernador.
El primer día de clases esperó más de una hora; ninguno de los niños se presentó. Salió de la capilla con decisión y partió en el coche a ver a las madres.
—Señora, no es que no quiera. Es el Braulio. Me ha dicho que me va a matar a palos si dejo ir a la Crispina a su escuela.
La mujer estaba asustada. Por un lado, no deseaba contradecir a la esposa del patrón; por el otro, no quería desobedecer a su esposo. No le gustaba cuando la azotaba con el rebenque.
—Pero… —Fiona no podía creerlo—. ¿Por qué Braulio no quiere que Crispina aprenda a leer y a escribir?
—Dice que el patrón de Silva no sabe nada de la escuelita. Y que cuando vuelva se va a poner furioso.
La escena se repitió con las otras madres. La causa era siempre la misma: el miedo que le tenían al patrón.
Al día siguiente, Fiona preparó dos coches, uno conducido por ella y otro por Eliseo, que a pesar de su reticencia inicial, finalmente accedió a secundarla. Visitaron casa por casa y en cada visita sumaron al coche uno o dos niños, los que hubiese en la familia. Cuando hubieron recogido diez niños, Fiona ordenó a Eliseo marchar hacia a la capilla para empezar la clase.
Resultó muy divertido, para ella y para los diez niños. Tenía espíritu docente, sabía enseñar y logró ganarse la atención del auditorio, que era bastante abigarrado. Niños y niñas de entre cinco y trece años, algunos negros, otros mestizos y mulatos, y hasta un indio pampa.
Cada día, ella y Eliseo recorrían las casas de los chicos y los recogían. El grupo iba en aumento gracias a que los alumnos contaban a los otros niños lo divertido que era estar con doña Fiona en la capilla. Algunos, por curiosidad, se acercaban a las ventanas y asomaban la nariz para espiar a la maestra. Fiona advertía esos ojitos curiosos, pero no les decía nada; al contrario, se hacía la indiferente. Seguro que al día siguiente esos ojitos la estarían observando desde uno de los bancos, junto al resto de los niños. Tarde tras tarde, Fiona se preparaba para dar sus clases, que se habían convertido para ella en el placer de sus días. Lo hacía con mucho desprendimiento y cariño. Los niños la querían mucho, aunque eran renuentes a demostrárselo porque se les habían inculcado el miedo al patrón, y, después de todo, ella era su mujer. De todas formas, algunos no podían contener las ansias y le llenaban el escritorio de flores silvestres de bellos colores y fragancias. Fiona se sentía orgullosa cada vez que las recibía y se las ofrendaba a la imagen de la Virgen que había en el altar. En cuanto entraban en la capilla rezaban en voz alta el Ave María; después, comenzaban la clase.
Tampoco las mujeres tenían instrucción alguna. Sólo atendían la casa y al esposo. Unas pocas sabían coser, y otras pocas, bordar. Fiona sentía que ya era tarde para enseñarles a leer y escribir, y se devanaba los sesos pensando en alguna otra actividad que les fuera útil y les llenara el espíritu. Pero no se le ocurría nada.
—¿En qué piensa, señora de Silva? —preguntó Candelaria una mañana, mientras desayunaban.
Fiona levantó la vista y la fijó en el rostro de la mujer. Si bien el hielo entre ellas no se había roto aún, al menos durante los desayunos que compartían en soledad se habían cruzado algunas palabras amables. Tal vez porque los silencios se tornaban demasiado profundos e incómodos; a lo mejor, porque querían ser amigas. La cuestión era que se estaba produciendo un imperceptible acercamiento entre las dos.
—Pienso en las mujeres de los peones. No saben hacer casi nada.
—Así han vivido toda su vida, señora. No debería preocuparse por ellas.
A Candelaria le molestaba la actitud de Fiona. Estaba convencida de que, en vez de preocuparse tanto por los demás, debería cuidar más la mansión y a su esposo.
Fiona no prestó atención al comentario de la mujer; le resultó vacío. Tomó un trozo de pan con una feta de queso encima, y se lo llevó a la boca.
—¡Qué queso tan exquisito! —comentó, relamiéndose con sinceridad.
—Lo hice yo —dijo Candelaria con orgullo.
—¿De veras? —Y sin esperar respuesta, añadió—: ¡Es excelente!
Fiona se quedó un momento pensativa. Candelaria lo advirtió y guardó silencio.
—¡Eso es! —dijo Fiona de pronto, entusiasmada—. Les enseñaremos a fabricar queso. Abriremos nuestra propia quesería. —Miró a Candelaria, y, por primera vez, le sonrió.
Hacía tres semanas que Juan Cruz había dejado La Candelaria y Fiona no sabía nada de él. Trataba de pensar que eso era lo mejor; que se mantuviera lejos de ella y que no la molestara ni la tocara más. Sin embargo, una sensación de vacío la perturbaba sin que pudiera encontrarle una explicación lógica.
Sola en su cama, cuando la noche se extinguía como un leño en el fuego y el sol comenzaba a despuntar, ella estaba atenta a cualquier ruido que proviniese de la puerta contigua; tal vez, él llegase ese día. Luego, se enfadaba tanto consigo misma por aquellos pensamientos que necesitaba dejar escapar un grito ahogado entre las almohadas, para aliviar el sentimiento de culpa que la abrumaba. Ella odiaba a de Silva. Y no lo necesitaba.
—María, ¿sabes dónde está de Silva? —preguntaba de tanto en tanto, y fingía estar más interesada en el estado de sus uñas que en el destino de su marido.
María, que la conocía como si la hubiese parido, la miraba de soslayo, y le respondía con un «No» más que displicente, y continuaba arreglando la cama.
—¿No se comenta nada entre la servidumbre?
—¿Y para qué te interesa saber dónde está? ¿No estás mejor así, sin él? Hasta que vuelva, disfrútalo. ¿No era eso lo que tanto querías?
—Justamente… Lo que quiero saber es cuándo vuelve; así sé hasta qué día exactamente puedo disfrutar.
—Está bien. Averiguaré dónde está y cuándo vuelve, pero debes confesarme que lo extrañas. Vamos, Fiona, a mí no me engañas.
—¡Qué dices, María! Ya estás como Eliseo, diciendo estupideces.
Lucía furibunda en esas ocasiones. El rostro se le encarnaba y su mirada parecía lanzar llamas. Entonces, María la dejaba sola.
—Está trabajando en las estancias del gobernador —comentó María una mañana.
—¡Ah, para eso debe haber venido aquella vez el chasque de Rosas, el tal Cosme! ¿Te acuerdas, María? Esa noche, mientras cenábamos… —Se calló. Un recuerdo repentino la asaltó. Esa noche, en el salón azul.
—Debe ser —musitó la mujer con apatía. Estaba cosiéndole el ruedo del vestido y mantenía la vista fija en la labor.
—Y dime… —Con actitud cómplice, Fiona se sentó junto a María en el borde de la cama—. Dime, ¿qué más averiguaste?
—No se sabe cuándo vuelve. Puede llegar mañana como el año que viene. —María, sin mirarla, continuó revisando el vestido de blonda que Fiona vestiría al día siguiente en casa de su abuelo.
—¡El año que viene!
—¿Es decepción lo que escucho en tu voz, Fiona Malone? —La sirvienta clavó los ojos en los de su ama—. ¿No deberías estar encantada de no volver a verlo hasta el año que viene? Me confundes, niña.
Fiona no contestó. Prefirió cambiar de tema.
—En uno de los establos, el que está cerca del tasque de tipas, ¿sabes de cuál te hablo? Bueno —siguió Fiona—. Ahí hay una mesa que está arrumbada, arruinándose. También están las sillas.
La criada la ayudaba a vestirse y, sin mirarla, preguntó:
—¿Y qué hay con eso?
—Podríamos traerla para la casa, limpiarla, arreglarla. Eliseo sabe arreglar esas cosas, siempre las arreglaba en casa de Grandpa. Bueno, la acondicionamos y se la damos a María Isabel, la hija de ese peón, el tal Rudecindo. Acaba de casarse y no tiene nada la pobre. Es una niña muy…
—¡Fiona, por el amor de Dios! ¡Deja en paz la mesa, a María Isabel, al tal Rudecindo y a todo el mundo! ¡Estás haciendo cada lío desde que se fue de Silva, que en cualquier momento se va armar una de Padre y Señor mío!
Fiona la miró azorada. María nunca le había gritado así. Se sintió tan mal que comenzó a sollozar. Al verla, la criada se arrepintió. Aunque sintió piedad por ella, siguió pensando que alguien debía ponerle un freno; de lo contrario, cuando regresara su esposo, sobrevendría el desastre. Las sirvientas de la mansión ya comentaban la batahola que iba a desencadenar la escuelita.
—¡Ay, mi niña, no llores! —dijo María, tratando de consolarla, y la abrazó.
Fue inútil. Fiona se ovilló en su regazo y siguió llorando. Sabía que, después de todo, no había sido para tanto, pero las lágrimas brotaban y brotaban y ella sentía tanta angustia que no podía controlarse.
María entendió que Fiona, por fin, se desahogaba. El matrimonio forzado había sido para ella un verdadero tormento. La sensación de no tener salida, y la certeza de que si no se casaba ponía en peligro la vida de su abuelo, habían sido demasiado. María dejó que descargara su dolor y no volvió a insistir en sus reproches; se limitó a acariciarla y a besarla en la coronilla.
—¿Dónde dices que están la mesa y las sillas? —preguntó María cuando le pareció que su ama se había tranquilizado lo suficiente.
Fiona emergió de sus brazos, con el rostro enrojecido y las pestañas húmedas. Estaba adorable, como cuando niña.
—¿En serio quieres ayudarme con lo de la mesa?
María asintió con la cabeza.
—¿Y le pedirás a Eliseo que nos ayude, también? Él nunca te dice que no.
—Sabes muy bien que jamás te niego nada. Y Eliseo, menos.
Un rato después, entraban al granero. Olía mal, a humedad. Desde la puerta escucharon revolotear unos pájaros en la parte alta. El lugar estaba atestado de cosas viejas; además de la mesa, había cientos de objetos que nadie usaba. A Fiona se le hizo agua la boca pensando en lo bien que le vendrían esas cosas a los peones. María la miró de soslayo sabiendo lo que pensaba. Se mordió el labio para no decirle nada.
Un ruido raro llamó la atención de la joven; María aseguró que se trataba de los pájaros. El sonido se repitió más audiblemente y ya no pudieron atribuírselo a las aves. Era un quejido.
Se acercaron con precaución, y detrás de unos tablones vieron a un hombre recostado sobre el suelo, con la pierna herida. María se asustó y amagó con salir del establo en busca de Eliseo. Tal vez se trataba de algún maleante que, escapando de una fechoría, se había ocultado en el granero. Pero Fiona la detuvo.
Al verlas, el hombre trató infructuosamente de incorporarse. Fiona intentó ayudarlo, pero era demasiado pesado para ella.
—Déjeme ver su herida, señor —pidió Fiona.
María intentó armar un escándalo. ¿Su niña iba a tocar la herida de un asqueroso delincuente? ¡Qué locura! Fiona la hizo callar y le ordenó que trajera su botiquín.
—¿Qué le sucedió, señor? —preguntó Fiona, mientras quitaba como podía pedazos de pantalón del tajo.
El hombre se mordía para no gritar. Lo que más le pesaba, sin embargo, era que justamente la esposa del patrón lo hubiese encontrado allí, y en esas condiciones. Su suerte no podía ser peor.
—Hay que llevarlo con un médico —dijo Fiona, tras examinar la herida.
—¡No, señora, se lo suplico! ¡Con un médico no! —habló por primera vez el hombre.
—¿Por qué? Esta herida se ve muy mal, puede infectarse.
—¡No, señora, si el patrón se entera me mata! ¡Me mata y me deja sin trabajo!
Fiona lo miró y descubrió el terror en los ojos del hombre. Se apiadó de él. Ella misma había sentido ese pánico cada vez que de Silva se le acercaba. Se dijo que debía resolver el problema lo más rápidamente posible y sin consecuencias nefastas para nadie.
El hombre parecía indio, de los del sur. Era común que su esposo los contratara para determinadas tareas del campo.
—Está bien, no diremos nada. Pero algo debemos hacer con la herida. ¿Cómo se llama usted?
—Sanc Nieté, su servidor, señora de Silva.
—¡Ah, usted sabe quién soy yo!
—Todos por aquí sabemos quién es usted, señora —agregó Sanc Nieté.
En ese momento, ingresó María con la cajita, que contenía varios frascos, potes con ungüentos, esparadrapos y diversos elementos para curaciones. Entre las dos le limpiaron la herida, la cubrieron con una mixtura maloliente y le envolvieron la pierna con gasas. Sanc Nieté se mordía el labio para no bramar de dolor Al terminar la curación, Fiona levantó la vista y se encontró con el rostro demudado del hombre, a punto de desvanecerse. Entonces, lo ayudó a acomodarse mejor sobre un fardo de alfalfa, le enjugó el sudor de la frente y le dio a beber algo de mal sabor que, al rato, le adormeció la pierna. El indio estaba desconcertado por el comportamiento de la esposa de de Silva y no sabía cómo actuar. Nunca un patrón le había prodigado tantos cuidados. Fiona, por su parte, decidió no preguntarle nada más. El indio no había querido que lo atendiera un médico, y eso sólo podía significar una cosa. La herida debía ser producto de alguna trifulca, y ella sabía tan bien como el indio que de Silva les tenía prohibido a sus hombres zanjar sus diferencias a cuchilladas.
El hombre les contó que vivía lejos de allí, pero que desde hacía años trabajaba para de Silva en la temporada de la esquila. Hablaba de Juan Cruz como si fuera un dios. Lo respetaba y le temía tanto como los otros. Fiona lo escuchaba y no conseguía entenderlo. ¿Cómo lograba de Silva inspirar esa devoción en sus hombres?
A pesar de su evidente fortaleza, el indio no podía mantenerse en pie por sí solo. La joven comprendió que necesitaría reposar en un lecho confortable y recibir buena alimentación, al menos por unos días. El problema sería Celedonio; de él se encargaría más tarde, pensó.
—Vamos, Sanc Nieté, apóyese en María y en mí —ordenó Fiona.
El hombre comenzó a transpirar. La sola idea de rozar a la mujer del patrón le alteró las pulsaciones. Si de Silva se enteraba de que él la había tocado, le arrancaría las manos. Farfulló algunas palabras incomprensibles y trató de levantarse solo una vez más. Tenía el rostro encarnado y lucía muy trastornado.
—Vamos, no sea necio —insistió Fiona.
El hombre apoyó los brazos en los hombros de ambas mujeres y se dejó llevar, convencido de que no tenía alternativa.
Sanc Nieté paso varios días en la casa grande; dormía en una habitación para la servidumbre y comía con el resto en la cocina. Fiona y María le curaban la herida diariamente, y al poco tiempo pudo caminar solo, casi sin renguear. Eliseo, cómplice de las mujeres, ayudaba a vestirlo. No pasó mucho y se hicieron grandes amigos. Sanc Nieté resultó una persona encantadora y con muchas historias entretenidas para contar. Le estaba muy agradecido a Fiona. Una tarde, durante una curación, le dijo que él daría su vida por ella si fuera necesario. La joven rió; tal vez en ese momento no advirtió hasta qué punto era sincera la adoración que el indio le profesaba.
Para justificar su presencia en la casa, Fiona le pidió que compusiese la mesa y las sillas del granero; era un trabajo liviano, y podía realizarlo sentado en el patio trasero de la casa. Resultó hábil con la madera, y terminó el arreglo con mucho esmero y prolijidad. María Isabel, la hija de Rudecindo, se mostró encantada con el regalo de bodas y no terminaba de agradecérselo a la patrona.
Celedonio no se privó de despotricar. No podía entender que la señora de Silva dispusiera de los peones como si fuesen de ella. Sanc era uno de los mejores en su trabajo y su falta se sentiría en los días que la patrona lo destinara a otras tareas.
—¡Pucha! —se quejaba en la ronda del mate—. ¡Esta mujer es más peligrosa que un gato montes! Te descuidas un momento y ya dio vuelta todo. Ahí está el indio Sanc lijando mesas. ¡Habrase visto!
Pero no pasó de eso. Al poco tiempo, Sanc regresó a sus tareas, y todo volvió a la normalidad.
Todos los días, por la mañana, Fiona trabajaba en la «cremería» que ella y Candelaria habían organizado. Fiona no podía creer que la mujer hubiese aceptado su propuesta. Además, era buena en eso. Todavía no habían probado ninguno de los quesos porque el estacionamiento aún no era suficiente; Candelaria era muy estricta al respecto. Pero sí habían saboreado la crema y la manteca al estilo irlandés. Fiona quedó muy asombrada; cuando le preguntó cómo conocía la receta de ese tipo de manteca y la negra le respondió con evasivas, decidió que sería mejor no insistir.
Por la tarde seguía dando clases a los hijos de los peones. Algunos ya habían aprendido el abecedario; otros, un poco menos dotados, aún lo balbuceaban sin mucho éxito.
Los que estaban enojados eran los peones. Desde Celedonio hasta el más pinche de todos. Por un lado, sus hijos ya casi no ayudaban en el campo: si no estaban en la escuela, tenían que estudiar. Por otro lado, sus mujeres perdían algunas horas del día en la cremería. Celedonio estaba furibundo con Fiona, que le había hecho acondicionar un granero con sótano no muy lejos de la casa para la famosa «fábrica de quesos». Además, lo había obligado a destinar varias vacas más para el ordeñe y algunos peones para que lo hicieran diariamente. Antes, con una vaca, como mucho dos, era suficiente para el consumo de la casa grande.
Por otra parte, Celedonio temía la reacción del patrón cuando llegara y viera los cambios hechos sin su consentimiento. «Aquí arderá Troya», les decía a los demás peones en la ronda del mate; ni él ni los que lo escuchaban tenían la menor idea de lo que significaba aquella frase, pero no tenían ninguna duda de que indicaba que algo malo iba a suceder.
Durante el exilio voluntario de Juan Cruz, Fiona visitó dos veces a sus abuelos. Y las dos en domingo. Partía rumbo a la ciudad muy temprano, antes del amanecer, acompañada por Eliseo y María, para llegar a la misa de diez en el Socorro, de la cual eran habitués su abuela, aunt Ana e Imelda. Sean Malone hacía años que había dejado de ir a misa y eso le costaba al Padre Fahy varias canas a la semana.
Después de misa, como era su costumbre, Imelda recorría junto a sus amigas la calle de la Florida. Fiona, que había detestado siempre esos paseos, se retiraba a su antiguo hogar junto a Brigid y a Ana, deseosa de encontrarse con su abuelo.
Sean Malone esperaba con ansias la llegada de su nieta, y hasta que ella no aparecía no leía el periódico. Juntos se sentaban en el sillón del living a repasar las páginas, comentando las noticias y riendo de las ocurrencias de uno y de otro. The British Packet, el periódico en inglés que se distribuía con la venia del señor gobernador, era uno de los preferidos de Fiona; lo leía con avidez y recortaba los artículos que más le interesaban. Cada domingo, don Pedro de Angelis enviaba a casa de su amigo Sean Malone un ejemplar gratuito del Archivo Americano, del que era director. Pero ése no les gustaba tanto. También leían, como siempre, la Gaceta Mercantil.
Ella no sabía cómo, pero su abuelo siempre conseguía alguno de los diarios prohibidos. El Comercio del Plata, de Montevideo, o El Mercurio de Chile. Aunque eran más que ácidos con Rosas, a Fiona le gustaban algunas de sus notas, especialmente las de Alsina o Echeverría. Los «monitores» del gobernador castigaban con severidad a la persona que poseyera esos periódicos. Sacudían con gusto la verga sobre el lomo de los «traidores», sin importar si era hombre o mujer, anciano o joven. Estas cosas a Fiona le ponían los pelos de punta. De todas formas, estaba tranquila, sabía que ningún «monitor» se animaría a ingresar a la mansión Malone con la intención de realizar una pesquisa; ni siquiera se les ocurriría.
El segundo domingo que fue de visita a casa de sus abuelos, también su padre, con su esposa Úrsula y sus cinco hijos, estaban pasando el día allí. A la esposa de William no le dirigía la palabra. A su padre, menos. De sus medio hermanos la separaba una barrera que William mismo, empujado por Úrsula, había levantado. Jamás habían convivido, y eso hizo mella en la relación. Además, tenía que reconocerlo, estaba un poco celosa, y eso aumentaba aún más su resentimiento.
A pesar del acérrimo odio hacia su padre y la indiferencia hacia sus hijos, cuando los encontró ese domingo en casa de Grandpa no se sintió demasiado molesta por su presencia. Se sentó junto a Sean a leer el periódico, almorzó con todos en la mesa, conversó con aunt Ana, con Imelda y con Granule, y en algún momento hasta intercambió algunas palabras con Brenda, la mayor de los cinco hijos de William y Úrsula. De todas formas, por más que la presencia de esa familia ya no la llenara de ira, la indiferencia era mortal. Fría y cortante.
Después del almuerzo, William y ella se encontraron en el patio de la servidumbre. En realidad, Fiona había acudido a ver a María, y su padre aprovechó para ir tras ella.
—Quería decirte que de Silva ya pagó todas las deudas. Cumplió su trato, Fiona.
La mirada de la joven habría turbado al hombre menos escrupuloso.
—Ejem… —William carraspeó, nervioso—. Es un hombre de honor… Ejem… Además nos está ayudando en la administración de las estancias. Gracias a eso nos está yendo mejor.
—Creo haberte dicho tiempo atrás que no volvieras a dirigirme la palabra —le recordó Fiona, fríamente.
Sin más, dio media vuelta e ingresó en la cocina. Se moría de ganas de preguntarle acerca de Silva, si lo había visto últimamente, si sabía dónde estaba ahora, qué habían conversado, si habían hablado de ella. Pero su orgullo irlandés no se lo permitió, y se quedó con las ganas de saber.
Esas ganas de saber crecían tan vertiginosamente día a día que hacían peligrar las más fuertes convicciones que Fiona Malone se había trazado.
La negra Candelaria estaba sentada a su lado en el coche y se dirigían, como de costumbre, a la cremería. Adrede, Fiona le había dicho a Eliseo que esa mañana no lo necesitaría: ella misma conduciría el coche. En ese momento, el hombre suspiró con alivio; llevarla y traerla a todos lados le hacía perder mucho tiempo y no lograba cumplir con las tareas que le encomendaba Celedonio, que eran las que en realidad le gustaban. Lo único que deseaba Eliseo era que la niña Fiona permaneciera en la mansión, bordando o haciendo algo así, en lugar de armar tanto alboroto entre la peonada con sus ocurrencias.
Fiona deseaba hablar de Juan Cruz y sabía que Candelaria era la persona que mejor podría informarla.
—¿Desde cuándo conoce al señor de Silva, Candelaria?
Hasta para ella, la pregunta sonó rara. Jamás habían hablado de él; era un pacto tácito que había entre las dos; ahora, sin razón aparente, Fiona lo estaba violando.
—Desde el mismo día en que nació, señora —contestó lacónicamente la mujer, sin siquiera mirarla.
—Ah… —replicó Fiona, cortada. No sabía cómo continuar la conversación, pero la curiosidad pudo más y prosiguió—. ¿Y qué día nació?
Ahora Candelaria giró la cabeza, desconcertada.
—El 5 de noviembre de 1816.
—Y, ¿dónde?
Ya era demasiado.
—Con todo el respeto que usted se merece, señora de Silva… ¿No cree que eso debería preguntárselo usted misma?
La negra esperó la respuesta sin quitarle los ojos de encima.
—Sí, tiene razón, Candelaria.
Era cierto, tenía razón, pero la había humillado diciéndoselo así, tan sinceramente. Por un momento, creyó sentir lo que los otros cada vez que ella lanzaba alguna de sus «directas», y se puso mal. Pensó en Imelda, en aunt Ana, en su padre. Pero no, lo de su padre era harina de otro costal.
Cuando llegaron a la cremería, Fiona ya había tomado una decisión. Esa mañana no se quedaría en el lugar. De modo que dejó a Candelaria en la puerta del granero que abandonó el coche sin saludarla. La joven regresó a la mansión, y pidió a uno de los muchachitos de Celedonio que le ensillara su caballo bayo.
Después, salió a recorrer La Candelaria.
El caballo se detuvo de golpe, como si supiera que no debía ingresar allí. Piafaba impaciente contra el suelo, levantando tierra. Fiona lo acarició tratando de calmarlo.
La joven miró en dirección al bosque de tipas que se encontraba frente a ella, unos metros más allá. Sabía que no debía aventurarse por esos parajes; Candelaria le había dicho que de Silva no permitía que nadie visitara esa parte de la estancia. Tal vez los cuatreros, quizá los indios o algún gato montes, fuese lo que fuese, lo cierto era que esa zona de la estancia, que aún no habían explotado demasiado, era peligrosa.
Claro que, si su esposo lo había prohibido, ésa era una razón suficiente para que ella deseara transgredir la orden e investigar esa parte del campo.
Como no consiguió tranquilizar al caballo, se apeó y siguió a pie, llevando al animal por las riendas. El lugar era hermoso, aunque algo sombrío por la espesa fronda de los árboles. Hasta olía distinto: un aroma húmedo, como cuando está por llover. No había mucha maleza en el lugar, más bien una espesa hojarasca que crujía a medida que avanzaban.
Dio la vuelta, y por entre los árboles divisó la mansión, cada vez más lejana. Mejor sería volver, pensó por un instante; pero desistió rápidamente. ¿Para qué volver? No tenía nada importante que hacer y ese lugar tenía un encanto especial.
Continuó caminando, lentamente, observando todo a su alrededor. Pensó que había sido una estupidez no haber visitado el bosque anteriormente. Inspiró el aire fresco de la mañana y se sintió bien, tranquila. A lo lejos, divisó un claro lleno de maleza y apresuró el paso, quería llegar hasta allí. Dejaría pastar al caballo y ella se recostaría un buen rato en la hierba a contemplar el cielo, que parecía más límpido que nunca.
¿Le pareció a ella, o realmente había alguien detrás de ese tronco? Como una sombra que desaparece, creyó ver la coronilla de una persona, que se desvanecía entre los árboles. Después, pensó que no era más que una mala jugada de la luz del sol, que se esfumaba por aquí y reaparecía más allá.
¡Ah, no! Esta vez sí había visto a alguien entre las tipas. Ató el caballo en una rama baja y corrió en dirección a la aparición. Metros más allá divisó la silueta de una mujer que se dirigía rápidamente hacia el claro del bosque. Una elegante chalina colgaba en pico sobre su espalda y se arrastraba por el suelo, levantando un poco de polvo.
«¡Una mujer!», se dijo, sin quitar los ojos de ella.
Tal vez la vista le fallaba, pero estaba casi segura: ésa no era la esposa de ningún peón.
Muy resuelta, levantó la falda de su vestido y corrió, sin analizar lo que hacía. El viento movía las hojas más altas de las tipas. Se escuchaban algunas loras parlanchinas y, de vez en cuando, algún benteveo. De Silva le había dicho que había muchos por allí, recordó.
La momentánea distracción fue suficiente para que perdiera de vista a la mujer. Sin aliento, se apoyó en un tronco a descansar. Miró hacia arriba, como olvidando su cacería. Los rayos del sol contorneaban las copas de los árboles, y daban de lleno sobre los ojos de Fiona, calentándole el rostro, que la corrida inevitablemente había enfriado.
De pronto, un ruido distinto, como a ramas secas que se parten, quebró la armonía del sitio.
—¿Hay alguien ahí? —Escudriñó el lugar, atemorizada, y dándose ánimos alzó la voz—: Por favor, salga, no deseo hacerle daño.
Esperó unos instantes, pero nada. De pronto, la figura femenina apareció nuevamente frente a ella; corría como enloquecida, dejando atrás la densidad del bosque que hasta ese momento le había servido de escudo.
—¡Ey! ¡Espere, señora! ¡Espere!
La mujer no se detuvo. Fiona corrió tras ella. Por momentos, la silueta se desvanecía entre la maleza, por momentos volvía a divisarla, un poco más lejos. Repentinamente, advirtió que ya no la veía más.
—¡Oh, no! —gritó, decepcionada.
Estaba agitada y exhausta; se detuvo un momento para recobrar el aliento. Miró hacia el horizonte. Era un lugar magnífico aquél; pensó que ya se había adentrado mucho, y que debía volver. Pero estaba demasiado intrigada para abandonar la aventura. Se irguió, y echó a andar otra vez, ahora sin prisa.
No supo cuánto tiempo estuvo deambulando por aquellos parajes. No sabía si volvería ver a la mujer misteriosa y, peor aún, ni siquiera tenía la certeza de si podría recordar el camino de regreso a la mansión. Sin embargo, eso no pareció perturbarla demasiado, y siguió avanzando, guiada por su instinto.
Debió caminar más de dos horas antes de toparse con una casita, a medias oculta tras la espesura del monte. Parecía deshabitada. Se acercó con precaución, tratando de no dejarse ver, pero pronto descubrió que no había ningún peligro, y se encaminó audazmente a la puerta. Subió los peldaños de la escalera de madera y se detuvo unos instantes para observar la galería que circundaba la vivienda. Todo estaba ordenado y limpio. Había tiestos por doquier con las plantas más variadas. Hortensias, agapantos, margaritas; todas bien cuidadas y florecientes.
Sin llamar, abrió la puerta. Allí estaba la mujer, sentada en una mecedora, mirando por la ventana. Seguramente, habría estado viéndola mientras ella se acercaba.
—Disculpe —comenzó a decir Fiona con la voz algo quebrada—. Pensé… No sabía…
—Está bien, querida —dijo la mujer, mientras se incorporaba. Luego, se encaminó hacia una mesa apostada en un rincón del comedor.
—Te estaba esperando. Vamos, entra. Ven aquí, conmigo —y le extendió la mano.
Con paso indeciso, Fiona se fue acercando sin quitarle los ojos de encima. Era una mujer de mediana edad, tendría tal vez cuarenta o cuarenta y cinco años. Era muy linda, y sus movimientos tenían una cadencia aristocrática que le recordaron a los de misia Mercedes.
—Do yon want a cup of tea, dear?
La pregunta en inglés la sorprendió tanto que no supo qué contestar; entonces, la mujer le explicó.
—Te he escuchado hablar en inglés con tu criada; tu pronunciación es excelente.
Fiona no salía de su asombro.
—¿Me ha escuchado hablar con María?
—Sí —replicó, en medio de una risa cándida, casi infantil—. A veces me da por espiar a los de la casa grande.
—Ah… —fue todo lo que atinó a decir Fiona. No pudo enojarse con ella; sintió que habría sido como enojarse con una niñita de cinco años.
—A cup of tea? —insistió la mujer. Con el chal que arrastraba y la cabeza erguida tenía el porte de una reina.
—Please —respondió la joven.
La mujer tomó la tetera y vertió el brebaje en una taza. La mesa estaba tan bien arreglada como en casa de su abuela; no faltaba un solo detalle. Hasta había un florero de cristal con unas rosas blancas.
—Ven, querida, siéntate. Tomemos juntas el té.
Se sentaron. Fiona le agradeció cuando le alcanzó la taza y cuando le sirvió un pedazo de tarta de moras que, según dijo, ella misma había cosechado.
—Los árboles están que se caen de moras. ¡Mira! —Levantó las manos y le mostró las palmas—. Me han quedado teñidas de tantas que he recogido.
—Está deliciosa, señora… Perdón, ¿cómo se llama usted?
La mujer no respondió en seguida. Se quedó mirándola atentamente, como si quisiera apreciarla en detalle.
—Eres tan hermosa —dijo por fin—. Mi nombre es Catherine Emmet. Pero no me llames Catherine, nadie lo hace. Llámame Catusha, como todos.
«¿Todos? pensó Fiona. ¿Quiénes, por Dios, en medio de la nada?»
¿Catusha?
—Ese apodo me lo puso mi padre, cuando todavía ni caminaba. —Rió otra vez, y aclaró—: Él siempre decía que yo era tan pequeñita y suavecita que me parecía más a una gatita que a una bebé.
Fiona se sentía cómoda, pero no lograba salir de su asombro. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué hacía allí, en medio del monte, sola?
—¿Vive usted sola, señora Catusha?
—No me llames señora, me haces sentir vieja la reconvino. ¿Qué me preguntaste, querida? ¡Ah, sí! Si vivo sola… Bueno, sí, pero mi hijo viene a visitarme, de vez en cuando.
—¿Su hijo?
—Sí, él es un hombre ya. Es muy importante, ¿sabes? Casi tanto como lo era su padre.
En aquel instante su mirada se perdió, y dejó de mover las manos como había venido haciéndolo hasta ese momento.
—Señora… Eh, digo, Catusha, ¿está usted bien? ¿Se siente bien? —Tuvo que repetirlo, porque parecía que la mujer ya no estaba allí.
—Oh… Sí, querida Fiona, sí.
—¡Sabe mi nombre!
—Ya te he dicho que a veces espío tu casa. No te molesta, ¿verdad?
—No, por supuesto que no. —¿Qué más podía decirle?, se preguntó—. Pero tal vez habría sido mejor que se presentara; de esa forma la habríamos invitado a cenar, Catusha. A mi esposo y a mí…
—¡Ah, no! ¡Tu esposo me da miedo, Fiona querida! No quiero ni cruzarme con él.
La extrema sinceridad de la dama no hacía más que desconcertarla.
—Sí, la comprendo —respondió, y miró hacia abajo.
—¡Oh, perdóname, he sido una grosera! Después de todo, es tu esposo. Pero… no lo sé… Esa mirada… ¿Tú no le temes?
—Sí, a veces… Bueno, en realidad, siempre. Pero…
—Sí, ya sé; estás enamorada de él, ¿verdad? ¿Quieres más té?
—¡No!
—¿No deseas más té? —La miró incrédula.
—No… no. Bueno, sí, un poco más de té estaría bien. Me refería a que no estoy enamorada de él.
Después que lo dijo, se sintió mal, pero ya lo había hecho.
—¿No estás enamorada de él?
La miró tan asombrada que Fiona se avergonzó.
—¡Ah, no! Yo amaba mucho a mi Manuel y él me amaba a mí también. Sí, señor.
Hizo un gesto divertido que a Fiona le causó hilaridad.
—Tienes una de las sonrisas más lindas que he visto, Fiona. Deberías sonreír todo el tiempo.
—Gracias, Catusha.
La joven miró a su alrededor. La casita era pequeña pero muy acogedora; distinta a las casonas estilo morisco de Buenos Aires; por cierto, distinta a la mansión. Pero había algo allí que la hizo sentirse extraordinariamente bien. Suspiró.
—¿Esta casa es suya?
Se arrepintió de preguntarlo; no quería quedar como una metida.
—Sí, mi hijo la hizo construir. —Parecía orgullosa.
—Pero, ¿esto no es aún territorio de La Candelaria?
—No lo sé, querida. Supongo que no —contestó, sin darle demasiada importancia al asunto—. ¿Más tarta?
—No, gracias.
Fiona echó otro vistazo a su alrededor.
—¿Toca el piano, Catusha? —preguntó sin quitar la vista del instrumento apostado en un rincón de la sala.
—Sí. ¿Deseas que toque para ti? Puedo enseñarte nuevas melodías. —Se quedó esperando la respuesta.
—Sí, claro, me gustaría mucho escucharla tocar.
El resto de la mañana junto a esa mujer tan extraña resultó encantador. Aunque había cosas de ella que no lograba explicarse no se preocupó demasiado. Pensó que, en medio de su amargura, había encontrado a alguien con quien conversar. María no la entendía por esos días; hasta parecía estar de parte del imbécil de de Silva. Y Candelaria… ¡Bueno!, Candelaria ni hablar.
Catusha insistió en acompañarla de regreso y Fiona aceptó; no sabía si podría orientarse para volver a la mansión. Había deambulado por esos parajes sin reparar demasiado en nada, guiada sólo por el deseo de encontrar a la mujer misteriosa.
El caballo de Fiona, asido aún a la rama de la tipa, estaba impaciente. Como el lugar no tenía hierba no había podido comer; al verla aparecer, relinchó enojado. Desde allí, Fiona ya recordaba el camino; se despidió de su amiga Catusha con la promesa de regresar muy pronto.
Al llegar a la casa, María la regañó duramente. Hacía horas que la buscaba y nadie conocía su paradero. Fiona escuchó sus retos y le prometió no volver a desaparecer así.
—¿Se puede saber dónde has estado, Fiona? ¡Por Dios Santo, Candelaria está que brama con tu desaparición! —exclamó la criada llevándose las manos a la cabeza.
—¡Y qué tiene que meterse ella en lo que yo hago! ¡Ni que fuera mi dueña! ¡Lo único que me faltaba! ¡No está mi carcelero, pero tengo una carcelera! —explotó la joven.
—Bueno, mi niña, tranquilízate —la calmó María, arrepentida de haber nombrado a la negra. Fiona, muy sensible por esos días, no soportaba nada, en especial nada que tuviera que ver con su esposo.
—¿Vas a decirme dónde estuviste? ¿Sí o no? —insistió María.
Fiona la miró de soslayo y pensó en contárselo todo. Después se arrepintió; María era muy miedosa, a todo le temía. Si le confesaba que había encontrado a una mujer tan extraña en medio del monte, luego de cruzar sola el bosque vedado, pondría el grito en el cielo y le prohibiría regresar con Catusha. Mejor sería callar.
—Anduve por ahí, sin rumbo fijo.
—¡Camila!
En el mismo momento en que Fiona bajaba por las escalinatas de la entrada principal a gran velocidad, Camila descendía de la volanta de su padre auxiliada por el lacayo. Se encontraron en el camino de pedregullo que bordeaba la mansión y se abrazaron. No se veían desde el casamiento de Fiona, casi dos meses atrás, y se habían extrañado demasiado.
—Tengo tantas cosas que contarte, Fiona. Ya no tengo con quién hablar. Bueno, está Blanquita, pero algunas veces no me comprende; no como tú.
—Entonces, vamos adentro a empacharnos de relatos. Yo también necesito contarte cosas. A mí me pasa lo mismo con María.
La tomó por el hombro y la condujo escaleras arriba.
—Es bella, bellísima —comentó Camila medio boquiabierta, dando vueltas sobre sí para poder admirar en toda su magnificencia el salón principal—. Cuando vi la mansión desde la volanta no podía creerlo; jamás vi una casa como ésta —agregó, mientras observaba atónita un gobelino que ocupaba toda una pared.
—Sí, es muy bella —contestó Fiona sin mayor interés—. Ven, vamos a mi alcoba. Allí estaremos más cómodas.
Al llegar a la escalera, apareció de improviso Candelaria; se detuvo ante las dos jóvenes y miró a Camila con cara de pocos amigos.
—Camila, te presento a Candelaria…
No sabía ni su apellido, ni su posición dentro de la casa. No era la madre de de Silva, no era el ama de llaves, no era la tía ni una parienta lejana. ¿Qué era, entonces? ¿La que lo había criado? Sí, pero presentarla como «Candelaria, la que crió a de Silva» no le pareció correcto; por eso, prefirió dejar la frase inconclusa.
—Candelaria, ella es Camila O’Gorman, mi más íntima amiga.
Camila y Candelaria se estrecharon las manos con frialdad.
—Si necesita algo, señora de Silva, llámeme —agregó la negra antes de desaparecer detrás de los cortinados.
Las jóvenes comenzaron el ascenso con menos entusiasmo que antes.
—Tiene cara de bruja, Dios me libre y me guarde —susurró Camila.
—Parece una bruja, pero no está tan mal después de todo; aunque, en cierta forma, tienes razón. Es muy parca y seria. —Una sonrisa de niña se dibujó en los labios de Fiona. Y tomando a Camila del brazo, agregó—: Vamos a olvidarnos de esa mujer; no quiero que nada empañe este día, ¿sí?
—Está bien.
Camila sonrió; comenzaron a subir las escaleras corriendo, como chiquillas, y no se detuvieron hasta que llegaron al cuarto de Fiona.
—No puedo creer el dormitorio que tienes. Mira esta gasa… Qué suavecita es… —dijo Camila, frotando contra su mejilla la tela del baldaquino—. Este hombre te da todos los gustos, Fiona —comentó, admirando los muebles y los pebeteros de plata.
Fiona no decía nada. Sólo observaba cómo su amiga iba quedando anonadada por cosas que a ella en ningún momento le habían causado la más mínima emoción. Pero, sí, debía reconocerlo, el lujo que la rodeaba era ciertamente impresionante.
—Así me imagino que son las mansiones en París. ¿No crees, Fiona?
Camila se volvió. Su amiga, absorta, miraba a través de la puertaventana.
—Fiona, ¿me escuchas?
—Ven aquí. Mira la vista —dijo Fiona, sin voltear.
En el parque de la estancia la primavera se desplegaba en todo su esplendor. El verde lo dominaba todo; los cipreses, más allá las tipas, los copones de piedra abarrotados de agapantos violeta, la inmensa fuente en cuyo centro los retozones angelotes de bronce arrojaban incansablemente sus chorros de agua cristalina.
De pronto, Fiona comprendió que veía todo aquello por primera vez, y un cierto desasosiego la invadió. Pero la alegría que le provocaba la presencia de Camila volvió a imponerse, y se entusiasmó con la idea de llevarla a conocer la escuelita y la cremería. Se sentía orgullosa de sus dos obras y quería compartirlas con ella. También le contó acerca de su amiga del monte y la llevó a conocerla; para desencanto de ambas, Catusha no estaba en la casa, ni en el jardín, ni en los alrededores. La buscaron un rato, pero no la encontraron. Al fin se dieron por vencidas y regresaron. Tal vez, pensó Fiona, Catusha se había marchado unos días a la ciudad con su hijo.
—Por favor, Camila, no comentes con nadie mi amistad con Catusha. Es un secreto —pidió, muy seria, mientras caminaban de regreso. Camila asintió, extrañada, pero no le preguntó nada.
Almorzaron en un bosquecito que Fiona había descubierto en uno de sus paseos a caballo, a un kilómetro de la mansión. Eliseo condujo el coche y durmió una larga siesta después de comer, mientras Camila y Fiona parloteaban como cotorras.
—Ya hice el amor con Ladislao —confesó Camila con la mirada sobre la hierba y las manos nerviosamente entrelazadas.
—¿Te sientes feliz?
La O’Gorman fijó los ojos en los de Fiona. Estaba un poco desconcertada; tal vez esperaba un sermón, una reprimenda o una mirada de espanto. Nada de eso.
—Sí, inmensamente feliz —replicó al cabo de unos segundos—. Y tú, Fiona, ¿eres feliz ahora?
—No… Bueno, no sé… Yo…
No sabía qué contestar. Sinceramente, ¿cómo se sentía? No tenía la menor idea. Había atiborrado sus días con todo tipo de actividades; tal vez, para no pensar. Pero a la noche… A la noche era inevitable pensar.
—¿Estás bien, Fiona?
Camila la tomó de la mano con preocupación; repentinamente, Fiona se había puesto pálida.
—Hace semanas que de Silva se fue. La última noche que estuvo aquí, fue a mi habitación y, como yo había trabado las puertas para que él no entrara, abrió una a patadas… Fue horrible, estaba como loco.
Fiona contuvo la respiración al recordar.
—Y, ¿qué pasó?
—Me dijo que yo era una malcriada y una torpe, y que… —No pudo seguir; sentía humillación y vergüenza.
—¿Qué paso luego, Fiona?
—Me dijo que…, que si no quería que me hiciera el amor se lo dijera de frente.
—¿Y luego de eso no lo viste más?
Fiona asintió.
—Yo lo vi en Buenos Aires hace poco —dijo Camila, y esperó la reacción de su amiga.
Fiona sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Cuándo lo viste? ¿Dónde, Camila? ¿Dónde?
—Un momento, señorita, un momento… A ver, a ver… Bueno…
—¡Camila, por amor de Dios! —se exasperó Fiona.
—Bueno, tranquilízate. Lo vi en una tertulia, en casa de misia Mariquita, hace unos cuantos días. No sé, unas dos semanas atrás, más o menos.
—¿Hablaste con él?
—Sí; me saludó ahí, en lo de misia Mariquita, pero además estuvo cenando en mi casa, unos días después. Cuando mamá le preguntó por qué tú no habías venido con él, dijo que sólo estaba de paso por la ciudad por asuntos de negocios; y que pronto regresaría al campo.
Camila tomó entre sus dedos un pedazo de compota y lo dejó caer en su boca, saboreándolo lentamente. Fiona parecía a punto de perder la cordura por un poco más de información.
—¡Vamos, Camila, dime qué más sabes!
—No mucho más. Pero, ¿cómo es que tú no sabes nada? ¿No puedes averiguar?
—Aunque te parezca mentira, no —y movió la cabeza, con preocupación—. Dime, ¿bailó con alguien esa noche? En lo de misia Mariquita, digo.
—¿Que si bailó? Con todas, Fiona, con todas.
—¿Bailó con Clelia Coloma? —preguntó con miedo.
—Sí, la mayor parte del tiempo.
Camila no podía saber hasta qué punto ese comentario iba a impresionarla. Fiona se quedó muda; separó los labios y abrió aún más los ojos.
—No entiendo, Fiona. ¿Qué te importa a ti lo que de Silva hace o deja de hacer? ¿No es que lo odias y que nada te interesa de él?
—No… no… No es que me importe por mí —Fiona trató de reponerse—. Me importa porque no quiero que se hable. Ya sabes, por Grandpa —aclaró, y desvió la mirada de los ojos de su amiga.
—Ah… Claro, por Grandpa —repitió Camila mecánicamente.
—Claro, por él. ¿Por quién más, si no?
—Por ti, Fiona Malone, por ti.
—¡Por mí! —Se señaló el pecho, con los ojos desorbitados—. ¿Qué dices, Camila? ¿Te volviste loca? Jamás me interesaría por mí —aseguró, con una mueca de enfado.
—Bueno, bueno… no te pongas así. Además no grites o despertarás a Eliseo y no podremos continuar con la conversación.
Tomó el vaso de su amiga, lleno de agrio, y se lo ofreció. Fiona lo bebió de golpe.
—Debes tranquilizarte, te noto muy inquieta —insistió Camila.
—Sí, puede ser, discúlpame, no quise gritarte —respondió Fiona bajando la vista—. En realidad, no sé qué me sucede últimamente. Me siento muy extraña, no sé. Es como si, a veces, necesitara que de Silva estuviera en la casa aunque más no fuese para pelear con él. Suena estúpido, ¿no crees? Me da rabia. Muchas veces pienso en él y trato de recordarlo con odio por lo que me hizo, pero no puedo. A veces quiero que esté junto a mí, de noche.
—¿Crees que te estás enamorando de él? —preguntó Camila casi con miedo.
—¡No!
Esta vez sí despertó al sirviente. De todos modos, ya era hora de volver.
Camila no deseaba irse. No sólo la había pasado de maravilla: además, le costaba dejar a Fiona; no la encontraba nada bien, no era la misma de siempre. Pero su deseo de retornar a los brazos de su amante, el curita de Tucumán, fue más poderoso. A la mañana siguiente, y a pesar de los ruegos de Fiona, partió hacia Buenos Aires.