Su hermana Teresa seguía viviendo en Paris. No tenía ni oficio ni beneficio más allá del dinero que le dio su abuela. Y la verdad es que sobrevivir en Francia intentando mantener su postura radical en contra de las “razas inferiores” tendría que pasar forzosamente por entrar en alguna asociación clandestina de jóvenes nazis y en aquella época no existían aun. Los que quedaban eran viejas glorias de la segunda guerra y siendo considerados criminales de guerra y perseguidos, estaban más escondidos que otra cosa.
Pasaba los días y las semanas dando bandazos de un lado a otro. En la escuela nunca había destacado en ningún ámbito, pero a base de entrar en los museos para matar el tiempo fue cogiendo gusto por el arte, especialmente por la pintura. Descubrió Montmartre y se aficionó a pasar horas en la Place du Tertre cuna del impresionismo actual. Hablaba y discutía de arte con pintores, agentes, compradores, curiosos, con todo el mundo de la bohemia parisina que cautivaba a gente joven de toda Europa.
Sin ataduras y “a lo loco” vivía una semana con uno y otra con otro. Fumaba, bebía y sólo en sus ratos de lucidez regresaba a su apartamento se aseaba y volvía a ser una señorita de buen ver. Pero pronto regresaba al mundo que le gustaba de verdad. Un día que regresó a la Place du Tertre se encontró con un grupo de gente, bien vestidos, hablando en inglés, que contemplaban las obras expuestas o las que estaban colgando los artistas.
Eran las doce del mediodía. Sí. Allí la gente se levantaba tarde. Teresa estaba curioseando cerca del grupo. Resulta que eran los dueños de una sala de exposiciones de Londres y estaban buscando material para montar una subasta. Ella se permitió inmiscuirse en la conversación y empezó a darles algunos consejos. Recorrieron incluso los estudios de algún artista que no estaban abiertos al público en general. Fue un gran encuentro para aquella gente. Habrían tenido que hacer varios viajes para conocer lo que Teresa les enseño en un sólo día. La que parecía mandar en el grupo dirigiéndose a ella preguntó:
—Quizá podrías
recomendarnos también algún sitio para comer ¿Verdad?
-¡Cómo no! Respondió ella. Llevo meses comiendo aquí cada
día.
-¿Quieres acompañarnos? Le preguntó el que parecía marido de la
primera.
Por quedar bien, hizo ver que titubeaba un poco pero al final aceptó. Como vio que eran gente arreglada y de bien decidió obviar los garitos que solía frecuentar y les acompañó al Un Zèbre Montmartre de la Rue Lepic, esperando hubiera sitio por que el restaurante era muy pequeño. Tuvieron que esperar a que se vaciara otra mesa y les pudieran juntar dos de las mesas microscópicas para que cogieran los seis. Mientras tanto la casa, les ofreció un aperitivo, que resultó no tratarse de una invitación ya que lo cargaron en la factura. Esto era muy típico en París. Y lo sigue siendo. Mientras esperaban les ofrecieron la carta, era una pequeña pizarra con las diferentes “formules” del día escritas en tiza blanca. Quedaba simpático.
Para descansar un poco de
las conversaciones sobre obra y pintores, la madre le preguntó a
Teresa:
-¿Y tú a que dedicas? ¿Cómo es que sabes tanto del impresionismo
actual?
—Verá, respondió Teresa sin titubear esta vez. Salvo mi abuela que vive en España y mi hermano mayor que se fue a México, no tengo más familia. Me he criado en Ginebra y quiero regresar para poner una galería de arte impresionista. Como ustedes en Londres. Pero consideré imprescindible conocer la cuna desde dentro. Llevo casi dos años viviendo aquí. Me conozco hasta los ratones del barrio dijo riéndose.
Los demás escuchaban atentamente. Y preguntó de nuevo la señora:
—¿Estarás de nuevo disponible mañana? Es que esta tarde tenemos que ir al Louvre. Tenemos una entrevista allí con un personaje del arte francés. Pero mañana quisiéramos regresar y definir cosas.
—Sí, sí. Yo estoy siempre aquí.
Terminaron de comer, los tres jóvenes prácticamente no dijeron nada en toda la comida, y se emplazaron para mañana por la mañana sobre las once en el mismo restaurante.
Cuando la dejaron sola pensó: No esta mal esta historia que me he inventado. Pero no la pondría nunca en Ginebra esta sala. La pondría en Londres. Al lado de la suya. Esta gente no tiene ni idea de pintura impresionista.
Pedro Ramiro llegó a San Luis Potosí y lo primero fue darse una vuelta por el centro histórico. Si en algún lugar podía encontrar alguna pista sería aquí. En lo que había sido la vieja ciudad. Decidió buscar un hotel o pensión cerca de la Plaza de las Armas y de La Catedral.
Enseguida encontró lo que buscaba. Una pensión de “trato familiar” en una de las calles que llevaban a la plaza. Tenía una amplia recepción y las habitaciones estaban en el primer piso. Se instaló y decidió pasear por la ciudad. Al pasar de nuevo por delante de la recepción ya no estaba la chica que le atendió. Estaba un señor mayor que probablemente sería su padre.
Su abuela Paulina le había hablado del telar. El telar que sirvió de escusa a su abuelo para instalarse en Tumbalá. En la caja del telar estaban grabadas a fuego las letras del vendedor. No se acordaba de todo pero creía que el apellido era Busqueda. Decidió probar:
—Perdone señor, dirigiéndose al señor mayor que ocupaba ahora el mostrador de la recepción, ¿Usted sabría decirme donde está o donde estaba en San Luis Potosí una fábrica de textil de un español que se llamaba algo como Busqueda?
—¡Ja! Le respondió el señor. Está usted encima. Esto eran las antiguas oficinas. La fábrica estaba aquí al lado y cuando la trasladaron derribaron el edificio para construir la casa nueva. Esa que ha visto usted aquí al lado. Mi padre se quedó con la parte de las oficinas y montó este hostal.
—Así ¿Ya no
están?
-No están aquí. Se trasladaron. Pero en la zona nueva tienen las
oficinas, el almacén y el despacho de mercancías. Si quiere le
puedo buscar la dirección.
Miró y se la anotó en un papel.
Pedro Ramiro lleno de ilusión se fue corriendo a visitar aquellas
oficinas.
Pero poco le duró la alegría. Le recibieron, le atendieron bien pero le dijeron que todo el archivo anterior a mil novecientos veinte había sido destruido en un incendio. Por este motivo hicieron la fábrica nueva.
—Pero espere un momento porque creo que está el señor Busqueda hijo.
Efectivamente salió un señor mayor que él, mejicano, que atentamente le preguntó que deseaba. Pedro Ramiro le contó la historia y al otro a medida que esta avanzaba le iba cambiando la cara. Cuando Pedro Ramiro terminó, le dijo:
—Recuerdo perfectamente que mi padre me contó una vez que había venido un catalán a comprarle un telar en desuso. Se lo hizo embalar como si fuera bueno, pagó en efectivo y se marchó. Cuando tuvimos que tirar los viejos telares de garrote, mi padre aún se acordaba.
—¡Lástima que no venga mi
paisano! Decía lamentándose.
-No sabría decirme usted donde vivía cuando estaba aquí en San Luis
Potosí.
-Pues no. Y no creo que mi padre lo supiera tampoco. Sino habría
ido a por él para negociar con el resto de la chatarra.
Pedro Ramiro agradeció la atención y se marchó de nuevo a la Plaza
de las Armas. Su abuelo trabajaba con las armas. ¿Encontraría algo
allí?
No. Allí no encontraría nada. Lo hubiera encontrado si en lugar de caminar cabizbajo hubiera prestado atención a una placa que había en el lateral de la entrada de una casa.
AQUÍ MURIO COBARDEMENTE
ASESINADO EL CAPITAN RETIRADO DON BENJAMIN OJINAGA. DESCANSE EN
PAZ.
Él no lo podía saber. Pero aquel era su bisabuelo. Y el
protagonista de los protagonistas.
Le quedaban pocos días de vacaciones. Decidió encaminarse hacia México DF y la parte del sur ya la haría en fines de semana o en las vacaciones. Allí sería más fácil. Sabía que tenía que ir al departamento de Palenque y buscar el registro de Tumbalá, la casa del telar y de paso iría a visitar las Cascadas de Agua Azul.
Pasó dos días más en San Luis Potosí y se dirigió a México DF. Allí tenía que empezar a construir su nueva vida. Una nueva vida que pondría obligado punto y final a su estirpe cuando esta se terminara.
Decidió llamar a su abuela. Pidió la conferencia pero el mismo señor de recepción le dijo que había mucha demora. Al cabo de dos horas le dijo que se olvidara. Pondría un telegrama y que llegara cuando llegase. Total solo era para decir que no había conseguido nada, cosa que ya se preveía y que se encontraba bien. Lo puso camino a la estación y cogió el tren.
A las once en punto se
encontraron enfrente del restaurante. Hoy la comitiva era más
pequeña: Padre, madre y uno de los tres jóvenes de ayer que le fue
finalmente presentado como su hijo recorrido, prácticamente el
mismo de ayer, con empezaban a comprar obra.
Brandon. Iniciaron el la diferencia de que
Cuando Teresa vio lo que les pedían por las obras y que ellos lo pagaban sin rechistar, cogió del brazo al más asequible de los tres, a Brandon y le dijo casi al oído:
—Hay que parar esto. ¡Están tirando el dinero!
Brandon consiguió parar a sus padres y se disponían a sentarse en una mesa de una terraza cuando Teresa les indicó que siguieran hasta otra algo más lejana. Se sentaron y al instante les dijo:
—En el otro bar había tres
mesas llenas de marchantes. No quería que nos oyeran
hablar.
Teresa les puso al corriente de cómo funcionaba allí el tema de los
precios. Ante la incredulidad de los padres optó por pasar a los
números:
-Llevan comprados cuatro cuadros y han pagado el equivalente a mil
dólares. Yo habría obtenido lo mismo por aproximadamente la
mitad.
Se miraron con cara de asombro. Su flema británica se sentía
ofendida. Pero Brandon insistía.
—¡Hagamos una prueba mamá! Sigamos trabajando. Tú le enseñas a Mademoiselle Teresa la obra que te interesa, preguntas el precio y le dejas que lo negocie ella. Después veremos.
Fue una mañana muy lucrativa. Los pintores de la plaza y alrededores habían entendido que sus obras llenarían casas de nuevos ricos y no salones de Galerías de Arte. Los nuevos ricos que acudían a las Galerías no entendían nada de arte. Era como si acudieran para “ver que se lleva este año” antes de acudir a su casa de subastas de confianza para decorar la nueva casa adquirida con el dinero de los últimos trapicheos. Incluso algunos compraban cuadros para su casa y para la “oficina”. Oficina que la esposa nunca visitaba. Y mucho mejor así, ya que la tal oficina no era otra cosa que el piso de la amante. Pero aquellas esposas con tal de estar bien mantenidas y sólo con el condicionante de que no se formaran escándalos, se lo permitían todo al marido. Incluso que tuvieran amante. ¡Las porquerías fuera de casa! Se decían.
En uno de los estudios
fuera de la plaza la señora Coleman le mostró a Teresa un lienzo de
buen tamaño titulado “Los trabajadores”. Era realmente bueno.
Inspirado en el cuadro Acuchilladores” tenía una calidad incluso
que el llamémosle modelo original. El resultado era muy bueno. La
señora preguntó el precio y le pidieron cien mil francos o mil
francos nuevos. Ahora había un poco de lío con la moneda. A partir
del uno de enero del sesenta se acuñó el nuevo franco francés
debido a la gran devaluación del antiguo a razón de uno a cien.
Eran aproximadamente ciento veinte libras. El razonamiento de la
señora era que aquel cuadro en su casa podría alcanzar el precio de
venta de quinientas libras tranquilamente. Por este motivo podía
pagar sin problemas las ciento veinte que le pedían. Teresa lo sacó
por la mitad. Pagaron quinientos francos nuevos. Brandon Brooks
estaba satisfecho. Le gustaba aquella chica y su manera de hacer
las cosas. Además, un día, la sala de exposiciones y subastas sería
suya y cambiaría de raíz el modo de actuar de su madre, le contaba
a Teresa. El padre no contaba para nada. De hecho ni tan siquiera
se acercaba por la sala.
de Gustave Caillebote titulado “Los extraordinaria. Era menos
fotográfico
Cambiaron de escenario. Esta vez fueron a la plaza en busca de un conocido de Teresa que les acompañó a una sala cerrada. Allí había tal cantidad de obra que había que ser un experto para poder ver algo. Pero el artista era buen pintor y mejor vendedor. Tenía una habitación con la iluminación precisa y todas las paredes desnudas. Hacía sentar a los clientes en unas sillas rectas con el respaldo tocando a la pared y en la de enfrente él iba colgando uno a uno los cuadros de su colección. Era una manera muy interesante de ver una obra sin intoxicaciones decía él. Lo que no decía es que mientras los compradores estaban entretenidos en su particular galería no les daba tiempo de ir a la competencia.
Allí se decidieron por dos obras: Un lienzo relativamente pequeño, para recibidor pensaba la señora, titulado “Los bebedores” dos hombres sentados frente a frente en una pequeña mesa, algo muy parecido a los “Jugadores de cartas” de Paul Cézanne que sacaron por trescientos francos. Este pintor no se dejaba regatear tanto. Es que tenía que pagarle un diez por ciento de comisión a Teresa. Pero aún y así habían pagado cuarenta libras de una obra de la que obtendrían entre tres y cuatrocientas. Los cuadros oscuritos se vendían muy bien.
La segunda obra les costó de escoger. Habrían querido comprar varias pero desistieron por que la abundancia de un mismo tema hacía bajar su precio de venta. Al final se decidieron por un lienzo grande, vertical, titulado “Portal de la Catedral de Saint Denis”. El autor tenía un surtido de Catedrales para todos los gustos. Eran obras inspiradas en el cuadro de Edouard Manet “Portal de la Catedral de Rouen”. Este les costó quinientos francos. Si conseguían dirigirlo a algún comprador de Saint Denis o con orígenes o fábricas en esta ciudad, sacarían mínimo mil libras. Habían pagado sólo sesenta y cinco.
Al salir de allí, la señora dijo:
—Ahora vamos a comer. Me gustaría hablar contigo, le dijo a Teresa. Mira si podemos ir a un sitio que sea algo reservado. Brandon estaba satisfecho. Si su madre era feliz todo iba bien. Y la idea había sido suya. Sin Teresa, aquellos cuadros ni los habrían visto.
—¿Qué piensan hacer por la
tarde? Preguntó Teresa. Es que aquí los restaurantes lo son todo
menos discretos. La mayoría son como el de ayer.
-Por la tarde iremos a ver salas al centro dijo la señora y
asintieron los demás.
—Pues siendo así, lo mejor que podemos hacer es bajarnos a Place Clichy y comer en la Brasserie Wepler. Allí nos darán un reservado para nosotros solos.
Bajaron con el funicular y al pie cogieron un taxi para hacerse llevar al Wepler.
La señora, contenta por el negocio que le supondría la obra adquirida por la mañana llegó incluso a mostrarse simpática y entre ostra y ostra le iba explicando a Teresa:
—En mi galería –sólo contaba ella- necesitamos mucho material. Pero este negocio es muy complicado y la masificación supone un peligro. No podemos hacer más de una subasta al mes. De otra forma, en lugar de una galería selecta la Brooks & Coleman Art Gallery, parecería unos grandes almacenes. ¿Me comprende usted?
—Ayer tuvimos una reunión con dos franceses –dijo en tono despectivo- para abrir en sociedad otra galería de subastas en La City, en sociedad con nosotros, pero no nos hemos puesto de acuerdo. Estos franceses son imposibles, dijo mirando mal al camarero que le estaba cambiando el plato lleno de cáscaras por uno limpio.
—Al principio pensaba
ofrecerle un puesto de compradora. Es decir: Como una agente
nuestra en París.
Teresa abría dos ojos como dos platos.
—Pero creo que podríamos ir más lejos dijo buscando la aprobación de Mister Donovan que nunca decía nada. No para hacerlo mañana mismo, pero ¿Qué le parecería a usted ser socia de la nueva galería y vivir entre Paris y Londres comprando para la galería de la que sería accionista y para la mía a la vez?
Brandon estaba radiante. Ya
dejaba ver la ilusión que le producía ser socio de
Teresa.
Teresa le respondió enseguida.
-Verá. El problema es que yo no tengo dinero para invertir en una
galería en Londres.
Cristie –llámeme así a partir de ahora- le interrumpió.
—No. Usted no necesita dinero. Será una socia comercial digamos con…. Sí. Con un veinticinco por ciento de las acciones. Cobrará el veinticinco por ciento de los beneficios y además de un pequeño sueldo fijo le daríamos un cinco por ciento de comisión del diferencial obtenido en cada venta efectuada de los cuadros comprados por usted.
Teresa hizo un pequeño
cálculo, al que de memoria le sumó el diez por ciento que se haría
dar por los vendedores y seguidamente dijo:
-¡Acepto!
Cristie Coleman estaba satisfecha. Eso era bueno. Tan bueno que sin pedir permiso, Donovan Brooks llamó al camarero y pidió una botella de Champagne para celebrar el acuerdo.
—Tenemos que buscar un nombre para la galería que de ninguna manera involucre a la familia. ¿Cómo se llama usted Teresa?
—Pues me llamo Teresa Ojinaga. Pero a mí me gustaría que se llamara algo relacionado con mi Suiza natal. Por ejemplo: Galería de Arte La Suiza o La Helvética.
—No es mala idea. Bueno. Lo
pensaremos y ya decidiremos más adelante.
-¿Y donde vivirá? Mamá, preguntó Brandon interesado.
—Pues cuando esté en París donde vive ahora y cuando venga a Londres, aunque tengamos sitio de sobra en nuestro palacete, le conviene buscar un apartamento cerca de la galería. Así tampoco la verán con nosotros.
Un segundo brindis y cada uno se fue a sus cosas. Estaban todos muy contentos. Eso era raro en los negocios.
Pedro Ramiro se buscó una pensión cerca de La Cruz Roja. Estando sólo le era más cómodo que no buscar un piso, una habitación o un apartamento. De momento haría así. Después cuando llevara unos meses trabajando ya decidiría lo que más le convenía. Su empleo previsto era parecido al de su abuela. Su misión era relaciones públicas, buscar colaboradores, buscar aportaciones económicas y consolidar centros regionales instalando delegaciones y buscando personal: Por un lado voluntarios y por el otro, especialistas a los que contratar.
Era un trabajo ideal por que poco o mucho tendría que viajar por dentro del País. Había muchos voluntarios, gente de todo México y él se sentía muy a gusto entre toda aquella juventud.
A mediados de mil novecientos sesenta se programó un viaje a Chiapas. Allí había bastante por hacer. Estaría fuera al menos diez días. Quizá le diera tiempo de buscar alguna información en Tumbala. No es que pudiera perder el tiempo por que realmente tenía mucho trabajo. La Cruz Roja era una institución ejemplar y la de México no lo era menos. No es que a él no le controlara nadie. Simplemente hacía muy bien su trabajo y a nadie se le ocurría la necesidad de tener que controlarlo.
El veintitrés de julio de mil novecientos sesenta se instaló en un simpático hotel de las afueras de Palenque. Allí empezó con las reuniones con su gente. Eran muy jóvenes y muy afectivos. Iban un poco justos de material y Pedro Ramiro se anotó la necesidad de solucionarlo inmediatamente. Allí hizo amistad con una de las chicas, Rosa Rodríguez se llamaba, que casualmente era hija de Tumbala.
Le preguntó por las Cascadas de Agua Azul, la chica dijo que las conocía perfectamente y que asiduamente iban con su familia de merienda o a bañarse. Y se ofreció a acompañarle a Tumbala. Ella iba siempre. Cada fin de semana. La chica se montó el calendario de guardias para librar el viernes, sábado y domingo y con el coche de línea emprendieron el camino.
Por el camino le fue preguntando a Rosa si conocía una pensión para alojarse y la chica le respondió que justo en frente de la parada del coche de línea había una posada para comer y al otro lado, la misma posada tenía un edificio de habitaciones de alquiler.
Al detenerse el coche ya le dio un vuelco el corazón. Un gran letrero blanco con letras rojas y verdes decía claramente: Posada La Casa del Telar.
Era su primer viaje a Londres. Tenían que firmar la sociedad y Cristie Coleman quería enseñarle la Brooks & Coleman Art Gallery a Teresa. Va a comprar obra para nosotros. Lo lógico es que sepa que es lo que vendemos para poder acertar en las compras. Brandon Brooks fue a recogerla al aeropuerto de Londres-Garwick. En lugar de ir al centro, a la galería, irían a casa de la familia. Vivian en un palacete de finales del siglo XVIII en la ciudad de Horsham y para ir allí este aeropuerto era muy cómodo. En verano solían ir a la playa. Tenían un apartamento en el mar, concretamente en Bournemouth.
—Cuando vengas a pasar temporadas en Inglaterra, un día ya te llevaré para que lo veas, le dijo a Teresa.
Y mientras ella asentía, iba pensando: Creo que pediré que me aumenten la comisión. Pero no lo dijo.
Llegaron a Horsham. Era una casa bonita no muy grande pero rodeada de un precioso jardín. El matrimonio salió a recibirles mientras un criado cogía la maleta de Teresa para subirla a la habitación.
Pasaron a la biblioteca, que hacía las veces de despacho y sala de juntas y empezaron a trabajar. Sus socios la dejaron un momento sola en la biblioteca mientras iban a por los documentos que querían mostrarle.
La casa podía no valer demasiado. Pero la obra que había allí colgada tenía un valor incalculable. Había obras de Renoir, Fernando Fader, Moret, sobretodo de Alfred Sisley y una que particularmente le llamó la atención. No sabía el título, pero la había visto reproducida cientos de veces entre sus amigos franceses. Era un Robert Hagan que pintó dos chicas de espaldas a la orilla del mar, una con falda azul y otra con falda rosa. Era impresionante.
Llegaron todos y Cristie empezó diciendo que por sugerencia suya habían pensado en poner el nombre de Suiis Continental Gallery a la sociedad y a la sala.
Teresa sólo
escuchaba.
Cristie siguió diciendo:
—Este es el borrador de las escrituras, hemos hecho una copia para ti que tienes que leerte y cuando lo hayas hecho compondremos la definitiva, vendrá el Notario y la firmaremos. Más que nada te hemos pedido que vinieras para conocer nuestra galería, iremos mañana por la mañana, que está cerrada al público, y después, tenemos que visitar tres locales que pensamos podrían ser ideales para la nueva galería. Creemos que los tres son válidos, hemos desechado otros dos y por lo tanto el que a ti te guste más, será el que escogeremos.
Teresa dijo que el nombre le gustaba mucho y Cristie le dijo que era una buena idea. Así sería más distinta de la suya que presumía de ser más independiente del Continente por decirlo de alguna manera.
—Ahora pasemos al comedor. Dijo la dueña.
De camino al comedor cruzaron el hall que estaba presidido por tres obras que ella conocía bien por que se copiaban a menudo en Montmartre. Eran de Abdi Asbaghi y eran inconfundibles. Fariba, rostro de mujer detrás de papel estrellado, Tributo a Rubens, personajes detrás de papeles de periódico y del último no recordaba el título. Era un personaje sentado del cual no se veía el rostro oculto por una parte de un caballete.
Fue una cena agradable, servida por dos criados y salpicada de anécdotas de clientes que compraban libros a metros y buscaban cuadros para llenar las paredes con imágenes de antepasados. Teresa se estaba divirtiendo. Además, aquella gente bebía vino a todas horas. Ella no estaba acostumbrada y cuando lo probaba se acostaba con dolor de cabeza. El Sherry, el blanco, el tinto y por si fuera poco, después de cenar fueron de nuevo a la biblioteca y tomaron una copa de brandy español. Fue la primera vez que Teresa veía un televisor en color. Estaba embobada. Pero más embobada se quedó cuando vio algo que había pasado por alto la primera vez. Un Picasso. Una de las obras a trazos del autor en paisaje taurino. Era muy bonita. No se retiraron tarde. Con la escusa del cansancio del viaje, Teresa, quería aprovechar y leer bien el borrador de las escrituras.
Más tarde comprobaría que eran sorprendentemente claras y totalmente imparciales.
Lo había tenido de espaldas durante la cena. Sólo al salir del comedor se apercibió de un gran Velazquez que había a su espalda. Sólo aquel cuadro valía una fortuna. Debía dar mucho dinero eso de las subastas. Haría bien trabajando con aquella gente.
La Brooks & Coleman Art Gallery estaba en el centro de la City. En la Calthorpe St. Entre las estaciones de metro de Holbom y Chancery Lane. Aquella familia, o al menos, la señora, sabían muy bien lo que hacían. Aquel enclave era ideal. A máximo cinco minutos tenían la Narional Gallery, el Tate Modern –Museo de Arte Moderno-, El Museum of London y el British Museum.
Su local estaba en los bajos de un edificio de oficinas. Abogados, notarios, médicos, se anunciaban en las placas de la calle.
Una puerta de dos hojas daba paso a la recepción, una mesa con un empleado que hacía la ficha o comprobaba la identidad del visitante y lo acompañaba al interior donde un guía le tomaba a su cuidado para mostrarle las novedades de la sala. No era muy grande pero, puestos con muy buen gusto, tenía las dos paredes largas llenas de pinturas y en el centro unas estrechas mesas soportaban algunas esculturas y otras obras de arte y algunas antigüedades.
La obra era muy parecida a lo que imaginaba Teresa. Siendo especialistas del Impresionismo el abanico era muy amplio pero era siempre Impresionismo. Aquella corriente estuvo muy generalizada entre los artistas de finales de mil ochocientos hasta primeros de mil novecientos. Pero los “grandes” ya no pintaban.
Nunca permitían la entrada de dos compradores a la vez. Si eran primeras visitas sí. Pero entonces, poniéndose de parte del futuro comprador, le decían: No muestre demasiado interés por nada. Usted mire y si ve cosas que le interesan nos lo dice a solas y le daremos día y hora para que pueda venir y estar usted solo para mirarlo tranquilamente y enterarse de los precios de salida.
Teresa, de todo corazón, les felicitó. Era un montaje extraordinario. Y ahora a ella se le ofrecía la posibilidad de seguir el mismo camino e incluso de mejorarlo. Estaba entusiasmada. Y era el primer día. Aún no sabía ni la mitad. Saludaron al empleado de la recepción y marcharon, caminando a ver los otros tres emplazamientos. Teresa estaba contenta como un niño con zapatos nuevos. Tendría que llamar a su abuela para contárselo. ¿Dónde debía estar?
El que más le gustó fue el que estaba en Pentonville Rd. Creía que estar en una calle más ancha le daría más publicidad, simplemente por que pasaría más gente por delante y además por que ya tenía toda la instalación eléctrica hecha. Parece ser que alguien anteriormente se había propuesto hacer algo parecido y cambió de idea antes de inaugurar.
Estuvieron de acuerdo los cuatro y se pusieron a trabajar. Ella regresaría a Paris dentro de dos días y necesitaba un mínimo de sesenta obras. No sería fácil escoger sesenta obras sin que se repitieran demasiado los estilos. Quizá le convendría ir a buscar algo de obra a España. Si pudiera hablar con su abuela…….
Pedro Ramiro saludó a Rosa y quedaron para cenar. Ella le buscaría en la Posada La Casa del Telar. Entró y se dirigió al mostrador preguntando por una habitación.
—Sí señor. Tenemos
disponible. ¿La quiere ver?
-No. ¿Sabe lo que quiero ver? ¡El telar!
—Cuanto lo siento señor. Si es verdad que en los bajos de la casa había un telar inutilizable, estaba en aquel rincón dijo señalando al fondo a la derecha, cuando transformamos la casa en posada lo sacamos por que nos quitaba mucho espacio. Y ¿Usted como lo sabe que había un telar aquí?
—Pues muy sencillo. Lo puso mi abuelo Guillermo que se casó con la señorita Paulina Saltillo, sobrina de la Posada de enfrente en octubre de mil novecientos catorce. ¿Qué le parece?
—Me parece mucho lío.
Espere que vaya a por la señora dueña que ella es mayor y quizá se
acuerde.
-¿Está lejos? Preguntó Pedro Ramiro.
-No. No. Está enfrente. En la otra posada. Acomódese en la
habitación y mientras voy a por ella.
-Entonces tú eres hijo de José o de María Mercedes dijo una señora
que entró a toda velocidad antes de que él tuviera tiempo de subir
a la habitación.
-Soy hijo de María Mercedes. Encantado señora. Buenas
tardes.
La señora, dándole golpecitos con el índice en el pecho y con una
sonrisa de palmo siguió diciendo:
—Tú te vienes a comer a mi
casa esta noche.
-¡Mujer! ¡Gracias! Pero es que he quedado con una compañera para
cenar. Una chica voluntaria de la Cruz Roja.
—¡Ah! Será Rosa ¿Verdad?
Pues que venga ella también a cenar. A las ocho.
El chico de la pensión se reía. Le dijo:
-Esto le pasa por preguntar. Ella sabe todo de todos. Ya verá que
noche le espera.
Rosa llegó antes que él. “Le habían mandado recado” de que cenaba
en la posada con el extranjero. Ambos estaban invitados.
-Es hora de cenar. Después ya hablaremos, dijo la jefa cuando les
vio entrar.
Les sirvieron los platos típicos de la zona: Shote con momo, que son caracoles de agua con salsa, tamales chiapanecos que son una especie de tacos realizados con un relleno muy complicado pero cuya base es la pasta de maíz, el pollo, manteca, plátanos y un sinfín de especies, todo cocido en caldo de gallina. Después se hacen pelotas, se aplastan y se envuelven con hojas de plátano. Hay especialistas que lo acaban así. Otros en cambio, atan este paquetito con una especie de cuerda vegetal por que aún se tiene que echar a cocer en agua al menos media hora. Depende de lo remojadas que estén las hojas de plátano y después pato guisado con una salsa a base de chile, tomate y cilantro. Para postre les sirvieron pastelitos hojaldrados de miel.
Estaba todo muy bueno. Pero Pedro Ramiro no estaba acostumbrado a tanto picante y la verdad es que se le hacía difícil comer, sobre todo las salsas. Disimuladamente siempre procuraba echarlas a un lado.
Poco después vino la jefa, se sentó a la mesa y empezó a contarles que ella vio parir a su abuela en los dos partos. Era muy emocionante. La mujer tenía unos recuerdos tan palpables, lo describía tan bien que les parecía a todos estar viviéndolo. También le contó que su abuelo era el hombre más guapo que se había visto nunca en el pueblo y que todas las mujeres iban detrás de él. Pero, como si estuviera maldito, la única mujer que él quería no podía ser suya por que estaba prometida a un militar.
Pedro Ramiro tuvo un pequeño sobresalto.
Un día, llegó un carromato lleno de muertos de la guerra, sucedía a menudo, y uno de ellos era el novio de Paulina. A partir de aquel día, después del funeral, tu abuelo consiguió a tu abuela. Cuando nació tu tío José, tu abuelo Guillermo acababa de regresar del norte. De San Luis Potosí. Y se trajo un telar con la intención de poner una fábrica textil. Eso es lo que decía él. Pero aquí nadie se lo creyó. Todos pensaron que había huido de la guerra. Yo también. Se querían mucho la pareja y bailaban que era un espectáculo. Todas las noches. A veces se nos hacía de día bailando. Y piensa que al día siguiente, todos íbamos al cafetal a trabajar. Tu abuelo también.
Pedro Ramiro quería colar una pregunta pero no podía. Y una vez montó un sistema con unas cuerdas para subir la barca hasta arriba de las cataratas. Todo el pueblo iba a tirarse. Era muy querido. Pero no le gustaba la guerra. No le gustaba que la gente se odiara y se matara entre hermanos. Una o dos veces por semana iba a la capital a leer los periódicos. Piensa tú si estaban preocupados.
Ahora sí.
-¡Perdone Jefa!:
-¿Esto que ha dicho de que parecía estar maldito? ¿Por qué
era?
—¡Ah! No te preocupes. Es una forma de hablar muy vieja. Quiero decir que con la de mujeres guapas que había por aquí, -aprovechó para situarse la pechera- fue a enamorarse de la única que no podía corresponderle. Pero al final se casó con ella.
—¿Qué habrá sido de ella?
–Ahora preguntaba en lugar de narrar
-Pues mi abuela vive a temporadas en España y otras en Ginebra. Mi
abuelo murió en un accidente.
-¿En un accidente?
-Sí. Se le derrumbó una galería encima cuando estaba trabajando.
Murieron dos personas.
Tras un corto silencio, Pedro Ramiro, sin saber si hacía bien o no, empezó a contar todo lo que había sucedido a su familia. Paso por paso. Él no se daba cuenta, pero a medida que avanzaba en el relato se iba acumulando gente alrededor de la mesa.
—Y el último fue mi hermano pequeño que en las olimpiadas de Suecia….
—Uno de los objetivos de mi viaje era intentar averiguar si había algo de verdad en todo esto o era simplemente una concatenación casual de desgracias.
—La gitana tenía
razón.
Se escuchó desde atrás. Se abrió un pasillo entre la gente y una
anciana muy encorvada se le acercó diciendo:
-Esto es la maldición de Moctezuma.
Los demás le abuchearon diciendo que aquello eran invenciones de las brujas como ella para ganarse la vida sin trabajar, espantando la maldición a la gente. Con el tumulto que se armó la anciana encorvada aprovechó y desapareció.
Pedro Ramiro estaba igual
que antes. Cúmulos de supersticiones defendidas por los viejos e
ignoradas y olvidadas por los jóvenes.
Quedaron con Rosa para mañana ir, con un grupo de amigos, a ver las
Cascadas de Agua Azul. No hubo baile. Las cosas ahora eran
distintas.
Teresa dedicó el segundo día de su estancia en Londres a buscar apartamento lo más cercano posible a lo que sería uno de sus dos puestos de trabajo. Eran muy caros. Además tenía que seguir pagando el de Paris. Aunque bien pensado, si además de Paris iba a ir a otras ciudades de Europa, le convendría tirar de hotel. No iba a tener un apartamento en cada sitio. En todo caso, de momento cogería uno de una sola habitación en Swinton St. que estaba a dos pasos de los Museos y de las dos Galerías. Costaba cien libras al mes. Era una estafa. Pero la verdad es que siendo muy pequeño, estaba amueblado muy moderno y resultaba muy acogedor. Mañana se iría a Paris. Tenía que desmontar el piso y trasladar todo lo que tenía a Londres. Lo que haría sería embalarlo y darlo al mismo transporte que le hacía el servicio de los cuadros. Era algo caro pero muy bueno y seguro.
Llamó a casa de sus socios para decir que no le daba tiempo de pasar a saludar. Que ya se apañaría para llegar al aeropuerto. Que miraría de mandar veinte cuadros la próxima semana.
—¿Qué dice? Preguntó Donovan asomando la cabeza por la puerta.
—Ya te tengo dicho que no vengas sin preguntar. ¡Mira como vas! ¿Y si en lugar de llamar hubiera venido? Le dijo Cristie enfadada. No te preocupes. Todo va muy bien. Está muy ilusionada.
Desde Ginebra, desde la
Cruz Roja, llamaron a Paulina.
-¡Ya era hora! ¡Mira que eres difícil de encontrar! Le dijo su
amiga desde Ginebra.
-¿Pasa algo? Preguntó asustada Paulina.
—No. No pasa nada le tranquilizaron desde el otro lado de la línea. Sólo que sepas que se ha recibido un telegrama de tu nieto Pedro Ramiro diciendo que está bien y que no consigue averiguar nada y tienes varias llamadas de tu nieta Teresa diciendo que quiere venir a España para ver si se puede comprar obra buena de pintores vivos. Dijo que trabaja en una Galería de Arte de Londres. Me ha dejado un número de teléfono de París para que le llames.
—¡Qué bien! Decía Paulina. Me has sacado un peso de encima. Ahora mismo le llamo. Y gracias.
Se habían encontrado y puesto de acuerdo enseguida. Vendría desde Paris el viernes cuatro de noviembre. Corría el año mil novecientos sesenta. Mientras tanto Paulina ante su sorpresa e ignorancia tenía que empezar a sumergirse entre el ambiente de pintores y marchantes de Barcelona. No sabía ni por donde empezar.
En un par de días encontró varias concentraciones de pintores: La Ramblas, al final cerca de Colón, la Plaza del Rey, Plaza de Felip Neri, la Plaza Real y alguno en los alrededores de La Catedral. Les pidió tarjetas, direcciones, teléfonos, etc.
Diciendo que preparaba la visita de una chica suiza que venia a comprar en nombre de dos Galerías de Londres enseguida le llovieron más direcciones y más teléfonos.
Teresa tenía previsto pasar el fin de semana y el lunes en Barcelona. Se quedó toda una semana. Tuvo que organizar el transporte a Londres y buscar uno que además le sirviera de almacén y se cuidara del delicado embalaje. Compró cuarenta unidades. Treinta para ella y diez para sus socios. Ahora regresaría a Paris, compraría otro lote parecido y ya podría instalarse en Londres por una temporada.
Más que nada quería dedicar un poco de tiempo a ella misma. Tenía que rehacer su vestuario, su peinado, dejar de hacer tanto deporte, tenía las pantorrillas como las de un ciclista. Bueno, los ciclistas iban mejor depilados que ella. ¿Cómo vestían las directoras de sala? ¿Cómo Cristie Coleman? De todas maneras conservaría algo de su ropa bohemia. De lo contrario corría el riesgo de ver subir los precios, sobretodo en Montmartre.
El dieciocho de noviembre cogió un avión para ir a Londres. Tenía obra para dos subastas al menos. Y había dejado encargo de cuadros a medida para dentro de dos meses. Era difícil poder comprar para tener un surtido válido para su tipo tan particular de cliente. Si le faltaban puertas de Catedrales las encargaba, incluso como la mayoría eran inventadas, las encargaba con apariencia oriental o hindú mucho más difíciles de identificar. También se vendían muy bien los Cristos en la Cruz con diferentes luces de diferentes horas del día. Cuando regresara a París tenía que encontrarse con un artista que le había prometido diez obras tipo Dalí. Aún no había visto nada de él, pero se le había confesado incapaz de crear. Sin embargo copiaba de una manera impresionante. Teresa le dijo que eso a ella no le valía. No podía vender falsificaciones. Ella buscaba obra de la escuela de los grandes de finales del siglo pasado y principios de este. El chico le prometió que lo intentaría.
Los cuatro socios se marcaron como objetivo inaugurar antes de Navidad para aprovechar el tirón de los regalos de empresa e incluso los familiares. Todos dieron la talla. Pero Teresa y Brandon llegaron a hacer jornadas de quince horas.
Brandon Brooks era un buen chico y buen entendedor de pintura. Sólo que tenía la costumbre de mirarse las obras bajo el punto de vista del pintor. Incluso en ocasiones se permitía hacer críticas de luces, de sombras, de colores, etc. Pero congeniaban mucho. Nunca sería el hombre de su vida por que era de un estrato de la sociedad totalmente distinto al suyo. En su época bohemia Teresa habría dicho de él que era un “repipi”.
Cuando comían juntos no hacía más que llamarle la atención: Te has equivocado de cubiertos, esta no es la copa del agua, no mastiques con la boca abierta, ¡ponte la mano delante cuando estornudes! ¡Por Dios! María Mercedes, la madre de Teresa, también se las había enseñado estas cosas. Pero, sinceramente, con las compañías que había frecuentado últimamente, se le habían olvidado.
¿Y si un día me propone acostarse conmigo? ¿Qué le diré? Igual este es de los que quieren casarse primero. ¡A ver si tendré que decírselo yo….. ¡Es que llevo una temporada…… Bueno. Quizá cuando esté vestida de señora. Ya entiendo que ahora mismo tampoco debo resultar muy apetitosa.
El fin de semana del diez y once de diciembre lo dejaron todo terminado. La obra colgada, la mayor parte era comprada por ella misma y además había algún cuadro, para completar el surtido, aportado por la galería de sus socios. La iluminación corregida, los muebles puestos y las notas de precios de salida encima de la mesa del que sería el cicerone de la sala.
El lunes y martes Teresa se dedicó solo a ella. Ropa adecuada, peluquería y manicura obraron un cambio espectacular. Se compró dos vestidos negros de diferentes largos. Ahora para invierno los aprovecharía para calle y para estar en la sala, especialmente el largo en el día de la inauguración. Se compró también un discreto dos piezas de franela gris con una rayita muy fina que le estilizaba mucho y un par de blusas blancas. Una gabardina Burberrys y dos pares de zapatos completaban su nuevo vestuario.
Cristie Coleman le había
recomendado una zapatería. Era imprescindible que los zapatos no
hicieran ruido al caminar por dentro de la sala.
El miércoles catorce de diciembre de mil novecientos sesenta se
inauguró la primera exposición de la Suiis Continental
Gallery.
La familia había trabajado bien en cuanto a publicidad, siempre de manera subterránea, para que no se supiera que estaban detrás de la nueva galería, y la inauguración fue un éxito. Cuando Teresa vio el punto máximo de asistentes, pidió silencio y anunció que el próximo martes día veinte a las seis de la tarde se celebraría la primera subasta.
Pasaron un día agradable en las Cataratas del Agua Azul. Se habían llevado la comida que habían preparado las amigas de Rosa y comieron allí mismo sentados en el suelo. Regresaron a media tarde por que tenían que coger el coche de línea de regreso a las siete de la tarde.
Rosa se fue a por la maleta a su casa, Pedro Ramiro hizo lo propio en la Posada del Telar y quedaron en encontrarse ya en la parada del coche de línea.
A la salida del hotel le estaba esperando la vieja encorvada.
Pedro Ramiro había ido allí expresamente para intentar averiguar algo de sus antepasados. Pero cuando la vio, se llevó un buen sobresalto. No sabía que hacer ni que decirle.
No hizo falta. La anciana se dirigió a él y le dijo:
—Estás maldito. Dos veces maldito. Tú y tu descendencia. Toma, dijo alargándole una especie de colgante con una cinta de cuero, nunca te separes de esto. Te puede salvar la vida. Pero sólo la tuya.
Y se marchó.
Cuando se encontraron con Rosa, aún tenía el colgante en la mano. Se lo metió en el bolsillo. No le diría nada. Tenía que pensar y después ya decidiría.
A mitad de camino hacia Palenque una fuerte sacudida les sacó de la media siesta que estaban haciendo en el coche de línea. Una manada de caballos salvajes había cruzado a toda velocidad la calzada haciendo que el chofer tuviera que frenar en seco. Pero con tan mala fortuna que las ruedas de atrás se bloquearon, resbalaron sobre la gravilla de la carretera, y la parte trasera se salió fuera de la calzada y quedó colgando sobre el precipicio.
—¡Todos quietos! Gritaba el chofer. Sobretodo sin ningún movimiento brusco. Los pasajeros que van sentados atrás que vayan pasando delante. Tenemos que conseguir que la parte delantera pese más para que el coche no se caiga.
Así empezaron a hacerlo. Con mucha precaución se iban trasladando hacia adelante. A pesar de ello el coche seguía estando en precario equilibrio. Pedir calma en una situación como esta es casi inútil. El chofer no tenía que haber abierto nunca las puertas. Algunos de los pasajeros de atrás, cuando se vieron delante, relativamente a salvo, salieron huyendo por la puerta. Esto acabó por inclinar el coche hacia atrás. Como si fuera a cámara lenta el vehículo se puso casi vertical y acabó bajando por la ladera. Impactó contra las primeras rocas, se cruzó y bajo dando tumbos hasta el fondo del barranco. Durante el recorrido, algunos de los pasajeros fueron expulsados a través de la puerta abierta y de las ventanas con cristales rotos. Al llegar abajo se incendió. Murieron todos los ocupantes que aún permanecían dentro del coche de línea.
Con mayor o menor fortuna en sus magullamientos acabaron reuniéndose ocho de los pasajeros más el conductor que había sido el primero en salir disparado a través de la puerta delantera. Pedro Ramiro seguía abrazado, en forma protectora, a Rosa. Ya habían salido de este modo despedidos por la ventana. Un coche privado que venía detrás se detuvo y Pedro Ramiro se acerco a él rogándole por favor que acercara a Rosa hasta la Cruz Roja de Palenque o el teléfono más cercano para pedir auxilio. Él se quedaría allí e intentaría paliar algo la situación con el escaso botiquín que tenía que haber en el autocar.
Sí. Haría esto. Pero mientras oía al conductor maldecir a los caballos que habían causado el accidente y preguntando a gritos ¿Dónde han ido que ya no les veo? Pedro Ramiro estaba muy ocupado buscando el amuleto que había perdido durante del accidente. No lo encontró. Probablemente se quedó dentro del autocar. Pero este aún estaba en llamas. Enseguida empezaron a llegar ambulancias y coches de bomberos. Él se quedó cerca del vehículo. Cuando estuvieran las llamas apagadas ayudaría a sacar los cadáveres y de paso miraría de encontrar el colgante.
Y lo encontró. Estaba milagrosamente intacto, en el suelo del sitio que había ocupado él. Pero la cinta de cuero que servía para colgarlo estaba totalmente quemada aunque las cenizas habían mantenido su forma en el suelo.
No sabía que pensar. Preguntó a gente de por allí, a compañeros suyos de la Cruz Roja y le dijeron que sí, que era habitual la circulación de manadas de caballos salvajes en toda la provincia, pero que nunca habían causado ningún estropicio como este. Más bien era al contrario. Más bien huían del ruido del tránsito de las carreteras.
Llegó el día veinte y se celebró la subasta. Sólo Brandon, de entre la familia, camuflado entre el público, asistió a la misma. Era muy lógico que alguien de la competencia acudiera a la primera subasta de una sala nueva.
Era la primera subasta para Teresa. El subastador era un experto recomendado por la familia con quien ella tuvo ocasión de charlar antes de que se iniciara la subasta.
—Mire señorita, le decía el subastador, lo más importante es que se venda mucha obra para que los propios compradores hagan publicidad de la sala. Pero a la vez es muy importante que, al menos una obra, alcance un precio fuera de lo común. Esto excita mucho el mercado de manera inmediata y lo notaremos especialmente en las próximas subastas. Por esto me he permitido traerme a un colaborador anónimo que de forma interesada, se cebará en alguna obra hasta que esta alcance un precio exagerado. Naturalmente después no retirará la adquisición. Digamos que sólo es para salir en los periódicos.
Teresa, dispuesta a todo, le dijo inmediatamente que sí. Que de acuerdo. Le preguntó por el falso cliente y el subastador le respondió que era mejor que no lo supiera. Así no tendría que mentir ni disimular.
Fue un éxito de público y un éxito de recaudación. Si la media de precio alcanzó las quinientas libras por obra, hubo un cuadro que llegó a las seis mil libras. Uno de los que le prestaron desde la otra galería. Teresa siguió atentamente la trayectoria de las pujas. Cuando uno de los asistentes se hacía con una de las obras, normalmente se retiraba de la sala. Habían acudido con el propósito de adquirir aquella obra en concreto y cuando lo habían conseguido salían, pagaban, y llevándose la obra puesta se marchaban.
En aquel cuadro tipo Robert Hagan se enzarzaron tres compradores en la puja. Al final se lo llevó el comprador de la pajarita a topos. Sin embargo, en este caso, los tres compradores permanecieron en la sala. Probablemente eran profesionales del sector y estaban a la espera de otra oferta espectacular. Teresa, había pasado muchas horas en la exposición mientras se preparaba la primera subasta y no había visto a ninguno de los tres. Pero era muy fácil que hubieran ido uno de los dos días en que ella no acudió ni un instante a la sala. Cuando se dio por terminada la subasta, acudió a su oficina para pasar cuentas con el subastador y ante la sorpresa de ambos se dieron cuenta de que el cuadro que había alcanzado las seis mil libras había sido pagado y retirado. En total se habían recaudado veintiséis mil libras esterlinas. Al subastador le correspondían setecientas ochenta, el tres por ciento, y a Teresa, aún sin haber hecho los cálculos definitivos, al cinco por ciento menos el coste de la obra, calculó que serían unas mil libras. Estaba que daba saltos de alegría.
Quería compartirla con alguien esta alegría. Pero al único que conocía era a Brandon que muy metido en su papel ya se había ido. Pensó en llamar a su abuela pero ya era muy tarde para intentar localizarla. Decidió irse a casa y mañana sería otro día. Habían quedado para comer al día siguiente en casa de la familia y así poder comentar la jugada sin presencia de testigos.
Pero al salir de la
galería, se tropezó de bruces con el comprador de la pajarita de
topos.
-Perdone que la interrumpa señorita….
-¡Teresa! Me llamo Teresa. ¿Hay algún problema?
—No. No. Al contrario. Sólo quería decirle que me considero muy afortunado al haber podido adquirir esta magnífica obra y como no nos conocíamos me ha parecido oportuno esperarle a la salida para pedirle un favor. Pero, subiéndose el cuello del abrigo, vayamos a algún sitio donde podamos hablar y no haga tanto frío ¿Le parece bien?
—Pues sí. Me parece bien. Como ya es tarde para cenar y yo no he comido nada podríamos ir a un Pub que hay en la calle de atrás en donde podremos tomar un Sándwich y una cerveza.
—Me parece perfecto. Yo tampoco he comido nada dijo el de la pajarita.
Fue un encuentro agradable. Dijo llamarse James y trabajar para una empresa de decoración de New York que estaban montando toda la decoración para un bufete de abogados en Manhattan que ocupaba ni más ni menos que una planta entera de un rascacielos de cuarenta pisos en la Quinta Avenida.
—Verá Teresa, no puedo gastarme una fortuna en cada cuadro que compre. Solamente los que van dirigidos a la sala de clientes necesitan esta especial categoría. Para vestir el resto de la planta ya me van bien las digámosle imitaciones. Pero para esta sala, me faltan aún dos ejemplares. Mejor dicho tres ejemplares, Un Miró, un Picasso y un Dalí. Son los tres españoles que tengo por cubrir. Y quería hablar con usted para ver si me podía ayudar.
A Teresa le dio la sensación de que estaba hablando de originales. Y él acababa de pagar seis mil libras por un original pero de un artista joven y vivo que no tenía nada que ver con el Robert Hagan original. Un poco acomplejada con el peso del encargo, supo disimular muy bien y respondió diciendo que haría lo posible por encontrar lo que él necesitaba.
—Deme su teléfono y cuando lo encuentre le llamaré le dijo Teresa. De todas maneras lo que le conviene es acudir a la subasta del próximo mes.
—Sí. Verá Teresa. Esto es lo otro que le quería decir. Yo puedo pagar mucho dinero por estos encargos que le he hecho. Pero no puedo permitir que salgan a subasta y un tonto caprichoso, al ver mi interés, se enganche a la subasta y me saque la obra de precio. ¿No lo podríamos tratar en privado?
—Bueno. Este no es el objetivo social de mi empresa. Pero, déjeme que lo piense. Depende de lo que pueda encontrar. Quizá sí que podríamos, digamos, resolverlo en privado.
James la acompañó paseando
hasta el portal de su casa y se despidió muy cortésmente.
Brandon la pasó a recoger a las once por su apartamento. Iban al
palacete familiar para reunirse con sus socios y comer.
Al llegar, la felicitaron efusivamente y estuvieron hablando largamente de las generalidades de la subasta. Llegado a cierto punto, Teresa les puso al corriente del encargo de James, el personaje que se había llevado la imitación por seis mil libras. Sus socios se miraron extrañados. Pero el padre, Donovan, les dijo:
—Viniendo de un americano todo puede suceder. Si quieren pagar fortunas, que las paguen.
—Sí. Así es dijo Cristie. Lo mejor que puedes hacer es irte de nuevo a Paris y buscar las tres cosas que él te ha pedido además de reponer todo lo vendido. Mientras tanto, la gente de tu galería irá colgando y montando la próxima subasta.
—La verdad, dijo Teresa, es
que cuando salí de París, dejé encargada mucha obra de Dalí. Pero
nada de Picasso y mucho menos de Miró. No creía que fueran autores
válidos para nuestro cliente medio.
-Bueno. Nosotros por nuestra parte tampoco tenemos nada de esto.
Pero nos pondremos a buscarlo a ver si entre los coleccionistas que
conocemos encontramos algo. ¿Has fijado ya la fecha de la próxima
subasta? Yo creo, decía la señora, que con el éxito que has tenido
en la primera y teniendo tanta obra acumulada no hace falta que
esperes un mes. En tres semanas la podrías convocar.
—Sí. Respondió Teresa. Yo pensaba lo mismo. Veré lo que encuentro y después decidimos.
En París encontró lo que estaba previsto. Impresionismo a montón y poco más. Su amigo había hecho varias obras tipo Dalí pero sólo una le gustó bastante. Estaba inspirada en la obra del genio catalán donde pintó a su amor de espaldas mirando por la ventana. Acordaron verse en el próximo viaje y el autor le prometió algo más centrado. Más acertado. Al echar una ojeada por el local del pintor vio un cuadro hecho en monotrazo de carbón sobre cartulina, de tema taurino. Muy parecido a la obra que había visto colgada en casa de sus socios.
—¿Me puedes hacer seis como este? ¿Distintos pero del mismo tema? Necesitaría cinco de este mismo tamaño y uno el doble de grande. Y los quiero en diez días. ¿Lo podrás hacer?
—Sí. Sí. Lo podré hacer.
Cuenta con ello. Te los dejaré a cien francos los pequeños y ciento
cincuenta el grande.
-Oye. Necesitaría algo tipo Miró. ¿Conoces a alguien que lo
trabaje?
-Sí que conozco gente que lo hace. Pero ¿De que época? Miró tiene
muchos estilos.
-No sabría decirte. Creo que sobre los años cuarenta. Algo por el
estilo de “Le Coq” ¿Lo conoces? E incluso algo del entorno de
Mujer, pájaro y estrellas.
-Sí. Claro que lo conozco. Ven. Te llevaré a conocer al
pintor.
-¿Vive aquí cerca este chico?
-No. Vive aquí cerca pero es una chica. Es muy buena la tía. Ya
verás.
Bajaron hasta el pie del funicular y llegaron después de un corto
paseo.
Efectivamente “la tía” era muy buena. Tenía mucha obra realizada. Era un poco cara pero delante de la prospectiva de trabajo que podía tener por delante, acordaron un precio de ciento veinticinco francos por cada unidad. Y más o menos unas seis obras al mes del entorno Miró. No sólo de la obra más conocida de Miró sino también algo de paisaje como La Hermita de San Juan d´Horta, por ejemplo.
Teresa acabó comprando cuatro del tipo clásico y dos más impresionistas. Estaba satisfecha.
Todo lo que había comprado llegaría a Londres a primeros de año. A ver que decían sus socios, pero creía que podía montar la segunda subasta el viernes veinte de enero.
Así tendría tiempo de echar una mano para encontrar algo que ofrecer a Mr. James. Era algo que no acababa de entender. Es verdad que había pagado seis mil libras. Esto era una barbaridad por ser una obra de buena escuela pero de un pintor reciente. La pintura estaba húmeda aún. Se preguntaba: Por muy americano que sea ¿No pensará que es una auténtica obra de un autor reconocido mundialmente? Claro que mientras vaya pagando estos precios ¡Que compre lo que quiera!
Llamó a Brandon para
decirle que regresaba hoy. Pero que no fuera a recogerla. Iría
directamente a Londres.
-¿Sabes qué? Mamá ha encontrado algo para contentar a tu cliente
James.
-¿De verdad? ¿Dónde lo ha conseguido?
—De Picasso le ofreceremos uno que tenemos en casa y el Dalí y el Miró los ha comprado a un marchante de Suiza. Son auténticos. Dice que fueron requisados al final de la guerra y estaban en un Banco de Ginebra sin propietario. Ha pagado dos mil libras de cada uno que naturalmente se las ha quedado el responsable de la entidad.
Pues si por una copia pagó seis mil libras, razonaba Teresa, por los originales igual se le puede sacar tres veces más. Estamos delante de una operación que nos puede reportar una facturación de entre cuarenta y cincuenta mil libras. ¡No está nada mal!
Cuando llegó a su piso en Londres ya encontró un mensaje de Brandon diciendo que mañana por la mañana le llevarían las tres obras a la Suiis Continental Gallery. Que se las mirara y cuando lo tuviera claro podía avisar al comprador. ¡Que eficiente era aquella gente! Ahora entendía por que manejaban tanto dinero y tenían aquella casa, aquella colección de obra y tres criados. El esfuerzo siempre viene recompensado, pensaba ella.
Le costó conciliar el sueño. Estaba llena de ilusión y deseaba que fuera ya mañana para ver las tres obras.
No le habían defraudado. El Picasso ya lo había visto en casa de sus socios y ahora lo contempló profundamente. Emocionadamente. Detrás estaba el certificado de origen. “Citando al toro con capa” era el título.
—¡Es magnífico!, decía mirándolo una y otra vez.
El segundo era el de Dalí. Era increíblemente hermoso. Tendría que dedicar un día entero a contemplarlo. No lo conocía. Miró detrás, estaba también el certificado de autenticidad y el título: España.
El último tenía que ser el de Miró. Efectivamente. Se trataba de “El reloj del viento”. Éste Teresa ya lo conocía. Era extraordinario. No era la clásica obra de Miró, no era tipo las constelaciones pero era impresionantemente hermoso. Era una maravilla. A teresa le gustaba más este tipo de obra que no la clásica del artista. Particularmente le gustaba también “La Granja” se había pasado horas contemplándolo. Sólo por curiosidad miró detrás. Sí también estaba el certificado.
Sus socios eran increíblemente eficientes, Y James era muy listo. Si aquellas obras salían a subasta entre gente del sector que estuviera interesada, podrían alcanzar las cuarenta mil libras, pero ¡Cada una! Hablaría con Brandon. En una subasta se podría partir de seis mil libras por cada obra. Pero a precio cerrado ella creía que podía perfectamente pedir quince mil por el de Picasso, y al menos veinticinco mil libras por cada uno de los otros dos.
—¡Me llevaré una buena comisión! Reía Teresa.
Después de hablar con Brandon, acordaron poner los precios que había pensado Teresa. Mis padres están de viaje le dijo Brandon. Han ido a Suiza a por más obra. Se ve que allí hay verdaderos depósitos de obras que dejaron los nazis en su huida precipitada. Mirarán de comprar el máximo posible.
A continuación Teresa llamó a James. Le dijo que a la espera de que llegaran el resto de obras llamémosle “sencillas”, había encontrado algo que quizá le podía interesar.
—Necesito dos días para
colgarlo y presentarlo bien le dijo Teresa.
-No hay problema. Entonces ¿Para cuándo quedamos?
-¿Te va bien –mirando el calendario- el martes día siete a las diez
de la mañana?
-¡Me va perfecto! ¡Hasta el martes Teresa!
Cuando Pedro Ramiro llegó de regreso a su hotel de Palenque, estaba muy descentrado. Rosa había escuchado toda la primera conversación con la “bruja” el día que cenaron en la Posada. Él se estaba cargando encima la responsabilidad de todas las muertes ocurridas en el accidente del coche de línea. Pero si además Rosa lo contaba a alguien después de la auto culpabilidad caería sobre él el peso de la justicia. Depende de las manos en que cayera el caso. Si el juez creía en las maldiciones estaba perdido. De todas maneras lo estaba. Los veintidós fallecidos en el accidente siempre más pesarían en su conciencia.
Sentado en la cama cogió el amuleto con la intención de abrirlo y ver que contenía. No era ningún estuche. No contenía nada. Era una simple bellota. Una bellota que en mil culturas distintas significaba prosperidad y fecundidad. El verdadero amuleto contra la maldición era el collar que sujetaba el colgante y que no era de cuero sino que era de crin de caballo trenzada. Pero esto Pedro Ramiro no podía saberlo. Casi sin cenar se acostó y al día siguiente se dirigió a las oficinas de la Cruz Roja. No tenía nada decidido. Pero si en México no podía hacer nada más, le convenía regresar a Ginebra. Allí había menos caballos. Y además estaba su abuela y quizá su hermana.
Dejaría pasar un par de días y hablaría con el jefe para regresar a la central de México DF y desde allí a Europa de nuevo.
Pero Rosa lo había contado a una compañera y esta compañera a su novio y su novio a un policía y este policía a su jefe. Éste tenía el informe de los veintidós muertos encima de la mesa. Quería comprobar qué había de cierto en aquella historia.
El Jefe de Palenque mandó a dos agentes de paisano a las oficinas donde trabajaba Pedro Ramiro. Pero cuando llegaron allí les dijeron que el día anterior había pedido el traslado para regresar a México DF y desde allí a Ginebra. Cuando los dos agentes de paisano le refirieron la historia al Jefe, olvidaron transmitirle el comentario que les hizo el director de la Cruz Roja diciendo que el pobre hombre estaba muy afectado por el accidente y que le daba la sensación de que no conseguiría recuperarse.
Por este motivo el Jefe de
la policía lo interpretó como una fuga.
Y decidió montar un gran dispositivo en México DF para capturarle e
interrogarle antes de que se le perdiera definitivamente en
Suiza.
El dispositivo fue excesivo ya que acudiendo a las oficinas de la Cruz Roja le cogieron enseguida. ¡Menuda sorpresa se llevó! Pero más que sorpresa lo que tenía era mucho miedo. Se hablaban barbaridades de la policía del DF. Efectivamente la primera mala señal es que aunque se identificaron, iban todos de paisano y la segunda es que no le llevaron a Comisaría sino que fueron a unos viejos almacenes que había cerca de la estación.
El Jefe de Palenque no quería comprometerse en una cosa tan oscura como lo de las maldiciones de Moctezuma. Si acababa en nada sería el hazme reír de todo el mundo. Aquello había que hacerlo en secreto hasta que hubiera evidencias palpables. Y aún y así se lo pensaría dos veces antes de mandar tal información a un Juez.
Lo hicieron pasar a una sala donde había una mesa y tres sillas. Dos de los policías se quedaron fuera en la puerta de la nave y otros dos se sentaron enfrente de él, al otro lado de la mesa. De manera correcta le dijeron que habían llegado noticias a la Comisaría del encuentro o encuentros que había tenido en Tumbala con una anciana respecto a una posible maldición y querían averiguar si había alguna relación entre aquello y el accidente del coche de línea donde se habían fallecido veintidós personas abrasadas y nueve más, él entre ellos, habían resultado heridos.
Pedro Ramiro se tranquilizó un poco. Sólo un poco. No sabía que tenían aquellos personajes que no conseguían ser amables ni aún proponiéndoselo. La mala cara que ponían constantemente y si sonreían era peor, parecía como si tuvieran los gestos ensayados delante de un espejo, y además parecían incapaces de hablar de manera normal, siempre estaban gritando.
Intentando transmitir algo de calma, Pedro Ramiro esperó la señal, pusieron en marcha un magnetófono grande como una caja de zapatos, con teclas de todos los colores y empezó a narrar los hechos desde el principio. Desde el asesinato de sus padres en su casa en Suiza.
Los dos policías no sabían escuchar y se iban poniendo nerviosos. No estaban habituados a tener un detenido tan calmado como aquel. Lo normal es que después de un par de golpes bien colocados, el sospechoso, sangrando por la nariz, en tres minutos se declarara culpable y confesara todos los delitos de los que se le acusaba y alguno más aún. Todo fue bien hasta que en la narración llegó al momento en que la anciana entregó el amuleto a Pedro Ramiro. Se puso la mano en el bolsillo, sacó la bellota y la dejó encima de la mesa. El que más gritaba de los dos policías se echó la mano al bolsillo y se puso los guantes para no contaminar la prueba con sus huellas. Pero Pedro Ramiro lo interpretó en otro sentido. Al darles la bellota, los otros soltaron sendas risotadas y al ponerse los guantes creyó que le iban a pegar. Algo le impulsó a ser él el primero en pegar. Y allí se desató el infierno. Aquellos tipos sólo esperaban una provocación.
El martes día siete a las diez en punto un taxi de Londres se detuvo muy cerca de la Suiis Continental Gallery y tres hombres descendieron de él. Se encaminaron a una cafetería cercana, estaba tan llena de gente que tuvieron que alcanzar la barra abriéndose paso a codazos y tomaron una taza de café. Mr. James pidió el número de teléfono de la cafetería para reservar mesa si decidía venir otro día. Aunque fuera para comer. Pocos minutos después estaba llamando al timbre privado de la Suiis Continental Gallery.
Salió Teresa en persona a recibirle. Después de pedirle disculpas por el desorden que reinaba en la entrada, acababan de descargar los cuadros provenientes de París, le hizo pasar a la sala de exposiciones. Solo había tres obras. Sólo había las tres obras preparadas para el comprador del cliente americano.
No se podía “vender” una obra que se vendía sola. No hacía falta insistir. Si el comprador era un entendido, como parecía ser el caso, lo único que necesitaba era silencio. Un silencio que le permitiera observar las obras tranquilamente. Transcurrida casi una hora, Teresa seguía discretamente al comprador dos pasos a su izquierda y por detrás de él, Mr. James preguntó:
—¿Qué me costará esto? ¡Son originales! ¿Verdad?
Teresa con mucha
parsimonia, antes de dar los precios, sacó tres dossiers con el
certificado de origen de cada uno y que además estaban refrendados
con el sello de la Suiis Continental Gallery. Mr. James asintió y
pidió los precios. Teresa se deshizo en explicaciones sobre el
valor de las obras y la ventaja que suponía comprarlas fuera de
subasta. Poco después le daba el precio que habían acordado con
Brandon Brooks. Era una oferta por escrito en un documento de la
Suiis Continental Gallery.
Mr. James, hizo su papel.
—Yo no estoy autorizado a
pagar este precio le dijo a Teresa. ¿Puedo usar su teléfono? Tengo
que pedir permiso a mis jefes.
-Adelante ¡Por favor! Llame a donde quiera.
James cogió el teléfono y marcó un número. Esperó y cuando le respondieron pidió que le pasaran con Mr. Bloots que seguramente estaría cerca del teléfono. Cuando de nuevo le respondieron al otro extremo de la línea él dijo simplemente:
—¡Ya podéis venir!
Teresa estaba bastante sorprendida de esta conversación, pero nada comparable a la cara que se le quedó cuando entraron los otros dos personajes e identificándose le dijeron:
—Scotland Yard. ¡Queda usted detenida por comercio ilegal de obras de arte, robadas y o falsificadas! Le pusieron las esposas, con las manos detrás de la espalda y la hicieron salir a empujones hasta meterla dentro de un taxi que no era otra cosa que un coche de policía camuflado.
En aquel momento el mundo se le cayó encima.
Camino de la Comisaría, sin sirenas ni estridencias, fue razonando toda su relación con “sus socios”. Era muy raro que vivieran con este tren de vida con la facturación que hacían en su propia galería. Pero al igual que heredaron la casa era fácil que hubieran heredado también una fortuna de sus antepasados. Cuando llegara a Comisaría central les podría llamar y vendrían enseguida para aclarar la situación. Quizá fuera verdad que las obras eran robadas o falsificadas. Ella era la primera que sabía de lo segundo. Pero estas obras habían sido compradas a un Banco Suizo. Y allí no había falsificaciones ni obras robadas a colecciones ni a galerías. Eran obras robadas a nazis ladrones que habían muerto o habían huido.
Sería un mal trago. Pero con paciencia se aclararía todo.
Tardaron casi un día entero en citarla para interrogarle. Y ella empezó a narrar la verdad de toda la historia. Se habían conocido en París, de casualidad, habían trabado amistad, habían empezado a trabajar juntos, le habían propuesto una sociedad y ella, encantada, había aceptado. Incluso se habían mostrado de acuerdo en darle un aire suizo a la nueva sociedad. Les relató la experiencia gratificante de la primera subasta, no era necesario por que Mr. James era un policía camuflado y conocía la historia mejor que nadie y acabó con el relato de las últimas conversaciones con Brandon.
No dijo nada más, por que no sabía nada más.
Con un montón de papeles escritos con los datos que ella había ido proporcionando el comisario le dijo que harían las comprobaciones oportunas y en un máximo de veinticuatro horas sería revisado el caso. Teresa se quedó muy tranquila. Sólo faltaba un día para que se esclareciera todo. Capítulo décimo segundo
Después de registrar su habitación y la mesa de la oficina que ocupaba en México DF no encontraron nada que pudiera ser incriminatorio ni tan siquiera sospechoso. Lo que tenía más valor era un resguardo de un telegrama enviado hacía mucho tiempo a una tal Paulina Saltillo en Ginebra.
Cogieron una copia del informe del forense donde se informaba de la muerte por infarto del sujeto y junto con una carta conteniendo un “sentido pésame” la mandaron a la tal Paulina. No sabían ni quien era. No coincidía ningún apellido.
Les había provocado y lo pagó caro. Aquellos brutos siempre tenían ganas de hacer pagar sus culpas a los demás. Las fatigas y emociones de los últimos días, la presencia de veintidós cadáveres carbonizados, el funeral con cerca de quinientos familiares y amigos de los fallecidos, el sentimiento de culpabilidad, no habían dejado indemne el organismo de Pedro Ramiro.
Bastaron unos pocos golpes
bien colocados para que su corazón dejara de funcionar.
Y esto es lo que certificó el forense.
Y esto es lo que rezaba la carta conteniendo el certificado de
defunción que recibió en Suiza su abuela Paulina Saltillo.
Con el certificado de defunción en la mano, Paulina lloró y lloró. Todos los recuerdos y especialmente todas las historias de la maldición pasaron por su cabeza. Era el segundo nieto que se le moría. Encima de la repisa de la chimenea tenía un marco con una foto de Alejandro y detrás pegado un sobre con el certificado de defunción. Fue el primero en morir. Alejandro Ojinaga. Al lado colocó el del primogénito. El de Pedro Ramiro Ojinaga Querol. Había muerto en México y allí contaban los dos apellidos.
Sólo le quedaba
Teresa.
-Señorita Teresa. Nos ha dado mucho trabajo y al final hemos
conseguido aclarar bastantes cosas.
¡Menos mal! Dijo Teresa.
—No se alegre porque, verá: Cristie Coleman, Donovan Brooks y Brandon Brooks, según usted sus socios y sus jefes a la vez son personajes que no existen. Son personas ficticias que usted se ha inventado.
La cara de Teresa era un poema.
—Pero esto no termina aquí ¿Sabe? La Suiis Continental Gallery es una compañía escriturada enteramente a su nombre y pendiente de registrar aún. Pero por eso no le vamos a imputar por que hay un tiempo legal de tres meses para inscribirla en el registro y aún no ha expirado.
—Respecto a la Brooks & Coleman Art Gallery es verdad que existe y es verdad que es propiedad de una señora pero que no tiene nada que ver con estos dos apellidos. Se trata de una señora americana que hace ya unos diez años tenía acciones de esta sociedad y a medida que iban repartiendo beneficios iba aumentando su participación en la misma. Hasta el día que, teniendo la mayoría de la sociedad, hizo una oferta a los otros propietarios, también americanos, que no pudieron rechazar. La Brooks & Coleman Art Gallery fue fundada en el año mil ochocientos treinta y seis. Pero ni la familia Brooks ni la Coleman han llegado a nuestros días ni mucho menos.
Teresa no se podía creer lo que estaba escuchando. Cuando se proponía interrumpir no se lo permitieron y siguieron adelante con el relato.
—En su apartamento hemos encontrado los recibos de una transferencia, realizada por ventanilla, por valor de cuatro mil libras a una cuenta suiza pero que no es la cuenta de ningún marchante sino que es una cuenta numerada, anónima, que suponemos corresponde a un conocido falsificador de obras de arte. Pero eso no lo podemos demostrar.
—Respecto al palacete que usted nos ha indicado como residencia de sus “socios” resulta ser una finca propiedad de una empresa norteamericana que utilizan para alojar a sus directivos cuando acuden a nuestro País para asuntos de trabajo.
—Señorita Teresa Ojinaga.- ¿Por qué nos ha mentido inventándose toda esta inverosímil historia? ¿Cómo podía pensar que nos lo íbamos a creer? Lo más fácil para usted habría sido seguir con su galería, vendiendo imitaciones a los nuevos ricos. Pero ¡La avaricia rompe el saco! ¿Verdad?
Teresa seguía
callada.
-¿Tiene algo más que añadir? Le preguntó el individuo.
-Sí. Claro que sí. Tengo que añadir que lo que les he contado es
absolutamente verdad.
—Si ustedes me juzgan,
saldré condenada y pasaré un montón de años en prisión. Si llegamos
a un acuerdo, con tiempo, les podré conducir hasta estos
estafadores de obras de arte que son el origen del problema. ¿No me
creen verdad? Pues haga una cosa. Averigüen quien es el propietario
o quien fue el último arrendatario del local de la Suiis
Continental Gallery en Pentonville Rd. Cuando yo decidí cogerlo, en
sociedad con ellos, tuve toda la sensación de que ya había sido una
galería de arte y subastas. Probablemente eran ellos mismos quienes
la tenían en funcionamiento.
-Señorita Teresa. Usted no está en condiciones de negociar nada.
Pero le voy a dar una oportunidad. Averiguaremos eso y nos
volveremos a ver. Rece para que encontremos algún indicio
extraño.
—Tráiganla a mi oficina. No
quiero ir más allá abajo.
-Sí Señor. En seguida.
—Pase Teresa. Adelante. Hemos comprobado lo que usted nos sugirió y efectivamente hemos descubierto que el último contrato de alquiler está a nombre suyo, solamente el de Teresa Ojinaga y que antes de firmar este contrato de alquiler, el local estuvo vacío cerca de un año. El último arrendatario fue un tal Norman Sheffield que difícilmente pudo acercarse a firmar el contrato por que murió en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. El contrato se firmó el mes de octubre de mil novecientos cincuenta y nueve.
—¡No se alegre tanto! Señorita. Esto sólo demuestra que detrás de la historia hay algo turbio. Pero, se ha ganado usted una oportunidad. Le asignaremos a alguien de Scotland Yard que se convertirá en su sombra. Nos interesa mucho descubrir a estos individuos que no deben ser más que una pieza de la red pero que probablemente nos puedan conducir a los peces gordos. No le voy a retirar el pasaporte. Lo tiene “marcado” y cada vez que pase una aduana yo recibiré una señal. Ni se le ocurra huir. Nunca más tendría una oportunidad. Le dejaremos que siga con su galería, con sus compras y con sus subastas. Nos interesa que se le acerquen los verdaderos cabecillas de la organización.
—Vamos. Que actuaré de cebo ¿Verdad? Dijo Teresa.
—De cebo. Sí. Usted lo ha dicho. ¡Buena suerte! El agente, señalando con la barbilla a uno que estaba en la puerta de la oficina, le acompañará a su casa. Mañana por la mañana alguien le visitará a su apartamento. Será su agente “sombra”. ¡Pórtese bien! No tendrá otra oportunidad. Y aséese un poco ¡Por Dios! ¡Que pinta saca!
Teresa iba a replicar. Pero la alegría de pisar de nuevo la calle le pudo y no dijo más que adiós y gracias.
Llegó a su casa y haciendo caso al policía lo primero que hizo fue ducharse y vestirse como una señorita. Después se fue a comer a un restaurante del barrio. Tenía que sacar su cuerpo de penas. Después ya pensaría en sacar a su alma.
¿Qué habría sucedido? ¿Por qué había hecho aquel montaje tan complejo aquella gente? ¿Quiénes eran en realidad? Su versión era impecable. Pero la de la policía también. Si tenían previsto vender cuadros a cuarenta mil libras y eran falsos ganaban una fortuna en cada uno. Si hacían copias, las substituían por el original de cualquier Museo o de cualquier colección particular, aún ganaban más por que se vendía junto al certificado de autenticidad. Aunque los certificados también podían ser falsos.
Si en lugar de escoger aquel local de Pentonville Rd. hubiera escogido uno de los otros dos que probablemente no había alojado nunca una galería de arte, se habría consumido para siempre jamás en una cárcel. Un escalofrío recorrió su espalda. Pagó y regresó a su apartamento. Decidió que a las cinco, hora normal de apertura, se pasaría por “su galería” a ver como estaba la situación.
Mientras tanto llamó a su
abuela a Suiza y ¡la encontró!
Otra bofetada.
Se enteró de la muerte de su hermano Pedro Ramiro. Nunca habían estado muy unidos. Pero le quería. Sí. Sobretodo de pequeños. Cuando entre los dos cuidaban del pobre Alejandro.
—Te dejo las llaves del piso en la Cruz Roja, le dijo Paulina. Yo me voy a España y no pienso regresar nunca más. Si quieres algo ya sabes donde encontrarme. ¡Que te vaya bien Teresa!
Paulina sólo podía transmitir tristeza. Cuando le dijo ¡Que te vaya bien Teresa! ¿Qué quería decir? Tenía pocas dudas al respecto. ¿Por qué le había tocado vivir la desgracia de tanta gente?
De repente se le ocurrió. La mujer que murió con mi marido, el mismo día, ¿Quién era? ¿Tenía descendencia? ¿Podría encontrar algún dato buscando en la vida de aquella persona? No tenía nada mejor que hacer. Al día siguiente cogió un tren con destino a Lucerna. Quizá allí encontrara algo. No sabía ni por donde empezar. Su mejor recurso era acudir a los colegas de la Cruz Roja.
A las cinco acudió a la sala. Estaba cerrada. Abrió con su llave y dentro estaba todo igual como ella lo había dejado el día que le esposaron y se la llevaron a comisaría.
Tuvo la sensación de que alguien le estaba mirando desde la otra acera de la Pentonville Rd. No quería ponerse histérica pero a partir de ahora tenía que ir con mil ojos. Se hizo la despistada y subió al primer piso donde había una pequeña habitación que daba a la calle. Desde allí prestó más atención y enseguida le conoció. Era el empleado que trabajaba en la recepción de la Galería. Bajó abrió la puerta principal y le llamó.
—¿Qué ha pasado? Preguntó el hombre antes que nada. Llevo viniendo varios días y está siempre cerrado.
Teresa le puso al
corriente. El hombre estaba asombradísimo. Pero él nunca había
notado nada extraño. No conocía de antes a los antiguos socios de
Teresa. Trabajaba en una agencia que se dedicaban a subcontratar
recepcionistas y desde allí le mandaron a la Suiis Continental
Gallery.
-Pues a través de la agencia o directamente conmigo ya puede
quitarse el abrigo y empezar a trabajar cuando quiera.
Cuando entraron en la sala, John Barbour, que así se llamaba el recepcionista se quedó muy asombrado de ver que las tres grandes obras que habían descargado unos días atrás eran las únicas que estaban colgadas y seguían allí.
—¡Qué raro que no hayan
sido retiradas por la policía! ¿Verdad? Preguntó el
hombre.
-Sí. Claro, razonó Teresa. Eso son pruebas. Honestamente no sé que
tengo que hacer con ellas. Mañana se lo preguntaré a mi
“sombra”.
Siguieron trabajando a puerta cerrada y colgando toda la obra que había comprado en su último viaje. Teresa creía que si trabajaba de firme podría mantener la fecha prevista del viernes veinte de enero para la próxima subasta.
Paulina, a través de la Cruz Roja, no tardó nada en encontrar el nombre de la mujer que había muerto junto a su marido. Constaba en los propios archivos de la Cruz Roja que había retirado los cadáveres después de retirar los escombros. Una semana tardaron en hacerlo. Debido al estado de los cuerpos cada familia había hecho el funeral sin estar el cuerpo presente. El cadáver de Guillermo fue trasladado a Ginebra donde se le dio finalmente sepultura. El de la arquitecta, María Ojinaga, fue enterrado en el cementerio de Lucerna.
María Ojinaga. María Ojinaga. ¿Quién era? Paulina ya sabía que era mexicana. El apellido era inconfundible. También se llamaba Ojinaga Emiliano. El marido de su hija María Mercedes. ¿Podía haber relación entre ellos? ¿Hermanos? No era fácil. Había mucha diferencia de edad. Y ella sabía que Emiliano sólo tenía una hermana, una hermana menor que él, que se llamaba Teresa y marchó a vivir a París. Podría buscar la descendencia de aquella mujer. Pero no sabiendo el nombre del padre sería imposible. En Suiza el nombre de la madre no contaba para nada. Consiguió encontrar documentos que indicaban la dirección de donde había vivido la mujer en Lucerna. Y se dispuso a visitar la casa. Fue recibida sin problemas por los nuevos inquilinos. Una familia alemana que se había establecido en Lucerna debido al trabajo del esposo. Le atendieron con cortesía pero le dijeron que cuando ellos habían alquilado la casa esta ya estaba totalmente vacía. No había fotos, no había ni enseres de cocina por decirlo de alguna manera. Cuando ya iba a despedirse, añadió la señora de la casa: Sin embargo en el jardín había dos columpios. No sé si los puso esta señora o quizá la propiedad o quizá un inquilino anterior.
Era un pobre indicio pero era mejor que nada.
Solo le quedaba abandonar. Pero…. Siendo mexicanos, cabía la posibilidad de mirar en algún colegio de Lucerna. Especialmente algún colegio especializado en hispanos. Buscaría una relación de escuelas y les visitaría uno por uno.
Andrew Birdwhistle había entrado muy joven en Scotland Yard. Había hecho algo de carrera por sus éxitos más que por sus estudios a los que nunca había dedicado ni un solo minuto. Era lo que podríamos llamar un “tío listo” o incluso un pillo. Tenía cuarenta y dos años y compaginaba las misiones de vigilancia y seguimiento con las clases que impartía a los jóvenes aspirantes, de seguimiento y camuflaje. Sin ningún atrezzo especial, era capaz de seguir a un sospechoso durante un día entero y cambiar de apariencia un mínimo de tres veces y vuelta a empezar.
Su especialidad eran los delincuentes de guante blanco. Se movía muy bien en los ambientes de los ricos y pasaba totalmente por uno de ellos. Sabía de todo lo que sabían los ricos: Coches de carreras, barcos de recreo, carreras de caballos, obras de arte, acudía a fiestas de embajadas, a cocktail de inauguraciones diversas y vestía como un Sir siempre que no fuera camuflado. Haciendo parte de su disfraz conducía un flamante Triumph TR 3 A del 60 color verde inglés con tapizado rojo oscuro. Era un modelo avanzado que confiscaron a un jugador profesional que organizaba timbas importantes precisamente en talleres de coches que preparaban de forma clandestina coches para carreras ilegales donde se cruzaban fuertes apuestas. Era un modelo lleno de novedades y ventajas. Por primera vez esta marca montaba frenos de disco delanteros y el motor era capaz de desarrollar la fuerza necesaria para empujar el coche hasta la velocidad de 110 millas por hora. La gran ventaja de aquel vehículo en particular es que se podía aparcar en cualquier sitio. Coleccionaba las multas y una vez por semana las daba a su jefe que las hacía anular.
Cuando le llamó el inspector y le encomendó la próxima misión se quedó con la mosca detrás de la oreja. No le gustaba que le vendieran la moto y esto es lo que había hecho el inspector.
—Se trata de una señora suiza de origen mexicano de, miró sus papeles, de veintitrés años, muy atractiva –después de ducharse pensó el inspector- que regenta una galería de arte y subastas en Pentonville Rd. Y no sabemos si es tan tonta que se ha dejado involucrar en un negocio de obras de arte falsificadas por unos falsos socios o es tan lista que ella es la única responsable de la red de traficantes y nos ha engañado solemnemente. Ella sabe que usted será su sombra. Infórmeme a la más mínima. Pero no se asuste si sale, coge un avión y va a Paris. Tiene permiso para hacerlo y el pasaporte marcado.
La lista de colegios era muy larga. Por ser una ciudad pequeña tenía cincuenta y seis instituciones. Razonando sobre la señora Ojinaga como si fuera ella, descartó las escuelas de política, donde acudían a post grados, descartó las escuelas solamente de idiomas y descartó los colegios mayores con residencia. Si ella vivía allí era lógico que sus hijos vivieran con la madre. Y tuvieran un columpio o dos en el jardín. A no ser que estudiaran en otra ciudad suiza. Pero si pensaba en esto ya podía abandonar. Seguramente necesitaría varios años para visitar todos los colegios de Suiza. Y muchas energías de las que empezaba a carecer. Todo aquel sufrimiento la había dejado muy marcada. Ella tampoco saldría indemne de la maldición.
Paulina no podía saber que María Ojinaga tenía previsto hacer sesenta construcciones en Suiza y por este motivo escogió un colegio mayor con residencia para sus hijos Emiliano y Teresa.
A las ocho llamaron a la
puerta de su apartamento de Swinton St.. Una última ojeada en el
espejo y abrió la puerta.
-Buenos días. La señorita Teresa Ojinaga supongo.
-Sí. Sí. Yo soy
-Permítame que me presente. Soy el agente Andrew Birdwhistle. Me
han asignado esta misión.
-¡Tiene nombre y apellido! Dijo Teresa desde una falsa simpatía.
Creía que se haría llamar –voz tétrica- la sombra. A secas.
Bienvenido. Pase. Pase.
Teresa a los pies de la cama y el agente en una silla empezaron a hablar de la operación que les ocupaba a ambos y tenía por objetivo desenmascarar la verdadera red de falsificadores y ladrones y a la vez demostrar la inocencia de su protegida.
Cuando Teresa le preguntó
que hacer con los tres famosos cuadros de la galería, el le
dijo:
-Vamos a la galería. Me conviene ver el terreno.
Al salir al portal, Andrew le dijo:
-Esperemos un momento. Poco después asomó la cabeza y dijo: Ya
podemos salir.
-¿Qué pasaba? Preguntó Teresa extrañada.
—Nada, Me estaban poniendo una multa. Podría haber intervenido dándome a conocer al Agente, pero es más rápido dejar que acabe de ponerla que no liarme con él a discutir.
—¡Oiga agente! ¡Que la galería está aquí mismo! A dos manzanas. ¿Pretende ir en coche?
—Sí. Claro. En mi oficio es importante hacerse ver. Ahora soy un importante comprador de arte que va acompañado de la directora de una galería de subastas. Cuando acabe esta misión ya me cambiarán el coche. Suba.
Y Teresa, divertida, se
subió al Triumph.
-¡Es una ventaja que lleve el pelo tan corto! Le dijo Andrew. ¡Así
no se despeinará!
Aparcaron delante mismo de la galería y volvió a poner la misma multa debajo de la escobilla del limpia. Así se ahorran una dijo a la vez que sonreía a Teresa.
— Al menos es divertido,
pensó Teresa.
Andrew Birdwhistle se quedó boquiabierto. Pero:
-¿Son falsificaciones o son los auténticos? Preguntó aún
asombrado….
—No lo sé. Dijo Teresa. Además, alargándole una carpetilla de color amarillo, aquí dentro están los certificados de autenticidad. Aún que también puede ser que sean falsos. Estoy hecha un lío. Habría que averiguar si alguien a puesto denuncias denunciando el robo de estas tres obras.
—No. Ya le digo yo que no hay denuncia. Si la procedencia es mínimamente cierta, los bancos de Suiza no dirán nunca nada. Y menos si puede ser verdad que estas obras proceden de requisamientos de los nazis. Por este camino no hay nada que hacer.
—¿Tiene donde esconderlas
aquí en la galería?
-Sí. Arriba hay una habitación que anteriormente debía estar
dedicada a oficinas pero ahora no se utiliza.
-¡John! Ayúdeme por favor dijo Andrew. Vamos a esconder esto
momentáneamente.
El dieciocho de febrero de mil novecientos sesenta y uno, defraudada de sus investigaciones a ciegas Paulina desistió. Aunque ya lo había dicho en otra ocasión y regresó, ahora creía que sí sería definitivo. Se marchaba a pasar el resto del invierno a Barcelona y en primavera se subiría a Llívia.
Ahora sólo le quedaba una llamada por recibir. Después ya estaría definitivamente sola. Después, se habría terminado la maldición.
Aquellos primeros días trabajó de valiente. Andrew quería que abriera lo antes posible. Necesitaba que fuera entrando público. Independientemente del día de la subasta Andrew quería ver los visitantes que acudían cada día a ver la exposición. Él estaba siempre presente. En el cuarto de arriba, donde dejaron los tres cuadros, había montado su vestuario de disfraces. En esto el chico era único. En ocasiones se divertía tomándole el pelo a Teresa e incordiando a John que sin saberlo le había abierto ya cuatro fichas de cliente distintas.
Pero Teresa tenía algo en la mente que no le cuadraba. Que el palacete de Horsham no fuera de sus socios vale. Pero aquella gente se movía muy bien por aquella casa. Allí había gato encerrado. Le trasladó sus inquietudes a Andrew Birdwhistle que le escuchaba atentamente.
Al final le dijo:
—Teresa, tenemos que ir a Bournemouth y al palacete en Hosham. No sé que encontraremos, pero quizá cuando estemos allí te acuda algún recuerdo a la memoria.
Efectivamente, al día siguiente, Andrew a las nueve fue a recoger a Teresa y partieron dirección a Horsham. Habían dejado que pasara el tráfico de las ocho donde el centro se ponía imposible y en poco más de una hora estaban estacionando el coche al final de la calle del palacete.
Se acercaron a la entrada principal y llamaron a la puerta. No salió nadie. Lo volvieron a intentar y obtuvieron el mismo resultado. Cuando Andrew iba a echar mano de su juego de ganzúas escucharon desde el jardín alguien preguntando:
—¿Qué desean?
-Hola, dijo Andrew. ¿Es usted el dueño de la casa?
—No. No. Yo sólo soy el jardinero. Los dueños son americanos y apenas vienen por aquí pero a mí me pagan para que mantenga limpio el jardín. Vengo una mañana cada semana.
—¡Vaya! ¿Vive usted cerca de aquí?
—No. Vengo en tren desde mi casa. Si viviera cerca vendría un rato cada día pero al estar lejos, dedico una mañana entera y hasta la próxima semana. Pero ¿Qué desean ustedes?
—Pues la verdad es que viéndola siempre cerrada pensábamos que quizá la podríamos comprar para instalar una residencia de ancianos. Sabemos que no hay ninguna por aquí, se atrevió a mentir Andrew.
—Pues sería buena idea sí señor. No hay ninguna por aquí. Además la casa es enorme. Saldrían como nada una docena de habitaciones. Y si no hubieran cerrado los sótanos se podrían poner todos los servicios allí.
—¿Qué quiere decir
exactamente con eso de cerrar los sótanos?
-Ya sabe lo que sucede en estas casas tan antiguas.
-¿Problemas de humedades? Aventuró Andrew la pregunta.
—No. No. Problemas de habladurías. Se dice que el que construyó esta casa era un maníaco sexual que traía mujeres jóvenes y bellas –mirando a Teresa- y después de violarlas las enterraba en el sótano. Pero el escándalo salió hace dos o tres años cuando los vecinos y uno de los inquilinos de la empresa americana propietaria del palacete aseguraron que de noche se oían gritos y lamentos. Aquel día, sin pensárselo dos veces hicieron sellar con obra todas las puertas y escaleras que llevaban al sótano dijo el jardinero lamentándose. ¡Bah! ¡Americanos tenían que ser!
—Bueno. Les dejo que tengo que ir a cambiarme y en una hora coger el tren de regreso. Miren un par de calles más abajo. Allí sí que hay una casa en venta. Buenos días.
—Buenos días respondieron a
coro Teresa y Andrew. Y gracias.
Simularon ir en dirección a la casa que les indicara el jardinero
pero al llegar a la esquina se detuvieron.
-Cuando se haya ido iremos a echar un vistazo dijo
Andrew.
Poco tuvieron que esperar. A los cinco minutos el jardinero salía
caminando apresurado dirección al apeadero.
Dejaron que desapareciera de su vista y salieron rumbo a la casa. Entraron por el jardín y dieron la vuelta a la parte de atrás. Allí encontraron una caseta de madera de esas para guardar las herramientas de jardinería y efectivamente dentro estaba la ropa que minutos antes vestía el jardinero.
—¿Qué buscas? Preguntó
Teresa.
-¿Estás segura de que esta es la casa a la que te trajeron?
—¡Totalmente segura! Y otra cosa más. Ahora he recordado que uno de los criados que me atendió le volví a ver otro día. No podía recordar donde. Pero ahora me he acordado. Era el recepcionista de su galería. De la Brooks & Coleman Art Gallery. Estoy segurísima.
—Vaya. Vaya. Debía ser un
componente del equipo. Teresa; eso del sótano clausurado me da muy
mala espina.
-En cambio a mí me da mucho miedo, dijo Teresa.
Andrew caminaba mirando al suelo y mirando si había alguna ventana
que permitiera penetrar al sótano desde el jardín.
-Mira tú también si encuentras alguna trampilla o algo parecido le
dijo a Teresa.
-¡Y si la encontramos! ¿Querrás entrar? Preguntó asustada.
—¡Claro! ¡Por eso estamos aquí! Respondió Andrew. Vete, por favor, a la caseta de madera del jardinero y mira si hay alguna linterna o algún quinqué. Algo para iluminar si encontramos la entrada.
Teresa se dirigió hacia
allí y empezó a revolver todo en busca de una linterna.
-¡También podría hacer menos ruido esta chica! Al final atraeremos
la atención de alguien.
Cuando dirigió la mirada hacia la caseta de madera se dio cuenta de que esta se tambaleaba ligeramente empujada por los movimientos de Teresa. Como si no estuviera fijada al suelo sino simplemente sobrepuesta.
Se acercó, miró y no vio
nada extraño.
-¡Sal Teresa! ¡Sal un momento!
-¡No he encontrado aún la linterna!
-Ven, le dijo. En cambio puede que hayas encontrado otra
cosa.
-¿Qué? Preguntó Teresa.
Cogió la caseta, la inclino sobre un lado y desplazándola alternativamente sobre un ángulo y otro consiguió dejar al descubierto una parte de una obra hecha con cemento y una compuerta de madera. Teresa con los ojos como platos y la mano sobre la boca contuvo una exclamación. Acabaron de despejar la compuerta de madera, la levantaron y apareció el principio de una escalera de cemento y en un pequeño armario lateral había una caja de interruptores y encima de la misma una moderna linterna. Ambos se miraban sin decir nada. Andrew le dijo:
—Quédate aquí arriba. Y vigila bien que no nos vea nadie. No quiero que nos dejen encerrados aquí dentro de este sótano. Yo entraré a ver lo que encuentro. Teresa respiró agitada y profundamente.
Pero pasaban los minutos y Andrew no aparecía. Teresa, al pie de la entrada, se estaba poniendo muy nerviosa. De repente oyó un portazo como si llegara de la puerta principal que daba a la calle. No sabía que hacer. No sabía donde esconderse. Tenía que avisar a Andrew de que había alguien más. Entró a medias hasta el principio de la escalera y empezó a gritar:
—¡Andrew! ¡Andrew! ¡Sal
corriendo! ¡Viene gente!
Apenas tuvo tiempo de levantar la vista se dio cuenta de que el que
venía caminando tranquilamente era Andrew Birdwhistle.
-¡¿De dónde sales?! Le preguntó Teresa aún asustada.
—Pues del palacete. He salido por la puerta principal. Teresa; hemos hecho un gran descubrimiento. Gracias a ti. Puedes estar contenta. Se acaba de certificar tú total inocencia. Mira que te he traído. Un recuerdo.
—¿A ver? Era una fotografía de Teresa tomada en la Place du Tertre charlando con alguno de los pintores.
—Y aún otra cosa, dijo Andrew a la vez que le mostraba una caja de cartón. No lo podemos tocar para no contaminar las huellas. Al abrir la caja apareció un magnetofón. Estoy seguro de que aquí dentro están los gritos de horror y los llantos que se escuchaban algunas noches.
Dejaron lo de ir a Bournemouth para otro día. Regresaron directos a Scotland Yard y casi sin esperar el comisario les hizo pasar a su despacho y cerró la puerta detrás de ellos.
—Sin duda son gente que conocían la casa y sus alrededores. Sabían que estaba muy poco ocupada y montaron esta historia para trabajar protegidos bajo el paraguas de una empresa americana que casi nunca ocupaba la casa. Cuando querían engañar a algún incauto, dijo mirando a Teresa, hacían ver que aquél era su domicilio habitual. Las obras que describió Teresa que decoraban la biblioteca y el pasillo hacia el comedor, están todas o la mayoría en los sótanos y además hay varias obras a medio hacer. Picasso, Dalí, Monet, Miró. Habría que hacerlo mirar por un experto. Pero por lógica creo que al menos hay cuatro pintores falsificadores distintos.
—¿Qué hacemos Inspector?
—¡Nada! ¡No haremos nada! Irá usted allí para asegurarse de que todo está como lo dejaron ellos y pondremos vigilancia delante y detrás las veinticuatro horas del día. Respecto a ustedes sigan con el plan trazado. Y vayan a Bournemouth. Ellos, estoy convencido, no están muy lejos del palacete. Quizá la señorita Teresa los podría reconocer. Si es preciso quédense unos días allí. Con que regresen dos o tres días antes de la subasta es suficiente. Otros dos agentes ya se han ocupado de la publicidad. Hay carteles anunciadores en todos los hipódromos, teatros, cines y en algunos restaurantes. Tres días antes también se anunciará en un par de emisoras de radio.
—¡Si tuviéramos una
foto…..! Se lamentaba el Inspector.
Teresa levantó la mano como pidiendo permiso para hablar.
-Yo creo saber donde podemos encontrar una. Al menos de
Brandon.
-¿Dónde? Preguntaron a coro los dos Policías.
—Cuando hicimos la primera subasta, el hijo acudió. De forma anónima pero acudió. Estaba sentado muy cerca de su hombre. De Mr. James que se adjudicó una obra por seis mil libras ¿Lo recuerdan?
—¡Claro que lo recordamos!
—Pues alguien desde la tribuna del subastador le hizo una foto a Mr. James con la mano alzada. Aquella foto salió publicada en un periódico al día siguiente. Muy probablemente en la misma foto aparezca el tal Brandon Brooks.
El inspector llamó de inmediato a su ayudante por el interfono y le encomendó la localización de aquel periódico.
—Ustedes pueden irse a sus cosas dijo el Inspector. Antes de marchar a Bournemouth pásense por aquí para ver si la señorita puede identificar al fulano en la foto.
—¡Te invito a cenar! Le dijo Teresa. Esto hay que celebrarlo.
Andrew aceptó encantado. Se sentía muy a gusto con aquella chica. Fueron con su magnífico deportivo, y lo aparcaron justo delante del Rules Restaurant. Podían haber ido andando. Estaba en la misma zona de la galería. Pero Andrew insistía en ir en coche y dejarlo siempre bien a la vista.
Les ofrecieron un aperitivo
que aceptaron encantados y en cuanto trajeron la carta el Maître
les dijo:
-Me permito aconsejarles la carne de venado. Hoy hemos empezado una
pieza y los que han comido dicen de ella que es
excepcional.
Se miraron y asintieron.
-Pero yo, como contorno, quiero ensalada dijo Teresa.
-Yo también, estuvo de acuerdo Andrew.
Cuando el Maître hubo tomado nota se acercó el Sommelier para aconsejarles un vino que fuera idóneo para la caza. Escogieron un Burdeos por que los demás eran más caros que uno de los Picasso que vendía Teresa.
Les trajeron un ramequín con ensalada para cada uno y una salsera con vinagreta y seguidamente un plato grande muy bien montado con la carne de venado, parecía muy al punto y varias pequeñas porciones de distintas salsas. Sólo cuando la vianda estuvo servida se acercó el Sommelier y les dio el vino a probar ¡A los dos! Cosa insólita en el Continente, los ingleses sí lo hacían. Dieron la aprobación al vino, les cambiaron las copas de prueba por unas definitivas y les sirvieron el vino. Muy confidencialmente el Sommelier les advirtió que era mejor que no se pusieran salsa vinagreta en la ensalada ya que era muy fácil que les hiciera variar el bouquet del vino que habían escogido. Siguiendo con la confidencialidad dijo: Ahora les haré traer un poco de aceite de oliva. Es lo ideal para arreglar la ensalada si después se va a beber vino.
La carne de caza estaba muy buena y el vino también.
De postre les sugirieron un crumble de frutos rojos bañado con crema templada. El plato de crema era espectacular por que en el centro, con un quemador, habían marcado el escudo heráldico de la familia Rules. Lástima por que se deshizo a la primera cucharada. Pero era un detalle curioso. Y el postre estaba muy bueno.
Pagó Teresa y se levantaron
para salir. En la calle, Teresa le dijo:
-Imagino que tú lo sabes todo de mí. Pero yo no sé nada de ti. Y
eso no es justo. ¿Estás casado Agente Andrew Birdwhistle?
La respuesta le llegó en un apasionado beso. En medio de la acera,
delante del coche.
-No. No estoy casado. Nunca lo he estado. Sólo con mi trabajo. Y te
lo recomiendo: No te cases nunca con un policía.
-Esto deja que lo decida yo ¿Vale? Ahora el beso llegó de parte de
Teresa. Le gustaba aquel hombre.
Al día siguiente se pasaron por Scotland Yard. Andrew aparcó delante de la puerta principal al lado de un espectacular coche con las dos banderas en los pequeños mástiles del frontal diciéndole al agente de la puerta: “Es sólo por un momento”.
—¿Está segura Teresa?
Preguntó el inspector.
-Totalmente segura señor. Este es Brandon Brooks. O al menos yo le
conozco por este nombre.
-Muy bien. Gracias. Ya se pueden ir.
Había mucho tránsito y tardaron un buen rato en salir de Londres,
pero a las once entraban en Bournemouth.
Les habían reservado dos habitaciones en el Hotel Menzies que se encontraba en un promontorio a cuatro pasos del centro de la ciudad, en el East Cliff Over.
—¿Te gusta? Preguntó
Andrew.
-Sí. Sí parece muy bonito. Y el sitio es estupendo. ¿Lo has
escogido tú?
-No. Lo han reservado desde la comisaría.
-Ya. Lo decía por que como está permitido aparcar delante de la
puerta, Ja. Ja. Ja.
-Muy graciosa. Como sabes es imprescindible dejarnos ver. Y mi
Triumph llama mucho la atención.
-Podías haber anulado la habitación que no usaremos dijo
Teresa
-No lo he hecho por que después se sabe todo. ¿Entiendes?
-Ah. Bueno. Como yo no soy policía… Y ahora ¿Qué hacemos?
—Pues nada. Vacaciones. Pasear, mirar y dejarnos ver. No hay otra cosa que hacer. Si acaso podemos enterarnos de las salas de arte que pueda haber en la ciudad y controlarlas un poco.
—¿Te gusta navegar? Preguntó Teresa
—Pues no lo he hecho nunca respondió sinceramente Andrew. Soy más de secano. De tierra adentro. Y a escoger entre el agua y el vino prefiero el vino.
—¡Podemos mirar si se puede alquilar un velero! Yo era aún una niña que ya navegaba a vela. Me enseño un amigo que era muy mayor y fumaba unos cigarros retorcidos y apestosos pero me quería mucho. Mateo se llamaba.
Después de instalarse salieron a caminar por el centro de la ciudad. En febrero había poco movimiento de turismo. Pero Bournemouth era una ciudad importante a nivel financiero, muchos bancos extranjeros tenían sucursales abiertas y siempre había movimiento. Se acercaron al puerto y comieron allí. Era algo parecido a una pescadería que te preparaba el pescado. Comieron sopa de pescado y fritada. Estaba buenísimo todo y decidieron que otro día regresarían.
Mientras caminaban por las calles Teresa iba mirando por todo atentamente. Incluso dentro de los establecimientos. Simulaba pararse para mirar el escaparate pero en realidad estaba escrutando a la clientela.
Preguntaron y marcaron sobre un mapa de la ciudad las galerías de arte. Había muchas. Empezarían por las que estaban un poco agrupadas al sur de Wessex Way.
—Iremos entrando disimuladamente en cada una de ellas pero con mucha precaución. Sin duda saben que les estamos buscando y pueden ser peligrosos.
—No te asustes Teresa. Pero el truco es que en cada sala tienes que entrar tú primero. Si ellos están dentro y entramos los dos aquello puede resultar una ratonera para nosotros. Si entras tú sola y no sales yo te vendré a rescatar y si hace falta vendré con refuerzos. ¿Lo entiendes?
—¡Claro que lo entiendo! ¡Pero me da mucho miedo!
—Acuérdate que por su culpa has estado a punto de ir a la cárcel para toda la vida. ¡Eso si que da miedo! ¿Sabes que les hacen a las chicas guapas como tú en la cárcel? ¡Mejor que no lo sepas!
Y una detrás de otra fueron recorriendo las galerías de aquella zona. Nada. No vio a nadie conocido. La obra expuesta en general estaba bien, pero muy dispersa y de gente muy nueva. No había nada con peso de verdad. Ni aunque fueran copias. Aquellos autores, lo vería incluso un neófito, buscaban precisamente la parte contraria. No querían hacer nada que ya se hubiera hecho. Este era un error frecuente entre los noveles.
De camino al hotel preguntaron por el alquiler de veleros. Resulta que ahora en febrero estaba casi todo cerrado. Muchos aprovechaban para hacer reparaciones y otros estaban en sitios de montaña. Pero un señor que estaba remendando redes les dijo:
—Si queréis salir a dar una vuelta con un pesquero, hay un compañero mío que sale algunos días, sólo sale por el placer de salir y acepta pasajeros que quieran compartir gastos y vivir un día de pesca con él y su barco. ¡Mirad! El barco es aquel de allí, dijo señalando un barco de pesca de unos quince metros de eslora y pintado azul y verde.
—¿Y cómo hay que hacerlo
para hablar con él? Preguntó Teresa.
El que remendaba la red respondió riéndose:
-Es todo automático. Acérquense y verán un cartel que lo explica
todo. ¡Es muy divertido!
Se acercaron al pesquero. Se llamaba “Neptune IV”. Andrew, que no
estaba muy convencido, dijo:
-Espero que los otros tres Neptunos anteriores no se hayan ido al
fondo de la cuestión. Para hacer compañía al rey, quiero
decir.
Teresa se reía de Andrew y de lo que ponía el cartel. Sí. Realmente era todo automático. El sistema consistía en echar un papel con el nombre y un teléfono escrito diciendo el número de personas que querían salir y que día en una especie de buzón de los mismos colores que el barco que estaba clavado a un poste de madera. Y seguía diciendo que se salía a las ocho de la mañana, se almorzaba a bordo, se comía al norte de la Isla de Wight y se regresaba sobre las cinco o seis de la tarde. Todo incluido venía a salir a unas diez libras por persona. Había que venir con ropa vieja y las botas y el impermeable los proporcionaba el armador.
Por casualidad Andrew llevaba encima una tarjeta del hotel. Anotó por detrás que eran dos y pensando en que era mejor dejar un día de tiempo en medio para que funcionara “el sistema automático” dijo que les iría bien para pasado mañana jueves día nueve. Echó la tarjeta y se dijo: A ver que pasa ahora….
Saludaron con la mano al
señor que estaba remendando las redes y siguieron dirección al
hotel.
Mañana harían el resto de Galerías. Aunque la mayoría sólo abrían
por la tarde.
Cenaron en un Pub cercano al hotel y se retiraron a descansar. Salieron a las diez del hotel. Era inútil llegar antes a las galerías. Lo más probable es que estuvieran cerradas toda la mañana. Al dejar la llave en recepción les dijeron:
—¡Tienen un
recado!
Sacaron un papel del casillero y se lo dieron.
-Es de Neptuno. Ha llamado diciendo que de acuerdo. El jueves a las
ocho en el puerto.
Efectivamente sólo encontraron una galería abierta. Más de lo mismo del día anterior. Decidieron pasar el resto de la mañana paseando por la ciudad y seguir por la tarde.
Igual es que se agolpaban por barrios, mejor dicho: por calles. Lo que vieron por la tarde ya era más susceptible de que perteneciera al mundo de los que perseguían. Mucho impresionismo, Teresa reconoció mucha obra comprada en París, nada que pasara por sus manos, pero que sí había tenido la oportunidad de comprar. En otra había una mezcla, un poco de todo, y entre toda la obra había mucho trazo con toro de Picasso, mucha constelación de Miró y los cinco Dalí que ella rechazó del encargo que había hecho a su amigo de París, estaban todos allí, ella se había quedado sólo con el que estaba inspirado en Gala mirando por la ventana y de espaldas.
—Eso no quiere decir nada le dijo Andrew. Puede tratarse de un honesto comerciante que haga lo mismo que haces tú. No los vende como auténticos, por lo tanto no hay delito.
—Sí. Tienes razón, pero es
mucha casualidad que tenga el gusto tan parecido.
-Bueno. Piensa que el gusto acaba definiéndolo el cliente. Y aquí
debe haber tantos nuevos ricos como en Londres.
La siguiente galería era de un estilo totalmente distinto aunque el sistema era el mismo. Tenía expuesta una preciosa colección de acuarelas que aunque no fuera el estilo preferido de Teresa, tenía que reconocer que eran muy buenas y al fondo en la segunda sala, a la que se accedía después de atravesar un estrechamiento del pasillo había otra exposición mucho más reducida pero impresionantemente buena.
Ella nunca había tocado nada de este tipo de autores. En Francia, aunque el arte siempre viajaba a parte de los odios y rencillas, las heridas de las guerras estaban muy abiertas aún y como no podía ser de otra manera contra el nazismo. Diciendo que salía un momento a por su marido, regresó en un momento tirando del brazo de Andrew.
—¡Mira! ¡Son estos! Este grupo de aquí podría ser todo de Vermeer perfectamente y este otro de Gustaf Klimt. Yo no conozco demasiado su obra por que……
—Comprendo dijo Andrew. ¿Y
qué sugieres?
-Convendría centrarnos en estas dos últimas galerías. Especialmente
en esta. Cuándo entraste en el sótano de Horsham ¿No viste nada
parecido a esto?
—No lo sé. Yo diría que no.
Pero tampoco lo puedo asegurar.
-¡Vámonos al hotel! Andrew.
-¿Estás asustada Teresa?
-¡Sí! Estoy asustada y ¡Mucho! Esta gente están muy cerca y yo
tengo mucho miedo.
Llegaron al hotel, subieron a la habitación y Teresa empezó a
serenarse un poco.
—Es que tú no les conoces. Pero esta gente es muy eficaz. En esta galería esta su firma. Estoy segura. Es como si les hubiera visto detrás de cada cuadro.
—Quizá teníamos que haber preguntado algún precio, dijo Andrew. Así tendríamos algún dato más. Y sin son falsificaciones tendríamos algo contra ellos.
—No. No son falsificaciones. Una galería de esta categoría no las tendría nunca. Son originales inspirados en… El que estaba colgado en la pared del fondo, es una imitación de “El Astrónomo” de Vermeer. Está justamente al revés del original. En el original entra la luz por la izquierda, está la bola en el centro y el individuo a la derecha. En esta versión se invierten las dos posiciones extremas. Y en el lado opuesto, en el grupo de inspirados en Gustaf Klimt, la obra “El beso” sólo cambia la posición de los amantes. En el original el chico está encima besando a la chica. En esta obra inspirada, es al revés. La chica está encima y el chico debajo. ¿No te has dado cuenta Andrew?
—Pues no. No me he dado cuenta. Y cogiendo a Teresa de la cintura se dejó caer en la cama arrastrándola a ella también a la vez que le decía: No me he dado cuenta. Pero podemos probar….. ¿Verdad?
Mientras ella confeccionaba una lista de obras rebuscando en su memoria, Andrew estaba llamando al Inspector.
Le puso al corriente de lo averiguado insistiendo mucho en que estos dos últimos autores eras los preferidos de los nazis, incluido Hitler. No sabía qué relación podía haber entre estos gustos y los comentarios que habían hecho los presuntos socios de Teresa diciendo que habían sacado aquellas obras de los bancos suizos donde los nazis habían depositado el fruto de la requisas. Era todo muy confuso.
—Mire ya tengo la lista que me ha hecho Teresa. De Vermeer tendrían que mirar “El Astrónomo” y “La encajera” Dice que la obra del autor es toda muy similar. Sin embargo la de Gustaf Klimt es mucho más diversa, pero si los encuentra tendrían que empezar por “El beso”, “Bosque de abedules”, “Danae” y “Retrato de Adelle no sé que más”.
Andrew miró interrogante a Teresa y acabó diciendo al inspector:
—Dice Teresa que no se acuerda de los apellidos de la tal Adelle. Lo importante es que estas obras se encuentren donde tienen que estar y que un par de agentes de confianza las vean, las memoricen y se acerquen al sótano que descubrimos a ver si encuentran algo parecido en el estudio. Si es afirmativo, es muy probable que los tengamos a un tiro de piedra en Bournemouth.
—Sí. Sí. No se preocupe. Esperaré su llamada. Gracias Señor Inspector. Se lo diré de su parte. Y colgó.
—Dice que te felicite y que te de las gracias y que no nos pongamos en peligro. Tenemos que esperar a que llame. Si no estamos dejará un mensaje cifrado.
—¿Salimos a cenar o comemos
algo en el hotel? Teresa.
-Si te tiene que llamar el Inspector mejor que nos quedemos en el
hotel ¿Verdad?
Además, dándole un empujón que lo derribó encima de la cama, le
dijo:
-Me tienes que explicar aquello del beso que no termino de
entenderlo bien. Es que me cuesta un poco ¿Sabes?
-¡Bienvenidos a bordo hijos! ¡Subid! ¡Subid!
-Buenos días Señor……
-Neptuno. Llamadme Neptuno como todo el mundo.
-¿Qué os parece mi cascarón? ¿Habéis pescado alguna vez? ¡Hoy
tendréis ocasión de probarlo todo! ¡Vamos allá!
—Largad amarras gritó a un marinero del muelle. Se oyó el estruendo de puesta en marcha del motor –hace un poco de ruido en frío dijo Neptuno- y mientras, les alcanzó dos impermeables de capa y dos pares de botas bastante grandes diciendo:
—Más vale que sobre que no que falte. Estaban los dos más que cómicos. Uno se reía del otro sin parar.
El barco estaba amarrado por estribor. Simplemente con un empujón desde el muelle y la pericia del piloto, el barco zarpó y a marcha lenta salió de puerto. Era un barco de madera, con una eslora de 13,60 metros y con todo tipo de artes de pesca y una cabina central con sitio cómodo para cuatro personas, aunque con un ingenioso sistema, Neptuno había redirigido el timón y el mando de marcha a cubierta entre la cabina y la proa del barco. Podía usar indistintamente ambos instrumentos en las dos cabinas de mando.
—Pues lo que haremos, empezó diciendo el patrón mientras encendía un fuego de carbón de leña dentro de un bidón de doscientos litros el cual estaba partido por la mitad por una plancha metálica con agujeros que era donde reposaban las brasas, primero echaremos la red y cogeremos algo para el almuerzo. Seguramente algunos júreles. Son muy buenos asados al carbón. Pongo el piloto automático, E SE y echamos la red.
—¡Venga! ¡Echadme una
mano!
Una vez estuvo la red en el agua se dirigió al mando de marcha y
redujo velocidad hasta llegar a los cinco nudos.
Estuvieron entre cinco y diez minutos navegando de este modo hasta
que de nuevo acudió al mando de marcha y bajo mucho más la
velocidad.
-Ahora recogeremos les dijo.
Y enrollando una punta de la red en una especie de polea, puso un motor eléctrico en marcha y fue izando la red. Teresa, con una ilusión infantil, esperaba impaciente ver que saldría dentro de aquella red.
—¡Sí señor! Oyeron decir a Neptuno. ¡Buen almuerzo tendremos!
Aumentó algo la velocidad y se dedicó, con ayuda de los pasajeros a vaciar la red y poner los peces en cajas de madera y echarles por encima una palada de hielo troceado que llevaba en una especie de cajón nevera en la proa del barco. Aceleró más los motores y apoyándose en un guiño les dijo:
—¡Ya estamos
llegando!
Le dio un meneo a las brasas del bidón miró a la costa con unos
prismáticos que parecían militares, se fue a la cabina de piloto y
paró motor.
—Estamos justo encima de un puesto extraordinario para la langosta. Hay pocas pero son muy buenas. No comáis nunca langosta de un Mar que no sea bien batido como este nuestro. Ahora tenéis que hacer como yo.
Y empezó por coger una especie de jaulas de metal que iban atadas con un fino cabo a unas anillas de la cubierta cerca del borde, se acercó a las cajas de pescado, cogió tres ejemplares pequeños y los metió dentro de la jaula por una trampilla que automáticamente se volvió a cerrar.
—Esto es el cebo –Teresa se sobresaltó levemente- ahora las langostas intentarán comerse los pececitos. Entrarán por esta puerta, dijo mientras simulaba que su puño era una langosta y después no podrán salir. Será nuestro primer plato. En pocos minutos tenían quince nansas en el agua. Y ahora vamos a preparar el almuerzo. Después de trabajar se tiene hambre.
Seleccionó una docena de peces, como de entre veinte y treinta centímetros cada uno, les sacó la cabeza y las tripas, los lavó en un cubo de agua de Mar y colocó una parrilla hecha a medida encima del bidón. Cuando estuvo caliente, echó el pescado encima.
—¡Aquí no hay que ponerle sal! Decía el abuelo. Ya la traen de casa.
Mientras iba controlando el pescado de la parrilla acercó al bidón una botella de más o menos un litro que contenía un líquido muy espeso, casi sólido
—Este es el secreto para comer un buen pescado decía. Es una salsa que solo sabemos preparar los pescadores antiguos. Se trata de una receta ancestral. Ahora los jóvenes salen al mar con un paquete de sándwich. ¿Cómo se puede pescar comiendo bocadillos afeminados?
Después cogió un pan de molde y empezó a cortar rebanadas y ponerlas encima de una mesa con mantel. Andrew y Teresa disfrutaban viendo la seguridad de aquel hombre preparándolo todo.
—Bueno. Esto ya está listo.
Sacó tres pescados y colocó uno encima de cada rebanada. Los que quedaron en el fuego los arrinconó a un lado para que se mantuvieran calientes sin quemarse. Cogió la botella de al lado del bidón, ya estaba todo el interior líquido y con cuidado fue vertiendo un poco de aquella salsa encima de cada pescado dejando que un poco resbalara sobre el mismo y cayera sobre el pan.
—¡Buen provecho señores!
Teresa esperó a ver como lo hacía él para comer. El truco era coger el pan un poco doblado, para que no se cayera el pescado y con la otra mano ir arrancando trozos de la carne del pez, a modo de pellizcos, y poniéndolos en la boca alternando con mordiscos a la rebanada de pan.
—¡Esto es buenísimo! Decían los dos forasteros. ¿Y la salsa? ¿De qué está hecha?
—Pues mira hija. Hay mil recetas. Pero la mía es básicamente leche espesa, whisky, un poco de sal y pimienta y un puñado de hierbas salvajes aromáticas de las montañas cercanas a Bournemouth. Todo eso cocido junto durante media hora por lo menos. Da faena. Pero el resultado ya lo veis. Es espectacular.
¡Como comieron! ¡Comieron
cuatro pescados y cuatro rebanadas cada uno! Y la botella de la
salsa estaba casi vacía.
Subió un cubo de agua y se lavaron las manos.
-Después haremos te, dijo el patrón. Ahora a trabajar.
Empezaron a subir las nansas y había un poco de todo. Algunas vacías, sin capturas, algunas con langostas pequeñas tirando a medianas y extrañamente había una con muchos calamares.
Entonces Neptuno les explicó que algunos pescadores utilizaban este truco para pescar cefalópodos. En determinadas épocas se utilizaba la pesca sexual del calamar.
Los dos reían como tontos.
—Sí. Sí. Es verdad. Esto ha sido accidental. La hembra, para escapar de los machos, huye y se esconde entre las rocas mimetizándose de manera que no hay quien la encuentre. Pero en este caso se ha equivocado de escondite y ha llevado a la captura a todos esos machos. Hay algunos pescadores que son especialistas en esta arte tan particular de pesca.
Al encajar el pescado
salieron doce calamares medianos tirando a grandes y nueve
langostas pequeñitas pero que ya eran de talla
comestible.
-¡Más que de sobra! Dijo Neptuno.
Se volvieron a lavar y arrancó el motor.
—Ahora practicaremos el arte más difícil de la pesca. Sedal y anzuelo. Si quisiéramos pescar mucho montaríamos aquel palangre, dijo señalando un cubo con un corcho circular en el borde lleno de anzuelos. Pero sólo debemos pescar lo que se va a comer.
Varió un poco el rumbo a E y cogiendo un cuchillo empezó a hacer trozos de los peces que habían cogido a primera hora. Saco tres cañas, sin carrete ni nada más que el sedal y un anzuelo al final.
—¡Esto se hace así! Dijo el patrón
—Tardaremos aún diez minutos en llegar a la zona bonitera. Si tienen alguna necesidad, mi barco tiene servicios ¡No se crean! Debajo de la cubierta de popa. Mientras tanto yo voy a preparar el té.
Les dio tiempo justo de tomar el té. Efectivamente a los diez minutos bajó las revoluciones del motor poniéndolo a cuatro nudos y tiró un par de puñados de peces por cada amura del barco.
—Es para cebar. Es para que
sepan que ya hemos llegado.
-Y ahora ¡Cebos al agua! Dijo a la vez que tiraba el
suyo.
Los otros dos le imitaron.
—Tardan un poco en llegar decía. Pero atención que cuando llegan lo hacen en bancos enormes y hay que andar muy listos desanzuelando y poniendo en la caja. A ver como va el día. Donde iremos a comer, siempre me compran todos los bonitos que traigo. Ellos hacen conserva para el restaurante. Pero con quince o veinte, depende del tamaño, hay más que suficiente.
A partir de aquel momento empezaron a llegar. Se les veía incluso observando atentamente la superficie del agua. Naturalmente la primera que clavó fue Teresa. Ni hecho a propósito. Pero se las apañó bien. Eran anzuelos de gancho, es decir sin muerte, y una vez izados a bordo, los bonitos, al tocar la cubierta se desenganchaban solos prácticamente. Como había anticipado Neptuno aquello era una locura. Los primeros quince minutos era una diversión. Después ya era demasiado. Llevaban pescados unos veinte. Todos a partir de medio metro. En este momento Neptuno dijo que ya tenían bastante.
Modificó todavía el rumbo y
desconectó el automático.
-Venga señorita, venga. Ahora pilota usted. Llévenos a Cowes, por
favor. A la vuelta nos llevará su marido.
Partiéndose de risa se puso al timón. Hacía rato que estaban
costeando. A veces por ambos lados se veía tierra.
—¡Vaya acercándose a tierra por estribor. Tiene que pasar tres faros pequeños. El cuarto ya es el nuestro. Yo estaré al caso. Ahora voy a arreglar el pescado.
Aprovechando la ocasión
Andrew se coló en la cabina del piloto y Teresa que le vio le dijo,
con una sonrisa de lado a lado:
-¡Hola marido!
Hecha la broma, comentaron lo bien que se lo pasaban.
—¿Cuántas veces habrá hecho esto mismo? Decía Andrew. Sólo falta que le saluden los peces. Es divertido. No me arrepiento en absoluto de haberte hecho caso. Hemos de buscar otra ocasión para que me enseñes lo que eres capaz de hacer con un velero.
—No puede ser que sigan en
el hotel. O nos han visto y se han largado por otra puerta o aquí
pasa algo raro.
-¿Nos arriesgamos y preguntamos por ellos?
—Si no lo hacemos igual los perdemos y esto en Londres no gustaría nada. Como era el que menos había intimado con ella decidieron que fuera Donovan Brooks quien fuera a preguntar a la recepción.
—¿La señorita Teresa Ojinaga dice usted? Pues no están en el hotel. Les acaban de llamar por teléfono y al intentar pasar la llamada he visto que la llave está en el casillero. Habrán salido pronto por que yo entro a las ocho y no les he visto salir. Se dio la vuelta y colocó la nota de la llamada en la casilla 107. ¿Le deja algún mensaje señor?
—Pues… No. No. Ya les
llamaré yo también. Gracias.
-No están en el hotel.
-¡Pues el coche está aparcado delante! Y no deja lugar a
confusión
-Por lo que dice el recepcionista es posible que se hayan largado
antes de las ocho. Pero si tienen el coche aquí es que piensan
regresar.
-Si supiéramos las habitaciones quizá pudiéramos averiguar algo,
dijo Brandon.
-Una es la 107. He visto como ponían el mensaje en este
casillero.
Ahora le tocó a Brandon. Estuvo de suerte. Era la hora de comer y había un poco de alboroto en la recepción lo que le permitió subir a la planta uno sin ser visto.
Brandon no tenía problemas
con ninguna cerradura y menos con la de la puerta de un
hotel.
En apenas cinco minutos estaba de regreso en el coche.
-¿Has averiguado algo? Preguntó Cristie Coleman.
—Nada. Bueno sí. Sólo que se han liado, ambos usan una única habitación, que o no han dormido aquí por que la cama está hecha o han salido muy pronto y el servicio ya les ha arreglado la habitación. Y en la papelera había esto: La lista de la que les habían hablado.
—¿Y ahora qué hacemos?
Preguntó Donovan.
-Pues aquí no podemos quedarnos. Esto es muy indiscreto. Acabaremos
llamando la atención.
-Vamos a casa e iremos llamando. Cuando constatemos que han llegado
ya regresaremos.
Brandon arrancó el motor y salieron del parking del hotel.
El amarre de cortesía del restaurante estaba enfrente del mismo. Enseguida salió un joven que cogió y situó las amarras de proa, subió a bordo escandalizando cuando vio las capturas y se cuidó él mismo de amarrar la popa. Mientras, con un gancho, Neptuno ya había acercado a proa todas las cajas de pescado cubiertas de hielo. Otro chico se acercó al barco con una carretilla a la medida de las cajas, las cargó y se las llevó al restaurante. Ellos tres descendieron más tarde.
Entraron en el restaurante y fueron a lavarse lo primero. Después Neptuno les presentó a la dueña del lugar. Una hermosa mujer, entrada en años y en kilos pero que irradiaba salud y simpatía. Intercambiaron unas frases sobre las capturas y el estado de la Mar y les hizo acomodar en una mesa con vistas a la ría, al River Medina donde no paraban de circular barcos grandes o pequeños en ambas direcciones.
Sirvieron una pinta de
cerveza a cada uno y mientras la dueña daba órdenes en la cocina,
se acercó un camarero con varios platitos de aperitivo.
Salió la dueña y les preguntó:
—¿Qué os apetece comer? Por que con esos calamares y las langostas se podría hacer un excelente guiso. ¿O preferís las langostas cocidas con las salsas de la casa y los calamares aparte?
Teresa y Andrew no sabían que decir. Al final decidió Neptuno:
—Sí, Haremos así. Pones cinco langostas, yo sólo comeré una y después los calamares a la plancha con la salsa de la casa. Han probado la mía y les ha gustado mucho. Y dirigiéndose a los pasajeros dijo a la vez que guiñaba un ojo: Ella no la hace tan buena como yo, pero se puede comer y estalló en risas.
—¿Vas a saber tú de salsas? Se alejó la dueña protestando……..
El Inspector Jefe de Andrew
estaba preocupado por su agente y por Teresa. Lo que había
averiguado de aquella gente le daba miedo. Eran exmilitares de la
Alemania nazi, fanáticos de sus pensamientos y que trabajaban en
los caminos compañeros acosados por Sintiéndose algo desbordado una
reunión en la central y dentro del más absoluto secreto había
expuesto el caso a sus compañeros y jefes. Con toda su buena
intención, no hizo más que delatarles y condenarles a muerte.
Algunos espías alemanes en suelo británico, durante la segunda
guerra, estaban tan bien introducidos que prefirieron quedarse allí
en lugar de regresar a su Alemania para pasarse una vida huyendo
como conejos de una jauría de perros con sed de venganza. Uno de
estos estaba en aquella reunión. Y aunque era un ciudadano de su
Majestad en el sentido más amplio de la expresión, sus ideas
prevalecían por encima de su falso personaje.
de huida
la justicia y protección de sus antiguos europea, americana y hebrea.
por la gravedad del asunto había convocado
Al terminar la reunión acudió a su Club, como todos los días, sólo que en esta ocasión dejó una nota en su taquillero y en lugar de colgar su bombín en la percha del salón lo dejó en el asiento contiguo al suyo. Con esto bastaba. La maquinaria se puso en marcha enseguida. Ahora los perros eran otros y las presas también.
¡Como disfrutaron de aquella comida! Las langostas eran extraordinarias. Tiernas y sabrosas como ninguno de los dos las había probado nunca. De por sí eran tan buenas que no sabían si añadirle salsas o no.
—¡Está todo demasiado bueno! Decía Teresa.
Los calamares eran tan tiernos que se fundían en la boca. Ya cuando estaban terminando se acercó la dueña con una sopera humeante que dejó encima de la mesa.
—¡Aquí la sopa la comemos al final! Dijo divertida. Veréis que buena está. Esta hecha con el caldo de cocer las langostas y algunos de los pescados que habéis traído. Pero claro, como esto tarda un poco, por eso se come al final. Apareció un camarero detrás de ella con un plato lleno de picatostes fritos en salsa de la casa que dejó en la mesa. Eso es para la sopa, quiso dejar claro la mujer.
Llegó un momento que ya no podían comer más.
—Ahora daros un paseíto por el puerto, para bajar la comida, les dijo Neptuno que yo voy a pasar cuentas con la dueña y zarparemos…., mirando el reloj, a las tres zarparemos. Nos encontraremos delante del barco ¿De acuerdo?
No estaban por mucho pasear, pero recorrieron el muelle y miraban los barcos. Teresa, si había algún velero, le contaba cosas a Andrew acerca del mismo. Al final se sentaron en dos “bollard” contiguos.
—En el continente se les
llama noray dijo Teresa.
Y dejaron que se hicieran las tres.
Al subir a bordo, Andrew le dio las treinta libras que llevaba preparadas en el bolsillo, Neptuno se las puso en el bolsillo sin contarlas siquiera. No les había salido barato pero era una aventura que lo valía. Sin duda lo valía.
Largaron con ayuda de los chicos del restaurante y zarparon dirección a Bournemouth. Se había quedado una tarde muy tranquila, con una Mar muy plana y se instalaron en cubierta disfrutando de la fresca brisa que impactaba en sus rostros.
Medio adormilados en sus asientos de proa se incorporaron al notar el cambio de ruido del motor. Estaban llegando a puerto. Navegando muy despacio se fueron acercando al amarre del Neptune IV y entonces Teresa le vio. Pegó un bote cogió a Andrew de la mano y se metieron en la cabina del piloto.
—¿Qué pasa? Preguntó Andrew
asustado.
-Mira este barco. El grande. Ese blanco. La señora que está apoyada
en la barandilla es Cristie Coleman
—¿De verdad lo
dices?
-Puedes estar seguro se afirmó Teresa.
-¡Neptuno! ¿Me puede prestar los prismáticos? Dijo
Andrew.
-Cógelos tú mismo. Están encima de la caja del hielo. Ahora no los
voy a usar.
-Tranquila Teresa. Aunque me ponga por un momento al descubierto,
ellos no me conocen.
-Regresó con los prismáticos y escrutó la barandilla del barco que
le dijo Teresa.
-Al rato, dándole los prismáticos le dijo: Hay cuatro personas.
Ahora mira tú a ver si les conoces.
-Sí. Son ellos tres. Al cuarto no le conozco.
—Probablemente sea el responsable del barco. ¡Que cabrones! Aquí no les habríamos encontrado nunca. No se inscriben en ningún hotel ni con su nombre ni con el nombre falso.
—¿Y ahora qué hacemos? Dijo
Teresa con voz temblorosa.
-Pues vamos al hotel e informamos a Londres respondió
Andrew.
-¡¿Pero no ves que tenemos que pasar por delante de ellos?! Dijo
Teresa bastante alarmada.
Cuando Andrew se disponía a pedirle a Neptuno si les permitía
llevarse momentáneamente los chubasqueros, Teresa le dio un codazo
diciendo:
-¡Mira!
Un anticuado pero
elegantísimo Mercedes negro acababa de pararse delante del barco.
Los tres “socios” de Teresa descendieron del barco y subieron al
coche. Dejaron que se alejara y como si no hubiera pasado nada
devolvieron los chubasqueros y las botas a Neptuno, le agradecieron
el día que les había hecho pasar y se despidieron
cariñosamente.
Capítulo decimotercero
No sin precauciones salieron caminando del puerto dirección al hotel. En lugar de entrar por la puerta principal dieron un rodeo, entraron por la terraza exterior y subieron a la última terraza del edificio para escrutar los alrededores del complejo.
—¡Nos están esperando! Dijo sencillamente Andrew. Y señalando hacia el otro lado de la plaza de enfrente del hotel le dijo a Teresa: Están esperándonos dentro del Mercedes Benz negro ¿Lo ves?
Teresa asentía
-Si entramos ahora nos verán y me temo que no pretenden comprarte
ningún cuadro
-¿Que hacemos pues?
-Pues tengo que llamar al Inspector pero desde otro sitio. Imagino
que además de los del coche tendrán a alguien apostado en la
recepción.
Se alejaron por el mismo camino utilizado a la ida y buscaron un teléfono. No fue fácil pero lo consiguieron. Llamó a Scotland Yard. Consiguió hablar con el Inspector y ponerle al corriente de todo lo sucedido.
—¡Claro! No he visto su mensaje por que no puedo llegar al hotel sin riesgo de que me vean ellos. ¡No lo sé! ¡No tengo ni idea de cómo nos han encontrado! Mi coche, como siempre, está llamando la atención, pero ellos no me conocen ni a mí ni a mí coche. O nos han visto por la calle y nos han seguido o ha habido alguna filtración en nuestra propia casa.
El Inspector asentía.
Pero estaba seguro de que en “su casa” no había ninguna filtración. Pero donde no pondría la mano en el fuego era en la reunión que mantuvieron en la central.
Había un modo de averiguarlo.
—¡Andrew! Dame el nombre de un hotel que esté alejado de este donde os hospedáis. Convocaré una reunión para mañana y anunciaré que os habéis cambiado de hotel. Si la vigilancia se desplaza, tenemos un traidor en casa. Llámame cuando tengas el hotel, y desaparece hasta mañana sobre las once que te situarás delante del segundo.
—Como aún no has leído la nota, te anticipo que en el sótano encontramos muchas fotografías de cuadros y entre ellas estaba “El beso” de Gustaf Klimt. Brandon Brooks, con su verdadero nombre, fue el Jefe de las Juventudes Hitlerianas de Munich hasta acabada la guerra. Los otros pueden ser nazis también. Y creemos que trabajan en una línea de protección y ayuda a la fuga de antiguos partidarios de Hitler. Es algo muy gordo. Su mayor pecado parece que no es el tráfico de obras de arte precisamente.
Poco más tarde, se estaban registrando en el hotel Langtry Manor.
—Haga ya la ficha de entrada dijo en recepción. Aquí tiene los documentos de los dos. Pero necesito que me los devuelva para ir a retirar los equipajes a la estación. Y le dejo pagada la habitación por dos noches.
Esto allanaba cualquier
problema.
-Subimos un momento a la habitación para asearnos y al bajar
recogeremos los documentos.
-¡Por supuesto señor! ¡Todo en orden!
Subieron a la habitación y con la tarjeta del hotel delante Andrew
llamó al Inspector.
—Tome nota Inspector. Se trata del Langtry Manor. Otra cosa más. Como nos interesa ponerles nerviosos y provocar que hagan algún fallo que nos lleve a sus jefes, se me ha ocurrido que podría…..
—¡Muy bien! ¡Así lo
haré!
-¿Qué es lo que harás? Pregunto Teresa saliendo del lavabo a medio
secar las manos.
-¡Ven! ¡Es mejor que lo veas!
Cogió el papel de carta de cortesía del hotel y empezó a escribir
una nota en letras grandes ocupando toda la página.
Teresa no se lo podía creer.
-¡Se van a enfadar mucho! Dijo.
-Es lo que necesitamos. ¡Que cometan algún error! ¡Vámonos! Tenemos
que escondernos hasta mañana a las once.
Pasaron por la recepción, recogieron los documentos y dijeron que
se iban a cenar. Que regresarían tarde.
-Pues mejor que se lleven la llave que incluye un llavín de la
puerta de entrada principal por que a partir de las once esta se
cierra.
-¡Perfecto! Gracias. Y salieron del hotel
-¿Y donde dormiremos? Preguntó Teresa.
-Sólo podemos ir a un sitio sin comprometernos.
A la media hora, después de haber tomado un te y unos afeminados Sándwich en un bar del puerto se colaron entre las sombras y abordaron el Neptune IV.
—Dentro de la cabina del piloto no estaremos mal dijo Andrew. Y se dispusieron a dormir lo mejor que pudieran.
A las diez de la mañana se celebró la reunión en la central de Londres. El Inspector comunicó que su agente y la “experta” en arte creían haber encontrado una pista interesante de unas personas sospechosas y se habían trasladado al hotel Langtry Manor para poder hacer la vigilancia más de cerca. Y que creía dentro de poco, poder detener a la cúpula de toda la trama. Fue felicitado por casi todos y quedaron en verse dentro de una semana si no había novedades.
Medio plegados de dormir encogidos se dirigieron hacia los jardines del Hotel Langtry. Estaba muy tranquilo y apenas había coches en el parking. A la entrada del mismo, había una furgoneta de la compañía telefónica con dos empleados que estaban reparando una línea, probablemente del hotel.
No hubo ningún movimiento hasta cerca del mediodía. Andrew estaba observando el camino que conducía al hotel y vio aparecer, al principio del mismo, el inconfundible Mercedes Benz negro. Esperó a que aparcaran y descendieran del vehículo. Iban cuatro personas que con paso decidido se encaminaron hacía la entrada principal.
—¡Vámonos! Le dijo a Teresa.
Salieron a la carrera en dirección al bar donde habían cenado ayer y desde allí llamó al hotel. Se identificó como el huésped de la ciento veinte y dijo bien claro al recepcionista para que no le quedaran lagunas:
—Hemos tenido que regresar a Londres urgentemente. No tardarán en traer nuestro equipaje. Por favor guárdelo en nuestra habitación y ya vendremos a por él y a pagar el resto de la estancia. ¿Me ha comprendido bien?
Cuando el otro asintió
regresaron a la carrera hacia el hotel.
En aquel momento los cuatro del Mercedes Benz, visiblemente
agitados y con un papel en la mano se situaron delante de la
recepción.
De bastante mala manera:
-¿Dónde están los ocupantes de la ciento veinte?
-Acabo de hablar con ellos por teléfono. Me han dicho que han
tenido que salir urgentemente hacia Londres por un tema
inaplazable.
Mirada entre los cuatro componentes del grupo.
-¡Un teléfono! ¡Rápido!
-¿Sir Rowling? Soy yo
-¡Te tengo dicho que no me llames! ¡Imbécil!
—Espere y verá. Esta es la nota que hemos encontrado en su habitación. Se ve que estaban esperando al Inspector. Se la leo: Señor Inspector: Los de aquí son los peces pequeños. Acabamos de descubrir quién es el pez gordo en Londres. Vamos a por él. Para detener a los de aquí le basta con mandar la caballería al puerto. Viven en un barco llamado Sichersein II.
—En recepción me han
confirmado que han salido hacia Londres hace apenas unos minutos.
¿Qué hacemos? ¡Oiga! ¡Oiga! ¿Qué hacemos Sir Rowling?
Pero ya no le contestó nadie al otro lado de la línea.
El tal Sir Rowling, a pesar de estar totalmente integrado en la vida social y en la política de la Gran Bretaña, nunca había abandonado su plan B. Nunca había desmontado su vía de escape. El problema era decidir donde iba. El plan original era regresar a Berlín, pero esto hubiera sido válido si toda Europa o al menos la mayor parte, fuera ya alemana. Ahora, los suyos eran perseguidos por todo el mundo. Tenía que refugiarse en Argentina. Él mismo había mandado a cientos de patriotas a Argentina. Se integraría en la comunidad de allí y ¡al fin volvería a hablar en alemán!
Miró el reloj. Le quedaba casi una hora. Venir desde Bournemouth no era fácil. Decidió abandonarlo todo, no había alternativa. Cogería sólo la bolsa con las libras esterlinas, los diamantes, los pasaportes y la Walter PPK. Él habría preferido su preciosa Luger, pero si alguien la hubiera descubierto casualmente dentro de la bolsa hubiera sido demasiado delatadora.
Si era verdad que los casi ciento ochenta kilómetros desde Bournemouth hasta Londres eran difíciles de recorrer, desde la central de Scotland Yard donde él acudía al menos una vez por semana como responsable del área de seguridad del Parlamento de su Majestad hasta su oficina se llegaba en apenas cinco minutos.
Más un par de minutos más para situar a sus hombres fueron los que tardó el oficial de turno en preparar la captura del impostor. No había sirenas, ni luces, ni tráfico cortado. El individuo era un Sir y la ropa sucia se lavaba en casa. Sólo un falso taxi que era un coche de policía camuflado aparcado en doble fila delante de las oficinas, llamaba un poco la atención.
Cuando abrió la puerta de
su despacho se topó de frente con el oficial y un agente de
paisano. No hizo falta que se identificaran. Al oficial le conocía
de sobras por haberle visto durante meses en la central. Quiso
cerrar la puerta pero un pie colocado acertadamente se lo
impidió.
-No haga ninguna tontería le dijo el oficial. Se de buena tinta que
si les ahorrara el juicio y la vergüenza a mis jefes estarían
encantados, a la vez que echaba para atrás el percutor de su arma
reglamentaria.
—¿Sabe que tiene razón? Dijo Sir Rowling. Con mucha parsimonia abrió la maleta, cogió la Walter con la punta de los dedos, seguía encañonado, se la introdujo en la boca, la puso vertical y disparó.
En Bournemouth las cosas habían sucedido así: Poco después de salir los cuatro del hotel, los operarios de la Compañía de Teléfonos desmontaron el decorado y se marcharon tranquilamente.
Andrew y Teresa, con muchas precauciones regresaron al puerto y desde lejos vieron que el Mercedes estaba estacionado algo distante del muelle y observándolo todo desde aquella distancia. El muelle estaba tranquilo. Vieron llegar a Neptuno que subió a su barco puso el motor en marcha y con la bomba de agua y una manguera empezó a baldear la cubierta.
No se veía a nadie más por allí. De repente el Mercedes Benz arrancó y se dirigió hacia el amarre de su barco, descendieron del vehículo, y gritaron al del barco que bajara la palanca. No apareció nadie por la barandilla del barco pero la pasarela bajó. Los cuatro estaban muy nerviosos y miraban a todas partes: Al barco, a los restaurantes, a los otros barcos. Por este motivo no les llamó la atención que no se hiciera ver el Capitán del barco al bajar la pasarela. Eso era lo importante: ¡Que bajara la pasarela! A mitad de recorrido gritaron en alemán:
—¡Pon en marcha los motores! ¡Nos vamos!
En el muelle, desde dentro de un container de veinte pies que llevaba meses allí y que estaba cerrado, salió un pequeño ejército de hombres armados hasta los dientes. Uno de ellos les dijo en voz alta:
—¡Me temo que ustedes se quedan aquí!
A partir de aquel momento todo sucedió muy rápido. Los cuatro alemanes no habían calculado bien. Estaban atrapados en una pasarela de cuatro metros de largo y apenas ochenta centímetros de ancho. A pesar de esto quisieron enfrentarse a las fuerzas armadas que había en el muelle. Sacaron sus armas automáticas de debajo las ropas y cuando iban a abrir fuego, los cuatro, fueron abatidos por los otros policías que les tenían encañonados desde dentro de su propio barco.
Andrew Birdwhistle miró a Teresa y le dijo:
—Han escogido morir. Lo sabían antes de empuñar sus armas. Han hecho bien. Equivocados o no, ellos también eran soldados. Descansen en paz. Ahora ya puedes estar tranquila Teresa.
—Sí. Ya puedo vivir
tranquila. Y tú ¿Qué harás?
-Pues acabo de tomar la decisión más importante de mi vida Teresa,
dijo a la vez que le cogía las manos entre las suyas.
—¿Y cuál es? Preguntó
Teresa extrañada.
-Pues le voy a pedir al Inspector Jefe que me cambie mi Triumph por
este precioso Mercedes Benz tan elegante.
Teresa, que probablemente esperaba otra respuesta, se quedó clavada
en el suelo.
-Es que así, siguió Andrew, tendremos más sitio para llenar de
niños el asiento de atrás. ¿No te parece?
Ambos, radiantes de felicidad, regresaron al primer hotel, recogieron la habitación, pagaron la cuenta y cargaron las maletas en el precioso Triumph que había permanecido siempre fiel delante de la puerta del hotel. Desde allí, fueron al segundo hotel, procuraron dar las mínimas explicaciones posibles, pagaron la cuenta y cuando se disponían a regresar a Londres, cruzando el puerto, vieron a Neptuno a lo lejos. Dudaron en si ir o no ir a saludarle y al final prefirieron hacerlo desde lejos agitando las manos y mandando besos cariñosos. Andrew era del tipo de gente que pocas veces puede contar lo que sucede. Así estaba bien.
En Londres les esperaba mucho trabajo. Andrew necesitaba al menos dos días para redactar el informe de una operación tan compleja y Teresa tenía que preparar la subasta que se celebraría el día veinte, quedaban solo tres días y llamar a su abuela para darle la noticia de su inminente matrimonio.
La encontró en Barcelona.
Cada vez que sonaba el teléfono Paulina veía caballos desbocados atropellando a su nieta Teresa. Cuando escuchó su voz le regresaron los colores a la cara y se emocionó muchísimo. Le dijo que la galería funcionaba perfectamente, naturalmente pasó por alto toda la historia de sus socios y de la ruta de fuga de los alemanes y sólo le dijo que había conocido a un chico que era algo mayor que ella, que era policía y que se iban a casar por que los dos estaban muy enamorados.
—¿Vendrás a la boda verdad
que sí abuela? ¿Abuela?
-Sí. Sí. Estoy aquí. ¡Que bien verte tan feliz! ¿Es guapo? Preguntó
por decir algo Paulina.
—Pues no mucho. La verdad.
Yo soy más guapa. Pero es una persona extraordinaria y está muy
bien considerado por sus jefes. ¡Fíjate que ahora solo por haber
resuelto una operación con éxito le han regalado un coche de súper
lujo!
-Y ¿Cuándo es la boda?
—Pues ahora tengo que terminar con la subasta, después tenemos que buscar un piso más grande por que el mío es muy pequeño y él vive muy lejos del centro y cuando tengamos resuelto todo esto, nos casaremos. Creo que será en primavera. Así tendremos mejor clima. Cuando lo sepa ya te llamaré, abuela.
—¡Llámame más a menudo
mujer! Dime algo de cómo ha ido la subasta ¿De acuerdo?
-Sí. De acuerdo. Te mando muchos besos.
Colgó el teléfono. Se va a casar dijo con un susurro de voz. Se va a casar, repetía Paulina. Y yo iré a la boda. Y… ¿Qué tengo que hacer? Pobre de mí, ¿Qué puedo hacer yo? ¿Quién me creerá? Bueno. Tengo tiempo para pensarlo aún. Veremos cuando llegue el momento. A lo mejor no tienen hijos.
El veinte de enero, después de todos los sucesos, se abrió la galería a las cuatro de la tarde para empezar la subasta a las seis en punto. Era la primera que se celebraba siendo consciente de que era la única propietaria de la Suiis Continental Gallery. Tenía un subastador nuevo con el que se habían reunido en dos ocasiones para acordar estrategias, ver la obra y fijar su comisión. El Mercedes estaba aparcado delante de la puerta y aunque en Inglaterra era considerada una marca rival de malos recuerdos, aquel vehículo despertaba admiración a todo el que pasaba por delante y daba, como no, categoría a la sala.
Andrew estaba en la sala vestido como un señor y en la puerta de entrada además del recepcionista de siembre, había dos Policías de uniforme y sin armas, cortesía del Inspector Jefe.
La sala estaba llena. No había gente de pie pero estaba llena. Los agentes que se cuidaron de la publicidad habían trabajado bien.
Se vendió mucha obra. No muy cara pero se vendió el ochenta por ciento de lo colgado. Cuando pasaron cuentas con el subastador resulto que se habían vendido cuarenta y nueve obras por un total de veintidós mil libras. Salían a un promedio de cuatrocientas cuarenta y cinco libras por obra. Al subastador le correspondían seiscientas cincuenta libras. Estaba muy bien. Cuando cobró le dijo:
—Para la próxima vez, tenemos que ofrecer un cocktail de bienvenida para que los compradores tengan ocasión de conocerse y “retarse” entre ellos mismos y en la tercera o cuarta pieza, tiene que haber un gancho para que, al menos uno de los cuadros alcance un valor desmesurado. Esto hace subir la cotización del resto de la obra.
—Teresa asentía. Pero en el fondo aquella historia no hacía más que traerle malos recuerdos. Lo hablaría con Andrew. A ver que decía él.
Ahora se tomaría un pequeño descanso para buscar piso, sólo uno o dos días y después tocaba preparar la de febrero. Tenía muchos encargos hechos en Paris. Y además haría otros por teléfono. Quería ver alguna muestra cuando llegara a Montmartre para comprar lo de febrero.
Su petición no causó
ninguna sorpresa en París. Llevaban años haciendo El Beso y El
Astrónomo versionados.
-Bueno pues quiero diez distintos en total. Cinco de cada autor
¿Vale?
Al otro lado de la Pentonville Rd., en la parte norte habían acabado de reconstruir un edificio del que habían mantenido la fachada y por dentro lo habían hecho todo nuevo con materiales tan modernos que parecían del futuro. Con sólo cinco plantas más la buhardilla, tenía tres ascensores y un montacargas. Valía una fortuna pero había la posibilidad de alquilarlo con opción a compra. El precio de un apartamento de tres habitaciones, tres baños, gran salón y cocina comedor era de ochenta y cinco mil libras. De día pensaban que era una barbaridad. De noche, en las estrecheces de su actual piso se convencían de la necesidad de cogerlo. Entre los dos alcanzaban a pagar la mitad. Pero después había que amueblarlo.
Andrew tenía un buen sueldo y ella, si todo iba bien podía ganar bruto unas quince mil libras en cada subasta. Y si tenía el cebo quizá hasta veinte mil.
Al final lo cogieron. Hicieron un trato con la empresa constructora y el propietario que poniendo el propio apartamento como garantía lo podían pagar dando treinta mil libras en el momento de ocuparlo y el resto en cinco años. La empresa dijo que tener una directora de sala de arte como primera ocupante del edificio sería una buena publicidad para vender el resto de apartamentos. Andrew probó de aprovechar esta ventaja para obtener un descuento en el precio pero la otra parte dijo que no. En compensación les regalaremos la plaza de parking, dijeron al final de la discusión.
—¡Pero si a mi marido le
gusta dejar el coche en la calle! Y riendo todos firmaron el
trato.
Fijaron la boda para el miércoles diecinueve de abril de mil
novecientos sesenta y uno. Y lo primero que hizo fue llamar a su
abuela.
Le dijo que sí. Que iría a la boda.
Teresa le contó lo del piso y le dijo que podía ir unos días antes y vivir en su nuevo apartamento. Sólo que después de la boda, el día veintidós, salían de viaje de bodas y se iban dos semanas a la India o a Egipto. Aún no lo habían decidido.
—No te preocupes. Yo antes
de venir mandaré mis cosas a Llívia y después de la boda, al
regreso ya me iré allí directa a pasar el verano.
-Muy bien. Pues un beso abuela. Ya me llamarás para decir cuando
llegas.
En Paris encontró lo que buscaba. El nuevo encargo era fantástico. No pudo conocer a los pintores. Estaban fuera. Pero su amigo tenía las obras y los precios. Estos eran más altos. Costaban cuatrocientos francos cada uno. Pero los podía vender tranquilamente a precio de salida de trescientas libras. Las cuatro estrellas: “El beso” y “Danae” de Gustaf Klimt y “El Astrónomo” y “La encajera” de Vermeer, o mejor dicho las obras que le habían hecho de encargo, inspiradas en estas cuatro, eran sensacionales.
Estas las pondría de salida a quinientas libras. Y además pondría fotografías en la publicidad que hiciera en Londres: Carteles y periódicos saldrían con dos modelos, con dos cuadros, uno de cada autor. Traería a mucho público.
Agradeció mucho el trabajo
a su amigo y le dijo:
-Al día siguiente de la subasta te llamaré. Estate
atento.
Compró cuarenta obras surtidas más y lo dispuso todo para que le
fuera enviado de inmediato.
A su regreso dedicó la mayor parte del tiempo a arreglar el nuevo apartamento. Habían decidido con Andrew, que si estaba en Londres, comerían juntos cada día. Era la manera de ir tomando decisiones sobre el apartamento. Por la noche los dos estaban cansados y así se veían más a menudo.
Llegó el camión de Paris
con toda la obra, la colgaron y organizaron la exposición. La
subasta sería convocada para el martes día catorce de febrero.
Tenía poco tiempo pero quería aprovechar el tirón del día de San
Valentín. Además si quería aumentar la frecuencia de las subastas
había que empezar cuanto antes a acortar los tiempos.
Encargó a una agencia de publicidad el tema de las fotografías, los
pasquines y su colocación y se cuidó ella misma de las relaciones
públicas con los periódicos. Tenía en la cabeza la necesidad de
buscar a un cebo. Pero no lo tenía claro.
El miércoles uno de febrero inauguró la exposición con un cocktail a la prensa incluidos los críticos de arte que se quisieron apuntar a las cuatro de la tarde y a las cinco para el público en general. Al día siguiente se colocaron los carteles por todo Londres y aparecieron las fotos de la imitación del alquimista de Vermeer y del beso de Klimt en casi todos los periódicos.
A partir del día siguiente la exposición estuvo llena todas las tardes. Era un continuo de gente. Ella de manera más o menos oculta veía a todos los visitantes. Estaba segura de que muchos de ellos repetían visita y en la segunda ocasión arrastraban a otros acompañantes. Apenas había transcurrido una semana, empezó a recibir ofertas para retirar alguna de las obras de la subasta. Ofertas que ella declinó por que el espíritu de la galería era precisamente el de las subastas. Cuando más se negaba, más tentadoras eran las ofertas. Algunos incluso le insinuaron que si ella no cedía, se dirigirían directamente al dueño de la empresa. Lo que si que hizo de inmediato fue esconder los precios de partida. No los haría públicos hasta tres días antes de San Valentín.
Quería organizar el cocktail de bienvenida como le sugirió el subastador, pero aquello se llenaría mucho y no sabía qué espacio sacrificar para poner una pequeña barra de bar. Al final decidió eliminar el pequeño almacén que tenía en el fondo del local, cubrir de manera improvisada las paredes con cortinajes hechos aprisa y corriendo y toda la obra que tenía allí la trasladaron a una de las habitaciones aún vacías del piso nuevo.
Llegó el catorce de febrero. A las cuatro se abrió la sala al público. Dos camareros se paseaban con bandejas de copas de Champagne por entre el poco espacio que quedaba libre e invitaban a los presentes a pasar al fondo a tomar otra copa. El subastador estaba satisfecho. Vio que la joven propietaria le había hecho caso. Si había dispuesto lo del cocktail habría hecho lo del gancho también. Esto supondría más dinero para él.
A las seis en punto se inició la subasta. Andrew lo veía todo desde la puerta. Se empezó, siguiendo las instrucciones de Teresa con un impresionista por el cual se sacaron cuatrocientas veinticinco libras. Se siguió con una imitación de Le Cocq de Picasso que generó una lucha entre ¡Dos franceses! que seguramente no sabían que aquel cuadro había salido de Montmartre hacía unas dos semanas y con el tercero llegó la primera batalla importante. Era: La copia de “El beso” de Gustaf Klimt.
En este caso los contrincantes eran cuatro, más alguno esporádico. Al final fue adjudicado a una señora, acompañada de un joven muy guapo que hizo la última puja en doce mil quinientas libras. Teresa estaba alucinada. Y aquello no fue más que el principio. El record se lo llevaron dos cuadros: Las dos copias principales de Vermeer que se adjudicaron en ambos casos y a la misma persona por veinte mil libras cada uno.
Teresa llamó a Andrew a parte y le dijo: Vete corriendo a casa y tráete dos Vermeer más. Los encontrarás fácilmente por que los dejé los dos primeros expresamente. Se estaba llegando al final de la subasta, sólo seis obras no habían sido adjudicadas, nadie había dado ni el precio de salida.
Cuando aparecieron, nadie sabía de donde salían, dos imitaciones más de Vermeer. El de La Lechera y Dama con dos caballeros, que en este caso eran tres.
Los murmullos inundaron la sala de subastas. Los felices compradores de las obras anteriores ya no se inquietaron, pero los que se habían quedado con las ganas, estaban de los nervios. Empezaron la subasta por el segundo, titulado Dama y pretendientes y fue aumentando de precio despacio, los compradores tenían menos poder adquisitivo, pero alcanzó las once mil libras. Y por último “Criada preparando mantequilla” que con el mismo recorrido se lo adjudicó un señor con rasgos orientales por diez mil quinientas libras.
Se repartió más Champagne y Teresa felicitó personalmente a los afortunados compradores antes de ser literalmente secuestrada por los informadores que Andrew había mantenido hasta ahora a raya en la puerta.
El subastador tuvo que esperar hasta pasadas las nueve, pero estaba radiante y feliz. Había ganado mucho dinero. Aún no lo podía calcular por que sabía que una de las ventas, probablemente la primera de las grandes era falsa. Al final le tocó el turno a él.
Andrew tenía las cuentas
hechas y Teresa solo tuvo que darles un vistazo.
-Total noventa mil libras esterlinas. Simulando darle un beso a su
novio le dijo al oído: ¡Más que el piso!
Le sacó las cuentas al subastador y le entregó el borrador con la suma y el cálculo al final: Dos mil setecientas libras. Se quedó un poco sorprendido, cogió la liquidación y se esperó a que pudieran hablar a solas. Cuando lo consiguió le dijo:
—Me ha puesto todas las
ventas ¡No me ha quitado la del gancho!
-¡No había ningún gancho! ¡Querido amigo!
El otro se quedó tan sorprendido que no sabía qué decir. Al final
tomó una copa, saludó y se marchó feliz y contento.
Era bien tarde cuando cerraron la galería. Ya no se podía pensar en ir a un restaurante. Cenaron en casa y mientras lo hacían Andrew le dijo: Yo no me fijo demasiado en los cuadros, pero ¿Conociste al pintor o pintores que imitan a los alemanes? ¿Cómo eran?
—Pues no. No le conocí. La obra estaba en casa de un conocido mío. El artista estaba de viaje.
—Teresa. Tú que entiendes míratelo bien. Juraría que el artista que imita a Gustaf Klimt es el mismo que pintó los cuadros que vimos en Bournemouth y que nos dieron la pista de tus ex socios.
Teresa se quedó pensativa y
dijo:
-Quizá tengas razón. Ahora que lo dices. Pero ellos están muertos.
Los dos vimos como caían abatidos por los disparos de la policía en
la pasarela.
—Sí. Ellos sí. Pero quizá el pintor este vivo. Si no ha cometido ningún delito es perfecto. Nos ha dado mucho dinero a ganar. Pero algo en la cabeza me dice que aquí hay gato encerrado.
—No te preocupes Andrew. No le des más vueltas. Cuando regrese a París miraré de enterarme de algo más.
—Tendríamos que ampliar la
galería o hacer algo parecido a una sala VIP, siguió diciendo
Teresa.
-Yo quería decirte algo parecido le dijo su novio. El cuarto de
arriba, el de la galería quiero decir, se podría aprovechar para
esto.
—¿Y qué hacemos con los
famosos tres cuadros que aún están allí? Dijo Teresa.
-Pues, podría pedir permiso y tenerlos en custodia en nuestro
apartamento. Tenemos muchas paredes que llenar.
-¡¿Lo dices en serio?! Preguntó Teresa. ¡¿Y si resulta que son
auténticos?!
-¡Pues mejor que mejor! ¿Verdad?
-Mañana hablaré con el Inspector. A ver qué dice.
-Pues de paso le podrías preguntar si me puede dar permiso para
usar el Triumph. Es que no me veo con el Mercedes Benz,
¿sabes?
-Si quieres se lo digo. Está allí en el Parking muerto de risa y
cogiendo polvo.
-¡Claro que quiero que se lo digas!
-Anda vamos a descansar. Es muy tarde, dijo Teresa.
Enseguida apagaron las luces de las mesillas. Pero al poco se
escuchó:
-¿A eso le llamas tú descansar? Ven. Ven aquí.
Como había prometido, al día siguiente llamó a su contacto en París
y le encargó obra para la próxima exposición.
—¡Oye! Tengo mucha curiosidad por conocer a los autores de las copias de Vermeer y Klimt. Mira si puedes conseguir que estén presentes la próxima vez que venga a Montmartre.
—¡Verás Teresa! Hay un
problema. Es que ellos no viven en París. De todas formas; lo
intentaré. Ya me dirás cuando llegas. Hasta entonces. Un
beso.
-Vale, vale, pues hasta la próxima.
Hizo varias llamadas más a otros marchantes, autores y periodistas, mientras estaba desayunando y al rato se fue a una tienda de muebles para equipar las dos otras habitaciones. Por la tarde iría a la galería. Tenía una entrevista con una persona que le había recomendado uno de los periodistas de confianza que podría ser su ayudante. Se trataría de que aprendiera a su lado y llevara, en el futuro, de forma independiente la actual galería o quizá la nueva VIP. No podía ser la misma persona quien llevara las dos, por que acabarían mezclándose los conceptos.
A las cuatro llegó Teresa a la galería. John Barbour estaba de charla con una guapa señora, vestida muy elegante, y de unos treinta y cinco años muy bien puestos.
—¡Dice que tiene una cita con usted! Le dijo el recepcionista.
—Sí. Sí. Estábamos citados para esta tarde, dijo Teresa. Pero no sabía que era una chica, dijo cortésmente sacándole algún año de encima. George no me dijo nada. Mejor dicho; no me lo especificó. Encantada de saludarle dijo, a la vez que le estrechaba la mano.
Haciendo el gesto con la
mano le dijo:
-Pasemos a la galería Señorita…...
-Dorothy. Me llamo Dorothy Clark.
—Ahora tiene un aspecto lamentable, siguió diciendo Teresa. Ayer salió obra por un valor de noventa mil libras. Necesito una semana para dejarla con buena apariencia.
—¡Sentémonos aquí! Dijo Teresa recuperando dos sillas y un tablero y dos caballetes que habían servido de barra para servir el Champagne.
—Mire. Le diré. Lo que nosotros necesitamos es una persona que haga el mismo trabajo que hago yo pero en otra línea de precios. Yo había pensado que ………
—Intentaremos organizar la próxima subasta antes de terminar febrero. Te conviene asistir y así verás como nos movemos y en definitiva que es lo que pretendo de ti. De todas formas dentro de diez días, conviene que te pases de nuevo y veas como estamos montando la próxima exposición.
Aquellos días, después de la subasta de San Valentín, fueron un continuo correr alocadamente de un sitio para otro. Teresa sabía que su vida sería siempre aquello. Pero también sabía que tenía que dedicar más tiempo a su novio. Ahora, con el lío de arreglar el apartamento y preparar la boda, las ausencias pasaban un tanto desapercibidas. Pero cuando todo esto estuviera superado, ella tendría que aquietarse un poco. Esperaba poder tener hijos y educarlos personalmente y no como sus estúpidas clientas que cuando les preguntaba por el niño recién nacido respondían: Tendré que preguntar a su cuidadora por que hace días que no le veo. ¡Estoy tan ocupada todo el día!
Andrew le dijo que había obtenido permiso para llevarse las tres obras maestras a casa, firmando un contrato de custodia y pagando ellos el seguro y que además consiguió que ella pudiera utilizar el Triumph indiscriminadamente. Aunque en realidad sabía que quien más lo disfrutaría sería él mismo. Pero esto no lo dijo.
—Tengo que ir a París y
tengo que decidir la próxima subasta, se decía Teresa.
Pero no se atrevía a montarla dentro de febrero. No le daría
tiempo.
Se estuvo media mañana mirando el calendario. Un calendario con imágenes en la mitad superior en cada mes. La del mes de marzo le llamó la atención. Era una reproducción de un retrato de San Patricio, patrón de Irlanda. El día de San Patricio se celebraba el diecisiete de marzo. Tenía poco tiempo. Pero ¡Lo conseguiría!
Empezó por llamar a sus contactos de Paris y de Barcelona. Encargó cien obras con la imagen de San Patricio. ¡Cien obras! Distintas. Con imágenes, luces y argumentos distintos. Necesitaba al menos tres obras urgentemente para hacer la publicidad siguiendo los mismos canales de la vez anterior. Cuando lo tuvo todo bien organizado, decidió convocar a la prensa y comunicar que la próxima subasta sería el viernes diez de marzo y que por primera vez en la historia de la Suiis Continental Gallery estaría dedicada a un tema monográfico. Estaría dedicado a la obra de muchos pintores centrada en la vida de San Patricio. Le pidió a Dorothy que asistiera a la rueda de prensa y así la presentaría como futura colaboradora. La verdad es que quería ver como se comportaba en público.
Había alargado los tiempos en lugar de reducirlos. Pero había decidido que además de la subasta, vendería cuadros de exposición a precios más que elevados. Así no tendrían que ir a hablar con su jefe, reía divertida.
Dorothy ya estaba incorporada y la verdad es que le sirvió de gran ayuda. Tenía mucho gusto para la distribución de las obras y especialmente para encontrar la iluminación precisa. Incluso inventó unos filtros de color beige que puestos delante de los focos matizaban un poco el blanco demasiado blanco de las bombillas. Hacía las cosas de otra manera, pero las hacía bien. De eso se trataba. Además era buena vendedora. Quizá un poco más agresiva de la cuenta, pero esto era muy difícil de matizar. Cada día tenía que reorganizar la sala por que desde que abrieron con la exposición de imágenes de San Patricio y Teresa decidió vender en sala, se vendían entre cinco y diez obras diarias. Teresa había traído cien.
Y lo consiguió.
El día diez de marzo se celebró la subasta con la presencia de sólo tres de las obras con la imagen de San Patricio. Entre las tres, sólo entre estas tres, se alcanzó la cifra de cuarenta mil libras esterlinas. Las otras obras con la Imagen de San Patricio, otras cien obras aproximadamente, se habían ido vendiendo entre las quinientas y las dos mil libras.
Ahora Teresa tenía que dedicarse a la boda. No era fácil renunciar a una exposición y una subasta al mes cuando reportaba tan elevados beneficios. Pero esto era inaplazable.
Dejó a Dorothy que montara de nuevo la sala, con una oferta mixta mientras ella ultimaba sus cosas. Estaba pensando en llevarse a Dorothy a París. Pero Andrew le aconsejó que esperara a conocerle mejor. Llevarle a París era como tirar de la manta de la Suiis Continental Gallery y dejarlo todo a la vista.
A finales de marzo hizo el último viaje a París antes de la boda. No tenía planes para hacer una exposición concreta. Bueno. Sí que los tenía. Por este motivo quería ir de viaje de novios a Egipto o a la India o a los dos sitios. Pero por si acaso, quería tener unas cien obras convencionales preparadas.
A su regreso encontró la llamada de su abuela Paulina. Llegaría el dieciséis de abril. Ya se apañaría para llegar a su casa con un taxi. Que no se preocuparan por ella. Bueno. Está bien, pensaba Teresa. Igual me puede echar una mano con los invitados, la recepción, etc.
Cuando empezó a comunicar la boda a su círculo profesional, se dio cuenta de que tendrían que invitar a mucha gente. Lo hablaron con Andrew y al final decidieron que después de la ceremonia, sólo civil, y con un círculo muy reducido de invitados, harían una recepción multitudinaria en la propia galería. Presidida por una reducida exposición, todo el mundo de pie, harían como un cocktail que podría recibir a los doscientos invitados que les salían en la primera lista. Y los que se apuntaran. Daba lo mismo. Cuantos más mejor. En estas condiciones no era un problema. Lo habló con Dorothy que se puso a su disposición para dirigir toda la recepción en la galería y ocuparse de la organización: Bebidas, canapés, etc. Sí. Era una buena idea. Ni pensar en llevarles a casa ni a un restaurante campestre con una fiesta interminable.
Paulina llegó al apartamento a las seis de la tarde. Les encontró a los dos en casa, pero le abrió Andrew ya que Teresa estaba con la última prueba y retoques del vestido. Andrew la reconoció enseguida. Era la única que acudiría al apartamento y por la edad y su acento aún muy pronunciado no podía ser otra que la abuela de Teresa.
Se saludaron muy alegremente y se fue directa a la habitación de su nieta. Fue un encuentro muy emocionante. Aunque se llamaban a menudo hacía mucho tiempo que no se encontraban.
—¡Qué guapa estás!
Teresa.
Efectivamente con aquel vestido estaba preciosa.
No era el clásico vestido de novia recargado de capas y velos, pero sí era blanco marfil y muy ajustado a la cintura. Teresa tenía una figura extraordinaria y este vestido se la realzaba aún. Cuando se fue la modista, se sentaron en el salón y se dispusieron a contarse todas las cosas de los últimos tiempos.
Paulina se miraba embobada
las obras que tenían colgadas en el salón y en cierto momento
preguntó:
-¿Son auténticas?
Y riéndose los dos le respondieron:
-¡No lo sabemos!
Para seguir explicando la aventura que habían pasado por culpa de
estas pinturas, sin hablar de los tiros ni de los muertos.
Pero Paulina les dijo que en la época que había colaborado con uno de los bancos de Ginebra, era muy habitual que estos se deshicieran de cosas que los nazis les habían dejado en depósito de manera bastante oculta. Los suizos se habían mantenido neutrales, pero después de la victoria aliada, era un desprestigio seguir teniendo depósitos de los vencidos. Si eran joyas, oro o dinero, pasaba desapercibido, pero los cuadros eran incómodos de custodiar.
Las dos mujeres prepararon algo de cena allí mismo mientras Andew se acercó a la galería para comprobar que ya hubieran cerrado. Se acercó sólo por rutina, por que desde lejos vio a Dorothy que se alejaba del portal hablando con un señor. Probablemente un cliente de última hora. Estaban lejos y ni tan siquiera le llamó. Tan lejos que no se dio cuenta de que estaban hablando en alemán. Vio que la puerta estaba cerrada y se dio la vuelta.
Fue una velada agradable salpicada de recuerdos y de momentos tristes. No era el momento de hablar de estas cosas tristes, pero Paulina lo provocó expresamente. Si mientras estaban hablando de las muertes violentas de sus familiares surgía la oportunidad, ella colocaría en medio la historia de la maldición de Moctezuma.
—¡Abuela….! Eso son tonterías del pasado. Yo ni tan siquiera lo recordaba, dijo Teresa.
Pero su futuro marido se mostró muy interesado y Paulina profundizó bastante. Pero al llegar al final, Andrew, que había prestado mucha atención al relato, tomó la misma posición de Teresa. O peor aún. Adoptó la posición del descreído achacando los acontecimientos a la fatalidad de las pobres víctimas y diciendo que sería interesante visitar México para ver si se encontraban obras de arte que merecieran la pena. Paulina renunció a seguir siendo la “cómica del grupo”. Ella ya había echo lo que tenía que hacer. Aquella pareja era un matrimonio de éxito y no se les podía toser.
Habían seguido todos los pasos obligados en Londres para la boda civil. Habían “dado el aviso” al registro civil diez días antes y como Teresa no podía dejar el pasaporte en el registro acordaron que el secretario pasara a recogerlo, junto al de Andrew por su apartamento justo el día de la boda. Le entregaron un sobre con los dos pasaportes y cien libras “para los gastos y molestias”.
El martes dieciocho, día anterior a la boda, prácticamente no salieron de casa. Fueron haciendo llamadas para controlar que todo estuviera preparado y pocas cosas más. Quizá sería el primer día de su vida en Londres que en todo un día, Teresa, no había pisado la calle.
Andrew habló con su Inspector Jefe para quedar en irlo a buscar. Pero él declinó la oferta diciendo que ya se haría llevar por alguien. Que bastante trabajo tenia el novio.
Porque el Inspector Jefe
hacía de testigo por parte de Andrew y Paulina lo haría por parte
de la novia.
-Se están poniendo muy nerviosos Dorothy. Ya no se qué
decirles.
—En la galería no hay nada de eso y las tres obras se las llevaron a su casa. Mañana, a partir de las doce, que esta prevista la ceremonia en el Registro, será la ocasión de que puedas entrar. La abuela tampoco estará por que es una de los testigos. Tendrás mucho tiempo por que desde el Registro vendrán directos a la galería. Más no se puede hacer.
Ya estaban todos vestidos y arreglados. A las once llegó el Inspector y después de ser presentado a Paulina, los cuatro, en el Mercedes Benz negro se dirigieron al Registro.
Enfrente de la puerta de entrada había un grupo de unas diez personas. Eran su círculo más íntimo: George el periodista con su esposa, el fotógrafo del periódico, el jefe de la empresa de transporte y custodia de los cuadros, y varios compañeros de Andrew.
La mayoría conocían el Mercedes Benz, pero los que no, creían sinceramente que lo habían alquilado para aquel día tan especial. Más adelante saldrían de su error. Como era habitual, Andrew lo aparcó delante mismo de la puerta del Registro.
La ceremonia en sí, fue bastante breve. Las lecturas, la colocación de alianzas, las propias anotaciones en el registro y la firma de los cuatro les llevaron apenas veinte minutos. Después salieron a los jardines del registro, hicieron las fotos de rigor, un poco de tertulia y poco antes de la una partían en dirección a la Suiis Continental Gallery, con el Mercedes Benz y tres taxi que habían reservado.
Intentando no dejar huella de su paso por el apartamento, dos personas estaban buscando los documentos que originalmente estaban colocados detrás de los cuadros garantizando su autenticidad. En realidad no era éste el documento que les interesaba. Pero en uno de ellos estaba escrita, con tinta oculta, la lista de muchos nombres de nazis que fueron ayudados a escapar y al lado de cada uno constaba su nombre actual y lugar de residencia. Si aquello salía a la luz sería un desastre.
Aquel era un sistema muy utilizado por organizaciones de este tipo. Incluso la red más conocida, llamada Odessa, la había utilizado desde el principio. Sólo que en este caso “los listos” habían escogido un mal sitio para escribir todos estos nombres secretos. El sistema de transporte era ideal. Ni los más especializados agentes enemigos sospecharían de las obras de arte. Pero el sitio era muy desafortunado. Si alguien quería someter a un profundo análisis los certificados de autenticidad, muy probablemente los examinarían bajo potentes focos que con el calor que desprendían conseguirían evidenciar lo escrito en cloruro de cobalto. ¡Lo podían haber escrito en cualquier sitio menos en aquel! Esto había sido muy imprudente.
Dorothy, muy elegante, les esperaba en la puerta de la galería, hoy abierta de par en par. Se acercó al coche y les dio la bienvenida, muy emocionada.
Después saludó al Inspector Jefe y a Paulina y esperando a quedar ligeramente rezagados respecto a los novios, les acompañó hasta la puerta de entrada.
Cuando la pareja cruzó la segunda puerta, todos los presentes irrumpieron en un gran aplauso.
El fotógrafo de Georges iba sacando fotos del ambiente de la sala sin cesar. Después las hacía de los momentos en que los novios saludaban a cada invitado. Allí tenía material para hacer un especial, se decía riéndose. Después, una foto destinada a presidir la galería: El matrimonio, John Barbour el recepcionista, Dorothy y el subastador. Todo el staff de la galería.
La recepción fue un éxito. Dorothy se había lucido en la organización. Esta se alargó hasta las siete de la tarde, siempre lleno de gente pero sin atropellos. El catering acudía cada hora, se llevaban lo sucio y vacío y traían más género y vajilla limpia.
Más arriba, al otro lado de Pentonville Rd. los dos buscadores habían desistido. Sólo había una posibilidad. Tenían que estar en la caja fuerte. Pero las instrucciones que tenían eran muy claras: Que no se note que habéis pasado. Aquella caja la tenía que abrir un especialista y podía necesitar mucho tiempo para hacerlo. Esperarían a que la pareja se fuera de viaje de novios y tendrían más libertad y más tiempo. Dejaron bien cerrado y se marcharon.
Regresaron al apartamento y al llegar, Paulina se dirigió un momento a su habitación. Regresó al gran salón y dándoles un sobre muy grande les dijo:
—Sois mi única familia. Este es mi testamento a vuestro favor. Encontraréis la casa de Llívia que construyó vuestro bisabuelo con sus propias manos, el apartamento en el Paseo de San Juan en Barcelona y el otro de Ginebra delante del lago. Pienso que algún derecho debemos tener sobre “La casa del Telar” en Tumbala, México. Aquí dentro encontraréis una declaración mía. No se si os valdrá de algo por que en aquella época apenas había registros y documentos en mi pueblo.
Y sacando otro paquete, le dijo a su nieta:
—Ya tengo sesenta y ocho años y no me lo pondré nunca más. Además pocas ganas me quedan de bailar. Deshizo las ataduras, desenvolvió el paquete hecho de fino papel con mucho cuidado, y le entregó el vestido con un millón de flores de todos los colores.
Teresa, muy emocionada, lo cogió en sus manos como quien coge una obra de arte. Se lo traspasó a su marido e inmediatamente se abrazó a su abuela llenándola de besos.
—¡Te quiero mucho! Le dijo. Gracias por todo.
Al día siguiente, mientras Teresa terminaba de hacer las maletas, Andrew llevó a Paulina al aeropuerto. Estuvo tentada de hablarle de nuevo de la maldición. Estuvo tentada de pedirle que no tuvieran hijos. Pero no lo hizo. Le dio un beso y se marchó. Se fue a Barcelona. Desde allí, en tren, se iría a pasar el verano a Llívia.
De regreso a Londres, Andrew, se pasó por la galería para despedirse de Barbour y Dorothy. Ellos salían mañana viernes. Volaban a Franckfurt y desde allí a El Cairo.
El avión aterrizó puntualmente en Franckfurt. Les quedaban tres horas hasta que despegara el vuelo de la Lufthansa con destino a El Cairo. El de la British Airways cargó combustible, pasajeros y partió de nuevo rumbo a Inglaterra. Uno de los pasajeros, un anciano con pasaporte holandés, iba a cumplir una misión. El precio de obtener un pasaporte que le permitía viajar sin que fuera inmediatamente apresado. Hacía mucho tiempo que no “trabajaba” pero le habían dicho que no había testigos y que disponía de todo el tiempo que necesitara.
¡Barbour! Esta tarde no vendré. Con todo el lío de las exposiciones y de la boda, me han quedado muchas cosas mías atrasadas. Intentaré resolverlo todo esta tarde.
—¡Váyase tranquila! Dorothy. Yo abriré como siempre a las cinco. Si alguien quiere algo me tomaré nota de su teléfono y mañana ya les llamará usted.
Creyéndose totalmente a salvo, Dorothy decidió ir a recoger a su padre al aeropuerto. Hacía quince años que el pobre hombre no salía de un pequeño pueblo escondido entre los suburbios de Hamburgo y apenas hablaba con nadie. Vivía casi como un ermitaño. De joven había cometido muchos pecados. Pronto se especializó en reventar cajas de caudales. Viéndose acosado por la policía escogió como mal menor apuntarse voluntario a las SS. Después de unas duras pruebas fue admitido y llegó a ser oficial. Al terminar la guerra era Leutnant. Teniente.
Cuando sus superiores supieron de sus habilidades enseguida le dieron empleo. Cuando los dueños de los negocios hebreos habían sido arrestados y los negocios saqueados iba un equipo, él al frente, que abrían la caja y se llevaban todo lo que había dentro. Escrituras, joyas, dinero en efectivo, ¡Todo lo de valor! Y delante de los familiares del propietario. Pero a él no le daban nada. Le insistían en que le pagaban con la indulgencia de su criminal vida anterior. Por este motivo nunca pudo pagarse la fuga. Su mujer había muerto en un bombardeo y su hija militaba en las fuerzas secretas de protección. Pero tenía prohibido acercarse a él. Ahora gracias a ella había obtenido el pasaporte extranjero tan deseado. Pero tampoco ahora tuvo suerte.
El Inspector, en su día, utilizando los canales preparados al respecto, había remitido el informe de la captura y muerte de los ex socios de Teresa a las autoridades internacionales. También con el propósito de averiguar la verdadera identidad de las víctimas. Sólo conocían la de uno. Gracias a la foto de la subasta pudieron identificar al que hacía llamarse Brandon. Pero quedaban los otros tres. Y además ¡algo había que hacer con aquel barco que seguía amarrado en Bournemouth!
Finalmente le comunicaron de Nuremberg que le mandarían a un experto para que les echara una mano. Y este investigador viajaba en el mismo avión de regreso de la British que el padre de Dorothy. Se cruzaron varias veces en el aeropuerto de Frankfurt pero no se prestaron atención.
El escándalo se formó en la Terminal Europa, actual terminal dos, de Heathrow. Después de recoger los equipajes, cada pasajero se dirigió a la salida. El falso holandés buscaba a su hija y el investigador alemán buscaba a un policía de paisano, compañero de Andrew que había venido a recogerle.
Dorothy sacaba muy mal color. Se había ido apartando de él, pero había reconocido perfectamente a un policía que había sido uno de los invitados de la boda de sus jefes. Por un momento se tranquilizó. Al fondo de la sala vio aparecer a su padre. Caminando con paso cansino iba acercándose a ella. Iba sólo. Y aparentemente no estaba vigilado.
De pronto se desató un infierno. Una señora de unos sesenta años, soltó la maleta que llevaba en la mano y se abalanzó con la agilidad de una pantera sobre el desdichado holandés. Lo derribó y empezó a arañarle la cara y darle rodillazos en la entrepierna. Cuando intentaron sujetarla, a gritos dijo:
—¡Este hijo de puta es un nazi! Mataron a mi padre delante de mí y después vino este, abrió la caja fuerte y se lo llevaron todo. Todos los días sueño con él.
Esto lo escuchó el
investigador de Nuremberg, se acercó y entonces, buscando en un
rincón de su memoria, le reconoció.
El compañero de Andrew, se acercó e intervino a la vez que enseñaba
la identificación de Scotland Yard.
Con ella en la mano pidió ayuda a los policías de uniforme que estaban por allí y mientras estos custodiaban a todos los implicados, buscó un teléfono y llamó al inspector.
—¡Todos directos aquí!
Después veremos lo que hacemos.
Todos no.
Dorothy presenció la pelea y la llegada de la policía desde donde se había medio escondido del policía amigo de sus jefes, sin moverse, y cuando vio el aire que tomaba la situación, abandonó a su padre. Una vez más.
No se podía poner en
peligro toda la organización por culpa de un hombre. Ni aunque
fuera su padre. Pero habría que matarle antes de que le hicieran
hablar. Sabía poco. Pero este poco era demasiado.
Capítulo décimo cuarto
Egipto era interminable. Ya se lo habían dicho en Londres cuando compraron los billetes de avión. Llegaron a El Cairo y en el mismo momento se sintieron superados por la algarabía que reinaba allí constantemente. Preguntaron en el hotel por las excursiones programadas para conocer Egipto. Lo habitual era recorrer la ruta turística apoyándose en la arteria principal, apoyándose en el Nilo. Estando en El Cairo, podían hacer Alejandría y el delta por carretera y desde El Cairo hacia el sur, hacia el Alto Egipto, Asuan y los templos de Ramses, Isis y la reina Neferari. Pero para hacer todo esto se necesitaba mucho tiempo.
La ruta era muy motivadora: La pirámide Daschur, el templo de Hathor, Tebas, en la orilla este del Nilo Luxor, el templo de Karnac y el valle de los Reyes, los colosos de Menon, el templo de Horus, etc. Pero para ver solamente esto necesitaban quince días. Y su principal interés estaba en la cultura, en los inicios de esta cultura y muy particularmente en el arte actual o reciente.
Disponían de diez días y decidieron quedarse en el norte, en el bajo Egipto y centrarse en El Cairo y Alejandría. Allí a mano tenían las pirámides, la esfinge, y museos hasta aburrir. Cuando hubieron visitado las pirámides, Andrew dijo:
—Vista una, vistas todas.
Les gustó mucho la magnitud de la esfinge y después se centraron en la ciudad y sus alrededores. La Iglesia colgante, Heliópolis, la ciudadela de Saladino, estaban llenas de historia. Pero ambos tenían la misma sensación. En el museo Británico de Londres había más piezas de la historia de Egipto que sumando todos los museos de El Cairo. Y en Londres había varios museos que albergaban piezas de Egipto. No sólo uno.
Y tenían otra sensación. Los actuales habitantes vivían anclados en aquel pasado glorioso. Y encima vivían en una aparente miseria. Todas las tiendas vendían lo mismo. Recuerdos, malas copias y peores imitaciones de objetos característicos de la cultura de hace cuatro mil años. ¿Y donde estaba la cultura actual? ¿Dónde estaba la cultura de principios de siglo y finales del pasado?
En los zocos solo había charlatanes que no te vendían nada si no entrabas en su juego del regateo y de la discusión. Pero sólo unos pocos de estos charlatanes hablaban cuatro palabras de inglés.
Un día, paseando por las innumerables callejuelas de El Cairo, les llamó la atención alguna de las piezas que estaban en exposición en plena calle. El polvo matizaba todas las piezas de orfebrería y pinturas que había allí expuestas. El cuadro que más abundaba era el paisaje con las tres pirámides, con distintas luces del día, seguido del de la esfinge en las mismas condiciones. Andrew miró interrogante a su mujer y ella le respondió poniendo los ojos en blanco. Todo dicho.
Si los señores quieren ver
más obra, pueden pasar al interior, les dijo el dueño de la tienda
a la vez que descorría una cortina a medias.
-¡Eso ya es otra cosa! Dijo Teresa al ver la obra colgada
dentro.
—Verá, dijo el señor de la tienda, aquí los turistas solo compran las baratijas para llevar de recuerdo a sus familias aparte de algunos que se dejan engañar comprando “auténticas antigüedades” por las que pagan precios muy elevados y sin ningún reparo el vendedor les entrega un certificado de autenticidad lleno de anotaciones y timbres en nuestra escritura que muchas veces no quieren decir absolutamente nada. Apenas se dan la vuelta los compradores restituyen la pieza “auténtica” vendida por otra total y milimétricamente exacta.
—Por este motivo tengo las
obras de las pirámides y de la esfinge en la entrada. Es lo que se
vende.
-Pero, perdone dijo Andrew, ¿No existe en El Cairo un Museo de Arte
Contemporáneo o de Arte Moderno?
—No señor. No existe. Se habla mucho de él pero de momento nada. Lo que si existe y les recomiendo su visita es el Museo Egipcio de El Cairo, que contiene más de ciento cincuenta mil piezas de toda la historia de Egipto. Desde la época predinástica hasta la época greco-romana.
—Esto de aquí es obra algunos contemporáneos egipcios. Gente muy nueva que pintan y estudian: Mohamed Owais, Gasbeya Sabry, Zakama el Zieny. Son obras que compro para mi disfrute. Ésta, por ejemplo, es obra de Mohamet Sabry, un alejandrino que lo pintó antes de marchar a España a estudiar y esta otra de aquí, esta pintura abstracta de Ingy Aflaton. Es muy bueno. Me gusta mucho.
—A mi también dijo Teresa pensativa. ¡Que crudeza y que realismo!
—Sí. Respondió irónico el anfitrión. La vida de Ingy Aflaton es un tanto turbulenta y se nota que lo traspasa a su obra. Todos son pintores muy actuales. Pero la larga sombra de nuestro pasado los tiene algo eclipsados. Aquí muchos se han ganado la vida durante años reproduciendo las pinturas murales de las tumbas. Algunas reproducciones y algunas inventadas. A partir de mil novecientos cincuenta, sin escuelas digamos oficiales, se empezó a pintar por parte de esta gente joven. Algo como un post impresionismo y expresionismo. Salvo Ingy Aflaton que se inclinó por el surrealismo. Otros se han dedicado al folclore de nuestros pueblos, pero a veces parecen postales para turistas.
—¿Y este? Preguntó
Andrew.
-¡Vaya! Este no lo enseño nunca dijo el señor. Es que lo pinté
yo.
-¿De verdad? Dijeron a coro el matrimonio.
-¿No lo han reconocido? Es una burda copia de La Mezquita de
Muhammad Alí. Me avergüenzo de ello. Pero no lo quiero
destruir.
-Y ¿Dónde está el original de La Mezquita?
-Pues no lo sé. Estuvo un tiempo en Alejandría, pero desde que cogí
este negocio no e ido nunca más.
Se saludaron agradeciendo su hospitalidad y la información y le dijeron que quizá otro día pasarían de nuevo a saludarle. Mañana marchaban precisamente hacia Alejandría, pero tenían que regresar de nuevo a El Cairo para coger el avión.
Siguieron caminando por las callejas de la vieja ciudad y realmente, en todos los sitios había lo mismo. Se detuvieron delante de una obra bien realizada, copia de un mural de la tumba de Ramses, ponía debajo del marco y la miraron atentamente. Eran observados desde dentro de la tienda pero nadie salió a decirles nada.
—¿Tú puedes imaginarte algo
así en nuestra galería? Preguntó Teresa a su marido.
Por evidente, este no respondió.
Pero al cabo de un rato dijo:
-No. Eso no. Pero temas como el de La Mezquita sí que lo veo
interesante.
-¡Volvamos a la tienda! Dijo Teresa.
-Ya estamos aquí de nuevo.
-¿En qué puedo servirles? Dijo el tendero un tanto
sorprendido.
Se presentaron como los dueños de una galería de Londres y le
dijeron que les había gustado mucho su obra-copia de La Mezquita.
Así de sencillo.
-Bueno. Estoy agradablemente sorprendido. ¿No pretenderán
comprármela verdad?
—Bueno. Dijo Teresa; básicamente lo que nos interesa es saber si usted podría hacer obras similares para nosotros, sin que sean copias de ningún cuadro. Simplemente originales suyos.
Mirando la hora, les
dijo:
-¡Vamos a comer! Así lo hablaremos más tranquilamente.
Entró todo lo que tenía en la calle, cerró y les dijo:
-Es aquí mismo. Síganme.
Les preguntó que les apetecía comer y respondieron que se lo dejaban en sus manos. Ellos tenían mucha dificultad para saber que eran las cosas que estaban escritas. El egipcio, que dijo llamarse Bennu, asintió y pidió.
Mientras esperaban a que les empezaran a servir, Bennu empezó diciendo:
—Esta no es mi profesión. Pero lo podemos intentar. Yo puedo pintar algo y además puedo buscar a algunos jóvenes que hagan también algo de obra y de esta manera puedan sobrevivir y pagarse los estudios. Pero tienen que tener ustedes presente que sacar arte de Egipto es muy complicado. Aunque sea un dibujo de un crío de cinco años. Después de que nos lo han quitado todo los europeos y los americanos, ahora resulta que han puesto unas barreras que solo se pueden franquear si se paga a la persona adecuada tanto dinero como cuesta la obra.
—Los tontos que compran “antigüedades auténticas” tendrían que darse cuenta de que se las dejan pasar por la aduana sin decirles nada. Esto les tendría que servir de alarma. Los vigilantes de la frontera saben mucho de arte e historia.
Empezaron a traer la comida. Mejor dicho; la trajeron toda a la vez. Menos mal que la mesa era grande.
Trajeron unos panes individuales, se llama aish les dijo Bennu, y varias bandejas de espesos purés tipo humus, berenjena con yogurt, foul, que es una pasta de judías oscuras y otra fuente con una especie de croquetas, se llaman falatel les dijo su guía y están rellenas de puré de garbanzos. Después llegó el plato fuerte: Un pichón asado entero relleno de hierbas.
—Esto es para ustedes dos aclaró Bennu. Yo no como carne de ningún tipo. Solo huevos una vez por semana.
La verdad es que era todo muy bueno. Realmente simple, una comida de pobres, salvo por el pichón, pero todo muy exquisito. Bebieron te desde el principio y de postre Bennu pidió Um alí para los tres. Es muy bueno, les dijo. Ante su sorpresa les trajeron un tazón de arroz con leche muy especiado. ¡Es mi postre preferido! Dijo Teresa. Mi abuela que es mexicana lo aprendió a hacer en España y me lo daba muchos días para merendar.
Después del Um alí,
regresaron a los negocios.
-¿Cuánto nos podría costar este tipo de obra? Digamos de un tamaño
como su “La Mezquita”.
—Pues, tendría que hablarlo con los jóvenes, dijo Bennu. Pero creo que ellos estarían muy contentos con mil libras por obra. ¡Libras egipcias naturalmente!
Viendo la cara de extrañeza de ambos les dijo que más o menos serían doscientos cincuenta dólares americanos por pieza incluyendo el “paso por aduanas”. En realidad los pintores sólo percibirán ciento cincuenta de aquellos dólares.
—Yo se lo podría depositar en Alejandría, digamos despachado, y ustedes tendrían que ocuparse del transporte hasta su destino.
Por los golpecitos que se iban dando con las rodillas por debajo de la mesa, ambos supieron que pensaban igual. Bennu les estaba engañando con el precio. Pero mientras no tuvieran otro proveedor les convenía jugar a su juego.
Para no ceder demasiado
pronto, Andrew dijo:
-Nos parece un precio exagerado. ¡Vamos a probar con una primera
entrega! Veremos como funciona y decidiremos la continuidad o
no.
Encargaron diez unidades tipo La Mezquita, otras diez de tipo familia o folclore, veinte abstractas tipo Ingy Aflaton donde se reflejara el terror o el pánico del autor y por último diez unidades con caras de faraón pero no tipo impresionista sino más bien surrealista, incluso con efectos licuados como por ejemplo los relojes de Dalí colgando de una mesa y con poco contraste de color.
Era un buen pedido. Eran doce mil quinientos dólares americanos. Acordaron pagar ahora la mitad en efectivo y el resto por transferencia bancaria para oficializar la exportación de Bennu. El conocimiento de embarque se haría por valor de cincuenta mil libras egipcias.
Aquel hombre tenía que pasarse una vida entera vendiendo escarabajos para llegar a hacer una facturación de aquel volumen.
Se despidieron hasta mañana. Irían al banco a por dinero y se lo traerían mañana. No querían que Bennu supiera que llevaban encima aquella cantidad de dinero.
Camino al hotel dijo
Andrew:
-Este tío es un águila.
No sabía la razón que tenía. Esta era la traducción del nombre
Bennu.
-Si les paga veinte dólares por obra a los jóvenes ya será
mucho.
—Bueno. Veremos a que precio los podemos sacar dijo Teresa. Es por dar algo nuevo. Por salir un poco del impresionismo de los franceses. Mañana vamos a Alejandría. A ver que encontramos allí.
En Londres no estaban tan distendidos. Realmente al Inspector y sus colaboradores más cercanos se les había complicado la vida aquella tarde en el aeropuerto de Heathrow. Además, hicieran lo que hicieran tenía que ser en el más absoluto secreto. Dar un patinazo en casa era una cosa. Dar un patinazo internacional, con las heridas de la guerra abiertas aún, era muy distinto.
Aún iba a complicarse más. El fotógrafo de Georges fue a la galería y no encontró a nadie. No le quiso dejar las fotos al recepcionista y como también era conocido en Scotland Yard, decidió dejarlas allí y cuando viniera Andrew de viaje de novios ya las recogería. Además de las fotos de los novios, traía las de los invitados de la Policía compañeros de Andrew.
Cuando las fue repartiendo, todos los policías hacían el curioso, el compañero que hizo el servicio del aeropuerto, de repente se quedó como petrificado. Cogió una que se veía muy bien y entró corriendo y sin llamar al despacho del Inspector Jefe.
—¡Mire! Esta mujer, la que
trabaja en la galería de Teresa, estaba en el aeropuerto esperando
a alguien en la misma puerta que yo.
-¡¿Qué?! Dijo el Inspector. No me gustan las casualidades. ¿Sabemos
donde vive?
-No. Nosotros no. Lo deben saber en la galería. Pero ahora no
están. Están en Egipto.
-¿A qué hora abren?
-A las cinco creo.
-Pues tú vas a ir a la galería a las cinco y te la traes con
cualquier escusa. Pero discretamente. Después ya veremos.
Pero no salió bien. Todos hicieron las cosas mal.
Así como Andrews era capaz de representar mil papeles en esta vida, los dos compañeros que fueron a por Dorothy, a pesar de ir en un vehículo camuflado, no podían disimular que eran policías.
Y más lo veían los que tenían razones para evitarles.
A las cinco en punto llegaron a la Suiis Continental Gallery. Como sólo sería entrar y salir no intentaron ni aparcar el coche. Lo detuvieron detrás de un Morris Ten de color negro que estaba parado justo en frente de la galería y del cual estaba descendiendo una señora. Era Dorothy.
Este fue el primer error. Reconoció a uno de los policías y también el modelo de vehículo que solían utilizar. Saltó de nuevo dentro del coche y le dijo al conductor:
—¡Rápido! ¡Vámonos! ¡Es el
policía que estaba en el aeropuerto!
Cuando los dos policías vieron aquello, comprendieron
enseguida.
-¡Esto es una confesión! Dijo el que conducía.
Regresaron a su coche y emprendieron la persecución del Morris negro. Con el tráfico de aquella hora, sería poco menos que imposible alcanzarles. Les llevaban pocos segundos de ventaja pero eran suficientes para tener unos diez coches entre los dos vehículos.
El que no conducía dijo:
—Párame en una cabina y sigue tú solo la persecución. Voy a llamar para dar la marca y la matrícula y que pongan controles. No se por qué pero creo que se están dirigiendo al sur. Como si quisieran ir a Bournemouth o quizá después giren al oeste para ir a Heathrow.
No iba desencaminado. Justo
al llegar a la entrada de Richmond, gracias al tráfico de la ciudad
el policía les alcanzó. Se les cruzó delante de manera que no
pudiera mover el coche y justo en el momento de bajar, el conductor
del Morris, sacó una pistola por la ventanilla y empezó a disparar.
El policía se refugió detrás de la puerta perdiéndolos de vista por
un momento, momento que los otros aprovecharon para coger una calle
lateral renunciando a seguir rectos para coger la general a
Southampton. Por los gritos de los transeúntes le pareció entender
que habían cogido la primera calle a la izquierda. Acertó. Bien
pronto les divisó a lo lejos. Consiguió darles alcance y con una
mano en el volante y la otra, por la ventanilla con el arma
apuntando, empezó a disparar. Disparar a bulto contra el coche. No
había manera de afinar la puntería. Él era diestro, menos mal, pero
era muy difícil.
Sólo mucho después supo que una de sus balas acertó de lleno.
Después de cruzar el cristal trasero que ya estaba roto, esta
impactó en la nuca del conductor. El coche siguió recto durante un
tramo y después se salió de la carretera y se estrelló ruidosamente
contra el primer árbol de un camino rural.
No había sido una detención discreta.
Salió del coche y en el mismo momento llegaron dos unidades de la policía de Richmond. Se presentó y oyó que uno de los agentes decía: La mujer todavía vive. Voy a pedir una ambulancia.
El expediente que tenía el
Inspector Jefe encima de su mesa, en apenas dos horas, engordó
media pulgada.
-¿Podemos encontrar a Andrew discretamente? Y esta vez de verdad
¡discretamente!
-Bueno. Él llama cada dos o tres días. Demos el aviso a centralita
que cuando llame se lo pasen a usted.
-¡Muy bien! ¡Haga esto!
Después de pagar al “águila”, se dirigieron a Alejandría.
Estaban
satisfechos del contacto que habían hecho en El Cairo. Ahora sólo quedaba ver las obras. Si la operación salía bien, sería interesante organizar una exposición subasta aprovechando el tirón de alguna exposición especial relacionada con Egipto que hiciera el Museo Británico en Londres y si no estaba prevista, podían intentar encontrar alguna motivación para los dirigentes del Museo. Ya se vería.
Alejandría era otra cosa.
Era una ciudad mucho más tranquila y si no se podía decir
organizada, al menos no era una ciudad caótica.
Hicieron las inevitables visitas a la Ciudadela de Quatbay, al
Palacio Montazah y al Museo de Bellas Artes obviando el Museo de
Historia Natural que no les motivaba nada. Fueron también a la
Biblioteca de Alejandría por que además en aquellos días se
anunciaba una exposición de Mahmoud Said.
Era un pintor sensacional y ¡era un pintor vivo!
La exposición era muy reducida pero con obras de gran belleza. “La batalla de Port Said” les dejó atónitos. Era simplemente fantástico. Otras obras interesantes: El Zar, Líbano, La Oración, etc.
Como si fuera una niña caprichosa dijo Teresa: ¡Yo quiero algo de este autor! ¡Es muy bueno!
Pues ya sabes lo que nos toca, le dijo su marido. O encontramos a otro pintor aquí en Alejandría o de regreso a El Cairo a coger el avión vamos de nuevo a ver a nuestro amigo Bennu y le encargamos veinte más de este tío. Del estilo de Mahmoud Said.
En los dos días que les quedaban en Alejandría no consiguieron encontrar el pintor que buscaban. Era el mismo problema de El Cairo. Todo para el turismo. Sólo que en El Cairo habían tenido suerte y en Alejandría no.
Emprendieron el regreso hasta la capital. Al día siguiente irían de nuevo a la tienda de Bennu. Cuando llegaron al hotel, se arreglaron para cenar y Andrew aprovechó para llamar a su oficina.
—Hola. Soy Andrew
Birdwhistle.
-¡Menos mal que has llamado! Le dijeron desde el otro lado de la
línea. Te paso con el Inspector.
-¿Andrew? Soy el Inspector. Tendrías que regresar lo antes posible.
Ya tendrás tiempo para regresar a Egipto e ir a la India.
-¿Lo dice en serio? Inspector.
—Ya puedes jurar que sí. Escucha; no te puedo dar demasiadas explicaciones pero para adelantarte algo te diré que la chica que trabajaba en la galería con Teresa es, o no sé si decir era, una colaboracionista de una red de fugas para nazis.
—¿Qué me dice? ¿Y porque
dice era?
-Tuvo un accidente huyendo de tus compañeros. El chofer murió de un
disparo y ella está muy mal. El coche se estrelló contra un árbol.
Los médicos no saben si se salvará. Además hemos interceptado a un
especialista nazi de abrir caja fuertes bajo un falso pasaporte
holandés. ¿Te parece poco?
—No. No. Dijo Andrew que no
salía de su asombro. Voy a mirar los vuelos y cuando sepa en cual
salimos ya le llamaré.
Cuando se lo contó a Teresa, empalideció y se cayó sentada a los
pies de la cama.
—¿Dorothy una colaboracionista alemana? ¿Un muerto en una persecución? Esto tiene que estar relacionado con mis antiguos socios. Apostaría algo a que al fallar ellos han traído a más gente para seguir la misión. Pero ¿Por qué revolotean a nuestro alrededor? Esto tiene algo que ver con las tres obras que tenemos en custodia en nuestra casa. Estoy segura.
—Bien. Nos iremos con el
primer avión, pero no antes de pasar el pedido de veinte obras tipo
Mahmoud Said a Bennu.
-¿Vamos a cenar?
-Sí cariño. Vamos a cenar.
—Mire Herr teniente dijo con bastante sorna el comisario. ¿Sabe lo que es esta botellita? ¿No? Pues yo se lo diré. Se llama Pentotal Sódico o suero de la verdad. Sus colegas de las SS no lo usaban. Preferían métodos más radicales. Pero nosotros estamos obligados a ser más refinados ¿sabe usted? Sin embargo estas cosas modernas son muy delicadas de usar. Si nos excedemos un poquito podemos dañar irreparablemente su corazón. Por cierto ¿Cómo está de salud? Por que además una buena apnea la tiene garantizada. No sea tonto. Usted sabe perfectamente que acabaremos sabiendo lo mismo que usted. Le podemos tratar con riesgos o sin riesgos. Usted tiene la palabra.
Ahora intervino el de Nuremberg.
—Básicamente sólo queremos saber con quien tenía que encontrarse y cual era su misión. Bueno. Lo de la misión ya nos lo imaginamos; usted venía para abrir una caja. Pero ¿Cuál? Como le ha dicho el inspector acabaremos sabiéndolo.
—No puedo hablar porque no
sé nada, dijo el pobre hombre. Me tenían que venir a buscar al
aeropuerto y allí darme las instrucciones. Me pagarían mil libras
para hacer el trabajo y me llevarían de nuevo al aeropuerto para
regresar a Hamburgo. Además, aunque supiera algo, no se lo diría.
Me encerrarán igual……
-Verá, dijo el investigador, a nosotros nos interesa más vivo que
muerto. Estoy seguro que tenemos más de una orden de búsqueda sobre
usted teniente, pero si nos ayudara a desenmascarar la red de fugas
que hay en Inglaterra, podríamos hacer un poco la vista gorda. ¿Me
comprende?
—No puedo decir nada, dijo gritando el teniente. Es que no sé nada. ¡No sé nada! Gritó cuando vio la jeringuilla clavada en el botecito succionando el líquido que contenía.
Le ataron los brazos a los reposabrazos del propio sillón y las piernas a las patas de la silla.
Encontraron un vuelo para regresar el sábado veintinueve de abril. Despegaba a las once de la mañana y vía Zurich aterrizarían en Heathrow prácticamente a media noche. Lo comunicaron a Scotland Yard y dijeron que les mandarían un coche a por ellos al aeropuerto.
—Cuando visitaron a Bennu, habían transcurrido solo dos días de su primera entrevista y ya tenía alguna obra realizada. Sí. Les gustó bastante. Hicieron alguna modificación del encargo, pidieron alguna escena de batallas egipcias con carros de guerra y caballos y lo más importante; pidieron veinte obras del estilo de Mahmoud Said. Se había terminado su viaje de novios. Había sido provechoso. Las muestras que habían visto auguraban lo mejor.
Quedaba India. Sería en una próxima ocasión.
El Inspector jefe leía una y otra vez la transcripción de las pocas palabras que dijo el teniente. Además su inglés era muy malo. Mezclado en la confesión había muchas parrafadas en alemán. Habría que buscar un traductor pero hoy, en sábado, era impensable. Hasta el lunes no lo conseguiría.
Sólo conseguía entender que
la persona que iría a buscarle al aeropuerto era su hija. Muy
fácilmente esta hija podía ser la tal Dorothy.
La palabra Chubb se repetía varias veces. Probablemente era la
marca de la caja de caudales que tenía que abrir. Aquel hombre era
un ladrón pero era un militar. No se creyó nada de lo que le
prometieron si hablaba y en el fondo de la conciencia del Inspector
había el convencimiento de que no le importaba nada morir sedado.
Otra cosa sería si le hubieran amenazado con torturas, con golpes,
pero morir sedado puede ser que fuera una bendición para aquel
hombre. La bajada de tensión provocada por el suero y la inmediata
recuperación gracias a los fármacos, lo había superado como en
cuatro ocasiones. Pero llegó un momento en que el corazón dijo
basta.
Ahora sólo le quedaba la esperanza de que la hija se recuperara. Este desdichado no estaba conectado con la red en Londres. Pero la hija sí. Si ella sobrevivía tendrían una posibilidad de desmembrarla. Si ella moría, tendrían que esperar a que se dejaran ver de nuevo. Quizá les podrían poner algún cebo. Cerró el expediente, cada vez era más grueso, y decidió marcharse a casa. Mañana domingo se encontrarían en su despacho con Andrew y Teresa.
Desayunaron en casa y se
fueron a Scotland Yard con el Triumph. Hacía un día soleado y
merecía la pena aprovecharlo.
-En casa tenemos una Chubb dijo Andrew. Leyó la transcripción y se
quedó como el Inspector.
-Es que mucha parte de la confesión es en alemán. Mañana vendrá un
traductor.
-Teresa habla perfectamente alemán, dijo Andrew.
-¡Traigan la cinta! Bramó la orden el Inspector a través del
interfono.
En unos segundos tuvieron la respuesta.
—Dice que en un documento hay escritos, con tinta invisible, los nombres de unos cien alemanes que ayudaron a escapar a Argentina y Venezuela y sus nombres actuales.
—¿Y qué documento debe ser
este? Preguntó el Inspector.
-¿Y por qué lo buscan en nuestra casa? Dijo Andrew.
—Yo creo saber la respuesta, dijo Teresa. El único vínculo que nos queda con los primeros personajes que conocimos de la organización, son los cuadros que tenemos en casa: El Miró, el Dalí y el Picasso. Tiene que estar en los cuadros.
—¡O en los documentos que
acompañaban a los cuadros! Se le encendió la bombilla a
Andrew.
-Podría ser dijo el Inspector. ¿Cuáles son estos documentos y donde
están?
—Son los certificados de autenticidad y están en su caja fuerte, dijo señalando al Inspector, junto con la póliza de seguros que me hizo suscribir para poder tenerlos en casa.
Pulsó el
intercomunicador.
-¡Busquen al investigador de Nuremberg y que venga enseguida a mi
oficina!
Abrió la caja fuerte y sacó otro dossier que contenía lo que había
dicho Andrew. Llamó a los del laboratorio en la central.
—Se trata de leer algo en
tinta invisible. ¿Me puedes mandar a alguien
urgentemente?
-Ahora viene, dijo el Inspector al matrimonio después de colgar
bruscamente el teléfono. Si esto que hemos deducido resulta ser
cierto, siguió dirigiéndose a ellos, se va a organizar una
buena.
—Por eso quiero que venga el Investigador. Si hallamos lo que pensamos todos, se lo daremos a él, que se ponga todas las medallas y a nosotros que nos olviden. Bastante lío tenemos con los argentinos, sólo nos faltaría añadirle esto. Lo montaron los alemanes, pues que lo resuelvan ellos.
Mientras llegan
todos;
-¿Puedo llamar a mi abuela? Sólo para decirle que hemos regresado
de viaje.
-¡Claro! ¡Toma! Dijo alargándole el teléfono.
-¡¿Ya habéis regresado?! ¿Ha pasado algo? ¿No estarás
embarazada?
—No mujer no. que yo sepa todavía no, ja, ja, ja. Hemos tenido que regresar por el trabajo de Andrew. Solo hemos hecho Egipto. Más adelante iremos a la India. Hemos comprado mucha obra. Ya te contaré con calma. Un beso abuela.
En diez minutos llegó el
técnico del laboratorio. Llevaba varios frascos de distintos
líquidos dentro de un maletín y un secador del pelo
eléctrico.
-¿Dónde están los documentos?
Le tendieron los tres sobres. El técnico, después de ponerse unos finos guantes, los fue vaciando uno a uno y pasando el secador por el derecho y el revés de cada papel. En el segundo sobre, el certificado de autenticidad de Dalí, el espacio en blanco entre el pie del escrito y la firma, contenía a cuatro columnas un centenar de nombres y digamos, sus traducciones.
En este momento alguien
llamó a la puerta.
-¡Pase!
Era el investigador de Nuremberg. Se puso las gafas y mientras el técnico del laboratorio seguía dirigiendo el chorro de aire caliente hacia el certificado de autenticidad, iba leyendo los nombres de la lista. Más de la mitad eran objetivos marcados. Al resto no les conocía. Pero seguro que no eran angelitos. Ahora tenía cien criminales a su alcance. Aquello era una bomba.
—¡Siéntese! Dijo el Inspector. Verá. Por motivos que usted puede fácilmente comprender, este documento jamás ha estado en esta institución. Usted puede decir que lo ha recuperado de una papelera del metro o que se lo ha robado del bolsillo de un tipo sospechoso. ¿Le ha quedado claro?
—Sí. Señor Inspector. Me ha
quedado muy claro. Y alargando la mano para saludarle y después al
matrimonio, dijo simplemente:
-Gracias por todo. Adiós. Y salió por la puerta.
Casi inmediatamente entró un policía de paisano. Miró interrogativamente al Inspector a la vez que señalaba, con un movimiento de cabeza, a la pareja. El Inspector asintió.
—Han llamado desde el hospital. La señora que conocemos como Dorothy ha muerto de un paro cardíaco. No creemos que haya sido casual o natural por que el policía que estaba de guardia en la puerta, ha sido neutralizado con una droga en el café y hasta hace poco aún estaba dormido.
Como había dejado claro en muchas ocasiones, el mayor deseo de la Inspección de Scotland Yard era cerrar el caso y dejarlo olvidado en los archivos. Ellos también habían sido víctimas de los nazis, pero ahora tocaba construir de nuevo el Imperio Británico. Era cómodo que otros, más resentidos que ellos, se dedicaran a lavar la ropa sucia en público.
El padre y la hija pasaron a engrosar las filas de fallecidos anónimos y nunca más se habló del tema.
Andrew y Teresa reemprendieron su actividad en la policía y en la galería respectivamente y tomaron la decisión de no contratar a nadie más. Ya habían pagado el apartamento, eran moderadamente ricos y su mayor ambición era ser felices.
A finales de junio llegó la expedición desde El Cairo.
Descartaron once de las setenta obras que llegaron. No les gustaban o no las creían vendibles. Fueron destruidas inmediatamente. No había prevista ninguna exposición particular sobre la cultura Egipcia en el Museo Británico y algunos contactos que hizo Teresa para intentar promoverla resultaron bochornosamente interesados. Y caros. Muy caros. Por lo que decidieron tirar por la vía rápida.
George, su amigo periodista, empezó a crear en su editorial de los domingos una polémica sobre la expoliación que había sufrido el mundo egipcio en manos de los países occidentales. Otras opiniones contraatacaban diciendo que si en aquellos países atrasados no hubieran llegado los científicos europeos aún no habrían descubierto ni un solo jarrón, ni una sola momia. En el momento cumbre de la discusión, la Suiis Continental Gallery anunció la inmediata inauguración de la exposición de obra egipcia y la subasta final para el viernes diecinueve de Julio.
Paralelamente a estos hechos, muy lejos de allí, en la parte más meridional del cono sur, había empezado una implacable caza de seres humanos. Muchos desaparecían en minutos sin dejar rastro. Unos eran secuestrados y llevados a Israel para ser juzgados y otros se suicidaban de cualquier manera. Sobretodo enfrentándose a los cazadores y haciéndose matar a tiros. Todo antes de ser capturados vivos. Esta vez eran los nazis los que estaban aterrorizados. Su dinero, sus joyas, oro y brillantes no valían para nada. Los captores no tenían prisa. Les vigilaban desde lejos y además, en muchas ocasiones, suplantaban la identidad de algunos nazis ajusticiados para poder acercarse más fácilmente a los peces más grandes. Siguieron años de un continuo exterminio. El retiro de oro que habían construido los fugitivos se había convertido en un martirio. Llegaron a denunciarse entre ellos. Ahora ya no eran tan valientes. No. Ya no lo eran.
La exposición y subasta fue
un éxito. Teresa tenía razón. Había que crear nuevas necesidades a
los clientes. Y a fe que lo consiguieron. Algunos clientes se
llevaban las obras de noche en la voluntad de pasar desapercibidos
en algo parecido a un tráfico ilegal de obras de arte de Egipto.
Algunas filosofías de mercado, en aquellas épocas aún no se les
llamaban Marketing, aseguraban que lo que más se vendía en este
mundo, era lo que ponía celoso al vecino. El decir: ¡Yo lo tengo y
tú no! Esto obligaba a la segunda persona a gastar una fortuna
para, en un par de días como máximo, poder responder: ¡El mío es
más grande y más bonito que el tuyo! Era una ley de vida. Sin
más.
Capítulo décimo quinto
Ahora sí. Ahora estaba embarazada. ¡Y era muy feliz! Se arreglaría ella sola. Después de la experiencia vivida prefería tener que cerrar la galería durante dos o tres meses, período que aprovecharía para hacer reformas, que no contratar a nadie para que la mantuviera en marcha. De vez en cuando un respiro comercial y un cambio de aires era conveniente.
Andrew estuvo muy contento también. Era muy consciente de que su vida cambiaría con un hijo en casa y cosa que no había hecho nunca, empezó a estudiar para presentarse a las oposiciones para Inspector Jefe. Independientemente de que el sueldo mejoraba sensiblemente, para él no era determinante, pretendía aposentarse en Londres y poder evitar estas operaciones que le obligaban a estar una semana o más fuera de casa.
Pero Paulina ni tan siquiera supo disimular el impacto que le causó la noticia. Tardó mucho rato en reanudar la conversación y en felicitar a su nieta. Después, se quedó sentada en la mecedora de Josep, mirando la chimenea, ahora apagada, tan apagada como ella misma. No podía hacer nada. Ni rezar. Aquella especie de dios no escuchaba las oraciones. ¿O quizá sí? Teresa parecía estar a salvo de la maldición. Quizá por que no parecía mexicana. Desde pequeña parecía de raza aria. O quizá esto también era culpa de la mezcla de genes. Igual que habían dicho de la enfermedad de Alejandro, el más pequeño de sus nietos. Cogió unas flores del jardín y las fue a depositar en la tumba de Mercé. Si la madre de Guillermo estaba por el cielo, quizá podría hacer algo para ayudar a su nieta y a quien sería su bisnieto.
Teresa siguió trabajando en la galería y haciendo relaciones publicas hasta bien adelantado el embarazo. Se encontraba bien, estaba haciendo una intensa preparación pre-parto y decía que ya tendría tiempo de quedarse en casa cuando tuviera al bebé. Un bebé que estaba previsto naciera en abril del mil novecientos sesenta y dos. Teresa tendría veintitrés años, casi veinticuatro. Sería una madre joven. Aún podría tener uno o dos hijos más.
Los habría podido tener si algo no se hubiera interpuesto en su camino.
Elizabeth Langley era una clienta habitual de la Suiis Continental Gallery. En realidad su apellido era muy distinto pero por prestigio se hacía llamar así.
Lord Langley había enviudado y de esta forma pudo añadir una substanciosa cantidad de dinero y propiedades a su ya inmensa fortuna. No pensaba en casarse de nuevo y había decidido adoptar como novia y acompañante a la que ya era su amante desde hacía unos diez años. No llamaba la atención a nadie por que en público se comportaban con el mutuo respeto que requiere un noviazgo serio de un Lord.
Y Elizabeth se aprovechaba de la situación todo lo que podía sin montar ningún escándalo.
Entre las propiedades que dejó la mujer al fallecer había un Box –un palcoen la exclusivísima zona del Royal Enclousure del hipódromo Royal Ascot en Bershire. A poca distancia de Windsor.
Y el box de Lord Langley estaba a sólo seis palcos del de la Familia Real.
En aquel hipódromo la actividad era constante. Sin embargo las carreras más concurridas, que acababan siendo un pretexto para la presencia de toda la alta sociedad de Londres, encabezada por la Reina, eran a primeros de junio. Se celebraban unas veinte carreras y había una, normalmente el jueves, llamada Ladies´Day.
Viudo, Lord Langley tenía mucha más libertad de movimientos. Y pensó que su joven amante agradecería mucho que le regalara un hermoso caballo de carreras para participar en esta competición. Montando ella o buscando a la amazona apropiada. Y además le encargó a Elizabeth que cambiara toda la decoración del Box. Había que darle un aire nuevo. Señora nueva, Box nuevo.
Algunos días Teresa y Elizabeth salían juntas. Iban de compras, miraban escaparates, e incluso alguna vez cogían el Triumph y se iban de paseo a merendar al campo o a algún simpático Pub de las afueras de Londres.
Era domingo y Andrew estaba fuera de la ciudad. Y Lord Langley también.
Elizabeth le propuso a Teresa ir al hipódromo de Royal Ascot. No había carreras, irían sólo para que viera el palco y le sugiriera qué hacer con aquellos cuadros antiguos que había allí y además le aconsejara que tipo de obra comprar para la nueva decoración.
—¡Piensa que en ocasiones mi Lord tiene de invitados a miembros de la Familia Real! Le decía Elizabeth. O sea que ¡Presupuesto ilimitado! Y si sobra algo, me lo das a mí, decía insinuante la chica.
Aunque se encontraba bien, Teresa estaba muy gorda y no se atrevía a conducir. Ya estaba de treinta y cuatro semanas.
—¡No te preocupes! Le dijo Elizabeth. Iremos con el coche de mi Lord. Es un Rolls Royce y ¡con chofer! También a este habrá que cambiarlo por que ya es un señor muy mayor.
—Bueno, dijo Teresa divertida, pues vamos a Berkshire. Lo que más le ilusionaba era ver aquellos “cuadros tan antiguos” que decoraban el palco. Conociendo a Elizabeth podía encontrarse con cualquier sorpresa.
Por el camino Elizabeth le fue contando las particularidades de aquella semana de carreras. Había una descarada separación entre las clases de ciudadanos. Ella naturalmente estaba en la franja más alta donde para los hombres era obligado el chaqué y el sombrero y para las mujeres el vestido discreto pero el tocado tenía que ser algo espectacular. Teresa, tomándole el pelo le dijo que le prestaría el vestido que le regaló su abuela del millón de flores de mil colores.
—Yo creo que lo de los
sombreros de la Reina tiene su origen en esta semana de carreras,
reía también Elizabeth.
-¿Y qué harás con el caballo? Preguntó Teresa. ¿Lo montarás
tú?
—¡¿Yo?! Exclamó la aludida divertida. ¡Pero si a duras penas sé donde está la parte de atrás y la de delante! ¡Tendré que buscar una amazona! Si quieres venir el día de la carrera yo te puedo invitar. Pero te recomiendo que no apuestes por mi caballo. Y así entre risas y carcajadas transcurrió la hora que duraba el viaje.
Elizabeth despidió al chofer diciendo que pasara a por ellas a las tres, después de comer y descansar un rato en su Box.
No había carreras pero había mucha actividad. Gente que iba y venía de una lado a otro y todos que las saludaban galantemente. Dando un paseo se acercaron a los palcos. Realmente allí había dinero volcado a capazos. Quizá con poco gusto pero todo de mucho valor.
Y entre ellos el Box de Lord Langley.
Como había imaginado Teresa desde el principio, aquellos “cuadros antiguos” eran oro en barra: Un Gainsborough, dos óleos de Delacroix, y dos paisajes; uno de Constable y otro de William Turner.
Además de experta en pintura Teresa era experta en números. Calculó unas ciento cincuenta mil libras esterlinas. Y pensó ¿Qué le digo yo a ésta ahora?
—Pues sí Elizabet. Tienes razón, son cuadros buenos pero oscuros y apagados. No van con tu carácter ni con tu rostro. Yo los podré sacar fácilmente. Y por otra parte me puedo cuidar de buscarte otras cinco obras que harán de este box lo que tú quieres. Y probablemente te las pueda dar sin añadir dinero. Y es más: Igual sobra algo de la diferencia y te lo puedo dar a ti. Para tus gastillos.
—¡Pues me haces muy feliz
Teresa! Ya sabía yo que podía confiar en ti. Empieza cuando
quieras. Tú misma.
-¡Voy a ver el caballo! ¡Al menos para saber de que color es!
¿Quieres venir? Las cuadras están allí al fondo. ¿Ves? Donde están
descargando el heno.
—Pues si no te importa, como me siento un poco pesada, prefiero quedarme aquí. De paso tomaré las medidas de estas obras y algunas notas de su contenido.
—¡Muy bien! ¡Si mientras viene el Príncipe, salúdale de mi parte! Y se marchó riéndose a carcajada limpia.
Teresa, que la apreciaba mucho pero como siempre iba a la suya, sólo pensó: Dios da pan a quien no tiene hambre.
Y se dedicó a contemplar aquellas obras. Ella sola, sin nadie que le distrajera. Eran una maravilla. No las vendería. Aquellas irían directas a su casa. No pasarían por la galería. Por un momento recordó su primera idea de hacer una segunda galería o un apartado VIP dentro de la primera. Cuando contrató a Dorothy. Aquello ya era historia.
Cuando regreso Elizabeth,
ella aún estaba ensimismada delante de los óleos de
Delacroix.
-Es marrón dijo la recién llegada y tiene la cabeza delante y la
cola detrás. Ja, ja, ja.
-¡¿Ves lo que has aprendido de caballos sólo en un rato?! Se le
reía Teresa.
—¡Vamos! Iremos a comer al Pub Real. Verás que gente hay por allí. Está lleno de meretrices y buscones. Algunos son muy guapos. Pero aquí tengo que ser muy seria.
—Estos vienen a menudo para hacerse invitar a la Royal Enclousure. Es el único sistema de acceder. Y sólo te puede invitar alguien que ya haya estado al menos cinco veces. Son normas muy complicadas creadas por esta gente para evitar mezclarse con el populacho.
El anciano chófer, fuera del hipódromo, después de tomarse dos pintas, también se fue a comer a un restaurante típico donde vio varios taxis detenidos. Seguramente estarían comiendo. Estos sitios eran de fiar. Daban bien de comer y no costaban mucho.
Ellas se sentaron debajo de una carpa al aire libre. Se acercó el Maître y les propuso el aperitivo que Elizabeth aceptó y Teresa rechazó. Bebería medio vaso de vino tinto durante la comida y basta. Nunca había sido bebedora salvo en su época de bohemia en Montmartre. Y ahora con el embarazo llevaba más cuidado que nunca. Pidieron una Ternera Wellington para Teresa con ensalada y un Roast Beef con Yorkshire Puddin para Elizabeth.
Ya habían hablado mucho durante toda la mañana y ahora estaban muy pendientes de las mesas vecinas y de la gente que pasaba. Con miradas, guiños y algún toque por debajo de la mesa iban comentando la jugada y riéndose entre ellas de todos los de su alrededor.
—Cuando vengo sola, tengo que ir espantando moscones todo el rato, de esos recién llegados, decía Elizabeth, los que no me conocen, pero ahora se ve que tu barriga me los asusta automáticamente.
Puntual y con el rostro muy colorado por que acababa de tener una acalorada discusión de futbol con uno de los taxistas, llegó el chofer y su Rolls Royce. Abrió la puerta para que se acomodaran las damas y sacándose la gorra se sentó en su puesto de conductor.
Si las dos señoras no hubieran estado tan atareadas riéndose de los personajes que habían visto en el restaurante se habrían dado cuenta de que el vehículo iba dando algún bandazo que otro.
Con las pintas de antes de comer, el vino de la comida y la acalorada discusión acompañada de un Bourbon casero le había entrado mucho sueño al chofer. Bueno, ya falta poco para llegar, se decía.
Pero no lo consiguió. El sueño lo venció y el coche se salió de la carretera para ir a estrellarse contra un camión de tierra que venía de frente por el lateral de la carretera. Estaban haciendo obras para convertirla en vía de cuatro carriles. Faltaba apenas un kilómetro para llegar a Heston.
El chofer murió en el acto. Las dos señoras resultaron heridas de gravedad. Enseguida llegaron dos ambulancias y las trasladaron al Royal London Hospital.
Un policía de servicio en el hospital revolvió los bolsos y papeles de las dos señoras en el intento de encontrar algún indicio de familiares, teléfonos, direcciones, etc. para dar aviso a los parientes. En cuanto abrió la carterita de mano de Teresa apareció, lo primero, la foto de Andrew Birdwhistle. Ya no tuvo que buscar más.
Ya era muy tarde. Había hecho doscientos kilómetros a toda velocidad para llegar al hospital. Dejando su coche oficial delante de la puerta y entró a la carrera hasta el mostrador de información.
—Soy Andrew Birdwhistle. El
marido de Teresa Ojinaga. ¿Dónde está mi mujer?
-Está en el quirófano de urgencias.
Y mirándose entre sí las dos enfermeras una de ellas salió de
detrás del mostrador y le dijo:
-¡Sígame!
Bajaron un piso, saltando los peldaños y se encaminaron hasta el
final del pasillo.
-Espere aquí Mr. Birdwhistle. Voy a por el cirujano. No
tardo.
Efectivamente a los dos minutos aparecieron los dos. Tomando la
palabra el cirujano le dijo:
—No hemos podido hacer nada. Se nos ha muerto en las manos. De alguna manera se dio un golpe muy fuerte en la cabeza.
Andrew estaba desmontado. La enfermera lo sujetó y lo acompañó hasta una silla. Mirando al doctor, este asintió y la enfermera le dio un tranquilizante y un pequeño vaso de agua.
—¡Tómese esto! Le irá bien.
—El niño está bien. Lo hemos podido salvar. Es un poco prematuro pero se repondrá. Seguramente lo tendremos unos quince días ingresado. Mientras, usted tendrá que organizarse la vida. Lo siento.
Andrew no había pensado aún
en el niño. Era un hijo que aún no conocía. Se quedó estupefacto
cuando se lo dijo el Doctor.
-¡¿El niño está vivo?! ¿Es un varón?
—Sí. El niño está bien. Pesa poco más de dos kilogramos, pero enseguida estará bien. Tiene la imagen de un niño muy sano y muy fuerte. Le conviene venir a verle. Venga conmigo.
El niño estaba dentro de una especie de urna de cristal.
—Naturalmente está aislado, dijo el doctor. Tiene pocas defensas y cualquier contaminación podría ser muy peligrosa. Pero puede estar tranquilo. Se pondrá bien.
—Ahora o más tarde tendría
que bajar a identificar el cuerpo de su esposa. Si quiere irse,
podemos esperar a mañana.
-No. Iré ahora mismo. ¿Y los otros que iban en el vehículo? Ya me
han dicho que el chofer ha muerto en el acto, pero ¿La chica?
¿Elizabet?
Meneando la cabeza de un lado a otro, dijo el Doctor:
—Murió en la ambulancia cuando la estaban trayendo al hospital. Creemos que ambas salieron despedidas del asiento y se golpearon en la cabeza con la barra del asiento delantero. No hemos podido hacer nada tampoco. Ha sido una catástrofe. Menos mal que hemos podido salvar al niño. Cuando ha nacido, su madre acababa de morir.
Le dio una tarjeta del
hospital con su nombre y teléfono directo y detrás, a mano, había
escrito el nombre y teléfono directo del jefe de
pediatría.
-Llámenos cuando quiera.
Andrew identificó el cadáver de Teresa, con los ojos llenos de
lágrimas y se marchó a su casa. El mundo se le acababa de derrumbar
encima.
No sabía ni por donde empezar. Tendría que llamar a la abuela
Paulina. Era el único pariente que tenía su mujer. Ahora no se
atrevía. Lo haría mañana.
Lord Langley no fue tan fácil de localizar. Nadie sabía donde estaba. Se rumoreaban muchas cosas de aquel hombre. Rumores que se desprendían precisamente del hecho que no contara nada a nadie. El martes, dos días después del accidente llegó a su casa y allí se encontró con los periodistas en la calle esperándole. Ellos le dieron la noticia.
Había perdido a sus dos mujeres en apenas un mes. Ya sólo le quedaba su último amor, su última conquista. Pero este sí que tenía que permanecer en absoluto secreto. Más que nada por que se llamaba Arthur y era un jugador de futbol. Con él estaba cuando murió su amante.
Fue a reconocer los dos cadáveres, el de su chofer y el de Elizabet y de nuevo se fue a su casa.
Llevaba años en aquel circuito de la doble vida. De hecho, se había casado por que su posición política y social se lo exigía. Y no solo esto. Le exigía además que tuviera una amante. Es lo que se llevaba en la época.
Se sirvió un whisky, se sentó en su butaca preferida y después del último trago, había llegado a la conclusión de que se retiraría de la vida pública. Ya no se sentía con fuerzas de seguir ocultando su verdadera condición. Estaría con Arthur hasta que éste le abandonara y después se pegaría un tiro. Había que ser elegante en esta vida.
Naturalmente Andrew no pudo conciliar el sueño. Miles de imágenes e historias pasaron por su cabeza. Sentía una inmensa pena por la pérdida de su mujer. Y ¡Tenía un hijo! ¿Cómo lo haría para cuidar un hijo? ¿Cómo se hacían estas cosas? ¡Si yo no tuve ni hermanos! Al final, estaba ya amaneciendo que, agotado se durmió, encima de la cama, vestido. Le despertó el timbre de la puerta. Era el Inspector. Venía a dar el pésame y ponerse a su entera disposición.
Cuando vio la situación, le hizo duchar, vestir y se lo llevó a la calle a desayunar. Despacio, pero Andrew fue cambiando de cara.
—Tómate los días que
necesites Andrew. No te preocupes por esto.
-¿Llamarás a la abuela? ¿Quieres que lo haga yo? Nos vimos sólo un
día, pero congeniamos mucho.
—Este es el otro problema dijo Andrew.
Estuvo a punto de contarle al Inspector la historia de la maldición. Pero decidió que no. Aquellas cosas estaban bien para los mexicanos. Pero en Inglaterra sonaba a incultura y superstición. Pero como ya había empezado, tuvo que seguir.
—¿Y qué le digo? ¿Qué se venga a Londres a cuidar de su bisnieto?
—Llámala, cuéntaselo con
calma y espera a ver que dice ella. Espera a ver si se ofrece o no.
Tendrás que poner a una persona que lo cuide. Al menos hasta que
vaya al colegio. Y esto vale mucho dinero.
-Ja. Soltó Andrew. Ojala todo el problema fuera el dinero. Por este
lado no hay problema. Con la galería hemos ganado mucho. Gracias
Inspector. Le agradezco la compañía. Ahora le dejo. Yo subo a casa,
llamaré a la abuela y me iré al hospital para hablar con pediatría.
Como el niño estará allí al menos dos semanas ya me pasaré por su
oficina para ponerle al corriente.
—¿Paulina? Soy Andrew.
Hola
-¿Qué pasa Andrew? ¿Estáis bien?
-No. No estamos bien. Teresa ha fallecido en un accidente de
tráfico junto a una amiga suya y el chofer.
-Aaaaaaaah! Se oyó un grito al otro lado de la línea. Y después un
silencio que Andrew respetó y compartió largo rato.
-¿Paulina?
-Sí. Estoy aquí. ¿Cómo fue? ¿En un coche de caballos?
—No, no. En un coche del marido de su amiga. Habían ido a pasar el domingo juntas al campo y al regresar, el vehículo se salió de la carretera y colisionó con un camión de las obras. Los otros dos fallecieron también. Pero hubo un superviviente.
—¿Cómo un superviviente?
¿Iba alguien más en el coche?
-Sí y no. En el hospital consiguieron que Teresa, clínicamente
muerta, diera a luz a su hijo. Está bien. Es muy pequeño pero se
pondrá bien.
Ahora Paulina quería morirse. La muerte de Teresa, no por esperada, dejó de dolerle. Pero por otro lado suponía una liberación. Con ella hubiera terminado la maldición. Ahora el resultado es que había perdido a su nieta y además la maldición sobreviviría.
—Andrew. Voy a venir a
echarte una mano. Al menos los primeros días. ¿No te importa
verdad?
-No. Si a ti te parece bien, a mí también. Ya me dirás cuando
llegas.
-Sí. Ya te llamaré. ¡Cuídate!
Durante muchos años Paulina había pensado en esta posibilidad. Y tenía trazado un plan. Ahora era la ocasión para ponerlo en práctica. Además la situación era perfecta. Sería un punto final sin ninguna fisura.
Se marchó de inmediato a Barcelona, casi sin equipaje, no le haría falta, para coger un avión a Heathrow. Había que actuar lo antes posible.
El plan era matarse junto al niño. Que pareciera un accidente a poder ser, pero esto le daba lo mismo. Ella ya estaría muerta. Le daba lo mismo lo que pudieran pensar los demás. Había sufrido demasiado por culpa de aquella maldición. Y también estaban sufriendo terceras personas que no tenían ninguna culpa. Junto a Teresa habían muerto otros dos inocentes. Cuando murió su marido aplastado también murió otra inocente. Y quien sabe cuantos más. Ella no lo podía saber. Había que poner punto y final.
El jueves a última hora llegó a Heathrow. Se fue hacia el apartamento de su nieta. Quería ver al niño. Esto era lo principal. Pero el niño no estaba. Estaba en el hospital. Andrew no se lo había dicho o al menos ella no lo había entendido así. Al poco llegó su sobrino político. Se abrazaron y lloraron juntos un buen rato.
—El niño está bien. Y es muy guapo. Esta ganando peso cada día. Mañana podemos ir los dos. Después yo tendré que ir un rato a mi oficina y tú si quieres te puedes quedar.
No me lo podían poner más fácil, pensó Paulina.
A las seis de la mañana, llamaron del hospital. Había sucedido un desastre. Se había hundido el doble techo de la sala de incubadoras, sin ningún motivo aparente y habían muerto los otros tres niños que estaban junto a su bisnieto. Habían muerto aplastados o por culpa de la desconexión. El suyo se había salvado milagrosamente.
Ahora intentarían trasladarlo a otro espacio que estaban habilitando con oxígeno y todo lo necesario, pero tardarían un par de horas.
Paulina sonreía. Sí. Sonreía por que a pesar de su decisión inquebrantable, en el fondo, tenía alguna duda. Este derrumbe lo confirmaba todo. No había más que pensar. Habían muerto otros tres inocentes.
—¡Vamos Andrew! ¡No hay tiempo que perder!
Cuando entraron en la sala ya la habían despejado de cascotes y hierros retorcidos que ocupaban, al principio, todo el suelo. Ahora empezaban a ponerse con los sistemas: Electricidad, agua, oxígeno, etc.
Cuando lo vio desde lejos, en la urna de cristal pensó: Esto será muy fácil. No hace falta que muera yo. Cuando su padre se haya ido, lo desconectaré y en dos minutos, resuelto.
Se acercaron a verle. Paulina tuvo un fuerte sobresalto. Aquel niño era una copia de su marido Guillermo. La misma boca y nariz, los ojos no se le veían. Tenía los párpados cerrados. Cuando los abrió, se miró a su abuela. Eran los mismos ojos de su marido Guillermo. Con una diferencia. Aquellos miraban con amor y estos con odio. Eran unos ojos que asustaban. Paulina disimuló como pudo sus emociones. Mientras, pensaba que a aquellos ojos les quedaban solamente unos minutos de vida.
Le comentó a Andrew el asombroso parecido con el que hubiera sido su bisabuelo Guillermo y Andrew a continuación sugirió bautizarle como William. En recuerdo a su abuelo.
Paulina le dijo que estaba encantada y también le dijo que ya se podía marchar. Que ella se quedaría allí hasta que hubieran instalado al bebé en el otro sitio y que se encontrarían en el apartamento a la hora de comer. Andrew le dio un beso y se marchó.
Ahora estaban solos los dos. Aquí se iba a terminar la maldición de Moctezuma. Dejó el bolso encima de una silla, se acercó a la urna de cristal y en aquel momento el niño abrió de nuevo los ojos. Unos ojos que daban miedo. Y ahora más. El niño, se estaba riendo, en silencio, pero maliciosamente.
—Será la última vez que te
rías, dijo Paulina.
Dio el último paso y cogió con la mano derecha el manojo de cables
que alimentaban el sistema de la incubadora.
Preparándose para pegar el tirón desplazó más adelante su pie izquierdo que acabó encima de un cable de alta tensión que aún estaba caído, en el suelo. Cuando cogió los conectores de los cables con la mano, cerró un circuito de alta tensión y quedó electrocutada en menos de cinco segundos.
Hubo un apagón general en
la planta. Cuando regresó la iluminación se podía ver a un inocente
y encantador bebé, dormido y con la bisabuela muerta a sus
pies.
Epílogo
Andrew Birdwhistle hizo recuento de sus propiedades, de su dinero y de lo que heredó de su mujer y decidió, sin abandonarla del todo, pedir la excedencia por cinco años en la Policía, con derecho a ampliarla hasta diez años.
Su futuro pasaba por el cuidado y la educación de su hijo Guillermo Birdwhistle. Al principio contrató a dos amas que en turnos, hacían prácticamente todo el día de cuidadoras del niño y además le llevaban la casa. En cuanto cumpliera un año ya podría ir a un jardín de infancia.
La Suiis Continental Gallery estuvo cerrada por reformas durante todo este tiempo. En el momento que Guillermo le dejó algo de tiempo libre, Andrew siguió con la galería, las exposiciones y las subastas.
Siguió comprando obra a todos los proveedores de Teresa. Principalmente al marchante de París que le proporcionaba las imitaciones de Gustaf Klimt y Vermer. Sin embargo nunca consiguió conocer al autor o autores de aquellas obras. En una ocasión, gracias a un resto de embalaje que quedó dentro de la caja usada en el reenvío desde París encontró una pista que le dejó claro que aquella obra provenía de Alemania. A partir de entonces, inspeccionaba minuciosamente cada obra que tenía aquella procedencia. Incluso el reverso. Con un secador del pelo en la mano.
Un policía, un investigador, nunca podía dejar de serlo.
Paralelamente a la galería, montó una escuela de detectives. En dos vertientes: La de acción, donde él era un artista, especialmente en el camuflaje y daba él mismo las clases las tardes de los lunes, miércoles y viernes. Y la de administración y legalismos para lo que contrató a una profesora de Universidad muy conocida en Londres. Ella impartía clases todos los martes y jueves por la tarde.
Delante de la academia las tardes que trabajaba y en la galería los días de subasta siempre había un flamante Jaguar E-Type Rojo. Era el último modelo de deportivo aparecido aquel año. Con muchas innovaciones mecánicas como por ejemplo freno de disco a las cuatro ruedas y motor de seis cilindros. El morro era impresionante.
Pero aquel coche tenía un problema serio. Como novedad incorporaba tres escobillas limpia parabrisas en lugar de dos. Esto quería decir que había mucho más sitio para poner las multas. Y estas no se las podía dar al Inspector.
Guillermo seguía sus estudios en la escuela y su formación al lado de su padre. Cuando fuera mayor ya decidiría por donde quería tirar. De momento no se definía por nada. Ni la galería ni la escuela ni los coches deportivos de su padre le llamaban demasiado la atención.
Andrew era un entusiasta de la música moderna. Particularmente de un fenómeno reciente llamado The Beatles. Un fin de semana decidieron ir a Liverpool, lo hacían a menudo, comían en un Pub llamado “Love me do” que había sido un poco la cuna del conjunto. La época en que habían sido cinco componentes.
Extrañamente aquel sábado había mucha gente en Liverpool. Poco después supieron que habían coincidido con el “Aintree Grand National”, la carrera de obstáculos más famosa de Europa.
Ya que estaban allí, se
acercaron a Aintree.
Guillermo disfrutó muchísimo con las carreras del sábado. Tanto que
regresaron el domingo.
-Papá; cuando sea mayor quiero tener un caballo y hacer
carreras.
—¡Me parece muy bien! Le dijo su padre. Cuando lleguemos a Londres preguntaremos por una escuela de hípica cercana e iremos a ver a que edad puedes empezar a tomar clases.
—¡Gracias papá!