III

En cuanto cayó la noche, María, que estaba en el Hospital de Nuestra Señora de los Dolores, dio muestras de impaciencia. Sabía, por la señora de Jonquière, que el barón Suire le había conseguido del padre Fourcade autorización para pasar la noche delante de la gruta. A cada momento preguntaba a sor Jacinta.

—Hermana, por favor, dígame: ¿no son aún las nueve?

—No, hija mía; son apenas las ocho y media. A propósito, aquí tiene usted un buen chal de lana para que se abrigue durante la madrugada; el Gave está muy cerca, y las mañanas son frescas en esta tierra montañosa.

—¡Oh, hermana, qué hermosas son las noches! Además, duermo muy poco en esta sala. Claro esta que no estaré fuera peor que aquí. ¡Dios mío! ¡Qué felicidad, que encanto pasar toda la noche con la Virgen!

Toda la sala la envidiaba. Rezar así toda una noche delante de la gruta era la dicha suprema, la alegría inefable. Se decía que las elegidas veían a la Virgen en aquella calma apacible de las tinieblas. Pero se necesitan altas protecciones para conseguir aquel favor. Los padres se negaban a él desde que algunos enfermos habían muerto allí, como si se hubiesen dormido en un éxtasis.

—Supongo que comulgará usted mañana en la gruta antes de que la traigan aquí, ¿verdad, hija mía? —siguió diciendo sor Jacinta.

Dieron las nueve. ¿Le habría olvidado, quizá, Pedro, que era tan puntual? Ahora le hablaban de la procesión de antorchas, que podría ver desde el comienzo hasta el final, a condición de partir inmediatamente. Las funciones religiosas terminaban invariablemente con aquella procesión, que tenía lugar por la noche; pero la del domingo era siempre la más hermosa, y se decía que la de aquella noche revestiría un esplendor extraordinario como pocas veces se vería igual. Cerca de treinta mil peregrinos iban a desfilar con sendos cirios en la mano. Se abrirían las maravillas nocturnas del cielo, descenderían las estrellas a la tierra. Las enfermas se lamentaban. ¡Qué desgracia, estar clavada en el lecho, sin poder ver nada de todos aquellos prodigios!

—Querida hija —vino a decirle la señora de Jonquière—, aquí están su padre y el señor abate.

María, radiante, se olvidó de que había tenido que esperarlos.

—¡Pedro, por favor, vámonos pronto, pronto!

La bajaron. Pedro se dispuso a tirar del carrito, que rodó suavemente bajo el cielo tachonado de estrellas. El señor de Guersaint caminaba al lado. Era una noche sin luna, admirablemente bella, de aterciopelado azul oscuro, salpicado de diamantes. El aire tenía una suavidad exquisita; era un tibio aire puro embalsamado con aromas de montaña. Muchos peregrinos caminaban apresuradamente, rumbo a la gruta, pero era una multitud discreta, una ola humana que se movía con gran recogimiento; no ofrecía ya el aspecto de gente de feria, atontada por la curiosidad de verlo todo, como durante el día. Al llegar a la meseta de la Merlasse se ensanchaban las tinieblas, y se avanzaba bajo el inmenso firmamento, en el lago de sombra de los prados y de las arboledas, entre las cuales sólo se veía surgir, a mano izquierda, la torre fina y pálida de la basílica.

Pedro empezó a inquietarse al notar que la muchedumbre se hacía cada vez más compacta a medida que avanzaba. En la plaza del Rosario se andaba ya con dificultad.

—No hay que pensar en acercarnos a la gruta —dijo deteniendo la marcha—. Lo mejor será que lleguemos hasta una avenida, detrás del Refugio de los Peregrinos, y esperemos allí.

Pero María deseaba vivamente presenciar la salida de la procesión.

—Por favor, amigo mío, trate usted de llegar hasta el Gave. Veré la procesión desde lejos; no pido que me lleven cerca.

El señor de Guersaint, que sentía tanta curiosidad como ella, insistió a su vez:

—No se preocupe usted; yo iré detrás y procuraré que no le den un empujón.

Pedro tuvo que tirar otra vez del carrito. La muchedumbre se apiñaba de tal manera que tardó un cuarto de hora en cruzar por debajo de uno de los arcos de la rampa del lado derecho. Enseguida desvió un poco la marcha, y al fin se encontró en el malecón, a orillas del Gave; la acera se hallaba ocupada por gente puramente curiosa; pudo avanzar aún unos cincuenta metros, y arrimó el carrito a la balaustrada misma, bien a la vista de la gruta.

—¿Estará usted bien aquí?

—¡Muy bien, muy bien; gracias! Pero si me sientan, veré mejor.

El señor de Guersaint la sentó en su caja, y él, por su parte, se subió al banco de piedra que se extiende de un extremo a otro del malecón. Un tropel de gente curiosa se apretujaba en el banco, como en las noches de fuego de artificio. Todos se empinaban y estiraban el cuello. Pedro, como todo el mundo, se interesó también, aunque no se veía gran cosa.

Habría allí treinta mil personas, y todavía continuaba llegando gente. Todos llevaban en la mano un cirio envuelto en una especie de cucurucho de papel blanco, en el que estaba impresa, con tinta azul, la imagen de Nuestra Señora de Lourdes. Pero estos cirios no habían sido encendidos todavía. Sobre el agitado oleaje de cabezas se distinguía únicamente la gruta refulgente que despedía vivos destellos de fragua. Se oía un borboteo profundo, pasaban ráfagas que daban la sensación de que había allí millares de seres, sofocados, perdidos en la oscuridad, refluyendo como una balsa viva y cada vez más extensa. Más allá de la gruta, debajo de los árboles, en los repliegues de las tinieblas, había gentes en número incalculable. Por fin empezaron a arder algunos cirios, que brillaban aquí y allá; parecían chispas repentinas que horadaban la oscuridad al azar. Su número creció rápidamente; se formaron islotes de estrellas, mientras en otros sitios corrían regueros luminosos, vías lácteas en medio de las constelaciones. Era que los treinta mil cirios se encendían uno a uno, amortiguando el vivo resplandor de la gruta a medida que se extendían de un extremo a otro del paseo sus llamitas amarillas.

—¡Oh, qué hermoso es esto, Pedro! —murmuró María—. Hace pensar en la resurrección de los humildes, de las almas pobres que despiertan y brillan.

—¡Estupendo! ¡Estupendo! —repetía el señor de Guersaint, en un arrebato de satisfacción artística—. Mire usted, allá abajo, las dos hileras que se cruzan formando una cruz.

Pero Pedro estaba conmovido por lo que María acababa de decir. Era eso, precisamente: unas llamitas endebles, puntos luminosos apenas, que tenían la modestia de las pobres gentes, pero cuyo gran número formaba un fulgor, un resplandecimiento de sol. Y constantemente surgían nuevas llamas, más lejanas y como extraviadas.

—¡Ah! —murmuró Pedro—. Allí, a lo lejos, ha aparecido una completamente aislada, vacilante… ¿La ve usted, María, cómo flota, cómo viene a perderse lentamente en el gran lago de fuego?

Ahora se veía tan claro como en pleno día. Los árboles, iluminados por debajo, aparecían de un verdor intenso; hubiérase dicho que eran árboles pintados, como los que se ven en los decorados. Algunas banderas se erguían inmóviles por encima del brasero movedizo, destacándose con violencia con sus santos bordados y sus cordones de seda. El inmenso reflejo de luz ascendía a lo largo de la roca hasta la basílica, cuya torre se distinguía ahora blanquísima sobre el cielo oscuro, mientras del otro lado del Gave los alcores se iluminaban también, dejando ver las claras fachadas de los conventos en medio de las oscuras arboledas.

Hubo todavía un momento de duda. El lago llameante, en el que el resplandor de cada mecha era una ola pequeñita, movía su chisporroteo de astro, pareciendo a punto de desbordarse para correr como un río. Oscilaron las banderas y se esbozó un movimiento.

—Pero ¿será posible? —exclamó el señor de Guersaint—. ¡Y yo, que estaba segurísimo de que pasaría por aquí!

Pedro, que ya estaba al cabo de las cosas, explicó que la procesión subía en primer lugar por el camino que ascendía en zigzag por la ladera boscosa, camino que había costado un dineral. Luego daba vuelta por detrás de la basílica y volvía a bajar por la rampa de la derecha, deslizándose a través de los jardines.

—Fíjense, allí se ven subir los primeros cirios por entre el follaje.

Aquello parecía cosa de encantamiento. Lucecitas trémulas se iban destacando de la gran hoguera de fuego y se elevaban suavemente, en insensible vuelo, sin que se pudiese distinguir lo que las sujetaba a la tierra. Movíanse como polvillo de rayo de sol en las tinieblas. Poco después se formó una raya oblicua; luego aquella raya se replegó, formando un brusco recodo, y se formó otra nueva raya, que se replegó a su vez. Por fin, toda la colina quedó surcada por un zigzag centelleante, como esos relámpagos que cruzan el cielo negro en los cuadros. Pero la línea luminosa no se borraba; las lucecitas seguían avanzando con el mismo deslizamiento suave y pausado. Sólo en ciertos momentos había un eclipse repentino; era que la procesión pasaba por detrás de algún bosquecillo, pues más allá volvían a brillar los cirios y reanudaban su marcha hacia el firmamento en recodos complicados, interrumpidos y continuados constantemente. Hubo un momento en que cesaron de subir: habían llegado a lo alto de la colina; allí desaparecieron tras el último recodo del camino.

Se oían algunas exclamaciones que lanzaba el gentío:

—Ahora dan la vuelta por detrás de la basílica.

—¡Oh! Tienen que andar aún veinte minutos antes de bajar por el otro lado.

—Sí, señora, son treinta mil; los últimos tardarán todavía una hora en salir de la gruta.

Así que arrancó la procesión, brotó de entre el sordo murmullo de la muchedumbre un cántico. Era la letanía de Bernadette, las sesenta estrofas que terminaban todas repitiendo la salutación angélica, en forma de estribillo, con un ritmo obsesionante. Una vez terminadas las sesenta estrofas, se empezaba de nuevo. Y resonaba como un arrullo que no acababa nunca el «¡Ave, Ave, Ave María!», dejando mareado el espíritu y quebrantados los miembros, y arrastrando poco a poco a todos aquellos millares de seres hasta sumirlos en una especie de sueño despierto, en plena visión del paraíso. Por la noche, al acostarse, les parecía seguir balanceándose en sus camas, como si prosiguieran entonando aquel cántico.

—¿Nos quedamos aquí? —preguntó el señor de Guersaint, que se cansaba pronto de estar en una parte—. Todo lo que veamos de ahora en adelante será igual.

María, que se ponía al corriente de todo lo que oía a la gente, dijo a su vez:

—Pedro, tenía usted razón; lo mejor sería que nos volviésemos allá, bajo los árboles. ¡Me muero de ganas de verlo todo!

—¡Cómo no! —respondió el sacerdote—. Vamos a buscar un sitio desde donde pueda usted verlo todo. Lo difícil, ahora, es salir de aquí.

En efecto, el tropel de curiosos había formado como un muro a su alrededor. Pedro tuvo que abrirse paso con obstinación lenta, pidiendo un poco de espacio para una enferma; y entre tanto María, volviendo la cabeza, trataba de ver aún delante de la gruta la superficie inflamada, el lago de pequeñas olitas centelleantes del que fluía la procesión, sin que pareciese que se fuera a agotar jamás. El señor de Guersaint, cerrando la marcha, protegía el carrito contra las embestidas de la multitud.

Por fin, los tres se encontraron fuera del tumulto, solos. Estaban cerca de los arcos, en un paraje desierto, donde pudieron respirar unos instantes. No se oída desde allí más que la plegaria lejana, con su obstinado estribillo, ni se veía más que el reflejo de los cirios encendidos, que formaban una especie de bruma luminosa que flotaba del lado de la basílica.

—Para ver bien —dijo el señor de Guersaint— no hay como subir al Calvario. Una criada del hotel me lo ha dicho esta misma mañana. Parece que la vista desde allá arriba es fantástica.

Pero no había que pensar en ello. Pedro insistió en las dificultades.

—¿Cómo quiere usted que trepemos con el carrito hasta semejante altura? Y luego tendríamos el descenso, que sería peligrosísimo, en plena oscuridad y entre empellones.

La misma María prefería permanecer en los jardines, bajo los árboles, donde se estaba tan bien. Y echando a andar de nuevo, llegaron a la explanada, enfrente de la gran Virgen coronada, que estaba iluminada con una aureola de lamparillas azules y amarillas que le daban un aspecto de día de feria. A pesar de ser una persona devota, el señor de Guersaint encontró aquello de un gusto execrable.

—¡Miren! —exclamó María—. Junto a esos árboles estaríamos muy bien.

Y señalaba al mismo tiempo un grupo de arbustos que había junto al Refugio de los Peregrinos. El sitio era, en efecto, excelente, porque permitía ver bajar la procesión por la rampa de la izquierda y seguirla con la vista hasta el puente nuevo, a lo largo de los prados, en un doble movimiento paralelo de ida y vuelta. Además, la proximidad del Gave daba a la vegetación una frescura exquisita. Nadie había allí, donde se gozaba de una paz infinita bajo la sombra espesa de los grandes plátanos que flanqueaban la avenida.

El señor de Guersaint se empinaba sobre las puntas de los pies, porque estaba impaciente por ver asomar los primeros cirios en el recodo de la basílica.

—No se ve nada todavía —murmuraba—. ¡Qué le vamos a hacer! Me sentaré un poco sobre la hierba. Tengo las piernas deshechas.

Entonces se preocupó de su hija.

—¿Quieres que te abrigue? Aquí hace mucho frío.

—No, papá; yo no tengo frío. ¡Me siento tan feliz! ¡Hace tanto tiempo que no respiraba un aire tan puro! Debe de haber rosaledas por aquí. ¿No percibes un aroma delicioso?

Luego, volviéndose hacia Pedro, añadió:

—Amigo mío, ¿dónde están esos rosales? ¿Los ve usted?

Como el señor de Guersaint habíase sentado junto al carrito, tuvo Pedro la idea de rondar por allí, para ver si había algún jardín de rosas. Pero fue inútil que explorase las praderas oscuras, porque no encontró sino macizos de plantas verdes. Como al volver tuviera que pasar por delante del Refugio de los Peregrinos, la curiosidad le hizo entrar.

Era una gran sala de alta techumbre, a la que daban luz por ambos lados anchas ventanas. De suelo enlosado y paredes lisas, no tenía más muebles que algunos bancos colocados a capricho en todos sentidos. Ni una mesa, ni un estrada; por lo que los peregrinos que carecían de alojamiento y no tenían más remedio que buscar refugio allí habían hecho un montón con sus canastos, paquetes y valijas, colocándolos en el alféizar de las ventanas, convertidas así en armarios de equipajes.

No había nadie en la sala; todas las pobres gentes que allí se habían albergado debían de estar en la procesión. Y a pesar de que la puerta se hallaba abierta de par en par, reinaba un olor insoportable; veíanse los muros llenos de suciedad, y el piso estaba manchado y húmedo todavía, después de aquel espléndido día de sol, y todo cubierto de esputos, de grasa y de vino. Allí se comía y se dormía sobre los bancos, en un amontonamiento de carne sucia y harapos.

Pedro pensó que no sería de allí, desde luego, de donde vendría aquel olor a rosas… Sin embargo, dio la vuelta a toda la sala, alumbrada por cuatro lámparas humosas; creía que no había nadie en ella, cuando con gran sorpresa descubrió una forma vaga apoyada en el muro del lado izquierdo: era una mujer vestida de negro, que tenía sobre las rodillas un bulto blanco, absolutamente sola en medio de aquella soledad; no se movía para nada y miraba con los ojos muy abiertos.

Se acercó y reconoció a la señora de Vincent, que le dijo en voz baja y dolorida:

—Sí, soy yo. ¡Mi Rosa ha sufrido tanto todo el día! No ha hecho sino quejarse desde el amanecer. Y como hace cerca de dos horas que se ha dormido, no me atrevo a moverme por miedo a que se despierte y vuelva a sufrir.

Mantenía su quietud de madre mártir que durante meses tenía a su hija de aquel modo, con la terca esperanza de curarla. La había llevado a Lourdes en sus brazos, en sus brazos la paseaba y en sus brazos la dormía, porque no disponía ni de una habitación ni de una cama en el hospital.

—¿De modo que la pobre enfermita no ha mejorado? —preguntó Pedro, con el corazón lacerado.

—Creo que no, señor abate; creo que no.

—Pero —continuó él— está usted muy mal en ese banco. Debiera haber hecho gestiones para no quedarse así en la calle. Estoy seguro de que en algún sitio habrían acogido a su hijita.

—¿Para qué, señor abate, para qué? Está bien en mi regazo. Además, no me habrían permitido estar siempre a su lado, como estoy ahora. ¡No! Prefiero tenerla conmigo, de este modo; me parece que esto acabará por sanarla.

Dos gruesas lágrimas rodaron por su rostro inmóvil. Siguió hablando con voz apagada:

—No es que no tenga dinero. Cuando salí de París me quedaban un franco y cincuenta céntimos, y no he gastado más que un franco. A mí me basta con un pedazo de pan, y este mi angelito no puede beber ya ni siquiera leche. Tengo, pues, lo suficiente para sostenerme hasta el regreso, y si mi hija se cura, seremos ricas, riquísimas…

Se había inclinado, y miraba a la luz incierta de la lámpara más cercana el marmóreo rostro de Rosita, que exhalaba por los labios entreabiertos un ligero soplo.

—¡Mire usted cómo duerme! ¿Verdad, señor abate, que la Virgen ha de apiadarse de ella y la curará? Ya no tenemos más que un día, pero no quiero desesperar; voy a volver a rezar durante toda la noche, sin moverme de donde estoy. Será mañana; es necesario vivir hasta mañana.

Pedro se sintió invadido por una compasión infinita.

—Sí, sí, pobre mujer, tenga usted esperanza —díjole, y se alejó de allí, temiendo a echarse a llorar él también y dejándola en el fondo de la vasta sala desierta y nauseabunda, entre los bancos en desorden, inmovilizada en su dolorosa pasión de madre, que le hacía contener el aliento por temor a que el murmullo de su pecho despertase a la enfermita. Crucificada, como estaba, oraba fervorosamente, con los labios cerrados.

Cuando Pedro volvió al lado de María, ésta le preguntó con vivacidad:

—Pero ¿y las rosas? ¿Las hay o no los hay por aquí?

No quiso Pedro entristecerla contándole lo que acababa de ver.

—No; he explorado todos los alrededores y no he encontrado rosal alguno.

—¡Es extraño! —exclamó ella pensativa—. Con lo suave y penetrante que es esta fragancia. También usted la nota, ¿verdad? Ahora mismo me llega con una fuerza extraordinaria, como si todas las rosas del paraíso floreciesen esta noche aquí cerca.

La interrumpió una ligera exclamación de su padre. El señor de Guersaint se había puesto de pie, al ver que aparecían en lo alto de las rampas, a la izquierda de la basílica, algunos puntos luminosos.

—Por fin, ahí están.

En efecto, era la cabeza de la procesión, que aparecía. Inmediatamente hormiguearon los puntos luminosos, alineándose en una doble hilera oscilante. Las tinieblas lo velaban todo; aquello parecía producirse a gran altura, como si saliera de las negras profundidades de lo ignoto. Al mismo tiempo volvió a empezar el cántico, la plegaria obsesionante; pero venía de tan lejos, era tan ingrávida, que no parecía sino el leve rumor de la ráfaga que agitaba los árboles próximos.

—Ya lo decía yo —murmuró el señor de Guersaint—; para verlo todo había que situarse en el Calvario.

Volvía a su primitiva idea con una obstinación de niño, lamentándose de que hubieran elegido el peor de los sitios.

—Pero, papá, ¿por qué no subes tú solo al Calvario? Todavía estás a tiempo. Pedro se quedará conmigo.

Y añadió con una sonrisa:

—Vete, que nadie me raptará.

Él se negaba, pero de pronto cedió, porque era incapaz de resistir al impulso de sus deseos.

—No se muevan; espérenme debajo de estos árboles. Les contaré todo lo que vea desde allá arriba.

Pedro y María se quedaron solos en aquel rincón oscuro y solitario en que se percibía el aroma de las rosas sin que hubiese en las proximidades ni un rosal. No hablaron ni uno ni otra, mirando cómo descendía la procesión, en un deslizamiento suave y continuo.

Era como una doble hilera de estrellas temblorosas que iba surgiendo a la izquierda de la basílica, y que seguía luego la rampa monumental, cuyas curvas iba dibujando. A aquella distancia no se veía aún a los peregrinos que enarbolaban los cirios: no había más que luces que se movían disciplinadamente, trazando en la oscuridad líneas correctas. Los monumentos mismos se distinguían en la noche azul confusamente, mostrándose apenas como un espesamiento de tinieblas. Pero, poco a poco, a medida que aumentaba el número de cirios, se iban iluminando las líneas arquitectónicas, las esbeltas aristas de la basílica, los arcos ciclópeos de las rampas, la fachada compacta y achaparrada del Rosario. Aquel río ininterrumpido de chispas vivas que corría y corría sin prisa, con obstinación de ola desatada a la que nada puede oponerse, llegaba como una aurora, como una niebla luminosa que surgía y se desparramaba, extendiéndose hasta bañar todo el horizonte con su gloria.

—¡Mire usted, mire usted, Pedro! —repetía María con alegría infantil—. Siguen y siguen. ¡No se acaban nunca las luces!

En efecto, allá arriba aparecían bruscamente las pequeñas claridades, con una regularidad mecánica, como si todo aquel polvillo de sol manase de una fuente celeste e inagotable. La cabeza de la procesión acababa de llegar ya a los jardines, a la altura de la Virgen coronada, de manera que la doble hilera de llamas sólo dibujaba hasta entonces la curva de los techos del Rosario y la de la gran rampa de acceso. Pero la aproximación de la multitud se hacía sentir por una vibración en la atmósfera, por un soplo vivo que venía de lejos, y sobre todo por las voces que aumentaban y el himno de Bernadette, que se inflaba con un clamor de marea ascendente que rodaba, bramando a intervalos aquel estribillo: «¡Ave, Ave, Ave María!», en un encrespamiento rítmico, cada vez más alto.

—Se mete en la carne este estribillo. Me parece que todo mi cuerpo lo canta.

María se sonrió de nuevo con su expresión infantil.

—Es verdad; también a mí me sigue por todas partes, y hasta en sueños lo oía la otra noche. Esta noche se apodera de nuevo de mí, y es como si me estuviera meciendo por encima del mundo.

Tras leve pausa, añadió:

—Ahí los tenemos de nuevo, frente a nosotros.

La procesión siguió entonces por la larga avenida recta; luego, doblando por la Cruz de los Bretones, bajó nuevamente por la otra avenida recta. Necesitó más de un cuarto de hora para ejecutar esta maniobra. Y ahora la doble hilera dibujaba dos largos guiones de llamas paralelos, coronados por una figura de sol triunfante. La maravilla constante la constituía el avance ininterrumpido de aquella serpiente de fuego, cuyos anillos de oro reptaban tan suavemente por la tierra negra, desenrollándose, sin que se viera nunca la extremidad de su cuerpo infinito. Varias veces debieron de producirse empujones, porque las líneas cedían, como si estuvieran a punto de romperse; pero el orden se restablecía, reanudándose el deslizamiento con pausada regularidad. Parecía como si hubiese en el cielo menos estrellas; era como si hubiera caído de lo alto una vía láctea, en un torbellino de polvillo de mundos, y que continuaba sobre la tierra la ronda astral. Una claridad azul lo llenaba todo, y no había sino cielo; los edificios y los árboles adquirían apariencia de sueño a la luz misteriosa de aquellos millares de cirios cuyo número aumentaba siempre.

María ahogó un suspiro de admiración; ya no encontraba palabras, y repetía:

—¡Qué hermoso es todo esto, Dios mío; qué hermoso es todo esto!

Desde que la procesión comenzó a desfilar a algunos pasos de distancia de donde ellos estaban, había dejado de ser únicamente una marcha rítmica de estrellas sin mano alguna que las llevase. Distinguíanse ahora en la corriente luminosa los cuerpos, y al pasar por delante reconocían por momentos a los peregrinos portadores de cirios. A la primera que conocieron fue a la Grivotte, que había querido tomar parte en la ceremonia, a pesar de lo avanzado de la hora, y exageraba su curación, repitiendo una y otra vez que nunca se había sentido tan bien como entonces; caminaba con sus maneras exaltadas de danzarina, a pesar de que el fresco de la noche le causaba escalofríos. Después aparecieron los Vigneron, con el padre a la cabeza; llevaba muy en alto su cirio, e iban tras él la señora de Vigneron y la señora de Chaise, que arrastraba sus cansadas piernas; mientras el pequeño Gustavo, extenuado, tenía la mano derecha cubierta de cera. Todas las enfermas que podían andar estaban allí; entre otras, Elisa Rouquet, que cruzó como una aparición de condenada, con su cara descubierta y roja. Muchos pasaban riendo, y Sofía Couteau, la niña curada milagrosamente el año anterior, caminaba distraída, jugando con su cirio como si fuese un bastón. Y luego cabezas y más cabezas que se sucedían unas tras otras, sobre todo cabezas de mujer, de una plebeya vulgaridad algunas, magníficamente expresivas otras, cabezas que se entreveían por espacio de un segundo y desaparecían enseguida entre aquella iluminación fantástica.

El desfile no concluía nunca. Aún reconocieron en una sombra negra, menuda y discreta a la señora de Maze, a quien no habrían advertido si no alzara en aquel instante su rostro pálido, inundado de lágrimas.

—Fíjese usted —dijo Pedro a María—; las primeras luces de la procesión llegan ya a la plaza del Rosario, y estoy seguro de que la mitad de los peregrinos todavía sigue estacionada delante de la gruta.

María levantó los ojos. Allá arriba, en efecto, vio surgir del ángulo izquierdo de la basílica otras luces, con regularidad y sin descanso, con esa especie de movimiento mecánico que parecía no había de detenerse nunca.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Cuántas almas en pena! ¿Verdad que cada llamita es un alma que sufre y se liberta?

Pedro tenía que inclinarse para oírla, porque el cántico, la plegaria dolorida de Bernadette, los aturdía desde que la ola humana pasaba tan cerca. Las voces estallaban en un vértigo creciente, las estrofas se iban mezclando poco a poco, porque cada grupo de la procesión cantaba la suya, con voz de poseídos que ya no escuchaban sino a sí mismos. Era un inmenso y confuso clamor, el desesperado clamor de una muchedumbre a la que el ardor de su fe acaba por emborrachar. Y siempre el mismo estribillo, el «¡Ave, Ave, Ave María!», que refluía, que lo dominaba todo con su obsesionante ritmo frenético.

De repente, Pedro y María se quedaron sorprendidos al ver ante ellos al señor de Guersaint.

—Hijos míos, no he querido demorarme mucho tiempo allá arriba; he cortado dos veces la procesión para poder pasar. ¡Qué espectáculo! Les aseguro que es la primera cosa verdaderamente hermosa a que he asistido desde que estoy aquí.

Y se puso a describir la procesión, vista desde el Calvario.

—Imagínense ustedes, hijos míos, otro cielo aquí abajo, como un reflejo del cielo de allí arriba, pero un cielo con una sola constelación gigantesca que abarcase el universo entero. Este semillero de astros parece esfumarse allá a lo lejos, en profundidades oscuras. La corriente de fuego dibuja la figura de una custodia, sí, de una verdadera custodia: la base serían las rampas; el tronco, las dos avenidas paralelas, y la hostia, el espacio redondo cubierto de césped que las corona. Es una custodia de oro resplandeciente, que refulge en el fondo de las tinieblas con un constante chisporroteo de estrellas que se van moviendo. Una custodia, y nada más, una custodia gigantesca y soberana. En verdad, jamás he visto nada más extraordinario.

Movía los brazos, estaba fuera de sí, y toda su emoción de artista se desbordaba.

—Papá —le dijo cariñosamente María—, puesto que estás ya de vuelta, harías bien en ir a acostarse. Son cerca de las once, y ya sabes que tienes que salir a las tres de la mañana.

Y para que se decidiese, añadió:

—¡Estoy tan contenta de que hagas esa excursión! Pero vuelve temprano, mañana por la tarde. Ya verás, ya verás.

No se atrevió a asegurarle rotundamente que se curaría.

—Tienes razón —dijo el señor de Guersaint, tranquilizándose—; voy a acostarme. Me quedo tranquilo sabiendo que tienes a Pedro a tu lado.

—Pero —exclamó ella— es que no quiero que Pedro se desvele. Dentro de un rato me llevará a la gruta y luego irá a reunirse contigo. Yo no tendré necesidad de nadie, pues cualquier camillero se prestará a llevarme al hospital mañana por la mañana.

Pedro guardaba silencio. Después se limitó a decir:

—No, no, María; yo me quedo aquí. Pasaré la noche en la gruta, igual que usted.

María abrió la boca para insistir, para convencerle, pero Pedro había hablado con tal dulzura y ella había adivinado en sus palabras un ansia tan dolorosa de felicidad, que guardó silencio, conmovida hasta el fondo de su alma.

—En fin, hijos míos —siguió diciendo el padre—; arréglense ustedes. Yo sé que son muy razonables. Buenas noches, pues, y no se preocupen por mí.

Besó largamente a su hija y tomó con sus manos las del joven sacerdote, después de lo cual se perdió entre las apretadas filas de la procesión, que tuvo que atravesar de nuevo.

María y Pedro se quedaron solos, en su rincón sombrío y solitario, debajo de los árboles corpulentos, ella sentada en el interior del carrito, y él arrodillado sobre la hierba, con el codo apoyado en una de las ruedas. Fue aquél un momento delicioso. Seguía el desfile de los cirios y se agrupaba toda la gente, girando en la plaza del Rosario. Lo que más le admiraba era que no parecía quedar nada bajo el cielo de Lourdes de la tumultuosa agitación del día. Se hubiera dicho que un viento purificador emanado de las montañas había barrido el olor de aquellas comidas fuertes, las alegrías gastronómicas del domingo, toda aquella polvareda ardiente y apestosa de día de feria que flotaba sobre la ciudad. No había sino un firmamento inmenso, lleno de estrellas purísimas; la frescura del Gave era deliciosa, y las brisas errantes traían perfumes de flores silvestres. Lo infinito del misterio se diluía en la paz soberana de la noche, y de la densa materia no quedaban sino aquellas llamitas de los cirios comparadas por su compañera a almas en pena en camino de salvación. Todo producía una sensación exquisita de sosiego y de esperanza ilimitada. Desde que estaba allí, los desagradables recuerdos de esa tarde, los apetitos voraces, la simonía descarada, aquella antigua ciudad halagada y prostituida, se habían ido borrando de su imaginación, para dar paso únicamente a una divina sensación de alivio, en esa noche tan hermosa, en la que se bañaba todo su ser como en un agua de resurrección.

María, penetrada también por una infinita dulzura, murmuró:

—¡Cómo gozaría Blanca si viese todas estas maravillas!

Pensaba en su hermana, que se había quedado en París, entregada al trajín de su duro oficio de institutriz, siempre a la caza de alumnos, y de la que no había dicho una palabra desde su llegada a Lourdes. Al recordar a su hermana sintió María resurgir inesperadamente todo su pasado.

María y Pedro volvían a vivir, silenciosamente, los días de su infancia, los juegos de otros tiempos, allá en el jardín de sus casas, apartadas sólo por una cerca. Vino luego la separación, cuando Pedro entró en el seminario y se despidió de ella con un beso en las mejillas, con lágrimas ardientes y jurando que no la olvidaría nunca. Pasaron los años, y volvieron a encontrarse siempre separados el uno del otro, sacerdote él, inmovilizada ella por la enfermedad, perdida toda esperanza de llegar a ser mujer. Esa era toda la historia de ambos: una ardiente ternura largo tiempo ignorada, luego la ruptura total, como si ya hubiesen muerto, aunque viviesen tan cerca el uno del otro. Volvían ahora a ver la habitación pobre donde la hermana mayor esforzábase por llevar a ella un poco de bienestar dando lecciones; la habitación pobre de donde habían salido con rumbo a Lourdes, después de tantas dificultades, de tantas discusiones, de las dudas de Pedro, de la fe ardiente de María, que finalmente había triunfado. Y era realmente una cosa deliciosa el encontrarse de nuevo juntos, solos, en aquel rincón de tinieblas, en aquella noche admirable, cuando eran tantas las estrellas que se veían sobre la tierra como en el cielo.

María había guardado hasta entonces un alma de niña, un alma inocente, como decía su padre, la mejor y la más pura. Herida por el mal desde la edad de trece años, no había envejecido. Ahora que tenía veinticuatro, seguía siendo la niña de trece años, infantil, replegada en sí misma, aplastada bajo la catástrofe que aniquilaba. Esto se veía en sus ojos ávidos, en su expresión de ausencia, en su aire de persona obsesionada, en la incapacidad en que se encontraba de querer ninguna cosa. Sin embargo, no había alma de mujer más sencilla que la suya; se había detenido en su desarrollo, y seguía siendo una chica prudente que, en el despertar de sus pasiones, se contenta con un beso afectuoso en la mejilla. No había otra novela en su vida que aquel adiós lleno de lágrimas dado a su amigo, y que había bastado durante diez años para llenar su corazón. Durante los días interminables pasados en su mísero lecho, no había ido más allá de este sueño; que, si ella hubiese sido como debía, Pedro no se habría hecho sacerdote, para poder seguir viviendo en su compañía. No leía nunca novelas. Los libros piadosos que le permitían leer la mantenían en la exaltación de un amor sobrenatural. Hasta los ruidos del exterior venían a morir en la puerta de la habitación donde ella vivía enclaustrada; en otro tiempo, cuando la llevaban de un extremo a otro de Francia, de una estación balnearia a otra estación balnearia, cruzaba por entre las multitudes como una sonámbula que no ve ni oye nada, poseída por la idea fija de su decadencia, del impedimento que trababa su desarrollo sexual. De ahí nacían su pureza, su alma infantil, que hacían de ella una criatura doliente y encantadora que crecía en la tristeza de su carne embotada para el amor, en tanto que su corazón guardaba el sueño lejano, el amor inconfesado de los trece años.

La mano de María buscó en medio de la oscuridad la mano de Pedro, y cuando la encontró, porque ella también venía a su encuentro, la oprimió un largo rato. ¡Qué alegría! Nunca habían sentido una satisfacción tan pura y tan perfecta como la de encontrarse juntos de aquella manera, lejos del mundo, en el soberano encanto de la oscuridad y del misterio. Alrededor de ellos no había más que aquella danza de estrellas. Los cánticos arrulladores eran como el vértigo mismo, todo alas, que los arrebataba. Y ella estaba segura de que sería curada al día siguiente, después de pasar una noche de embriaguez delante de la gruta; esto constituía una convicción absoluta. Se haría oír de la Santa Virgen, la obligaría a ceder en cuanto se encontrase sola y le implorara cara a cara.

Entendía perfectamente lo que Pedro quería decirle hacía un instante, cuando había manifestado su deseo de pasar él también toda la noche delante de la gruta. Era, sin duda, que también él quería intentar un supremo esfuerzo de creyente, arrodillándose como un niño pequeño para suplicar a la Madre que todo lo puede que le devolviese su fe perdida. Ahora mismo, sin que necesitaran seguir hablando, se repetían estas cosas con las manos entrelazadas. Se hacían la promesa de rogar el uno por el otro, se dejaban ir hasta perderse el uno dentro del otro, con un deseo tan ardiente de ser curados, de conseguir su mutua felicidad, que llegaron un instante hasta tocar el fondo del amor que se entrega y se inmola. Fue un divino goce.

—¡Qué noche más azulada, qué oscuridad infinita! —murmuró Pedro—. ¡Parece esfumarse en ella la fealdad de las gentes y de las cosas! ¡Qué paz inmensa y fresca, como para que se durmiese en ella mi duda!

Su voz se extinguía. María dijo a su vez, en voz muy baja:

—Otra vez las rosas, el aroma de las rosas. ¿No lo percibe, amigo mío? ¿Dónde estarán, que no ha podido verlas usted?

—Sí, sí, lo noto; pero no hay rosas. Las habría encontrado, si hubiese habido, porque las he buscado mucho.

—Pero ¿cómo puede usted decir que no hay rosas, cuando todo el aire está embalsamado con su aroma, cuando nos envuelve su perfume como en un baño? Mire usted; hay momentos en que es tan penetrante ese perfume que me siento desfallecer del gozo de aspirarlo. Seguramente que hay rosas innumerables a nuestros pies.

—No las hay; se lo juro. He mirado por todas partes, y no hay tales rosas. A menos que sean invisibles, o que huela a rosas esta hierba que estamos pisando, estos árboles corpulentos que nos rodean; a menos que su aroma salga de debajo de la tierra, o del torrente que está ahí cerca, o de los bosques y de las montañas.

Callaron un instante. Luego, María exclamó en voz baja:

—¡Qué bien huelen, Pedro! Me imagino que nuestras dos manos enlazadas son como un ramo de flores.

—Sí, qué bien huelen. Pero ahora el perfume brota de usted, María, como si sus cabellos fuesen rosas recién abiertas.

Y no hablaron más. La procesión seguía desfilando; en el recodo de la basílica continuaban apareciendo chispas vivas, que brotaban de la oscuridad como de un manantial inagotable. El chorro inmenso de llamitas en marcha, formando un doble anillo, rayaba la sombra como con una cinta de fuego. Pero el espectáculo se encontraba sobre todo en la plaza del Rosario, donde la cabeza de la procesión, continuando su lenta evolución, se replegaba sobre sí misma, en un círculo cada vez más estrecho, en una espiral obstinada que acababa de aturdir a los peregrinos, rendidos de fatiga y exasperados por los cánticos.

Bien pronto la ronda no fue más que una masa ardiente, un núcleo de nebulosa alrededor del cual se enroscaba la cinta de ascua, cuya extremidad parecía que no hubiera de terminar jamás, núcleo que se iba ensanchando hasta convertirse en laguna y finalmente en lago. Toda la ancha plaza del Rosario se transformaba en un mar de llamas que agitaba sus pequeñas olas centelleantes, en el vértigo de aquel torbellino sin fin.

Un reflejo de aurora blanqueaba la basílica. El resto del horizonte estaba sumido en una oscuridad profunda. Sólo se veían fuera de allí algunos pocos cirios extraviados que parecían luciérnagas que buscan su camino con la ayuda de su pequeña linterna. Alguna cola vagabunda de la procesión debía de haber subido al Calvario, porque también allá arriba, en el cielo inmenso, iban y venían algunas estrellas. Llegó al fin un momento en que se dejaron ver las últimas llamitas ondulantes. Treinta mil cirios ardían allí, girando siempre, atizando su chisporroteo, bajo la paz inmensa del cielo, donde palidecían los astros. Un vapor luminoso ascendía con el cántico, cuya obsesión no cesaba. Y el clamoreo de las voces, con los «¡Ave, Ave, Ave María!», era como el crepitar de aquellos corazones abrasados que se consumían en plegarias, pidiendo la salud del cuerpo y la salvación del alma.

Uno a uno, los cirios se habían ido apagando; la noche volvía a reinar soberana, negrísima y llena de serenidad. Pedro y María notaron que aún estaban allí, ocultos en el misterio de los árboles, tomados de la mano. A lo lejos, en las calles oscuras de Lourdes, no se veían ya sino peregrinos desorientados que, ansiosos de descanso, preguntaban la dirección de sus casas. Atravesaban la sombra leves rumores, todo lo que vaga y se adormece después de un día de fiesta. Pero ellos, silenciosos y extáticos, no se movían, deliciosamente felices en medio del perfume de las rosas invisibles.