I
Aquella hermosa mañana de un domingo de agosto, cálida y clara, el señor de Guersaint estuvo de pie y vestido ya para las siete en uno de los pequeños aposentos que había tenido la suerte de alquilar en el tercer piso del hotel de las Apariciones, en la avenida de la Gruta. Se había acostado antes de las once y se despertó muy animoso. Enseguida pasó al otro aposento, ocupado por Pedro. Pero éste, que se había recogido a las dos de la madrugada con los nervios maltratados por el insomnio, no pudo conciliar el sueño hasta el amanecer, y dormía aún. Su sotana, atravesada sobre una silla, y sus ropas esparcidas en desorden anunciaban su fatiga y nerviosidad.
—Arriba, gran perezoso —exclamó alegremente el señor de Guersaint—. ¿No oye el tañido de las campanas?
Pedro se despertó sobresaltado, y se quedó sorprendido al encontrarse en aquella estrecha habitación de hotel, inundada por el sol. Por la ventana abierta entraban, en efecto, el repique alegre de las campanas y el rumor de la ciudad entera vibrante y feliz.
—No vamos a tener tiempo de llegar antes de las ocho al hospital para buscar a María. Porque supongo que nos desayunaremos antes, ¿verdad?
—Desde luego; pediré enseguida dos tazas de chocolate.
Cuando se quedó solo, y a pesar de que sentía todo su cuerpo entumecido, Pedro saltó del lecho y se dio prisa. Todavía tenía la cara metida dentro del agua fría de la jofaina cuando reapareció el señor de Guersaint, que no podía estar solo.
—Ya está; nos lo van a subir. ¡Qué hotel éste! ¿Ha visto usted al propietario, el señor Majestad, vestido completamente de blanco, tan ufano en su despacho? Parece que andan mareados; nunca han tenido tanta gente. ¡Qué ruido infernal! Tres veces me han despertado anoche. No comprendo qué es lo que hacen en el aposento contiguo al mío: hace apenas un momento dieron un golpe en la pared, luego se oyeron cuchicheos, y por fin suspiros.
Cambió de tema y preguntó:
—Y usted, ¿ha dormido bien?
—No —contestó Pedro—. Estaba rendido de fatiga y me ha sido imposible cerrar los ojos. A lo mejor, también ha sido a causa de todo ese ruido de que usted hablaba hace un instante.
Y se refirió, por su parte, a la delgadez de los tabiques y a la casa, que rebosaba y crujía con toda la gente que se había amontonado en ella. Tropezones inexplicables, corridas insólitas en los pasillos, pisadas lentas y fuertes, voces gruesas que partían de no se sabía dónde, sin contar los quejidos de los enfermos y las toses, las horribles toses que se oían por todas partes y que parecían salir de los muros. Era evidente que toda la noche salían y entraban las gentes que se levantaban y se volvían a acostar. Se había perdido la noción del tiempo y se vivía en el desarreglo de los sacudimientos nerviosos, dedicados a la devoción como quien se dedica a los placeres.
—¿Cómo dejó usted anoche a María? —interrogó de nuevo el señor de Guersaint.
—Mucho mejor —contestó el sacerdote—. Después de una terrible crisis de desesperación, recobró todo su valor y toda su fe.
Reinó el silencio.
—Yo estoy tranquilo —contestó el padre con optimismo—. Ya verá usted cómo todo marcha perfectamente. Por mi parte, estoy encantado. Había pedido a la Santa Virgen una protección para mis negocios, ya sabe usted cuáles, ese gran invento mío de los globos dirigibles. Pues bien, ¿me creerá usted si le digo que ya me ha dado un testimonio de su favor? Anoche, conversando con el abate Des Hermoises, me ofreció nada menos que ponerme en contacto con un capitalista de Tolosa, un amigo suyo, que es inmensamente rico y que se interesa por todas las cuestiones de mecánica. Enseguida vi en esto el dedo de Dios.
Y se reía con su risa de niño. Después agregó:
—¡Qué hombre encantador ese abate Des Hermoises! Voy a informarme de si será posible hacer la excursión al Gavarnie sin que nos cueste mucho.
Pedro, que pensaba abonar todos los gastos, los del hotel y los demás, le animó cordialmente.
—Aproveche usted la ocasión para visitar las montañas, ya que tanto lo desea. Su hija se alegrará al verlo a usted contento.
La conversación fue interrumpida por la presencia de una sirvienta que traía dos tazas de chocolate y dos panecillos en una bandeja cubierta con una servilleta; y como dejara entreabierta la puerta, se podía ver una parte del pasillo.
—Veo que ya están haciendo el cuarto de mi vecino —observó el señor de Guersaint lleno de curiosidad—. Es casado el hombre, ¿verdad?
La sirvienta le miró asombrada.
—No, señor; está solo.
—¡Cómo que solo! ¡Si no ha cesado de moverse toda la noche, y todo eran cuchicheos y suspirillos en su cuarto esta mañana!
—No es posible, señor, porque está solo. Acaba de salir, después de ordenar que le arreglen enseguida su alojamiento, que no consta sino de una habitación, con un gran armario, cuya llave se ha llevado. Seguro que ha guardado valores en él.
Y se dejaba llevar por la charla, mientras colocaba sobre la mesa las tazas de chocolate.
—Es un señor como hay pocos. El año pasado se hizo reservar uno de los pabelloncitos independientes que alquila el señor Majestad en la callejuela de aquí al lado. Pero este año se acordó demasiado tarde, y tuvo que conformarse, con gran contrariedad suya, con esa habitación. Como no quiere comer con la gente, se hace servir en su cuarto, y come muy buenos platos y bebe vino de primera.
—Esa es la explicación —comentó alegremente el señor de Guersaint—. Habrá cenado anoche demasiado bien.
Pedro, que también escuchaba, preguntó a su vez:
—¿No hay en la habitación contigua a la mía dos señoras y un caballero, con un niño que anda con una muleta?
—Sí, señor abate; los conozco. La tía, señora de Chaise, se ha hecho reservar una de las dos habitaciones; los señores Vigneron, con su hijo Gustavo, se han tenido que acomodar como han podido en la otra. Es el segundo año que vienen. Son también gente muy distinguida.
Pedro había creído reconocer, en efecto, durante la noche, la voz de Vigneron, a quien debía incomodar mucho el calor. Una vez que soltó la lengua, la camarera indicó enseguida quiénes eran los demás huéspedes de los aposentos que daban a aquel pasillo: a la izquierda, un sacerdote, una señora con sus tres hijas y un matrimonio de viejos; a la derecha, otro caballero, también solo, una joven sola, y luego una familia entera con cinco hijos de corta edad. Hasta los altillos del hotel estaban ocupados. Las mujeres de la servidumbre habían cedido sus habitaciones a los clientes y dormían todas juntas en el lavadero. La última noche se habían colocado catres hasta en el vestíbulo de los pisos. Un respetable eclesiástico se vio obligado a dormir sobre una mesa de billar.
La criada se retiró y los dos hombres tomaron el chocolate, después de lo cual el señor de Guersaint se dirigió a su aposento para lavarse nuevamente las manos, pues era hombre muy cuidadoso de su persona. Pedro, al quedarse solo, sintió la atracción de la claridad del sol y se asomó un instante al estrecho balcón. Todas las habitaciones del tercer piso de aquel lado del hotel tenían también su correspondiente balcón, con balaustrada de madera tallada. Pero su sorpresa fue extraordinaria. En el balcón vecino, que correspondía a la habitación ocupada por el caballero solo, acababa de asomar la cabeza una mujer, y esa cabeza era la de la señora de Volmar; era la misma, sin duda alguna, con su cara alargada, sus facciones finas y fatigadas, sus ojazos magníficos, verdaderas ascuas, sobre las cuales pasaba a veces como un velo que amortiguaba su fulgor.
Al darse ella cuenta, tuvo un estremecimiento de temor. También él se retiró apresuradamente, muy fastidiado y afligido por el trastorno que le había causado. Y ahora lo comprendía todo con brusca claridad: el caballero no había podido alquilar más que una habitación y en ella tenía oculta a su amante a todas las miradas encerrándola en el amplio armario metido en la pared mientras hacían el arreglo de la sala, compartiendo con ella la comida que le subían y bebiendo con ella en el mismo vaso; de esta manera se explicaban los ruidos nocturnos, y era en esa situación que tendría que pasar tres días de absoluta reclusión aquella mujer enloquecida por la pasión, entre cuatro paredes.
Estaba claro que, al terminar la limpieza de la habitación, decidió abrir la puerta del armario y asomar la cabeza a fin de mirar a la calle para ver si regresaba su amigo. ¡Por eso no se había dejado todavía ver en el hospital, donde la reclamaba sin cesar la señora de Désagneaux! Inmóvil, consternado, cayó Pedro en profunda meditación, pensando en la existencia de aquella mujer que él conocía, en la tortura de su vida conyugal en París, entre una suegra feroz y un marido indigno, y en esos tres únicos días de libertad que tenía en todo el año, en aquella brusca llamarada de amor, disimulada bajo el pretexto sacrílego de ir a Lourdes en servicio de Dios. Lágrimas que no acertaba a explicarse, lágrimas que le subían de lo más hondo de su ser, de aquella su castidad voluntaria, le llenaban los ojos, en un sentimiento de profunda tristeza.
—Y bien, ¿estamos ya? —gritó alegremente el señor de Guersaint, reapareciendo enguantado y con su chaqueta de paño gris toda abotonada.
Al salir oyeron a la izquierda una voz gruesa que conocieron enseguida: era el señor Vigneron, que estaba entregado a la tarea de recitar en voz alta las plegarias de la mañana. Tuvieron otro encuentro que les interesó: yendo por el pasillo, se cruzaron con un señor de unos cuarenta años, fuerte y rechoncho, cuya cara estaba encuadrada por unas patillas muy correctas. Pero el tal caballero agachó la espalda y pasó tan precipitadamente que no pudieron identificarlo. Llevaba en la mano un paquete cuidadosamente atado. Sacó una llave, abrió la puerta de la habitación y desapareció dentro, como una sombra, sin producir ruido.
El señor de Guersaint se volvió.
—¡Oiga, si es el señor solitario! Seguramente vuelve de hacer compras y trae algunas golosinas.
Pedro fingió que no oía, porque no consideraba a su compañero digno de participar de aquel secreto que no era suyo. Además, sentía cierto embarazo, una especie de terror púdico, al pensar en aquel desquite de la carne que tenía lugar allí, en medio de la exaltación mística que lo envolvía.
Llegaron al hospital precisamente en el momento en que bajaban a los enfermos para conducirlos a la gruta. María estaba muy alegre, porque había dormido bien. Besó a su padre y le riñó cuando supo que todavía no se había decidido a efectuar la excursión al Gavarnie. Se disgustaría muchísimo si no la realizaba. Por lo demás, y esto lo decía con expresión tranquila y sonriente, su curación no se produciría aquel día.
A continuación suplicó a Pedro que le consiguiese autorización para pasar la noche próxima delante de la gruta: era éste un favor que todas deseaban vivamente, pero que se conseguía difícilmente y sólo a las enfermas protegidas. Pedro no encontró bien eso, porque pensaba que su salud podía resentirse si pasaba una noche entera al aire libre; pero, viéndola tan contrariada, no tuvo más remedio que prometerle que realizaría aquella gestión. Sin duda, confiaba la joven entenderse con la Santa Virgen, quedándose con ella a solas en la paz soberana de las tinieblas.
Aquella mañana, después de que los tres oyeron misa, se encontró tan desorientada en medio de los enfermos, que a eso de las diez pidió volver al hospital, quejándose de que la luz del día le fatigaba la vista.
Así que su padre y el sacerdote la volvieron a instalar en la sala de Santa Honorina, les dijo que quedaban en libertad para todo el día.
—No vengan a buscarme; no quiero volver esta tarde a la gruta, es inútil. Pero esta noche a las nueve usted estará aquí para llevarme a la gruta, ¿verdad, Pedro? Eso es cosa convenida; me ha dado ya usted su palabra.
Pedro repitió que trataría de obtener el permiso, llegando hasta el padre Fourcade, si era necesario.
—Entonces, querida mía, hasta la noche —dijo a su vez el señor de Guersaint, besándola.
La dejaron muy tranquila en su cama, como absorta, con la mirada de sus grandes ojos soñadores y sonrientes perdida en el vacío.
No habían dado aún las diez y media cuando estaban de regreso en el hotel de las Apariciones. El señor de Guersaint, encantado con aquel tiempo tan hermoso, habló de almorzar lo antes posible, para lanzarse enseguida a recorrer Lourdes. Pero antes quiso subir otra vez a sus habitaciones; Pedro hizo lo mismo, y ambos se encontraron con una tragedia. La puerta de los Vigneron estaba completamente abierta y por ella se veía a Gustavo tendido en el canapé que le servía de cama. Estaba lívido; acababa de sufrir un desvanecimiento que había hecho creer por un momento al padre y a la madre que había llegado su fin. La señora de Vigneron, desplomada en una silla, estaba aún anonadada por el susto que había pasado; mientras su esposo, que iba de un lado para otro de la habitación y tropezaba con todo, preparaba un vaso de agua azucarada, en el que echó unas gotas de elixir. ¿Quién iba a imaginarse aquello? ¡Un muchacho que todavía estaba muy fuerte, desmayarse así y ponerse blanco como carne de pollo! El señor Vigneron miraba a la señora de Chaise, la tía, que estaba de pie delante del canapé, y cuyo aspecto, aquella mañana, era excelente, mientras sus manos temblaban al pensar sordamente en que si aquella estúpida crisis le hubiera arrebatado a su hijo, la herencia de la tía, a esas horas, ya no les pertenecería. Estaba fuera de sí; separó los dientes que el niño apretaba y le hizo beber a la fuerza todo el contenido del vaso. Sin embargo, cuando le oyó dar un suspiro, renació su afecto paternal y lloró, llamándole su única esperanza.
La señora de Chaise aproximose entonces, pero Gustavo la rechazó con un gesto de brusca repulsión, como si comprendiera la perversión inconsciente en que el dinero de aquella mujer hacía incurrir a sus padres. Apartose la anciana señora, yéndose a sentar en un rincón, mientras el padre y la madre, ya tranquilizados, daban las gracias a la Santa Virgen por haberles conservado aquel hijito que sonreía con sonrisa fina y triste, sabiéndolo todo y sin gusto ya, a los quince años, para vivir.
—¿Podemos serles útiles en algo? —preguntó Pedro cortésmente.
—No, no, señores; muchas gracias —contestó el señor Vigneron saliendo un instante al corredor—. ¡La verdad es que hemos pasado un gran susto! ¡Figúrense ustedes, nuestro hijo único y tan querido!
Como era la hora del almuerzo, toda la casa estaba en movimiento. Cerrábanse las puertas, y tanto los pasillos como las escaleras resonaban bajo las pisadas de las gentes que iban y venían sin cesar. Tres jóvenes gordinflonas desfilaron con gran ruido de faldas. En el interior de una habitación vecina lloraban unos pequeñuelos. Pasaron luego unos ancianos sobresaltados y algunos sacerdotes fuera de sí, porque, olvidados de su condición, se habían arremangado la sotana para correr más de prisa. Los pisos temblaban de bajo a arriba, bajo el peso de tanta gente. Una camarera con todo un almuerzo en una gran bandeja llamó a la puerta del señor solitario, la puerta tardó algún tiempo en abrirse, pero al fin se entreabrió, dejando ver al caballero, vuelto de espaldas, en medio del cuarto tranquilo; y cuando la sirvienta se retiró, la puerta volvió a cerrarse tras ella discretamente.
—En fin, esto ya ha pasado y ahora sólo espero que la Santa Virgen lo cure, como sin duda lo hará —repetía el señor Vigneron, que no dejaba a sus dos vecinos. Ahora vamos a almorzar, porque confieso que este incidente me ha despertado el apetito y tengo un hambre devoradora.
Cuando Pedro y el señor de Guersaint bajaron, encontráronse con la desagradable sorpresa de no hallar libre un solo asiento en el comedor. Aquello era un hacinamiento tumultuoso de gente, y los pocos lugares desocupados estaban ya comprometidos. Un mozo les declaró que desde las diez hasta la una la sala estaba siempre llena, porque las gentes llegaban con el apetito avivado por el aire de las montañas. Tuvieron que resignarse a esperar, después de pedir al mozo que se les avisara en cuanto hubiese dos asientos disponibles. Luego, no sabiendo qué hacer, fueron a pasearse bajo el pórtico del hotel, abierto sobre la calle, por la que circulaba ininterrumpidamente un gentío endomingado.
Pronto se les presentó el propietario del hotel, el caballero Majestad en persona, vestido todo de blanco, y les dijo con gran cortesía:
—Si los señores no tienen inconveniente, pueden esperar en el salón.
Era un hombre gordo, de unos cuarenta y cinco años, que se esforzaba por hacer honor a su nombre. Calvo, barbilampiño, de ojos azules y redondos en una cara de cera de la que colgaban tres papadas, se conducía en todo momento con gran dignidad. Había venido de Nevers, con las monjas que dirigían el orfanato, y se había casado con una mujer de Lourdes. En menos de diez años ambos habían hecho de su hotel uno de los centros más lujosos y de más distinguida clientela de la ciudad. Hacía algunos años que le habían agregado una tienda de artículos religiosos, que ocupaba, a la izquierda, un vasto local, y que estaba atendida por una sobrina joven, bajo la vigilancia de la señora de Majestad.
—Los señores podrían tomar asiento en el salón —repitió el hotelero, que extremaba su deferencia ante la sotana de Pedro.
Pero los dos señores preferían caminar o esperar de pie, al aire libre. El señor Majestad no los dejó, deseoso de conversar un instante con ellos, como solía hacerlo con los clientes a quienes quería agasajar especialmente. La conversación versó al principio sobre la procesión de las antorchas que tendría lugar por la tarde, y que, considerando la belleza del tiempo, prometía ser magnífica. Pasaban de cincuenta mil los forasteros que había en Lourdes, y de todas las estaciones balnearias próximas habían afluido excursionistas; así se explicaba el que todas las mesas estuviesen ocupadas. Quizá llegase a faltar el pan en la ciudad, como ya había ocurrido el año anterior.
—Ya han visto ustedes qué gentío; no sabemos cómo dar abasto. Créanme que no es culpa mía si tienen que esperar un poco.
En aquel momento llegó el cartero con una cantidad considerable de correspondencia; era un paquete de periódicos y de cartas, que dejó sobre una mesa, en el escritorio. Enseguida, teniendo todavía en la mano una carta, preguntó:
—¿No se aloja aquí una señora de Maze?
—La señora de Maze, la señora de Maze… —repitió el hotelero—. No, seguro que no.
Pedro, que había oído aquellas palabras, se acercó para decir:
—Señora de Maze… Hay una señora de Maze que ha debido hospedarse en casa de las hermanas de la Inmaculada Concepción, como creo que llaman aquí a las monjas azules.
El cartero dio las gracias y se marchó. Pero una sonrisa amarga asomó a los labios del señor Majestad.
—¡Las monjas azules!… —dijo en voz baja—. ¡Las monjas azules!…
Miró de soslayo la sotana de Pedro, y se contuvo en seco, temeroso de que se le fuera la lengua. Sin embargo, su corazón desbordaba; hubiera querido desahogarse, y le pareció que aquel joven sacerdote de París tenía aspecto de ser un hombre de espíritu liberal, no debía de formar parte de la «banda», nombre en que él comprendía a todos los servidores de la gruta, a cuantos negociaban con Nuestra Señora de Lourdes. Poco a poco se fue animando.
—Créame, señor abate, que yo soy un buen católico. Puedo asegurarle que aquí lo somos todos. Soy católico, practico y comulgo por Pascua… Pero tengo para mí que no está bien que unas monjas se dediquen al comercio de hotel. Francamente, eso no está bien.
Y dio rienda suelta a sus resentimientos de comerciante perjudicado por una competencia desleal. ¿Por qué aquellas hermanas de la Inmaculada Concepción, aquellas monjas azules, no se limitaban a su función propia, es decir, a la preparación de hostias y el arreglo y lavado de las ropas sagradas? Pues no, señor; no se limitaban a eso, sino que habían transformado su convento en una vasta posada en la que las señoras solas encontraban hospedaje y comida, si es que no optaban por hacerse servir aparte. Todo muy limpio, muy bien organizado y nada caro, gracias a las mil ventajas de que gozaban. No había en Lourdes hotel que tuviese tanto trabajo como aquél.
—En suma, ¿les parece a ustedes que eso está bien? ¡Unas monjas que se dedican a vender comidas! Agreguen ustedes el que la superiora es un marimacho. Cuando vio que tenía en las manos una fortuna, lo quiso únicamente para su casa, y se separó resueltamente de los padres de la gruta, que se esforzaban para echarle la mano encima. Tal como lo oye, señor abate; la superiora se fue a Roma, ganó el pleito, y ahora es ella la que se embolsa todo el dinero que entra en el negocio. ¿En qué mundo estamos, Dios santo? Unas monjas, unas monjas que alquilan habitaciones amuebladas y dan de comer…
Levantaba al cielo los brazos, se sofocaba.
—Pero —objetó amablemente Pedro—, ya que usted tiene su casa llena, y no le queda ni una cama ni un cubierto libres, no veo yo cómo podría usted atender a más huéspedes.
Pero el señor Majestad protestó con viveza.
—Bien se ve que no conoce usted este país, señor abate. Es cierto que durante los días de la peregrinación nacional trabajamos todos y no tenemos motivo alguno de queja. Pero no dura más que cuatro o cinco días, porque en época normal la concurrencia no es tan grande. En cuanto a mí, a Dios gracias, yo estoy siempre satisfecho. Mi casa es muy conocida y está a la misma altura que el hotel de la Gruta, en el que se han hecho ya dos fortunas. ¡Pero no importa! Lo que fastidia es ver cómo las monjas azules se llevan la flor y nata de la clientela, quitándonos las señoras de la burguesía, que se pasan en Lourdes quince días y hasta tres semanas, y esto en épocas tranquilas, cuando no hay mucha gente. ¿Se da cuenta usted? Se trata de personas pudientes y distinguidas que odian el bullicio, que van a la gruta a rezar solas, durante días enteros, y que pagan generosamente, sin regatear jamás.
La señora Majestad, a quien ni Pedro ni el señor de Guersaint habían visto porque estaba inclinada sobre un registro, en el que sumaba facturas, intervino entonces con voz aguda.
—El año pasado, señores, tuvimos una cliente de esa clase durante dos meses. Iba a la gruta, volvía de ella, iba nuevamente, cenaba y se acostaba. Nunca decía una palabra, todo lo encontraba bien y andaba siempre sonriente. Ni siquiera miró la factura al pagar. Estos son los clientes que echa una de menos.
Se había puesto de pie. Era pequeña, enjuta, muy morena y vestida completamente de negro, con cuellito fino y liso.
—Si los señores desean llevar algunos pequeños recuerdos de Lourdes, espero que no nos olvidarán. Aquí al lado tenemos una tienda donde encontrarán un gran surtido de los objetos más solicitados. Las personas que paran en nuestro hotel se dignan generalmente hacer sus compras en nuestra casa.
El señor Majestad volvió en esto a mover la cabeza, con aire de buen católico a quien afligen los escándalos de la época.
—Por cierto que no quisiera faltar de ningún modo al respeto debido a los padres de la gruta; pero hay que reconocer que, en verdad, son algo acaparadores. Ya habrán visto ustedes la tienda que han instalado al lado de la gruta, y que está siempre llena de gente, porque venden en ella artículos religiosos y cirios. Son muchas las personas de iglesia que han manifestado que eso es una vergüenza y que habría que echar una vez más a los mercaderes del templo… Se dice también que es de los mismos padres la gran tienda que han visto ustedes frente a nuestro hotel, tienda en la que se abastecen los minoristas de la ciudad. En una palabra, si uno prestara oídos a lo que se murmura por ahí, resultaría que todo el comercio de artículos religiosos está en sus manos y que cobran un tanto por ciento sobre los millones de rosarios, estatuillas y medallas que se venden en Lourdes todos los años.
El señor Majestad bajaba poco a poco la voz, conforme iba hablando, porque sus acusaciones se hacían concretas y empezaba a recelar del paso que había dado confiándose de ese modo a aquellos forasteros. Sin embargo, al ver a Pedro tan afectuoso e interesado en lo que decía, se tranquilizó y siguió hablando impulsado por su resentimiento de comerciante perjudicado, que le hizo decir todo lo que tenía dentro.
—Convengo en que hay alguna exageración en estas cosas. Pero no es menos cierto que es altamente dañoso para la religión el que los reverendos pongan su mostrador como cualquiera de nosotros. ¿No les parece a ustedes? No es que yo quiera tener parte en el dinero de las misas, ni que pida mi tanto por ciento de los donativos que reciben. Entonces, ¿por qué se han de poner ellos a vender lo mismo que yo vendo? Nuestro último balance ha sido mediocre, a causa de esa competencia. Somos ya demasiados. Todo el mundo trafica en Lourdes, a costa de Dios, y hemos llegado a sufrir carestía de pan y de agua. Le aseguro, señor abate, que, aunque la Virgen esté con nosotros, hay momentos en que las cosas marchan aquí muy mal.
Un viajero le interrumpió y se lo llevó para adentro, pero reapareció enseguida en el instante mismo en que llegaba una joven preguntando por la señora Majestad. La joven en cuestión era de Lourdes, muy bonita, pequeña y regordeta, con hermosos cabellos negros y cara algo alargada y de expresión alegre y serena.
—Es nuestra sobrina Apolina —prosiguió el señor Majestad—. Hace dos años que está al frente de nuestra tienda. Es hija de un hermano pobre de mi mujer, que apacentaba rebaños en Bartrès; resolvimos traerla aquí, y no estamos arrepentidos, porque es muy buena y ha llegado a ser una vendedora muy hábil.
Lo que no decía el señor Majestad era que corrían rumores poco favorables para Apolina. Se la había visto extraviarse por la noche, con jóvenes, a orillas del Gave. Pero, en efecto, era una chica preciosa y atraía la clientela, tal vez a causa de sus ojazos negros y reidores. El año anterior, Gerardo de Peyrelongue no salía de la tienda; y si no había vuelto era, sin duda, porque se lo impedían sus proyectos matrimoniales. Pero ya tenía un sustituto, el abate Des Hermoises, que llevaba a muchas señoras a hacer allí sus compras.
—Estaba hablando de Apolina, ¿verdad? —dijo la señora Majestad, que volvía de la tienda—. A propósito, ¿no se han fijado ustedes en el extraordinario parecido que tiene con Bernadette? Obsérvenla; ahí, en la pared, pueden ver ustedes una fotografía de esta última cuando tenía dieciocho años.
Pedro y el señor de Guersaint se acercaron, al mismo tiempo que Majestad exclamaba:
—Es Bernadette calcada esa sobrina mía, aunque mucho más interesante y menos triste y pobre.
Al fin llegó el camarero para anunciarles que había una mesa libre. El señor de Guersaint había ido dos veces a echar un vistazo al comedor, porque no podía ya de las ganas de comer y de verse afuera, para aprovechar aquel domingo tan hermoso, de modo que se apresuró a entrar seguido de Pedro, sin prestar atención a Majestad, que les hacía observar, con sonrisa simpática, que no era mucho lo que habían tenido que esperar. La mesa estaba al fondo del comedor, que tuvieron que cruzar de un extremo a otro.
Era una sala larga, con decoraciones de roble claro de color amarillo aceitoso, pero cuyas pinturas se descascaraban ya, mostrando manchas por doquier. Se advertía el desgaste y deslucimiento rápidos producidos por el vaivén continuo de los clientes que frecuentaban la casa. Todo el lujo consistía en los adornos de la chimenea: un reluciente reloj dorado, flanqueado por dos delgados candelabros. En las cinco ventanas que daban a la calle veíanse colgaduras de encajes, y si bien estaban bajas las cortinas, rayos ardientes penetraban en el salón. En la mesa redonda situada en el centro, de unos ocho metros de largo y capaz de dar cabida escasamente a treinta personas, se mal acomodaban unas cuarenta; otras cuarenta se apretujaban en las mesitas que había a la derecha y a la izquierda, adosadas a la pared; tres camareros, en continuo trajín, se deslizaban entre aquel tumulto, ocasionando no pocas molestias a la gente. Al entrar uno en el salón quedaba ensordecido por aquel barullo extraordinario, en el que se mezclaban el ruido de las voces, el de los cubiertos y el de la vajilla; parecía que se entraba en un horno lleno de humedad y se recibía en pleno rostro una vaharada caliente cargada de un tufo sofocante de comida.
Pedro no distinguió nada al principio, pero cuando se hubo instalado frente a su mesa, traída del jardín para salir del paso y tan pequeña que se tocaban los dos cubiertos, se sintió turbado y hasta disgustado por el espectáculo que abarcaba su mirada. Hacía una hora que allí se estaba comiendo, y habían pasado ya dos tandas de viajeros; veíanse platos esparcidos por todas partes, y el mantel estaba cubierto de grandes manchas de vino y de salsa. El disgusto de Pedro provenía, sobre todo, del hacinamiento de comensales que veía: curas gordinflones, jovencitas esmirriadas, mamás desbordantes, caballeros coloradotes, familias en fila en la que se alineaban generaciones de una fealdad creciente y lamentable. Todas aquellas gentes sudaban tragando con glotonería, sentadas al sesgo, con los brazos pegados al cuerpo y manejando torpemente las manos. Entre todos aquellos hambrientos de apetito decuplicado por la fatiga, entre aquella prisa por hartarse para volver enseguida a la gruta, se veía en el centro de la mesa a un eclesiástico corpulento, que comía plato tras plato con sabia lentitud, haciendo funcionar el molino de sus mandíbulas con un movimiento digno, ininterrumpido.
—¡Vaya con el hotel! —exclamó el señor de Guersaint—. Es verdad que no corre uno peligro de helarse aquí; pero eso no me quitará las ganas de comer que tengo. Yo no sé lo que me pasa, pero desde que estoy en Lourdes me muero de hambre. Y usted, ¿no tiene hambre?
—Sí, sí; también yo comeré —contestó Pedro, que era la sinceridad personificada.
El menú era copioso: salmón, tortilla, chuletas con puré de patata, riñones salteados, coliflor, fiambres y empanadas de albaricoque; todo recocido, nadando en salsa y de una insipidez de bazofia. Pero en los fruteros había frutas muy hermosas, magníficos melocotones. Por lo demás, los comensales no parecían exigentes; comían con gusto, sin repugnancia. Una jovencita elegante, encantadora, de mirada tierna y cutis de seda, colocada entre un viejo sacerdote y un caballero barbudo y muy sucio, comía con aire de éxtasis los riñones que nadaban en el agua gris que les servía de salsa.
—¡A fe mía que no está malo este salmón! —exclamó el señor de Guersaint—. Échele un poco de sal y lo encontrará sabrosísimo.
Pedro se resolvió a comer, porque había que alimentarse. Acababa de reconocer en una mesita próxima a la suya a la señora de Vigneron y a la señora de Chaise. Como habían bajado primero, parecían esperar, sentadas frente a frente. No tardaron en aparecer el señor Vigneron y Gustavo, este último pálido aún y apoyándose pesadamente en su muleta.
—Siéntate junto a tu tía —le dijo el padre—. Yo me colocare al lado de tu madre.
Luego, al ver a sus vecinos, se acercó a ellos.
—Ya está completamente repuesto. Le acabo de friccionar con agua de colonia y dentro de un momento podrá tomar su baño en la piscina.
Sentóse en la mesa y se puso a comer. Pero ¡qué susto había pasado! Empezó a hablar otra vez de su hijo en alta voz, inconscientemente, porque le espantaba la perspectiva de que se le muriera antes que la tía. Esta, en cambio, contaba que el día anterior, estando arrodillada ante la gruta, se sintió repentinamente muy aliviada; se jactaba de haber sanado de su enfermedad al corazón y daba detalles concretos; su cuñado la escuchaba abriendo muchos los ojos y mostrando una inquietud involuntaria. Era un buen hombre, no cabía duda, y jamás había deseado la muerte a nadie; pero empezaba ahora a experimentar cierta indignación ante la idea de que la Santa Virgen curara a aquella mujer ya entrada en años, olvidándose de su hijo que era tan joven. Estaba ya en las chuletas y engullía a dos carrillos el puré de patata, cuando creyó notar que la señora de Chaise estaba enfadada con su sobrino.
—Gustavo —dijo el señor Vigneron de pronto—, ¿has pedido perdón a tu tía?
El pequeño, asombrado, abrió sus ojazos claros, que resaltaban en su carita delgada.
—Sí, te has portado muy mal, porque la rechazaste allá en el cuarto, cuando se acercó a ti.
La señora de Chaise, muy digna, guardaba silencio, esperando; y Gustavo, que daba cuenta desganadamente de su chuleta, partida en trocitos, permaneció con la vista clavada en el plato, empeñado en no prestarse esta vez a las sumisiones afectuosas que querían imponerle.
—Anda, Gustavo, sé bueno; ya sabes todo lo que te quiere tu tía y todo lo que piensa hacer por ti.
No, no cedería de ningún modo. En ese instante odiaba a aquella mujer, que tardaba tanto en morirse y que le robaba el cariño de sus padres, a punto de que no estaba seguro, cuando los veía llenos de atenciones para con él, si lo que querían era que sanase o quedarse con la herencia que su vida significaba para ellos.
La señora de Wigneron, muy seria, apoyó a su marido:
—Te aseguro, Gustavo, que me estás dando un gran disgusto. Pide perdón a la tía, si no quieres que me enoje del todo.
Gustavo accedió. ¿Para qué luchar? ¿No era lo mejor que sus padres recibiesen aquel dinero? ¿No moriría él también, más adelante, ya que con su muerte se arreglaban todos los asuntos de la familia? Gustavo se daba cuenta de ello, lo comprendía perfectamente todo, incluso las cosas que se callaban en su casa, porque la enfermedad le había aguzado el oído hasta hacerle adivinar los pensamientos.
—Perdóneme, tía, lo malo que fui con usted hace un momento.
Dos lagrimones corrieron de sus ojos, al tiempo que sonreía con semblante de hombre afectuoso y hastiado, que ha vivido mucho. La señora de Chaise se apresuró a besarle y le dijo que no estaba resentida; y desde aquel momento la alegría de vivir de los esposos Vigneron se manifestó con toda su ingenuidad.
—Estos riñones no son, sin duda, de lo mejor —dijo el señor Guersaint a Pedro—, pero no me dirá usted que estas coliflores no están exquisitas.
La formidable masticación proseguía de una punta a otra de la sala. Nunca había visto Pedro comer de aquel modo, entre tantos sudores y en medio de aquel tufo asfixiante de cocina. El olor de la comida se hacía cada vez más denso, como una humareda. Era necesario hablar a gritos para hacerse oír, porque todos los comensales conversaban muy alto, en tanto que los mozos, azorados, recogían la vajilla al barrer, sin contar el ruido de las mandíbulas, que se distinguía con toda nitidez. Pero lo que más disgustaba al joven sacerdote era la extraordinaria promiscuidad de aquella mesa común, en la que se apretujaban hombres, mujeres, señoritas y eclesiásticos, al azar del encuentro, satisfaciendo todos su hambre como jauría suelta que se zampa los bocados que atrapa. Los cestos de pan circulaban y se vaciaban. Hubo un verdadero saqueo de fiambres, restos de la carne de la víspera, envueltos en una gelatina transparente. Se había comido ya con exceso, pero aquellas carnes despertaban el apetito con la idea inconfesable de que no había que dejar nada. El cura comilón que se hallaba sentado en el centro de la mesa estaba con la fruta, engullía ya el tercer melocotón, que pelaba lentamente y mandaba al estómago a rebanadas, con aire compungido.
De pronto toda la sala se agitó. Era que el camarero distribuía la correspondencia, luego de ser clasificada por la señora Majestad.
—¿Una carta para mí? —dijo el señor Vigneron—. Es raro, porque no he dado a nadie mi dirección.
De súbito se acordó.
—¡Ya sé! Debe de ser de Sauvageot, que me sustituye en el Ministerio de Hacienda.
Abrió enseguida la carta, le temblaron las manos y lanzó un grito:
—¡El jefe ha muerto!
La señora de Vigneron, trastornada, tampoco supo dominarse:
—¡Entonces te nombrarán a ti!
Era aquél un sueño que alentaba en secreto: que muriese el jefe de la oficina, para que él, que era subjefe, desde hacía diez años, pudiese al fin ascender al grado supremo, al mariscalato. Fue tal su alegría que no pudo contenerse.
—¡Querida mía! La Santa Virgen se ha puesto decididamente de mi parte. Esta mañana le pedí yo mi ascenso, y ya ves que me ha escuchado.
Pero comprendió, de pronto, que no había que cantar victoria de aquel modo; tropezó con los ojos de la señora de Chaise, que no le perdía de vista, y advirtió también la sonrisa de su hijo Gustavo. Indudablemente, cada miembro de la familia hilaba para su molino y pedía a la Virgen las mercedes que necesitaba personalmente. Se dominó, pues, y dijo con su aire de persona honrada:
—Quiero decir que la Santa Virgen nos quiere a todos y que a todos nos dará satisfacción. ¡Pobre jefe, cuánto lo siento! Tendré que escribir una carta a la viuda.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, reventaba de júbilo, no teniendo ya la menor duda de que la Virgen satisfaría todos sus deseos, aun aquellos que él mismo no se atrevía a confesar. Y como todos dijeron que los pasteles de albaricoque estaban riquísimos, autorizó a Gustavo a comer un pedacito.
—Me llama la atención —dijo Pedro al señor de Guersaint, que se había hecho servir el café— ver aquí tan pocos enfermos. Porque todo este tropel de gente parece disfrutar de excelente apetito.
Sin embargo, mirando con más atención, logró descubrir que, además de Gustavo, que comía picoteando, como un pollito, había entre los que estaban sentados a la mesa colectiva un gotoso entre dos mujeres, una de las cuales era seguramente cancerosa. Más allá veíase a una joven tan flaca y pálida, que había motivo para sospechar que se trataba de una tuberculosa. Frente a ella estaba una idiota, que había entrado sostenida por dos parientes; tenía la mirada extraviada y el rostro como muerto, y comía con cuchara, babeando encima de la servilleta. Quizá había otros enfermos más confundidos entre aquel oleaje de apetitos estridentes, enfermos agotados por el viaje y que comían como no habían comido desde hacía mucho tiempo. Las empanadas de albaricoque, el queso, las frutas, todo era engullido en aquel torbellino de platos, y sólo quedaban las manchas de salsa y de vino que se iban extendiendo sobre el mantel.
Era cerca de mediodía.
—Volveremos inmediatamente a la gruta, ¿no les parece? —dijo el señor Vigneron.
Por todas partes no se oían otras palabras que «¡A la gruta! ¡A la gruta!». Las bocas, todavía llenas de comida, se movían apresuradamente para volver a las oraciones y a los cánticos.
—Se me ocurre una idea, amigo mío —dijo el señor de Guersaint a su compañero—. Ya que tenemos la tarde por delante, ¿por qué no damos una vuelta por la ciudad? De paso veré si encuentro un carruaje para realizar la excursión al Gavarnie, ya que mi hija lo quiere.
Pedro, que se ahogaba en aquella atmósfera, salió del comedor con verdadero gusto. En el soportal respiró. Pero también había allí una nueva oleada de comensales que hacían cola en espera de asientos disponibles; la gente se disputaba los lugares que quedaban libres y ocupaba el más pequeño espacio que se producía en la mesa redonda. Aquel asalto se prolongaría todavía durante una hora, y el menú volvería a desfilar y a ser engullido entre el ruido de las mandíbulas, el calor y el olor nauseabundo, cada vez mayores.
—Perdone usted un momento —dijo Pedro—; tengo que subir a la habitación porque he olvidado allí mi billetera.
Así que estuvo arriba, cuando llegaba a la puerta de su habitación, después de atravesar la escalera y los pasillos desiertos, oyó un ligero ruido. Venía de la habitación vecina, y era una risa cariñosa que siguió al choque demasiado violento de un tenedor. Luego sintió, imperceptible, intuida más bien que escuchada, la vibración de un beso, unos labios que se posaban sobre otros labios, para hacerlos callar. También el caballero solitario estaba almorzando…