La tía Melitona: el retorno
La sita volvió. Llevaba un bastón y se movía por los pasillos del colegio arrastrando la pierna. Eso le daba un aspecto bastante aterrador, como esas mujeres enormes de las películas que tienen secuestrados a cientos de niños inocentes y dedican su vida a torturarlos en masa y les amenazan con el bastón y luego se ríen con unas carcajadas que hacen temblar los muros de su mansión diabólica.
Me he pasado un poco de rosca, lo reconozco. La realidad era algo distinta. Las carcajadas de mi sita no podían oírse porque mi sita volvió completamente ronca. Nos explicó el señor Solís que en el hospital le habían metido un tubo mortífero por la garganta para que no se ahogara mientras la estaban operando y que eso la había dejado sin habla.
—¿Pero después de que le quitaron el tubo la sita Asunción escupió sangre?
Éste que preguntaba era el Orejones, que le encantan todas las cosas de enfermedades mortales y quirófanos. La última redacción que nos puso la sita de tema libre la hizo sobre una autopsia. El que contaba la historia era el muerto. Cuando la empezó a leer en voz alta en clase Arturo Román empezó a llorar porque le daba terror. El Orejones fue enviado sin más preámbulos a la psicóloga a que tomara medidas drásticas. Y en ese capítulo de la terapia lo tenemos.
A lo que iba, que la sita volvió sin poder decir esta boca es mía, pero con mucha emoción de volver a vernos. Yo estoy seguro de que no quería perderse ese último mes del curso en el que se ponen las notas. Ella no hubiera soportado la idea de que fuera otra la encargada de escribir en nuestro boletín los suspensos. Es su hobby. A otras personas les gusta el fútbol, a otras el cine, a mi sita estampar ceros, aunque dice, con mucha tristeza, que en el mundo actual los ceros no están de moda y hay que poner: el niño no progresa adecuadamente. Bueno, mi sita se conforma. Algo es algo.
Abrió la puerta de la clase y nos dedicó una sonrisa con todos sus dientes, o sea, una gran sonrisa. Se acercó cojeando hasta la pizarra y escribió:
¿QUÉ TAL DELINCUENTES?
Y todos dijimos:
—¡Muy bien, sita!
Y borró su primer mensaje y volvió a escribir:
ESTA SEMANA, COMO NO PUEDO GRITAR,
OS PONDRÉ TRABAJOS EN CLASE.
Escrito esto, se lió a llenar de cuentas despiadadas la pizarra.
Nos quedamos cortados, la verdad. Nosotros esperábamos que la vuelta iba a ser más emotiva y que con el rollo del reencuentro nos íbamos a tirar el mes que nos quedaba de clase sin dar ni chapa. Pero nada. La sita no tiene sentimientos.
Empezamos a hacer las cuentas y empezó a oírse el murmullo de siempre. Un murmullo que empieza muy bajito y que se va animando, se va animando hasta que la sita lanza su primera advertencia:
—¡Voy a empezar a poner puntos negativos inmediatamente!
El murmullo baja y muy lentamente vuelve a estar igual de alto que antes, hasta que mi sita…:
—¡Arturo Román, salte un rato al pasillo! ¡Yihad, tienes un punto menos! ¡Manolito, es la última vez que te aviso! ¡Mostaza, no se canta mientras se cuenta! ¡Orejones, deja ya de contarle al Manolito Pesadilla en Elm street, que luego viene su madre y dice que sueña! ¡Susana, como vuelvas a tirar del pupitre a Jessica se lo digo a tu abuela cuando venga a buscarte! ¡Que os calléis ya!
Y así pasamos los días. Ésa es nuestra vida. Pero claro, el día en que la sita llegó ronca todo era distinto. Nos faltaban sus gritos, esos gritos tan necesarios para nosotros. Así que cuando el murmullo de siempre empezó a crecer y la sita puso su primer aviso en la pizarra todo el mundo la miró, pero sin hacerle demasiado caso, porque, quieras que no, que te griten por escrito no es lo mismo que en vivo y en directo. A los diez minutos yo estaba hablando con el Orejones al oído, y no precisamente por discreción: es que había tal griterío en la clase que, a pesar de que somos compañeros de pupitre, no conseguíamos oírnos el uno al otro; así que teníamos que hacerlo a la oreja. Lo estábamos pasando tan a tope que cuando vimos al director en mitad de la clase no pudimos entender lo que pasaba.
—¡Silencio, he dicho! —chilló el director, y todos nos quedamos como no estamos nunca: callados—. ¿Es que no veis la pizarra?
Pues no, no la habíamos visto hasta estos momentos. La pizarra estaba llena de avisos, advertencias, amenazas, puntos negativos, insultos… Nadie había hecho caso a la sita Asunción; así que ésta, desesperada con estos niños sin ley que somos nosotros, se había ido a su casa y había escrito como último mensaje:
ADIÓS MUY BUENAS. NOS VEREMOS LAS CARAS.
Cuando al día siguiente fuimos al colegio, todos hacíamos apuestas, muertos de miedo, con lo que nos iba a suceder: ¿Iba a repartir ya las notas con los ceros puestos? ¿Iba a mandar cartas a nuestros padres? ¿Iban a expulsarnos en masa del colegio?
Nada de eso sucedió. La sita entró, como si en la vida fuera posible una segunda oportunidad, sonriendo con todos sus dientes, y arrastrando su pierna hasta la pizarra. Escribió:
¿QUÉ TAL, DELINCUENTES?
Todos contestamos bastante alucinados:
—Muy bien, sita.
Y siguió escribiendo, como esas pesadillas que se te repiten tres noches seguidas:
ESTA SEMANA, COMO NO PUEDO GRITAR,
OS PONDRÉ TRABAJOS EN CLASE.
Empezó a escribir sus divisiones malditas y el famoso murmullo comenzó a oírse, porque si hay algo que a nosotros no nos sirve de nada en esta vida es la experiencia. Somos ese animal que tropieza toda la existencia con la misma piedra. Aunque haya otras más grandes y peor colocadas en el camino, nosotros siempre tropezamos con la misma. Algo en nuestro cerebro no funciona.
Cuando aquello empezó a convertirse en gritos, la sita se fue al centro de la clase y…
Casi nos mata del susto. Oímos un enorme pitido, un pitido de un pito digno del Santiago Bernabéu, un pito para conducir a una manada de elefantes de un lado a otro del continente africano.
La sita se había comprado un pito y sonrió encantada con la reacción que tuvimos cuando éste sonó por primera vez. Todo el mundo se calló de la impresión. Volvimos a trabajar con el corazón a la altura de los colmillos.
Y así empezaron los peores días de nuestra vida. La sita se emocionó tanto con el resultado de su super-pito que empezó a tratarnos como un árbitro y como un guardia de tráfico. Era una mezcla de las dos profesiones. Nos dirigía para entrar y salir al patio haciendo grandes gestos con las manos como hacen los guardias y, en clase, nos sacaba tarjetas amarillas, como hacen los árbitros. Todos estábamos pendientes para que el sonido del pito no nos pillara desprevenidos. Era preferible ver cómo lo cogía y lo hacía sonar a que sonara a tus espaldas inesperadamente. Corrías el peligro de morir de un infarto. Ella cuando más disfrutaba era cuando nos daba el susto terrorífico. Entonces se empezaba a reír a carcajadas mudas. Todavía hoy me reservo esa imagen de las carcajadas mudas de mi sita para mis peores pesadillas.
Entonces fue cuando Yihad tuvo la idea que dio un rumbo distinto a esta historia de terror. Estábamos en el recreo, en un rincón, hablando bajito, porque ni en el patio nos atrevíamos a gritar, cuando Yihad dijo:
—¿Os habéis fijado que en el recreo se deja el pito encima de la mesa? Pues mañana, cuando se vaya a tomar el bocadillo a la sala de profesores, yo acabaré con este asunto.
—¿Te vas a atrever a quitarle el pito? —le preguntó el Orejones.
—No hace falta mancharse las manos con un robo. Confiad en mí.
Llegó el día siguiente, y cuando sonó la campana, en vez de tirarnos a la puerta como es nuestra costumbre, nos hicimos los remolones hasta que la sita salió con su enorme bocadillo hacia la sala de profesores.
—Arturo, vigila la puerta, y los demás me rodeáis. Si la sita viene de improviso le diremos que estamos jugando al Disparate.
Le rodeamos los de siempre, los genuinos Pies Sucios: Paquito Medina, yo y el Orejones. Yihad se sacó del bolsillo su supercortauñas-multiusos y con la navajilla abrió el silbato de la sita por la mitad, por donde está pegado. Cogió el garbanzo y luego, con un botecito de pegamento que llevaba en el otro bolsillo volvió a pegar las dos partes hasta dejarlo igual que antes. Igual que antes… a primera vista. El silbato volvió a la mesa de la sita.
Cuando sonó la campana de fin del recreo a mí me daba la risa de los nervios, pero Yihad nos obligó, con amenazas de patadas, a ser naturales, los mismos de siempre, con nuestros defectos y nuestros… defectos.
La sita escribió unas cuantas frases en la pizarra. A ella le gusta que digamos cuál es el verbo, cuál es el sujeto. Es un capricho que tiene desde que empezó el curso.
Nos pusimos a escribir y nos pusimos a hablar. No sé por qué ocurre eso. Uno se pone a hacer los deberes e inmediatamente le entran ganas de hablar con cualquiera de cualquier cosa, desde las especies en vías de extinción al agujero de la capa de ozono o al agujero que llevas en el calcetín, al que en Carabanchel llamamos tomate. Científicos de todo el mundo han intentado averiguar por qué esta extraña reacción les sucede a todos los chavales del Planeta y han tenido que abandonar la investigación, confesando desesperanzados que la ciencia no tiene siempre respuestas para todo.
Nos pusimos a hablar en un tono normal, como siempre, y luego nos pusimos a gritar como siempre, pero los que estábamos en el ajo por un lado de la boca hablábamos con naturalidad y por el otro nos reíamos con maldad. Yo estaba saboreando aquel momento histórico, estaba saboreando cada segundo: cuando la sita se fue al centro de la clase, cuando se llevó el pito a la boca, cuando sopló con todas sus fuerzas y cuando, al no oír el fruto de su querido silbato, se quedó mirándolo con indignación, como si el silbato hubiera cometido un delito o falta grave, como si el silbato fuera alguno de nosotros.
Toda la clase se echó a reír. Yihad recibía palmadas en la espalda y él se levantaba para saludar, como los grandes artistas después de una actuación magistral. La sita nos observó con la ceja levantada, se estaba poniendo roja, cada vez más roja, mientras nosotros seguíamos contándonos los unos a los otros lo que todos habíamos visto.
—¡¡¡Esto no tiene ninguna gracia!!!
Nunca he vuelto a oír a la sita gritar de esa manera. Y mira que yo la he oído gritar. Ahora los que nos quedamos mudos fuimos nosotros. Silencio sepulcral. Todos quisimos esconder las cabezas dentro del cuello de la camisa. Es el efecto tortuga. Nos ocurre cuando nos están echando la bronca. ¿Cómo había conseguido la sita recuperar la voz de aquella manera?
Todavía estábamos nosotros recuperándonos de las mil pulsaciones al minuto, cuando el director abrió la puerta y dijo, jadeando:
—Pero, Asunción, ¿qué pasa?
La sita se tocó la garganta, tragó saliva y dijo, asombrada de sí misma:
—No sé… como llevaba una semana sin hablar no me había dado cuenta de que ya tenía bien la voz.
—¿Y cree usted que podrá reñir a sus alumnos sin que tiemblen los muros del colegio?
—Sí, claro… Es que le quitaron el garbanzo a mi silbato y…
Qué lista es mi sita. Nos miró atentamente y su mirada se detuvo en Yihad.
—Yihad, ahora mismo vuelves a dejarlo como antes, y si no lo consigues tendrás que comprarme uno nuevo.
Qué adivina es mi sita. Yihad fue hasta la sita con la cabeza baja, cogió el silbato y se fue a su pupitre a arreglarlo.
El director, antes de irse, carraspeó, y le dijo a la sita muy suavemente:
—Me parece bien que el chaval se lo arregle, pero… bueno, creo que igual que su voz ya está como siempre, el colegio entero volvería a la normalidad si usted, Asunción, abandonara el silbato. Tal vez, algún día, cuando vayamos al campo, pueda usted volver a sacarlo.
—Claro… —dijo la sita, un poco cortada.
Yihad le devolvió el pito arreglado. La sita miró su silbato con nostalgia y con una media sonrisa dijo:
—Bueno, Yihad, ya que tú conoces el mecanismo mejor que nadie y que yo no puedo tocarlo, será mejor que te lo quedes. Pero ya sabes: en el colegio no se toca.
Yihad recibió el regalo con un «gracias» que casi no se oyó y poniéndose colorado. Luego, en el camino de vuelta a casa, no paró de darse importancia enseñándole a todo el mundo el regalo que le había hecho la sita Asunción porque él conocía el mecanismo mejor que nadie.
—Ahora tendremos que aguantar al plasta de Yihad con su silbato a todas horas —le dije al Orejones en secreto.
—Con ese pitido asqueroso que tiene —me dijo el Orejones también en secreto.
Pero esta historia no acaba con unos pobres niños que aguantan a un niño petardo que no para de vacilar con el pito que le regaló su sita: esta historia acaba con cinco niños petardos (seis con el Imbécil) tocando a todo meter sus silbatos en el parque del Ahorcado y viendo cómo huían de él despavoridos viejos, mujeres y niños, porque al darse cuenta mi abuelo y el abuelo de Yihad de la manía que le teníamos al famoso y asqueroso silbato, pensaron que la única solución posible a este problema era comprarnos a cada uno, uno. Y, la verdad, cuando el infernal ruido lo producen tus propios pulmones, el garbanzo suena de una forma distinta, suena… cómo diría yo, a coro de angelitos celestiales. Los angelitos, habrás podido adivinarlo, somos nosotros.