Supermán-Olito

Mi madre y la Luisa estaban encantadas con que el lunes pusieran en la tele Supermán. No es porque sean unas fanáticas de Supermán, no te equivoques, ellas pasan de hombres voladores; es que cuando echan Supermán pueden irse tranquilas a la calle: saben que el Imbécil y yo estaremos atornillados al sofá hasta que salga un The End como una catedral.

Media hora antes de que mi madre se fuera la casa se llenó con el ruido de sus tacones y de una colonia que le compró mi padre para ahuyentar a todos los hombres del mundo. Al rato subió la Luisa a buscarla: los tacones se multiplicaron por dos y también las colonias. El Imbécil dijo:

—El nene huele a peste.

Al ver que mi madre y la Luisa se tronchaban les dije:

—Si llego a hacer yo ese comentario me hubierais asesinado.

Y mi madre se quejó a la Luisa de que yo la tenía frita, que estaba todo el día pendiente de mi hermano para chincharle y que con hermanos como yo el mundo siempre estaría en una guerra civil, y terminó su terrible discurso gritando:

—No te preocupes, porque verás Supermán tú solo; al nene nos lo llevamos nosotras, para que no te moleste, que parece mentira que sea tu hermano, la manía tan grande que le tienes.

Entonces el Imbécil tuvo un gesto humanitario que yo nunca olvidaré: se quitó el chupete para decir:

—El nene quiere con Manolito.

Mi madre se quedó mirándonos como si fuéramos los hijos de su peor enemiga.

—Vámonos —le dijo a la Luisa—, y que se maten entre ellos.

Dieron un portazo y los dos nos tiramos hacia la ventana. No íbamos a decirles adiós, estaría bueno, íbamos a abrirla porque estábamos a punto de morir asfixiados por la mezcla de aquellas dos colonias mortíferas.

No le deseo a nadie que se quede encerrado con la Luisa y su colonia en un ascensor. Me estoy reservando ese argumento para cuando me haga director de películas de terror: La enigmática asesina del ascensor. Esa será la historia con la que daré el salto a la fama.

Esos pensamientos ocupaban mi mente cuando sonó la música de Supermán. Nos volvimos como poseídos por una fuerza superior al sofá. El Imbécil enterró su chupete en el azúcar y se me echó encima; yo me llené la boca de chococrispis y pensé que si no fuera porque tenemos que compartir a los mismos padres, el Imbécil sería el mejor hermano del mundo. No estuve pensando eso mucho rato; comprenderás que ponerse a pensar en tu familia viendo Supermán es una tontería muy grande.

Íbamos por la mitad de la película cuando, de repente, la tele empezó a tener graves interferencias. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el cielo estaba negro y llovían piedras. Se oyó el trueno más grande de mi vida en este Planeta y nuestra casa tembló. Al Imbécil también le empezó a temblar la barbilla. Cuando al Imbécil le tiembla la barbilla es porque llora con el corazón, no como esas veces que se pone a llorar por fastidiar. La tele se fue del todo. Supermán había decidido abandonarnos.

Tragué saliva y tomé una gran decisión: sería ese hijo mayor con el que toda madre sueña. Se me conocería como Manolito el Protector, Supermán-Olito. Ahora sabría mi madre lo que era capaz de hacer: sería el típico niño heroico.

Cogí a mi hermano en brazos, carraspeé como hacen los tíos duros de las películas y le dije:

—No temas, pequeño, es una simple tormenta. Recuerda esto: después de la tempestad viene la calma.

Qué discurso. Yo mismo me quedé impresionado. Lástima que según acabé un rayo iluminó terroríficamente el salón y otro trueno hizo vibrar las paredes de la mansión de los García Moreno. El Imbécil, que en principio se había quedado pensativo con mis palabras, volvió a llorar con más fuerza si cabe.

La habitación estaba cada vez más oscura, así que, con el Imbécil en brazos (16 kilitos que me pesa el tío), fui a encender la luz, pero la luz, como Supermán, nos había abandonado.

A pesar de que cada vez resultaba más difícil ser Supermán-Olito, volví a tragar saliva (a mí saliva nunca me falta) y me senté otra vez en el sofá, introduje el chupete en el azúcar hasta tenerlo completamente hundido y se lo metí al Imbécil en la boca aprovechando que la había abierto para llorar. Comprenderás que entre los rayos, los truenos, el viento y los gritos del Imbécil aquello se parecía a La Familia Addams: La tradición continúa. Incluso yo, Supermán-Olito, ese niño de una inquebrantable sangre fría, se estaba empezando a poner nervioso. Durante un minuto los llantos del Imbécil cesaron y se concentró solamente en el azúcar haciendo su ruido favorito:

—Goño-goño-goño-goño-goño…

—No me preguntes qué significa. Han venido académicos de la Real Academia de la Lengua a descifrar esa extraña palabra, pero no han logrado encontrarle sentido.

El agua estaba empezando a entrar por la ventana y a mojar nuestro querido mueble-bar. Yo pensé: «Así empezó el Diluvio Universal». Pero por lo menos Noé tenía a toda su familia, unas gallinas, unos caballos, unos elefantes, en fin, personas a quien recurrir en los momentos bajos de la vida. Si mi bloque se inundaba, sólo tendría al Imbécil. ¿Por qué no venía de una vez por todas mi madre a salvar a sus hijos de esta catástrofe natural? ¿Seguiría probándose bañadores en Alcampo mientras su hijo mayor tenía que hacerse cargo de todo?

Me levanté para cerrar la ventana, pero vino un golpe de viento y la ventana se estrelló y el cristal se rompió. Yo me pregunto qué hubiera hecho Supermán en aquella aterradora situación. Yo os pregunto: ¿Qué habríais hecho vosotros que os creéis tan valientes? Supermán-Olito se llevó a su hermano y el azucarero a un refugio atómico seguro: el armario de mis padres. Cerré bien el armario desde dentro y allí nos quedamos, sentados entre todos los zapatos de mi madre (que no olían) y los de mi padre (que olían bastante).

Lloramos un poco al principio; menos mal que Supermán-Olito había tenido la precaución de llevarse el azucarero, así que el Imbécil con el chupete y yo con el dedo nos fuimos consolando bastante. Nos consolamos mucho. Tanto que llegó un momento en que debimos quedarnos dormidos.

Al cabo del rato se oían muy lejos otra vez los tacones, pero yo tenía mucho, mucho sueño. Además, no me atrevía a salir porque estaba seguro de que me la acabaría cargando. El Imbécil se despertó y yo le dije muy bajo que no se le ocurriera hablar. Así estuvimos por lo menos cinco ratos. Permaneceríamos allí días, meses, incluso años. De repente, la puerta se abrió y vimos a la Luisa que gritaba:

—¡Cata, que están aquí!

Mi madre vino corriendo. Se nos quedó mirando cómo estábamos, ahí entre los zapatos, con el Imbécil pegado a mí como una lapa. Yo ya tenía la nuca preparada para recibir una colleja histórica, pero me quedé con las ganas. Lo que pasó es que nos sacaron del armario, nos dieron un vaso de leche y unos bollos. Mi madre me sentó encima de ella y me dijo:

—Manolito, ¿no le dirás a papá que os habéis quedado solos durante la tormenta?

De repente, se me hizo la luz, me di cuenta de que la tenía en mis manos, de que si mi padre se enteraba del susto que habíamos pasado le echaría la bronca. «¿Qué hago?», me pregunté saboreando aquel momento…

—No, mami, no le diré nada a papá.

—Eres mi niño favorito —me dijo al oído.

Y aunque yo sabía que no era verdad, que sólo lo decía por comprar mi silencio, porque su preferido, lo sabe España entera, es el Imbécil, y aunque conociéndome sabía también que más tarde o más temprano yo acabaría chivándome a mi padre, me quedé sentado encima de ella durante toda la cena.

¿Qué pasa? Supermán-Olito también tiene sus debilidades.