Presentación

Federico García Lorca pertenece ya a la categoría de los mitos; y los procesos de mitificación distorsionan los rasgos de los personajes, deforman las figuras, como esos espejos cóncavos y convexos de ferias y verbenas. Redescubrir a Federico y, de paso, descubrimos más a nosotros mismos es uno de los objetivos de este libro. Y ello teniendo como telón de fondo, como hilo conductor que unifica las páginas que siguen, el cortinón oscuro y fúnebre de la muerte.

Pero que nadie se asuste. Se trata de estudiar la muerte desde la vida; esto es, de analizar cómo vio la muerte un ser pletórico de vitalidad. Porque el poeta granadino amó la vida y la vio estallar ante sus ojos como una carcasa de fuegos artificiales que se extingue tras un breve momento de deslumbrante brillantez.

La cuestión está en rescatar a Federico de la común estampa unilateral que le presenta como juglar de los gitanos, como cronista fiel de esa hora incierta del amanecer en que el aguardiente lleva el duende a la garganta del cantaor; en rescatarle de la imagen de redentor poético de los negros americanos o de los homosexuales puros que subliman su natural inclinación en una peripecia de líricos vuelos; en rescatarle, en fin, de la manipulación política oportunista que convirtió su muerte en martirio aceptado por la libertad y la redención de los pueblos.

Como todo poeta que se precie, Federico fue, ante todo, receptividad pura. Bebió cumplidamente la copa de las alegrías y de las tristezas más hondas. No otro es el precio de quienes nacen dotados de una sensibilidad fuera de serie. Se sintió llevado aquí y allá como una hoja seca a impulsos de la brisa más leve. Agotó su existencia en carne viva, con sus cinco sentidos abiertos de par en par a la más mínima vibración externa humana o material. Nada de su vida fácil —transida, eso sí, de profundos desgarros muy íntimos— podía presagiar su dramático final. «Si hay alguien que se salve de esto será Federico», decían sus amigos. Y «esto» eran los fervores fanáticos de ultraconservadores y revolucionarios que amenazaban hacer estallar por los aires a un país entero, entrecruzado por odios seculares, cuentas por saldar, revoluciones por hacer y crueles injusticias por remediar. El accidente de la muerte del poeta parece, más bien, saltar del plano trágico de su obra poética y dramática en la que corre la sangre y relucen los puñales y las navajas, que de la peripecia de una vida que Federico quiso vivir al margen de la coyuntura política de su país. El crimen que se cometió en la persona del poeta vino a demostrar hasta qué punto es endeble y vulnerable la torre en que suelen encerrarse los intelectuales y los artistas cuando no les gusta el mundo sociopolítico en que les ha tocado vivir.

En sólo una década —la que va de 1921 a 1931; esto es, de los veintitrés a los treinta y tres años del poeta— se suceden en España graves acontecimientos políticos: el desastre de Annual, en el Marruecos español, que habría de tener grandes repercusiones políticas en el pueblo; la instauración de la dictadura militar de Primo de Rivera, con la aquiescencia de la corona, y la lucha estudiantil y obrera en oposición a la misma; la caída de esa dictadura y la sublevación militar de Fermín Galán en contra de la Monarquía; el destronamiento de Alfonso XIII y la proclamación de la República… Un clima, en suma, de violencia y de sangre, de valientes desplantes y feroces represiones, de sables militares al aire y mineros en huelga, de clericalismo cerril y anticlericalismo salvaje, de terrorismo en las calles e insultos en las Cortes republicanas; con un campesinado y un proletariado por redimir y unos intelectuales con honda conciencia social, de extracción predominantemente burguesa y aristocrática, empeñados en llevar a cabo una revolución cultural a su modo, que sacara de la noche de la ignorancia a un pueblo sumido en el subdesarrollo. Y todo ello en una sociedad con graves desequilibrios económicos entre clases sociales y entre regiones históricas que llenaban de exasperación a unas masas con hambre de siglos.

El poeta García Lorca, que vivió sus años dorados en la Residencia de Estudiantes, admirado y querido por el todo Madrid, por tantos catalanes, por tantos latinoamericanos; en contacto con la flor y la nata de la intelectualidad, del arte, de la política de su época, no estaba quizá en condiciones para juzgar con profundidad la tragedia que iba a sufrir el pueblo español y en la que sería una de sus primeras víctimas. Se hallaba tal vez tan inmerso en su problemática personal que le faltó la perspicacia requerida para el análisis político. Subestimó el poder de destrucción y el odio oscuro de aquellos a quienes llamaba «malos bichos». No obstante, como veremos en este libro, Lorca anticipó en su obra, con carisma de visionario, las circunstancias que confluyeron en su muerte violenta.

La imagen más viva que guardan de él los que le conocieron es la del poeta recitando sus versos o leyendo sus obras teatrales, tocando al piano canciones populares, protagonizando la reunión de amigos hasta el amanecer entre un rosario de tabernitas, para volver a su casa con los primeros claros del alba, mañanita republicana cargada de esperanzas que se frustrarían, canturreando coplillas anónimas.

Anda jaleo, jaleo,

ya se acabó el alboroto

y ahora empieza el tiroteo

y ahora empieza el tiroteo.

En efecto, el tiroteo comenzó pronto, apenas instalada la República, cuando ya muchos juzgaban irreversible el proceso de modernización del país y se dieron de manos a boca con una guerra fratricida que enrojeció durante tres años los campos y los pueblos de España.

No cabe —creo yo—, como propone Umbral partiendo de una perspectiva moralizante y como tal simplista, «estudiar, a partir de la anécdota particular y trágica de Lorca, en qué medida toda la guerra civil española, todas nuestras guerras civiles, no son sino una ardida apoteosis de la envidia nacional». Un análisis más realista, esto es, más dialéctico, ha de hacer entrar en juego a todos los elementos que configuraron el drama.

De un lado, la oligarquía terrateniente con hábitos aristocráticos y aspiraciones de corte, que había perdido, con la subida del Frente Popular, un poder político basado en el simple esquema caciquil de señores y siervos. De otro, el anarquismo, peligrosa ideología en un pueblo subdesarrollado y hambriento, proclive a la dinamita y a la imprudencia política. Y en medio, una clase liberal, culta, laica, con buenas intenciones y utópicos proyectos, extranjerizante, propensa a ensayar en España experiencias importadas.

Federico, que anduvo siempre por esa sufrida zona central del liberalismo y las buenas formas, batida por ambos lados, que no había acabado de encontrar su norte ni de demarcar su ideología, que había perdido la hora histórica de su revolución, hijo de patriarca terrateniente pero autoincluido en el «partido de los pobres», encarnaba en su persona y en su obra literaria lo mejor del hálito burgués. El poeta mostraba, así, el alma de la contradicción, pero en una tensión dialéctica que se ve impotente y miedosa de dar el salto cualitativo que transforma de raíz a los hombres y a los pueblos.

García Lorca, a medias entre el individualismo burgués y la afirmación absoluta de la libertad anarquista, entre el elitismo de quien se sabe superior a una masa mediocre o sumida en la ignorancia y el compromiso moral con quienes sufren y a quienes se desprecia, se hallaba emocionalmente encadenado a la tradición psicológicamente represiva, por un lado, y a la sed de justicia de un pueblo oprimido y hambriento, por otro. Y era imposible la síntesis.

En aquella España de los años treinta no estaba permitido tener amigos en ambos bandos, situación de la que el poeta trataba de escapar cautivando a unos y a otros con el carisma arrollador de su personalidad. A la hora de la verdad, ni el falangista Rosales ni el socialista Montesinos pudieron liberarle de la contradicción que encarnó. Sólo la muerte no deseada, sin heroísmo, oscura y anónima como la de tantos otros, le forzó para la historia a inclinar de un lado el platillo de una balanza de equilibrio imposible. Sus asesinos decidieron por él y desde el 19 de agosto de 1936 Federico García Lorca fue obligado a formar parte de las víctimas de la España reaccionaria. Su nombre quedaría políticamente ligado al de los poetas que, como Miguel Hernández, murieron en las cárceles franquistas, al de los que, como Machado, León Felipe o Alberti, conocieron la amargura del exilio forzado.

La muerte oscura, enfrentada cobardemente quizá, segando la vida del poeta en sazón con la guadaña esgrimida por los más fieles representantes de la España negra, fue el final insospechado que aguardaba a Federico tras la esquina de una calle cualquiera de Granada. Reconstruir mínimamente estas últimas semanas del poeta es el objetivo al que apunta la primera parte de este libro. El lector podrá encontrar en otras obras que hallará en la bibliografía que incluyo el detalle pormenorizado o el nombre de los personajes que movieron en las sombras hasta los hilos más finos de la tragedia. Aquí se trata sólo de empezar por el final; esto es, de fijar la peripecia de la muerte del poeta para revisar después, en la segunda parte, los ecos emocionados que despertaron en Federico las muertes ajenas, reales o ficticias, de unos personajes que en sus poemas o en sus dramas traspasaron el umbral glorioso de la mitificación.

El encanto inimitable de los versos de García Lorca asomará cumplidamente en este libro hilvanados por mi pobre prosa bajo la temática monográfica de la muerte. Y es que, como dijo Federico en su conferencia sobre «El cante jondo»: «El poema o plantea un hondo problema emocional, sin realidad posible, o lo resuelve con la Muerte, que es la pregunta de las preguntas».

Madrid, verano de 1981