El poder del terror

A mediados de julio de 1936, unos cuantos focos militares, apoyados por pequeños grupos civiles de ideología ultraderechista, se alzaron contra el gobierno republicano español salido de las urnas en febrero de ese mismo año. Fracasado el golpe de Estado, los militares sublevados se encontraron en una difícil situación. No podían volverse atrás porque sabían que su acción estaba penada con la muerte. Desconocían la capacidad de reacción de su enemigo y la ayuda que la República podía recibir del exterior jugando la indiscutible baza de su legalidad. La desconexión existente entre las áreas sublevadas y la dificultad de conocer con exactitud lo que realmente estaba sucediendo en las grandes ciudades españolas impedían trazar planes precisos. Y todo ello chocaba con la necesidad de actuar con rapidez, habida cuenta de que en el factor sorpresa radicaba la base de su éxito. Consolidar su poder en las zonas donde habían conseguido un relativo control suponía llevar a cabo una feroz represión que les asegurase que en su avance no iban a ser atacados por la retaguardia. Pero crear un clima de terror implicaba invalidar el sentido de su sublevación, que se justificaba como una reacción contra el desorden y la ola de atentados y crímenes imperantes en la República desde que el Frente Popular había ganado las elecciones.

Tiene, pues, razón Hugh Thomas al afirmar que «la represión fue un acto político, decidido por un grupo de hombres desesperados que sabían que sus planes originales no habían salido según lo previsto». No obstante, Mola —el militar que había planeado el frustrado golpe— consideraba esa eventualidad, puesto que en sus instrucciones del 19 de julio señaló: «Es necesario propagar una atmósfera de terror. Tenemos que crear una impresión de dominación. Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular debe ser fusilado». Puede suponer el lector las consecuencias que se siguieron al quedar levantada, más o menos oficialmente, la veda para el asesinato y la destrucción en un clima dominado por la rabia, el fanatismo y el miedo.

Junto con la declaración del estado de guerra en toda la zona controlada por los sublevados, la primera medida a adoptar fue la creación de tribunales militares. Como un intento quizá de conjurar sus propios sentimientos de culpa, los militares insurgentes se propusieron la tarea de juzgar por delito de rebelión militar a todo aquel que se opusiera a sus planes. Ello originó lógicamente una situación más caótica todavía, habida cuenta de que se consideró «leal» no a aquel que se hubiera mostrado fiel al Gobierno legítimamente constituido, sino a quien se hubiera sumado a una sublevación cuyos objetivos y propósitos resultaban a todas luces oscuros e imprecisos. Aún más, todo aquel que se mostró en un principio dubitativo fue asesinado sin piedad.

El número de ejecuciones varió de un sitio a otro, según la situación y el grado de humanitarismo de los responsables militares o civiles, que —dicho sea de paso— no fue mucho. Queipo de Llano reconocía públicamente que «el ochenta por ciento de las familias andaluzas estaba de luto, y que no vacilaría en recurrir a medidas más rigurosas». Si bien algunas de estas muertes fueron producidas por «incontrolados», en muchas áreas las autoridades locales compitieron por su grado de sadismo y de crueldad. Lo característico de esta represión de los sublevados fue que en ningún momento se condenó a nadie que hubiera cometido tales crímenes. No cabe encontrar en las autoridades el horror de un presidente de la República, por ejemplo, ante los crímenes llevados a cabo en la zona leal. A este nivel se estrelló el intento de la Cruz Roja Internacional por conseguir canjes de prisioneros.

Al igual que en el caso de los asesinatos perpetrados en la zona republicana, resulta imposible determinar con exactitud el número de víctimas que cayeron como consecuencia del llamado «terror blanco». Thomas señala la cifra de 50 000 en los primeros seis meses de la guerra, «y quizá la mitad más durante los meses siguientes». Jackson apunta, sobre la base de pruebas documentales, la cifra de 200 000 por represalias nacionalistas durante toda la guerra. Separadas por zonas, las cifras más fiables son: en Navarra, entre 7000 y 8000; en Sevilla, 9000; en Valencia, 9000; en Zaragoza, 2000; en las Baleares, 3000; en Granada, prácticamente rodeada por fuerzas republicanas, la desesperación de sus ocupantes se tradujo en una espantosa carnicería, de la que no pudo escapar ni el inocente poeta. García Lorca, como luego veremos. Gibson da para esta ciudad la cifra de 25 000 (cantidad sumamente coincidente con la de 26 000 calculada por Jackson, «según una fuente bien informada»). El Colegio de Abogados de Madrid calculó una cifra de 50 000 para toda la guerra, muy por debajo de la realidad. Otros autores, como Payne, Salas Larrazábal y De la Cierva, evitan pronunciarse numéricamente.

Dada la dificultad de aventurar conjeturas, otros autores prefieren hacer hincapié en las características de los represaliados. Se sabe, por ejemplo, que los sublevados llegaron a asesinar a muchos oficiales leales a la República, incluidos seis generales y un almirante. Sólo en 1936 fueron fusilados 34 miembros de las Cortes, incluida una cuarta parte de los diputados socialistas. Rectores de Universidad, funcionarios públicos civiles, gobernadores, maestros de escuela, alcaldes; en suma, todo el que ostentaba un cargo en la España republicana era de momento encarcelado, y la inmensa mayoría pasados ulteriormente por las armas tras un simulacro de juicio sumarísimo. La justificación legal de todos estos asesinatos se buscó en el estado de guerra, si bien al principio ni siquiera se utilizaba forma alguna de juicio. Se consideraba que un hombre fusilado era un hombre juzgado. «Un general —señala Thomas— que en 1035 se habría pasado una semana entera vacilando antes de firmar una sentencia de muerte, en agosto de 1936 aprobaba veinte muertes diarias sin pensarlo dos veces. A partir de entonces, los jefes rebeldes, desde Mola hasta el fascista más joven de Valladolid, estuvieron unidos por un lazo de sangre, que fue una de las razones por las que nunca consintieron en llegar a un compromiso, y ni siquiera lo proyectaron».

La crueldad de los legionarios y regulares marroquíes llegó a ser tristemente célebre, sin que se sepa que ninguno de los oficiales que los mandaban hiciese nada por impedirlo. Se sabe que, en todo caso, Franco dio orden de que se les prohibiera llevar a cabo su bárbara costumbre de castrar a los muertos para utilizar sus órganos sexuales como trofeos de guerra. No tuvieron, en cambio, impedimento alguno para asesinar a enfermos en las camas de los hospitales, lanzar granadas contra grupos de hombres indefensos e incluso violar a las mujeres de sus enemigos. Pese a una indudable dosis de arbitrariedad, la represión de los sublevados fue el resultado de un cálculo orquestado por las autoridades, dentro de una campaña de regeneración. Ni la amistad ni los vínculos familiares o profesionales parecieron contar mucho a la hora de pasar a alguien por las armas. La frialdad y decisión fanática de Franco le hicieron pronto descollar en esta campaña de muerte sin cuartel, no cediendo en ocasiones ni a las peticiones de indulto que le elevaron hombres tan cercanos a él como Queipo y Cabanellas.

Ciertamente, si la sublevación militar era la reacción contra el desorden de los últimos meses, el caos que generó invalidaba su justificación. Fue preciso, en consecuencia, apelar a otros recursos ideológicos y echar mano a ficciones jurídicas para dar sentido a algo que cualquier observador imparcial sólo podía calificar de monstruoso.

Ciñámonos ahora al contexto de Granada, donde hallaría la muerte nuestro poeta. La ciudad había caído en manos de los sublevados en virtud de un rápido golpe de fuerza. No obstante, todos los territorios que la rodean se habían mantenido fieles a la República. La posibilidad de que los republicanos recuperasen la ciudad perdida llenaba de furor y de miedo a los que de momento la dominaban. Había que llevar a cabo una feroz represión en orden a evitar que un eventual ataque exterior contase con el apoyo de individuos que se encontraban dentro de la misma. Las autoridades militares habían de organizar milicias civiles que aumentaran las fuerzas que ya se encontraban a su disposición. El general Orgaz Yoldi llegaba a Granada desde Tetuán con órdenes de Franco para supervisar personalmente los planes de defensa de la ciudad de la Alhambra. La Comandancia militar preparaba diariamente las listas de los que habían de ser detenidos y fusilados, si bien el Gobierno civil, a las órdenes del comandante Valdés, rodeado de falangistas, oficiales, policías y asesinos, se había consagrado por decisión propia a organizar la represión de la ciudad. La primera milicia local formada por Orgaz fue la de los Españoles Patriotas, que llegó a contar con unos cinco mil miembros.

Con todo, el grupo más macabro que llegó a hacerse tristemente célebre en Granada fue el de las Escuadras Negras. «Eran —dice Gibson— poco más que un grupo de individuos que mataban por el placer que encontraban en el asesinato, y a quienes Valdés, con la finalidad de reducir a la población de Granada al mayor terror, había dado carta blanca para que cometieran cuantos crímenes les vinieran en gana. Funcionaban en colaboración estrecha con el Gobierno civil, y muchos de los que actuaban con las escuadras eran criminales que se afiliaron a la Falange en los primeros días del Movimiento, a menudo delincuentes de medio pelo. Otros vieron en las escuadras la oportunidad de satisfacer antiguos rencores contra la sociedad».

Federico García Lorca había pintado en uno de los romances de su Romancero gitano el enfrentamiento a muerte entre el caos y el orden, entre la ley y la magia, entre el poder y la lírica, entre la autoridad y la libertad. Me refiero, claro está, al Romance de la Guardia Civil española, «el más heterogéneo y, artísticamente, el más ambicioso», según señala Guillermo Díaz-Plaja. El lector debe ver en él la lucha entre fuerzas telúricas y abstractas, entre distintas concepciones de la vida, más allá de la anécdota concreta (guardias civiles y gitanos) en que tales fuerzas se personifican. No obstante, vale la pena recordarlo aquí para ilustrar poéticamente este ambiente de enfrentamiento a muerte que ensangrentó Granada, como tantas ciudades españolas, en aquellos fatídicos días del verano de 1936.

Los caballos negros son.

Las herraduras son negras,

sobre las capas relucen

manchas de tinta y de cera.

Tienen, por eso no lloran,

de plomo las calaveras.

Con el alma de charol

vienen por la carretera.

Jorobados y nocturnos,

por donde animan ordenan

silencios de goma oscura

y miedos de fina arena.

Pasan, si quieren pasar,

y ocultan en la cabeza

una vaga astronomía

de pistolas inconcretas.

En contraste con esta nota sórdida en negro, se halla la alegría y claridad de la ciudad de los gitanos, acentuada por el fulgor de las fraguas.

¡Oh ciudad de los gitanos!

En las esquinas banderas.

La luna y la calabaza

con las guindas en conserva.

¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Ciudad de dolor y almizcle,

con las torres de canela.

De pronto se produce el enfrentamiento. Mientras la ciudad se encuentra en el más alegre momento de su tranquila confianza, sus enemigos han decidido arrasarla. Las imágenes ingenuas de un Belén infantil cobran vida e intervienen en ayuda de los gitanos mezclados con personajes andaluces reales. El conjunto es de un patetismo lírico encantador.

Cuando llegaba la noche,

noche que noche nochera,

los gitanos en sus fraguas

forjaban soles y flechas.

Un caballo malherido,

llamaba a todas las puertas,

gallos de vidrio cantaban

Por Jerez de la Frontera.

El viento vuelve desnudo

la esquina de la sorpresa,

en la noche platinoche

noche, que noche nochera.

*

La Virgen y San José

perdieron sus castañuelas,

y buscan a los gitanos

para ver si las encuentran.

La Virgen viene vestida

con un traje de alcaldesa

de papel de chocolate

con los collares de almendras.

San José mueve los brazos

bajo una capa de seda.

Detrás va Pedro Domecq

con tres sultanes de Persia.

La media luna soñaba

un éxtasis de cigüeña.

Estandartes y faroles

invaden las azoteas.

Por los espejos sollozan

bailarinas sin caderas.

Agua y sombra, sombra y agua

por Jerez de la Frontera.

*

¡Oh ciudad de los gitanos!

En las esquinas banderas.

Apaga tus verdes luces

que viene la benemérita.

¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Dejadla lejos del mar,

sin peines para sus crenchas.

*

Avanzan de dos en fondo

a la ciudad de la fiesta.

Un rumor de siemprevivas

invade las cartucheras.

Avanzan de dos en fondo.

Doble nocturno de tela.

El cielo se les antoja

una vitrina de espuelas.

Tras el contraste entre el mundo colorista de olores fuertes de la ciudad gitana y la cerrazón de la Guardia civil para captar la poesía que le rodea, se produce el momento de más intensa emoción de todo el romance.

La ciudad libre de miedo

multiplicaba sus puertas.

Cuarenta guardias civiles

entran a saco por ellas.

Los relojes se pararon,

y el coñac de las botellas

se disfrazó de noviembre

para no infundir sospechas.

Un vuelo de gritos largos

se levantó en las veletas.

Los sables cortan las brisas

que los cascos atropellan.

Por las calles de penumbra

huyen las gitanas viejas

con los caballos dormidos

y las orzas de monedas.

Por las calles empinadas

suben las capas siniestras,

dejando detrás fugaces

remolinos de tijeras.

En el portal de Belén

los gitanos se congregan.

San José, lleno de heridas,

amortaja a una doncella.

Tercos fusiles agudos

por toda la noche suenan.

La Virgen cura a los niños

con salivilla de estrella.

Pero la Guardia civil

avanza sembrando hogueras,

donde joven y desnuda

la imaginación se quema.

Rosa la de los Camborios

gime sentada en su puerta

con sus dos pechos cortados

puestos en una bandeja.

Y otras muchachas corrían

perseguidas por sus trenzas,

en un aire donde estallan

rosas de pólvora negra.

Cuando todos los tejados

eran surcos en la tierra,

el alba meció sus hombros

en largo perfil de piedra.

*

¡Oh ciudad de los gitanos!

La Guardia civil se aleja

por un túnel de silencio

mientras las llamas te cercan.

¡Oh ciudad de los gitanos!

¿Quién te vio y no te recuerda?

Que te busquen en mi frente.

Juego de luna y arena.

Federico ignoraba que su vida iba a desaparecer en un ambiente de violencia irracional semejante al descrito en este romance. El poeta, que no podría morir «decentemente en su cama», que no necesitaría que al morir «dejaran el balcón abierto» por haber muerto en pleno campo, conocería la gloria de la inmortalidad histórica. Pese al silencio de sus asesinos, se cumpliría esa especie de encargo testamentario que incluyera en el Romancero gitano:

Madre cuando yo me muera,

que se enteren los señores.

Pon telegramas azules

que vayan del Sur al Norte.