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El primer Whelan que llegó a Estados Unidos lo hizo en 1862 como un inmigrante irlandés más. Kieran Whelan huía de la miseria que había arrasado su país natal y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para salir adelante. Tan sólo tenía dieciséis años, y su historia era una de las más leídas del Diario de los guardianes.
Historia de Kieran Whelan
Diario de los guardianes
Cuenta la leyenda que Kieran Whelan llegó a Nueva York muerto de hambre y lleno de piojos. Se había pasado semanas encerrado en la bodega de un barco y el hedor de la muerte y la enfermedad se le había pegado de tal modo al cuerpo que ya no lo notaba. Durante los primeros días fue feliz, a pesar de que seguía pasando hambre y de que no tenía dónde caerse muerto, pero pronto se dio cuenta de que había salido del fuego para caer en las brasas. O en el infierno.
El país entero estaba en guerra, y los recién llegados eran soldados a la fuerza; jóvenes que bajaban de un barco para regresar poco tiempo después metidos en ataúdes. Kieran consiguió zafarse del primer reclutamiento «voluntario» que tuvo lugar en el barrio donde había conseguido un miserable trabajo como friegaplatos a cambio de un catre, pero no del segundo. Así que se vio luchando en una guerra en la que no creía y defendiendo un país al que no amaba, al menos todavía no. Pero la guerra tiene un efecto curioso en los soldados, éstos pronto se olvidan de la bandera por la que supuestamente combaten, y se limitan a cuidar del hombre que tienen al lado. En medio del cruel campo de batalla, a los soldados no los protegen los ideales políticos o las exigencias territoriales de un bando u otro; en el fragor de la batalla, un soldado sólo puede confiar en sí mismo y en sus compañeros de armas.
Kieran formaba parte del batallón de infantería del capitán Wilkins, un tejano de cuarenta años, de muy pocas palabras. En Irlanda, Kieran era pastor, así que, sin temor a equivocarse, se podía decir que no tenía ni idea de cómo utilizar una bayoneta; pero si bien le faltaba pericia armamentística, le sobraban ganas de vivir, y pronto aprendió lo necesario para defenderse a sí mismo y al resto de su pelotón.
Una noche, después de varios días de contienda, disfrutaron de unos extraños momentos de paz, seguramente debidos a la necesidad que ambos bandos tenían de reagruparse y replantear estrategias. Esa noche, Kieran oyó cómo Fredo, un italiano recién llegado como él, y Sal hablaban de sus respectivas esposas e hijos. Al escuchar las emotivas palabras de los dos soldados, a Kieran se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le llenaron de lágrimas, y se juró que haría todo lo que estuviera en su mano para protegerlos. A ellos alguien los estaba esperando. Tenían que regresar.
A la mañana siguiente, tuvo lugar una batalla que pasó a los libros de historia y Kieran cumplió su promesa.
Fredo y Sal se habían quedado atrapados detrás de los troncos que habían utilizado como trinchera y las llamas causadas por un acertado cañonazo de sus enemigos se les estaban acercando. Kieran sólo tenía dos opciones: o los sacaba de allí o apagaba el fuego. Y las dos eran un suicido. Sin importarle morir, se limitó a sopesar cuál de las dos ofrecía más probabilidades de éxito, y se decidió por la segunda: apagar el fuego. Quizá su oficio no le hubiera enseñado a utilizar una arma, pero sí sabía que un fuego como aquél sólo había un modo de apagarlo, y era encendiendo otro. Si hubiera estado en Irlanda, habría cavado una zanja en el suelo como cortafuego y las llamas no habrían podido seguir avanzando. Pero allí no tenía ninguna pala, y no tenía tiempo de hacerlo con las manos. Lo que sí tenía era pólvora, madera y cerillas, así que iba a provocar el mayor incendio posible para sofocar el otro.
Pasó corriendo por delante de Fredo y Sal y oyó que el italiano le decía a gritos que estaba loco y que se fuera de allí en seguida. Acompañó sus palabras con varios insultos y los dos compañeros miraron a Kieran horrorizados al comprender lo que iba a hacer.
Éste construyó la pira y le prendió fuego, y a pesar de que vio que varios soldados enemigos iban hacia él, no se apartó hasta asegurarse de que las llamas se avivaban lo suficiente como para enfrentarse y apagarse mutuamente. A su espalda, oyó que Fredo había conseguido liberarse y que estaba ayudando a Sal mientras los dos seguían gritándole que se fuera. Kieran sentía el calor del fuego en el rostro, oía el crujir de las astillas, y, de repente, una bayoneta lo atravesó por la espalda. Cayó al suelo de rodillas, pero antes de morir vio cómo Sal y Fredo se alejaban de allí justo antes de que las llamas alcanzaran un barril de pólvora que también había quedado bajo los troncos.
Como buen irlandés, Kieran conocía un montón de leyendas sobre duendes y hadas, pero nunca se había imaginado a ninguno con el aspecto de aquel ser que lo visitó en el campo de batalla. Y cuando aquella criatura misteriosa le contó que iba a convertirlo en guardián y que su misión sería proteger a los humanos, supo que había muerto y que estaba en el infierno, en el infierno al que iban a parar todos los incrédulos. Cerró los ojos y se dejó llevar, y días más tarde volvió a abrirlos.
Kieran Whelan tardó varios años en regresar a Nueva York, y por el camino aprendió muchas cosas acerca de lo que significaba ser un guardián. Al llegar a la ciudad, lo primero que hizo fue asegurarse de que Fredo y Sal estaban bien, aunque no fue a visitarlos en persona. Se veía incapaz de explicarles cómo había sobrevivido a aquella explosión. Con el poco dinero que tenía ahorrado, fruto de los distintos y variados trabajos que había encontrado en su camino de regreso, Kieran compró un pequeño local cerca del lugar donde había desembarcado por primera vez. Pensó que ya que aquella esquina de la ciudad era la primera que había visto, bien podía ser un buen sitio para empezar su nueva vida. Ese pequeño local años más tarde se convirtió en la primera sede de Manufacturas Whelan, y fue en ese barrio donde conoció a Lucy, su alma gemela, y donde nació su primer hijo.
Kieran fue el primer guardián de su clan, y la historia lo recuerda como un hombre justo y valiente. Y aquel local del muelle de Nueva York pasó a formar parte del impresionante patrimonio de los Whelan.
El local de Kieran, así era como lo llamaban Simon y su padre cuando se referían a él, era ahora una especie de escondite secreto. Royce se encargó de que instalaran en él todas las comodidades propias de su tiempo y lo había utilizado para reunirse con Tom Gebler. Simon lo había visitado con relativa frecuencia mientras estaba casado, para esconderse de Naomi. Pero no había vuelto allí desde su divorcio. Nadie sabía exactamente dónde estaba; al fin y al cabo, era un local vacío que mantenían por razones sentimentales, pero todos los almacenes que habían sido allanados formaban un círculo a su alrededor.
—¿Señor Whelan, le pasa algo? ¿Simon?
—¿Eh? —Levantó la vista del papel que tenía delante. Estaba tan concentrado que ni siquiera había oído entrar a Mara—. Mara, ¿qué estás haciendo aquí?
—Trabajo aquí, a no ser que me haya despedido. —Le sonrió y sintió un cosquilleo en el estómago al ver que él levantaba la comisura del labio. No, tenía que dejar de pensar en esas cosas.
—No digas tonterías. —La miró a los ojos—. Tendrías que haberte quedado en casa.
—Tú también. —Le sostuvo la mirada y caminó hacia él—. Me he cruzado con Oliver, el detective Cardoso. ¿Han averiguado algo?
—Sí. —Simon fingió que no le molestaba que Mara, que a él se resistía a llamarlo por su nombre, no tuviera ningún reparo en utilizar el del detective—. Al parecer, el artefacto que utilizaron para volar el almacén es un prototipo militar.
Nunca le había contado que era un guardián, o que sospechaba que los allanamientos y atentados los habían causado los miembros de un ejército formado por criaturas de otro mundo, pero sí que la había mantenido al tanto de muchos detalles de la investigación. Además, le había encargado que supervisara personalmente ciertas operaciones, fiándose de ella completamente, algo muy inusual en Simon.
—¿Un prototipo militar? Pero ¿qué clase de ladrones utilizan esa tecnología? —Ella lo sabía perfectamente; unos ladrones que no tienen intención de robar nada—. ¿La policía tiene alguna pista?
—Ninguna, pero el detective Cardoso me ha dicho que me mantendrá informado. Anoche te acompañó a casa, ¿qué te pareció? —Trató de que la pregunta sonará profesional.
—Concienzudo, pero la verdad es que llegamos a mi apartamento en veinte minutos y me despedí de él sin más. —Con la agenda que sujetaba en la mano derecha señaló hacia la puerta—. Ha llegado un paquete de Escocia, y tu ex esposa…
—Dile que llame más tarde.
—Está fuera.
—¿Naomi está fuera?
—Sí. Ha venido acompañada, y me ha dicho que es importante.
—¿Te ha dicho algo más?
—Me ha parecido oír alguna de sus habituales insinuaciones de mal gusto, pero estoy segura de que han sido imaginaciones mías.
—Hazla pasar, Mara. —Simon se puso en pie—. Lamento que te haya dicho eso, sea lo que sea.
—No es culpa tuya. —El hecho de que Simon fuera tan educado con ella siempre la desarmaba—. Los haré entrar, y cuando se vayan traeré el paquete.
—Sí, seguro que para entonces necesitaré que me animen, y los paquetes de Ewan siempre son como mínimo interesantes.
Mara le sonrió y salió del despacho, medio minuto más tarde entraron Naomi, impresionante como siempre, y un atractivo hombre de sienes plateadas.
—Hola, Simon, te presento a Jeremiah Claybourne, mi prometido.
Simon le tendió la mano estupefacto.
—Simon Whelan, encantado.
—Igualmente. Tengo que confesar que tenía muchas ganas de conocer al hombre que dejó escapar a esta preciosidad —dijo Claybourne seductor, y Naomi se sonrojó satisfecha.
—Ya, bueno, supongo que no soy digno de ella —contestó, para seguirle el juego, aunque sintió como si se le despertara una úlcera. Al guardián no le había gustado el comentario—. Sentaos.
—No, no te molestes, Simon querido —dijo Naomi, y maldita sea si Simon no sintió un gran alivio—. Sólo quería decirte lo de mi compromiso en persona. Este fin de semana Jer me llevará a la fiesta del Metropolitan, y no quería que te enteraras por los periódicos.
—Te lo agradezco —respondió él. En realidad no le importaba lo más mínimo, y sabía que Naomi no lo hacía por educación, sino porque se moría de ganas de restregarle por las narices que le había encontrado sustituto. Bien hecho, pensó incluso el guardián, a ver si así la perdían de vista para siempre—. ¿Y cuándo es la boda?
—Dentro de seis meses —respondió Claybourne—. Viajo mucho, y a mí me habría gustado que fuera antes, pero Naomi tenía mucha ilusión en casarse por la Iglesia y no nos han dado fecha hasta entonces. Nos encantaría que vinieras.
—Por supuesto. —Simon todavía recordaba lo furiosa que se puso Naomi cuando no consiguió que él accediera a casarse por la Iglesia. Y ya podía imaginarse las armas a las que habría recurrido para convencer a Claybourne, pero a pesar de ello no pudo sentir lástima por el otro hombre. Había algo en él que lo inquietaba.
—Tenemos que irnos, Jer. —Naomi tiró del antebrazo de su prometido—. Te enviaremos la invitación, Simon.
Éste le estrechó de nuevo la mano a Claybourne y a Naomi le dio un beso en la mejilla. Simon habría querido evitarlo, pero ella se pegó a su cuello y aprovechó para susurrarle al oído:
—Por fin lo he comprendido todo, Simon, y créeme, me das lástima.