13
Cuando Sebastian llegó al muelle, en seguida tuvo el presentimiento de que él no era el único soldado del ejército de las sombras que había por allí esa noche. Aunque hubiera desertado de ese ejército, seguía siendo uno de ellos y podía detectar su presencia, lo que significaba que ellos también lo detectaban a él y que tenía que andarse con cuidado.
Recordaba perfectamente dónde estaba el local del que le había hablado Simon; habían ido allí juntos un par de veces durante su juventud y a Bastian siempre le había parecido que dentro se respiraba tranquilidad. Faltaban un par de horas para que amaneciera y las sombras de la noche empezaban a disiparse. Estaba a unos diez metros del lugar cuando vio que un coche negro, demasiado caro para estar por aquellos barrios, se acercaba. Se escondió entre los palés y siguió dirigiéndose al local, y no le sorprendió lo más mínimo comprobar que aquél era también el destino del misterioso coche. Buscó un lugar desde el que poder mirar sin ser visto, y esperó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó furioso Jeremiah Claybourne al bajar del coche.
—Se ha escapado —respondió Demetrius presionándose una herida con un sucio trozo de tela—. Había una mujer con él.
—¿Me estás diciendo que Simon Whelan y una mujer han conseguido derrotar a cuatro de los más temibles soldados del infierno?
—Nunca había visto a un guardián así —se justificó Demetrius—, era como un animal salvaje, y creo que estaba así por la chica.
—Pues haberle pegado un tiro a la fulana y listo. Ya os dije que quería a Whelan vivo, los daños colaterales no me importan lo más mínimo.
—No era una fulana —replicó el otro—. Yo ya la había visto antes, en casa de lord Ezequiel.
—¿Qué has dicho?
—Esa mujer que estaba con Whelan, no sé cómo se llama. —Se quedó pensativo unos segundos—. Stokes, creo. La vi en casa de lord Ezequiel hace unos años.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo, señor.
Claybourne suspiró resignado.
—Está bien. Limpia todo esto. —Levantó las manos para señalar los cadáveres de los otros soldados—. Y procura no llamar la atención durante unos días.
Jeremiah subió al coche y se fue de allí a toda velocidad, y Demetrius cargó a sus compañeros muertos en una furgoneta. Sebastian esperó a que se fueran y luego salió de su escondite. Había reconocido a Jeremiah Claybourne de las revistas de sociedad, y a juzgar por la conversación que acababa de escuchar, pretendía capturar a Simon; al parecer, éste había huido con una mujer vinculada a lord Ezequiel. Tenía que avisar a su amigo, y también a Montgomery. Si lord Ezequiel estaba tramando algo, ellos tenían que estar alerta.
Mientras tanto, en algún lugar de Rusia
Simona sabía perfectamente que cruzar la estepa rusa en busca de alguna pista acerca de su pasado sin tener ningún plan y sin punto de partida era una completa locura, pero nada comparable a traicionar a lord Ezequiel y abandonar el único hogar que había conocido. Y si había hecho lo segundo y lo tercero, bien podía hacer lo primero. En Moscú había encontrado a un viejo loco que le había contado una fábula sobre un famoso guardián llamado Babrica. El anciano había insistido en que era verdad, y cuando ella hizo uno de sus típicos comentarios sarcásticos, el hombre, con la sabiduría y paciencia que sólo otorga la edad, le preguntó si tenía miedo de enfrentarse a la realidad. Sí, quizá sí tenía miedo, porque si todo lo que ella sabía era mentira… entonces, ¿cómo justificaría su pasado, su misma existencia?
Aceleró la moto y dejó que el viento se llevara consigo todas aquellas incertidumbres. Ya faltaba poco para llegar al pueblo en el que, según el anciano, encontraría algunas respuestas. Y muchas más preguntas. Antes, Simona había tenido la sensación de que la estaban siguiendo, pero tras dar varios rodeos había conseguido quitarse de encima aquel pequeño turismo rojo de aspecto aparentemente inocente que sin embargo llevaba horas pegado a ella.
Vio un cartel desvencijado que anunciaba el nombre del pueblo y giró en esa dirección. Había nieve a ambos lados de la carretera, y la sorprendió no ver ninguna huella en medio de la blancura. Avistó un grupo de casas y se dirigió hacia allí, pero no encontró a nadie y fue en ese instante cuando se dio cuenta del silencio. Lo único que podía oírse, aparte del motor, era un silencio sepulcral.
Se detuvo y paró la moto. Nada. Sólo silencio. Se quitó el casco, lo dejó encima del asiento, y desmontó al mismo tiempo que comprobaba que tenía una de sus espadas pegada al muslo. Recorrió la calle en busca de alguno de los habitantes, pero a juzgar por las ventanas rotas y el estado de las casas, hacía mucho tiempo que allí no vivía nadie. Lo mejor sería regresar. Y eso era exactamente lo que iba a hacer hasta que un edificio en concreto captó su atención: la escuela.
Simona estaba convencida de que nunca había estado allí, pero sabía con absoluta certeza que dentro de la escuela había un banco de madera rojo y una sala llena de camas con cabezales de hierro que resonaban al golpear contra la pared. Llegó a los escalones de la entrada y se detuvo; tardó unos segundos en darse cuenta de lo que sucedía: tenía miedo. Un horrible escalofrío le recorría la espalda y se notaba las manos húmedas de sudor. ¿Por qué tenía miedo de entrar en un edificio abandonado? Se obligó a subir un escalón, y otro. Ella no tenía miedo de nada, se repitió, ella no tenía nada que perder —aunque en ese instante el rostro de un policía londinense le vino a la mente. Desenfundó la espada y abrió de una patada la puerta de la escuela. El ruido de unas pisadas en la nieve la obligó a volverse, y gracias a sus instintos, y a años de entrenamiento, consiguió esquivar una daga que sin duda llevaba su nombre.
Aparecieron de repente, y estaban por todas partes. Primero creyó que eran dos, pero en seguida vio que como mínimo iba a tener que enfrentarse a ocho… ¿Qué diablos eran aquellas cosas? Simona se había criado en casa de lord Ezequiel, así que estaba familiarizada con el ejército de las sombras, pero aquellos hombres, por llamarlos de alguna manera, hacía mucho que no recordaban nada de su humanidad. Tenían la piel pálida, casi translúcida, y unos colmillos mucho más largos de lo habitual y que no parecían retroceder jamás. Los ojos parecían espejos, y de no ser por la certeza con que disparaban los habría creído ciegos.
Daba igual, fueran lo que fuesen, iban a morir. Simona todavía no había encontrado a ninguna criatura capaz de sobrevivir a la decapitación. Un par fueron a por ella, que los recibió con la espada en alto. Al primero le cortó la cabeza al instante, pero el segundo la derribó al suelo y llegó incluso a darle un puñetazo antes de que consiguiera dejarlo sin la posibilidad de volver a ponerse nunca más un sombrero. Se estaba ocupando de otro par cuando dos más la atacaron por detrás. Aquellas malditas ratas no peleaban limpio. Simona recurrió a todos los trucos que sabía, pero una guerrera como ella sabía cuándo había perdido. Aquél era el fin. Iba a morir en una escuela rusa abandonada en medio de la nieve. Sola. Sin…
Los dos monstruos que la cubrían salieron por los aires. A uno le voló la cabeza un disparo, y el otro cayó derribado de un tiro en el torso. Y el hombre que blandía la escopeta de la que habían salido ambas balas no era otro que Mitch Buchanan, el policía londinense que quería que ella lo llamara Michael. Y al que Simona había abandonado en Londres por su propio bien. ¿Es que ni las buenas obras le salían tal como había previsto?
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —le preguntó a Mitch cuando se puso en pie y justo antes de ocuparse de los dos tipos que la habían atacado por la espalda.
—Yo también me alegro de verte, Michael —dijo él sarcástico imitando su tono de voz—. Gracias por salvarme la vida. ¡Agáchate! —Disparó por encima de ella y mató a uno que había estado a punto de pillarla desprevenida—. Dios, pensaba que los asesinos a sueldo como tú estabais mejor entrenados.
—Yo no soy una asesina a sueldo —se defendió Simona—. Y ya sabía que lo tenía detrás.
—Seguro. —Mitch disparó a otros dos que pretendían acercarse—. Igual que sabías que te estaba siguiendo.
—Lo sabía. La próxima vez pide que te den un coche de un color más discreto, el rojo destaca mucho en medio de la nieve. A tu derecha —le advirtió.
Mitch se ocupó de ese hombre y de dos más.
—Era el último coche que les quedaba. ¿A qué han venido esas vueltas que has dado antes? No me digas que pretendías despistarme. ¡Agáchate! Dios, eres tan alta —maldijo, pero la verdad era que sonó como un cumplido. Y lo era, a Mitch le encantaba que Simona fuera tan alta.
—No sabía que eras tú —dijo ella, y tan pronto como terminó la frase se arrepintió.
—¿Eso quiere decir que si lo hubieras sabido no habrías tratado de perderme de vista?
—¿Te importa que lo dejemos para más tarde? —Empezaba a costarle eso de luchar contra unos asesinos aparentemente incansables y mantener una conversación con el hombre que había prometido conquistar su corazón.
—Para nada, cielo —le aseguró, y le lanzó un beso—. Ocupémonos de nuestros invitados primero.
En Londres, Simona ya se había dado cuenta de que Mitch era un hombre extraordinario, pero verlo allí, dispuesto a defenderla sin cuestionarse siquiera contra qué, o contra quién, la dejó sin habla.
Después de que ella lo abandonó en Londres, Mitch se dijo que esperaría a que regresara, pero cuantos más días pasaban desde su partida, más convencido estaba de que Simona corría un grave peligro. Así que le dijo a su capitán que se tomaba todas las vacaciones que no se había cogido en los diez años que llevaba de servicio, e hizo las maletas. Antes de dar con su rastro, Mitch tuvo que hacer una parada en Escocia, donde Ewan le dio información muy valiosa, y en un par de capitales europeas. Pero había valido la pena, y daba gracias a Dios, o a quien fuera que estuviera allí arriba, por haberle permitido llegar a tiempo de salvarla de aquellas cosas que la habían atacado.
Simona y Mitch lucharon con una coreografía perfecta, igual que si llevaran años haciéndolo, y ella fue quien mató al último de sus adversarios.
—Ya está —dijo, cuando vio caer el cadáver al suelo.
Mitch se colgó el rifle del hombro y se plantó frente a Simona.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado, sujetándole el rostro entre las manos.
—Sí —le aseguró ella.
—Pues voy a besarte —le susurró con ternura. Mitch se moría de ganas de volver a sentirla entre sus brazos, pero después de lo de Londres sabía que tenía que ir despacio.
—De acuerdo —murmuró Simona y se pasó nerviosa la lengua por los labios.
Mitch le dedicó aquella sonrisa que a ella le llegaba al corazón e inclinó la cabeza.
Fue un beso tan intenso que incluso se estremecieron las hojas de los árboles.
Lord Ezequiel salió de la cama en la que ahora había un hombre y una mujer inconscientes. Se lo había pasado bien, y quizá en otras circunstancias habría hecho algo más, como por ejemplo, dejarlos secos y quedarse con sus almas, pero esa noche no estaba de humor. Lo que sin duda salvaría la vida de esos desgraciados, que se despertarían en la habitación de algún hotel sin acordarse de nada de lo sucedido.
Llevaba años, décadas, siglos, preparándose para el cisma. Los guardianes eran los únicos que se lo habían puesto algo difícil, y eso que los muy estúpidos no tenían ni idea de que en la tierra existían otros seres tan poderosos como ellos, o incluso más. Y no sería él quien se lo contara. No cuando estaba tan cerca de conseguir lo que tanto ansiaba. Durante mucho tiempo, nadie había sospechado nada, exceptuando algún caso, como por ejemplo cuando Royce Whelan y ese humano, Tom Gebler, estuvieron a punto de echarlo todo a perder. Otro problema al que había tenido que enfrentarse últimamente había sido el abandono de Simona. Él se había hecho cargo de ella desde que era muy pequeña, no porque la quisiera ni nada por el estilo, sino porque sabía que la hija de un guardián era una criatura muy poderosa y que le sería muy útil —y necesaria— en el futuro. Tenía que reconocer que en algún momento había llegado a sentir algo parecido al afecto por la joven, en especial cuando la veía matar a alguien a sangre fría. O quizá era orgullo. Pero la muy estúpida había terminado por desarrollar una conciencia y había tirado su prometedor futuro por la borda. La muy ingrata. Miró el reloj y sonrió. Bueno, a esas horas, seguro que sus pequeños engendros ya la habrían encontrado. Y sus instrucciones eran claras: matar a Simona. Él no daba segundas oportunidades, ya encontraría a otra ilíada en alguna parte; mientras podría entretenerse viendo sufrir a los humanos. Echaba tanto de menos las guerras de antaño; Vietnam, las dos guerras mundiales, las Cruzadas. Sí, las Cruzadas habían sido unas guerras fantásticas; muerte y miseria extendiéndose por el mundo a partes iguales. Torturas inimaginables, hombres que trataban a sus congéneres como animales, y miles de heridos dispuestos a entregarle su alma a cambio de nada. Las Cruzadas habían sido increíbles, allí había encontrado a soldados muy fieles y que habían dado grandes logros al ejército de las sombras.
Las guerras modernas eran muy distintas, la crueldad solía tejerse en algún despacho en Washington o Londres, y los llamados ejércitos más poderosos del mundo —ilusos— luchaban con armas sacadas de un videojuego. A pesar de todo, pensó satisfecho, la última pelea siempre se libra en el campo de batalla, y allí sólo sobrevivían los mejores… o los peores.
Gracias a sus infiltrados en las altas esferas políticas y militares, lord Ezequiel sabía de la existencia de un grupo de soldados de élite, unos cuantos hombres que habían sido elegidos entre los mejores de su rango y a los que luego se había entrenado en secreto. Ése era exactamente el tipo de soldado que lord Ezequiel necesitaba para su ejército, y ya que el gobierno le había hecho el favor de seleccionarlos, ahora lo único que tenía que hacer era convencerlos de que se unieran a él. Y eso sería muy fácil, por un lado, todos los humanos tenían alguna debilidad, él sólo tenía que encontrarla; y, por otro, todos, absolutamente todos, tenían miedo a morir.
Golpearon la puerta de su dormitorio. Debía de ser importante, pues su mayordomo sabía que corría el riesgo de perder la cabeza si lo molestaba sin motivo; ésa había sido la causa de defunción de sus predecesores.
—Adelante —ordenó sereno, aunque se pasó la lengua por los caninos.
—Mi señor, tiene visita. El señor Jeremiah Claybourne dice que tiene algo que contarle.
—¿Y por eso me molesta? —Ya podía saborear la sangre de su empleado.
—El señor Claybourne dice que sabe cómo atrapar a Simon Whelan.
Claybourne era un humano que estaba obsesionado con conseguir la inmortalidad, y el muy iluso creía que él podría dársela. Pero la única eternidad que concedía lord Ezequiel era la que se pasaba en el infierno, aunque tenía que reconocer que el humano se merecía alguna recompensa.
Llevaba tiempo queriendo atrapar a un guardián, pero no podía ser cualquiera. Tenía que pertenecer a una familia en la que todos los miembros hubieran sido grandes guardianes y tenía que ser puro de alma y corazón, algo que, según había averiguado lord Ezequiel, cumplían muy pocos guardianes. Y Simon Whelan era uno de ellos.
—Acompáñele al salón. En seguida voy hacia allí —le indicó al mayordomo—, y dígale a Johns que se ocupe de esto. —Señaló hacia la cama.
—Por supuesto, señor.
El sirviente cerró la puerta y lord Ezequiel se acercó a los dos cuerpos que había en su cama. Siempre tenía hambre antes de una reunión.