CAPÍTULO X
NOCHE DE TORMENTA
La tormenta se acercaba. Anochecía y el cielo estaba muy oscuro. Nora y Mike metieron en el saco las seis gallinas que estaban en la cueva, y corrieron hacia el gallinero. Mike clavó tres estacas en un rincón del cercado y colocó una tela de saco sobre ellas.
—Ahora ya tenéis techo, amiguitas —dijo Nora.
¡Plop! ¡Plop! Empezaron a caer grandes gotas y las gallinas cacarearon, atemorizadas. Les daba miedo la lluvia. Se cobijaron bajo el techo de saco, se apiñaron y permanecieron silenciosas.
—Bueno, lo de las gallinas ya está solucionado —dijo Mike—. Ahora vamos a ver si Peggy ha conseguido encender el fuego.
Pero no, Peggy no había logrado encenderlo. La lluvia arreciaba, y cada vez el esfuerzo de Peggy era más difícil. En esto llegó Jack con la vaca y le gritó:
—No te preocupes ya por el fuego. Llueve demasiado para que lo puedas encender. Vete a la casa. Ya estás hecha una sopa. ¡Hala! ¡Todos a casa!
—Que vayan las niñas —dijo Mike—. Yo te ayudaré a ordeñar la vaca. ¡Fijaos! ¡Aún tenemos leche de la que hemos ordeñado esta mañana!
—Ponla en un plato y llévala al gallinero —dijo Jack—. Quizás les guste a las gallinas.
Jack ordeñó a Margarita bajo la lluvia. Pronto las cacerolas, la sartén y todos los recipientes que tenían estuvieron llenos hasta los bordes. Jack se dijo que tendría que procurarse, fuera como fuese, el cubo de que le habían hablado las niñas. Era muy incómodo tener que recoger la leche en tantos cacharros.
Cuando terminó de ordeñar a la vaca, la llevó al otro lado de la isla y Mike se encaminó a la casa, donde le esperaban Nora y Peggy. En el interior, la oscuridad era impenetrable, y se oía el golpeteo de la lluvia en el techo de ramas.
Mike y las dos niñas se sentaron junto a la puerta para esperar a Jack. Mike, que estaba empapado, empezó a temblar.
—¡Pobre Jack! —exclamó—. Llegará chorreando. Bueno, guardad esta leche. Aún está caliente. Bebamos un poco; así entraremos en calor. Lástima que no podamos hervirla por falta de fuego.
Al fin llegó Jack. Estaba calado hasta los huesos, pero sonreía como de costumbre. Daba la impresión de que nada podía con él.
—¡Hola, amigos! —dijo—. Estoy tan mojado como un pez. Peggy, ¿dónde has puesto la ropa que traje? Podría cambiarme.
—¡Es verdad! —exclamó Peggy—. No había pensado en que tú y Mike os podéis poner ropas secas.
—No será cosa fácil —dijo Mike—. Jack sólo trajo tres chaquetas viejas, un par de camisas, un abrigo y una sábana.
—Pues podemos ponernos una chaqueta y una camisa cada uno —propuso Jack—. Y, encima, yo el abrigo y tú la sábana como una túnica.
Dicho y hecho: los niños se quitaron las ropas mojadas y se pusieron las secas.
—Cuando pare la lluvia colgaré la ropa mojada para que se seque —dijo Peggy mientras la escurría.
—No veo nada —dijo Mike, que no conseguía abrocharse bien la chaqueta.
—¡Pues enciende el farol! —dijo Jack—. Para eso lo tenemos. Nora, busca el farol y enciéndelo. Tendrás que ponerle una vela nueva. Tú las guardaste, ¿no?
Nora encontró el farol, le puso vela nueva y lo encendió. Mike lo colgó de una rama del techo. Desde allí, su luz llegaba a todos.
—¡Ahora sí que parece una casa de verdad! —exclamó Nora alegremente—. Aquí se está la mar de bien: no ha entrado ni una gota de agua.
—Tampoco entra el viento —dijo Jack—. Eso demuestra que hicimos un buen trabajo. ¿Oís? Fuera sopla un verdadero vendaval. Por suerte, tenemos una casa sólida. Imposible estar fuera. Hoy no habríamos podido dormir al aire libre.
La tormenta estaba ya sobre sus cabezas. Los truenos retumbaban una y otra vez en el aire. Era como si arrastrasen muebles por el cielo.
—¿Habéis oído? A ése que se está mudando de casa se le ha caído un armario —dijo Jack, al sonar un trueno más fuerte que los anteriores.
—Pues eso es un piano que cae por la escalera —dijo Mike, al oír un trueno mucho más fuerte aún.
Todos se echaron a reír. Desde luego parecía que se estaban trasladando todos los muebles del cielo. Los relámpagos se sucedían iluminando el firmamento. A Nora no le hacían gracia las tormentas y, encogiéndose, se apoyó en el cuerpo de Mike.
—Tengo miedo —confesó.
—¡No seas tonta! —le dijo Mike—. Pareces una de esas excursionistas que se acaban de marchar. No hay por qué asustarse. A mí me gustan las tormentas. Y aquí estamos bien guarecidos.
—Al fin y al cabo, una tormenta no es más que mucho ruido y pocas nueces —bromeó Jack—. ¡Animo, Nora! Aquí estamos bien protegidos. Imagínate lo mal que lo estará pasando la pobre Margarita. Al fin y al cabo, nosotros sabemos lo que es una tormenta, pero ella no.
¡Craaaacccc! ¡Bouuummmmm! El trueno sonó esta vez más lejos, y los niños bromearon del mueble que en esta ocasión se habría caído en el cielo, como hacían cada vez que oían un trueno. Pronto vieron la luz de un relámpago, y Jack exclamó:
—¿Veis? El cielo enciende cerillas y el viento las apaga.
Esta vez hasta Nora se echó a reír, y pronto se le pasó el miedo. La lluvia seguía cayendo con fuerza. Jack temía que el agua atravesara el techo y mojase el suelo en que estaba sentado con sus amigos. Pero el techo resistió y no entró una sola gota de agua.
Poco a poco la tormenta se fue alejando. La lluvia cesó y no se oía más ruido de agua que el de las gotas que caían de los árboles. Los truenos eran sólo un rumor apagado. El último relámpago encendió el cielo. La tormenta había pasado.
—Ahora comeremos algo, nos beberemos un vaso de leche, y a la cama —dijo Jack—. Por hoy ya hemos hecho bastante. Mike y yo nos acostamos tan tarde anoche, que estoy seguro de que él está tan muerto de sueño como yo.
Peggy preparó una cena ligera para todos y se bebieron unos vasos de la excelente leche de Margarita. Luego las niñas se acostaron sobre la blanda hierba de la habitación de atrás y los niños se acostaron en la de delante. Medio minuto después, todos estaban dormidos.
De nuevo fue Margarita quien los despertó a la mañana siguiente. A todos les sorprendió abrir los ojos bajo un verde techo y no bajo el cielo azul. Dentro de la casa había poca luz, pues la puerta estaba cerrada y no había ventanas.
A Jack le había parecido que habría sido difícil hacerlas y además, que por ellas habrían entrado fácilmente el viento y la lluvia. Pero a nadie le importaba que la casa fuera oscura. Ello le daba cierta emoción.
Los niños salieron corriendo de la casa. Mejor dicho, salieron todos excepto Nora, que se quedó acostada perezosamente, mirando al techo, pensando en lo blanda que era la hierba y en lo bien que olía la casa. Siempre era la última en levantarse.
—¡Nora, si no vienes en seguida, no tendrás tiempo de darte un baño antes del desayuno! —le gritó Peggy.
Al oírla, Nora salió corriendo. ¡Qué mañana tan hermosa! La tormenta lo había limpiado todo y la isla estaba mucho más bonita, como las cosas recién lavadas. Incluso el cielo parecía mucho más azul.
El lago estaba tan azul como el cielo, los árboles conservaban la humedad de la fuerte lluvia de la noche anterior y la hierba era de un verde más intenso.
—El mundo parece nuevo —dijo Mike—, como si lo hubiesen creado esta mañana. ¡Hala! ¡Todo el mundo al agua!
Todos se echaron de cabeza al lago. Mike y Jack nadaban muy bien, Peggy lo hacía bastante mal, y Nora apenas lograba mantenerse a flote. Jack trataba de enseñarla, pero Nora, como si fuera una niña pequeña, no se atrevía a despegar los pies del fondo.
Peggy fue la primera en salir del agua, recorrió con la vista la playa y recibió un gran disgusto.
—¡Mirad, chicos! —gritó—. ¡Fíjate, Nora; mira cómo han dejado la playa esos excursionistas!
Todos salieron del agua y, después de envolverse en sus toallas, miraron aquella playa, que siempre había estado tan limpia.
Qué distinta estaba entonces. Había pieles de plátano y de naranja por todas partes. Se veían también latas oxidadas llenas de agua de la lluvia y dos tarros de cartón que debían de haber contenido nata, mientras el viento llevaba de aquí para allá un periódico roto en mil pedazos y un paquete de cigarrillos vacío.
Los niños estaban indignados. Aquella playa era de ellos y la querían mucho. Siempre habían tenido gran cuidado en mantenerla limpia, recogiendo los restos de comida y llevándolos adonde no se vieran, y ahora llegaban unos excursionistas y en diez minutos lo dejaban todo como un cubo de basura.
—¡Y eso que eran personas mayores! —dijo Jack, furioso—. Necesitan unas cuantas lecciones de educación. ¿Por qué no se habrán llevado sus desperdicios con ellos?
—Los que ensucian los sitios donde comen no tienen perdón —dijo Peggy, casi llorando de rabia—. Las personas bien educadas no hacen esas cosas. ¡Me gustaría encerrarlos a todos en un cubo de basura!
Sus hermanos y Jack se echaron a reír, aunque seguían indignados.
—Recogeremos toda esa basura y la quemaremos —dijo Mike.
—Esperad un momento —dijo Jack—. Quizás esas basuras puedan sernos útiles.
—¿Útiles? ¿Útiles esas pieles de plátano y de naranja? —exclamó Mike—. Supongo que no querrás hacer un puré con ellas.
—No, desde luego que no —dijo Jack, sonriendo— pero si recogemos las pieles, las latas, los vasos de cartón y la funda del paquete de cigarrillos y los guardamos, los podremos poner de nuevo en la playa si alguien viene. Y entonces, si encuentran restos de fuego, una cuerda o cualquier otra cosa, no se les ocurrirá buscarnos, pues creerán que lo han dejado aquí otros excursionistas.
—¡Es una idea formidable! —exclamaron sus tres amigos.
—¡Qué listo eres! —dijo Peggy, mientras preparaba el fuego—. ¡Se te ocurren unas cosas!
Mike recogió el paquete de cigarrillos vacío, una lata y un vaso de cartón. Lavó la lata y el vaso en el lago y lo guardó todo en la despensa. ¡Quizá los utilizaran algún día!
Nora trajo cinco huevos para el desayuno, y los frió con dos truchas que Jack había pescado. Se percibía un olorcillo delicioso.
—¡Ah! ¡Hay que ordeñar a Margarita! —dijo repentinamente Jack sin dejar de comer.
De pronto, Nora lanzó un grito, mientras señalaba algo que había detrás de Jack. Éste se volvió y, con gran sorpresa, vio que la vaca se dirigía a él.
—Esta vez no tendrás que ir en su busca para ordeñarla; ella misma viene a ti —dijo Peggy riendo—. ¡Qué inteligente es! Ya conoce el camino.