CAPÍTULO VI

LOS NIÑOS TERMINAN LA CASA

Al día siguiente, después de desayunarse con truchas y lechuga, los niños siguieron trabajando en la construcción de su casa. La despensa estaba ya casi vacía. Pero consideraron como una suerte que Jack pescara unas cuantas truchas. Sólo les quedaban patatas. Jack se dijo que no tendría más remedio que tomar su barca aquella noche e ir a tierra en busca de comida. Ciertamente, la cuestión de la comida iba a ser un grave problema.

Durante toda la mañana los niños trabajaron de firme en la construcción de la casa. Jack siguió cortando grandes ramas para formar las paredes y Mike continuó abriendo hoyos para asegurar las estacas. Entre tanto, Peggy y Nora saltaban de alegría al ver lo bonita que iba quedando la casa.

Entre estaca y estaca quedaba demasiado espacio y Jack enseñó a las niñas el modo de colocar pequeñas ramas para tapar las rendijas y formar un conjunto sólido. Una vez lo aprendieron les pareció muy fácil, pero poco después estaban sudorosas y rendidas.

Mike tuvo que ir al riachuelo a buscar agua más de diez veces. Todos estaban sedientos, y el agua fresca del manantial les pareció una maravilla. El sol era fuerte, pero a la sombra del flamante techo de la casa se estaba más que bien.

—Ahora ya empieza a parecer una casa —dijo Jack—. Ahí pondremos la puerta. Más adelante la haremos con ramas entretejidas y cuatro estacas. La fijaremos a la casa con goznes o algo parecido para que se pueda abrir y cerrar. Pero de momento no la necesitamos.

Cuando se puso el sol, las paredes estaban ya casi terminadas. Las niñas habían hecho un buen trabajo, sujetando las estacas y tapando los huecos con ramas delgadas. Las paredes aparecían firmes y sin resquicios.

—En la antigüedad se tapaban las rendijas con arcilla, que con el tiempo se secaba —dijo Jack—. Pero no creo que en esta isla haya arcilla. Así que lo haremos con musgo. Creo que también así quedarán firmes las paredes. Además, las estacas que hemos plantado en el suelo seguirán echando hojas y esto fortalecerá más aún los muros.

—¿Cómo es posible que las estacas sigan echando hojas? —exclamó Mike—. Eso significaría que seguirían creciendo, y las estacas no crecen.

—Las de este árbol, sí —respondió Jack—. Si cortas una rama de uno de estos árboles, le quitas las hojas y las ramas pequeñas, y la plantas en el suelo, aún no teniendo raíces, crece y se convierte en árbol.

—¿Entonces, nuestra casa no cesará de crecer? —exclamó Nora—. ¡Qué divertido!

—Me encantan las cosas vivas —dijo Peggy—. Será maravilloso vivir en una casa que crezca alrededor de nosotros, echando brotes, hojas… ¿Cómo la llamaremos, Jack?

—¡La casita vegetal! —dijo Jack—. Es el nombre que mejor le va.

—Sí, es un nombre que está bien —dijo Peggy—. A mí me gusta. ¡Me gusta todo lo de esta isla! ¡Solos nosotros cuatro en nuestra isla secreta! ¡Es la aventura más maravillosa de mi vida!

—Si tuviéramos más comida… —se lamentó Mike, que estaba hambriento como un lobo—. Es lo único que no me gusta de esta aventura.

—Sí —dijo Jack—. Habrá que solucionar este problema de algún modo. Bueno, no os preocupéis. Todo se arreglará.

Cenaron patatas, pues era lo único que les quedaba, y Jack dijo que tan pronto como oscureciera se iría en su bote para ver si encontraba comida en la granja de su abuelo.

Poco después aparecieron las primeras estrellas en el cielo, y Jack se dirigió a su barca, provisto de una vela y de su linterna, que no encendió por temor a que viesen la luz desde tierra firme.

—Esperadme —dijo a sus amigos—. Mantened encendido el fuego, pero procurando que no haga mucho humo, pues podría verse desde la orilla.

Mike, Peggy y Nora permanecieron despiertos, en espera de que Jack regresara. Pronto les pareció que llevaban siglos esperando. Nora, tras un formidable bostezo, se echó sobre su manta y se quedó dormida. Mike y Peggy continuaron despiertos. La isla secreta tenía un algo de misterio bajo la oscuridad de la noche. Negras sombras rodeaban los árboles, y el agua, negra como la noche, lamía la arena de la playa, sólo iluminada por la luz de la luna. Los niños no tenían frío; la noche era calurosa.

Al cabo de un tiempo que les pareció muy largo, oyeron, al fin, el chapotear de unos remos. Mike y sus hermanas corrieron a la playa y allí esperaron. Pronto vieron la barca que se acercaba lentamente a la luz de la luna.

—¡Hola, Jack! ¿Estás bien? —preguntó Mike.

—¡Sí! —respondió la voz de Jack—. ¡Y traigo muchas noticias!

La barca llegó a la orilla y Mike la empujó hasta que quedó varada en la arena. Jack salió del bote de un salto.

—Traigo algo que os gustará —dijo Jack, sonriendo—. Mete las manos en la barca, Nora.

Nora lo hizo y lanzó un grito.

—¡Es algo blando y caliente! —explicó—. ¿Qué es, Jack?

—Seis de mis gallinas —respondió el muchacho—. Estaban picoteando por el jardín y me las he traído. Veréis cómo pesan. Ahora tendremos huevos en abundancia, pues no se podrán escapar de la isla.

—¡Bravo! —exclamó Peggy—. ¡Ahora comeremos huevos para desayunarnos, almorzar, cenar y merendar!

—¿Qué más has traído? —preguntó Mike.

—Maíz para las gallinas, semillas de todas clases para plantarlas, unas botellas de leche, verduras y pan.

—¡Aquí hay cerezas! —gritó Nora, sacando un buen puñado del fondo de la barca—. ¿Estaban ya recogidas o las has arrancado tú, Jack?

—Las he arrancado yo de un cerezo que hay en el jardín —respondió el chico—. Ahora está lleno de fruto.

—¿Has visto a tu abuelo? —preguntó Mike.

—Sí, pero él a mí no. Como os dije, ha decidido irse a vivir a casa de mi tía. Ha puesto en venta la granja. Contratará a alguien para que vaya a cuidar a los animales hasta que tenga comprador. Así que procuraré traerme mi vaca. La haré venir nadando.

—No digas tonterías, Jack —dijo Peggy—. Eso es imposible.

—¡Tú qué sabes! —exclamó Jack—. Escuchad. He oído una conversación de mi abuelo con dos amigos suyos. Todo el mundo se pregunta dónde nos habremos metido. Nos han buscado por todas partes, por todos los pueblos y fincas de los alrededores. Incluso por el campo.

Sus tres amigos, muy asustados, le preguntaron si creía que irían a buscarlos a la isla secreta.

—Quizá sí —respondió Jack—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir. Yo siempre he temido que el humo del fuego nos delate. Pero no nos preocupemos por cosas que no sabemos si van a suceder.

—¿Nos busca también la policía? —preguntó Peggy.

—Sí —respondió Jack—. He oído decir a mi abuelo que lo han registrado todo en treinta kilómetros a la redonda. No saben lo cerca que nos tienen.

—¿Está muy preocupada tía Josefa? —preguntó Peggy.

—Muchísimo —dijo Jack con una sonrisa irónica—. ¿No ves que no tiene a nadie que le lave, le friegue y le cocine? Esto es lo único que la preocupa. Y ahora quiero deciros que me he alegrado mucho al saber que mi abuelo se va a vivir a casa de mi tía. Así podré ir a su granja cuantas veces sea necesario, sin que me vea. Ojalá hubiera estado Mike conmigo cuando he tenido que atrapar a las gallinas. Huían, volaban y gritaban de tal modo, que he pasado un miedo espantoso. Temía que oyeran el alboroto y me descubriesen.

—¿Dónde las encerraremos? —preguntó Mike, mientras ayudaba a Jack a sacarlas de la barca.

—Yo las encerraría en nuestra casa, aunque sólo por esta noche —dijo Jack—. Taparemos el hueco de la puerta de algún modo para evitar que se escapen.

Así lo hicieron: llevaron las gallinas a la casa y taparon con ramas el hueco de la puerta. Las gallinas se apiñaron en un rincón muertas de miedo y ni siquiera se atrevieron a cacarear.

—Estoy muy cansado —dijo Jack—. Nos comeremos unas cuantas cerezas y nos iremos a la cama.

Una vez hubieron saboreado las cerezas, los cuatro se dirigieron a su verde dormitorio. El musgo que las niñas habían puesto a secar el día anterior ya estaba seco y colocado en las camas. Por eso les parecieron deliciosamente blandas y cómodas. Estaban rendidos de cansancio. Mike y Jack estuvieron hablando un rato todavía, pero Nora y Peggy se durmieron en el acto.

A la mañana siguiente se levantaron tarde. Peggy fue la primera en despertar. Y en seguida se preguntó qué ruido sería aquél tan raro que estaba oyendo.

«¡Ah. claro! Las gallinas», pensó.

Se levantó, saltó sobre los cuerpos de los dos niños, que aún estaban durmiendo, y se dirigió a la casita vegetal. Apartó las ramas del hueco de la puerta y las gallinas se amontonaron asustadas, dejando a la vista cuatro hermosos huevos. ¡Magnífico! ¡Qué a gusto iban a desayunarse! La niña recogió los huevos, salió y volvió a colocar las ramas a modo de puerta. Cuando los demás se levantaron, frotándose los ojos y con cara de sueño, ya tenía Peggy encendido el fuego.

—¡Venid! —les dijo—. ¡El desayuno estará preparado en seguida! Las gallinas nos han dejado un huevo para cada uno.

Todos acudieron presurosos.

—Luego nos bañaremos —dijo Mike—. ¡Tengo un hambre!…

—Hoy hemos de terminar nuestra casa —dijo Jack—, y decidir qué hacemos con las gallinas. No podemos dejarlas sueltas hasta que conozcan este sitio y nos conozcan a nosotros. Tendremos que construirles un cercado. Después del desayuno, los cuatro colaboraron en la construcción del cercado. Lo hicieron lo bastante alto para que las gallinas no lo pudiesen saltar. Jack les hizo ponederos de musgo y ramas, con la esperanza de que pusieran muchos huevos. Luego les dio maíz, mientras Peggy les traía agua.

—Pronto sabrán que ésta es su vivienda y pondrán aquí sus huevos —dijo Jack—. Ahora, a ver si terminamos nuestra casa. Vosotras seguid tapando rendijas. Mike y yo nos dedicaremos a hacer la puerta.

Todos trabajaron con afán. Para las niñas era una diversión rellenar de musgo las rendijas. Tan absortas estaban en su trabajo, que no se dieron cuenta de que Mike y Jack habían construido una estupenda puerta hasta que ellos las llamaron para enseñársela.

Estaba ya sujeta con dos cuerdas y se abría y se cerraba sin dificultad. No encajaba bien en el marco, pero nadie se fijó en ello. Lo importante era que podían abrirla y cerrarla tantas veces como fuera necesario. Cuando terminaron de trabajar, todos tenían un apetito atroz.

—Tengo tanta hambre —exclamó Mike—, que me comería todo lo que hay en la despensa.

—Sí, vamos a comer algo —dijo Jack—. Tenemos patatas y verduras en abundancia y un poco de pan. Podríamos hacer judías; son de lo mejor que hay. Ve a mirar mi caña de pescar, Mike. A lo mejor hay algún pez en el anzuelo.

Sí, había una hermosa trucha. Mike se la entregó a las niñas para que la frieran. Pronto se percibió un delicioso olor a comida, que todos olfatearon con avidez. Trucha, patatas, judías, pan, cerezas para postre y leche. ¡Un verdadero festín!

—Traeré a Margarita, que así se llama mi vaca, lo antes posible —dijo Jack—. La leche nos hace mucha falta.

—Oye, Jack, podríamos traer parte de las provisiones a la casa —dijo Peggy—. Hoy estaba llena de hormigas la despensa. Allí se pueden guardar anzuelos, cuchillos y otras cosas, pero la comida estaría mejor en la casa. ¿Viviremos en ella, Jack?

—Verás. Pasaremos la mayor parte del tiempo al aire libre. La casa será un buen cobijo para dormir las noches en que llueva o haga frío. En cierto modo es nuestro hogar.

—¡Un hogar maravilloso! —exclamó Nora—. ¡El mejor del mundo! ¡Qué divertido es vivir así!