La entrevista con el guarda
El trabajo de los tres muchachos y Scamper fue sencillamente emocionante. Habían recorrido el camino sin dejar de observar las huellas marcadas en la nieve. Cuando llegaron al caserón vieron que la verja estaba cerrada, pero desde ella pudieron distinguir diversos rastros en el nevado suelo del jardín.
—Mirad —dijo Peter—, son mis huellas, las que dejé ayer por la mañana. Esas otras son las de Scamper. Y fijaos, hay más huellas: unas, de unos pies de gran tamaño, y otras, muy raras, como de alguien que llevaba algo en los pies, tal vez raquetas de nieve.
—¿Quién habrá usado unas raquetas de nieve tan raras? —preguntó Jack, extrañado—. ¡Mirad! Vuelven a verse allí. Y más allá. Se ven por todas partes, cualquiera diría que el que las llevaba estuvo bailando hasta hartarse. Tal vez fue que se lo llevaban a rastras hacia la casa, y él pateaba tratando de libertarse.
Los muchachos se entusiasmaron ante sus propias deducciones. Se habían encaramado hasta asomar medio cuerpo sobre la verja, porque así podían ver el jardín mejor.
—¿Podéis ver si las huellas llegan hasta la puerta principal? —preguntó Colin—. Yo desde aquí no lo distingo. En algunas partes se ve la nieve como si la hubieran barrido.
—Yo tampoco puedo ver desde tan lejos lo que hay cerca de la casa —dijo Peter—. ¿Por qué no entramos? Al fin y al cabo, nuestra intención era hablar con el guarda para preguntarle si oyó algo anoche. De modo que vamos a entrar.
—Pero ¿qué contestaremos al viejo —dijo Colin— si nos pregunta para qué queremos saber si oyó algo? Podría tener algo que ver con el misterioso asunto, y entonces se escamaría si sospechase que nosotros sabemos algo.
—Es verdad —admitió Peter—. Por eso hemos de proceder con picardía. Tracémonos un plan de ataque.
Los tres se pusieron a cavilar.
—Lo único que se me ocurre —dijo Peter—, es prepararle una trampa. Preguntémosle inocentemente si no tiene miedo a los ladrones. El caso es hacerle hablar.
—Conforme —dijo Colin—. Si he de serte franco, no me convence el plan; pero no podemos perder más tiempo.
Scamper fue el primero en entrar y pronto desapareció en un recodo del camino. Los chicos le siguieron. Observaban el rastro atentamente. Así pudieron advertir que las huellas de lo que parecían raquetas de nieve iban de un lado a otro como si el que las llevaba hubiera ido saltando locamente.
—No van hacia la puerta principal —dijo Colín—, cosa que ya suponía, sino que dan la vuelta a la casa. Después de pasar ante la puerta lateral por la que vimos aparecer ayer al guarda, terminan en la parte posterior, ante la puerta de la cocina.
—Esto es rarísimo —dijo Peter—. ¿Para qué darían la vuelta hasta la puerta de la cocina, teniendo más cerca la entrada principal y esa otra por la que sale y entra el guarda? Mirad: todas las huellas terminan aquí, ante la cocina; se ven las señales de dos pares de zapatos distintos y esas extrañas marcas redondas y profundas.
Trataron de abrir la puerta de la cocina, pero fue inútil: estaba cerrada con llave. Miraron por la ventana y no vieron a nadie. Lo que vieron fue unos cuantos utensilios de cocina, muy pocos, un fogón de gas, una escurridera con tres o cuatro platos y una escoba apoyada en la fregadera.
—El guarda debe de utilizar esta cocina —dijo Jack—, aunque, como vimos, hace la vida en una de las habitaciones laterales.
—¡Cuidado, que viene! —gritó Peter.
El viejo apareció en la cocina y, al ver a los tres muchachos atisbando tras los cristales de la ventana, corrió a abrirla.
—¡Si buscáis a vuestro perro, lo encontraréis al otro lado de la casa! ¡Ya podéis ir por él y salir de aquí! ¡No quiero ver niños en esta casa! ¡Sólo servís para romper cristales!
—¡No, no! —exclamó Jack a voz en grito para que el viejo sordo pudiera oírle—. ¡Palabra que no haremos nada malo! ¡Nos marcharemos tan pronto como atrapemos al perro! ¡Y créanos que sentimos mucho que se haya colado!
—¿No se siente usted muy solo? —le preguntó Colin, también a grandes voces—. ¿No tiene miedo a los ladrones?
—No, no tengo miedo a nadie —gruñó el viejo—. No me separo nunca del garrote. Además, aquí no hay nada que robar.
Peter aprovechó la ocasión para tirar de la lengua al guarda y averiguar si sabía algo de lo sucedido.
—Sin embargo —dijo—, alguien debió de llegar anoche hasta la puerta trasera.
Y señaló las huellas marcadas en la nieve.
El viejo sacó la cabeza por la ventana e inspeccionó el blanco suelo.
—¡Aquí no hay más huellas que las que habéis dejado vosotros al meteros en casa ajena! —refunfuñó.
—Esas huellas que usted ve no son nuestras, sino de los malhechores que entraron anoche aquí —replicó Peter, mientras tres pares de ojos infantiles se fijaban en el rostro del guarda, con la esperanza de descubrir un indicio de turbación.
—Queréis asustarme, pero no lo conseguiréis. ¡Y sabed que no me hacen ninguna gracia vuestras bromas!
—¡Palabra que no queremos asustarle! —dijo Peter—. ¿De veras no oyó usted nada anoche? Entonces, si entraran ladrones, no los oiría.
—Desde luego, soy sordo —reconoció el viejo—, pero, ahora que sacáis esto a relucir, recuerdo que anoche me pareció oír un ruido extraño.
Los tres muchachos apenas respiraban, a fin de no perder detalle.
Tenían los nervios en tensión.
—¿Qué es lo que oyó? —preguntó Jack con voz ahogada por la emoción.
El viejo no se dio cuenta de la tensión de los niños. Estaba preocupado. Tenía el ceño fruncido, lo que multiplicaba las arrugas de su cara.
—Me pareció oír algo así como un grito de angustia —dijo lentamente en voz baja—. Lo achaqué a que me silbaban los oídos, cosa que me ocurre con frecuencia, y no hice caso. Además, vi que no me faltaba nada y me dije que no tenía por qué preocuparme.
—Pero ese grito ¿lo lanzaron dentro de la casa?
—Seguramente. De lo contrario, yo no lo habría oído, ya que estoy sordo como una tapia… Pero me parece que sólo queréis meterme el miedo en el cuerpo. ¿No os da vergüenza burlaros de un pobre viejo?
—¿Nos deja entrar a echar un vistazo? —preguntó Colin en tono suplicante.
Los tres miraron al guarda ansiosamente. Ojalá dijera que sí. Pero se negó.
—¿Qué os habéis creído? Ya estoy harto de vuestros chismes. ¡A buena hora os dejo meter las narices en esta casa! Los niños mal educados sólo sirven para dar disgustos.
En este momento llegó Scamper a todo correr. Al ver al guarda en la ventana saltó hacia él. Sólo quería jugar, pero el viejo creyó que lo atacaba y enarboló el garrote. Scamper esquivó el golpe y empezó a ladrarle.
—¡Le he de dar una lección a ese perro! —gritó el guarda, fuera de sí—. ¡Y a vosotros también, mocosos! ¡Os estáis burlando de mí! Ni siquiera os habéis preocupado de sujetar al perro. ¡Yo os enseñaré a respetarme!
Acto seguido, desapareció de la ventana.
—¡Va a salir por la puerta lateral! —exclamó Peter—. ¡Huyamos! Nos hemos enterado de cosas muy importantes. ¡A correr se ha dicho!