Los siete del club secreto

A la mañana siguiente, cinco niños acudieron a la finca del «Viejo Molino», llamada así porque en la cumbre de un cerro cercano había un molino en estado ruinoso.

El primero que llegó fue Jorge. El muchacho atravesó el jardín y se detuvo ante el cobertizo. En seguida vio las letras C. S. S. en la puerta. Allí campeaban, perfectamente visibles, pintadas de un verde brillante. Jorge llamó a la puerta. Silencio. Volvió a llamar y el resultado fue el mismo. Sin embargo, sabía que Peter y Janet estaban allí, había visto la cara de su amiguita por la ventana.

En esto, recibió un resoplido por debajo de la puerta. Comprendió que era Scamper, y volvió a llamar, impaciente.

—¡Santo y seña! ¡Pronto! —exigió la voz de Peter.

—¡Qué conflicto! —murmuró Jorge—. No me acuerdo de la consigna —pero inmediatamente exclamó—: ¡Ah, sí! ¡«Nicolás»!

La puerta se abrió en el acto. Jorge, al entrar, lanzó un gruñido a modo de saludo. Paseó una mirada a su alrededor y exclamó, asombrado:

—¡Caramba! ¡Vaya antro! ¡Cosa estupenda! ¿Nos reuniremos siempre aquí?

—Sí —repuso Peter—; aquí estaremos muy requetebién. Además no pasaremos frío… Pero oye: ¿dónde está tu insignia, el botón con las letras C. S. S.?

—Pues… —balbuceó Jorge—, sin duda me la he dejado olvidada… No creo haberla perdido.

Janet le reprendió:

—Tú no eres un buen miembro del club: olvidas el santo y seña y no sabes dónde tienes la insignia.

—Lo siento —dijo Jorge—. Os confieso que me había olvidado de nuestro club y de todo lo que a él se refiere.

—Entonces no mereces pertenecer a nuestra sociedad —dijo Peter—. Aunque no nos hayamos reunido hace tiempo, yo creo que…

En esto, se oyó otra llamada. Eran Bárbara y Pamela. Los que estaban en el interior del cobertizo enmudecieron en espera del santo y seña.

—«Nicolás» —dijo Bárbara en voz baja, pero tan cavernosa que sus amigos se asustaron.

—«Nicolás» —murmuró Pamela con voz todavía más imponente.

Abrieron la puerta y entraron las dos chicas.

—Ya veo que las dos lleváis la insignia. Eso está muy bien —aprobó Peter en un tono de satisfacción—. Ahora sólo faltan Colin y Jack. ¿Por qué no habrán venido ya?

Jack estaba en la verja esperando a Colín. No se acordaba del santo y seña. ¿Cuál sería? Lo único que sabía era que se trataba de una palabra relacionada con las vacaciones de Navidad… ¿Nacimiento?… ¿Reyes?… Por su pensamiento pasó una larga serie de palabras. No se atrevía a presentarse en el cobertizo sin saber la consigna. Peter era muy severo y Jack no quería recibir un rapapolvo delante de todos. Por eso se estrujaba el cerebro tratando de recordar la palabra. En esto vio aparecer a lo lejos a Colin y decidió esperarle, pues estaba seguro de que él sí que se acordaría.

—¡Hola! —saludó Colin al llegar—, ¿has visto a los demás?

—Sólo a Pamela y a Bárbara cuando han entrado; pero desde lejos. ¿Sabes el santo y seña?

—¡Claro que lo sé!

—Dímelo.

—«Nicolás». Creías que no lo sabía, ¿eh?

—Te equivocas. El que no lo sabía era yo. Pero no se lo digas a Peter… Vamos ya… ¡Mira estas letras! C. S. S., o sea, el «Club Siete Secretos».

Llamaron.

—¡«Nicolás»! —dijo Colin a voz en grito.

La puerta se abrió rápidamente y apareció la cara indignada de Peter.

—¿Estás loco? ¿Es que quieres que todo el pueblo se entere de nuestra consigna?

—Perdona, Peter —dijo Colin entrando—. Pero te advierto que nadie puede haberme oído, porque no se ve alma viviente por estos alrededores.

—«Nicolás» —dijo Jack, al ver que Peter no le dejaba entrar si no soltaba el santo y seña.

La puerta se cerró y los Siete se sentaron en corro. Peter y Janet ocupaban las macetas; los demás, los cajones.

—Es un sitio superior para reunimos —dijo Jack—; además de estar bastante apartado de la casa, es agradable y abrigado.

—Sí —convino Bárbara—. Además, Peter y Janet lo han adornado que da gusto verlo. Hasta han puesto visillos en la ventana.

Peter recorrió con la mirada a todos los reunidos.

—Bien. Primero celebraremos la sesión. Después tomaremos un piscolabis.

Todos miraron a la pequeña despensa de Janet. En ella se veían, perfectamente alineadas, siete tazas, una fuente de bizcochos y una botella llena de líquido negro. ¿Qué bebida sería aquélla?

—Ante todo —siguió diciendo Peter—, tenemos que buscar una nueva consigna. «Nicolás» ya no pega después de Navidad. Además, Colin la ha publicado a los cuatro vientos y ya la conoce todo el mundo.

Colin protestó:

—No seas exagerado.

Peter le fulminó con una mirada.

—¡Haz el favor de no interrumpir! Soy el jefe del club y he dicho que se ha de buscar un nuevo santo y seña… Otra cosa: veo que dos de vosotros no lleváis la insignia. Me refiero a Jorge y a Colin.

—Ya te he dicho que no me he acordado de cogerla —se excusó Jorge—. Pero la tengo en casa: no me cabe duda.

—Pues yo creo que la he perdido —confesó Colin—. La he buscado por todas partes y ha sido inútil. Mi madre me ha dicho que me hará otra esta noche.

—Bien —dijo Peter—. Ahora vamos a buscar el nuevo santo y seña.

—«Pirulí pirula» —bromeó Pamela.

—¡Un poco de formalidad! —exclamó Peter—. Nuestra sociedad es una cosa seria y no estamos para tonterías.

—Anoche se me ocurrió un santo y seña —dijo Jack—. «Semana». ¿Qué os parece?

—¿Por qué motivo has elegido esa palabra? —preguntó Peter.

—Muy sencillo: la semana tiene siete días y nosotros somos siete.

—¡Es verdad! A mí me parece muy bien —aprobó el jefe—. Que levanten la mano los que estén conformes.

Todos levantaron la mano al mismo tiempo. Verdaderamente, Jack había tenido una buena idea: no había consigna más lógica para una sociedad formada por siete miembros. Jack rebosaba satisfacción.

—De la consigna de hoy no me acordaba —confesó—. He tenido que preguntársela a Colin. Por eso estoy tan satisfecho de haber inventado la nueva.

—Bien —dijo Peter en tono de mando—. Que nadie olvide la nueva consigna. Es un detalle que puede tener gran importancia. Y ahora, amigos, creo que ha llegado la hora del piscolabis.

—¡«Delipendo»! —exclamó Bárbara.

Todos se echaron a reír.

Janet preguntó:

—¿Qué quiere decir esa palabra: delicioso o estupendo?

—Las dos cosas —repuso Bárbara. Y preguntó seguidamente—: Oye, Janet: ¿qué es ese líquido tan extraño que hay dentro de la botella?

Janet agitaba el frasco vivamente. Era un líquido oscuro en el que flotaban unas bolitas negras.

—Mamá —respondió Janet— no tenía ningún refresco, y nosotros no queríamos leche, pues la tomamos en el desayuno y estamos hartos de ella. Entonces nos acordamos de que teníamos una lata de confitura de grosella negra, y con este dulce hemos fabricado la bebida que estáis viendo.

—Hemos mezclado la confitura con agua hirviendo y le hemos añadido azúcar —explicó Peter—. Ha resultado una bebida riquísima, algo… ¡«estucioso»!

Bárbara se echó a reír.

—¡Ahí tenéis otra combinación de estupendo y delicioso! «Estucioso»… «delipendo»… Con estas dos palabras pueden describirse todas las cosas buenas.

La bebida de grosella negra era realmente exquisita y se combinaba muy bien con los bizcochos.

—Esto sirve también para los constipados —dijo Pamela, limpiándose la barbilla, por donde resbalaba la grosella—. Por lo tanto, ya no nos constiparemos.

—¡Lástima que no podamos repetir! —exclamó Janet—. Pero ni había más confitura en la lata ni teníamos ninguna otra cosa para preparar bebida.

—Ahora tenemos que hablar de otro asunto —dispuso Peter, mientras daba las sobras de la merienda a Scamper—. No vale la pena formar una sociedad si ésta no tiene ninguna misión que cumplir.

—Eso es verdad —dijo Janet—. ¿Os acordáis de lo que hicimos el verano pasado? Recogimos dinero para enviar al pobre Luke, el lisiado, a la playa.

—Ni más ni menos —aprobó Peter. Y preguntó—: Bueno, ¿tiene alguien alguna idea?

Pero a nadie se le ocurría nada.

—Después de las Navidades —dijo Pamela—, no hay que pensar en ayudar a nadie. Todos, incluso los más pobres y más viejos del pueblo, reciben regalos durante las fiestas.

—¿No podríamos resolver algún problema o algo así? —preguntó Jorge—. Ya que no tenemos ocasión de socorrer a nadie, podríamos dedicarnos a aclarar algún misterio.

—¿A qué clase de misterios te refieres? —preguntó Bárbara, interesadísima.

—¡Qué sé yo! —respondió Jorge—. Lo que quiero decir es que podríamos dedicarnos a descubrir algo que esté oculto y que convenga que sepa la gente.

—Verdaderamente —dijo Colin—, sería un trabajo emocionante. Pero no creo que tengamos la suerte de encontrar una cosa así. Además, si nos enteramos de alguno de esos misterios, puedes estar seguro de que la policía se habrá enterado ya antes.

—Yo creo —manifestó Peter—, que lo mejor es estar alerta y esperar. Si alguno de nosotros sabe de alguna buena obra que podamos hacer o de algún misterio que se debe aclarar, solicitará inmediatamente una reunión de nuestra sociedad secreta. ¿Entendido?

Todos asintieron.

—Y en el caso de que tuviésemos algo que comunicar, yo creo que lo mejor sería que viniéramos a dejar aquí mismo una nota —opinó Jorge.

—Eso es —aprobó Peter—. Janet y yo vendremos todas las mañanas a echar un vistazo, por si encontramos algún aviso. Confío en que todos sabréis cumplir con vuestro deber.

—No te quepa duda —afirmó Colin—. No es muy divertido pertenecer a un club secreto sin poder actuar. Yo tendré los ojos muy abiertos. Nunca se sabe cuándo puede ocurrir algo. De donde menos se piensa, salta la liebre.

Jorge se levantó.

—Ahora —dijo—, os propongo que vayamos a construir muñecos de nieve en los alrededores del viejo caserón. Allí la nieve es espesa. Será muy divertido. Podremos formar un ejército de muñecos. Ya veréis lo que nos reiremos cuando los veamos todos en hilera.

—Es una idea magnífica —dijo Janet, que ya no podía estar quieta un minuto más—. Me llevaré este gorro para ponérselo a un muñeco en la cabeza. Ya hace años que está aquí este pingajo inútil.

—Y yo me llevaré este abrigo —dijo Peter, descolgando de un clavo un gabán de los tiempos de Maricastaña—. Sabe Dios a quién pertenecería en sus buenos tiempos.

Seguidamente, salieron todos juntos del cobertizo y se dirigieron a la orilla del arroyo para construir un ejército de muñecos de nieve.