Comenzó una tarde del verano pasado en un balneario de la costa donde vamos con mi abuelita casi todos los años.

Esa vez conseguimos una casita de madera. Tenía muchos pinos y boldos en el patio, y por el frente, un antejardín lleno de flores. Se encontraba cerca del mar, en un sendero que lleva hacia la playa.

Quedaba poca gente, porque la temporada iba a terminar. A mi abuelita le gusta salir de vacaciones los primeros días de marzo, dice que es más tranquilo y más barato.

Comenzó a oscurecer. Yo estaba sobre unas rocas altas junto a la playa solitaria, contemplando el mar. De pronto vi en el cielo una luz roja sobre mí. Pensé que sería una bengala o un cohete de esos que se lanzan para el año nuevo. Venía descendiendo, cambiando de colores y arrojando chispas. Cuando estuvo más bajo comprendí que no era una bengala ni un cohete, porque al agrandarse llegó a tener el tamaño de una avioneta o mayor aún.

Cayó al mar a unos cincuenta metros de la orilla, frente a mí, sin emitir sonido alguno. Creí haber sido testigo de un desastre aéreo, busqué con la mirada algún paracaidista en el cielo; no había ninguno. Nada perturbaba el silencio y la tranquilidad de la playa.

Sentí mucho miedo y quise correr a contarle a mi abuelita; pero esperé un poco para ver si divisaba algo más. Cuando ya me iba, apareció algo blanco flotando en el punto en donde había caído el avión, o lo que fuera: alguien venía nadando hacia las rocas. Supuse que se trataba del piloto, que se habría salvado del accidente. Esperé que se aproximara, para intentar ayudarlo en lo que yo pudiera.

Como nadaba con agilidad, comprendí que no estaba malherido.

Cuando se acercó más, me di cuenta de que se trataba de un niño. Llegó a las rocas y antes de comenzar a subir me miró amistosamente. Pensé que estaba feliz de haberse salvado, la situación no parecía dramática para él, eso me calmó un poco. Llegó a mi lado, se sacudió el agua del pelo y me sonrió, entonces me tranquilicé definitivamente; tenía cara de niño bueno. Vino a sentarse junto a mí, suspiró con resignación y se puso a mirar las estrellas que comenzaban a brillar en el cielo.

Parecía más o menos de mi edad, un poco menor y algo más bajito, vestía un traje blanco como de piloto, hecho de algún material impermeable, ya que no estaba mojado, su vestimenta terminaba en un par de botas blancas de gruesas suelas. En el pecho llevaba un emblema color oro: un corazón alado dentro de un círculo. Su cinturón, también dorado, tenía a cada lado una especie de radios portátiles, y en el centro una hebilla grande y muy bonita.

Me senté junto a él. Pasamos un rato en silencio; como no hablaba, le pregunté qué le había sucedido.

—Aterrizaje forzoso —contestó riendo. Era simpático, tenía un acento bastante extraño, supuse que venía desde otro país en el avión. Sus ojos eran grandes y bondadosos.

—¿Qué le pasó al piloto? —pregunté. Como él era un niño, pensé que el piloto tendría que ser una persona mayor.

—Nada. Aquí está, sentado a tu lado —respondió.

—¡Ah! —Quedé maravillado. ¡Ese niño era un campeón! ¡A mi edad ya manejaba aviones! Supuse que sus padres serían ricos.

Fue llegando la noche y tuve frío. El se dio cuenta, porque me preguntó:

—¿Tienes frío?

—Sí.

—No hace frío —me dijo sonriendo. Sentí que realmente no hacía frío.

—Es verdad —le contesté.

Después de unos minutos le pregunté qué iba a hacer.

—Cumplir con la misión —respondió sin dejar de mirar el cielo.

Pensé que estaba frente a un niño importante, no como yo, un simple estudiante en vacaciones. El tenía una misión… tal vez algo secreto… No me atreví a preguntarle de qué se trataba.

—¿No lamentas haber perdido el avión?

—No se ha perdido —respondió, dejándome sin comprender.

—¿No se perdió, no se destruyó entero?

—No.

—¿Cómo se puede sacar del agua para repararlo… o no se puede?

—Oh, sí, se puede sacar del agua —me observó con simpatía y agregó— ¿cómo te llamas?

—Pedro —respondí, pero algo comenzaba a no gustarme: él no respondía a mi pregunta. Al parecer, se dio cuenta de mi disgusto y le hizo gracia.

—No te enojes, Pedrito, no te enojes… ¿Cuántos años tienes?

—Diez… casi. ¿Y tú? Rió muy suavemente, con la risa de un bebé cuando le hacen cosquillas. Yo sentí que él intentaba ponerse por sobre mí, debido a que manejaba un avión y yo no, eso no me gustaba; sin embargo, era simpático, agradable, no pude enojarme seriamente con él.

—Tengo más años de los que tú me creerías —respondió sonriendo. Sacó del cinturón uno de los aparatos parecidos a radios a pila. Era una especie de calculadora de bolsillo, la encendió y aparecieron unos signos luminosos, desconocidos para mí. Hizo algún cálculo y al ver la respuesta me dijo riendo:

—No; no me lo creerías.

Llegó la noche y apareció una hermosa luna llena que iluminaba toda la playa. Miré su rostro con atención. No podía tener más de ocho años, sin embargo, era piloto de avión… ¿Tendría más años?… ¿No sería un enano?

—¿Crees en los extraterrestres? —me preguntó sorpresivamente. Tardé un buen rato en responder. Me observaba con unos ojos llenos de luz, parecía que las estrellas de la noche se reflejaban en sus pupilas. Se veía demasiado bonito para ser normal. Recordé el avión en llamas, su aparición, su calculadora con signos extraños, su acento, su traje, además, era un niño, y los niños no manejamos aviones…

—¿Eres un extraterrestre? —pregunté con algo de temor.

—Y si lo fuera… ¿te daría miedo?

Fue entonces que supe que sí venía de otro mundo. Me asusté un poco, pero su mirada estaba llena de bondad.

—¿Eres malo? —pregunté tímidamente. El rió divertido.

—Tal vez tú eres más malito que yo…

—¿Por qué?

—Porque eres terrícola.

—¿De verdad eres extraterrestre?

—No te asustes —me confortó sonriendo y señaló hacia las estrellas mientras me decía: este universo está lleno de vida… millones y millones de planetas están habitados… Hay mucha gente buena allá arriba…

Sus palabras producían un extraño efecto en mí. Cuando él decía esas cosas, yo podía «ver» esos millones de mundos habitados por gente buena. Se me quitó el temor. Decidí aceptar sin sorprenderme que él era un ser de otro planeta. Parecía amistoso e inofensivo.

—¿Por qué dices que los terrícolas somos malos? —pregunté. El continuó mirando el cielo y dijo:

—Qué hermoso se ve el firmamento desde la Tierra… Esta atmósfera le otorga un brillo… un color…

No me estaba respondiendo otra vez. Volví a sentirme molesto; además, no me gusta que me crean malo, no lo soy, al revés: yo quería ser explorador cuando fuera grande y cazar malos en los ratos libres…

—… Allá, en las Pléyades, hay una civilización maravillosa…

—No todos somos malos aquí…

—Mira esa estrella… así era hace un millón de años… ya no existe…

—Dije que no todos somos malos aquí. ¿Por qué dijiste que todos los terrícolas somos malos?

—Yo no he dicho eso —respondió sin dejar de mirar el cielo, le brillaba la mirada—. Es un milagro…

—¡Sí lo dijiste!

Como levanté la voz, logré sacarlo de sus ensueños; estaba igual que una prima mía cuando contempla la foto de su cantante preferido; está enamorada de él.

Me miró con atención, no parecía molesto conmigo.

—Quise decir que los terrícolas suelen ser menos buenos que los habitantes de otros mundos del espacio.

—¿Ves? Estás diciendo que somos los más malos del universo.

Volvió a reír y me acarició el pelo mientras decía:

—Tampoco quise decir eso.

Aquello me gustó menos aún. Retiré la cabeza, me molesta que me miren como a un tonto, porque soy uno de los primeros de mi clase, además, iba a cumplir diez años.

—Si este planeta es tan malo, ¿qué haces aquí?

—¿Te has fijado cómo se refleja la luna en el mar?

Continuaba ignorándome y cambiando el tema.

—¿Viniste a decirme que me fije en el reflejo de la luna?

—Tal vez… ¿Te diste cuenta de que estamos flotando en el universo?

Cuando me dijo eso, creí comprender la verdad: ese niño estaba loco. ¡Claro! Se creía extraterrestre, por eso hablaba cosas tan extrañas. Quise irme a casa, otra vez me sentí mal, ahora, por haber creído sus historias fantásticas. Había estado tomándome el pelo… Extraterrestre… ¡y yo se lo creí! Me dio vergüenza, rabia conmigo mismo y con él. Me dieron ganas de darle un buen golpe en la nariz…

—¿Por qué; es muy fea mi nariz?…

Quedé paralizado. Sentí temor. ¡Me había leído el pensamiento! Lo miré. Sonreía victorioso. No quise rendirme, preferí creer que eso fue una casualidad, una coincidencia entre lo que yo pensé y lo que él dijo. No le demostré sorpresa, tal vez fuera verdad, pero tenía que comprobarlo… tal vez estaba ante un ser de otro mundo, un extraterrestre que podía leer el pensamiento.

Decidí hacerle una prueba.

—¿Qué estoy pensando ahora? —dije, y me puse a imaginar una torta de cumpleaños.

—¿No te basta con las pruebas que ya tienes? —preguntó. Yo no estaba dispuesto a ceder un milímetro.

—¿Cuáles pruebas?

Estiró las piernas y apoyó los codos sobre la roca.

—Mira, Pedrito, hay otro tipo de realidades, otros mundos más sutiles, con puertas sutiles para inteligencias sutiles…

—¿Qué significa sutiles?

—¿Con cuántas velitas?… —dijo sonriendo.

Fue como un golpe al estómago. Me dieron ganas de llorar, me sentí tonto y torpe. Le pedí que me disculpara, pero no se molestó por aquello, no me hizo caso y se puso a reír. Decidí no volver a dudar de él.

—Ven a quedarte a mi casa —le ofrecí, porque ya era tarde.

—No incluyamos adultos en nuestra amistad dijo, arrugando la nariz entre sonrisas.

—Pero tengo que irme…

—Tu abuelita duerme profundamente, no te echará de menos si conversamos un rato.

Otra vez me causó sorpresa y admiración. ¿Cómo sabía acerca de mi abuelita? …Recordé que era un extraterrestre.

—¿Puedes verla?

—Desde mi nave la vi a punto de quedarse dormida —respondió con picardía, luego, exclamó con entusiasmo:

—¡Vamos a pasear por la playa! —Se incorporó de un salto, corrió hasta el borde de la altísima roca y se lanzó hacia la arena…. ¡Descendía lentamente, planeando como una gaviota! Recordé que no debía sorprenderme demasiado por nada que viniese de aquel alegre niño de las estrellas. Bajé de la roca como pude, con gran cuidado.

—¿Cómo lo haces? —pregunté, refriéndome a su increíble planeo.

—Sintiéndome como un ave —respondió, y se puso a correr alegremente por entre el mar y la arena, sin tener ningún motivo especial para hacerlo. Me hubiera gustado actuar como él, pero no podía.

—¡Sí puedes! —Otra vez me había captado el pensamiento. Vino a mi lado intentando animarme y dijo:

—¡Vamos a correr y a saltar como pájaros! —entonces me tomó de la mano y sentí una gran energía. Comenzamos a correr por la playa.

—¡Ahora… saltemos! —él lograba elevarse mucho más que yo y me impulsaba hacia arriba con su mano. Parecía suspenderse en el aire unos instantes. Continuábamos corriendo y cada cierto trecho saltábamos.

—¡Somos aves; somos aves! —me animaba, me embriagaba. Poco a poco fui dejando de pensar como de costumbre, fui cambiando, ya no era yo el de siempre. Animado por el niño extraterrestre fui decidiéndome a ser liviano como una pluma, estaba poco a poco aceptando ser un ave.

—¡Ahora… arriba! —realmente comenzábamos a mantenernos en el aire durante algunos instantes. Caíamos suavemente y continuábamos corriendo, para luego volver a elevarnos. Cada vez lo hacíamos mejor, eso me sorprendía…

—No te sorprendas… tú puedes… ¡ahora! —en cada intento era más fácil lograrlo. Íbamos corriendo y saltando como en cámara lenta por la orilla de la playa, bajo la noche llena de luna y de estrellas… Parecía otra forma de existir, otro mundo.

—¡Con amor por el vuelo! —me animaba. Un poco más adelante me soltó la mano.

—¡Tú puedes, sí puedes! —me miraba transmitiéndome confianza mientras corría a mi lado.

—¡Ahora! —nos elevábamos lentamente, nos manteníamos en el aire y comenzábamos a caer como si
planeáramos, con los brazos extendidos.

—¡Bravo, bravo! —me felicitaba.

No sé cuanto tiempo jugamos esa noche. Para mí fue como un sueño. Cuando me sentí cansado, me lancé sobre la arena, jadeando y riendo feliz. Había sido algo fabuloso, una experiencia inolvidable.

No se lo dije, pero interiormente le di las gracias a mi extraño amiguito por haberme permitido realizar cosas que yo creía imposibles. No sabía aún todas las sorpresas que me aguardaban aquella noche.

Las luces de un balneario brillaban al otro lado de la bahía. Mi amigo contemplaba con deleite los movedizos reflejos sobre las aguas nocturnas, extasiado, tendido sobre la arena bañada por la claridad lunar, luego se regocijaba mirando la luna llena.

—¡Qué maravilla… no se cae! —reía—. ¡Este planeta tuyo es muy hermoso!

Yo nunca había pensado que lo fuera, pero ahora que él lo decía… sí, era hermoso tener estrellas, mar, playa y una luna tan bonita allí suspendida… y además, no se caía.

—¿Tu planeta no es bonito? —pregunté. Suspiró profundamente mirando hacia un punto del cielo, a nuestra derecha.

—Oh, sí, también lo es, pero todos nosotros lo sabemos… y lo cuidamos…

Recordé que me había insinuado que los terrícolas no somos demasiado buenos. Creí comprender una de las razones: nosotros no valoramos nuestro planeta, ni lo cuidamos; ellos sí lo hacen con el suyo.

—¿Cómo te llamas? —Le hizo gracia mi pregunta.

—No te lo puedo decir.

—¿Por qué… es un secreto?

—¡Qué va; nada es secreto! es sólo que no existen en tu idioma esos sonidos.

—¿Cuáles sonidos?

—Los de mi nombre. —Eso me sorprendió, porque yo había pensado que hablaba mi idioma, aunque con otro acento.

—¿Cómo aprendiste entonces a hablar en mi lengua?

—No la hablo ni la comprendo… a menos que tenga esto —respondió divertido mientras tomaba un aparato de su cinturón.

—Esto es un «traductor» …entre otras cosas. Esta cajita explora tu cerebro a la velocidad de la luz y me transmite lo que quieres decir, así puedo comprenderte, y cuando voy a decir algo, me hace mover los labios y la lengua como lo harías tú… bueno… casi como tú. Nada es perfecto… Guardó el «traductor» y se puso a contemplar el mar, mientras se tomaba las rodillas, sentado en la arena.

—¿Cómo puedo llamarte entonces? —le pregunté.

—Puedes llamarme «Amigo», porque eso es lo que soy: un amigo de todos.

—Te llamaré «Ami». Es más corto y parece nombre. —Le gustó su nuevo apodo.

—¡Es perfecto, Pedrito! —nos dimos la mano. Yo sentí que sellaba una nueva y gran amistad. Así iba a ser…

—¿Cómo se llama tu planeta?

—¡PUF!… tampoco. No hay equivalencia de sonidos, pero está por allí —apuntó sonriendo hacia unas estrellas.

Mientras Ami observaba el cielo, yo me puse a pensar en las películas de invasores extraterrestres que había visto tantas veces en la televisión.

—¿Cuándo nos van a invadir? —Mi pregunta le hizo mucha gracia.

—¿Por qué piensas que vamos a invadir la Tierra?

—No sé… en las películas todos los extraterrestres invaden la Tierra… ¿o no todos? —Esta vez su risa fue tan alegre que me contagió. Después traté de justificarme—… Es que en la tele…

—¡Claro, la televisión!… ¡Veamos una de invasores! —dijo entusiasmado, mientras de la hebilla de su cinturón extraía otro aparato. Apretó un botón y apareció una pantalla encendida. Era un pequeño televisor en colores, sumamente nítido. Cambiaba de canales con rapidez. Lo sorprendente era que a esa zona llegaban sólo dos estaciones, pero en el aparato iban apareciendo una multitud: películas, programas en vivo, noticieros, comerciales, todo en diferentes idiomas y por personas de distintas nacionalidades.

—Las de invasores son cómicas —decía Ami divertido.

—¿Cuántos canales puedes sintonizar allí?

—Todos los que están transmitiendo en este momento en tu planeta… Esto recibe las señales que captan nuestros satélites y las amplifica ¡Aquí hay una, en Australia, mira!

Aparecían unos seres con cabezas de pulpo y muchos ojos saltones surcados de venitas rojas. Disparaban rayos verdes contra una multitud de aterrorizados seres humanos. Mi amigó parecía divertirse con ese film.

—¡Qué barbaridad! ¿No te parece cómico, Pedrito?

—No, ¿porqué?

—Porque esos monstruos no existen más que en las monstruosas imaginaciones de quienes inventan esas películas…

No me convenció. Yo había pasado varios años viendo todo tipo de seres espaciales perversos y espantosos como para que pudiera borrármelos de un plumazo.

—Pero si aquí mismo en la Tierra hay iguanas, cocodrilos, pulpos… ¿por qué no van a existir en otros mundos?

—Ah, eso. Sí los hay, pero no construyen pistolas de rayos, son como los de aquí: animales. No son inteligentes.

—Pero tal vez existan mundos con seres inteligentes y malvados…

—¡«Inteligentes y malvados»! —Ami reía a todo pulmón—. Eso es como decir buenos-malos.

Yo no podía comprender. ¿Y esos científicos locos y perversos que inventan armas para destruir el mundo, contra los que Batman y Superman luchan? Ami captó mi pensamiento y explicó riendo:

—Esos no son inteligentes; son locos.

—Bueno, entonces es posible que exista un mundo de científicos locos que podrían destruirnos…

—Aparte de los de la Tierra, imposible…

—¿Por qué?

—Porque si son locos, se destruyen ellos mismos primero. No alcanzan a obtener el nivel científico necesario como para lograr abandonar sus planetas y partir a invadir otros mundos. Es más fácil construir bombas que naves intergalácticas, y si una civilización no tiene bondad y consigue un alto nivel científico, más tarde o más temprano utilizará su poder destructivo contra sí misma, mucho antes de poder partir a otros mundos.

—Pero en algún planeta podrían sobrevivir, por casualidad…

—¿Casualidad? En mi idioma no existe esa palabra. ¿Qué significa casualidad?

Tuve que poner varios ejemplos para que comprendiera. Cuando lo conseguí, le hizo gracia. Dijo que todo está relacionado, pero que nosotros no comprendemos la ley que enlaza todas las cosas, o que no la queremos ver.

—Es que si son tantos los millones de mundos, como tú dices, podrían sobrevivir algunos malvados sin destruirse. —Yo seguía pensando en la posibilidad de invasores.

Ami intentó hacerme comprender:

—Imagina que muchas personas tienen que tomar una barra de hierro al rojo, una a una, con las manos desnudas. ¿Qué posibilidad hay de que alguna no se queme?

—Ninguna; todas se queman —respondí.

—Asimismo, todos los malvados se autodestruyen si no logran superar su maldad. Nadie puede escapar a la ley que rige ese asunto.

—¿Cuál ley?

—Cuando el nivel científico de un mundo supera demasiado el nivel de amor, ese mundo se autodestruye. Hay una relación matemática.

—¿Nivel de amor? —Yo podía entender claramente lo que es el nivel científico de un planeta, pero no comprendía qué era el «nivel de amor».

—Lo más sencillo es para algunos, lo más difícil de comprender… El amor es una fuerza, una vibración, una energía cuyos efectos pueden ser medidos por nuestros instrumentos. Si el nivel de amor de un mundo es bajo, hay infelicidad colectiva, odio, violencia, división, guerras y… con un nivel peligrosamente alto de capacidad destructiva… ¿Me comprendes, Pedrito?

—En general, no. ¿Qué quieres decirme?

—DEBO decirte muchas cosas, pero vamos poco a poco. Empecemos por tus dudas.

Yo todavía no podía creer que no existieran monstruos invasores. Le conté una película en la que unos «extraterrestres lagartos» dominaban muchos planetas porque estaban muy bien organizados. El dijo:

—Sin amor no puede existir una organización duradera. En ese caso, se debe obligar, forzar. Al final, hay rebeldía, división y destrucción. Existe una sola forma universal perfecta de organización, capaz de garantizar la sobrevivencia, y se alcanza naturalmente cuando una civilización se acerca al amor, cuando evoluciona. Los mundos que la consiguen son evolucionados, civilizados, no hacen daño a nadie. Ninguna otra alternativa existe en todo el universo. Una inteligencia mayor que la nuestra inventó todo esto…

Yo seguía sin comprender una palabra, aunque después logró explicármelo mejor, por el momento, yo seguía con la duda acerca de los monstruos inteligentes y malvados.

—¡Demasiada televisión! —exclamó Ami, y luego agregó—: Los monstruos que imaginamos están dentro de nosotros mismos. Mientras no los abandonemos, no mereceremos alcanzar todas las maravillas del universo… Los malvados no son bonitos ni inteligentes.

—Pero… ¿y esas mujeres hermosas y malvadas que salen en las películas? O no son hermosas o no son malvadas… La inteligencia verdadera, la bondad y la belleza van de la mano; todo es consecuencia del mismo proceso evolutivo hacia el amor.

—¿Entonces quieres decirme que no hay gente mala en el universo, aparte de la de la Tierra?

—Claro que sí la hay. Existen mundos en los cuales tú no podrías sobrevivir ni media hora. Aquí mismo, en la Tierra, hace un millón de años… Hay mundos habitados por verdaderos monstruos humanos…

—¿Ves, ves? —exclamé triunfante— tú mismo lo reconoces, yo tenía razón; a esos monstruos me refería…

—Pero no te preocupes; ellos están «abajo», no «arriba», habitan mundos más atrasados que éste; sus mentes no les permiten siquiera conocer la rueda, así que no van a llegar hasta aquí…

Eso era tranquilizador.

—Entonces, después de todo, no somos los terrícolas los más malos del universo…

—No; ¡Pero tú eres uno de los más tontos de la galaxia! —Reímos como buenos amigos. .

—¿Qué signo es ese que llevas en el pecho? —pregunté.

—Es el emblema de mi trabajo —respondió, mientras señalaba hacia lo alto—. ¿Sabes?, aquí «cerquita», en un planeta de Sirio, hay unas playas color violeta… son espléndidas. Si vieras lo que es un atardecer con esos dos soles gigantes…

—¿Viajas a la velocidad de la luz? —Mi pregunta le pareció cómica.

—Si viajara «tan lento» me habría hecho viejo antes de poder llegar hasta aquí.

—¿A qué velocidad viajas entonces?

—Nosotros en general no «viajamos»; más bien, nos «situamos», pero de un lado a otro de la galaxia demoraría… —tomó su calculadora del cinturón y sacó unas cuentas—. Según tus medidas de tiempo… mmmm… una hora y media, y de una galaxia a otra tardaría varias horas.

—¡Qué bárbaro! ¿Cómo lo consigues?

—¿Puedes explicar a un bebé por qué dos más dos son cuatro?

—No —respondí— ni yo mismo lo sé…

—Yo tampoco puedo explicarte cosas que tienen que ver con la contracción y curvatura del espacio-tiempo… ni hace falta… Fíjate cómo se deslizan esas pequeñas aves por la arena, parecen patinar… ¡qué maravilla!

Ami estaba contemplando unas aves que corrían en grupo por la playa, recogiendo algún alimento que las olas depositaban sobre la arena. Yo recordé que era tarde.

—Tengo que irme… mi abuelita…

—Todavía duerme.

—Estoy preocupado.

—¿Preocupado? Qué tontería.

—¿Por qué?

—«Pre» significa «antes de». Yo no me «pre-ocupo»; yo me «ocupo».

—No te entiendo, Ami.

—No vivas imaginando problemas que no han ocurrido ni van a ocurrir. Disfruta del presente. La vida es corta. Cuando aparezca un problema real, entonces ocúpate de él. ¿Te parecería bien que estuviésemos preocupados imaginando que podría venir una ola gigante y devorarnos? Sería tonto no disfrutar de este momento, de esta noche tan hermosa… observa esas aves que corren sin preocuparse… ¿Por qué perder este momento por algo que no existe?

—Pero mi abuelita sí existe…

—Sí, y no hay ningún problema al respecto… ¿Y este momento, no existe?

—Estoy preocupado…

—Ah, terrícola, terrícola… Está bien, veamos a tu abuelita.

Tomó su aparato televisor y comenzó a manipularlo. En la pantalla apareció el camino que lleva hacia mi casa. La «cámara» iba avanzando por entre los árboles y las rocas del sendero. Todo se veía en colores e iluminado como si fuese de día. Penetramos a través de una ventana de la casa, apareció mi abuelita durmiendo profundamente en su cama, hasta se escuchaba su respiración. ¡Aquel aparato era increíble!

—Duerme como un angelito —comentó Ami riendo.

—¿No es una película?

—No. Es «en vivo y en directo»… Vamos al comedor.

La «cámara» atravesó la pared del dormitorio y apareció el comedor. Allí estaba la mesa con su mantel de cuadros grandes, y en el lugar que yo ocupo había un plato cubierto por otro, invertido.

—¡Eso se parece a mi «ovni»! —bromeó Ami—. Veamos qué te tienen para cenar —operó algo en el aparato y el plato superior se hizo transparente como vidrio. Apareció un trozo de carne asada, con papas fritas y ensalada de tomates.

—¡Bof! —exclamó Ami con asco— ¡cómo pueden comer cadáver!…

—¿Cadáver?

—Cadáver de vaca… vaca muerta. Un trozo de vaca muerta.

Así como él lo pintaba, me dio asco a mí también.

—¿Cómo funciona este aparato; dónde está la cámara? —le pregunté muy intrigado.

—No necesita cámara. Este artefacto enfoca, capta, filtra, selecciona, amplifica y proyecta… sencillo, ¿no? —Al parecer, se estaba burlando de mí.

—¿Por qué se ve de día, siendo de noche?

—Hay otras «luces» que tu ojo no puede ver; este aparato si las capta.

—¡Qué complicado!

—Nada de eso. Yo mismo hice este cachivache…

—¡Tú mismo!

—Es sumamente anticuado, pero le tengo cariño. Es un recuerdo, un trabajo de la escuela primaria…

—¡Ustedes son unos genios!

—Por supuesto que no. ¿Sabes multiplicar?

—Claro —respondí.

—Entonces tú eres un genio… para uno que no sabe multiplicar. Todo es cuestión de grados. Una radio a transistores es un milagro para un aborigen de las selvas.

—Tienes razón. ¿Crees tú que algún día podremos tener aquí en la Tierra inventos como el tuyo?

Se puso serio por vez primera. Me dirigió una mirada que denotaba cierta tristeza.

—No lo sé.

—¡Cómo que no lo sabes; tú lo sabes todo!

—No todo. El futuro no lo conoce nadie… afortunadamente.

—¿Por qué dices «afortunadamente»?

—Imagínate; la vida no tendría ningún sentido si se conociera el futuro. ¿Te gusta saber de antemano el final de la película que estás viendo?

—No. Eso me irrita respondí.

—¿Te gusta escuchar un chiste que ya conoces?

—Tampoco. Eso me aburre.

—¿Te gustaría saber qué regalo vas a recibir para tu cumpleaños?

—Eso menos todavía. —Me parecía ameno su modo de enseñar, con ejemplos.

—La vida perdería todo su sentido si se conociera el futuro. Uno puede solamente calcular posibilidades.

—¿Cómo es eso?

—Por ejemplo, calcular las posibilidades o probabilidades que tiene la Tierra de salvarse…

—¿Salvarse, salvarse de qué?

—¡Cómo de qué!… ¿No has escuchado hablar de la contaminación, las guerras, las bombas?

—¡Ah, sí! ¿Me quieres decir que aquí también estamos en peligro, como en los mundos de los malvados?

—Hay muchas posibilidades. La relación entre ciencia y amor está terriblemente inclinada hacia el lado de la ciencia; millones de civilizaciones como ésta se han autodestruido. Es un punto de cambio, peligroso…

Me asusté. Yo no había pensado seriamente en la posibilidad de una tercera guerra mundial o de una catástrofe. Me quedé largo rato meditando. De pronto se me ocurrió una idea maravillosa:

—¡Hagan algo ustedes!

—¿Algo como qué?

—No sé… bajar mil naves y decirles a los presidentes que no hagan la guerra… algo así. —Ami sonrío.

—Si hiciéramos algo así, en primer lugar, habría miles de infartos cardiacos, por culpa justamente de esas películas de invasores, y nosotros no somos inhumanos, no podemos provocar algo semejante. En segundo lugar, si les dijéramos, por ejemplo: transformen sus armas en instrumentos de trabajo, pensarían que es un plan extraterrestre para debilitarlos y luego dominar el planeta. Tercero, supongamos que lleguen a comprender que somos inofensivos, de todos modos no soltarían las armas.

—¿Por qué?

—Porque tendrían temor de los otros países. ¿Quién va a desarmarse primero? Ninguno.

—Pero tienen que tener confianza…

—Los niños pueden tener confianza, los adultos no… y menos los presidentes, y con razón, porque algunos tienen ganas de dominar todo lo que puedan…

Yo estaba realmente intranquilo. Comencé a buscar una solución para evitar la guerra y la posible destrucción de la humanidad. Pensé que los extraterrestres podrían por la fuerza tomar el poder en la Tierra, destruir las bombas y obligarnos a vivir en paz. Se lo dije. Cuando terminó de reír, aseguró que yo no podía dejar de ser terrícola para pensar.

—¿Por qué?

—Por la fuerza, destruir, obligar, todo eso es terrícola, incivilizado, violencia. La libertad humana es algo sagrado, tanto la nuestra como la ajena. Obligar no existe en nuestros mundos; cada persona es valiosa y respetada. Por la fuerza y destruir es violencia, lo cual viene de «violar»; violar la Ley del universo…

—¿Entonces ustedes no hacen la guerra? —todavía no terminaba de hacer esa pregunta cuando me sentí estúpido por haberla hecho. Me miró con cariño y poniendo su mano sobre mi hombro, dijo:

—Nosotros no hacemos la guerra, porque creemos en Dios.

Me sorprendió mucho su respuesta. Yo también creía en Dios, pero últimamente estaba pensando que sólo los curas de mi colegio creían en El, y también la gente sin mucha cultura, porque tengo un tío que es físico nuclear de la universidad y dice que «a Dios lo mató la inteligencia».

—Tu tío es un tonto —aseguró Ami después de percibir mis pensamientos.

—No me parece; está considerado como uno de los hombres más inteligentes del país.

—Es un tonto —insistió Ami—. ¿Puede una manzana matar al manzano? ¿Puede una ola matar al mar?

—Yo había pensado que…

—Te equivocaste. Dios existe.

Me puse a pensar en Dios, un poco arrepentido por haber puesto en duda su existencia.

—¡Oye, sácale la barba y la túnica! —Ami reía, porque había visto mis imágenes mentales de Dios.

—Entonces… ¿no tiene barba; Dios se afeita? —Mi amigo espacial se regocijaba con mi confusión.

—Ese es un dios demasiado terrícola —comentó.

—¿Por qué?

—Porque tiene la apariencia de un terrícola.

¿Qué me estaba queriendo decir; que los extraterrestres no tienen apariencia humana?

—Pero ¿cómo…? Dijiste que los seres humanos de otros mundos no tienen forma extraña o monstruosa, además, tú mismo pareces terrícola…

Ami, sonriendo tomó una ramita y dibujó una figura humana sobre la arena.

—El modelo humano es universal: cabeza, tronco y extremidades, pero hay pequeñas variaciones en cada mundo: altura, color de la piel, forma de las orejas; pequeñas diferencias. Yo parezco terrestre porque la gente de mi planeta es igual a los niños de la Tierra, pero Dios no tiene la forma de un hombre. Ven, vamos a pasear.

Comenzamos a caminar por el sendero hacia el pueblo. Puso su brazo sobre mi hombro, sentí en él al hermano que nunca tuve. Unas aves nocturnas pasaron graznando a lo lejos. Ami pareció deleitarse con esos sonidos, aspiró el aire marino y dijo:

—Dios no tiene apariencia humana —su rostro brillaba en la noche al hablar del Creador— no tiene forma alguna, no es una persona como tú o yo. Es un Ser infinito, pura energía creadora… puro amor…

—¡Ah! —lo decía de una forma tan bella, que lograba emocionarme.

—Por eso, el universo es hermoso y bueno… Es maravilloso —agregó. Yo pensé en los habitantes de los mundos primitivos que él había mencionado, y también en la gente mala de este mismo planeta.

—¿Y los malos?

—Ellos llegarán a ser buenos algún día…

—Mejor hubieran nacido buenos desde el principio, así, no habría nada malo por ninguna parte.

—Si no se conociera lo malo, ¿cómo se podría disfrutar de lo bueno; cómo se podría valorar? —preguntó Ami.

—No entiendo bien.

—¿No te parece maravilloso poder mirar, ver?

—No sé. Nunca lo había pensado… creo que sí.

—Si hubieras sido ciego de nacimiento y de pronto adquirieras la vista, entonces te parecería maravilloso poder ver…

—¡Ah, sí!

—Quienes han vivido existencias duras, violentas, cuando logran alcanzar una vida más humana la valoran como nadie… Si jamás fuese de noche, no podríamos disfrutar del amanecer…

Íbamos caminando por el sendero iluminado de luna y bordeado de árboles, pasamos por mi casa, entré silenciosamente a buscar un suéter y volví al lado de Ami. Continuamos caminando y conversando. El contemplaba todo mientras hablaba. Aún no aparecían las primeras calles del pueblo ni las luces del alumbrado público.

—¿Te das cuenta de lo que estás haciendo? —me preguntó de improviso.

—No… ¿qué?

—Estás caminando, puedes caminar…

—Ah, sí; claro… ¿y eso qué tiene de extraordinario?

—Hay quienes han sido inválidos, y luego de meses o años de ejercicios logran volver a caminar, para ellos sí que es extraordinario poder hacerlo, y lo agradecen, lo disfrutan; en cambio, tú caminas sin darte cuenta, sin encontrar nada especial al hacerlo…

—Tienes razón, Ami. Tú me dices muchas cosas nuevas…

Llegamos a la primera calle iluminada por el alumbrado público. Serían las once de la noche. Me parecía una aventura transitar sin mi abuelita tan tarde por el pueblo, pero me sentía protegido al lado de Ami. Mientras caminábamos, él se detenía a mirar la luna entre las hojas de los eucaliptus, a veces, me decía que escuchásemos el croar de las ranas, el canto de los grillos nocturnos, el rumor lejano del oleaje. Se detenía a aspirar el aroma de los pinos, de las cortezas de árbol, de la tierra, a observar una casa que le parecía bonita, una calle o un rinconcito en una esquina.

—Mira qué hermosos esos farolitos… como para pintarlos… Fíjate cómo cae la luz sobre esa enredadera… y esas antenitas recortadas contra las estrellas… La vida no tiene otro propósito que el de disfrutar sanamente de ella, Pedrito. Procura poner atención a todo lo que la vida te brinda… La maravilla se encuentra a cada instante… Intenta sentir, percibir, en lugar de pensar. El sentido profundo de la vida se encuentra más allá del pensamiento… ¿Sabes, Pedrito? la vida es un cuento de hadas hecho realidad… es un don hermoso que Dios te brinda… porque Dios te ama…

Sus palabras me hacían ver las cosas desde un nuevo punto de vista. Me parecía increíble que ese mundo fuese el habitual, el de todos los días, al cual yo jamás prestaba atención… Ahora me daba cuenta de que vivía en el Paraíso, sin haberlo notado antes…

Caminando llegamos a la plaza del balneario. Unos jóvenes estaban en la puerta de una discoteca, otros conversaban en el centro de la plaza. El lugar estaba tranquilo, especialmente ahora que la temporada llegaba a su fin.

Nadie se fijaba en nosotros, a pesar del traje de Ami; tal vez pensaban que se trataba de un disfraz inocente…

Imaginé qué pasaría si supieran la clase de niño que paseaba por aquella plaza; nos rodearían, vendrían los periodistas y la televisión…

—No, gracias —dijo Ami leyéndome la mente—. No quiero que me crucifiquen…

No comprendí qué quiso decir.

—En primer lugar, no lo creerían; pero si al fin lo hicieran, me detendrían por haber ingresado «ilegalmente». Luego pensarían que soy espía y me torturarían para obtener información… Después, los médicos querrían echar un vistazo al interior de mi cuerpecito… —Ami reía mientras relataba posibilidades tan negras.

Nos sentamos en un banco, en un lugar algo retirado. Yo pensé que los extraterrestres deberían ir mostrándose poco a poco, para que la gente se fuera habituando a ellos, y luego un día presentarse abiertamente.

—Algo parecido estamos haciendo, pero mostrarnos abiertamente… Ya te di tres razones por las cuales es inútil hacerlo. Ahora te daré una más, la principal está prohibido por las leyes.

—¿Por cuáles leyes?

—Las leyes universales. En tu mundo hay leyes, ¿verdad? En los mundos civilizados también hay normas generales que todos deben respetar, una de ellas es no interferir en el desarrollo evolutivo de los mundos incivilizados.

—¿Incivilizados?

—Llamamos incivilizados a los mundos que no cumplen los tres requisitos básicos…

—¿Cuáles son?

—Los tres requisitos que debe cumplir un mundo para que se considere civilizado son: primero, conocer la Ley fundamental del universo; una vez que se conoce y se practica esta Ley, es muy fácil cumplir los otros dos. Segundo, constituir una unidad, deben tener un solo Gobierno Mundial. Tercero, deben organizarse de acuerdo a la Ley fundamental del universo.

—No entiendo mucho. ¿Cuál es esa ley del fundamento… de qué?

—¿Ves?, no la conoces —se burlaba de mí—, no eres civilizado.

—Pero yo soy un niño… Creo que los adultos sí la conocen, los científicos, los presidentes… —Ami rió con muchas ganas.

—¡Adultos… científicos… presidentes! Esos menos que nadie, salvo alguna rara excepción.

—¿Cuál es esa ley?

—Te la diré más adelante.

—¿En serio? —me entusiasmé al pensar que conocería algo que casi todos ignoran.

—Si te portas bien —bromeó. Comencé a meditar en esa prohibición de intervenir en los planetas incivilizados.

—¡Entonces tú estás violando esa ley…! —expresé con sorpresa.

—¡Bravo! No pasaste por alto ese detalle.

—Claro que no. Primero dices que está prohibido intervenir; sin embargo, tú estás hablando conmigo…

—Esto no es intervenir en el desarrollo evolutivo de la Tierra. Mostrarse abiertamente, comunicarse masivamente sí lo sería. Esto es parte de un «plan de ayuda».

—Explica mejor, por favor.

—Es un tema complejo. No te puedo explicar todo, porque no entenderías, tal vez más adelante lo haga; por ahora sólo te diré que el «plan de ayuda» es una especie de «medicina», que debemos ir administrando en forma dosificada, suave, sutilmente… muy sutilmente…

—¿Cuál es esa medicina?

—Información.

—¿Información; qué información?

—Bueno, después de la bomba atómica comenzaron los avistamientos de nuestras naves. Eso lo hicimos para que vayan teniendo evidencias de que no son los únicos seres inteligentes del universo, eso es información. Luego hemos aumentado la frecuencia de esos avistamientos, eso es más información. Después iremos dejando que nos filmen. Al mismo tiempo, establecemos pequeños contactos con algunas personas, como tú, y también enviamos «mensajes» en frecuencias mentales. Esos «mensajes» están en el aire, como las ondas de radio, llegan a todas las personas; algunas tienen «receptores» adecuados para captarlas, otras no. Quienes las reciben pueden creer que se trata de sus propias ideas; otros, que se trata de inspiración divina; todavía otros, que son enviados por nosotros. Algunos expresan esos «mensajes» bastante distorsionados por sus propias ideas o creencias; pero hay quienes los expresan casi puros.

—¿Y después, van a aparecer ante todo el mundo?

—Si es que no se autodestruyen, y siempre que se cumplan los tres requisitos básicos. No puede ser antes.

—Me parece egoísmo que no intervengan para evitar la destrucción —le dije, un poco molesto.

Ami sonrió y miró hacia las estrellas.

—Nuestro respeto por la libertad ajena implica dejarles alcanzar el destino que merezcan. La evolución es algo muy delicado, no se puede intervenir, sólo podemos «sugerir» cosas, muy sutilmente, y a través de personas «especiales», como tú…

—¿Cómo yo; qué tengo yo de especial?

—Tal vez más adelante te lo diga, por el momento sólo debes saber que tienes cierta «condición», y no necesariamente «cualidad»… Yo debo irme pronto, Pedrito. ¿Te gustaría volver a verme?

—Claro que sí, he llegado a estimarte en este corto tiempo.

—Yo también a ti, pero si quieres que vuelva, debes escribir un libro relatando lo que viviste junto a mí; para eso he venido, es parte del «plan de ayuda…».

—¡Yo escribir un libro; pero si no sé escribir libros!

—Hazlo como si fuese un cuento infantil, una fantasía… si no, te creerán mentiroso o loco; además, debes dirigirlo a los niños. Pídele ayuda a ese primo tuyo aficionado a escribir. Tú relatas y él toma nota. —Al parecer, Ami sabía más de mí que yo mismo…

—Ese libro será también información. Más de lo que hacemos, no nos está permitido. ¿Te gusta que no exista la menor posibilidad de que una civilización avanzada de malvados venga a invadir la Tierra?

—¿Ves? Pero si ustedes no dejan de lado su maldad y nosotros les ayudamos a sobrevivir, pronto estarían intentando dominar, explotar y conquistar otras civilizaciones del espacio… pero el universo civilizado es un lugar de paz y de amor, de confraternidad. Además, hay otro tipo de energías muy poderosas. La energía atómica al lado de ellas es como un fósforo al lado del sol… No podemos correr el riesgo de que una especie violenta llegue a poseer esa energía y a poner en peligro la paz de los mundos evolucionados, y menos, que llegue a producir un descalabro cósmico…

—Estoy muy intranquilo, Ami.

—¿Por el peligro de descalabro cósmico?

—No. Porque creo que ya es demasiado tarde…

—¿Tarde para salvar a la humanidad, Pedrito?

—No. Para acostarme. —Ami se desternillaba de la risa.

—Tranquilo, Pedrito. Vamos a ver a tu abuelita.

Tomó el pequeño televisor de la hebilla de su cinturón. Apareció mi abuelita durmiendo con la boca entreabierta.

—Disfruta realmente del sueño —bromeó.

—Estoy cansado. Quisiera dormir yo también.

—Bueno, vamos.

Caminábamos hacia mi casa cuando enfrentamos un vehículo policial. Los agentes vieron a dos niños solos a esas horas de la noche, detuvieron el automóvil, bajaron y se dirigieron hacia nosotros. Me dio mucho miedo.

—¿Qué hacen ustedes a esta hora por aquí?

—Caminar… disfrutar de la vida —contestó muy tranquilo Ami—. ¿Y ustedes? ¿Trabajando? ¿Cazando malandrines? —y rió como de costumbre.

Yo me asusté aun más de lo que estaba, al ver la confianza que Ami se estaba tomando frente a los policías; sin embargo, a ellos les hizo gracia la actitud de mi amigo, rieron con él. Intenté reír yo también, pero debido a mis nervios no pude hacerlo.

—¿De dónde sacaste ese traje?

—De mi planeta —respondió con desplante total.

—Ah, eres un marciano.

—Marciano, justamente, no, pero soy extraterrestre. —Ami respondía con alegría y despreocupación, en cambio mi inquietud aumentaba.

—¿Y dónde está tu «ovni»? —preguntó uno de ellos observando a Ami con cierto aire paternal. Creía que se trataba de un juego infantil; sin embargo, él sólo decía toda la verdad.

—Lo tengo estacionado en la playa, bajo el mar. ¿Verdad, Pedrito? —Yo no sabía qué hacer. Procuré sonreír y sólo me salió una mueca bastante idiota, no me atrevía a decir la verdad.

—¿Y no tienes pistola de rayos? —Los uniformados disfrutaban del diálogo, Ami también, pero yo estaba cada vez más confundido y preocupado.

—No necesito. Nosotros no atacamos a nadie. Somos buenos.

—¿Y si te sale un malo con un revólver como éste? —le mostró el arma fingiendo verse amenazante.

—Si me va a atacar, lo paralizo con mi fuerza mental.

—¿A ver? Paralízanos a nosotros.

—Encantado. El efecto les durará diez minutos.

Los tres reían muy divertidos. De pronto, Ami se quedó quieto, se puso serio y los miró fijamente. Con una voz muy extraña y autoritaria les ordenó:

—Quédense inmóviles durante diez minutos. No pueden, no pueden moverse… ¡Ya! —Y se quedaron paralizados con una sonrisa, en la posición que estaban.

—¿Ves, Pedrito? Así hay que decir la verdad, como si fuera un juego o una fantasía —me explicó, mientras les tocaba la nariz o les jalaba suavemente los bigotes a los policías, petrificados con una sonrisa que comenzó a parecerme trágica, debido a las circunstancias. Todo aumentaba mi temor.

—¡Huyamos, alejémonos de aquí, pueden despertar! —expresé, tratando de no hablar muy fuerte.

—No te preocupes, todavía falta mucho para que se cumplan los diez minutos —dijo, y comenzó a moverles las gorras—. Yo sólo quería estar muy lejos de allí.

—¡Vamos, vamos!

—Ya estás pre-ocupado otra vez, en lugar de disfrutar del momento… bien, vamos —dijo resignado. Se acercó a los sonrientes policías y con la misma voz anterior les ordenó:

—Cuando despierten, habrán olvidado para siempre a estos dos niños.

Al llegar a la primera esquina doblamos hacia la playa y nos alejamos del lugar. Me sentí más tranquilo.

—¿Cómo hiciste eso?

—Hipnosis, cualquiera puede.

—Me parece que no todas las personas son hipnotizables. Pudo haberte tocado una de ellas.

—Todas las personas son hipnotizables —dijo Ami—, además, todas están hipnotizadas…

—¿Qué quieres decir?… Yo no estoy hipnotizado… estoy despierto. —Ami se rió bastante de mi afirmación.

—¿Recuerdas cuando veníamos por el sendero?

—Sí, lo recuerdo.

—Allí todo te pareció diferente, todo te resultó hermoso, ¿verdad?

—Ah, sí… parece que ahí sí que venía hipnotizado… ¡Tal vez tú me hipnotizaste!

—¡Estabas despierto! ahora estás dormido, creyendo que la vida no tiene ninguna maravilla, que todo es peligroso. Estás hipnotizado, no escuchas el mar, no percibes los aromas de la noche, no tomas conciencia de tu caminar ni de tu vista, no disfrutas de tu respiración. Estás hipnotizado con hipnosis negativa, estás como esa gente que cree que la guerra tiene algún sentido «glorioso», como los que suponen que quienes no comparten sus hipnosis son sus enemigos, como quienes piensan que lo que se lleva puesto por fuera le otorga algún valor a la persona; todo eso es hipnosis, todos están hipnotizados, dormidos. Cada vez que alguien comienza a sentir que la vida o un momento es hermoso, entonces está comenzando a despertar. Una persona despierta sabe que la vida es un paraíso maravilloso y lo disfruta de instante en instante… pero no pidamos tanto en un mundo incivilizado… Pensar que algunos se suicidan… ¿te das cuenta qué barbaridad? ¡Se suicidan!

—Visto así, como lo dices, tienes razón… ¿Cómo fue que esos policías no se molestaron con tus bromas?

—Porque les toqué el lado bueno, el lado infantil.

—¡Pero ellos son policías! —Me miró como si acabara de decir una estupidez.

—Mira, Pedrito, toda la gente tiene un lado bueno, un lado infantil. Casi nadie es totalmente malo. Si quieres, vamos a una cárcel y buscamos al peor criminal…

—No, muchas gracias…

—En general, la gente es más buena que mala, incluso en este planeta. Todos creen estar haciendo un bien con lo que hacen. Algunos se equivocan, pero no es maldad, es error. Es cierto que cuando se duermen se ponen serios y hasta peligrosos, pero si les llegas por el lado bueno, te devuelven lo bueno de ellos; si les llegas por el lado malo, te devuelven lo malo; sin embargo, a todos les gusta en algún momento jugar.

—¿Entonces por qué en este mundo hay más infelicidad que felicidad?

—No son las personas las malas, sino los viejos sistemas que usan para organizarse. La gente ha evolucionado, los sistemas han quedado atrasados. Malos sistemas hacen sufrir a las personas, las van volviendo infelices, y al final las llevan a cometer errores. Pero un buen sistema de organización mundial es capaz de transformar a los malos en buenos.

Yo no comprendí mucho de sus explicaciones.

—Ya llegamos a tu casa. ¿Te vas a dormir?

—Estoy realmente agotado, no doy más. ¿Y tú, qué vas a hacer?

—Volveré a la nave. Iré a dar una vuelta por las estrellas… Quería invitarte, pero si estás tan cansado…

—¡Ahora ya no!… ¿En serio?… ¿me llevarías a dar una vuelta en tu «ovni»?

—Claro, ¿pero tu abuelita?…

Ante una posibilidad tan extraordinaria como la de pasear en un «platillo volador» se me fue todo el cansancio, estaba fresco y lleno de vitalidad, se me ocurrió inmediatamente la forma de salir sin que me echasen de menos.

—Me serviré la cena, dejaré el plato vacío sobre la mesa, luego pondré mi almohada bajo la ropa de cama, para que si mi abuelita se levanta crea que estoy durmiendo en casa, dejaré esta ropa por ahí y me pondré otra. Lo haré con mucho cuidado y en silencio. No temas nada.

—Perfecto, estaremos de vuelta antes de que ella despierte.

Hice todo de acuerdo a lo calculado, pero cuando quise comer la carne, me dio asco y no pude hacerlo. Unos minutos más tarde caminábamos hacia la playa.

—¿Cómo subiré a tu nave?

—Entraré nadando al agua, luego traeré el vehículo hasta la playa.

—¿No te dará frío meterte en el mar?

—No. Este traje resiste mucho más frío y calor de lo que imaginas… Bien, voy a buscar la nave. Tú, espérame aquí y cuando aparezca no te asustes.

—Oh, no; ya no les temo a los extraterrestres. —Me hizo gracia su recomendación innecesaria…

Ami avanzó hacia las suaves olas, se internó en el mar y comenzó a nadar. Un poco más allá desapareció del alcance de mi vista, en la oscuridad, pues la luna se había ocultado tras unas nubes más bien tenebrosas… Tuve tiempo para pensara solas por primera vez desde la aparición de Ami… ¿Ami?… ¡Un extraterrestre!… ¿Era verdad o había sido un sueño?

Esperé largo rato y comencé a inquietarme. No me sentí muy seguro… yo solo ahí, en una oscura playa terriblemente solitaria… Iba a enfrentarme a una nave extraterrestre… La imaginación me hacía ver sombras extrañas y movedizas entre las rocas, en la arena, emergiendo de las aguas. ¿Y si Ami fuera un ser perverso disfrazado de niño, hablando de bondad para obtener mi confianza…? ¡No! no podía ser… ¿Raptado por una nave extraterrestre?

En esos momentos apareció ante mis ojos un espectáculo terrorífico: debajo del agua un resplandor amarillo verdoso comenzaba a ascender lentamente, luego asomó una cúpula que giraba, con luces de muchos colores… ¡Era verdad! ¡Yo estaba contemplando una nave de otro mundo! Después apareció el cuerpo del vehículo espacial, ovalado, con ventanillas iluminadas. Emitía una luz entre plateada y verde. Fue una visión que no me esperaba, sentí verdadero terror. Una cosa es hablar con un niño… ¿niño?… con cara de bueno… ¿máscara?… y otra cosa es estar parado solo, en una playa, en la oscuridad de la noche y ver aparecer una nave de otro mundo… un «ovni» que viene a buscarlo a uno, a llevárselo lejos… Olvidé al «niño» y todo lo que me había dicho. Para mí aquello se transformó en una maquinaria infernal, venida quién sabe de qué sombrío mundo del espacio, llena de seres monstruosos y crueles que venían a raptarme. Me pareció de un tamaño mucho mayor que el del objeto que yo había visto caer al agua horas antes.

Comenzó a acercarse a mí, flotando a unos tres metros por sobre las aguas. No emitía ningún sonido, el silencio era espantoso, y se acercaba, se acercaba irremediablemente. Quise salir huyendo. Hubiera deseado no haber conocido jamás a ningún extraterrestre, quería volver el tiempo atrás, estar durmiendo y tranquilo cerca de mi abuelita, a salvo, en mi camita, ser un niño normal y vivir una vida normal. Eso era una pesadilla; no podía correr, no podía dejar de mirar a ese monstruo luminoso que venía a llevarme… tal vez a un zoológico espacial… Cuando estuvo sobre mi cabeza, me sentí perdido. Apareció una luz amarilla en el vientre de la nave, luego un reflector me encandiló y supe que ya estaba muerto. Encomendé mi alma a Dios y decidí abandonarme a su Altísima Voluntad… Sentí que me subían, que yo iba en una especie de ascensor, pero mis pies no estaban apoyados sobre cosa alguna. Esperé ver aparecer aquellos seres con cabeza de pulpo y ojos sanguinarios y sanguinolentos… De repente, mis pies se posaron sobre una superficie mullida y me vi parado en un recinto luminoso y agradable, alfombrado y con paredes tapizadas. Ami estaba frente a mí, sonriendo con sus grandes ojos de niño bueno. Su mirada logró calmarme, volviéndome a la realidad, a esa realidad hermosa que él me había enseñado a conocer. Puso una mano sobre mi hombro.

—Calma, calma; no hay nada malo. —Cuando pude hablar sonreí y le dije:

—Me dio mucho miedo.

—Es tu imaginación desbocada. La imaginación sin control puede matar de terror, es capaz de inventar un demonio donde sólo hay un buen amigo, pero sólo se trata de nuestros monstruos internos, porque la realidad es sencilla y hermosa, es simple…

—Entonces… ¿estoy en un «ovni»?

—Bueno, «ovni» es un objeto volador no identificado. Esto está plenamente identificado: es una nave espacial; pero podemos llamarle «ovni» si quieres, y a mí puedes decirme «marciano». —Se me fue completamente la tensión cuando reímos.

—Ven, ven a la sala de mandos —me invitó.

Por una puerta pequeñísima y en arco pasamos a otro recinto, tan bajo de techo como el que abandonábamos. Ante mí apareció una sala semicircular rodeada de ventanas ovaladas. En el centro había tres sillones reclinables frente a unos controles, y varias pantallas casi recostadas sobre el piso. ¡Aquello era como para niños! tanto los sillones como la altura del salón. Allí no hubiera cabido de ningún modo un adulto… Yo podía tocar el techo levantando el brazo.

—¡Esto es fabuloso! —exclamé entusiasmado. Me acerqué a las ventanas mientras Ami se acomodaba en el sillón central, frente a los controles. Tras los vidrios pude ver a lo lejos el resplandor de las luces del balneario. Sentí una leve vibración en el piso y el pueblo desapareció. Ahora sólo veía estrellas…

—Oye, ¡¿qué hiciste con el balneario?!

—Mira hacia abajo —respondió Ami.

Casi me desmayo: estábamos a miles de metros de altura sobre la bahía. Se veían todos los pueblos costeros de la zona, el mío se encontraba allá abajo, muy abajo. ¡Habíamos ascendido kilómetros en un instante y yo no tuve ninguna sensación de movimiento!

—¡Súper, súper bueno! —Mi entusiasmo crecía, pero pronto la altura me produjo vértigos.

—Ami…

—Dime.

—… ¿Esto no se cae?

—Bueno, si a bordo hubiera una persona que ha dicho mentiras, entonces los mecanismos podrían fallar…

—¡Bajemos entonces, bajemos! —Por sus carcajadas supe que bromeaba.

—¿Nos ven desde abajo?

—Cuando esta luz se enciende —señaló un óvalo sobre el tablero de comandos— quiere decir que somos visibles. Cuando está apagada, como ahora, somos invisibles.

—¿Invisibles?

—Igual que este señor sentado a mi lado —indicó hacia un asiento vacío junto a él. Me alarmé, pero sus risas me hicieron comprender que se trataba de otra de sus bromas.

—¿Cómo haces para que no nos vean?

—Si una rueda de bicicleta está girando rápido, sus rayos no se ven. Nosotros hacemos que las moléculas de esta nave se muevan rápido… alturas.

—Ingenioso, pero me gustaría que nos vieran desde abajo.

—No puedo hacerlo. La visibilidad o invisibilidad de nuestras naves, cuando están en los mundos incivilizados, se efectúa de acuerdo al «plan de ayuda». Eso lo decide un computador gigante situado en el centro de esta galaxia…

—No entiendo bien.

—Esta nave está conectada a ese «súper-computador» que decide cuándo podemos o no ser avistados.

—¿Y cómo sabe ese «computador» cuándo…?

—Ese «computador» lo sabe todo… ¿Quieres que vayamos a algún lugar en especial?

—¡A la capital! Me gustaría ver mi casa desde el aire…

—¡Vamos! —Ami movió unos controles y dijo «ya». Me preparé para disfrutar del viaje mirando por la ventana… ¡pero ya habíamos llegado!… ¡Cien kilómetros en una fracción de segundo! Yo estaba fascinado.

—¡Esto se pasó de rápido para viajar!

—Ya te dije que en general no «viajamos» sino que nos «situamos»… Es cosa de coordenadas, pero también podemos «viajar».

Miré las grandes avenidas iluminadas. Se veía increíble la ciudad, en la noche, desde el aire. Localicé mi barrio y le pedí que nos dirigiésemos hacia allá.

—Pero «viajando», lento, por favor. Quiero disfrutar del paseo.

La luz del tablero estaba apagada. Nadie nos veía.

Fuimos avanzando suave y silenciosamente por entre las estrellas del cielo y las luces de la ciudad.

Apareció mi casa. Fue extraordinario verla desde las alturas.

—¿Quieres comprobar si todo está bien allá adentro?

—¿Cómo?

—Vamos a mirar por esta pantalla.

Frente a él, en una especie de gran televisor, apareció la calle enfocada desde la altura; era el mismo sistema por el cual veíamos dormir a mi abuelita, pero con una gran diferencia: aquí la imagen se veía en relieve, con profundidad. Parecía que uno podía meter la mano por la pantalla y tocar las cosas. Intenté hacerlo, pero un vidrio invisible me lo impidió. Ami se divertía conmigo.

—Todos hacen lo mismo…

—¿Todos; quiénes son esos todos?

—No pensarás que eres el primer incivilizado que sale a pasear en una nave extraterrestre…

—Yo había pensado que sí —dije algo desilusionado.

—Pues te equivocas.

El foco de la cámara, o lo que fuese, pareció traspasar el techo de mi casa, recorriéndola por cada rincón. Todo estaba en orden.

—¿Por qué en tu televisor portátil no se ve en relieve, como en esta pantalla?

—Ya te lo dije, es un sistema anticuado…

Le pedí que diéramos una vuelta por la ciudad. Pasamos por sobre mi colegio. Vi el patio, la cancha de fútbol, los arcos, mi sala. Me imaginé contando más tarde la aventura a mis compañeros: «Yo vi el colegio desde una nave espacial»… Estaría orgulloso.

Fuimos pasando por toda la ciudad.

—Lástima que no sea de día —dije.

—¿Por qué?

—Me hubiera gustado pasear en tu nave también de día… ver ciudades, paisajes a la luz del sol…

Como de costumbre, Ami se estaba riendo de mí.

—¿Quieres que sea de día? —me preguntó.

—No creo que tus poderes sean suficientes como para mover el sol… ¿o sí?

—El sol no, pero a nosotros sí…

Accionó los controles y comenzamos a movernos tremendamente rápido, subimos la Cordillera de los Andes y la cruzamos en unos tres segundos, luego aparecieron varias ciudades que se veían como una manchita luminosa, debido a la gran altitud que habíamos alcanzado; inmediatamente después apareció el enorme Océano Atlántico, bañado de luna. También había numerosos bancos de nubes que limitaban mi visibilidad. El cielo se fue aclarando en el horizonte, viajábamos hacia el Este. Llegamos a tierra y, lo extraordinario: ¡el sol comenzó a subir rápidamente! Para mí aquello fue algo increíble. ¡Ami había movido el sol! En unos instantes se hizo de día.

—¿Por qué dijiste que no podías moverlo? —Ami se deleitaba observando mi ignorancia.

—El sol no se ha movido; nosotros nos hemos movido.

Comprendí mi error de inmediato, pero era justificable: Hay que ver lo que es contemplar el sol elevándose por sobre el horizonte a una velocidad impresionante…

—¿Sobre qué lugar estamos?

—África.

—¡África; pero si todavía no hace un minuto estábamos en América del Sur!

—Como querías viajar de día en esta nave, vinimos a un lugar en donde estuviese de día. «Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña»… ¿Qué país de África te gustaría visitar?

—Esteeee… la India.

Su risa me indicó que mis conocimientos geográficos no eran demasiado precisos…

—Vamos entonces a Asia, a la India… ¿A qué ciudad de la India quieres ir?

—… Me da lo mismo… elige tú…

—¿Te parece bien Bombay?

—Sí; fantástico, Ami.

Pasamos a gran velocidad y altitud por sobre el continente africano. Más tarde, en mi casa, junto a un mapa del mundo pude reconstruir aquel viaje. Llegamos al océano Índico, lo cruzamos mientras el sol ascendía y ascendía vertiginosamente. Pronto estuvimos sobre la India. La nave frenó de golpe y quedó inmóvil…

—¿Cómo es que no nos estrellamos contra las ventanas con esa frenada? —pregunté muy sorprendido.

—Es cosa de anular la inercia…

—Ah; qué sencillo…

Descendimos sobre la ciudad, hasta llegar a unos cien metros de altura e iniciamos el paseo sobre los cielos de Bombay.

Me parecía estar soñando o viendo una película. Hombres con turbantes blancos, casas muy diferentes a las de mi país. Me llamó la atención la enorme cantidad de gente en las calles. No era como en mi ciudad, allá, ni siquiera en el centro, a la hora de salida de las oficinas, uno puede ver esas multitudes, aquí estaban en todas partes. Para mí, aquello era otro mundo.

Nadie nos veía; la luz indicadora estaba apagada.

De pronto volví a «la realidad»:

—¡Mi abuelita!

—¿Qué pasa con tu abuelita?

—Ya es de día, se habrá levantado, estará preocupada por mi ausencia… ¡volvamos! —Para Ami, yo era un perpetuo motivo de risa.

—Pedrito, tu abuelita duerme profundamente. Allá son las doce de la noche en este momento, al otro lado del mundo; aquí son las diez de la mañana.

—¿De ayer o de hoy? —pregunté, enredado en el tiempo.

—¡De mañana! —respondió, muerto de risa—. No te inquietes. ¿A qué hora se levanta ella?

—Más o menos a las ocho y media.

—Entonces tenemos ocho horas y media por delante… sin contar con que podemos estiraaaar el tiempo…

—Estoy preocupado… ¿Por qué no vamos a ver?

—¿Qué quieres ver?

—Ella puede haber despertado…

—Veamos desde aquí mismo mejor.

Tomó los controles de una pantalla y apareció la costa sudamericana vista desde muy alto, luego la imagen mostró una caída en picada hacia la tierra a una velocidad fantástica. Pronto distinguí la bahía, el balneario, la casa de la playa, el techo y a mi abuelita. Era increíble, parecía estar allí; durmiendo con la boca entreabierta, en la misma posición anterior.

—No se puede decir que tiene mal dormir, ¿ah? —observó Ami con picardía, luego agregó—. Haremos algo para que te quedes tranquilo.

Tomó una especie de micrófono y me indicó que guardara silencio. Apretó un botón y dijo «Psht». Mi abuelita escuchó aquello; despertó, se levantó y fue hacia el comedor. Pudimos escuchar sus pasos y su respiración. Vio mi plato semivacío sobre la mesa, lo tomó y lo dejó en la cocina; luego se dirigió a mi habitación, abrió la puerta, encendió la luz y miró hacia mi cama. Se veía perfecta, parecía que yo estaba allí, sin embargo, algo le llamó la atención, no supe qué fue, pero Ami sí lo supo. Tomó el micrófono y se puso o a respirar cerca de él.

Mi abuelita escuchó esa respiración y creyó que era la mía, apagó la luz, cerró la puerta y se dirigió a su dormitorio.

—¿Tranquilo ahora?

—Sí, ahora sí… pero es como para no creerlo; ella durmiendo allá y nosotros de día aquí…

—Ustedes viven demasiado condicionados por las distancias y por el tiempo.

—No comprendo.

—¿Cómo te parecería salir de viaje hoy y regresar ayer?

—Quieres volverme loco. ¿No podríamos ir a visitar la China?

—Claro, ¿qué ciudad te gustaría conocer?

Esta vez no iba a quedar en vergüenza. Respondí con seguridad y orgullo: Tokio.

—Vamos entonces a Tokio… capital de Japón —dijo, intentando disimular las ganas de reír.

Pasamos por todo el territorio de la India, de Oeste a Este. Llegamos a los Himalayas, allí la nave se detuvo.

—Tenemos órdenes —dijo Ami. En una pantalla aparecieron signos extraños—. Vamos a dejar un testimonio. El «computador» gigante indica que debemos ser avistados por alguien en algún lugar.

—¡Qué entretenido!, ¿Dónde y por quién?

—No lo sé. Vamos a ser guiados por el computador… Ya llegamos.

Habíamos utilizado el sistema de traslado instantáneo. Estábamos sobre un bosque, detenidos en el aire a unos cincuenta metros de altura. La luz del tablero señalaba que éramos visibles. Había mucha nieve por allí.

—Esto es Alaska —dijo Ami reconociendo el lugar. El sol comenzaba a ocultarse en el mar cercano.

La nave comenzó a moverse en el cielo dibujando un inmenso triángulo con su trayectoria, a medida que cambiaba de colores.

—¿Para qué hacemos esto?

—Para impresionar. Debemos llamar la atención de ese amigo que viene allá.

Ami observaba por la pantalla, yo lo busqué a través de los vidrios de la ventana y lo encontré. A lo lejos, entre los árboles, había un hombre con una casaca de piel color marrón, llevaba una escopeta, parecía muy asustado. Nos apuntó con su arma. Me agaché con temor, para evitar ser alcanzado por el posible disparo. Ami se divertía con mis inquietudes.

—No temas, este «ovni» es a prueba de balas… y de mucho más…

Nos elevamos y quedamos muy alto, siempre emitiendo destellos multicolores.

—Es necesario que ese hombre no olvide jamás esta visión.

Me pareció que, para que no hubiese olvidado nunca el espectáculo, bastaba con haber pasado por el aire, sin necesidad de asustarlo tanto. Se lo dije.

—Estás muy equivocado. Miles de personas han visto pasar nuestras naves, pero hoy ya no lo recuerdan. Si en el momento de avistarnos estaban muy pre-ocupadas con sus asuntos ordinarios, nos miraron casi sin vernos, luego, lo olvidaron. Tenemos estadísticas impresionantes al respecto.

—¿Por qué es necesario que ese hombre nos vea?

—No lo sé exactamente, tal vez su testimonio sea importante para alguna otra persona interesante, especial; o tal vez, él mismo lo sea. Voy a enfocarlo con el «sensómetro».

En otra de las pantallas apareció el hombre, pero se veía casi transparente. En el centro de su pecho brillaba una luz dorada muy hermosa.

—¿Qué es esa luz?

—Podríamos decir que es la cantidad de amor que hay en él, pero sería un poco inexacto; es más bien el efecto de la fuerza del amor sobre su alma. Es también su nivel de evolución. Tiene setecientas cincuenta medidas.

—¿Y eso qué significa?

—Que es interesante.

—¿Interesante por qué?

—Porque su nivel de evolución es bastante bueno… para ser un terrícola.

—¿Nivel de evolución?

—Su grado de cercanía con la bestia o con el «ángel». Mira —Ami enfocó un oso en la pantalla, también parecía transparente, pero la luz de su pecho brillaba mucho menos que la del hombre—. 200 medidas —precisó Ami.

Luego enfocó a un pez. Esta vez la luz era mínima.

–50 medidas. El promedio en los seres humanos de la tierra es de 550 medidas.

—¿Y tú, cuántas medidas tienes, Ami?

—Setecientas 760 medidas —respondió.

—¡Sólo 10 más que el cazador! —quedé sorprendido por la escasa diferencia entre un terrícola y él.

—Claro. Tenemos un nivel parecido.

—Pero se supone que tú debes ser mucho más evolucionado que los terrícolas.

—En la Tierra la gente varía entre las 320 y las 800 medidas.

—¡Más que tú algunos!

—Por supuesto. La ventaja mía consiste en que yo conozco ciertas cosas que ellos ignoran, pero aquí hay gente muy valiosa: maestros, artistas, enfermeras, bomberos…

—¡¿Bomberos?!

—¿No te parece noble arriesgar la vida por los demás?

—Tienes razón, pero mi tío, el físico nuclear, también debe ser muy valioso…

—Famoso tal vez… ¿A qué se dedica tu tío, dentro de la física?

—Está desarrollando una nueva arma, un rayo de ultrasonidos.

—Si no cree en Dios, y si además se dedica a la fabricación de armas… yo creo que tiene un nivel bastante bajo.

—¡¿Qué?! ¡Pero si es un sabio! —protesté.

—Otra vez confundiendo las cosas. Tu tío tiene mucha información, pero tener información no significa necesariamente ser inteligente, ni mucho menos, sabio. Un computador puede tener un banco impresionante de datos, pero no por eso es inteligente. ¿Te parece muy sabio un hombre que cava una fosa, ignorando que él mismo va a caer en ella?

—No, pero…

—Las armas se vuelven contra aquéllos que las apoyan…

No me pareció muy evidente esa afirmación de Ami, pero decidí creerle. ¿Quién era yo para dudar de su palabra? Sin embargo, quedé confundido… mi tío era mi héroe… un hombre tan inteligente…

—Tiene un buen computador en la cabeza, eso es todo. Aquí hay un problema de términos: en la Tierra llaman inteligentes o sabios a quienes tienen buena capacidad cerebral en uno solo de los cerebros, pero tenemos dos…

—¡Qué!

—Uno en la cabeza. Ese es el «computador», el único que ustedes conocen. El otro está en el pecho, no es visible, pero existe. Es el más importante, es esa luz que viste en la pantalla en el pecho del hombre. Para nosotros, inteligente o sabio es aquél que tiene ambos cerebros en armonía, pero eso quiere decir que el cerebro de la cabeza esté al servicio del cerebro del pecho, y no al revés, como en la mayoría de los «inteligentes».

—Es sorprendente todo eso, pero ahora entiendo mejor. ¿Qué pasa con quienes tienen más desarrollado el cerebro del pecho que el de la cabeza? —pregunté.

—Esos son los «tontos buenos». Son fáciles de engañar, es sencillo para los otros, los «inteligentes malos», como decías tú, ponerlos a hacer daño mientras creen que hacen bien… El desarrollo intelectual debe ir armonizado con el desarrollo emocional, sólo así se produce un verdadero inteligente o sabio, sólo así la luz puede crecer.

—¿Y yo, Ami, cuántas medidas tengo?

—No te lo puedo decir.

—¿Por qué?

—Porque si tu nivel es alto, vas a envanecerte…

—¡Ah! Comprendo…

—Pero si es bajo… Te vas a sentir muuuy mal…

—Ah…

—El orgullo apaga la luz… es la semilla de la maldad.

—No entiendo.

—Que debemos intentar ser humildes… Mira, ya nos vamos.

—Instantáneamente habíamos vuelto a la cordillera, a los Himalayas, situados al otro lado del planeta.

Avanzábamos hacia un mar lejano, al que llegamos en segundos, lo cruzamos y aparecieron unas islas, bajamos sobre la ciudad de Tokio. Yo creí que iba a encontrar casas con techos con las puntas hacia arriba, pero lo que más abundaba eran rascacielos, avenidas modernas, parques, automóviles.

—Estamos siendo avistados —dijo Ami, señalando la luz del tablero encendida.

En la calle, la gente comenzaba a arremolinarse, nos indicaban con la mano. Nuevamente se encendieron las luces exteriores de variados colores. Estábamos bastante alto, permanecimos unos dos minutos allí.

—Otro avistamiento —dijo Ami, observando los signos que aparecían en la pantalla—. Vamos a ser trasladados.

Súbitamente, la luz del día se apagó: Sólo quedaron las estrellas centelleando tras los vidrios.

Abajo no se veía gran cosa, una pequeña ciudad muy lejana, unas pocas luces, un camino por el cual venía un automóvil.

Fui hacia la pantalla que estaba frente a Ami. Allí aparecía todo el panorama perfectamente iluminado. Lo que a simple vista no se distinguía, debido a la oscuridad, en el monitor era perfectamente claro; así noté que el automóvil tenía color verde y que en él venía una pareja.

Estábamos a unos veinte metros de altura, éramos visibles, según el tablero.

Decidí en lo sucesivo aprovechar esa pantalla. Era más nítida que la misma realidad.

Cuando el vehículo llegó a poca distancia de nosotros, se detuvo, estacionó junto al camino y sus ocupantes descendieron y comenzaron a gesticular y a gritar mientras nos miraban con ojos desencajados.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—Piden comunicación, contacto. Son una pareja de estudiosos de los «ovni», o más bien, «adoradores de extraterrestres».

—Comunícate entonces —le dije, preocupado por la inquietud de esas personas. Se arrodillaron y nos rezaban, o algo así.

—No puedo, tengo que obedecer las órdenes estrictas del «plan de ayuda». La comunicación no se produce cuando a cualquiera se le antoja, sino cuando desde «arriba» se decide, además, tampoco puedo hacerme cómplice de una idolatría.

—¿Qué es idolatría?

—Una violación a una ley universal —respondió Ami, bastante serio.

—¿En qué consiste? —pregunté intrigado.

—Nos consideran dioses.

—¿Y dónde está lo malo?

—Sólo a Dios se debe venerar, el resto es idolatría. Muy faltos de respeto seríamos nosotros al usurpar el lugar de Dios, ante la desviada religiosidad de estas personas. Si nos consideraran como hermanos, sería otra cosa.

Me pareció entonces que Ami, debía sacar de su error a esa pareja.

—Pedrito —contestó él a mis pensamientos—, en los mundos incivilizados del universo se cometen cosas que nos parecen terribles. En este preciso instante, a muchas personas las están quemando vivas porque algunos piensan que ellas son «herejes», eso está ocurriendo en muchos planetas, como sucedió aquí en la Tierra, hace cientos de años. En este mismo momento, bajo el mar, los peces se comen vivos unos a otros. Este planeta no es muy evolucionado. Así como las personas tienen distintos niveles de evolución, también los planetas los tienen. Las leyes que rigen la vida en los mundos inferiores nos parecen brutales. La Tierra, hace millones de años estaba regida por otros tipos de leyes, todo era agresivo, venenoso, todo tenía garras y colmillos; hoy, debido a que se alcanzó un nivel de evolución más avanzado, hay más amor, pero todavía no se puede decir que éste sea un mundo evolucionado. Existe aún mucha brutalidad.

Ami sintonizó una pantalla y aparecieron escenas de guerra. Desde unos tanques, los soldados lanzaban cohetes contra algunos edificios, destruyéndolos, junto con los niños, mujeres y hombres que los habitaban.

—Esto sucede ahora mismo en un país de la Tierra, pero no podemos hacer nada. En la evolución de cada planeta, país o persona, no debemos intervenir. En el fondo, todo es aprendizaje. Yo fui fiera y morí destrozado por otras fieras; fui humano de bajo nivel, maté y me mataron, fui cruel, recibí crueldad. He muerto muchas veces, he ido aprendiendo poco a poco a vivir de acuerdo con la Ley fundamental del universo. Ahora mi vida es mejor, pero no puedo ir contra el sistema evolutivo que Dios ha creado. Esa pareja está violando una ley universal, al compararnos con alguien tan grande y majestuoso como Dios, le retiran sus sentimientos de veneración y amor al Creador y los dirigen hacia nosotros… Los soldados que vimos, también violan una ley universal: «no matarás». Ellos deberán pagar por sus errores, y así, poco a poco irán aprendiendo. Sólo cuando una persona o un mundo ha alcanzado cierto nivel evolutivo, puede recibir ayuda nuestra, sin que sea una violación al sistema general evolutivo.

En realidad, no comprendí ni media palabra de lo que Ami dijo, pero más tarde al recordar, se me hizo todo claro, mucho después de su partida, sólo entonces pude escribirlo más o menos como él lo dijo. Mientras esperábamos que el «súper-computador» nos sacara de allí, Ami sintonizó la televisión japonesa. Con su buen humor habitual observaba un programa de noticias. Aparecía un reportero que entrevistaba, micrófono en mano, a la gente en la calle. Una señora hablaba gesticulando y apuntaba hacia el cielo. Yo no entendí nada, pero me di cuenta de que relataba su encuentro con un «ovni»… el nuestro. Otras personas también comentaban su versión del fenómeno.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—Que vieron un «ovni»… Hay cada loco… —opinó sonriendo.

Luego apareció un señor de lentes que hacía dibujos en un pizarrón mientras daba explicaciones.

Representaba al sistema solar, la Tierra y los demás planetas. Habló largamente. Supe que se trataba de un científico especialista en astronomía. Al parecer, Ami entendía aquel lenguaje, porque estaba muy entretenido mirando el programa, tal vez utilizaba el traductor.

—¿Qué dice? —volví a preguntar.

—Que debido a todo lo que expresó, queda «científicamente demostrado» que no hay vida inteligente en toda la galaxia, excepto en la Tierra… También dijo que la gente que vio el supuesto «ovni» sufrió una alucinación colectiva, y les recomendó una visita al psiquiatra…

—¿En serio? —pregunté.

—En serio —respondió riendo.

El científico continuó hablando.

—¿Qué dice ahora?

—Que tal vez exista una civilización «tan avanzada» como ésta, pero una cada dos mil galaxias, según los cálculos.

—¿Y eso qué significa?

—Que cuando sepa que en esta galaxia solamente hay millones de civilizaciones, va a quedar loco el pobre, peor de lo que está…

Reímos un buen rato Para mí resultó muy cómico escuchar a un científico diciendo que los «ovnis» no existen… ¡y yo, mirando el programa desde un «ovni»!

Permanecimos cerca de una hora en aquel lugar, hasta que la luz de la invisibilidad se apagó.

—Estamos libres.

—¿Entonces podemos continuar paseando? —pregunté.

—Claro. ¿Dónde te gustaría ir ahora?

—Mmmm… esteee… ¡a la isla de Pascua!

—Es de noche allá… Mira —ya habíamos llegado.

—¿Isla de Pascua?

—Efectivamente.

—¡Qué rapidez!

—¿Te parece rápido? Espera… ahora observa por la ventana. Estábamos sobre un desierto muy extraño. El cielo se veía demasiado oscuro, negro casi, excepto por el brillo azuloso de la luna.

—¿Qué es esto, Arizona?

—Esto es la luna.

—¡La luna!

—La luna. —Miré hacia aquello que yo había creído que era la luna.

—… Entonces eso…

—Eso es la Tierra.

—¡La Tierra!

—La Tierra. Allá duerme tu abuelita…

Quedé fascinado. Era en realidad la Tierra, tenía un color azul claro. Me pareció increíble que algo tan pequeño pudiese contener tantas cosas grandes, montañas, mares. Sin saber por qué, me llegaron imágenes archivadas en mi memoria, recordé un arroyo de mi niñez, una pared cubierta de musgo, unas abejas en un jardín, una carreta de bueyes en una tarde veraniega… todo eso estaba allá, en ese pequeño globo azul que flotaba entre las estrellas… De pronto vi el sol, un astro lejano, pero más encandilante que en la Tierra.

—¿Por qué se ve tan pequeño?

—Porque aquí no hay una atmósfera que actúe como lente de aumento, como lupa; por eso, desde la Tierra se ve más grande que desde aquí, pero si no fuera por los vidrios especiales de esta nave, ese pequeño sol te quemaría, justamente porque no hay una atmósfera que filtre ciertos rayos que son nocivos para ti.

No me gustó esa visión de la luna, desde la Tierra parecía más hermosa. Era un mundo desolado, tenebroso.

—¿No podríamos ir a un lugar más bonito?

—¿Habitado? —preguntó Ami.

—¡Claro!… pero sin monstruos…

—Para eso tendremos que ir muy lejos.

Movió los controles, la nave vibró muy suavemente, las estrellas se alargaron, transformándose en líneas luminosas; luego, en las ventanas apareció una neblina blanca y brillante que reverberaba.

—¿Qué pasa? —pregunté un poco asustado.

—Estamos situándonos…

—¿Situándonos dónde?

—En un planeta muy lejano. Tendremos que esperar unos minutos. Por el momento, vamos a escuchar alguna música.

Ami tocó un punto del tablero. Unos suaves y extraños sonidos llenaron el recinto. Mi amigo cerró los ojos y se dispuso a escuchar con deleite.

Eran unas notas muy diferentes de las que yo había conocido hasta entonces. De pronto, una vibración muy baja y sostenida llegaba a remecer la sala de mandos, luego, otra nota altísima se cortaba de improviso; el silencio duraba algunos segundos. Después se oían notas rápidas que subían y bajaban, otra vez la más grave se iba agudizando poco a poco, mientras unas especies de rugidos y algunas campanitas llevaban un ritmo cambiante.

Ami parecía extasiado, supuse que conocía muy bien aquella «melodía», porque con los labios o leves movimientos de su mano se adelantaba a lo que iba a escucharse. Lamenté interrumpirlo, pero aquella «música» no me gustó para nada.

—Ami —le llamé. No respondió; estaba muy concentrado en esa especie de interferencia eléctrica en una radio en onda corta…

—Ami —insistí.

—¡Oh, perdón!… ¿Sí?

—Discúlpame, pero no me gusta.

—Claro, es natural; el disfrute de esta música requiere de una «iniciación» previa… Buscaré algo que te parezca más conocido.

—Tocó otro punto del tablero. Surgió una melodía que me agradó inmediatamente, tenía un ritmo muy alegre. El instrumento principal sonaba parecido a la chimenea de un tren a vapor a toda velocidad.

—¡Qué agradable!… ¿Qué instrumento es ese que parece un tren?

—¡Dios mío! —exclamó Ami fingiendo horror, ¡acabas de ofender a la garganta más privilegiada de mi planeta, al confundir su hermosa voz con el ruido de un tren!

—Discúlpame, por favor… no sabía… ¡pero resopla muy bien! —dije, procurando arreglar mi metida de pata.

—¡Blasfemo! ¡Hereje! —Fingía jalándose los cabellos— decir que la gloria de mi mundo… ¡resopla! —Terminamos por estallar en carcajadas.

Aquella música lo impulsaba a uno a bailar.

—Para eso está hecha —dijo Ami—. ¡Bailemos! —Se incorporó de un salto y comenzó a danzar haciendo sonar las palmas.

—¡Baila, baila! —me animaba—. Suéltate. Tú quieres bailar, pero aquello que no eres tú, no te lo permite… aprende a conquistar la libertad de ser tú mismo, libérate…

Dejé mi natural timidez de lado y me lancé a danzar con gran entusiasmo.

—¡Bravo! —me felicitaba.

Bailamos largo rato. Me sentí alegre, fue parecido a cuando corrimos y saltamos en la playa. Luego, la música terminó.

—Algo para relajarnos ahora —dijo Ami, dirigiéndose hacia el tablero. Oprimió otro punto y se escuchó una música clásica. Me pareció familiar.

—Oye, eso es terrícola.

—Claro; Bach, es fabuloso, ¿no te gusta?

—Creo que… sí. ¿También a ti te gusta?

—Por supuesto, o no lo tendría en la nave.

—Yo pensé que todo lo nuestro era «incivilizado» para los extraterrestres…

—Estás muy equivocado.

—Tocó otro punto del tablero. «… imagine there’s no countries… it isn’t hard to do…»[1].

—¡Pero si ése es John Lennon!… ¡Los Beatles!…

Yo estaba muy sorprendido, porque empezaba a creer que en la Tierra no había nada bueno.

—Pedrito, cuando la música es buena, lo es universalmente. La buena música de la Tierra es coleccionada en varias galaxias, al igual que la de cualquier mundo y de cualquier época, lo mismo ocurre con todas las artes. Nosotros guardamos filmaciones y grabaciones de todo lo que se realiza en tu planeta… El arte es el lenguaje del amor, y el amor es universal… Escuchemos. «… imagine all the people living life in peace…»[2].

Ami, con los ojos cerrados, parecía disfrutar de cada nota. Cuando John Lennon terminó de cantar, habíamos llegado por fin a otro mundo habitado.