19
Día 16 de agosto de 1871.
Había transcurrido una semana y se encontraban en la festividad de San Roque. Tomás había iniciado las obras del agua corriente y había puesto el jardín patas arriba. Juan se había reunido con Francisco en la biblioteca para organizar la inauguración del establo. Había decidido convertirlo en un evento para presentarse al pueblo junto con sus hermanos. Era verano y los vecinos de la villa y de los alrededores acudirían a la verbena tras la exhibición de los caballos. Ya se lo había participado al alcalde, a quien encontró muy receptivo, de lo que dedujo que Nel no había sido discreto precisamente.
La llegada del teniente los interrumpió.
—Traigo noticias de Madrid —anunció—. Ayer se reunieron personas importantes del partido carlista con el gobierno, incluso estuvo el secretario de don Carlos. Corren rumores de que Ruiz Zorrilla quiere ofrecer una amnistía para trastocar los planes de levantamiento. No sé si lo logrará, es gente peculiar y obcecada. Por los chismorreos que corren por las altas instancias del cuerpo se cree que Ruiz Zorrilla es un pobre hombre que no durará; sin embargo, la figura de Sagasta tiene carisma y está ganando admiradores a ojos vistas. Anda conferenciando con Castelar para encontrar una salida al caos político que vive España. Se lo comento para que sepa que cuenta con el respaldo de la persona adecuada.
—Así lo consideré cuando lo conocí. No es un hombre que dé puntada sin hilo.
—Pero lo que me ha traído hasta aquí no ha sido el parte madrileño que, tarde o temprano, le llegará a usted. Hay movimiento en el monte.
Tanto Juan como Francisco se irguieron interesados.
—No hemos dado con Toño. Yo le doy por muerto, aunque un chico de la zona y durante el verano puede mantenerse vivo. Pero en la búsqueda estamos encontrando restos de hogueras en riscos y cuevas. Se trata de una partida en constante movimiento, entre cinco y seis hombres.
—Por lo que me ha contado, de momento están centrados en la diplomacia.
—¿Y si detrás de la diplomacia están organizando algo? —planteó el teniente—. Si el gobierno concede la amnistía, ellos tendrán que responder ante su gente con una contraoferta.
—¿Está pensando en el levantamiento fallido? —sopesó Juan.
—Si esos hombres andan por ahí, es que hay noticias. Andan pendientes del enlace para darle caza.
—¿Si ignoramos quién es, cómo vamos a saber qué día ha decidido cruzar el monte? —inquirió Juan molesto ante la imposibilidad de ofrecer su ayuda.
—Podemos subir a segar el monte —propuso Francisco.
—Una jornada de caza —simplificó Juan, mostrando su acuerdo—. Cuanto antes mejor. Quiero que el día de la inauguración sea perfecto.
—Ya me ha llegado la noticia de que el fin de semana estaremos de fiestas, no se habla de otra cosa en el valle —sonrió satisfecho el teniente.
—Esta noche subiremos —decidió Juan—. Francisco, avisa a Nel, lo necesitaremos, conoce mejor que nosotros la zona.
—Son tres y ellos probablemente seis —señaló el teniente.
—Pero no estarán mejor armados que nosotros y contamos con la sorpresa.
—Lo dejo en sus manos. Ya me informará o me enteraré mañana si meten mucho ruido —dijo el teniente levantándose.
El resto del día lo pasaron organizando la fiesta delante de las mujeres y la salida nocturna a escondidas. Nel aceptó sin vacilar, con la imagen de su hermano por encima de todo.
A lo largo de la semana, Begoña no había visitado su cama. Había vuelto a los castos besos y se había encerrado tras una tristeza infinita. Juan se veía impotente mientras no confiara en él, aunque permanecía tranquilo ante la idea de que ella estaba magnificando el problema que fuera. Era cuestión de tiempo dar con Ochoa y terminar con aquella historia. Igual, esa misma noche, había suerte. Animado por ese pensamiento, la tarde transcurrió rápidamente.
Esa noche se alegró del alejamiento de Begoña, ya que le permitía salir sin dar explicaciones. Francisco había ensillado los caballos, pues Felipe había desaparecido. Juan comprobó que volvía a faltar el caballo.
—Habrá que decirle algo al muchacho —decidió Francisco—. En cuanto las yeguas queden preñadas, no puede estar pelando la pava por los prados.
—Necesitaremos más personal. Déjaselo a Nel. Él lo meterá en vereda.
Salieron con las riendas en la mano y montaron fuera de la finca, siguieron el río en dirección a Ramales y se desviaron a la izquierda para subir por el camino de Guardamino. Abajo les aguardaba Nel, con el nuevo fusil Henry al hombro.
—El caballo es un blanco fácil para rastrear.
—Monta —le invitó Juan—. Vamos a dejarlos en Guardamino. Tu hermano no estaba en el establo y faltaba un caballo.
—Hablé con él y me aseguró que pondría fin a la relación.
Trepó a la espalda de Juan y comenzaron el ascenso de la loma que separaba las cuencas del Asón y del Carranza hasta Guardamino, donde cobijaron los animales entre los restos del caserío.
Nel abrió la marcha a pie, con paso fuerte y decidido, acostumbrado a vagar entre las peñas. Juan reconoció que costaba seguirlo pero, gracias a ello, recorrían grandes distancias rápidamente. Siguieron el borde del monte que asomaba a Pondra y a la garganta del Carranza, sin detectar nada sospechoso, continuaron hacia el pico del Moro para llegarse a la loma del Mazo, ya entrando en las Encartaciones. No hizo falta llegar tan lejos. El ascua encendida de un cigarrillo delató al vigía.
Quedaba por debajo de ellos, se tumbaron sobre la hierba para recobrar el resuello y el pulso para disparar. El descanso les permitiría a su vez localizar el resto de la partida. Se hallaban diseminados y eso no le gustó a Juan. Aparte de la dificultad de acabar con ellos, implicaba que aguardaban al enlace. ¿Cómo se habrían enterado? ¿Una trampa? ¿O alguien, finalmente, se había ido de la lengua?
Transmitió en un susurro sus sospechas y decidieron separarse. Nel les indicó los mejores lugares y, reptando, tomaron posiciones. Juan estaba seguro de que Nel no había matado nunca. Francisco y él se las habían visto en más de una ocasión con los indios. Se asomó y distinguió al fumador y a otro apostado un poco más arriba, pero a suficiente distancia como para no percatarse de lo que hacía el compañero. El enlace, según las anteriores experiencias, llegaría más avanzada la noche, cerca del amanecer. Extrajo de la bota el cuchillo indio de hoja ancha y lo sostuvo con los dientes mientras se aproximaba por la espalda del vigilante más cercano, arrastrando el fusil con la otra, despacio, frío, con la mente y los sentidos en la figura que se sentaba delante de él. Dormitaba. No se resistió cuando lo degolló limpiamente. La escopeta se le resbaló de la mano sin vida y chocó con una roca. El fumador se volvió.
—Patxi, despierta, imbécil —lo increpó.
Juan lo removió y simuló un bostezo sonoro, se inclinó y recuperó la escopeta.
—Como te vuelvas a dormir, te meto un paquete —amenazó el oficial.
Se ocultó tras el cuerpo muerto que permanecía sentado contra una piedra. Era una cuestión de paciencia que el otro se distrajera. Pero las conjeturas no salieron bien. El gorjeo de un ave los puso en alerta. Alguien se acercaba. Desde su sitio, Juan no vislumbraba más allá del irregular terreno. Francisco, sin embargo, algo llegó a divisar, por lo que decidió adelantarse. El sonido de su fusil rasgó el silencio. Cayó uno de los milicianos. El galope de un caballo retumbó entre las peñas. Se desató el infierno. Juan mató al fumador, pero enfrente, fuera de su ángulo, surgió otro dispuesto a ocupar el lugar.
El jinete se había echado sobre el caballo de tal forma que parecía que el bruto corría solo, desbocado. La noche los amparaba, borraba los límites, confundía las sombras. Juan comprendió por la dirección que tomaba que pasaría por debajo de él en cuestión de segundos. Quedó el miliciano al otro lado del animal por lo que Juan no pudo abatirlo; se perfiló una sombra erguida que disparó al caballo. Rodaron montura y caballista. Juan se levantó y disparó casi a la par hacia el lugar de donde salió el fogonazo y se dejó caer abajo en auxilio del enlace. Francisco y Nel seguían disparando, aunque ya no se oía una respuesta del otro bando.
El caballo relinchaba e intentaba ponerse de pie amenazando con arrastrar el cuerpo del jinete. Juan llegó hasta él y lo retuvo en el suelo por las riendas. Nel se acercó corriendo.
—Enciende una rama o algo —exigió nervioso Juan—. Hace falta luz.
Francisco se le adelantó con la pólvora y prendió varias ramas.
—Hay que comprobar si estamos a salvo —comentó mirando en derredor nervioso.
—Contad los muertos —dijo, e hizo hincapié en la palabra muertos. Francisco asintió.
Mientras Nel y Francisco peinaban la zona, Juan se ocupó del cuerpo inerte que había quedado tendido junto al caballo. Afortunadamente, no le cayó éste encima. Iba vestido de negro. Acercó la rama prendida y le dio la vuelta. Se le heló la sangre, se le paró el corazón, se le olvidó respirar, le sobrevino un vahído de incredulidad, de irrealidad. De la sien de Begoña manaba sangre escandalosamente, un gemido de ella lo obligó a agacharse y a examinar la herida. Le reconoció el cuerpo en busca de huesos rotos o dislocados que no encontró. La incorporó para que dejara de sangrar, se arrancó el pañuelo del cuello y se lo ató alrededor de la cabeza.
Un disparo a su espalda le hizo pegar un respingo.
—Francisco, ¡por Dios!, ¿quieres matarme de un susto? —se revolvió Juan enojado.
—Era el único que estaba sufriendo —dijo señalando el caballo—. ¿Quién es nuestro enlace? ¿Alguien conocido del pueblo?
Nel también se había aproximado del silencioso registro.
—Cuatro muertos, si había algún herido, ha puesto pies en polvorosa —informó cargado con las escopetas y algunas armas que había recogido. Se agachó intrigado y deseoso de resolver, de una vez por todas, el misterio del enlace.
Permanecieron los tres mudos contemplando a la condesa con atuendo de hombre.
—La llevaremos a casa —decidió Juan—. No parece que se haya roto nada, pero hay que detener la hemorragia de la cabeza.
Francisco y Nel asintieron y se pusieron en marcha con el armamento. Juan cargó con el cuerpo de Begoña. Al enlazar con el Camino Real y tomar la dirección a Gibaja. Nel se detuvo. Sus ojos de halcón habían detectado movimiento.
—¡Sal, Lipe! —gritó a su hermano.
El muchacho salió de detrás de un muro de piedras que delimitaba un campo.
—Ya sé que lo hablamos, pero la muchacha no quiere… ¿Es la condesa? —preguntó alarmado—. ¿Y el caballo?
—¿Qué sabes tú de eso? —preguntó enojado Nel.
—No es lo que piensas, Nel, yo sólo sacaba el caballo y la esperaba, para que nadie se enterara —confesó Lipe de corrido, asustado.
—Lo de la hija de Terio es mentira —dedujo Nel encolerizado.
—¿Desde cuándo dura esto? —indagó Juan con Begoña entre los brazos.
—Desde que asesinaron a Remi. Ella lo sustituyó.
—¿Quién más anda metido? —La pregunta de Juan no admitía evasivas.
—Doña Carmela. No sé más. Se lo juro, excelencia.
Juan lo creyó. No expondrían al muchacho a un peligro mayor.
Begoña sintió un pinchazo en la sien. Abrió los ojos y se enfrentó a tres rostros serios inclinados sobre ella. Carmela limpiaba la herida. El blando colchón a su espalda y el blanco techo le revelaron que se hallaban en su habitación. Sentía la cabeza pesada y el cuerpo desmadejado, sin vida, pero sacó fuerzas para susurrar:
—Avisad a don Matías.