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Día 12 de junio de 1871.
Juan aguardaba pacientemente en la antesala del gabinete de Práxedes Mateo Sagasta. Nunca imaginó, cuando desembarcó en Cádiz, que sus pasos lo llevarían hasta uno de los políticos más carismáticos. En California, los padres de la misión le habían informado del devenir político en la península. El hombre que lo había citado era un reputado liberal que había participado en la sublevación del cuartel de San Gil para destronar a la reina Isabel II, había sido detenido, juzgado y condenado a muerte. Consiguió huir y se exilió en Francia. Tras la revolución de 1868, que consiguió destronar a la reina, regresó y, desde entonces, había ocupado diferentes cargos en el gobierno. Eran tiempos revueltos. ¿Cómo había sabido de él? ¿Qué necesitaba de un indiano ajeno a la política de España?
—¿El señor don Juan Martín? —preguntó un joven imberbe con unos manguitos de tela oscura que le cubrían desde la muñeca hasta el antebrazo. Juan asintió—. Sígame, por favor.
Recogió el sombrero y disimuló su sorpresa al comprobar que no era recibido en el gabinete, sino que lo conducían a otro lugar de la casa. El escribano abrió una puerta, lo anunció y lo invitó a pasar.
Se encontró en un saloncito bien iluminado gracias a una amplia ventana. Las paredes, enteladas en azul, hacían juego con los cortinajes y las tapicerías de las sillas. Sobre una mesa camilla había un servicio de café. Sagasta, de pie junto a la mesa, extendió una mano para darle la bienvenida.
—Señor Martín, es un placer conocerle.
Sagasta vestía impecablemente y lucía una espesa cabellera morena y peinada hacia atrás que contrastaba con una poblada barba blanca; era de cara ancha y nariz recta, algo prolongada hacia la boca. Los ojos, vivos e inteligentes, lo escrutaron sin disimulo. Destilaba la seguridad de un hombre acostumbrado a la política y a evaluar a las personas que se presentaban ante él.
—El inesperado placer es mío —respondió Juan cortésmente, a la vez que le estrechaba la mano.
—Por favor, tome asiento. ¿Un café?
Juan asintió. Decidió seguir los prolegómenos de la extraña entrevista; además, mientras el propio Sagasta servía el café, se le ofrecía la ocasión de estudiarlo sin caer en la grosería. Tomó la taza que le alargó y observó cómo Sagasta retiraba los faldones del chaqué antes de sentarse, revolvía el café y apuraba un sorbo.
—Estará desconcertado por haber sido invitado con tanta insistencia —arrancó a hablar el político—. Sus intenciones de asentarse en la península y sus operaciones económicas en Cádiz no han pasado desapercibidas para la gente de mi partido.
—No comprendo cuál pueda ser el interés del partido liberal sobre mi persona. Carezco de familia en España y de abolengo, y a esto debo añadir que la política no figura entre mis intereses.
—Si me concede unos minutos, le desvelaré el misterio —rogó Sagasta. Devolvió la taza de café a su plato y se concentró en la conversación—. Contactó con el gobernador, que es un conocido mío. Sabía que yo estaba en un aprieto y me propuso su persona. Ahora que lo tengo ante mí, creo que ha estado muy atinado. Es usted joven, decidido, inteligente. Si no fuera por ese acento que revela que está más acostumbrado a otro idioma, pasaría por un burgués bien acomodado. Es una agradable sorpresa, estoy acostumbrado a indianos de modales exagerados y forma de vestir estrafalaria.
—Le agradezco el halago pero, a pesar de mi inteligencia, sigo sin discernir lo que desea de mí.
—Nos interesa la situación en la que se encuentra. Busca tierras para asentarse y dedicarse a la cría y doma de caballos. De hecho, ha realizado una importante compra en Jerez.
—Efectivamente, treinta yeguas y seis sementales andaluces. Tendré caballos de tiro, aunque me centraré más en los de monta. ¿El gobierno necesita abastecer al ejército?
—En absoluto —negó Sagasta, ante la perplejidad de Juan—. Mi interés es su necesidad: necesita tierras para la cría y casa para acomodar a sus hermanos, que están por llegar. Eso requiere un tiempo del que no dispone. Ya sé que con dinero todo se allana; sin embargo, yo puedo cubrir esas necesidades de forma inmediata y sin costo.
—La vida me ha enseñado que no hay nada gratuito.
—Así es. Tengo un problema que puede serle beneficioso a usted. Verá, en 1839, Espartero, con el abrazo de Vergara, dio por concluido el problema carlista. No obstante, en las recientes elecciones de marzo, aunque mi partido arrasó en las urnas, hemos comprobado, con gran disgusto, que los conservadores han perdido terreno a favor del partido Comunión Católico-monárquico de Cándido Nocedal.
—Defensor del carlismo —concluyó Juan—. Desembarqué en abril y no se habla de otra cosa a donde quiera que vaya. Es el director del periódico «Esperanza» y no es el único, Villoslada dirige «El pensamiento español» de la misma tendencia. No comprendo su sorpresa.
—Está bien informado para no interesarle la política —observó Sagasta.
—La economía y la política corren parejas, pero no aspiro a formar parte de esa élite.
Sagasta asintió con un brillo en los ojos, aunque su rostro permaneció impasible.
—Muy loable —admitió el político—. Regresemos a mi relato. Por aquel entonces, los carlistas se extendieron por tierras cántabras e intentaron llegar a las astures. La batalla de Ramales, un pequeño valle en la parte oriental santanderina que linda con Vizcaya, significó el fin de las aspiraciones carlistas, que se replegaron a su feudo. Aun así, quedaron algunos flecos sin rematar. Uno de estos flecos es el conde de Nogales, más concretamente la actual condesa, ya que el conde falleció hace más de un año. Begoña de Arriaga contrajo matrimonio con Miguel Hermosa de la Torre, conde de Nogales, que poseía casa solariega y tierras en Ramales y en Ampuero. Ella tenía dieciocho años y él cincuenta.
—¡Puff! —resopló Juan incómodo.
Sagasta no se dio por enterado y continuó.
—Los carlistas buscan retomar el control de la zona oriental cántabra. El conde de Nogales, fiel a los ideales de su padre, carlista y exiliado, prometió apoyo y su influencia sobre las guarniciones y autoridades del lugar. Por suerte para nosotros, el conde falleció poco antes de las elecciones; así que ahora nos encontramos con una joven viuda con muchas tierras a la que los carlistas ya le han buscado un pretendiente afecto a la causa para controlar la zona.
—¿No pretenderá que la seduzca por un título y unas tierras? —rechazó Juan incrédulo—. Mis necesidades no me llevan a aceptar tan maquiavélico plan.
—Usted es comerciante —convino Sagasta, recostándose en el respaldo de la silla—. Negociemos. La seducción no será necesaria.
Juan perdió la compostura. Se peinó el cabello con los dedos hacia atrás a la vez que su expresión mostraba la perplejidad que lo embargaba.
—No veo la negociación —respondió, y clavó una mirada decidida en Sagasta.
—La ve, pero no se la cree —rebatió el político—. Escuche, y no me interrumpa hasta el final. El matrimonio será de conveniencia, es más, una de las cláusulas es que no debe consumarse, de manera que al cabo de seis meses de mantener la impostura, obtendrán la anulación tanto civil como eclesiástica. Al término de ese tiempo, usted se quedará con la casa solariega, los terrenos que lleva aparejados y el título de conde de Nogales, que el gobierno le ratificará.
—No me gusta que se obligue a una mujer —negó nuevamente Juan.
—Nadie la obliga, está conforme; y nos apremia a llevarlo a cabo antes de que los carlistas se adelanten. Ellos sí que la obligarán. Parece ser que el matrimonio con el conde no fue tampoco de su agrado, aunque desconozco los términos en que se produjo.
—No lo entiendo. Ella pierde patrimonio, posición social.
—No es asunto nuestro, pero ya que se muestra renuente, le diré que ha sido idea de la condesa, a nosotros nos ha llovido del cielo. Personalmente, creo que el motivo ha sido la boda con el conde, desde entonces odia a los carlistas. No lo sé. Usted ha llegado en el momento adecuado y nos ha parecido idóneo porque, al ser recién llegado, los carlistas no sospecharán nuestra participación en el engaño. Este detalle también lo mantendrá a salvo.
—No lo creo.
—Intuyo que sabe mantener cara de póker en sus jugadas.
Juan se preguntó si Sagasta sabría más de lo que aparentaba. Resultaba un tanto paranoico pensar que hubieran transcendido hasta España sus andanzas en California. No era tan importante.
—Es mucho lo que gano por una boda de seis meses.
Sagasta sonrió taimadamente. Juan dedujo que algo más importante que las tierras y la influencia había en juego.
—Existe una red de espionaje entre Ramales y las Encartaciones, la conocemos por el nombre de «Brezal». Un enlace recoge el mensaje y nos lo envía. Hace un par de meses el enlace apareció muerto. Sin embargo, alguien ha tomado el relevo porque siguen llegando los mensajes y por la misma vía.
—La red sigue funcionando, los carlistas localizaron el enlace pero no han descubierto al espía. Aguardarán el siguiente enlace para cazarlo vivo.
—Cierto. Y usted tiene que evitarlo. Sospecharán de cualquier lugareño, pero no de un indiano recién llegado que desconoce la política y el lugar. Hágase el tonto y concéntrese en preparar el lugar para adecuarlo como explotación equina. Nadie lo tomará en cuenta. Debe facilitarle el camino al enlace. Con ayuda de la Guardia Civil, cuyo teniente está al tanto, controlará a los carlistas de la zona.
—Parece muy fácil, pero sería un necio si lo creyera. ¿Quién es el enlace? ¿Por qué no lo hace la Guardia Civil?
—Estamos hablando de espionaje, de muertes extrañas que no interesa que se hagan oficiales. No sólo no conocemos el enlace, ni siquiera sabemos quién ha formado esa red.
—Lo único que me seduce es la brevedad del tiempo: seis meses.
—¿Sólo eso? Dígame, ¿cuánto tiempo le llevaría adquirir tierras y una casa de acuerdo con su posición económica? Como verá, no incluyo el título que sería impensable.
—¿Cuánto tiempo me llevará contraer matrimonio y asentarme en la Tierra Prometida? —contraatacó Juan irónico.
—Un día. Está todo preparado para celebrar una boda por poderes. En cuanto tuvimos noticia de usted, lo arreglamos —respondió Sagasta triunfal.
Juan respiró hondo para sacudirse el estupor que se había adueñado de él.
—Es usted persistente y persuasivo. Sé que estoy cometiendo un error, pero el cebo es jugoso.
—Será una boda discreta. No se preocupe por los detalles, tan solo asista a la dirección que le facilitará mi secretario. Allí nos encontraremos. Llevaré los papeles sobre el acuerdo, firmados por el actual presidente del gobierno, Salustiano de Olózaga. Tras la celebración, es usted libre de partir cuando se lo permitan sus negocios, aunque he de rogarle que no lo demore en demasía. Nos interesa que su presencia deje constancia del nuevo estado de la señora condesa.