XXVIII
En la guarida del lobo
«El mundo se divide en dos, Tuco:
los que encañonan y los que cavan.
El revólver lo tengo yo,
así que ya puedes coger la pala.»
El bueno, el feo y el malo
EVIDENTEMENTE, NO HABÍA MUCHO de qué hablar, así que no lo hicimos. Entonces reparé en que no había leído el mensaje. Tenía el móvil en la cazadora, lo saqué y lo que vi no me gustó ni una pizca.
«Susan te espera impaciente». Al escueto mensaje le acompañaba otro vídeo. Tenía a John demasiado cerca como para que no se diese cuenta. Dudé. No podía dejarlo para luego. Pulse el play.
La misma habitación que la otra vez, la misma silla. Susan atada de igual modo. El mismo tío vestido de negro y con el pasamontañas ocultándole el rostro. Miró a la cámara con arrogancia y dijo:
—Ya ha pasado un ratito y seguimos esperando. Tic tac. Tic tac. Deberías darte prisa. Sí, ella quiere que te des prisa. ¡Trae el puto dinero!
El vídeo tenía un final más abrupto que el anterior, y no se molestaban en enfocar demasiado a la chica como la otra vez. Tampoco había caricias forzadas. Sólo el mensaje.
Imagino que John fingía no mirar, pero apuesto a que lo había visto todo, o casi, por el rabillo del ojo. En cualquier caso, yo necesitaba volver a ver el puñetero vídeo. Le di al play de nuevo sin molestarme en explicarle nada a John, aunque dándole a entender que podía mirar.
Me asaltaron varias preguntas. Mi cabeza era un torbellino:
1. No había ninguna referencia horaria, no se veían relojes ni se hacía ninguna alusión al tiempo. «Ha pasado un ratito». ¿El vídeo había sido grabado justo después que el otro y habían esperado hasta ahora para mandarlo? Daba esa sensación.
2. Se sobreentendía que el dinero era el del Ruso. Vale. ¿Pero dónde tenían a Susan? O, ¿por qué no decían al menos dónde o cuándo o cómo iba a ser el intercambio? El dinero por la chica. Ése parecía el trato… pero no había ningún dato concreto, ni una fecha, hora o lugar de encuentro. Ni uno solo. Nada.
3. Joder. Puede que lo más importante. Me acababa de dar cuenta de una cosa: me había olvidado por completo de contestar al anterior mensaje. No había respondido al primer vídeo y, sin embargo, parecía dar igual. ¿Qué tipo de secuestradores te amenazaban y no se molestaban en saber si ibas a acceder a sus peticiones o no? Sólo unos muy tontos… o unos que supiesen de primera mano que ya estabas haciendo algo para acceder a sus peticiones.
Mientras pensaba todo esto, una voz cavernosa a mi izquierda dijo:
—¿Tienen a tu chica?
Su pregunta parecía genuina.
—Es complicado de explicar.
—¿Todo esto es por ella? ¿La tienen en La Fábrica?
No podía aguantar. Tenía que estallar. Estallé.
—¡Noooo! O sea, no lo sé. No sé dónde cojones la tienen y sí, vamos a La Fábrica por si la tuviesen allí o supiesen dónde o quién la tiene. No sé más que lo que has visto en el vídeo.
—Eso cambia mucho las cosas.
—No cambia nada. No me jodas. No puedes dejarme tirado ahora.
Necesitaba a sus hombres. Cuatro tiradores eran mejor que uno.
—Puede ser un suicidio si en La Fábrica nos estuviesen esperando.
—O todo un éxito si no. El factor sorpresa, ¿no? Tú lo dijiste.
—Nos llevas a mí y a mis hombres a la guarida del lobo. ¿Qué pretendes sacar de allí?
Por una vez mis palabras y mis pensamientos estaban en consonancia:
—Respuestas.
Miró hacia el conductor y luego de nuevo hacia mí:
—Voy a tener que decirle que dé la vuelta…
Los dos novatos esperaban órdenes sin intervenir. No habían dicho una sola palabra en todo el viaje. Estábamos muy cerca de La Fábrica.
—No puedes hacerme esto… Además conozco a la perfección ese lugar, sé por dónde entrar sin ser visto. Yo iré delante en todo momento. Con que me cubráis puede ser suficiente.
No me lo creía ni yo. Si accedían a entrar conmigo, habría un derramamiento de sangre seguro. Tanto si nos esperaban como si no, jamás nos dejarían irnos de rositas.
—Nunca me han gustado los secuestradores y además tienes razón, no puedo dejarte tirado. Eres uno de mis mejores hombres.
Estuve a punto de darle una palmadita cómplice en el antebrazo. En señal de gratitud. Como si fuésemos amigos. Él se encargó de recordarme que no lo éramos.
—Nunca me has caído bien, así que ahórrate los agradecimientos. Pero reconozco tu valía como policía. Y tus agallas. —Habló ahora para el conductor—: Sigue adelante. No hay cambio de planes.
El resto del camino no intercambiamos otra sola palabra. Cuando estábamos a punto de llegar, les indiqué dónde dejar el coche para que no nos viesen aparecer. Después nos acercamos a La Fábrica por la parte de atrás.
Era noche cerrada. No se veía un alma en los alrededores. Los novatos llevaban armas de gran calibre; esperaba que las supiesen utilizar con diligencia. Yo cogí sólo parte de mi arsenal, no tenía mano para todo y nunca estaba de más dejar alguna en el coche.
—Seguidme.
Caminamos medio agachados acercándonos a la puerta trasera.
—A estas horas no suele haber más de un guardia, a lo sumo dos.
En efecto sólo había uno. Y me constaba que no era de los más espabilados.
—Esperadme aquí.
Se mostró algo sorprendido de verme allí a aquellas horas pero, antes de que pudiese pedirme explicaciones, ya lo había noqueado con la culata de la pistola. Hice un gesto para que mis tres cómplices viniesen hasta la puerta.
Entramos en La Fábrica. En apariencia tenía pinta de garito, grande pero en mal estado. En realidad estaba bastante bien compartimentado, y la mercancía estaba organizada con buen criterio. Pasamos por un pasillo estrecho hasta la primera zona de almacén. Llevábamos las armas bien a la vista y los dedos cerca del gatillo.
La primera bala pasó silbando muy cerca del hombro del novato que yo no conocía. Corrimos a ocultarnos tras unos armarios, agachando la cabeza mientras seguían volando más balas por el aire.
—¿Qué cojones es esto? ¿Una puta emboscada? —gruñó mi jefe.
—¡Yo no le dije nada a nadie! —mentí—. ¿Con quién has hablado tú?
Asomé la cabeza por un extremo del armario que me servía de parapeto y disparé en la dirección de las balas. Los jóvenes agentes hacían lo propio. Mi jefe no había disparado un solo tiro. Llevaba tanto tiempo alejado del terreno que parecía haberse convertido en un maldito burócrata.
—¿Con quién coño voy a haber hablado?
—Con Eliot por ejemplo.
—¿Sospechas de él? ¿Es eso?
La situación era ciertamente grotesca. Mi jefe y yo discutiendo a voces mientras disparábamos y éramos disparados por unos enemigos de momento invisibles al otro lado del almacén.
—¡Sospecho de todo el puto mundo! —grité y salí de mi escondrijo.
El fuego parecía haber cesado de momento. Hice un gesto con el brazo para que los tres me acompañasen. Atravesamos el primer almacén y me asomé a la puerta del segundo. Nuevamente una ráfaga de balas.
Desde el quicio de la puerta conté hasta cinco y disparé de vuelta. Sentí un chillido agudo. Le había dado a alguien, eso seguro.
El agente al que conocía de vista se adelantó, de forma tan valiente como temeraria.
—Yo te cubro. Vamos.
Entramos los dos a la segunda zona de almacén y disparamos hasta descargar nuestros cargadores. Mientras lo hacíamos, vi a Manny arrastrarse por el suelo, y a Fred y George ocultarse tras una mesa. Otro par de hombres yacían en el pavimento, pero no se movían en absoluto.
El segundo novato también se precipitó dentro y disparó con todas sus ganas. Su entusiasmo era de agradecer pero no esperó a que su compañero y yo tuviésemos listos los cargadores de nuevo y recibió un balazo en el pecho. Cayó al suelo. No tenía muy buena pinta. Lo arrastramos hasta un rincón y miramos a ver cómo estaba.
—No tiene buen aspecto —dije mirando a su herida, que él apretaba con fuerza con la mano derecha—. Mantén la presión ahí —le dije—, ahora volvemos a por ti.
Mi jefe estaba allí, pero como si no estuviese. Llevaba todo el rato oculto tras nosotros tres, como si tuviese un miedo atroz a que le pudiese ocurrir algo.
—¿Piensas disparar o has venido sólo de visita? —le espeté con toda la mala leche que pude.
—Se me ha encasquillado —dijo a modo de disculpa.
Le arranqué la pistola de la mano. Era cierto. Estaba encasquillada. Le di una de mis armas mientras recogía del suelo otra, de uno de los tíos de La Fábrica que había pasado a mejor vida.
Del segundo almacén pasamos a la oficina. Allí había mucha más gente por metro cuadrado de la que cabría esperar. ¿Por qué narices se habían metido ellos mismos en aquel zulo? Pronto lo comprendí.
Había alguien sentado en la silla del escritorio, de espaldas a la puerta. Una chica con el pelo muy largo y muy negro. Tony, el mexicano melenudo que se parecía a Danny Trejo, la apuntaba con una pistola. A su lado estaban Forrest, Fred y George, los que nos habían estado disparando con anterioridad.
El novato y yo apuntábamos con la pistola hacia el interior de la oficina. También mi jefe se había sumado a la comitiva, con su arma apuntando directamente hacia Forrest, el que estaba más cerca de la puerta. Por su parte, ellos tres también nos apuntaban a nosotros. Tablas.
—La cosa está así —dijo Tony—: o soltáis las armas o tu preciosa amiguita muere.
Había algo que no cuadraba. De hecho, varias cosas, pero una por encima de todas.
—¡Dale la vuelta! —ordené.
La silla seguía de espaldas a la puerta y nadie, salvo Tony, podía verle la cara a la chica.
—Vamos, hombre, sé razonable. Aunque disparéis, ella morirá. La única manera de que ella viva es que vosotros entreguéis las armas.
—¡Ni se te ocurra! —dijo John, no sé muy bien si referido a mí o a él.
—Tenéis tres segundos.
¿Cuánto pueden durar tres segundos mientras siete tíos hechos y derechos se apuntan todos los unos a los otros con sus armas, deseosos de apretar el gatillo? Yo se lo diré: muchísimo y un suspiro al mismo tiempo.
Lo que sucedió después sin duda nos dejó a todos de piedra. Sin mediar palabra, y cuando yo seguía indeciso evaluando la posibilidad de disparar a Tony y saltar hacia un lado, evitando el tiroteo posterior, fue John el que efectuó el primer disparo. Un disparo certero. Limpio, si es que a un disparo se le puede calificar como tal. Atravesó la cabeza a la que iba dirigido de un lado a otro. La persona cayó muerta en el acto.
—¿Te has vuelto loco? —pregunté a gritos mientras todos nos reponíamos y comenzaba de nuevo el intercambio de disparos.
Disparé a Tony apuntando al lado derecho de su pecho, provocando que cayese al suelo. Después el caos más absoluto. Varias ráfagas consecutivas, fuego cruzado, sangre desparramada. No tengo muy claro si el novato se puso en medio a propósito para evitar que me diesen o si, simplemente, no fue capaz de hacerse a un lado en aquel maremágnum de balas. El caso es que me salvó la vida.
Forrest, Fred y George fueron abatidos, mientras mi jefe y yo quedamos en pie: él con un rasponazo en una pierna de escasa importancia; yo, prácticamente indemne.
La verdad es que, pensándolo fríamente, fue fácil. Estaban encerrados, tenían todas las de perder si nosotros no entregábamos las armas. Claro que ellos contaban con que lo hubiésemos hecho.
Corrí hecho una furia hacia Tony, malherido. Había apuntado deliberadamente a la parte derecha del pecho a fin de evitar que muriese en el acto y poder tratar de averiguar lo que sabía.
—¿Dónde coño está? ¿Dónde la tenéis?
—No sé de qué hablas… —alcanzó a decir con un hilillo de voz.
Miré la mesa del escritorio buscando algún objeto punzante de entre todos los bártulos esparcidos sobre ella. Cogí unas tijeras de plástico. Su punta no era muy punzante pero podía servir. Le apreté con fuerza en la zona por donde manaba la sangre. John contemplaba la escena a cierta distancia.
—¿Dónde la tenéis? ¿La tenéis vosotros?
—¡Aaaaaaaah! ¡No, no, no la tenemos! ¡Aaaaaah!
La sangre seguía saliendo a borbotones. No le quedaba mucho y no parecía estar mintiendo. De todos modos, era un hijo de puta, así que no tuve problema en dejarle allí agonizando.
Luego fui hacia la chica, que había sido la primera víctima tras el disparo de mi jefe. Me arrodillé junto a ella para cerciorarme de lo que ya había deducido: no era Susan. Aún de rodillas, le increpé a John:
—¡No podías saberlo!
Él, algo fatigado, replicó:
—Vi la expresión en tus ojos. De haberla reconocido, te hubieses rendido. Aunque te costase la vida.
—¡No puedes basarte en suposiciones! Además, seguramente sea una víctima inocente.
—Seguramente sea la fulana de alguno de ellos.
—La próxima vez que hagas algo así me giraré y te dispararé a ti antes que a nadie.
Estas palabras me sorprendieron a mí mismo. Si no había hecho precisamente eso quizá era porque estaba convencido de que no era Susan. ¿Pero estaba seguro de poder confiar en John? ¿Estaba seguro de que él sabía, o intuía, que aquella no era mi chica? Mentalmente lo incluí como séptimo nombre de mi lista. Nunca se sabe.