IV
Yo

«Yo parecía el mismo de siempre:

despreocupado, pícaro y bastante

parecido a Cary Grant,

si le hubieran partido la nariz más veces.»

Cien dólares, baby (Robert B. Parker)

A TODAS ESTAS, disculpen mi mala educación, ni siquiera me he presentado. Mi identidad poco importa, podría darles un nombre falso pero no creo que eso sirva de mucho. Nunca fui un buen estudiante, los profesores hablaban con mis padres y decían que tenía talento pero que no me esforzaba lo suficiente y, cuando lo hacía, sólo lo hacía en las materias que me apetecía. Inicié un par de carreras universitarias, en las que estuve uno y tres años, respectivamente, aprobando a trancas y barrancas una o dos asignaturas por curso. Tenía veintidós años, toda la vida por delante y no tenía ni repajolera idea de qué hacer con ella.

Fue entonces cuando decidí meterme en la policía, a ver si así encontraba un orden y una disciplina que permitiesen hacer de mí alguien de provecho. Las cosas, como podrán imaginarse, no fueron sencillas porque aquello de la disciplina no iba exactamente conmigo, aunque finalmente encontré la comprensión de un buen hombre, mi antiguo jefe, que confió en mí y logró meterme en vereda.

Los años fueron pasando y de Narcóticos pasé a Homicidios para luego entrar a formar parte de un grupo especial que se dedicaba a infiltrarse en organizaciones mafiosas para tratar de desactivarlas desde dentro. A mí me habían designado para luchar contra el contrabando de armas. Después de una gran actuación conjunta en la que logramos detener a varios miembros de un comando latinoamericano, me había tocado lidiar con los de La Fábrica, de la que ya les he hablado, mirando por el rabillo del ojo también al Ruso, al que también les he presentado y gracias al cual me encontraba en la encrucijada en la que me encontraba.

Sonó el teléfono.

—Hola, ¿podemos vernos?

—Mmm, ahora mismo no me viene bien. Ya te llamo yo luego.

—¿Prometido?

—Sí, sí, prometido.

Colgué con pocos miramientos. No quería hablar con ella ahora. Además, dada mi profesión, todos los que se relacionaban conmigo conocían mi tendencia a la brusquedad y no se solían molestar por ello.

No les he dicho aún casi nada sobre mí. Tengo cuarenta y un años, pelo castaño y una cara resultona; mido uno ochenta y tres, peso unos ochenta kilos (algo más cuando me excedo comiendo) y podríamos decir que estoy bastante en forma… No me queda otro remedio.

Mi tapadera en La Fábrica, donde era el número dos de un comando de tráfico de armas y, en ocasiones, de material informático y un surtido de artilugios electrónicos, era bastante sólida. Me había costado casi tres años ganarme la confianza de todos o, debería decir, casi todos (siempre había gente más escéptica en mi negocio, no les culpo) y ascender en el escalafón interno de la organización pero, tras más de una paliza y unos cuantos asesinatos, mi coartada parecía bastante segura… hasta ahora.

No quería meter en problemas a mi compañero, uno de los pocos polis honestos que había conocido en mi vida, al margen de mi primer jefe, así que tenía que arreglármelas por mi cuenta para satisfacer las exigencias del Ruso… o podía darme por muerto.

Me escamaba especialmente la forma en la que Tyler se había borrado del mapa, seguro que estaba implicado hasta las cejas en todo este asunto.

¿Han oído alguna vez hablar del karma? Ya saben, todo ese rollo de que la vida te va a tratar mejor o peor en función de cómo trates tú a los demás. Patrañas. Desde que trabajaba como infiltrado, había tenido que matar, torturar, secuestrar… y los golpes que había recibido, que no habían sido pocos, no estaban para nada en consonancia con mis acciones. Quiero decir: había tratado mal a gente que se lo merecía, y también a gente que no se lo merecía, y eso no parecía afectar de un modo determinante a las bofetadas que llevaba a cambio. Puede que ahora mi suerte estuviese a punto de cambiar.

Conduje hasta casa de Travis, un tío con el que hacíamos negocios en La Fábrica. En apariencia era un tiarrón de casi dos metros, con una espalda y unos bíceps dignos de la gente que compite en concursos de culturismo. Sin embargo, a diferencia de éstos, no tenía un pelo de estúpido y sabía utilizar la cabeza, amén de los músculos. Llamé al timbre.

—No te esperaba.

—Pasaba por aquí y…

—Ya.

Se apartó y me dejó entrar. Pasamos al salón y me invitó a sentarme en el sofá. Él se sentó en un sillón justo enfrente.

—No creo que simplemente pasases por aquí con esa cara que traes —mis heridas debían ser muy evidentes—, así que dime a qué has venido.

—No se te escapa una —bromeé—. Es verdad, estoy metido en un buen lío.

—¿Tiene que ver con Tyler?

—Ha desaparecido. O mejor dicho se ha largado. Pero mis problemas no son con él, sino con el Ruso.

—Joder, mal asunto. ¿Ha sido él quien te ha hecho eso?

—Sí. Bueno, él no, sus matones, ya sabes —asintió—. Dice que Tyler le ha robado pasta y que, como no lo localiza, yo tengo que pagar por él o atenerme a las consecuencias.

—Y te ha dado un ultimátum.

—Exacto.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

Se lo dije. No suele ser un tío muy expresivo pero en esta ocasión sus ojos casi se salen de las órbitas.

—Sí que estás jodido. ¿Cuánto tiempo tienes?

—Veinticuatro horas. —Miré el reloj y me autocorregí—: Veintitrés de hecho.

—¿Cómo puedo ayudarte?

Si algo tiene de bueno Travis es que siempre es franco con la gente, al menos con los que le caemos bien. Evidentemente, ni él tenía el dinero ni, aunque lo tuviese, podría prestármelo así como así. No era ése el tipo de ayuda que yo le demandaba ni tampoco la que él me estaba ofreciendo.

—Necesito que me ayudes a salir del país.

—¿A algún destino en especial?

Le di varias opciones, todas ellas en Europa, donde tenía algunos contactos.

—Me llevará unas horas conseguirte la documentación y los billetes de avión.

—Siempre que sean menos de veintitrés…

Sonreímos. Me ofreció una cerveza pero tuvo que traerme dos. La primera me la bebí mientras me ponía la segunda sobre la ceja del ojo que tenía más amoratado. Los pupilos del Ruso me las iban a pagar, pero eso tendría que esperar. Lo primero era largarme de allí mientras aún podía contarlo.