XLIII La carta

 

 

«El peligro no es cuestión de un par de golpes / el peligro es no saber a dónde ir / el peligro es no encontrar jamás tu sitio / y sentir que ya llegaste sin salir»
El peligro (Revolver)

 

Margarita Morán no recibía mucha correspondencia. Las típicas cartas del banco con facturas ya pagadas y algo de propaganda. Por ese motivo a veces pasaban varios días sin que se acordarse de mirar el buzón. Cuando lo abrió esa mañana, no esperaba encontrarse nada importante. No podía estar más equivocada. Aparte de sendas cartas con los recibos de la luz y el agua, había un sobre blanco, sin sello ni remite. Extrañada, lo abrió con notable curiosidad mientras subía en el ascensor. Dentro, un trozo de cartulina naranja de tamaño folio, doblado a la mitad para que cupiese en el sobre, contenía unas letras desiguales, recortadas seguramente de folletos de publicidad y pegadas sobre el cartón formando un mensaje ciertamente siniestro:

 

 

Aún sobrecogida, salió del ascensor, logró encontrar las llaves tras poner patas arriba su bolso y entró en casa. Si aquello era un broma, desde luego era de muy mal gusto. ¿Quién podría haberle mandado aquel mensaje? ¿Y cuándo? Lamentó no haber abierto antes el buzón. Lo cierto es que, quien quiera que lo hubiese escrito, conocía varias cosas: el nombre de pila de su hija, la existencia de un detective que investigaba el caso del difunto marido de su vecina Isabel, y la dirección de su casa, pues la carta había tenido que ser metida directamente en el buzón. Tras conseguir serenarse, llamó por teléfono a su hija.
—Hola, mamá. ¿Qué pasa? Sabes que estoy trabajando...
—Sí, lo sé, hija. Es que...
—Sí, dime. ¿Qué?
—Verás. He recibido... una carta.
—¿Sí?
—Una amenaza. Una especie de amenaza, no sé, mira, estoy muy nerviosa... Quizá no debería haberte llamado, seguro que es una tontería pero...
—¿Una amenaza? ¿Cómo que una amenaza? Mamá, me estás preocupando.
—Cariño, estate tranquila. Yo sólo...
—¿Qué amenaza? ¿Una carta has dicho? ¿Qué pone la carta?
—Está hecha con letras recortadas y pegadas en una cartulina, como en los secuestros... Espera, la tengo aquí. Te la leo. —Se trabucó un poco pero logró leérsela entera, pese a las continuas interrupciones de su hija, sumida en un estado de gran excitación—. La he visto ahora mismo, pero llevo un par de días sin mirar el buzón. No sé cuándo la habrán metido.
—¿Quién la firma?
—Nadie. Ni el mensaje ni el sobre. No tienen fecha ni firma ni nada. Pero saben cosas que poca gente podría saber... ¿Qué podemos hacer?
—No sé, mamá, tranquilízate. Yo... es que ahora mismo no puedo escaparme del trabajo.
—No te preocupes, estoy bien. Eso creo.
—A mediodía iré a comer contigo y ya hablamos y pensamos qué podemos hacer. Aunque... sí —dijo más para sí misma, que para su madre—, creo que lo mejor será que llame a Lorenzo y se lo cuente. Seguro que él sabe qué es lo más recomendable en estos casos. —Quiso creer en lo que decía, mas sabía perfectamente que su amigo nunca se había ocupado de un caso de tal magnitud.
—Te quiero, cariño.
—Y yo a ti, mamá.
Lorenzo descolgó al tercer tono.
—Hola, Ana.
—Hola, Loren. Mira, es que... acabo de hablar... me acaba de llamar mi madre. —Hablaba atropelladamente, sin saber bien qué palabras escoger—. La han amenazado. No sé si es grave o no, creo que lo puede ser. Dios, no sé qué está pasando, y encima no puedo largarme de aquí, creo que me va a dar algo...
—A ver, a ver, cálmate. ¿Qué es eso de que han amenazado a tu madre? ¿Está bien, le ha pasado algo?
—Acaba de abrir el buzón y tenía una carta. Una carta con una amenaza.
El detective se rascó el mentón con la mano libre mientras con la otra apretaba con fuerza el teléfono de forma inconsciente, como si así pudiese escuchar mejor.
—¿Qué decía la carta?
—Que ella y yo estábamos en peligro. Y que tú tenías que dejar de investigar. Parece que no quieren que averigües algo. Y que no avisemos a la policía.
—¿Tienes la nota?
—La tiene mi madre. Ah, también decía que la están vigilando —recordó de pronto—. Mi madre me llamó muy asustada y, si te soy sincera, yo también lo estoy.
—Lo primero de todo necesitaría ver esa nota. ¿Está escrita a mano, a ordenador?
Ana había olvidado decírselo.
—No, claro, es que no te lo he dicho. Por lo que dijo mi madre, está escrita con recortes de letras pegadas en un cartulina.
—Como en los secuestros.
—Sí, eso es exactamente lo que dijo ella.
—Vale. Necesito ver el mensaje.
—Estoy trabajando. Iré a mediodía a comer con ella. Y por la tarde también trabajo, y mañana todo el día también. Si pudieses...
—¿Tendrás mucho lío hoy por la tarde?
—¿Después del trabajo?
—Durante.
—Bueno... creo que mi compañera puede cubrirme un rato. ¿Qué quieres venir aquí?
—Sí, es lo mejor. Dime una hora a la que puedas verme por la tarde y ahí estaré.
—No sé, ¿a las cuatro te viene bien?
—Perfecto.
—Dame una perdida de la que estés llegando a la puerta para que esté pendiente de dejarte pasar.
—OK. Importante: cuando vayas a casa, coge la carta, con el sobre y todo tal cual lo haya recibido, y llévala al museo. Tengo que verla.
—De acuerdo.
—Y... Ana.
—¿Sí?
—Más importante aún: tranquilízate. Seguro que no os va a pasar nada, ni a ti ni a tu madre.
—Ojalá tengas razón.

 

Cuando Lorenzo llegó al Museo del Ferrocarril, Ana ya se encontraba, como habían convenido, a la puerta para franquearle la entrada.
Tras los dos besos de rigor, la chica dijo:
—Mi madre está de los nervios. He intentado tranquilizarla, pero... Espero que sólo sea una broma de mal gusto, pero la verdad es que yo también estoy de los nervios. ¿Dónde quieres que hablemos?
Lorenzo miró a su alrededor: había pocos visitantes en el museo.
—Mmm, ¿sólo tenéis esta gente hoy?
—Aquí dentro sí, el resto están fuera, aunque tampoco son muchos. —Gran parte del museo estaba al aire libre—. Salvo los fines de semana, algunos días especiales o cuando las «Jornadas del Vapor», no suele haber mucho barullo, y menos por las tardes.
—¿Hasta qué hora estáis?
—Hasta las seis y media.
—Vale. Llévame a algún sitio donde no nos molesten pero que no llame mucho la atención.
—Ven por aquí.
Siguió a la chica por el andén central, dejando a ambos lados locomotoras y vagones de tren, abandonaron la parte atechada y salieron al exterior. Había más gente de lo que pensaba el detective, pero ni muchos menos una multitud. Caminaron por el lado derecho, dejando todas las vías a su izquierda, y llegaron al otro extremo del museo, donde había una nueva zona bajo techo. Subieron unas escaleras y accedieron a un pequeño mirador.
Echando la vista al frente podían divisar todo el recorrido al aire libre que acababan de dejar atrás. A sus espaldas, en la zona cubierta, unos pocos visitantes contemplaban varias locomotoras de colores vivos y algún que otro vagón oxidado y destartalado. Una silla metálica, testimonial, era el único atrezo del mirador. Lorenzo apoyó su espalda en la barandilla interior, la que daba hacia la zona cubierta, y preguntó:
—¿Tienes la carta?
Ana, que se había quedado de pie justo en frente de él, sacó el sobre del bolsillo de la chaqueta de su uniforme y se lo entregó. Leyó el mensaje un par de veces, la primera a toda prisa, la segunda dedicándole más tiempo a los detalles.
—Aunque el mensaje no es muy largo, se nota que se han tomado tiempo en —abrió comillas en el aire— «escribirlo». Quiero decir, las letras son de diferentes tamaños, colores y tipografías, lo que indica que han tenido que utilizar varios folletos de publicidad diferentes. Y las cuatro frases son cortas pero concisas, sin ambigüedad posible. Las han pensado mucho antes de plasmarlas en esta cartulina. Este mensaje está diciendo: sé quién eres, sé que tienes una hija y que ella tiene un amigo detective que está investigando la muerte de Ricardo. Y además da la impresión de que vigilan tus movimientos.
—¿Entonces crees que es una amenaza real?
—Creo que hay que tener cuidado. —Se giró para ver si alguien les observaba. La única persona que pudo divisar relativamente cerca fue un hombre cuarentón absorto en la contemplación de una gran locomotora roja. No parecía ni haberse dado cuenta de la presencia de los jóvenes—. En este tipo de casos, lo mejor es dejar hacerles creer a los —nuevamente entrecomilló— «malos» que tienen el control. Vamos a hacer lo siguiente —no estaba improvisando, se le había ocurrido de camino al museo—: de la que salgas de trabajar vas a ir directamente a ver a tu madre y vais a hacer una limpieza a fondo de la casa. Si veis que hay algo que esté fuera de sitio o alguna cosa extraña que no recordáis que estuviese ahí antes, la apartáis. Dudo mucho que vayáis a encontrar nada, pero quiero estar seguro de que nadie se ha colado allí dentro y ha instalado algún micrófono o microcámara o alguna mierda así. Cuando lo hayáis hecho, me llamas con tu móvil y me dices si encontrasteis algo o no.
La chica le miraba con una mezcla de incredulidad, escepticismo y algo más... Miedo tal vez.
—¿Y no sería mejor que vinieses tú también? ¿No te resultará más fácil ver si hay algo?
Lorenzo hizo una mueca con los labios, meneando ligeramente la cabeza hacia los lados.
—No es conveniente que me vean en casa de tu madre. Precisamente por si alguien está vigilando. Tú eres su hija, es normal que vayas a su casa cuando quieras. Yo soy el detective que está molestándole a alguien... Ese alguien no creo que me quiera ver en vuestra compañía. —Volvió a mirar alrededor pero el mira-trenes ya había desaparecido.
—Vale.
—Sé que suena muy peliculero, pero es por descartar que sea algo grave y para que estéis más tranquilas ambas. Lo siguiente que quiero es que tu madre no use el teléfono fijo durante unos días, hasta que se aclare el tema. Siempre que hable contigo o con alguien, que sea por el móvil. Que no responda llamadas tampoco.
—¿Crees que han podido pincharle el teléfono?
—¿Sinceramente? No lo creo, no. Me parece muy improbable. Pero lo que es seguro es que alguien quiere asustaros y no le vamos a dar el gustazo de que lo consiga.
Ana tomaba rápidamente nota mental de todo cuanto le decía su amigo.
—¿Y eso que has dicho de hacerles creer a los malos que tienen el control?
—Sí, a eso voy. Lo tercero que quiero que hagáis es que evite a su vecina, a Isabel, hasta nueva orden. Yo me pondré en contacto con ella y le haré saber lo que pasa.
—¿Crees que ahí está el meollo de la cuestión?
—Sí. Tiene que estarlo. Isabel es el vínculo entre tu madre, tú y yo. Si no fuese la vecina de tu madre, y tú no me conocieses a mí, yo no estaría investigando el caso y, muy probablemente, tu madre no habría recibido la... —estuvo tentado de pronunciar la palabra «amenaza» pero se corrigió a tiempo— ... la carta.
—¿Y con eso ya está? ¿Tenemos que hacer alguna otra cosa mi madre o yo?
—Sí. Una cosa muy importante: comportaros con normalidad, seguir con vuestra vida como hasta ahora, a excepción del teléfono y de Isabel. Queremos conseguir que quien escribió la nota piense que os ha amedrentado lo suficiente como para romper las relaciones conmigo y con Isabel, pero que por lo demás seguís con vuestra vida normal.
—¿Vas a encontrar a quien lo hizo, verdad?
—Por supuesto.
—Hablo en serio, Loren. Más que por mí, lo digo por mi madre. No soportaría que le pasase algo malo.
—Yo también hablaba en serio. ¿Te he mentido alguna vez?
La amistad entre ambos estaba muy consolidada. Se conocían desde hacía muchos años y nunca habían tenido el más mínimo encontronazo. La palabra de Lorenzo era más que suficiente para Ana.
—Nunca.
—No te preocupes, todo se arreglará. Ah, una última cosa... Déjame llevarme la carta. Quiero estudiarla con más detenimiento a ver si a través de ella logro averiguar alguna cosa.
Se despidieron, Ana con la esperanza de que todo se arreglase, Lorenzo con la esperanza de encontrar alguna pista concreta que le permitiese salir de aquel embrollo en el que estaba metido sin saber cómo ni por qué.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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