12
Cuando por fin llegó al pueblo y a un teléfono, habían dado las doce. Cuando llegó el coche del consulado turco, ya se había lavado y fortalecido a base de coñac.
El cónsul era un hombre delgado y directo, cuya forma de hablar inglés parecía indicar que había vivido en Inglaterra. Escuchó con gran atención el relato de Graham, sin apenas intervenir. Sin embargo, cuando Graham terminó, el cónsul echó un chorrito más de soda a su vermut, se apoyó en el respaldo de su asiento y silbó entre dientes.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—¿No le parece suficiente?
—Más que suficiente. —El cónsul sonrió con aire de disculpa—. Le diré, míster Graham, que cuando esta mañana recibí su mensaje, telegrafié de inmediato al coronel Haki informándole que lo más probable era que estuviese muerto. Le felicito.
—Gracias. Tuve suerte. —Hablaba automáticamente. Parecía haber algo extrañamente fatuo en las felicitaciones por estar vivo—. La otra noche —prosiguió—, Kuvetli me dijo que había luchado por el Gazi y que estaba dispuesto a dar su vida por Turquía. Por alguna razón, uno no espera que la gente que dice ese tipo de cosas las demuestre tan rápidamente.
—Es cierto. Es muy triste —dijo el cónsul. Se veía que estaba deseando ir al grano—. Mientras tanto —dijo oportunamente—, tenemos que cuidarnos de no perder tiempo. Cada minuto que pasa aumenta las posibilidades de que encuentren su cuerpo antes de que usted haya salido del país. Las autoridades no nos ven actualmente con muy buenos ojos, y si lo encuentran antes dudo que podamos impedir que le detengan, aunque no sea más que unos días.
—¿Y el coche?
—Eso lo tendrá que explicar el conductor, Si, como usted dice, su maleta fue destruida por el fuego, no hay nada que le relacione con el accidente. ¿Se encuentra lo bastante bien como para viajar?
—Sí. Estoy un poco magullado y todavía no me ha desaparecido el maldito temblor, pero ya se me pasará.
—Bien. Entonces, teniendo en cuenta las circunstancias, lo mejor es que se ponga en marcha de inmediato.
—Kuvetli habló de un avión.
—¿Un avión? ¡Ah! Permítame que vea su pasaporte.
Graham se lo entregó. El cónsul pasó rápidamente las páginas, lo cerró de golpe y se lo devolvió.
—Su visado de tránsito —dijo— especifica que entra en Italia por Génova y sale por Bardonecchia. Si tiene especiales deseos de ir en avión, podemos conseguir que le cambien el visado, pero eso nos tomaría aproximadamente una hora. Además, tendría que regresar a Génova. Además, como podrían encontrar el cuerpo de Kuvetli en las próximas horas, más valdría no llamar la atención de la policía solicitando la modificación del visado. —Miró el reloj—. Hay un tren que sale de Génova con destino París a las dos de la tarde. Para en Asti poco después de las tres. Le recomiendo que lo tome allí. Puedo llevarle en mi coche.
—Creo que me vendría bien comer algo.
—¡Querido míster Graham! ¡Qué estúpido soy! Comer algo. Naturalmente. Podemos detenernos en Novi. Tendré el gusto de invitarle. Y si encontramos champagne beberemos champagne. No hay nada como el champagne cuando uno está deprimido.
Graham se sintió de pronto un poco mareado. Se echó a reír.
El cónsul levantó las cejas.
—Lo siento —se disculpó Graham—. Perdone. Tiene gracia. Tenía una cita en el tren de las dos. Se quedará sorprendida cuando me vea.
Notó que alguien le sacudía por el brazo y abrió los ojos.
—Bardonecchia, signore. Su pasaporte, por favor.
Levantó la vista hacia el empleado de coches-cama que se inclinaba sobre él y se dio cuenta de que se había dormido en cuanto el tren salió de Asti. En la puerta, parcialmente perfilados a contraluz sobre el creciente fondo de oscuridad exterior, había dos hombres con el uniforme de la policía ferroviaria italiana.
Se sentó sobresaltado y buscó en el bolsillo.
—¿Pasaporte? Ah, sí, claro.
Uno de los hombres inspeccionó el pasaporte, asintió y lo selló con un tampón de caucho.
—Grazie, signore. ¿Lleva usted moneda italiana en billetes?
—No.
Graham se metió de nuevo el pasaporte en el bolsillo, el empleado apagó la luz y la puerta se cerró. Todo había terminado.
Bostezó tristemente. Estaba tenso y tiritaba. Se levantó para ponerse el abrigo y vio que la estación estaba cubierta de nieve. Había sido una tontería quedarse dormido así. Llegar a casa con una pulmonía podía ser desagradable. Pero ya había pasado el control de pasaportes italiano. Puso la calefacción y se sentó a fumar un cigarrillo. Debía ser la comida pesada y el vino… Y entonces recordó de pronto que no se había ocupado de Josette. También Mathis debía estar en el tren.
El tren arrancó con una sacudida y empezó a moverse ruidosamente hacia Modano.
Tocó el timbre y esperó la llegada del empleado.
—¿Signore?
—¿Habrá vagón restaurante cuando pasemos la frontera?
—No, signore. —Se encogió de hombros—. La guerra.
Graham le dio un poco de dinero.
—Quiero una botella de cerveza y algún sandwich. ¿Podría conseguírmelos en Modano?
El empleado miró el dinero.
—Desde luego, signore.
—¿Dónde están los vagones de tercera?
—En la parte delantera del tren, signore.
El empleado salió. Graham se fumó el cigarrillo y decidió esperar a que el tren saliera de Modano antes de ir en busca de Josette.
La parada de Modano le pareció interminable. Por fin, los funcionarios franceses de control de pasaportes terminaron su trabajo y el tren se puso de nuevo en movimiento.
Graham salió al pasillo.
En el tren reinaba la oscuridad, mitigada tan sólo por las mortecinas luces de seguridad. Se encaminó lentamente hacia los vagones de tercera. Sólo había dos, y no tuvo dificultad alguna en encontrar a Josette y a José. Estaban solos en un compartimiento.
Josette movió la cabeza cuando Graham abrió la puerta corredera y le miró insegura, entornando los párpados. Después, cuando él se adelantó hasta quedar iluminado por el brillo azul del techo, se incorporó con un grito de sorpresa.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó—. ¿Dónde se había metido? José y yo le esperamos hasta el último momento, pero no apareció como había prometido. Le esperamos. José puede decirle todo lo que esperamos. Dígame qué ha pasado.
—Perdí el tren en Génova. He recorrido un largo camino en coche para alcanzarlo.
—¡Ha ido en coche hasta Bardonecchia! ¡No es posible!
—No. Hasta Asti.
Se produjo un instante de silencio. Habían hablado en francés. José soltó una pequeña carcajada y, arrellanándose en su rincón, empezó a hurgarse los dientes con las uñas.
Josette tiró al suelo el cigarrillo que estaba fumando y lo apagó con el pie.
—Cogió el tren en Asti —comentó con ligereza—, y ha esperado hasta ahora para venir a verme. Muy cortés. —Hizo una pausa—. Pero no irá a hacerme esperar en París ¿verdad, chéri?
Graham vaciló.
—¿Me hará esperar, chéri? —Su voz tenía una inflexión cortante.
—Me gustaría hablar con usted a solas —dijo Graham.
Josette le miró intensamente. Su rostro carecía de expresión bajo aquella luz espectral y mortecina. Después se dirigió hacia la puerta.
—Creo —dijo— que será mejor que hable un poco con José.
—¿José? ¿Qué tiene que ver José? Es usted con quien quiero hablar.
—No, chéri. Hable usted un poco con José. A mí no se me dan muy bien los negocios. No me gustan. ¿Me comprende?
—En absoluto —dijo Graham con toda sinceridad.
—¿No? José se lo explicará. Volveré en un minuto. Hable ahora con José, chéri.
—Pero…
Josette salió al pasillo y cerró la puerta. Graham se aprestó a abrirla de nuevo.
—Ya volverá —dijo José—. ¿Por qué no se sienta y espera?
Graham se sentó lentamente. Se sentía confuso. José, sin dejar de hurgarse los dientes, le miró desde el otro extremo del compartimiento.
—No entiende nada, ¿verdad?
—Ni siquiera sé lo que tengo que entender.
José se contempló la uña del pulgar, le pasó la lengua por encima y reanudó su trabajo en un colmillo.
—Josette le gusta, ¿eh?
—Desde luego. Pero…
—Es muy guapa, pero no tiene sentido común. Es una mujer. No sabe nada de negocios. En consecuencia, soy yo, su marido, quien se ocupa de los negocios. Somos socios. ¿Lo entiende?
—No es difícil. ¿Y qué?
—Me intereso por Josette. Eso es todo.
Graham le observó un instante. Empezaba a entender, a entender demasiado bien.
—¿No le importaría decirme exactamente lo que pretende? —dijo.
Adoptando el aire de quien toma una decisión, José abandonó los dientes y giró en su asiento para mirar de frente a Graham.
—Usted es un hombre de negocios, ¿no? —dijo con viveza—. No pretende conseguir algo por nada. Muy bien. Yo soy el representante de Josette, y no doy nada gratis. ¿Quiere divertirse en París? Josette es una chica muy simpática y muy divertida para un caballero. También es una buena bailarina. En un buen local, ganamos juntos no menos de dos mil francos a la semana. Dos mil francos a la semana. No está mal, ¿verdad?
La cabeza de Graham se estaba inundando de recuerdos: la chica árabe, María, diciendo «tiene muchos amantes», Kopeikin diciendo «¿José? Se las arregla bien», la misma Josette diciendo que José sólo se ponía celoso cuando ella descuidaba el trabajo por el placer; innumerables frases y actitudes intrascendentes.
—¿Y bien? —dijo con frialdad.
José se encogió de hombros.
—Cuando uno se está divirtiendo no puede ganar dos mil francos a la semana bailando. Así que, como comprenderá, tenemos que sacarlos de otro sitio. —Graham vio en la penumbra que una pequeña sonrisa torcía la línea negra de la boca de José—. Dos mil francos por semana. Razonable, ¿no?
Era la voz del filósofo de los simios vestidos de terciopelo. «Mon cher caïd» justificaba su existencia. Graham asintió.
—Muy razonable.
—Entonces podemos solucionarlo ahora, ¿eh? —prosiguió José, animoso—. Usted es un hombre experimentado, ¿eh? Ya sabe que es costumbre. —Sonrió y declamó—: Chéri, avant que je t’aime t’oublieras pas mon petit cadeau.
—Comprendo. ¿Y a quién debo pagar? ¿A usted o a Josette?
—Puede pagarle a Josette si le apetece, pero no sería muy chic, ¿eh? Podemos vernos una vez por semana. —Se inclinó hacia adelante y le dio unos golpecitos en la rodilla—. Va en serio, ¿eh? ¿Se portará como un buen chico? Si, por ejemplo, empezase ahora…
Graham se levantó. Su propia calma le sorprendió.
—Creo —dijo— que preferiría darle el dinero a Josette personalmente.
—No se fía de mí, ¿eh?
—Claro que me fío. ¿Quiere buscar a Josette?
José vaciló un instante, se encogió de hombros, se levantó y salió al pasillo. No tardó en regresar con Josette. La mujer sonreía con cierto nerviosismo.
—¿Ya ha hablado con José, chéri?
Graham asintió amigablemente.
—Sí. Pero, como ya le había dicho, con quien quería hablar era con usted. Quería explicarle que, después de todo, me veo obligado a volver inmediatamente a Inglaterra.
Josette le miró un instante sin comprender. Después, Graham vio que se mordía cruelmente los labios. Se volvió bruscamente hacia José.
—¡Sucio idiota español! —Parecía escupirle las palabras—. ¿Para qué te crees que te llevo conmigo? ¿Por lo bien que bailas?
Los ojos de José brillaron peligrosamente. Cerró la puerta a sus espaldas.
—Ahora —dijo— vamos a ver. Si me hablas otra vez así te voy a partir la cara.
—Salaud! ¡Te hablo como me da la gana!
Estaba perfectamente inmóvil, pero su mano derecha se movió una o dos pulgadas. Algo brilló con luz mortecina. Se había pasado por los nudillos la pulsera de diamantes falsos que llevaba en la muñeca.
Graham había visto violencia más que suficiente para un solo día. Se apresuró a interrumpir:
—Un momento. José no tiene la culpa. Me ha explicado el asunto con todo tacto y cortesía. Yo venía, como ya le dije, a comunicarle que tengo que volver de inmediato a Inglaterra. También quería pedirle que aceptara un pequeño regalo. Es esto.
Sacó la cartera, extrajo un billete de diez libras y lo acercó a la luz.
Josette contempló el billete y le miró hoscamente.
—¿Y bien?
—José me ha aclarado que debía dos mil francos. Este billete vale un poco más de mil setecientos cincuenta. Así que voy a añadirle otros doscientos cincuenta francos.
Sacó los billetes franceses de la cartera, los plegó con el billete grande y se los ofreció.
Josette se los arrancó de la mano.
—¿Y qué espera obtener por esto? —preguntó resentida.
—Nada. Ha sido muy agradable tener ocasión de charlar con usted. —Abrió la puerta—. Adiós, Josette.
Josette se encogió de hombros, se metió el dinero en el bolsillo del abrigo de piel y se sentó de nuevo en su rincón.
—Adiós. No es culpa mía que sea tan idiota.
José se echó a reír.
—Si por casualidad cambiara de opinión, monsieur —dijo, remilgado—, nosotros…
Graham cerró la puerta y se alejó por el pasillo. Lo único que deseaba era volver a su propio compartimiento. No reparó en Mathis hasta que casi se dio de bruces con él.
El francés se apartó para dejarle pasar. Después, con una exclamación ahogada, se inclinó para mirarle.
—¡Monsieur Graham! ¿Será posible?
—Le estaba buscando —dijo Graham.
—Mi querido amigo. Me alegra tanto… Me preguntaba… Temía…
—Tomé el tren en Asti. —Sacó el revólver del bolsillo—. Quería devolvérselo, con mi gratitud. Desgraciadamente, no he tenido tiempo de limpiarlo. Ha sido disparado dos veces.
—¡Dos veces! —Mathis abrió los ojos de par en par—. ¿Los mató a los dos?
—A uno. El otro murió en un accidente de automóvil.
—¡Un accidente de automóvil! —Mathis rió apagadamente—. ¡Un método nuevo de matarlos! —Miró afectuosamente el revólver—. Puede que no lo limpie. A lo mejor lo guardo como recuerdo. —Levantó la vista—. ¿Trasmití bien el mensaje?
—Perfectamente. Gracias otra vez. —Vaciló—. En el tren no hay vagón restaurante. Tengo algunos sandwiches en mi compartimiento. Si usted y su esposa quieren acompañarme…
—No, gracias, es usted muy amable. Nos bajamos en Aix. No falta mucho. Mi familia vive allí. Se me va a hacer raro verlos después de tanto tiempo. Ellos…
A sus espaldas se abrió la puerta de un compartimiento, y madame Mathis se asomó al pasillo.
—¡Ah, ahí estás! —reconoció a Graham y le hizo una desaprobadora inclinación de cabeza.
—¿Qué ocurre, chérie?
—La ventana. La abres, te vas a fumar y me dejas ahí helada.
—Podrías cerrarla, chérie.
—¡Imbécil! Va demasiado dura.
Mathis suspiró cansadamente y extendió el brazo.
—Adiós, amigo mío. Seré discreto. Cuente con ello.
—¿Discreto? —preguntó desconfiada madame Mathis—. ¿Discreto sobre qué?
—A ti te lo puedo decir —miró a Graham y le guiñó un ojo—. Monsieur y yo tenemos un plan para volar el Banco de Francia, tomar la Cámara de Diputados, fusilar a las doscientas familias y establecer un gobierno comunista.
Madame Mathis miró aprensiva a su alrededor.
—No deberías decir esas cosas ni en broma.
—¡En broma! —la miró con una mueca malévola—. Verás qué broma más divertida cuando saquemos a rastras de sus casas a esos reptiles capitalistas y los cortemos en pedacitos con nuestras ametralladoras.
—¡Roberto! Si alguien te oye decir esas cosas…
—¡Déjales que oigan!
—Sólo te he pedido que cierres la ventana, Roberto. Lo habría hecho yo misma, pero va demasiado dura. Yo…
Entraron y cerraron la puerta.
Graham permaneció un instante inmóvil, mirando por la ventana la lejana luz de los reflectores: manchas grises moviéndose sin cesar entre las nubes bajas que cubrían el horizonte. No era muy distinto, pensó, del horizonte que veía desde la ventana de su dormitorio cuando los aviones alemanes se acercaban por el Mar del Norte.
Dio media vuelta y se alejó en busca de su cerveza y sus sandwiches.