9

Míster Kuvetli abrió la puerta.

Llevaba una bata vieja de lana roja sobre una camisa de dormir de franela, y su orla de pelo gris sobresalía rizada a los lados de su cabeza. Sostenía un libro en la mano, y daba la impresión de haber estado leyendo tumbado en la cama. Miró vagamente a Graham un instante y después recuperó su sonrisa.

—¡Míster Graham! Me alegra verle. ¿Qué puedo hacer por usted?

Graham se sintió abatido al verle. Estaba poniendo su vida en manos de aquel sucio hombrecillo con sonrisa de idiota. Pero ya era tarde para volverse atrás.

—Me gustaría hablar con usted, míster Kuvetli —dijo.

Míster Kuvetli parpadeó con cierta astucia.

—¿Hablar? Oh, sí. Pase, por favor.

Graham entró en el camarote. Era tan pequeño como el suyo y la atmósfera estaba muy cargada.

Míster Kuvetli alisó las mantas de la cama.

—Siéntese, por favor.

Graham se sentó y abrió la boca, dispuesto a hablar, pero míster Kuvetli se le adelantó.

—¿Un cigarrillo, por favor, míster Graham?

—Gracias. —Cogió un cigarrillo—. Esta noche, hace un rato, recibí la visita de Herr Professor Haller —añadió. Después, recordando que los mamparos eran finos, posó en ellos los ojos.

Míster Kuvetli encendió una cerilla y se la acercó.

—Herr Professor Haller es hombre muy interesante, ¿eh? —Encendió el cigarrillo de Graham y el suyo propio y apagó la cerilla—. Los camarotes de los lados están vacíos —comentó.

—Entonces…

—Por favor —interrumpió míster Kuvetli—, ¿no le importaría que habláramos en francés? Mi inglés no es muy bueno, ¿eh? Su francés es muy bueno. Nos entenderemos mejor.

—Claro que sí.

—Entonces podemos hablar sin problemas. —Míster Kuvetli se sentó a su lado en la cama—. Monsieur Graham, pensaba presentarme mañana, pero supongo que monsieur Moeller lo ha hecho por mí. Ya sabe que no soy un vendedor de tabaco, ¿eh?

—Según Moeller, usted es un agente turco a las órdenes del coronel Haki. ¿Es así?

—Sí, así es. Seré franco. Me sorprende que no me haya descubierto hasta ahora. Cuando el francés me preguntó en qué empresa trabajaba tuve que decir Pazar y Co., porque ya le había dado a usted ese nombre. Desgraciadamente, la empresa Pazar y Co. no existe. Como es natural, se extrañó. Me las arreglé para evitar que siguiese preguntando, pero esperaba discutirlo con usted más tarde. —La sonrisa había desaparecido, y con ella el estúpido hombrecillo de ojos brillantes que Graham había tomado por mercader de tabaco. En su lugar habían aparecido una boca firme y decidida y unos serenos ojos marrones que le observaban con algo muy parecido a un desprecio bien intencionado.

—Él no lo discutió.

—¿Y no sospechó usted que yo eludía sus preguntas? —Se encogió de hombros—. Uno toma siempre precauciones innecesarias. La gente es mucho más confiada de lo que uno supone.

—¿Por qué iba a sospechar? —preguntó Graham, irritado—. Lo que no comprendo es por qué no se presentó en cuanto supo que Banat estaba en el barco. Supongo —añadió resentido—, que sabe que Banat está en el barco.

—Sí, lo sé —dijo míster Kuvetli con delicadeza—. No me presenté por tres razones. —Exhibió unos dedos gordezuelos—. En primer lugar, el coronel Haki me indicó que usted no veía con simpatía sus esfuerzos por protegerle y que sería mejor que no me conociera, salvo en caso de necesidad. En segundo lugar, el coronel Haki no tiene muy buena opinión de su capacidad para disfrazar sus sentimientos, y pensó que si quería conservar secreta mi verdadera identidad era mejor que no se la revelase.

Graham estaba rojo como la púrpura.

—¿Y la tercera razón?

—En tercer lugar —prosiguió serenamente míster Kuvetli—, quería ver lo que hacían Banat y Moeller. Dice usted que ha hablado con Moeller. Excelente. Me gustaría saber lo que le dijo.

Graham estaba furioso.

—Antes de perder el tiempo haciéndolo —dijo fríamente—, me gustaría ver sus credenciales. Hasta ahora sólo sé por boca de Moeller y por la suya propia que usted es un agente turco. Ya he cometido varios errores estúpidos en este viaje. No tengo intención de cometer más.

Para su sorpresa, míster Kuvetli sonrió.

—Me alegra comprobar que se encuentra tan bien, monsieur Graham, Esta noche me estaba preocupando. En este tipo de situaciones, el whisky hace más mal que bien a los nervios. Disculpe, por favor. —Se volvió para coger la chaqueta del colgador de la puerta y sacó de un bolsillo una carta, que entregó a Graham—. El coronel Haki me la dio para que se la entregara. Espero que la encuentre satisfactoria.

Graham la examinó. Era una carta de presentación corriente, escrita en francés y con un membrete donde se leía el título y dirección del Ministerio del Interior turco. Le estaba dirigida personalmente y la firmaba «Zia Haki». Se la metió en el bolsillo.

—Sí, monsieur Kuvetli, es perfectamente satisfactoria. Debo disculparme por haber dudado de su palabra.

—Hizo bien en dudar —dijo míster Kuvetli untuosamente—. Y ahora, monsieur, hábleme de Moeller. Me temo que la aparición de Banat en el barco debió ser un gran sobresalto para usted. Retenerle en Atenas me hizo sentirme culpable. Pero era por su bien. En cuanto a Moeller…

Graham le miró inmediatamente.

—¡Espere un minuto! ¿Quiere decir que sabía que Banat iba a embarcar? ¿Quiere decir que se demoró en Atenas preguntando tonterías exclusivamente para evitar que yo me enterara antes de embarcar de que Banat estaba a bordo?

Míster Kuvetli parecía avergonzado.

—Era necesario. Tiene que comprender…

—¡Maldita sea…! —empezó a decir violentamente Graham.

—Un momento, por favor —dijo míster Kuvetli secamente—. Ya le he dicho que era necesario. En Canakkale recibí un telegrama del coronel Haki informándome de que Banat había salido de Turquía, de que posiblemente intentaría tomar el barco en el Pireo y…

—¡Lo sabía! Y…

—¡Por favor, monsieur! Déjeme seguir. El coronel Haki me decía además que le retuviese a usted en el barco. Era una medida inteligente. En el barco no le podía suceder nada. Banat podía presentarse en el Pireo con el fin de asustarle e inducirle a bajar a tierra, donde le podían ocurrir cosas muy desagradables. ¡Espere, por favor! Bajé a Atenas con usted para asegurarme de que no le atacaban en tierra y para evitar que viera a Banat, si éste embarcaba, antes de zarpar.

—Pero ¿por qué, por el amor del cielo, no detuvo Haki a Banat, o al menos le retrasó lo suficiente como para impedirle tomar el barco?

—Porque Banat hubiera sido, sin la menor duda, sustituido. A Banat le conocemos perfectamente. Un monsieur Mavradopolous desconocido hubiera sido un problema más.

—Pero usted dice que la idea de Banat, o más bien de Moeller, era asustarme para que desembarcase. ¿Cómo sabía Banat que le conocía?

—Usted le indicó al coronel Haki que le señalaron a Banat en el cabaret Le Jockey. Banat le estaba observando. Probablemente se dio cuenta de que usted se había fijado en él. No es un aficionado. ¿Comprende el punto de vista del coronel Haki? Si ellos pretendían inducirle a bajar a tierra para matarle, era mejor que lo intentaran y fracasaran sin tiempo para tomar nuevas disposiciones. La verdad, sin embargo —prosiguió alegremente—, es que no tenían intención de hacerle bajar a tierra, por lo que mis precauciones no sirvieron de nada. Banat llegó al barco, pero se quedó en el camarote hasta que el práctico se fue.

—¡Precisamente! —rugió Graham—. Podía haber bajado a tierra, tomado un tren y llegado a París sano y salvo.

Míster Kuvetli consideró la crítica un instante y después negó lentamente con la cabeza.

—No lo creo. Se olvida usted de monsieur Moeller. No creo que Banat y él hubieran permanecido mucho tiempo en el barco si usted no hubiera vuelto a tiempo.

Graham soltó una corta carcajada.

—¿Y usted lo sabía?

Míster Kuvetli contempló sus sucias uñas.

—Seré muy franco, monsieur Graham. No lo sabía. Sabía lo de monsieur Moeller, claro. En cierta ocasión me ofrecieron, mediante un intermediario, una gran cantidad de dinero si trabajaba para él. He visto una fotografía suya. Pero las fotografías son casi siempre inútiles. No le reconocí. El hecho de que embarcara en Estambul me impidió concebir sospechas. El comportamiento de Banat me hizo pensar que había pasado algo por alto, y cuando le vi hablar con el Herr Professor, hice ciertas investigaciones.

—Él dice que le registró el camarote.

—Lo hice. Encontré cartas con su dirección de Sofía.

—Se han producido bastantes registros de camarotes —dijo Graham con amargura—. Banat me robó anoche el revólver que tenía en la maleta. Yo fui esta noche a su camarote para buscar su pistola, la pistola que usó contra mí en Estambul. No estaba allí. Cuando volví a mi camarote encontré allí a Moeller con la pistola de Banat.

Míster Kuvetli le estaba escuchando con aspecto lúgubre.

—Si hace el favor de contarme lo que Moeller le dijo podremos irnos a dormir mucho antes —dijo.

Graham sonrió.

—¿Sabe lo que le digo, Kuvetli? En este barco me he llevado varias sorpresas. Usted es la primera agradable. —Su sonrisa se desvaneció—. Moeller vino a decirme que si no acepto retrasar seis semanas mi regreso a Inglaterra, moriré asesinado antes de cumplirse los cinco minutos de mi llegada a Génova. Dice que, además de Banat, tiene otros hombres que esperan en Génova para matarme.

Míster Kuvetli no pareció sorprenderse.

—¿Y dónde sugiere que pase usted las seis semanas?

—En una villa cerca de Santa Margherita. La idea es que un médico certifique que sufro de tifus y que me quede en la villa como si fuera una clínica. El personal médico estaría compuesto por Moeller y Banat, por si recibía alguna visita de Inglaterra. Como verá, pretende involucrarme en el engaño para que no pueda hablar después.

Míster Kuvetli levantó las cejas.

—¿Y qué sugería con respecto a mí?

Graham se lo dijo.

—¿Y, a pesar de creer a monsieur Moeller, decidió hacer caso omiso de su consejo y contarme su sugerencia? —Míster Kuvetli sonrió abierta y aprobadoramente—. Ha sido usted muy valiente, monsieur.

Graham enrojeció.

—No creerá que lo iba a aceptar.

Míster Kuvetli no entendió bien.

—No creo nada —dijo apresuradamente—. Pero —vaciló— cuando la vida de una persona está en peligro, esa persona no se comporta siempre con normalidad. Puede hacer cosas que no haría en una situación ordinaria. No se le puede culpar.

Graham sonrió.

—Seré franco. Vine a verle ahora en vez de mañana para no tener la oportunidad de pensármelo y terminar por decidirme a seguir el consejo de Moeller.

—Lo importante —dijo en voz baja míster Kuvetli— es que ha venido a verme. ¿Le dijo a Moeller que lo haría?

—No, le dije que se estaba echando un farol.

—¿Y usted lo cree así?

—No sé.

Míster Kuvetli se rascó las axilas, pensativo.

—Hay muchas cosas que tener en cuenta. Y depende de lo que quiera decir con la palabra farol. Si significa que Moeller no quiere o no puede matarle, creo que se equivoca. Puede y lo haría.

—Pero ¿cómo? Tengo un cónsul. ¿Qué puede impedirme meterme en un taxi en el muelle y presentarme directamente en el consulado? Allí podría organizar algún sistema de protección.

Míster Kuvetli encendió otro cigarrillo.

—¿Sabe dónde está el Consulado General de Gran Bretaña en Génova?

—El taxista lo sabrá.

—Puedo decírselo yo mismo. Está en la esquina de la Via Ippolito d’Aste. Este barco atraca en el Ponte San Giorgio de la dársena Vittorio Emanuele, a varios kilómetros de su consulado. No es la primera vez que hago el viaje y sé lo que digo. Génova es un gran puerto. Dudo, míster Graham, que llegara a recorrer uno solo de esos kilómetros. Le estarán esperando en un coche. Si tomara un taxi, le seguirán hasta la Via Francia, donde arrinconarían al taxi y le matarían sin dejarle moverse de su asiento.

—Podría telefonear al cónsul desde el muelle.

—Podría, desde luego. Pero antes tendría que cruzar el barracón de Aduanas. Después tendría que aguardar la llegada del cónsul. ¡Espere, monsieur! ¿No comprende lo que eso significa? Supongamos que encuentra al cónsul por teléfono inmediatamente y que le convence de que su caso es urgente. Aun así, tendría que esperar media hora. Permítame decirle que sus probabilidades de sobrevivir durante esa media hora no serían menores si se la pasase bebiendo ácido prúsico. Matar a un hombre desarmado y sin protección nunca resulta difícil. Entre los cobertizos del muelle sería la simplicidad misma. No, no creo que Moeller se esté echando un farol cuando dice que le puede matar.

—Pero ¿y su propuesta? Parecía ansioso de persuadirme a aceptarla.

Míster Kuvetli se pasó los dedos por la nuca.

—Eso puede tener varias explicaciones. Es posible, por ejemplo, que esté dispuesto a matarle en cualquier caso y que desee hacerlo de la forma más fácil posible. No puede negarse que sería más fácil matarle en la carretera de Santa Margherita que en el puerto de Génova.

—Una idea muy simpática.

—Me inclino a pensar que es la correcta. —Míster Kuvetli frunció el ceño—. La propuesta de Moeller parece muy sencilla, ¿sabe? Se pone enfermo, se falsifica un certificado médico, mejora, vuelve a casa. Voilà! Ya está hecho. Pero piense en los hechos concretos. Usted es un inglés que tiene prisa por llegar a Inglaterra. Desembarca en Génova. ¿Qué haría normalmente? Tomar el tren de París, sin duda. ¿Y qué tendría que hacer en el caso que contemplamos? Tendría que quedarse en Génova, por alguna razón misteriosa, el tiempo suficiente para descubrir que tiene tifus. Y tampoco podría hacer lo que cualquier otro haría en estas circunstancias…, ir a un hospital. En vez de eso tendría que ir a una clínica privada cerca de Santa Margherita. ¿Usted cree posible que en Inglaterra no pensaran que su comportamiento resultaba curioso? Yo creo que es imposible. El tifus, además, es una enfermedad que hay que notificar a las autoridades. En este caso no podría hacerse porque no habría tifus y las autoridades médicas no tardarían en averiguarlo. Y suponga que sus amigos descubren que su caso no ha sido notificado. Podrían hacerlo. Es usted un hombre de cierta importancia. Podrían pedir al cónsul británico que investigase. Y entonces, ¿qué? No, no veo a monsieur Moeller corriendo riesgos tan absurdos. ¿Por qué iba a hacerlo? Es más fácil matarle.

—Dice que no le gusta matar gente si puede evitarlo.

Míster Kuvetli soltó una risita.

—Debe creerle de verdad muy tonto. ¿Le dijo qué haría conmigo?

—No.

—No me sorprende. Para que el plan, tal como se lo explicó, tuviera éxito, sólo podría hacer una cosa…, matarme. Y aun muerto le pondría en dificultades. El coronel Haki se ocuparía de ello. Me temo que la propuesta de monsieur no es muy sincera.

—Parecía convincente. Puedo añadir que estaba dispuesto a permitir que la señora Gallindo completara el grupo si me apetecía llevarla.

Míster Kuvetli le echó una mirada lujuriosa: un fauno casposo en camisa de dormir de franela.

—¿Y se lo ha dicho usted a la señora Gallindo?

Graham se sonrojó.

—No sabe nada de Moeller. Le conté lo de Banat. Temo haberme delatado anoche, cuando Banat entró en el salón. Me preguntó qué me pasaba y se lo conté. En cualquier caso —añadió a la defensiva, pero no por ello menos sincero—, necesitaba su ayuda. Ella se ocupó de entretener a Banat mientras yo registraba su camarote.

—¿Organizando una partida de cartas con el bueno de José? No me extraña. En cuanto a la sugerencia de que le acompañase, creo que se habría anulado de haber aceptado. Le explicarían, sin duda, que habían surgido dificultades. ¿Sabe José algo del asunto?

—No. No creo que se lo cuente. Creo que es una mujer digna de confianza —añadió, con toda la indiferencia que pudo aparentar.

—Ninguna mujer es digna de confianza —dijo míster Kuvetli, regodeándose—. Pero no le reprocho sus divertimientos, monsieur Graham. —Se pasó la punta de la lengua por el labio superior y sonrió—. La señora Gallindo es muy atractiva.

Graham controló la respuesta que le asomaba a los labios.

—Mucho —dijo brevemente—. Mientras tanto, hemos llegado a la conclusión de que me matarán tanto si acepto la propuesta de Moeller como si no. —Y en ese momento perdió el control de sí mismo—. Por el amor de Dios, Kuvetli —explotó en inglés—, ¿cree usted que me resulta agradable estar aquí sentado mientras me cuenta lo fácil que les resultaría a esos tipos acabar conmigo? ¿Qué voy a hacer?

Míster Kuvetli le dio unos golpecitos tranquilizadores en la rodilla.

—Mi querido amigo, le comprendo perfectamente. Lo único que quería demostrarle es que no puede desembarcar como lo haría normalmente.

—¿Y en qué otra forma puedo desembarcar? No soy invisible.

—Se lo voy a decir —dijo Kuvetli, complacido consigo mismo—. Es muy fácil. Mire usted, aunque este barco no llega al muelle de pasajeros hasta las nueve de la mañana del sábado, llegará a Génova de madrugada, a eso de las cuatro. El práctico de noche es caro; en consecuencia, aunque recoja al práctico en cuanto haya algo de luz, no se moverá hasta la salida del sol. La embarcación del práctico…

—Si está sugiriendo que me vaya en la embarcación del práctico, le diré que es imposible.

—Para usted, sí. Para mí no. Tengo privilegios. Tengo un laissez passer diplomático. —Dio unos golpecitos en el bolsillo de su chaqueta—. Puedo llegar al consulado turco a las ocho. Allí podré organizar una forma de sacarle de aquí con seguridad y llevarle al aeropuerto. El servicio internacional de trenes no es tan bueno como era, y el tren de París no sale hasta las dos de la tarde. No le conviene quedarse tanto tiempo en Génova. Alquilaremos un avión para trasladarle inmediatamente a París.

El pulso de Graham se aceleró. Un extraordinario sentimiento de ligereza e indiferencia se apoderó de él. Le dieron ganas de echarse a reír.

—Suena bien —dijo, impasible.

—Todo irá bien, pero hay que tomar precauciones para asegurarse. Si monsieur Moeller sospecha que tiene una posibilidad de escapar puede ocurrir algo desagradable. Escuche con cuidado, por favor. —Se rascó el pecho y levantó el índice—. Primero: tiene que ir a ver a monsieur Moeller mañana para decirle que acepta la sugerencia de quedarse en Santa Margherita.

—¿Qué?

—Es la mejor forma de mantenerle a raya. Dejo en sus manos el determinar la mejor oportunidad. Pero le sugiero lo siguiente: como posiblemente sea él quien entre en contacto con usted, lo mejor es darle tiempo para hacerlo. Espere hasta primeras horas de la noche. Si para entonces él no le ha dicho nada, tome usted la iniciativa. No dé una impresión demasiado ingenua, pero acepte hacer lo que él quiere. Una vez hecho eso, vaya a su camarote, atranque la puerta y quédese allí. No salga bajo ningún pretexto del camarote hasta las ocho de la mañana. Podría ser peligroso.

»Ahora viene la parte más importante de sus instrucciones. Tiene que estar preparado, con su equipaje, a las ocho de la mañana. Llame al mayordomo, dele una propina y dígale que deje su equipaje en el barracón de Aduanas. No hay que cometer un error a estas alturas. Lo que tiene que hacer es quedarse en el barco hasta que yo venga a decirle que se han completado los preparativos y que puede desembarcar sin peligro. Hay dificultades. Si se queda en el camarote, el mayordomo le hará bajar con los demás, incluidos monsieur Moeller y Banat. Lo mismo le ocurrirá si sale a cubierta. Tiene que asegurarse de que no le obliguen a bajar a tierra antes de que sea seguro.

—Pero ¿cómo?

—Se lo estoy explicando. Lo que tiene que hacer es salir del camarote, y después, cuidando que nadie le vea, meterse en el camarote vacío más cercano. Su camarote es el número cinco. Métase en el número cuatro. Es el camarote contiguo a éste. Espere allí. Estará perfectamente seguro. Le habrá dado una propina al mayordomo. Si vuelve a pensar en usted, supondrá que ha bajado a tierra. Si le preguntan por usted, no se va a poner a mirar en los camarotes vacíos. Como es natural, monsieur Moeller y Banat le estarán buscando. Usted les habrá dicho que está de acuerdo en irse con ellos. Pero tendrán que bajar a tierra y esperar. Para entonces ya estaremos aquí y podremos entrar en acción.

—¿Acción?

Míster Kuvetli sonrió con severidad.

—Por cada hombre que ellos tengan, nosotros tendremos dos. No creo que intenten detenernos. ¿Recuerda claramente lo que tiene que hacer?

—Con toda claridad.

—Queda un asuntillo. Monsieur Moeller le preguntará si me he dado a conocer. Usted, naturalmente, le dirá que sí. Le preguntará qué le he dicho. Usted le dirá que me ofrecí a acompañarle yo mismo a París y que cuando insistió en acudir al cónsul inglés le amenacé.

—¡Amenazarme!

—Sí. —Míster Kuvetli seguía sonriente, pero había entornado un poco los párpados—. Si usted se hubiera comportado de otra forma conmigo, posiblemente habría tenido que amenazarle.

—¿Con qué? —preguntó Graham, resentido—. ¿La muerte? Eso sería absurdo, ¿no?

Míster Kuvetli siguió sonriendo.

—No, monsieur Graham, no con la muerte, sino con la acusación de aceptar sobornos de un agente enemigo para sabotear los preparativos navales turcos. Como comprenderá, monsieur Graham, para mí es tan importante que vuelva a Inglaterra sin demora como lo es para monsieur Moeller que no vuelva.

Graham le miró con intensidad.

—Ya veo. Y esto es un delicado recuerdo de que la amenaza sigue en pie si permitiese a Moeller convencerme de que su propuesta es, después de todo, aceptable. ¿No es así?

Su tono era deliberadamente ofensivo. Míster Kuvetli se irguió.

—Soy turco, monsieur Graham —dijo dignamente—, y amo a mi país. Luché con el Gazi por la libertad de Turquía. ¿Cree usted que permitiría que un solo hombre pusiera en peligro la gran obra que hemos realizado? Estoy dispuesto a dar mi vida por Turquía. ¿Le extraña que no vacile en hacer cosas menos desagradables?

Estaba adoptando una pose. Resultaba ridículo, y sin embargo, precisamente porque sus palabras armonizaban tan poco con su aspecto, resultaba impresionante. Graham se sintió desarmado. Sonrió.

—No me extraña. No tenga miedo. Haré exactamente lo que me ha dicho. Pero supongamos que Moeller quiere saber cuándo tuvo lugar nuestro encuentro.

—Dígale la verdad. Hay alguna posibilidad de que le hayan visto entrar en mi camarote. Puede decir que yo se lo pedí, que le dejé una nota en su camarote. Recuerde también que nadie debe vernos conversando en privado a partir de este momento. Será mejor que no conversemos en absoluto. En cualquier caso, no hay más que decir. Todo está arreglado. Sólo queda un último asunto que considerar… La señora Gallindo.

—¿Qué pasa con ella?

—Se ha confiado parcialmente a ella. ¿Cuál es su actitud?

—Cree que todo se ha solucionado. —Se sonrojó—. Le dije que viajaríamos juntos hasta París.

—¿Y después?

—Cree que pasaré algún tiempo con ella allí.

—Naturalmente, no tenía usted intención de hacerlo. —Daba la impresión de un maestro de escuela ocupándose de un alumno difícil.

Graham vaciló.

—No, supongo que no —dijo lentamente—. Si quiere que le diga la verdad, me gustó hablar con ella de París. Cuando uno está esperando que le maten…

—Pero ahora que ya no cree que le van a matar es distinto, ¿eh?

—Sí, es distinto. —Pero ¿era tan distinto? No estaba muy seguro.

Míster Kuvetli se acarició la barbilla.

—Por otro lado, sería peligroso decirle que ha cambiado de opinión —reflexionó—. Podría ser indiscreta… o quizá enfadarse. No le diga nada. Si toca el tema de París, nada ha cambiado. Puede explicarle que tiene cosas que hacer en Génova cuando atraque el barco y decirle que se encontrarán en el tren. Eso impedirá que le busque antes de desembarcar. ¿Entendido?

—Sí. Entendido.

—Es guapa —prosiguió Kuvetli, pensativo—. Es una pena que su asunto sea tan urgente. De todas formas, a lo mejor puede volver a París cuando haya terminado el trabajo. —Sonrió: el maestro de escuela prometiendo un caramelo por buen comportamiento.

—Supongo que podría. ¿Alguna otra cosa?

Míster Kuvetli levantó la vista en la que se dibujaba una mirada astuta.

—No. Eso es todo. Salvo pedirle que siga con el mismo aspecto distrait que tiene desde que salimos del Pireo. Sería una pena que monsieur Moeller encontrara sospechosa su forma de comportarse.

—¿Mi forma…? Ah, sí, comprendo. —Se levantó, sorprendiéndose al comprobar la debilidad de sus rodillas—. Me he preguntado muchas veces qué siente un condenado cuando se entera de que su pena de muerte le ha sido conmutada. Ahora lo sé —dijo.

Míster Kuvetli sonrió con aire protector.

—Se encuentra muy bien, ¿eh?

Graham negó con la cabeza.

—No, míster Kuvetli, no me encuentro muy bien. Me encuentro muy mal y muy cansado y no puedo dejar de pensar que tiene que haber un error.

—¡Un error! No hay error que valga. No tiene por qué preocuparse. Todo irá bien. Ahora acuéstese, amigo mío, y por la mañana se sentirá mejor. ¡Un error!

Míster Kuvetli se echó a reír.