16

El reloj dio las nueve. Era un sonido agudo, penetrante y muy tenue. Aún parece que esté viendo ahora mismo la escena con toda nitidez. Esta vez no hay límites borrosos. Aquí nada está desenfocado. Es como una visión estereoscópica representando con detalle y en color la estancia y la gente que hay en ella.

Ha parado de llover y la brisa es, una vez más, suave y tibia. En la estancia, el ambiente es cálido, cargado; las ventanas están abiertas. Las húmedas hojas de las enredaderas pegadas a la parte exterior de las ventanas brillan a la luz de las «velas» eléctricas, fijas en los muros mediante sus apliques rococós. Tras la balaustrada de piedra de la terraza, empieza a salir la luna entre los abetos.

Los Skelton y yo estamos sentados cerca de la ventana, ante una mesita baja donde se hallan las tazas vacías del café. En el centro de la estancia, Roux y Mademoiselle Martin juegan al billar ruso. Roux está junto a ella, dirigiendo el movimiento del taco, y, en el momento en que yo miro, ella aprieta su cuerpo contra el de él, echando una rápida mirada en derredor para ver si alguien se ha fijado en el detalle. En otro rincón, cerca de la puerta que da al vestíbulo, hay dos grupitos. Monsieur Duclos se acaricia la barba con los lentes y habla en francés dirigiéndose a Frau Vogel. Herr Vogel está diciendo algo a Mrs. Clandon-Hartley en un vacilante italiano. La señora Clandon-Hartley se muestra inusitadamente animada. Por su parte, el Mayor Clandon-Hartley escucha esbozando en sus labios el fantasma de una sonrisa. Sólo faltan Schimler y, naturalmente, Köche.

Recuerdo que Skelton decía no sé qué acerca de si Roux y Duclos simulaban ignorarse mutuamente. Yo apenas le escuchaba. Estaba demasiado entretenido observando la cara de todos y cada uno de ellos.

Eran nueve. Había hablado con todos, les había observado, les había escuchado y ahora… ahora no sabía de ellos más que el día —parecía que habían pasado siglos— en que llegué al Réserve. ¿No sabía más? Esto no era exacto. Me había enterado de algunas cosas acerca de la vida de algunos. Pero ¿qué sabía yo de sus pensamientos, del funcionamiento de sus mentes, escondidas tras aquellas máscaras? Lo que un hombre cuenta de sus propias acciones, igual que el aspecto que habitualmente ofrece su rostro, no es más que la expresión, la afirmación de una actitud. Nunca se puede comprender al hombre total, del mismo Modo que nunca se pueden ver las seis caras de un cubo. La mente humana es una figura con infinito número de caras, un fluido en constante movimiento, insondable, inefable.

El Mayor seguía con la misma ligera sonrisa en los labios. Su mujer, agitando suavemente las manos hacia Vogel cuando decía algo, parecía estar viva por vez primera. Alguien les había prestado dinero. ¡Por supuesto! ¿Quién habría sido? Yo sabía tan pocas cosas, que ni siquiera podía hacer una conjetura razonable. Duclos se había puesto los lentes sobre la nariz y escuchaba el francés gutural de Frau Vogel, asintiendo con la cabeza en ademán paternal. Roux, con los ojos vidriosos fijos en las bolas, estaba haciendo una demostración sobre el modo de aplicar el golpe. Yo les miraba a todos, fascinado. Era como observar el movimiento de unos bailarines a través de una ventana que no dejase pasar el sonido. Sus payasadas tenían una solemnidad de locura…

Los Skelton soltaron una sonora carcajada. Me volví hacia ellos con una vaga sensación de ridículo.

—Perdone —dijo él—; estábamos observando su cara y veíamos que cada vez se ponía más larga. Nos temíamos que, de un momento a otro, estallase en lágrimas.

—Estaba pensando cuánto nos identificamos con los demás y, sin embargo, cuán lejos estamos de ellos. Es que me voy mañana por la mañana, saben.

Su disgusto resultó tan logrado que, por un momento, tuve la sensación de que realmente sentían que me fuera. Una ola de emoción se apoderó de mí; autocompasión, sin duda.

—Yo también siento mucho tener que irme —dije—. ¿Ustedes se quedarán mucho tiempo?

Hubo una pausa casi imperceptible antes de que el chico respondiera. Vi que ella le miraba fugazmente.

—Oh, sí —dijo sin entusiasmo—, una buena temporada, supongo.

Entonces, la chica se inclinó hacia delante y dijo mirando hacia él:

—Tres meses, para ser exactos. No hay razón para que no se lo digamos a Mr. Vadassy. Estoy cansada de esta farsa ya.

—Escucha, Mary… —comenzó él en tono de aviso. Yo empecé a sentirme incómodo.

—¡Oh! ¿Qué diferencia hay? —cortó ella, sonriendo ligeramente hacia mí—. Escuche, Mr. Vadassy, nosotras no somos hermanos, sino primos, y estamos viviendo en pecado.

—Enhorabuena —respondí.

Me seguía sintiendo incómodo, pero de un modo diferente. Ahora me sentía incómodo de celos. La chica se sonrió hacia mí.

—Bueno, sería mejor que le contaras toda la historia —dijo su amante en actitud sombría—. En Francia no es muy corriente que personas como nosotros vayan por ahí haciéndose pasar por hermanos.

Ella se encogió de hombros.

—Todo es bastante absurdo, en realidad. Antes de venir aquí teníamos habitaciones separadas, pero a causa de los apellidos del pasaporte, de los formularios que uno ha de rellenar y otras cosas, nos tomaron por hermanos. Pues bien, como a fin de cuentas nos dieron una sola habitación, resultó que, o nos trasladábamos a otro hotel, o nos quedábamos aquí tal como estábamos.

—Y a costa de que nos tomaran por incestuosos —replicó él con amargura.

—Así pues, como este sitio nos cayó bastante simpático, nos quedamos. ¿Y sabe por qué no nos podemos casar antes de tres meses? Pues porque si Warren se casa antes de los veintiún años, perderemos cincuenta mil dólares del abuelo Skelton, que se volvería loco, ¿verdad?

—Absolutamente loco —afirmó él con una sonrisa.

—Entiendo —dije yo.

Pero ellos se estaban mirando a los ojos y yo comprendí por qué los dos formaban una pareja tan atractiva. Era el amor.

En aquel momento, Monsieur Duclos, abandonando o abandonado por Frau Vogel, se acercó a mí.

—Estos americanos forman una pareja verdaderamente encantadora —dijo.

—Sí, muy encantadora.

—Eso mismo le estaba diciendo a Madame Vogel. Es una mujer muy inteligente. Monsieur Vogel, sabe, es director de la Swiss State Power Company. Es un hombre muy importante. Yo ya había oído hablar de él anteriormente, claro. Sus oficinas de Berna son objeto de interés turístico.

—Creí que eran de Constanza.

Monsieur Duclos se ajustó los lentes con cautela.

—Tienen una gran finca de recreo en Constanza. Es magnífica. Me han invitado a pasar una temporada allí con ellos.

—Lo pasará usted de maravilla.

—Sí. Naturalmente, espero poder hablar de negocios también.

—Sí, claro.

—Cuando los hombres de negocios se reúnen en plan de recreo, siempre terminan por hablar de negocios, amigo mío.

—Es natural.

—Además, es posible que podamos sernos útil el uno al otro. Cooperación, ¿comprende? Es lo más importante en negocios. Siempre se lo digo a los obreros de mi fábrica. Si ellos cooperan conmigo, yo cooperaré con ellos. Pero han de empezar por cooperar ellos conmigo. La cooperación no puede ser unilateral.

—Desde luego que no.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Skelton—. He oído la palabra cooperación diez veces.

—Dice que la cooperación es importante. Eso está muy bien pensado.

—¿Sabía usted —continuó Monsieur Duclos— que el Mayor Clandon-Hartley y su mujer se van mañana?

—Sí.

—Es evidente que alguien les ha dejado dinero. Es curioso, ¿no cree? Personalmente, no le dejaría dinero al Mayor. Me pidió diez mil francos. Una cantidad insignificante que no me supone mucho, pero es una cuestión de principios. Yo soy un hombre de negocios.

—Creí que eran dos mil francos lo que quería. Eso fue lo que usted me dijo antes.

—Aumentó la cantidad —dijo en tono suave—. Un criminal típico, sin duda.

—Personalmente, no lo creo así.

—Un hombre de negocios debe tener mucha vista para los criminales. Afortunadamente, los criminales ingleses siempre resultan muy sencillos.

—¡Oh!

—Es un hecho muy conocido. El criminal francés es una serpiente, el criminal americano es un lobo; el criminal inglés, una rata. Serpientes, lobos y ratas. La rata es un animal muy sencillo. Sólo pelea cuando se ve acorralada. Por lo demás, lo único que hace es roer.

—¿Y cree usted realmente que el Mayor Clandon-Hartley es un criminal inglés?

Lentamente, con gran espectacularidad, Monsieur Duclos se quitó los lentes y me dio un par de golpecitos en el brazo con ellos.

—Observe con cuidado su cara —dijo— y verá en ella los rasgos de rata. Es más —añadió con aire de triunfo—, él mismo lo dijo.

Esto era el colmo. Los Skelton, cansados de intentar seguir el rápido francés de Monsieur Duclos, habían encontrado un ejemplar de L’lllustration y se entretenían pintando bigotes en las caras que aparecían en sus páginas. Así que me quedé solo frente a Monsieur Duclos, el cual, aprovechando la oportunidad, acercó una silla a la mía.

—Naturalmente —dijo en tono solemne—, le hablo confidencialmente. Al mayor inglés no le gustaría que su identidad fuera descubierta.

—¿Qué identidad?

—¿No lo sabe usted?

—No.

—¡Ah! —exclamó, acariciándose la barba—. Entonces es mejor que no diga más. El Mayor confía en mi discreción.

Se levantó y, dirigiéndome una mirada significativa, se alejó. En aquel momento vi a Köche, que entraba en la estancia en compañía de Schimler. Monsieur Duclos les salió apresuradamente al encuentro. Oí que les decía que ya había parado de llover.

Köche se detuvo cortésmente, pero Schimler, pasando junto a ellos, se dirigió hacia mí. Tenía un aspecto terriblemente demacrado.

—He oído que se va usted mañana, Vadassy.

—Sí. ¿Esto es todo lo que ha oído?

Schimler negó con la cabeza.

—No. Creo que serían convenientes unas cuantas explicaciones. Köche sospecha que en este hotel está ocurriendo algo que él desconoce. Está preocupado. Según parece, usted podría aclarar la situación.

—Me temo que no. Si Köche se molesta en llamar a la comisaría…

—¡Así que es eso! Usted es de la policía.

—De la policía, pero no un policía. Otra cosa, Herr Heinberger: le debo advertir que no siga mucho tiempo aquí hablando conmigo. Alguien me vio cuando salía de su habitación esta tarde. He sido interrogado al respecto por cierto caballero.

En sus labios se dibujó una pálida sonrisa. Sus ojos tropezaron con los míos.

—¿Y qué respondió usted a esas preguntas?

—Creo que mentí convincentemente.

—Ha sido usted muy amable —respondió casi en un murmullo. Hizo una leve inclinación de cabeza hacia mí y los Skelton y se alejó en dirección a Köche.

—Parece que se vaya a caer hecho pedazos —dijo Skelton.

No sé por qué, pero el comentario me irritó.

—Algún día —repliqué mordaz— espero poder contarle algo acerca de este hombre.

—¿Por qué no ahora, Mr. Vadassy?

—Lamento no poder hacerlo.

—Pues ha estropeado el pastel —dijo él—; ahora no podrá descansar en paz. Mira, querida, el equipo Roux ha terminado con la mesa. ¿Echamos una partida? ¿Le importa, Mr. Vadassy?

—Naturalmente que no. ¡Vayan, vayan!

Se levantaron y se fueron a la mesa de billar. Me quedé solo con mis pensamientos. Ésta era mi última noche de libertad probablemente, me decía a mí mismo. Ésta era la gente que debería recordar. Y ésta la escena que debía grabar en mi mente: los Vogel y los Clandon-Hartley hablando entre sí, mientras Duclos escuchaba, acariciándose la barba y esperando su oportunidad para meter baza; Köche hablando con Roux y con Odette Martin; Schimler sentado solo, pasando aburrido las páginas de un periódico; los Skelton inclinados sobre la mesa de juego. Y, envolviéndolo todo, la noche cálida y perfumada, el monótono ruido de las gotas de agua en la terraza, el débil murmullo del mar contra las rocas de la costa, las estrellas y la luna haciendo guiños por entre los árboles. Todo parecía inmensamente tranquilo. Y, sin embargo, no había tranquilidad. Fuera, en el jardín, los monstruos del reino de los insectos, que trepaban por las húmedas ramas y troncos en busca de comida, atentos, pacientes, devorando y siendo devorados.

En la oscuridad se estaban desarrollando verdaderos dramas. Nada estaba tranquilo, nada estaba quieto. La noche se movía, animada por la tragedia. Mientras tanto, dentro…

Hubo un movimiento en el rincón opuesto del salón. Frau Vogel se había levantado y estaba de pie sonriendo tímidamente a los demás. Su marido parecía estar tratando de persuadirla para que hiciese algo. Vi que Köche interrumpía su conversación con Roux y se dirigía hacia ella.

—Será un placer para todos —le oí decir.

Ella asintió titubeante. Entonces, con gran asombro por mi parte, vi cómo Köche la conducía hacia el medio piano que estaba junto a la pared y lo abría para ella. Frau Vogel se sentó rígidamente y deslizó sus dedos cortos y gordos por el teclado. Los Skelton se giraron sorprendidos. Schimler levantó la vista del periódico. Roux se dejó caer un poco impaciente en una silla, sentando a Mademoiselle Martin en su rodilla. Vogel paseaba su vista a través de la habitación con aire de triunfo. Duclos se quitó los lentes en actitud expectante.

Frau Vogel empezó a tocar una balada de Chopin. Vi que Schimler se inclinaba hacia delante, con una extraña expresión en su cara al observar la figura rígida y rechoncha de Frau Vogel con sus mechones de pelo blanco agitados por los rápidos movimientos de las manos y los brazos.

Era evidente que aquella mujer había tenido talento alguna vez. Su estilo no carecía de un curioso brillo marchito, como el de una hebilla de pasta en una cesta de viejos trajes de baile. Pero olvidé a Frau Vogel y me puse a escuchar la música.

Cuando terminó de tocar, hubo un momento de profundo silencio en la estancia y, luego, un estadillo de aplausos. Ella medio giró en la silla, parpadeando nerviosa y ruborizada hacia Köche. Iba a levantarse, pero su marido le gritó que tocase algo más y volvió a sentarse. Por un momento pareció estar pensando; luego, levantó las manos hacia el teclado y empezaron a extenderse por la estancia las notas del «Jesús, alegría de los anhelos del hombre», de Bach.

Algunas veces, tras un día agotador, solía regresar a mi habitación y, sin molestarme en encender la luz, me dejaba caer en la butaca y me quedaba allí, sin moverme, relajado, saboreando el débil y agradable dolor que se extendía por los miembros de mi cuerpo cuando éstos se hallaban muy pesados. Esto fue lo que me ocurrió aquella noche al escuchara Frau Vogel. Sólo que aquel día no era mi cuerpo el que se relajaba complacido, sino mi mente. Y en vez de trepar por mis articulaciones un débil y agradable dolor, era la melodía de un preludio coral lo que iba penetrando lentamente en mi conciencia. Mis ojos se cerraron. Si esto durase al menos. Si esto…

Cuando ocurrió la interrupción, no me di cuenta inmediatamente. Se oyó un murmullo de voces en el vestíbulo, alguien que siseó pidiendo silencio y el chirrido de una silla contra el suelo. Abrí los ojos en el momento exacto en que Köche desaparecía apresuradamente por la puerta, cerrándola suavemente tras él. Al cabo de unos segundos, oí que la puerta se abría de nuevo ruidosamente. Todo pareció ocurrir en una fracción de segundo. El primer anuncio que tuve de que algo iba mal fue que Frau Vogel se detuvo súbitamente en mitad de un compás. Instintivamente miré hacia ella antes de nada. Estaba sentada, con las manos quietas sobre el teclado, mirando fijamente por encima del piano como si estuviera viendo un fantasma. Luego, sus dedos pulsaron lentamente las teclas, arrancando de ellas una suave discordancia. Entonces miré rápidamente hacia la puerta. Allí, de pie en el umbral, había dos agents de police vestidos de uniforme. Echaron en derredor una mirada amenazadora.

Uno de ellos dio un paso hacia delante.

—¿Quién de ustedes es Josef Vadassy?

Me levanté lentamente, demasiado aturdido para hablar.

—Queda usted detenido. Nos acompañará a la comisaría.

Frau Vogel dejó escapar un débil grito.

—Pero…

—No hay «peros» que valgan. Andando.

Me cogieron cada uno por un brazo. Monsieur Duclos se adelantó decidido.

—¿De qué se le acusa?

—¿Y a usted qué le importa? —replicó secamente el agent que iba delante, empujándome hacia la puerta.

Los lentes de Monsieur Duclos se tambalearon.

—Soy un ciudadano de la República —declaró con orgullo—; tengo derecho a ser informado.

El agent echó una mirada en derredor.

—Curioso, ¿eh? —dijo con una sonrisa burlona—. Muy bien. Se le acusa de espionaje. Sepan que han tenido entre ustedes a un hombre peligroso. Andando, Vadassy. ¡En marcha!

Los Skelton, los Vogel, Roux, Mademoiselle Martin, los Clandon-Hartley, Schimler, Duclos, Köche: por un instante vi cómo sus caras, pálidas y yertas, se giraban hacia mí. Luego, atravesé la puerta. A mi espalda, una mujer gritó histéricamente. Creo que fue Frau Vogel. Acababa de recibir mis instrucciones.